Una princesa en Charlottenburg

Una princesa en Charlottenburg

La belleza y temprana muerte de la reina Luisa la elevaron a musa de inspiración para artistas y poetas

Prinzessinnengruppe (Las princesas Luisa y Federica), por Schadow

Prinzessinnengruppe (Las princesas Luisa y Federica), por Schadow

Propias

Karina estaba preciosa, su largo vestido escotado sentaba maravillosamente a su cuerpo juvenil, a sus hombros desnudos, a su cabello cayendo en cascadas de oro por la espalda. Karina no es una princesa prusiana, pero es en todo caso una princesa venida de las muy lejanas estepas de Kazakstán a conquistar Berlín, y parece que, por lo menos en el caso de su acompañante, lo ha conseguido.

“Yo no sé para qué vine a Berlín, ni siquiera sé por qué deseo quedarme en Berlín”, decía Karina paseando por las elegantes avenidas barrocas del parque, y es que Karina es una estudiante que nació después de la caída del muro y por eso no alcanzó a vivir la guerra fría, el periodo socialista o el llamado telón de acero. Este palacio por ejemplo quedó muy destruido tras sendos incendios en 1943 y 1945, la cúpula se había desplomado y poco faltó para que decidieran acabar con la ruina, ¿por qué lo restauraron en la posguerra?

“Tal vez porque quedó en el lado occidental de la ciudad, es decir, en manos de los capitalistas”, ironizaba él sabiendo que ella proviene de los antiguos territorios de la Unión Soviética. Karina argumentó a su vez que la entonces directora de los palacios y jardines prusianos, Margarete Kühn, se empeñó en una restauración que aún no ha terminado y que ya en 1956 consiguió recuperar la cúpula con la famosa fortuna de Richard Scheibe. La estatua de la diosa los miraba pasear por el parque desde su inaccesible altura, resplandeciendo dorada por el sol de la tarde.

Sus pensamientos se fueron tiñendo de melancolía y sus manos se acercaron instintivamente, como si presintieran la desgracia en medio de tanta armonía. Poco a poco se habían adentrado en el sector más romántico del parque, con sus bosquecillos y setos imitando la naturaleza, y al doblar un recodo apareció súbitamente un templo dórico, medio escondido por la vegetación, abrigado por los árboles. Alpha y Omega figuraban en el frontón, señalando el principio y el fin de todas las cosas. La puerta estaba misteriosamente abierta, y dando unos pasos se hallaron en un interior lleno de recogimiento, apenas iluminado por luz cenital, donde se exponían algunas estatuas yacentes en mármol de Carrara.

En 1812 hacía ya dos años que Luisa había sido enterrada en el mausoleo del parque de Charlottenburg, y no obstante el pintor Karl Wilhem Wach se atrevió a retratarla como hermosísima Hebe, voluptuosa diosa de la eterna juventud con un seno apenas cubierto, frente a una Puerta de Brandenburgo sin cuadriga. Napoleón se la había llevado a París (la cuadriga con la diosa de la paz). Regresaría en 1814 convertida en la diosa de la victoria, recibiendo como estandarte la cruz de hierro y el águila prusiana.

“Mucho debía querer el rey a su mujer para construirle un mausoleo tan hermoso en un lugar tan escondido del parque”, murmuró Karina apenas, no queriendo ofender el silencio. "Federico Guillermo III adoraba a la reina Luisa, que por cierto tuvo el valor de acudir al llamado de Napoleón en Tilsit, mientras el rey esperaba resignado junto al río Niemen", respondió él observando atentamente los rasgos de la escultura yacente: una mujer súbitamente envejecida por la enfermedad que la consumió a los 34 años de edad. Parece mentira que fuera la muchacha de 17 años que retrató Schadow junto a su hermana Friederike, las dos princesas esculpidas como diosas con las túnicas griegas ciñendo sus cuerpos. Luisa se apoya en su hermana con gesto displicente y natural, absolutamente inconsciente de su belleza. La juventud, la enfermedad y la muerte; el gesto de un hombre que amaba de corazón, pero que no pudo impedir que la posteridad dañara el recuerdo de su amada.

“Todos vinieron a acostarse junto a la querida Luisa, todos querían gozar de su aura, y ni siquiera después de muerta la dejaron descansar en paz, en la soledad de este romántico mausoleo”, musitó Karina mirando los otros sarcófagos de mármol que ocupaban el recinto: al principio fue para ella sola, al morir su esposo lo acostaron a su lado, más tarde Federico Guillermo IV, el rey romántico, quiso enterrar su corazón a los pies de sus padres. Pero ese gesto de modestia y respeto fue ignorado por el último Káiser, Guillermo II, que hizo sepultar aquí también a Guillermo I y a su esposa Augusta, con respectivas esculturas yacentes. Por último en la cripta acabaron los cuerpos del príncipe Alberto de Prusia y de la princesa Augusta Liegnitz, que casara con Federico Guillermo III en segundas morganáticas nupcias. La pobre Luisa se vio rodeada de gente, incluso tuvo que compartir mausoleo con la segunda esposa de su marido.

Como buena rusa, Karina tenía un humor ácido y provocativo, muy poco respetuoso con el solemne lugar donde se encontraban, pero se la veía sinceramente conmovida. Su acompañante la atrajo hacia sí rodeándole los hombros y ella apoyó la cabeza en su pecho. Permanecieron así unos instantes en actitud contemplativa, a pesar de que a él le latía el corazón violentamente, hasta que una voz a sus espaldas los despertó del ensueño: “Was machen Sie denn hier?”

Se sentaron aquella noche a la mesa iluminada por la luz de las velas y atendida por solícitos camareros en traje dieciochesco, disfrutaron de una cena intimista en medio de los otros invitados y fueron posteriormente conducidos a la sala de conciertos. Sobre un lujoso escenario el maestro de ceremonias presentó la Orquesta de cámara de la Corte de Berlín (Berliner Residenz Orchester) con sus hermosas casacas bordadas, pelucas invariablemente rubias e inmaculadas calzas blancas embutidas en curiosos zapatos de época. Alrededor fungían como grandioso marco escénico las columnas de mármol del Gran Invernadero (Große Orangerie), y las altas puertas laterales se abrían sugerentemente hacia los románticos jardines del palacio.

Religiosamente pasaron a escuchar una sinfonía para flauta de Federico el Grande de Prusia, unas arias para barítono y soprano de Georg Friedrich Händel, una suite para orquesta de Johann Sebastian Bach, un minueto de Luigi Boccherini, arias y duetos de Wolfgang Amadeus Mozart e incluso fragmentos de algunos conciertos de Antonio Vivaldi (Las cuatro estaciones). El programa no dejaba nada que desear en cuanto a clásicos del barroco y del neoclasicismo, como sin duda pedía el entorno.

Cuando regresaban hacia la ciudad rumorosa, Karina le dirigió una sonrisa pícara diciendo: “¿Qué pasaría entre la reina Luisa y Napoleón en 1807?”. “No lo sé ni nadie lo sabe”, respondió su acompañante, "tampoco se sabe por qué Federico el Grande murió sin descendencia ni por qué su sobrino y sucesor hizo condesa a su querida, Wilhelmine Enke, hija de un músico de cámara. Tal vez porque en un caso había amor y en el otro, no".

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