Una misión divina

Cristóbal Colón, el navegante visionario

Convencido de que la Divina Providencia le tenía reservado el descubrimiento de las Indias, Colón emprendió su viaje espoleado por el afán de convertir a los nativos y de hallar oro suficiente para poder arrebatar Jerusalén a los musulmanes.

Inspiración de Cristóbal Colón, por José María Obregón

Inspiración de Cristóbal Colón, por José María Obregón

En busca de reconocimiento. Su espiritualidad y la visión de sí mismo como un héroe marcaron la personalidad de Cristóbal Colón, retratado aquí por José M. Obregón. Museo de Arte Moderno, México.

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Fueron muchas las puertas que se le cerraron a Cristóbal Colón en diferentes cortes europeas antes de 1492. Su empeño en obtener apoyo político y financiero para sus empresas de exploración fracasó. Pese a toda una década consagrada a las actividades marítimas en Portugal, no alcanzó los favores de sus monarcas, los reyes de la casa de Avis.

Por eso mismo, cuando expuso su proyecto ante los Reyes Católicos cuidó hasta el último detalle. Movió eficazmente los hilos de sus amistades entre los aristócratas, cortesanos y religiosos castellanos, pero sobre todo intentó concretar con argumentos convincentes su propuesta de llegar a Asia navegando hacia occidente, y lo hizo a partir de tres cuestiones: los beneficios espirituales que la propagación del cristianismo reportaría a la Corona, las riquezas que podría proporcionar el control de un acceso directo a Asia (la tierra del oro y de las especias) y, por último, los fundamentos científicos del viaje, que descansaban en el saber de los grandes cosmógrafos. 

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¿Qué acabó pesando más en la apuesta de los Reyes Católicos por aquel enigmático marino: la fe o el dinero? Quizás el primer motivo influyó más en la reina Isabel y el segundo en el rey Fernando.

En cualquier caso, los monarcas no se equivocaron. En el siglo siguiente, gracias a Colón, la Cristiandad amplió su extensión y el número de sus fieles. Y los costes directos de la empresa colombina fueron exiguos frente al oro y la plata que acumuló el Imperio español. Pero el tercer motivo esgrimido por Colón en beneficio de su proyecto –su base científica– fue más discutible y despertó numerosos recelos.

Columbus Signature

Columbus Signature

Favorecido por la realeza. Sobre estas líneas aparece el monograma de Colón, ya virrey y gobernador de las Indias: (S)eñor, (S)u (A)lta (S)eñoría, (Ex) celente, (M)agnífico e (Y)lustre Almirante.

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En ocasiones, el marino fue tomado como un «presuncioso sin ciencia»; un vendedor de humo «que todo era un poco de aire y que no había razón». Lo cierto es que los argumentos científicos que esgrimió resultaron totalmente erróneos, pues las conjeturas geográficas sobre las dimensiones del planeta no contaban con la gran masa continental del Nuevo Mundo. Y, sin embargo, lo que resulta especialmente apasionante es que Cristóbal Colón depositara una esperanza ciega en estos cálculos optimistas. A todo lo expuesto no fue ajeno su profundo convencimiento de ser un mero servidor de Dios al que le estaba reservado un destino providencial, aspecto de la personalidad del Almirante que se suele pasar por alto. 

El ideal aristocrático 

La figura de Cristóbal Colón parece surgir de la nada. Los primeros años de su vida permanecen en la incertidumbre y los historiadores siguen debatiendo sobre su lugar de nacimiento y sus orígenes familiares. La tesis de su naturaleza genovesa es comúnmente aceptada, así como la de una adolescencia marcada por sus viajes desde Génova como corsario o mercader de fortuna a lo ancho del Mediterráneo. Pero siempre ha acabado pesando la voluntad del propio Colón, que quiso ocultar sus años de juventud.

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La Alhambra de Granada. tras la caída del reino nazarí, en enero de 1492, los reyes católicos se hallaron en condiciones de financiar el viaje transatlántico planeado por Colón.

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Quería distanciarse de sus orígenes humildes y dejaba caer insinuaciones sobre su ascendencia aristocrática, hasta el punto de presumir de no haber sido «el primer almirante de su familia». El deseo de emanciparse de unas raíces plebeyas también se evidenció en su interés por la fundación de un mayorazgo. Esta institución, característica de las familias nobles de finales de la Edad Media, vinculaba todos sus bienes e impedía su reparto en herencia, lo que permitía mantener unido el patrimonio familiar y engrandecerlo. 

Un hombre de la Edad Media 

En su afán por el honor aristocrático, Colón fue un personaje muy propio de su época. De la misma manera, su personalidad estuvo marcada por una imagen del mundo de raíz medieval.

Sin embargo, tanto su hijo Hernando como el fraile dominico Bartolomé de las Casas, sus primeros biógrafos, acentuaron los argumentos científicos que sustentaban el proyecto de Colón. Subrayaron las medidas del globo terráqueo aportadas por el navegante a partir de autoridades clásicas de todas las épocas (desde el griego Estrabón al contemporáneo Paolo Toscanelli), y también fueron muy prolijos en detallar todos los indicios materiales que hicieron sospechar a Colón la situación de Asia a poniente, recogiendo las noticias que poseía el navegante sobre maderas esculpidas con extrañas figuras humanas y sobre canoas que las grandes tempestades habían arrastrado a la deriva desde el interior del océano.

Esta avalancha de información de carácter técnico condujo con el tiempo a presentar a Colón con rasgos propios de los grandes exploradores de los siglos XIX y XX. 

Tractatus de ymagine mundi, et al (Pierre d'Ailly)

Tractatus de ymagine mundi, et al (Pierre d'Ailly)

El mundo de Pierre d’Ailly. Este teo´logo france´s mostro´ en su Imago Mundi una concepcio´n del planeta que influyo´ en las ideas de Colo´n. arriba, el ejemplar del almirante.

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No hay dudas sobre su pericia marinera, que le permitió éxitos tempranos en el trazado de los rumbos del tornaviaje, el retorno de los navíos desde América: regresar a Europa desde el Nuevo Mundo por la ruta de ida hubiera conducido a un desastre sin paliativos en 1492-1493, ya que los barcos hubieran tenido los vientos alisios en contra.

En cambio, Colón no manejó nada bien los instrumentos astronómicos de su época. No fue, pues, un científico concienzudo, conocedor del saber de su tiempo, en buena medida porque tampoco fue un gran lector empapado de literatura científica, especialmente antes de 1492.

A lo largo de su vida, su biblioteca personal sólo contó con cuatro libros. Sus persuasivas opiniones se nutrieron básicamente de referencias sueltas de carácter erudito, en muchas ocasiones más deudoras de la pasión con que las expuso que de su verosimilitud. Para sustentar sus hipótesis, Colón mezcló datos extraídos de todas partes y los manipuló a su conveniencia. 

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El otro camino hacia Asia. El monasterio de los Jerónimos de Belém conmemora la llegada de vasco da Gama a Asia en 1501. Juan II de Portugal creyó inviable llegar a Asia por el Atlántico.

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El viaje hacia el interior del Atlántico, por ejemplo, se basó en un error que Colón y sus seguidores sostuvieron durante largos años, más allá de 1492. El Almirante murió convencido de haberse movido siempre en las dimensiones geográficas de las tres partes del orbe conocido en época medieval: Europa, África y Asia.

Para Cristóbal Colón, las islas de las Antillas y la Tierra Firme (el continente) eran tierras de las Indias de Asia: la isla de La Española sería Cipango (el Japón actual), y Cuba y Panamá serían provincias dependientes del gran reino de Catay (China). Incluso en su tercer viaje, en 1498, cuando arribó a las costas de la actual Venezuela, el descubridor seguía convencido de bordear el mar de la China y haber contemplado las fuentes del río Indo.

Jamás fue consciente de haber alcanzado la cuarta parte del mundo. Únicamente en 1539, con la muerte de su hijo Hernando, desapareció el último gran defensor de una geografía que ignoraba la realidad del continente americano. 

En busca del oro y del Paraíso 

Al margen de las inexactitudes cosmográficas de Colón, se han destacado con criterios demasiado actuales los intereses que alimentaron su proyecto de navegación. Parece indiscutible el interés del descubridor, a quien precedía fama de mercader y corsario, por las riquezas que esperaba obtener de sus viajes.

La avaricia y la ambición caracterizaron a todo su linaje, y acabaron por precipitar la caída del Almirante en 1500, cuando fue conducido a España, encadenado, tras ser acusado de fraude y administración tiránica en las Indias. Se han destacado, asimismo, las 77 menciones a la palabra «oro» que aparecen en los escasos escritos del navegante durante la travesía del descubrimiento.

En sus años de residencia en Lisboa, cuando navegaba hacia el golfo de Guinea, dominado por los portugueses desde su castillo en Elmina, Colón había quedado maravillado ante el control de Portugal sobre el preciado oro del Sudán.

Establecer una ruta exclusiva a Asia permitiría dejar atrás el oro africano, y convertiría a los monarcas españoles y a su flamante súbdito en los personajes más poderosos de la Cristiandad al sumar los metales preciosos de Oriente y las caras especias de Asia (pimienta, clavo, canela...). Al día siguiente del desembarco, el 13 de octubre de 1492, Colón ya escribía: «Y yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro».

El Almirante observó a los nativos y «vio que pendía de un agujerito que algunos tienen en la nariz un pedacito de oro... Mediante signos logré entender que había un rey con grandes vasijas y una enorme cantidad de oro». Colón estaba entusiasmado. «Esta tierra –decía– debe desearse, descubrirse y jamás abandonarse». 

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El drama de la conquista. Para someter a la población indígena los conquistadores españoles emplearon todas sus armas, incluidos los perros de presa. Grabado por Theodore de Bry.

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Sin embargo, conviene matizar el apego del Almirante por este metal. Aunque el oro ha pervivido hasta hoy como emblema de la codicia, en época de Colón constituía algo más que un motivo de riqueza. Era abundante la literatura medieval que había hecho del oro un símbolo celestial, muy identificado con el mundo de los ángeles, opuesto al corruptible mundo terrenal. Se creía que el lugar idóneo para encontrar oro eran las montañas y todos los lugares en los que el cielo y la tierra se anudan.

En los proyectos de Colón, el hallazgo de las montañas del oro acabó por coincidir con el del Paraíso terrenal, pues consideraba que ambos lugares existían de veras. De este modo, la búsqueda del oro tuvo mucho que ver con la localización del Paraíso, un espacio mítico que los europeos situaban en los confines de Oriente, y que Colón situaba al oeste de las islas que salpicaban el Atlántico. Por ello, encontrar oro en las tierras descubiertas en 1492 significaba para el Almirante una prueba indiscutible de la llegada a Asia y del final de su viaje. Suponía que se hallaba en el buen camino para que el hombre cruzase los umbrales del Paraíso por primera vez desde que Dios había expulsado de allí a Adán y Eva. 

Un instrumento divino 

La riqueza material prometida a los Reyes Católicos guardaba relación con el otro argumento esgrimido por Colón en apoyo de sus proyectos. El Almirante siempre estuvo convencido de ser un instrumento de la Divina Providencia: navegó hacia el Extremo Occidente para llegar al Extremo Oriente en un viaje profético, puesto que afirmaba haber recibido de Dios los conocimientos marítimos necesarios para emprenderlo.

Estos conocimientos y la riqueza que Colón esperaba hallar al cabo de su viaje servían a su misión, a un trayecto que resumía la historia bíblica de la humanidad –su comienzo y su final según las Escrituras–. Al este se encontraba el Paraíso, el origen del mundo, según cuenta el libro del Génesis; en el centro del mundo estaba Jerusalén, donde Jesús murió y resucitó, según refieren los Evangelios, y al oeste se hallaba el fin del mundo, el cielo y la tierra nuevos anunciados en el libro del Apocalipsis. 

El viaje de Colón, pues, no llevaba sólo a las Indias: «Es a mí a quien Dios había elegido como su mensajero –declara–, al mostrarme dónde se encontraban el nuevo cielo y la nueva tierra de que el Señor había hablado por boca de san Juan en su Apocalipsis, y de que antes había hecho mención Isaías».

Las circunstancias en que emprendió el viaje eran, asimismo, perentorias, pues Colón consideraba que sólo le quedaban 155 años de historia al mundo conocido. Urgía arrebatar Jerusalén a los musulmanes y devolverlo a la Cristiandad, un propósito que el Almirante manifestó en varias ocasiones, incluso en su testamento.

Calculó que necesitaba siete años para reunir los metales preciosos con que sufragar la conquista de la Ciudad Santa mediante un ejército de 50.000 infantes y 5.000 jinetes. En el atardecer del día de Navidad de 1499, durante su tercer viaje, aún recordaba este apremiante designio. Refugiado en una pequeña carabela, escuchó un mensaje divino: «¡Ánimo, no pierdas la confianza y no temas nada! Proveeré en todo. Los siete años del plazo relativo a la cuestión del oro no han pasado todavía». 

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El alcázar de los Colón. Este palacio fue erigido en Santo Domingo como residencia para Diego Dolón, hijo del almirante, a quien los reyes católicos habían nombrado gobernador de la española.

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Los mensajes de estas voces celestiales, que volvió a escuchar en otras ocasiones, quedaron recogidos en el Libro de las profecías, en el que el Almirante interpretaba sus propias hazañas en clave religiosa. Se trata de un texto compuesto hacia 1502-1504, después de aquel tercer viaje a las Indias, de donde regresó cautivo tras ser acusado de mala administración y conducta corrupta.

En su presidio sevillano tuvo la oportunidad de redactar unas 84 hojas que tituló Libro o colección de autoridades, dichos, sentencias y profecías, referidas a la recuperación del monte Sión, una colina de Jerusalén, y sobre «la invención [es decir, el descubrimiento] y conversión de las islas de la India, y de todas las gentes y naciones, a nuestros reyes hispanos».

Fray Bartolomé de las Casas da testimonio del interés del Almirante por esta misión divina: «Celosísimo era en gran manera del honor divino, cúpido y deseoso de la conversión destas gentes, y que por todas partes se sembrase y ampliase la fe de Jesucristo, y singularmente aficionado y devoto de que Dios le hiciese digno de que pudiese ayudar en algo para pagar el Santo Sepulcro; y con esta devoción y la confianza que tuvo de que Dios le había de guiar en el descubrimiento deste orbe que prometía, suplicó a la serenísima reina doña Isabel que hiciese voto de gastar todas las riquezas que por su descubrimiento para los Reyes resultasen, en ganar la Tierra y Casa Santa de Jerusalén, y así la Reina lo hizo». 

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El portador de Cristo 

En su Libro de las profecías, como se conoce aquella obra, Colón anotó pasajes de la Biblia y de los Padres de la Iglesia para acompañar sus reflexiones sobre la exploración de las Indias y sus instigaciones a una nueva cruzada. Dicho libro, además, tiene tintes autobiográficos: el marino se presenta como un «portador de Cristo» (eso es lo que significaba su nombre, y así firmaba a veces: Christum ferens) que debería cumplir lo profetizado por Isaías sobre el comienzo del reino del Mesías.

Durante siglos, el manuscrito del Almirante permaneció oculto en la Biblioteca Colombina de la catedral de Sevilla, y se publicó por primera vez en 1984. De haberse divulgado en su momento posiblemente hubiera sido un texto de éxito, que habría hecho justicia a la opinión del historiador Andrés Bernáldez sobre el Almirante: «hombre de muy alto ingenio sin saber muchas letras». 

Las creencias mesiánicas de Colón provenían de inquietudes personales previas, pero recibieron una poderosa influencia de los franciscanos a través de su contacto con los frailes del convento andaluz de La Rábida, comisionado por Roma para evangelizar los territorios que iban descubriéndose en África y las islas del Atlántico. Cuando Colón llegó allí en la primavera de 1485, La Rábida era el lugar al que arribaban continuas noticias sobre los progresos en las rutas atlánticas, una puerta abierta al océano desconocido. 

Por esos años, las campañas de los Reyes Católicos contra Granada (el último reino musulmán de la península Ibérica) convertían a los monarcas españoles en una nueva encarnación de David, el soberano bíblico que derrotó a los filisteos. Los franciscanos propalaron estas creencias junto con vaticinios sobre la obra de un nuevo Emperador Mesías que resistiría al Anticristo y recuperaría los Santos Lugares. Colón fue muy receptivo a este discurso, por convencimiento íntimo y por cuidar a quienes deberían ser sus patrocinadores en la corte. 

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Monasterio de la Rábida en Andalucía.

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En efecto, Colón conoció en La Rábida a un antiguo confesor de la reina Isabel de Castilla, fray Juan Pérez. Éste introdujo a Colón en el cenáculo de la corte a través de otros clérigos y también lo puso en contacto con poderosos aristócratas, como los duques de Medinasidonia y Medinaceli. Estos apoyos, junto al vibrante clima emocional de exaltación y triunfo del cristianismo generado por el fin de la Reconquista –Granada cayó en enero de 1492– fueron decisivos para que los monarcas asumieran las exorbitantes demandas que Colón planteó para ponerse a su servicio: desde los títulos de almirante de la mar Océana y virrey de las tierras que descubriera, hasta el disfrute de una décima parte de todas las riquezas que se adquiriesen. 

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Colón no fue un navegante científico ni un ambicioso empresario; en su trayectoria, el Almirante no pudo liberarse de las cadenas que lo ataban a una Edad Media en su ocaso. Sus ojos contemplaron el Nuevo Mundo desde las perspectivas sociales, económicas y mentales de su tiempo. Por eso creyó siempre hallarse en tierras asiáticas y nada le hizo dudar.

En realidad, muchos de los enigmas sobre aquel Nuevo Mundo tardarían en disiparse. Y el extraño ambiente milenarista y apocalíptico en que se movió Colón también tardó en desvanecerse: poco más de un siglo después de la llegada a las Indias, América volvió a ser la meta de otra travesía transatlántica, protagonizada por los puritanos que, a bordo del Mayflower, intentaron fundar una Nueva Jerusalén en ultramar.