Canción de tumba, de Julián Herbert | Tierra Adentro
Tierra Adentro

Titulo: Canción de Tumba

Autor: Julián Herbert

Editorial: Mondadori

Lugar y Año: México, 2012

Nota: Premio Jaén de Novela 2011

Julián Herbert no conoce el miedo. Lo sé porque de otro modo no habría podido escribir una novela tan doliente como Canción de tumba. Al mando de una prosa ejemplar, Herbert desmenuza el dolor con precisión médica y la sangre fría de un verdugo. Y eso no se consigue con un taller de narrativa, una beca del FONCA o dos compadres en la élite literaria. También hay que perderle respeto al miedo.

Hace tiempo, durante un jaripeo costeño saludé a un montador de toros que hacía mucho no veía. Lo reconocí cuando se apretaba las espuelas. Mientras le daba un trago a la cerveza, le pregunté ¿estás nervioso?

Tengo todo menos miedo, respondió. Segundos después moriría de una brutal embestida.

Cuando leí Canción de tumba, me vinieron a la mente las palabras del montador. Julián podrá tener defectos, virtudes, traumas, vicios o talentos, pero carece de miedo. No tiene temor a errar, a la muerte, ni a la vida.

Julián suelta su historia como las cartas de un tahúr: nos hace sospechar, motiva a adivinarle sus naipes y al final, una vez en su trampa, se destapa y nos hiela la sangre. Herbert juega con ventaja, no porque apueste demasiado, sino porque en realidad, no hay riesgo de perder. Juega como quien ya lo hubiera perdido todo.

Siempre he valorado la honestidad de un escritor. Aprecio aquellos textos que abrevan en el sudor, más que en la intelectualidad. Que provienen de la vida, no de un pulcro taller de escritura. Julián hace suyo el consejo de Rigo Tovar: la máscara de tristeza la cambia por sorpresa y nos voltea la cara con un opercot fulminante lleno de prosa sin lavar, de poesía descarnada y de recuerdos enfermos.

En Un mundo infiel (Joaquín Mórtiz, 2005) hay bosquejos de lo que sería Canción de tumba. Diviniza lo cotidiano, mancilla valores y exprime nostalgias. En unos de los capítulos, Julián describe con precisión varios sitios de la Costa Grande de Guerrero. No pocos escritores guerrerenses se preguntaron cómo es que Herbert conocía esas zonas  inexploradas por la literatura. La respuesta llegó con Canción de tumba: las conoció de primera mano. Después vendría Cocaína, manual de usuario (Almuzara, 2007), libro de cabecera para cualquier narrador. No por el tema, sino por la forma. Si en cualquiera de sus cuentos sustituyen al clorhidrato de cocaína por cualquier sustancia o emoción, las historias siguen en pie. En eso radica su grandeza. Hará cosa de dos años, en Trazos en el espejo, 15 autorretratos fugaces (Ediciones Era, 2001), leí un primer borrador de esta novela. Ahí lo llamó Mamá leucemia.

He visto a Julián Herbert dos veces en mi vida.

La primera fue en Chilpancingo, hace 10 años, cuando fue invitado a una feria del libro. Estuvo algo casi una semana en esas tierras pozoleras. Durante el día, las actividades se desarrollaban como de manera normal. Por la noche, editores, escritores, músicos y público nos encerrábamos en bar muy peculiar llamado La Máscara. Ahí las actividades nocturnas también eran de lo más común, con la pequeña diferencia de que la coca y la yerba corría por montones. La violencia del narcotráfico aún no alcanzaba la capital guerrerense, de modo que el esparcimiento psicotrópico era hermoso.

Cuando Herbert se bajó del camión, luego de más de un día de camino por tierra, lo primero que hizo fue comprar un six de cerveza. Pocos hígados aguantaron el ritmo del guerrero-coahuilense. Pocas mentes permanecieron impávidas con sus lecturas y conversaciones. Y aún más poca pluma de garza escapó de sus fosas nasales.

La segunda vez fue en Acapulco, hará cosa de 5 años en que Herbert fue invitado a un encuentro de escritores. Pese a que el clima social estaba en nuestra contra (Acapulco atravesaba una grave crisis de seguridad pública; como sigue ocurriendo), en su primer día de estancia lo llevé a comprar coca en la camioneta de un diputado. Parecía que el escenario de Chilpancingo se repetiría. Pero el destino tenía otros planes. La noche antes de su lectura, yo cenaba con Elmer Mendoza, cuando nos enteramos de la muerte de su padre. Interrumpimos la ingesta de Cuné y fuimos a la funeraria donde se velaban el cadáver de Gilberto (Membreño) Herbert. Estuvimos poco más de una hora, luego nos fuimos. Nunca vimos a Julián.

A la mañana siguiente, el recinto donde Herbert leería estaba llenísimo. Contra algunos pronósticos, Julián llegó a la cita y leyó. Es quizá la lectura de poesía más conmovedora que he presenciado. Julián soltaba palabras como mirmidón en plena batalla. Imponente, sus versos eran dagas aventadas al aire. Pese al calor y a la apretura, nadie se movió de ahí hasta que el poeta terminó.

Lo anterior no es presunción esnobista, sino enseñanza de William Blake: “la senda del exceso lleva al palacio de la sabiduría”.

En Canción de tumba, ambos hechos están inmersos en entre las tres partes en que se divide.

Varias novelas que abordan la belleza de la fragilidad humana, palidecen ante esta obra que nos llevará a ver en primera fila la muerte de Guadalupe Chávez. Nos salpicarán los humores una enferma de leucemia; bajaremos a una sección del séptimo círculo infernal, donde están los drogadictos; conoceremos la tristeza de un hombre que encontró un consuelo en la literatura.

Si eso no es suficiente, entonces resta un naipe oculto: el nivel estético de la prosa. Eso, al final, le dará el juego. Herbert consigue una fabricar una espesa purga emotiva que nos contagia, como por ósmosis, la pesadumbre. Esta melancolía no es fortuita: el protagonista habla sobre su madre y nadie nombra a la madre en vano.