Por Verónica Sánchez (@SofiaSanmarin)
Podría parecer que el filme que marca el regreso de Woody Allen a Estados Unidos, Blue Jasmine, no aporta algo nuevo al imaginario colectivo que él mismo ha diseñado entorno a su cinematografía. Permanecen los puntos de partida recurrentes –incomunicación entre la pareja, deseos de escalar socialmente, secretos perversos–, aparentes arquetipos resabidos –la mujer venida a más, la mujer ordinaria que la envidia, el donjuán– y derivaciones psicológicas comunes a sus mejores momentos en la composición dramática —la culpa mezclada con los deseos de pertenecer (Match Point, verbigracia).
Sin embargo es la forma de narrarnos esta historia –evidente tragedia con guiños de humor negro y ácido–, su severidad sobre una dama de la socialité neoyorquina caída en desgracia –en un contexto específico y a la vez tan contemporáneo–, lo que nos sobrecoge y nos deja una sensación chejoviana de la vida... como una burbuja de jabón, liviana pero perecedera. Nuevamente el imaginario de Allen se impone a su cine y concluye con un relato clásico, soportado fundamentalmente por el guión, las actuaciones, y por una narrativa que deambula entre el pasado y el presente, entre Nueva York y San Francisco, y que más que una anécdota sobre la caída social de una mujer, deviene en un firme análisis sobre los torpes intentos por recuperar una identidad (basada en la posesión) y pretender recobrarla a base de mentiras, y sobre los valores de una sociedad cuyos altibajos emocionales tienden a espejearse con las fluctuaciones de Wall Street.
Cate Blanchett es la más reciente musa del director de origen judío e interpreta a la bella, sofisticada pero a la vez neurótica Jasmine French, quien está emocional y económicamente derrumbada. El personaje inicia el escrutinio bajo la lente de Allen cuando debe de aterrizar en California –viaja de la costa Este a la Oeste, Allen recupera la rivalidad entre los dos bordes, entre la cosmopolita Nueva York y la provinciana California, para acentuar el declive–, en un exilio forzoso para empezar de nuevo y dejar atrás una vida tormentosa que parece perseguirla en las formas perversas y tramposamente selectivas de su carcomida memoria. Acaba de perderlo todo: su existencia ostentosa, su matrimonio perfecto. Afectada por el revés social de su desgracia –a causa de los negocios ilegales de Hal, su encantador exmarido (Alec Baldwin), una especie de Bernard Madoff, el fraudulento más avaro, osado y rapaz de la historia–, se refugia en el modesto y “casual”departamento de Ginger (Sally Hawkins), su generosa hermana menor que reside en San Francisco, divorciada y con dos pequeños hijos, y de quien en el pasado Jasmine se ha avergonzado por su pobreza, por su mal gusto, su estancamiento y la desesperada ansiedad que transpira en todos los ámbitos de su vida, sobre todo los que tienen que ver con hombres, donde tiene una propensión notable por el fiasco.
Horrorizada por la condición de obrera y el estilo de vida de Ginger, Jasmine se niega a aceptar su nueva realidad y la evade ingiriendo calmantes y alcohol, aferrándose también a la impecabilidad de su limitado guardarropa de diseñador que acentúa lo que ella anhela rescatar de su personalidad, y que acaban haciendo mella en la mente dislocada —ya de por sí corrupta y en algún momento malévola— que comienza a jugarle tretas con el pasado. Su crisis es también la de una fémina cercana a los 40 que nunca ha trabajado; un episodio actual, si recordamos la gran cantidad de mujeres de alta sociedad que quedaron desamparadas de cuentas bancarias durante la reciente crisis financiera de 2008 que golpeó, sobre todo, a las estadounidenses esposas de banqueros, inversionistas y empresarios de bienes raíces, y que inspiró la génesis de este filme. De hecho, algo de esa locura producida por estos sube y bajas millonarios se retrata en el documental La reina de Versalles (2008), de Lauren Greenfield y que versa sobre los Siegel, un matrimonio estadounidense, que en la cumbre de su riqueza decide construir una réplica del palacio de Versalles en el que ella sería la reina indiscutible. Pero que de la noche a la mañana, a causa de la debacle económica del 2008, debe afrontar que todo se ha venido abajo.
Los intentos de Jasmine por encajar y reinventarse a sí misma con el fin de recuperar su estatus social anterior son tan patéticos que duele mirarla intentando sobrellevar una jornada laboral como recepcionista de un dentista mientras estudia informática básica para después tomar un curso en línea en diseño de interiores. Un detalle irrumpe esta suficiencia para devolverla al plano corrosivo que impide apartarse de los rumores del pasado: la triste, maníaca y temblorosa Jasmine deambula entre la realidad y la fantasía. “¿Es una víctima o el arquitecto de su propia desgracia?”, parece susurrar sin pirotecnia verbal el director desde que los coqueteos con esa realidad alterna transitan por sutilezas que van más allá del delirio y la transportan por un camino de remordimiento.
El pasaje se agrava por las constantes inquisiciones de quienes la rodean –su hermana, su prometido, sus amigos–. Ella ha descendido al centro de sus vidas como un meteorito y ellos quieren saber por qué. ¿Por qué viaja en primera clase si está en bancarrota; por qué tiene maletas Louis Vuitton; qué hará de su vida; por qué no se percataba de vivir al lado de un estafador; por qué cuando era rica no ayudó a su familia…? Sus preguntas cargadas de ponzoña son revertidas con críticas a su inferioridad de clase, a su mal gusto, a su conformismo amparado por la mediocridad, a su temor de luchar por conseguir aquello que –ella bien sabe, pues es o fue uno de ellos– tanto desean.
Como en The Purple Rose of Cairo (1985), Woody Allen explora los delgados límites de la negación y la realidad. El mundo frenético de la protagonista se nos presenta intercalando momentos del presente con su pasado astillado, a través de ágiles flashbacks que nos explican las razones de su condición actual. Es común ver a Jasmine hablando sola, hilarante, como un disco rayado (en momentos absurdos que le dan el tono cómico a las escenas), reproduciendo diálogos y situaciones añejas que la ubican en las calles de Manhattan tomando té junto a sus amigas millonarias o brindando fiestas – su especialidad– en su lujosa mansión en el Upper East Side neoyorquino, feliz, asentada en la comodidad de la seguridad monetaria que le brinda su esposo, sin preguntarse de dónde proviene tanta prosperidad. Y es precisamente ceñirse a esa apariencia lo que la convierte en un alma en pena. Se trastoca en una farsante que narra a la primera extraña que encuentra en el aeropuerto o en un parque, su añorada vida de ensueño.
El personaje decadente de Jasmine tiene elementos de la Melinda Robicheaux de Melinda and Melinda de Allen, una mujer infeliz y desequilibrada, exesposa de un supuesto artista que termina estafándola, y que debe reiniciar su vida con la ayuda de una amiga multimillonaria, pero consciente de las razones de su infortunio. A diferencia de Melinda, Jasmine es un personaje visto desde los ojos de los otros; apenas da explicaciones; todo se reduce a la mirada, mientras el espectador averigua lo que no se ve a través de los detalles que el director inserta en la actuación, los enfoques de las cámaras, la fotografía cargada de pulcritud y blancos finos, la liviandad del blues, y el afilado montaje.
Blue Jasmine es una película sobre la desposesión, la incertidumbre ante un futuro inminente. Los personajes ricamente descritos, los agudos diálogos y la estupenda interpretación de Cate Blanchett son factores que contribuyen a que sea una de las películas más memorables del Woody Allen de los últimos años. Sally Hawkins, la actriz inglesa protagonista de Happy-Go-Lucky (Mike Leigh, 2008), que adopta el acento estadounidense, es la contraparte actoral de Blanchett, la actriz inglesa que adopta el acento estadounidense; perfecta en su rol de media hermana adoptada. Pobre e indulgente, la de los “malos genes”, consciente de no poseer ningún ápice de pedigrí, es un personaje complejamente estructurado para que veamos exactamente la distancia social entre su vida y la privilegiada de Jasmine. No es una inocente. Sus deseos de ascender son quizá tan vehementes como los de Jasmine, pero su miedo y su incapacidad de tomar totalmente las riendas de su vida terminan venciéndola. Tanto que cuando hace a un lado su compromiso con ‘otro fracasado’ (se separó recientemente de un ‘perdedor’, el timado por su excuñado) para salir con alguien de mejor clase, y falla, culpa a su hermana de sus errores. No es menor el detalle de que ambas sean adoptadas y de diferentes padres. Esta relación azarosa se repite con Danny, hijo natural de Hal, adoptivo de Jasmine; el lazo que, al menos en la mente de la madrastra, acababa de unir a esta familia. Esta fantasía refuerza la soledad genética en la que vive Jasmine, la fragilidad de las conexiones que creó con quien sí hubiera deseado mantenerlos y no con quien las circunstancias le impusieron, y las consecuencias inexorables de sus acciones.
Poco a poco se nos van revelando las claves del trastorno de la protagonista. Para empezar, se necesitan dos para bailar un tango. Pero de todos los finales abiertos al imaginario del público acostumbrado a las soluciones de Allen, el cineasta escoge el más dramático, aquel que lo devuelve a la finura que le permitió convencernos de su genio en Interiors (1978). Lo más probable es que Jasmine no tenga futuro y, como la ambiciosa Lady Macbeth de Shakespeare, quede atrapada en su locura, de la que ella es responsable en la medida que participa de la miseria ajena como gozosa mujer sedienta de poder y riquezas (una crítica al capitalismo devastador del siglo XXI, en el que la fortuna de unos es la pobreza de otros).
Blanchett eleva al personaje al límite de los excesos histriónicos con el fin de acentuar qué sucede cuando una mujer es herida justo en el hilo que mantiene el (des)balance de su vida. Con este papel, Cate acaba de consagrar una carrera de por sí ya consagrada, es decir, le asegura su sitio en la élite de las mejores actrices de la historia del cine. En manos de cualquier otra actriz Jasmine podría haber resultado fácilmente irritante, ya que la mesura y la desmesura, deben de crear una verosimilitud extrema. La intérprete tiene el porte adecuado, maneja bien los tintes cómicos que mantienen la obra en terreno neutral, acercándose más a un tono reflexivo pero jocoso –no en una variación surrealista: solamente onírica. Vive un sueño que, en la complicidad de los males acaecidos, se tornan pesadilla con fantasmas de una vida que, cercana a lo perfecto dentro de los marcos posmodernos y consumistas de la actualidad, no podrá ser. Atrapada en una nostalgia como la que infunde la Biblia al hablar del Edén.