Catch Me Daddy | Crítica | Película

Catch Me Daddy

Los amantes sacrificados Por Manu Argüelles

La primera jornada de la 62 edición del Festival de San Sebastián la hemos completado con Catch Me Daddy, Mommy (Xavier Dolan, 2014) y La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), tres largometrajes en apariencia muy alejados entre sí pero que se han relevado inesperadamente imbricados, especialmente los dos primeros, a partir de sus narraciones abruptas y voraces construidas en torno a personajes situados en el límite. Un espacio de lucha por las pasiones imponen su dominio y mortifican a unas sustancias que alcanzan un estatuto poético. A cierta densidad de la imagen y a una entusiasta estilización del ambiente se le suma una tendencia a la alucinación urbana, enraizada en el cromatismo del neón nocturno, luces fosforescentes y abstracciones físicas que rompen la cotidianeidad realista, desfigurada desde pronunciadas puestas en escena destinadas a enunciar lo anómalo y transmitir la sensación de desubicación.

Centrándonos en la primera, la británica Catch Me Daddy sintetiza su furor, sus aciertos y su lirismo en la secuencia en la que encierra a los dos protagonistas refugiados en su caravana mientras bailan frenéticamente una canción de Patti Smith. Esa improvisada vivienda denota una permanente sensación de transitoriedad, ya que la elección de esa forma de vida lleva consigo la improvisación, la alienación y la fragilidad ante las inclemencias. Por ello, el rótulo del film se sitúa justo en el plano fijo de Laila, la desencadenante del conflicto, la protagonista fugitiva y perseguida, sentada en las escaleras de su humilde vivienda mientras mantiene su mirada ausente perdida en el horizonte. No es casual que esta estampa tenga lugar después de un prólogo enigmático, construido desde una concatenación de imágenes poderosas que revelan instantes paisajísticos rebosantes de un romanticismo esotérico y legendario, con una decidida alusión a lo sublime, esa mezcla de lo bello y el horror cruzado por lo intenso de lo pasional.

Catch Me Daddy

Catch Me Daddy, traída a Perlas desde Cannes, recupera el neo-noir con la autoconsciencia que ya exhibía David Lowery con En un lugar sin ley (Ain’t Them Bodies Saints, 2013), obra también de un director debutante y que también se vio en el Festival de Cannes, el de la edición del 2013. Ambos hacen visible la tradición y el tono de leyenda con similares estrategias. Los dos se centran en una historia de amour fou, mientras que Lowery prefería poner énfasis en lo melancólico y en el arrebato fatalista de lo sentimental, en el caso de Wolfe optará por poner el acento en aquello que remite más a lo que supone la aniquilación de la familia, es decir, más en aquello que está por venir: las consecuencias y el derrumbe de los grandes monumentos institucionales. Lo crepuscular desde dos ángulos, uno por la vía de la nostalgia y la melancolía, el otro asentado en el tiempo de la crisis.

Con la huida de Laila, una chica pakistaní que se enamora de un chico británico, Aaron, el director Daniel Wolfe efectúa una relectura del mito de Romeo y Julieta, desde las fuentes y constantes del cine negro y del western (géneros que desarrollan enunciados identicos con diferencia de ambientes). A partir de aquí se desestabiliza todo un núcleo familiar y, el eje de la tensión, el cada vez mas estrecho cerco -el encuadre enfatiza sus líneas y refuerza su estatuto como prisión-, sirve como lanzadera para que Wolfe se interese por la desmembración del relato, prefiera jugar con lo elusivo y trabaje sobre la dilatación, aunque ello revele irregularidades y obsesivos solipsismos retóricos, en estricta equidistancia con la progresiva corrupción de una atmósfera a partir del lumpen y de lo marginal. Cífrese la prolongada secuencia en la que los dos chicos ante el comportamiento amenazante del taxista se fugan del coche en medio del campo en una cerrada noche, en la que los primerísimos planos alternados del trote se centran en unos rostros entre sombras difícilmente visibles, algo que recuerda mucho a un Gerry (Gus Van Sant, 2002) oscuro. Momentos como los comentados que atomizan la narración al uso para dar prioridad a un perpetuum móvil, son idóneos vehículos para las descompensaciones e involuntariamente denotan las carencias de un director preocupado por la exhibición de los mecanismos formales y las sugerencias sensoriales, pero que se desvela torpe cuando no consigue rematarlos o cuando los conduce involutariamente a su inmolación.

Catch Me Daddy 3

Catch Me Daddy lleva consigo muchos de los tics de aquel que empieza, se adentra con poderosas intuiciones pero las aborta cuando las canaliza (sabe darle pulso a la tensión pero ésta se remata fatal en su desenlace). Sus impulsos estilísticos, que podrían tener valor por sí mismos, acaban provocando hiatos en el seno del largometraje en cuanto no forman parte de un proyecto férreo y compacto. Tampoco estamos en una carta abierta a la experimentación y el tanteo, sino que estamos en un híbrido amorfo que navega entre dos aguas. Su nerviosismo y sus movimientos intranquilos son virtudes que contribuyen a crear una textura creativa muy desarrollada sobre un soporte de ficción errático y convulso. Podría jugar a su favor, pero acaba estallándole ante sus propias narices cuando aquello que es un acierto se revela como un perjuicio.

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