Iris está destrozada desde la muerte
de sus padres en un accidente. Una
tarde fría y gris en que el mundo
parece no tener sentido, empieza a
caminar sin rumbo por el barrio para
evitar volver, sola, a su casa. Justo
cuando empieza a pensar en
cometer una locura, descubre un
pequeño café en el que nunca antes
se había fijado. Su extraño nombre,
«EL MEJOR LUGAR DEL MUNDO
ES AQUÍ MISMO», le intriga tanto
que decide entrar a curiosear. Allí
conoce a Luca, con quien charlará
durante seis tardes consecutivas en
diferentes mesas donde sucederán
cosas maravillosas.
Iris tiene la impresión de que Luca
sabe mucho más de la vida de lo
que le correspondería por su
formación modesta. Mientras se
enamora lenta pero irremisiblemente
de él, hablan entre aromas de
chocolate de todo aquello que
necesita saber para su existencia.
Hasta que la séptima tarde, Luca
desaparece.
Pronto comprende que no acudirá
más al café y, desesperada, se
entrega a buscarlo sin pausa. En el
local abandonado donde había
estado el café encontrará pistas que
le desvelan un enigmático pasado.
Pero la revelación más grande, que
dará un giro de 180° a su vida y su
visión del mundo, está aún por
llegar…
Francesc Miralles & Care
Santos
El mejor lugar del
mundo es aquí
mismo
ePUB v1.3
Mística 22.08.12
Título original: El mejor lugar del mundo
es aquí mismo
Francesc Miralles & Care Santos, 2008.
Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)
Corrección de erratas: goyo
ePub base v2.0
Para Sandra Bruna, siempre mágica.
«No hay que negar nunca la
hospitalidad a los forasteros,
pues hay quien ha estado en compañía
de ángeles sin saberlo.»
EPÍSTOLA A LOS HEBREOS 13:2
No llores porque las cosas han
terminado;
sonríe porque han existido.
L. E. BOURDAKIAN
PRIMERA PARTE
Las seis mesas del mago
Bajo un cielo sin
sueños
Los domingos por la tarde son un mal
momento para tomar decisiones, sobre
todo cuando enero cubre la ciudad con
un manto gris que ahoga los sueños.
Iris había salido de casa después de
comer sola frente al televisor. Hasta la
muerte de sus padres en accidente de
tráfico, no había dado tanta importancia
al hecho de no tener pareja. Tal vez por
su timidez incurable, veía casi normal
que a sus treinta y seis años su
experiencia sentimental se hubiera
limitado a un amor platónico no
correspondido y a unas cuantas citas sin
continuidad.
Desde aquel terrible suceso, sin
embargo, todo había cambiado. Las
aburridas jornadas como telefonista de
una compañía de seguros ya no tenían
como compensación el fin de semana
familiar. Ahora estaba sola. Y lo peor de
todo era que había perdido incluso la
capacidad de soñar.
Hubo un tiempo en el que Iris era
capaz de imaginar toda clase de
aventuras que daban sentido a su vida.
Se veía a sí misma trabajando en una
ONG, por ejemplo, donde un cooperante
tan retraído como ella se enamoraba de
sus huesos y le juraba en silencio amor
eterno. Se comunicaban a través de
poemas en una clave que sólo ellos
podían descifrar, retrasando el momento
sublime en el que se fundirían en un
abrazo interminable.
Aquel domingo, por primera vez,
tuvo la conciencia de que también
aquello había terminado. Tras recoger la
mesa y apagar el televisor, un silencio
opresivo se había apoderado de su
pequeño apartamento. Sintiendo que le
faltaba el aire, abrió la ventana y vio
aquel cielo plomizo sin aves.
Al pisar la calle tuvo un sentimiento
de fatalidad. No se dirigía a ningún
sitio, pero a pesar de todo tenía el
presentimiento de que algo terrible la
acechaba y la atraía como un abismo.
Tal como ocurría todos los
domingos, el barrio residencial en el
que Iris vivía se hallaba tan desierto
como su alma. Sin saber por qué, se
encaminó como una autómata hacia el
puente bajo el que circulaban los trenes
de cercanías.
Un viento helado y silbante azotaba
sus cabellos, mientras ella contemplaba
el foso surcado de raíles a modo de
brillantes cicatrices. Iris consultó su
reloj: las cinco de la tarde. Pronto
pasaría el tren en dirección al norte. El
domingo había uno cada hora.
Sabía que, tres segundos antes de
aparecer, el puente temblaría como si se
desatara un pequeño terremoto. El
tiempo justo para inclinarse hacia el
vacío y dejarse vencer por la fuerza de
la gravedad. Un breve vuelo hasta que el
convoy la embistiera antes incluso de
tocar tierra.
Todo sucedería muy aprisa. ¿Qué es
un instante de dolor comparado con una
vida llena de amargura y desilusión?
Sólo la entristecía pensar en todo lo
que dejaba para siempre por hacer. Y,
por alguna razón, también la perturbaba
saber que causaría molestias a los
usuarios del tren. Los servicios se
interrumpirían un buen rato mientras su
cuerpo sin vida esperaba la llegada del
juez y el forense. Menos mal que los
domingos hay pocos pasajeros y los que
viajan no suelen tener mucha prisa.
Aquel contratiempo no les haría perder
ninguna cita importante, y esto la
consolaba.
Mientras pensaba estas cosas, el
puente empezó a temblar y sintió cómo
su cuerpo se plegaba espontáneamente
hacia delante. Estaba a punto de cerrar
los ojos para aceptar la caída, cuando un
estallido a sus espaldas la detuvo de
repente.
Iris se dio la vuelta, con el corazón
encogido por el sobresalto, y vio a un
niño de poco más de seis años. En la
mano llevaba los restos del globo que
acababa de pinchar para asustarla. La
despidió con una breve risotada antes de
salir corriendo calle abajo.
Lo siguió con la mirada a la vez que
sentía cómo un sudor frío le empapaba
la nuca y las manos. Le hubiera gustado
correr tras él hasta atraparlo. Pero no
para reprenderle, como pensaba el
pequeño, sino para darle un abrazo
porque acababa de salvarle la vida.
Antes de que pudiera darle alcance,
una mujer gruesa salió de la esquina con
las mejillas encendidas y lo llamó:
—¡Ángel!
El niño se apresuró a aferrarse a su
madre y miró hacia Iris receloso, como
si temiera que pudiera denunciar su
travesura.
Pero Iris no pensaba en nada de esto.
Sólo lloraba sin cesar porque empezaba
a darse cuenta de lo que había estado a
punto de hacer.
Cuando las lágrimas dejaron de
nublar sus ojos, de repente se fijó en un
café que nunca antes había visto en
aquella esquina por la que tan a menudo
pasaba.
«Debe de ser nuevo», se dijo,
aunque el aspecto de aquel local no
apoyaba esa suposición.
Hubiera podido pasar por una de
esas tabernas irlandesas, todas tan
parecidas, de no ser porque tenía un aire
de autenticidad que lo hacía único. En el
interior, dos lámparas amarillentas
pendían sobre las mesas rústicas,
sorprendentemente concurridas a aquella
hora del domingo.
Pero lo que más le llamó la atención
fue el rótulo luminoso que parpadeaba
entrecortadamente sobre la puerta de
entrada, como si se empeñara en llamar
su atención. Iris se detuvo un instante y
leyó en voz baja:
EL MEJOR LUGAR DEL
MUNDO
ES AQUÍ MISMO
Nubes que pasan
Resultaba
un nombre muy largo y
extraño para un café. Quizás fue eso —
era curiosa por naturaleza— lo que la
decidió a entrar. Al traspasar el umbral
ninguno de los clientes levantó la cabeza
para mirarla ni pareció advertir su
presencia.
Sólo el hombre que se veía tras la
barra, un casi anciano de abundante
melena blanca, saludó su entrada con
una sonrisa, un signo de hospitalidad
universal.
De las seis mesas, cinco estaban
ocupadas por parejas o grupos de
amigos que charlaban en voz tan baja
que apenas podía oírse nada de lo que
decían.
Dado que por aquella parte del
barrio siempre pasaban las mismas
personas, Iris se sorprendió de no
conocer a ninguno de los clientes del
café, donde en aquel momento sonaba
una vieja canción de los Beatles que le
había gustado mucho de adolescente:
«And in the end, the love you
take is equal to the love you
make…»[1]
Se quedó un rato de pie escuchando
esta canción, que le traía recuerdos tan
dulces como lejanos. Luego se dispuso a
salir del local, pero el hombre del pelo
blanco le indicó desde detrás de la barra
con un gesto que podía ocupar la mesa
libre.
Iris no se atrevió a contradecirle.
Como si por haber escuchado la
música ahora estuviera obligada a
consumir, se sentó obedientemente a la
mesa y pidió una taza de chocolate
caliente.
Al enérgico tema de los Beatles
siguió una cansina balada de Leonard
Cohen: I'm your man.
Mientras acercaba el chocolate
caliente a los labios, Iris se encontró
repentinamente bien. De algún modo, se
sentía acogida por aquellos extraños del
café que se comunicaban a través de
susurros.
Entrecerró los ojos mientras traducía
mentalmente la canción de ese cantautor
de Quebec que había sido cocinero en
un templo zen —lo había leído en una
revista— antes de regresar a los
escenarios. La balada decía más o
menos: Sí quieres un médico,
examinaré cada pulgada de ti. Si
quieres un conductor, ya puedes subir.
0 si eres tú quien quiere llevarme de
paseo, sabes que puedes porque…
—… soy tu hombre.
Iris abrió los ojos asustada.
Creía haber oído aquella voz
masculina y grave en sus pensamientos,
pero lo cierto era que había un hombre
sentado a su mesa, justo enfrente de ella.
La contemplaba con curiosidad,
mientras apoyaba la barbilla sobre el
reverso de su mano. Debía de tener más
o menos su edad, aunque los cabellos
ligeramente grises le conferían un aire
más maduro de lo que revelaba su piel,
libre de arrugas.
Lo apropiado hubiera sido pedirle
que se marchara inmediatamente —se
dijo ella—. Las normas básicas de
educación dictan que, aunque un local
esté lleno, hay que pedir permiso para
compartir mesa. Sin embargo, antes de
hacerlo no pudo dejar de preguntar con
estupor:
—¿Cómo has adivinado…?
—¿… que traducías la canción? —
dijo con la misma voz que ella había
oído con los ojos cerrados—. Es lo
normal en este café y en esta mesa.
Iris se quedó sin habla unos
segundos antes de preguntar:
—¿Qué quieres decir?
Enseguida se arrepintió de haberle
tuteado, pero de algún modo aquel
hombre le transmitía confianza. Era
como si no le resultara del todo
desconocido.
—Nos encontramos en un lugar
especial —señaló hacia la barra—. El
dueño de este café no es un hombre
cualquiera.
Ella aguardó en silencio que él
prosiguiera. El desconocido bajó aún
más la voz al explicar:
—Es un ilusionista. Uno de los
mejores. Y también un hombre de
mundo. Tuvo mucho éxito, pero hace ya
unos cuantos años que se retiró.
—¿Un ilusionista? —preguntó ella.
—Eso mismo, un mago. Un
prestidigitador a la antigua usanza. Él es
quien te ha servido el chocolate.
Asombrada, Iris dirigió la mirada
instintivamente a la barra, donde el
hombre de pelo blanco asintió con la
cabeza, sonriendo a modo de
confirmación. Le observó mejor: se
ocupaba en secar varias filas de vasos.
Pero había algo en él muy especial,
incluso estando ocupado en una
actividad tan vulgar como aquélla. Iris
también se dio cuenta de que sus
movimientos no parecían los de una
persona mayor, como si su cuerpo
conservara la juventud de sus mejores
años. Tenía un aire a la vez decadente y
distinguido, como les ocurre a los
galanes de las fotos antiguas.
El joven del pelo gris continuó con
sus explicaciones.
—Y si el dueño es especial, el café
no lo es menos. Cada una de las mesas
tiene extrañas propiedades.
—¿Qué clase de propiedades?
—Digamos que tienen cierta magia.
Iris estaba convencida de que el
desconocido quería tomarle el pelo,
igual que un adulto con un niño pequeño.
Reparó en un anillo que llevaba en el
pulgar. Sólo había conocido a una
persona que llevara anillos en ese dedo:
su padre. Esa insólita razón hizo que se
sintiera repentinamente cómoda. Más
aún: de repente le apetecía que aquel
hombre, el cual tenía un suave acento
extranjero, le tomara el pelo.
—¿Ah sí? ¿Cuál es la magia,
entonces, de la mesa a la que estamos
sentados? —preguntó.
—Quien se sienta donde yo estoy
puede leer el pensamiento de quien
ocupa tu lugar. Por eso he podido saber
que estabas traduciendo la canción de
Leonard.
—Bobadas —replicó con una
seguridad nada propia de ella—. Debes
de haber leído en mis labios que la
estaba tarareando y has querido hacerte
el listo.
—¿Necesitas otra prueba? —
contraatacó divertido mientras se
recostaba en el respaldo de la silla—.
Pues voy a dártela: ahora mismo estás
pensando que no me has visto nunca por
el barrio. Te estás preguntando qué hago
aquí y cuál es mi origen, porque aunque
hablo bien tu idioma, la entonación no
termina de sonarte natural.
Era obvio que Iris conocía de vista a
sus vecinos, y él mismo era consciente
de su acento extranjero. Aquello era
pura lógica, no magia. Sin embargo,
para no decepcionarle, decidió aplicar
una máxima que había aprendido en la
facultad de Periodismo: «Nunca dejes
que la realidad te estropee una buena
historia».
Se quedó unos segundos pensativa.
Todo aquello podía ser un truco de
seductor profesional.
—Por supuesto, también sé lo del
anillo —dijo en ese momento su
acompañante.
—¿Qué
anillo?
—dijo
ella,
boquiabierta, mientras sentía acelerarse
sus pulsaciones.
—Sé que te ha hecho pensar en una
persona querida. Y te estás preguntando
si me parezco a ella en algo más,
además de en el anillo que llevo puesto.
También sé que esa persona hace poco
que se fue para siempre y que su
ausencia te entristece mucho.
Con fingida indiferencia, Iris sorbió
lentamente su taza de chocolate antes de
responder:
—Por lo tanto, debo tener cuidado
con lo que pienso.
—Yo no diría eso. Los pensamientos
en sí no son buenos ni malos, ¿sabes?
—¿A qué te refieres?
—Según los estudiosos, cada día
tenemos unos sesenta mil pensamientos.
Positivos y negativos, banales y
profundos. No hay que juzgarlos: son
como nubes que pasan. Somos
responsables de lo que hacemos, pero
no de lo que pensamos. Por eso, cuando
alguna idea te angustie, simplemente
ponle la etiqueta «pensamiento» y déjala
pasar.
«Habla bien, este tipo», se dijo Iris
mientras se preguntaba, intrigada, si
efectivamente podía leerle la mente.
—Respondiendo a lo que pensabas
antes —siguió él—, has acertado: no
soy del barrio. Ni tampoco de este país.
A veces sospecho incluso que no soy de
este planeta, que he caído aquí por
accidente de algún mundo lejano. Y me
he pegado un tortazo tan grande que he
olvidado incluso de dónde vengo. Para
saberlo, tendré que esperar a que mi
nave pase a recogerme.
Iris se reía por dentro mientras le
escuchaba. Si pretendía ligar con ella,
iba por el buen camino: de momento ya
se había ganado su simpatía.
—Sabrás al menos cómo te llamas
—intervino ella.
—Me llamo Luca.
—Es un nombre italiano, como tu
acento —repuso sin revelarle todavía su
propio nombre—. ¿Hay italianos
viviendo en otros planetas?
—Todo es posible —repuso él con
una sonrisa melancólica—. Pero si te
soy sincero, no me importa demasiado.
Sólo sé que tú y yo estamos ahora en
este café.
Iris suspiró antes de repetir en voz
alta el nombre del local:
—El mejor lugar del mundo es aquí
mismo.
Perro pequeño busca
amor grande
Lo sucedido el domingo por la tarde
hizo que Iris empezara la semana con
media sonrisa en los labios. De repente
ya no le parecía un destino tan horrible
atender las consultas telefónicas de una
empresa de seguros. Estaba tan
acostumbrada a responder siempre a las
mismas preguntas que podía hablar y
pensar en otras cosas al mismo tiempo.
La mañana se le hizo más corta que
de costumbre mientras evocaba la tarde
con Luca en el café inesperado.
Incluso aquel trabajo aburrido tenía
sus misterios. Algo que a Iris le
sorprendía desde hacía tiempo era lo
que se conocía como «oasis sin
llamadas». Tras largas horas con los
teléfonos reclamando a los operadores
de forma ininterrumpida, de repente
callaban todos de golpe sin que hubiese
una razón para ello. Como si hubiera
pasado un ángel.
El oasis podía durar un par de
minutos a lo sumo, tras los cuales los
monitores volvían a parpadear con la
llegada de un nuevo aluvión de
llamadas.
Como era su costumbre, Iris
aprovechó esta pausa en medio del
fragor para hojear uno de los periódicos
gratuitos que circulaban por las mesas.
Pasó, de atrás hacia delante, por las
páginas de televisión y deportes. Tras
leer los titulares de sociedad, se detuvo
en un anuncio a pie de página que
despertó su curiosidad.
La ilustración de aquel perrito para
adoptar, bajo el cual había un número de
teléfono, le traía recuerdos agradables.
Se parecía a un chucho sin raza que
había conocido muchos años atrás. Fue
en un albergue de montaña donde había
pasado el mejor fin de semana de su
vida.
Dio las gracias al perro del anuncio
por haberle devuelto unos recuerdos ya
olvidados. En medio del oasis, cerró los
ojos para tratar de recuperar aquellos
días dorados.
Iris tenía dieciséis años y había
viajado con su escuela para pasar cuatro
días en la nieve. A las tres de la
madrugada había subido a un autocar
lleno de esquíes, botas y pocas ganas de
dormir.
Ella no sabía esquiar, pero deseaba
fervientemente conocer la nieve. Había
visto alguna suave nevada en su ciudad
sin que llegara a cuajar. Aquella sería la
primera vez que viajaría a un mundo
totalmente blanco.
El paisaje invernal la entusiasmó,
aunque sus pinitos con el esquí
terminaron bien pronto. Mientras bajaba
haciendo cuña por una pista de nivel
elemental, dio un traspiés y cayó de
bruces sobre la nieve. Se había torcido
un tobillo. Desde aquel lecho
inmaculado, Iris vio cómo una figura
naranja giraba veloz y prácticamente
volaba hacia ella.
Aquel socorrista de la nieve tendría
poco más de veinte años. Cuando se
inclinó sobre ella para preguntarle cómo
estaba, supo que ese chico de cara un
poco ancha le gustaba. Tras quitarle la
bota, había tomado con suavidad su pie
frío para hacerlo rotar con mucho
cuidado. Cuando Iris liberó un grito de
dolor, el chico dijo:
—Creo que te has fracturado el
tobillo.
Acto seguido la tomó en brazos para
bajarla a pie de pista, donde se
encontraba una unidad de primeros
auxilios. Iris se sintió como una princesa
en brazos de su príncipe azul, aunque
vistiera de naranja. Al llegar abajo, ya
estaba enamorada del socorrista.
Para sorpresa de sus compañeros,
ella se negó a regresar a su casa para
que la viera un médico de la ciudad. En
lugar de eso, prefirió quedarse los días
restantes en la cama del albergue con un
vendaje
provisional
y
los
antiinflamatorios.
A la mañana siguiente, tras el
desayuno, sus compañeros salieron
cargando palos y esquíes y ya no
regresaron hasta media tarde. Aunque
apenas podía moverse y los dolores iban
y venían como ráfagas insoportables,
ella temblaba de felicidad. El motivo
era que Olivier —así se llamaba el
socorrista— le había prometido acudir
al mediodía para traerle un bol con sopa
y pan recién hecho.
Fue una visita breve que ella
aguardó con gran emoción. ¿Sería cierto
que, como decía el Principito al zorro,
la felicidad consiste en poder esperarla?
No pasó nada especial entre ellos,
porque el socorrista se mantenía en una
cortés distancia y tampoco era muy
hablador, pero Iris vivía aquel gesto
como un alud de amor.
El segundo mediodía que apareció
en la puerta con su anorak naranja y el
bol bajo el brazo, entró tras él un perrito
muy parecido al que acababa de ver en
el anuncio. El animal corrió hasta la
cama de Iris, subió sobre su regazo y se
sacudió sonoramente para desprenderse
de la nieve.
Al ver que la había llenado de polvo
blanco, Olivier se sofocó y quiso
ahuyentar al chucho de un manotazo.
—¡No, por favor! —le había
implorado ella—. Deja que se quede un
rato conmigo. ¡Está helado!
El socorrista vio divertido cómo el
perro se acomodaba orgulloso sobre el
regazo de su protectora.
—Es un perro faldero —dijo su amo
sonriendo—. Pasaré a recogerle en un
par de horas, cuando termine mi turno.
¡Pórtate bien, Pilof! —añadió antes de
salir del albergue cerrando la puerta.
Iris había conseguido lo que quería:
Olivier regresaría para recoger a su
perro, que ya cerraba los ojos y lanzaba
pequeños gemidos convocando el sueño.
Al recordarlo ahora, casi podía aspirar
el olor a perro mojado que impregnaba
toda la habitación.
Una figura desgarbada devolvió a
Iris a la oficina donde volvían a
parpadear todos los teléfonos.
—¿Qué te pasa? —le recriminó el
jefe de turno— ¿No ves que hay
llamadas?
La mesa del pasado
Se había puesto el sol. De camino a
casa, Iris sintió la necesidad apremiante
de pasar por el café que había
descubierto la tarde anterior. Tras un
largo día en la oficina, empezaba a
dudar incluso de que ella hubiera estado
allí. Sólo habían pasado veinticuatro
horas, pero el recuerdo ahora le parecía
increíblemente
lejano.
¿Y
si
simplemente lo había soñado?
Al alcanzar la esquina, le maravilló
que el insólito rótulo luminoso —El
mejor lugar del mundo es aquí mismo
—
siguiera
restallando
intermitentemente, como si amenazara
con apagarse de un momento a otro,
mientras vivía los últimos instantes de
una existencia larga y tortuosa. Aquella
tarde la temperatura había caído en
picado y los ventanales estaban
cubiertos por el vaho.
Mientras Iris limpiaba parte del
cristal con la mano, tuvo que pensar
nuevamente en la estación de esquí de su
adolescencia, en el socorrista y el perro.
¿Y si aquel recuerdo invernal había
ayudado a bajar la temperatura
ambiente? ¿No dicen que el aleteo de
una mariposa en Hong Kong puede
desatar un huracán en Nueva York? ¿Y si
los pensamientos también fueran un
aleteo, leve pero capaz de influir en la
realidad?
«No te pongas filosófica ahora», se
dijo mientras pegaba la nariz fría al
cristal para ver quién había dentro del
café. Para su decepción, estaba vacío.
Ni siquiera el mago de pelo blanco y
abundante ocupaba su lugar tras la barra.
Justo en aquel momento, una explosión
sobre su cabeza le dio un susto de
muerte.
Tardó unos instantes en entender que
el rótulo con el nombre del café se había
fundido definitivamente. También el
interior se había quedado a oscuras. No
detectó ningún movimiento para reparar
aquel apagón, lo que le hizo suponer que
simplemente estaba cerrado.
Estaba a punto ya de dar media
vuelta cuando se abrió la puerta y la
blanca melena del mago brilló entre las
tinieblas.
—¿Por qué no entra? —preguntó con
voz lúgubre—. Se va a helar ahí fuera.
—¡Pero si se ha ido la luz!
—Se ha ido, pero volverá. Pase, yo
la guiaré.
Dicho esto, sacó de su bolsillo una
linterna pequeña y plana, como las de
los antiguos acomodadores de cine. Le
iluminó una mesa en el centro del café.
Cuando ella se hubo sentado,
desapareció tras la barra y se metió en
un cuartito que debía de servir de
almacén. Al cerrar la puerta, se hizo
nuevamente la oscuridad.
Iris no entendía qué hacía ella en un
café vacío y en tinieblas. El silencio era,
además, tan espeso como la oscuridad.
Sólo se oían los golpecitos sordos de
una segundera. Por cómo resonaban,
supuso que se trataba de un viejo reloj
de pared.
Hubiera querido gritar al mago que
le indicara el camino de salida, decirle
que deseaba marcharse de inmediato,
pero los golpes de aquella aguja en la
esfera la tenían hipnotizada.
De repente una voz conocida empezó
a susurrar delante de ella:
—Tic-tac, tic-tac…
—¿Luca?—exclamó Iris, asustada
—. ¿Eres tú?
—No, soy un reloj —respondió con
un leve deje italiano—.¿No lo oyes?
Tic-tac, tic-tac…
—Deja de hacer el ganso —protestó
ella—. ¿No te han dicho nunca que te
comportas como un crío?
—La oscuridad nos vuelve a todos
niños pequeños. Incluso los más
valientes cuando se encuentran a oscuras
buscan inconscientemente la mano de su
madre. Por favor, escucha ese reloj.
Desconcertada, Iris prestó atención
al tictac de la segundera, mientras su
misterioso acompañante permanecía
ahora en silencio.
—Parece un reloj normal, pero no lo
es —prosiguió Luca.
—¿Por qué lo dices?
—Va hacia atrás en busca de
momentos olvidados. Es mágico.
—Claro, como todo lo que hay aquí
—repuso Iris con un poco de sorna— Y
supongo que estamos en una de las
mesas encantadas por el mago. ¿Cuál es
el truco? Porque te advierto que un truco
a oscuras no tiene ninguna gracia.
—Al contrario —dijo Luca—. Es el
grado máximo de maestría para un mago,
porque la oscuridad todo lo revela.
—Pues yo no veo nada —protestó
ella.
—Es lo que sucede con el pasado:
está por todas partes, pero no lo vemos.
Por eso no logramos deshacernos de él
fácilmente. Somos como una nave
inmovilizada por un ancla que se aferra
a las profundidades. Lo que no significa
que no seamos capaces de arrancarla y
proseguir nuestro rumbo.
—Yo no tengo rumbo. No sé por
dónde navego ni qué me ata —confesó
Iris—. Ni siquiera sé decirte de dónde
vengo. ¿Cómo voy a desanclar mi nave?
—Tal vez esta mesa te enseñe cómo
hacerlo.
—¿Es la mesa del pasado?
—Puedes llamarla así. Te ayudará a
rescatar episodios que creías haber
olvidado. Si tiras de ellos llegarás al
ancla. De hecho, ni siquiera la
necesitarás. Sólo debes cortar la cuerda
que te une al pasado: el viento de la
vida hará el resto.
—Basta ya de hablar de barcos.
¿Quieres saber algo curioso? —explicó
Iris sintiéndose repentinamente cómoda
en la oscuridad—. Justamente hoy he
recuperado una vieja historia. Nada
importante, pero me ha hecho muy feliz
revivirla.
—Si te ha hecho feliz, entonces es
importante. Cuando enterramos los
momentos de felicidad renunciamos a lo
mejor de nosotros mismos. Uno puede
echar por la borda muchas cosas, pero
nunca esos momentos.
—Dicen que la memoria tiene que
liberarse de los recuerdos para poder
almacenar nueva información —comentó
ella—. Pero no hablemos más de
teorías. Quiero una prueba de que esta
mesa es capaz de hacer aflorar
recuerdos olvidados. ¡Sorpréndeme!
Tras decir esto, Iris sintió cómo algo
o alguien rozaba suavemente su nuca. Se
quedó unos momentos sin saber qué
decir. Sospechando de su invisible
acompañante, le preguntó:
—¿Has sido tú?
Luca no contestó. Detrás de ella oyó
el movimiento de una silla, seguido de
una tos lejana y un murmullo casi
imperceptible.
—¿Por qué no respondes?
Justo entonces volvió la luz.
Iris se sorprendió al comprobar que
el café estaba lleno de gente. Como si
hasta entonces la oscuridad les hubiera
obligado a actuar con secretismo, la
electricidad hizo que las conversaciones
subieran de tono. También regresó el
sonido de tazas y platos. El mago volvía
a estar detrás de la barra, donde
trabajaba
afanosamente
sirviendo
bebidas.
En cambio Luca se había esfumado.
Antes de levantarse, había dejado en el
centro de la mesa un pequeño paquete
vertical
cuidadosamente
envuelto.
Llevaba pegada una etiqueta con la
siguiente inscripción en letra de
imprenta:
PSICOANALISTA DE
BOLSILLO
Iris sonrió ante aquel extraño regalo.
Sin duda, debía de tratarse de una
broma.
¿Cómo
podía
ser
un
psicoanalista de diez centímetros de alto
por cuatro centímetros de ancho?
Iba a desenvolver el paquete para
desentrañar el misterio, cuando vio que
un grupo de ancianos vestidos con frac y
pajarita no le sacaban el ojo de encima.
Echó un vistazo al resto del café y
comprobó, para su asombro, que todos
los clientes llevaban ropa de época y se
comportaban con una ceremonia propia
de otros tiempos.
Entonces recordó lo que le había
dicho Luca antes de desvanecerse en la
oscuridad: «El pasado está en todas
partes, pero no lo vemos».
Tras observar con disimulo, llegó a
la conclusión de que no conocía a nadie
de los que ocupaban las mesas del café.
Iris se levantó, deseosa de abrir
aquel insólito regalo en la intimidad.
Tras guardar el paquete en el bolsillo de
su abrigo, agitó la mano para despedirse
del mago, que andaba muy atareado
sirviendo a aquella trasnochada
clientela.
Pero antes de que pudiera abrir la
puerta para salir, el dueño del local
había avanzado hasta la salida y se
había detenido frente a ella para
preguntarle:
—¿No piensa tomar nada? Hoy hay
precios más bajos que de costumbre, en
honor a nuestros clientes —informó con
su voz grave.
—Sí, pero no aquí —se atrevió a
decir Iris—. Voy a casa a tomar un trago
de pasado.
—Eso está bien —repuso el hombre
—. Del pasado al futuro sólo hay un
paso. Digan lo que digan los maestros
de zen, lo que no existe es el presente.
—¿Por qué dice eso?
—Le pondré un ejemplo fácil: la
pregunta que acaba de hacerme es ya
pasado. Y la respuesta que voy a darle
está todavía en el futuro. Cuando usted
la tenga, será pasado, y el futuro estará
en otra cosa. No hay tiempo para el
presente. Vamos del pasado al futuro,
que nuevamente se vuelve pasado: ¡así
es la vida!
—Entonces, según usted… —musitó
ella—. ¿No hay nada que suceda en el
presente?
El mago reflexionó unos segundos
antes de responder enigmáticamente:
—Bueno, de hecho sí. Existen
algunas cosas que pertenecen sobre todo
al presente.
—¿Y cuáles son?
El mago pareció meditar un segundo,
mientras se mesaba una barba
inexistente. De pronto, todos los clientes
habían dejado de conversar y les
observaban en silencio. Hasta la luz
parecía distinta, como si fuera un poco
más intensa allí donde se encontraban
ellos dos. Era como si el café se hubiera
convertido de pronto en un pequeño
salón de espectáculos donde un mago y
su ayudante fueran a realizar un
impresionante truco.
—La magia sucede en el presente —
dijo el hombre, con un brillo de
intensidad en la mirada.
—Yo no creo en la magia —repuso
Iris.
—Entiendo… —hizo una larga
pausa antes de continuar—. Me he fijado
en que su chaqueta tiene bolsillos.
Iris asintió, desconcertada.
—¿Recuerda si llevaba algo en
ellos?
Iris frunció un poco el ceño.
—Acabo de guardar en el bolsillo
un regalo que me ha hecho un amigo,
pero…
El mago la interrumpió:
—¿Le importaría decirle a estos
señores qué cosas llevaba en los
bolsillos cuando llegó aquí?
En ese momento, Iris se dio cuenta
de que era observada por la numerosa
clientela. Sintió un poco de vergüenza,
pero encontró fuerzas para superar la
timidez y participar en el juego.
—Llevaba las llaves de casa, unas
monedas y algunos caramelos —dijo.
—¿Nada más? Piénselo bien.
Iris asintió: estaba segura.
—¿Podría comprobar qué hay ahora
en sus bolsillos? Comience por el
derecho.
A un gesto del mago, Iris extrajo las
llaves y las mostró al público. Como
había dicho, también llevaba cuatro
caramelos envueltos en papeles de
colores y un par de monedas, junto con
la caja con el psicoanalista que le
acababa de regalar Luca.
—¿Qué me contestaría si le digo que
su otro bolsillo contiene las horas más
importantes de su vida?
Iris no supo qué decir a algo tan
extraño. Con enorme sorpresa, metió la
mano en su otro bolsillo y descubrió que
no estaba vacío. Había en él un objeto
pesado y duro, que jamás había visto.
Era un antiguo reloj de bolsillo, de caja
dorada y esfera de marfil. Marcaba las
doce en punto. Algunos años antes
habría sido una pieza de enorme valor.
Ahora sus agujas estaban roídas por la
corrosión y habían dejado de funcionar.
El público lanzó una expresión
asombrada al ver el artilugio.
—¿Pertenece este reloj a alguno de
los presentes? —preguntó el mago,
dirigiéndose a los espectadores.
Nadie contestó.
—Entonces, está claro que quien lo
necesita es usted —añadió, y bajó la voz
para decir—: Tengo entendido que hoy
se ha sentado a la mesa del pasado.
—¡Pero aún no he recordado nada
que hubiera olvidado!
—Es lo que tiene esa mesa—
explicó, sonriente, el mago—. Funciona
con efectos retardados. ¡Nos vemos en
el futuro! ¡No deje de consultar el reloj!
Le ayudará a comprender el tiempo.
Tras decir esto, el mago se volvió
hacia los atentos espectadores y levantó
la voz de nuevo para decir:
—Les ruego despidamos con un
aplauso a mi ayudante de hoy.
Iris sonrió, incómoda, mientras
recibía la entusiasta ovación, y se
apresuró a salir de allí.
Aquel lugar era todavía más extraño
de lo que había supuesto.
Un psicoanalista de
bolsillo
Al llegar a casa, Iris puso una pizza en
el horno mientras miraba con nuevos
ojos lo que había sido su hogar desde
pequeña. Tal como le había dicho Luca,
estaba lleno de objetos que evocaban un
pasado que se había roto con la muerte
de sus padres. Además de las fotografías
familiares, los objetos hablaban de
momentos y lugares que ya nunca
regresarían.
Mientras se quitaba el abrigo, se
preguntó si no sería más sencillo
arrancar el ancla y mudarse a un
apartamento libre de toda aquella carga
emocional. Un lugar donde pudiera
elegir los recuerdos que debían
acompañarla.
Eso la llevó a pensar en el curioso
anuncio de periódico que había
recortado:
PERRO PEQUEÑO BUSCA
AMOR GRANDE
Sonrió ante ese mensaje y volvió a
mirar la ilustración de aquel perrito que
tanto se parecía a Pilof. De repente
sintió el impulso de marcar el número.
El teléfono sonó tres veces antes de
que al otro lado surgiera la voz
reposada de una mujer. Le informó de
que aquello era una protectora de
animales situada en las afueras de la
ciudad.
—¿Desea adoptar un perro o quiere
visitar nuestra residencia? —preguntó la
amable señora.
Iris empezó a sentirse avergonzada
por haber llamado.
—La verdad es que el perro del
anuncio es idéntico a uno que conocí de
muy joven. Me gustaría llevármelo a
casa —dijo sorprendiéndose de sus
propias palabras.
Al oír esto, la anciana dejó escapar
una risita antes de responder:
—Me temo que será imposible. No
tenemos ningún perro que se le parezca.
Es sólo una ilustración para el anuncio.
—Entiendo —repuso decepcionada.
—Pero tenemos otros perros
pequeños que buscan un gran amor. Si
nos visita, se los presentaré con mucho
gusto.
—Lo pensaré —prometió Iris al
despedirse.
Luego sacó la pizza del horno y la
troceó antes de llevarla a la mesa.
Mientras daba el primer bocado, se dio
cuenta de que el asunto del perro la
había hecho olvidar el regalo de Luca.
Sacó el «psicoanalista de bolsillo» de
su bolsa y regresó al salón, emocionada.
Aquello, cualquier cosa que fuera, era la
demostración de que Luca existía y
había pensado en ella.
Al desenvolver el paquete vio,
aturdida, que contenía un minúsculo
sillón de goma con un reloj de arena
disfrazado de terapeuta. En la caja
rezaba: «Psicoanalista de bolsillo. ¡No
se marcha en agosto!»
Luego leyó en el reverso de la caja:
«Todo el mundo
ha pensado alguna
vez en empezar una
terapia. Pero, ¿por
qué invertir una
fortuna
en
un
psicoanalista
cuando lo podemos tener en
casa, listo para escucharnos
en silencio siempre que
queramos?»
Pensando que Luca se había
propuesto tomarle el pelo, sacó de la
caja una ilustración que indicaba cómo
había que colocar el terapeuta de
bolsillo para la minivisita de cinco
minutos, el tiempo que tardaba en caer
toda la arena de una parte a otra del
reloj.
—Vamos a escarbar en el pasado —
le dijo Iris antes de dar la vuelta al reloj
—. Pero sólo quiero rescatar momentos
bonitos. El resto puede descansar para
siempre en el olvido.
Dicho esto, tomó un bocado más de
pizza y fue en busca de un folio y un
bolígrafo. Entonces dio la vuelta al reloj
con cara de terapeuta. Se había
propuesto anotar en ese tiempo todos los
recuerdos
inolvidables
que,
sin
embargo, había sepultado la arena de la
rutina.
COSAS QUE NUNCA DEBÍ
HABER OLVIDADO
• Las noches de insomnio en
la vigilia de Reyes (y cómo
corría al comedor a las
siete de la mañana para
desenvolver los regalos).
• Primer paseo en bicicleta
sin caerme.
• Un viaje a Túnez con papá y
mamá. Me dijeron que de
vuelta
al
aeropuerto
berreaba porque me quería
quedar a vivir allí.
• El beso que me robó en un
pasillo de la escuela el
chico más feo de la clase.
• Olivier y Pilof.
• Una película dramática que
a mí me hizo llorar de risa.
• Aquel amante del camping
que sabía abrazar tan bien
(lástima que no duró).
• Cuando brotó el tulipán de
la cebolla que me regaló
alguien que había estado en
Holanda.
Al llegar aquí el psicoanalista de
bolsillo dio por terminada la visita, ya
que la arena ocupaba ahora la cápsula
inferior. Había sido una terapia corta
pero intensa. Iris tenía los ojos
húmedos.
—Hasta mañana, doctor —se
despidió.
Lo peor es también lo
mejor
Aquel martes Iris decidió tomarse un
día libre a cuenta de las vacaciones. No
había dejado de acudir al trabajo desde
la muerte de sus padres, así que se dijo
que estaría bien vagar por las calles por
el solo placer de hacerlo. Sin embargo,
el jefe de turno no era de la misma
opinión.
—Nuestro reglamento interno lo
dice bien claro —la advirtió—. Hay que
avisar con un mes de antelación.
—Es un caso de fuerza mayor —dijo
Iris conteniendo la risa—. Voy a
culminar un proceso de adopción.
El tono de voz del encargado pasó
del estupor a la curiosidad:
—¿Vas a adoptar como madre
soltera? ¿Es niño o niña?
—No lo sé todavía. Sólo sé que es
un perro.
Luego colgó sabiendo que lo que
acababa de hacer le podía costar el
puesto
o,
como
mínimo,
una
amonestación por parte de la empresa.
Pero en aquel momento ese le parecía el
menor de los problemas.
Tras tomar el anuncio de la
protectora de animales —había anotado
su dirección en el reverso—, decidió
pasar antes por el café. Sería su tercer
día consecutivo en El mejor lugar del
mundo, pero la primera vez que visitaba
el lugar por la mañana.
Aunque lo encontrara abierto a esas
horas, se preguntaba si Luca estaría allí.
Era de suponer que no, ya que en algún
momento debía de trabajar. Recordó que
le había dicho que era italiano, pero lo
cierto era que todavía no sabía
absolutamente nada de él.
Y ella quería saber.
Hacía un día despejado, así que
paseó muy lentamente gozando del tibio
sol invernal. Al atravesar el puente bajo
el que pasaban los trenes, Iris sintió un
escalofrío. Sólo tres días antes había
estado a punto de acabar con todo allí
mismo. En su vida no se había
producido un cambio sustancial desde
entonces, pero haber resistido la
tentación de desaparecer le había
permitido conocer el café mágico. Y
ahora estaba a punto de adoptar un
perro.
«La vida tiene giros extraños», se
dijo mientras proseguía su camino sin
mirar atrás.
El café estaba abierto y de su
interior emanaba un agradable olor a
chocolate y pastas recién hechas. Esto
despertó el hambre de Iris, que se sentía
de muy buen humor.
Empujó la puerta con decisión. En
aquel
momento
el
ilusionista
abrillantaba la barra con un trapo
húmedo.
Reconoció entre la clientela algunas
personas que había visto en los días
anteriores. Tal como había sucedido en
su primera visita, nadie pareció reparar
en ella mientras buscaba una mesa a la
que sentarse.
Pero la búsqueda duró poco, ya que
Luca la estaba esperando en una mesa
arrimada a la pared. Iris sintió
mariposas revoloteando dentro de su
vientre. Hacía décadas que no
experimentaba esa sensación.
El italiano levantó la vista y le
sonrió mientras hacía girar la cucharita
en una taza de chocolate cuyo aroma
parecía envolver todo el local. Frente a
él, otra taza idéntica y un plato repleto
de bizcochos le estaban esperando.
—¿Sabías que iba a venir? —
preguntó Iris.
Por toda respuesta, Luca sonrió. En
aquel momento sonaba una canción que
a ella le gustaba. Por primera vez en
mucho tiempo, tuvo la certeza de
hallarse en el sitio correcto en el
momento oportuno. No deseaba estar en
ningún otro lugar más que allí. ¿Sería
eso la felicidad? Entender que el mejor
lugar del mundo es aquí mismo.
Mientras Iris tomaba asiento, prestó
atención a la primera estrofa de la
canción de una cantante canadiense muy
en boga:
Secret heart
What are you made of?
What are you so afraid of?
[2]
—¿Y bien? —le preguntó ella—.
¿Qué tiene la mesa de hoy?
Antes de responder, Luca se llevó la
taza de chocolate a los labios. Mientras
apuraba el primer sorbo, Iris admiró su
jersey azul marino de cuello alto, del
que brotaba una cabeza serena a la que
los cabellos grises otorgaban un aire de
aristócrata bohemio.
Luego dejó la taza sobre el platito y
declaró:
—Esta es la mesa más terapéutica
del lugar.
—¿Por qué? —preguntó Iris
mientras el propietario le servía ya una
taza de chocolate caliente.
—Porque nos enseña a encontrar luz
en las sombras. Cuando te sientas en
ella, entiendes que lo peor que te ha
pasado a veces puede ser lo mejor.
Ella recordó una vez más el puente
sobre los trenes, el globo pinchado y su
descubrimiento del café. Sin embargo,
fingió no entender nada. Le gustaba la
paciencia con la que Luca le hablaba: la
hacía sentir como cuando era pequeña y
su padre le contaba historias para que se
durmiera.
—Hace un año leí un artículo sobre
este fenómeno —siguió él—. Un escritor
japonés explicaba lo que le había
sucedido a un oficial de su país durante
la guerra de Manchuria. Al parecer, el
militar había sido capturado por los
soviéticos y fue arrojado al fondo de un
pozo, donde sólo podía esperar morir de
frío y de sed en la oscuridad. Pero
dentro de su desesperación, una vez al
día sucedía— algo maravilloso.
—No
puedo
imaginar
nada
maravilloso que ocurra en el fondo de
un pozo —añadió ella.
—Pues incluso en una situación tan
desesperada, este hombre recibía un
regalo diario. Cuando el sol se hallaba
exactamente encima del pozo, la luz
penetraba hasta el fondo durante unos
minutos. El oficial lo describía como
una explosión de brillante esperanza.
—¿Y qué le sucedió?
—Días más tarde fue rescatado por
sus compañeros, que le salvaron la vida
contra todo pronóstico. Sin embargo,
muchos años después de que terminara
la guerra, el oficial aún recordaba aquel
episodio con melancolía.
Iris mojó un bizcocho en el
chocolate espeso y se lo llevó a la boca
antes de decir:
—No entiendo cómo alguien puede
sentir melancolía de una vivencia tan
terrible.
—¡Has dado en el clavo! —se
entusiasmó Luca mientras ponía su mano
sobre la de Iris, que deseó que se
quedara allí para siempre—. Justamente
porque vivía en la más oscura
desesperanza, aquel rayo de sol era una
inyección de gloria para él. Aunque el
oficial logró rehacer su vida tras la
guerra, aseguraba que jamás había
vuelto a experimentar la felicidad de
aquellos minutos radiantes en el fondo
del pozo.
—Es una buena historia —dijo Iris
sintiendo cómo su corazón latía con
fuerza.
—Tan real como la vida misma. Y
nos enseña algo sobre la felicidad: sólo
la pueden experimentar en toda su
intensidad los que han vivido grandes
altibajos, porque es un juego de
contrastes. Los que nadan siempre por el
espectro medio de las emociones nunca
conocerán la esencia de la vida. Esa es
la enseñanza del pozo: a veces hay que
tocar fondo para entender la grandeza
del cielo.
—Hablas como un poeta. ¿Lo eres?
Aún no sé nada de ti.
—Me limito a decir lo que dijeron
otros —repuso con modestia—. Y esta
mesa, además, está cargada de
esperanza.
Iris sonrió abiertamente a Luca
mientras acariciaba su mano con las
yemas de los dedos.
—¿Por qué no me cuentas algo de tu
vida? No es justo que tú sepas tanto de
la mía y yo…
Pero Luca parecía no escucharla. La
interrumpió al decir:
—Como veterano de este café, te
voy a poner deberes —dijo él de
repente—. Quiero que desde esta misma
mesa revises los peores episodios de tu
vida y pienses lo mejor que surgió de
ellos.
—Espero ser una alumna aplicada.
—Ya lo eres, pero antes de empezar
debes ir a la barra y pedirle algo al
mago.
—¿Al mago?
—Claro. Ya me he enterado de que
sois buenos amigos —Luca sonrió
mientras Iris se ruborizaba al recordar
el número de la tarde anterior—. Me
habría gustado ver el truco del reloj.
¿Sabes que eres una privilegiada? Hacía
mucho tiempo que el viejo no actuaba.
—Fue muy especial… —balbuceo
Iris, buscando el reloj en el bolsillo de
su abrigo—. Aunque el reloj que me
regaló es muy raro. Creo que funciona y
no funciona a la vez. Mira.
Dejó el viejo reloj de bolsillo sobre
la mesa. Sus agujas continuaban paradas
a las doce en punto, igual que la tarde
anterior, pero emitía un tictac casi
imperceptible; sólo podía escucharse
pegando la oreja a la esfera, lo cual
demostraba que algo seguía funcionando
en su interior.
—Es
curioso
—dijo
Luca,
escuchando con atención—. Tal vez el
cometido de este reloj no sea medir el
tiempo.
Luego levantó la mirada y recordó:
—El mago te está esperando.
Iris se dio cuenta de que el
ilusionista sonreía. Luca concluyó:
—Quiere darte las buenas noticias.
—¿Buenas noticias?
—Ve a verle —se limitó a decir
mientras besaba levemente la mano de
Iris antes de soltarla.
Ella se dirigió a la barra sintiendo
que los pies no tocaban el suelo. Pero
antes de pedirle lo que le había dicho
Luca, sintió la necesidad de agradecerle
lo de la tarde anterior.
—Me gustaría volver a ver uno de
sus trucos —dijo—. El de ayer fue
maravilloso.
—Eso es imposible —contestó él,
mientras sacaba brillo a las copas con
mucha parsimonia, como si tuviera todo
el tiempo del mundo.
—¿Por qué?
—¿Sabe cuál es el secreto de la
magia?
—preguntó
el
mago,
deteniéndose de pronto.
—No tengo ni idea.
—La oportunidad. Hay un momento
exacto para cada truco. Y presiento que
tardará en darse otro como el de ayer.
¿Sabe usted por qué?
Iris se encogió de hombros.
—Un truco en el que no aparezca
nada no merece la pena. ¿Lo había
pensado? Por cierto, ¿ya ha descubierto
qué fue lo que apareció ayer en su
bolsillo?
—Un reloj.
—No es correcto.
Iris no sabía si reír. El aire del mago
era grave y gracioso al mismo tiempo,
en una combinación desconcertante.
—¿Qué, entonces?—preguntó ella.
—Eso deberá descubrirlo usted
misma. Ahora, si no me equivoco, debo
enseñarle
algo,
¿verdad?
—el
ilusionista descolgó un cuadro de entre
las botellas y se lo acercó a Iris para
que pudiera contemplarlo de cerca.
Ya en sus manos, vio que dentro de
un marco color índigo amarilleaba el
recorte de un cuento para niños.
BUENAS NOTICIAS
Nunca olvides esto: todo
sentimiento
tiene
su
reverso.
Sentirse
desgraciado es prueba de
que se puede estar
contento.
Es una buena noticia.
Cuando te encuentras
solo te das cuenta de lo
bien
que
estarías
acompañado.
Es una buena noticia. Tiene
que dolerte algo para que
valores la felicidad de que
no te duela nada.
Es una buena noticia. Por
eso nunca hay que temer
a la tristeza, ni a la
soledad, ni al dolor. Pues
son la prueba de que
existe la alegría, el amor y
la calma.
Son buenas noticias.
Iris, devolvió el cuadro al mago,
muy pensativa. Al regresar a la mesa de
la esperanza descubrió que Luca ya se
había ido.
Metió la mano en su bolsillo y le
tranquilizó sentir que el reloj seguía ahí.
No entendía nada, pero había aprendido
a no impacientarse. Sólo se dio cuenta
de una cosa: en un solo día —el anterior
— dos hombres especiales le habían
regalado dos relojes.
Cuando el perro de la
felicidad te lame la
mano
Iris
salió del café anhelando ya el
próximo encuentro con Luca. Se estaba
enamorando irremisiblemente de él y
eso le daba miedo, porque hacía mucho
tiempo que no le sucedía nada parecido.
Y en otras ocasiones no le había
reportado precisamente beneficios.
Para ella el amor había sido hasta
entonces algo parecido a subir una
escarpada montaña a toda prisa para,
una vez en la cumbre, caer al abismo sin
que nada ni nadie la sostuviera. No
quería volver a pasar por eso. Por otra
parte, sentía que con Luca había
atravesado ya una especie de límite
invisible que no le permitía volver atrás.
De repente se le hacía impensable
prescindir del café mágico y de las
conversaciones con él.
Aun así, se movía en un mar de
dudas. ¿Estaba siendo demasiado
tímida? ¿Debía insinuarse, ir más allá?
Iris había oído decir a sus compañeras
de trabajo que, a su edad, los hombres
tenían muy poca paciencia. Si la mujer
en la que se han fijado no les allana un
poco el terreno, simplemente echan el
anzuelo en otras aguas.
¿Sería Luca un mero seductor? ¿Por
qué nunca hablaba de sí mismo, como
hacían la mayoría de hombres?
Mientras Iris pensaba en todo esto
llegó a la protectora de animales, en las
afueras de la ciudad, donde el perro
pequeño buscaba un amor grande.
Un festival de ladridos y golpes
metálicos contra las vallas le hizo saber
que la colonia de canes abandonados era
muy numerosa. Y por lo solitario del
lugar, no parecía tener muchas visitas.
Tras llamar al timbre, se preguntó si
sería cierto lo que había oído contar
sobre las perreras: que sólo alimentaban
a los animales por un tiempo limitado —
unas semanas, a lo sumo—, y
sacrificaban a los que no quería nadie.
Aquel pensamiento terrible se
desvaneció cuando tras la puerta hizo
acto de presencia la mujer que la había
atendido por teléfono. Era una anciana
de setenta y muchos años, de expresión
jovial.
—¿Eres la del perro pequeño? —
preguntó.
Iris asintió y la mujer la condujo,
entre jaulas ocupadas por perros
enloquecidos, hasta la sección de la
perrera que albergaba los ejemplares de
menor tamaño. Pasó de largo varios
caniches de pelo deslavado y otros de
raza mezclada que le parecieron
agresivos. Finalmente se detuvo delante
de una jaula donde había un perrito de
patas cortas. Tenía el pelo blanco con
manchas negras. Una le cubría un ojo y
le hacía parecer un pirata.
Justamente ese era su nombre, como
pudo saber cuando la anciana se agachó
a acariciarle el hocico.
—¡Hola Pirata!
El perrito empezó a mover la cola
vigorosamente, mientras arañaba la reja
con sus cortas patitas.
—No es tan diferente al del anuncio
—dijo Iris mientras dejaba que Pirata
le lamiera los dedos a través de la reja.
Mientras se dejaba seducir por aquel
chucho desgarbado, recordó una frase
que tenía de adolescente en un póster de
su habitación: «A veces el desconocido
perro de la felicidad me lame la mano y
yo no sé dónde he puesto la correa».
—Es casualidad —comentó la
anciana—. Ha llegado esta misma
mañana. Y el perro del anuncio lo
dibujó hace un mes nuestro veterinario.
Ahora le conocerás.
Iris decidió adoptar al pequeño
Pirata y la mujer le pidió que rellenara
varios papeles, además de cobrarle un
donativo para el mantenimiento de la
perrera. Luego le pidió que se sentara
mientras iba a buscar al veterinario, el
cual le entregaría la cartilla de
vacunación del perro y le daría algunas
indicaciones.
Iris permaneció un par de minutos en
la minúscula oficina, mientras del
exterior le llegaba una polifonía de
ladridos —agudos y roncos— de los
que no habían tenido la suerte de Pirata.
Cuando la puerta se abrió, Iris no
daba crédito a lo que estaba viendo. El
veterinario era alguien que había
conocido muchos años atrás. Pese a que
se había convertido en un hombre algo
grueso y prácticamente calvo, la
expresión risueña en su cara ancha no
admitía duda: era Olivier.
Los ecos del amor
—¿Y no te parece increíble que lo
encontrara, justamente ahí, más de veinte
años después? —preguntó Iris a Luca
tras explicarle lo sucedido la tarde
anterior.
El italiano la contemplaba con
interés mientras la última claridad
vespertina se deslizaba dentro del café,
que ya había encendido sus luces
amarillentas. Como los días anteriores,
aunque
la
clientela
charlaba
animadamente, mantenían el tono de voz
lo bastante bajo para que el resto de
mesas no pudieran oír la conversación.
Mientras Luca hacía esperar su
respuesta, Iris observó un rótulo de
metal viejo que adornaba la salida del
café, donde se habían sentado esta vez.
No lo había advertido hasta entonces.
«ENTRA TRISTE, SAL
FELIZ»
Así, de entrada, le parecía una
promesa algo arriesgada, aunque era
cierto que en aquel café sucedían
pequeños milagros.
—El asunto del perro y el socorrista
tiene fácil explicación si piensas un
poco —razonó él—. Tú te fijaste en el
perro del anuncio porque se parecía a
ese chucho simpático que habías
conocido de jovencita.
—¡Mítico Pilof! —exclamó Iris.
—De otro modo tal vez te habría
pasado por alto —prosiguió Luca—.
Por su parte, Olivier dibujó justamente a
su compañero fiel cuando trabajaba de
socorrista, porque debe de ser el ideal
de perro que ha quedado en su mente.
¿Ves cómo no es ninguna casualidad?
—No entiendo adonde quieres llegar
con todo esto.
—Quiero decir que el azar ordena el
mundo más a fondo de lo que
suponemos. Yo te he explicado cómo has
llegado a tu amor platónico de
adolescencia, pero hay algo más
interesante que el hecho de haber
reencontrado a ese tipo en una perrera.
—¿Ah, sí? ¿Qué es?
—Lo importante es saber por qué lo
has encontrado justamente ahora y no
hace cinco o quince años, por ejemplo.
Iris desvió la mirada hacia las
manos largas y cuidadas de Luca, que se
apoyaban plácidamente sobre la mesa
mientras su chocolate se enfriaba. Deseó
que aquellas manos abandonaran su
reposo y fueran en busca de las suyas,
pero su discreto compañero parecía
demasiado ocupado en exponer su
teoría:
—Si has reencontrado a Olivier en
este momento de tu vida es porque ha
llegado la hora de resolver algo
pendiente.
—¿Qué insinúas con eso? —
preguntó Iris dejando de sorber su taza.
—El azar es misterioso, pero
también sabio. Si ha puesto al socorrista
nuevamente en tu camino es por algún
motivo. ¡Tal vez eres tú ahora quien
debe salvarle a él!
La sensación de que Luca trataba de
echarla en los brazos de Olivier no le
gustaba en absoluto. Ahora que se estaba
enamorando de él, lo último que
deseaba era resucitar un amor
adolescente que no la había llevado a
ningún lado.
—Olvídate del veterinario —dijo
Iris, contundente—. En su momento me
pareció muy romántico lo del accidente
en la nieve, el bol de sopa y todo eso,
pero me siento patética al recordarlo. Ya
no soy precisamente una adolescente.
—¿Por qué? —preguntó Luca
divertido.
—Mientras mis compañeras de clase
se divertían de fiesta en fiesta y tenían
un amante por noche, yo esperaba como
una boba la llegada del príncipe azul.
Me refugiaba en sueños porque nunca he
sabido luchar por las cosas que quiero.
—… hasta ahora —añadió él—.
Con dieciséis años no te atreviste a
afrontar el amor, por eso la vida te da
ahora una segunda oportunidad para que
lo hagas mejor. ¿No te parece excitante?
Iris estaba furiosa. Le parecía
intolerable que alguien que estaba
ganando tanto terreno en su corazón
quisiera despacharla ahora con el
primero que se había cruzado en su
camino.
—Por favor, no te enfades —le rogó
él—. Aquí no puedes hacerlo. Estamos
en la mesa del perdón.
—No estoy enfadada ni tengo que
perdonar nada a nadie —repuso, confusa
y alterada.
—Es posible, pero creo que has
olvidado perdonarte a ti misma.
—¿Perdonarme? ¿Por qué lo dices?
—Te lamentas continuamente de
cosas que dejaste de hacer o que hiciste
mal en el pasado, como si eso sirviera
ahora de algo. ¿Por qué no te perdonas y
aceptas que hiciste lo mejor que sabías
en cada momento y lugar? La gente tiene
derecho a evolucionar. ¡Y los años han
de servir para algo más que echar canas!
—Hablas como un gurú —le
recriminó Iris—. Y yo no le encuentro
ninguna magia a la mesa del perdón.
—Pronto la descubrirás —dijo Luca
con una sonrisa enigmática— ¿Conoces
la historia del loro que decía «te
quiero»?
Ella negó con la cabeza. Luego
sorbió el resto del chocolate esperando
que empezara a contarla. Le había
gustado el título.
—La leí en el libro de un pediatra
que canta canciones y hace dormir a los
niños. Ahí va:
»La protagonista es una niña llamada
Beatriz, que es huérfana de madre y su
padre está siempre fuera de casa
trabajando. Tras la muerte de su esposa,
se ha vuelto un hombre distante y
desatiende a su hija, que crece como una
niña triste y solitaria. En la escuela la
llaman "Raratriz", porque nunca quiere
participar en los juegos de sus
compañeros.
»Cada mañana desayuna en silencio
junto a su papá, que después de ver las
noticias sale corriendo a la oficina.
Trabaja hasta tan tarde que cuando
regresa a casa Beatriz ya está
durmiendo.
»La niña se pregunta si su padre la
quiere o ha llegado a este mundo por
casualidad. No le perdona que nunca la
abrace, ni le dé besos, ni le diga cosas
bonitas. O es muy tímido, como ella, o
es que sólo le interesa saber si ha hecho
los deberes o si lleva el bocadillo del
desayuno.
»Todos los días de Beatriz son
iguales hasta que una mañana aparece un
loro sobre las cuerdas de tender que dan
a su habitación. El pájaro se mete en la
casa y la niña pide a su padre por favor
que le deje tenerlo. Tan frío como
solícito, el padre se apresura a comprar
una jaula y deja que la niña tenga el loro
en su habitación. Este empieza a repetir
las palabras que ella le enseña cada
tarde al volver de la escuela.
»Un día, sin embargo, el loro hace
algo insólito. Cuando Beatriz se
despierta de buena mañana, le dice: "¡Te
quiero!" La niña se sorprende mucho e
imagina que debe de haber oído esa
frase en el culebrón de algún vecino que
ve la televisión.
»Cuando, a la mañana siguiente, el
loro vuelve a decir: "Te quiero", ella se
extraña mucho, porque está segura de
que no le ha enseñado esas palabras.
»La tercera mañana que el pájaro
repite "Te quiero", Beatriz empieza a
investigar. Le parece muy raro, además,
que sólo le declare su amor por la
mañana, ya que el resto del día se
dedica a repetir las cosas que la niña le
va enseñando.
»Antes de que su padre vaya a la
oficina, aquella mañana Beatriz corre a
explicarle aquel misterio por si se le
ocurre alguna explicación. Como toda
respuesta, el hombre se sofoca mucho y
se apresura a salir de casa con su
cartera en la mano. De repente Beatriz
lo entiende todo y empieza a llorar, pero
de felicidad. Ha comprendido que el
loro repite cada mañana lo que oye por
la noche: aquello que le dice su padre
cuando entra en su habitación mientras
está dormida.
El bazar de los niños
De camino a casa, Iris advirtió una
suave luz frente al portal de su bloque.
Al acercarse vio que eran dos fanales
que iluminaban un mercadillo instalado
por los niños de su edificio. Sobre un
par de alfombras viejas exhibían
juguetes electrónicos, muñecos, coches
en miniatura e incluso discos compactos.
Se agachó frente a los pequeños
vendedores y, mientras observaba su
mercancía, les preguntó:
—¿Cómo es que estáis en la calle a
estas horas?
Un niño pecoso que vivía en el
apartamento encima del suyo le contestó
muy serio:
—Nuestros padres nos dejan tener
abierto hasta las nueve. Luego debemos
recogerlo todo antes de ir a la cama.
—Es una gran idea —repuso Iris,
sonriente—, pero ¿no sería mejor
hacerlo el sábado por la mañana? Pasan
más niños por aquí.
—Esto es el bazar nocturno —
explicó una niña rellenita del mismo
bloque—. Lo ponemos el primer
miércoles y jueves de cada mes. Abre
cuando volvemos de la escuela y cierra
a las nueve.
Iris volvió a repasar la mercancía
con la mirada y vio una cajita de cartón
con un par de monedas para dar cambio.
Luego preguntó:
—¿Y vendéis mucho?
La niña buscó con la mirada a sus
dos socios, que se encogieron de
hombros sin saber qué decir.
—Yo os voy a comprar este disco —
les anunció tomando de la alfombra un
viejo álbum de los Rolling—. ¿Cómo ha
llegado hasta aquí?
—Mi padre lo tiene repetido —se
justificó el primer niño que había
hablado.
Acto seguido les preguntó el precio
y los niños se quedaron mudos. Tras
intercambiar varios susurros, la niña
tomó la voz cantante y dijo una cifra muy
modesta. Con aquello sólo llegaba, a lo
sumo, para comprar unas cuantas
chucherías.
Aun así, mientras recibían las
monedas de manos de Iris, los dueños
del bazar nocturno no podían contener la
emoción, reflejada en sus caras.
Una vez en casa, donde Pirata la
recibió con una serie de saltos que
parecían imposibles para sus cortas
patas, puso la canción del disco que más
le gustaba.
It is the evening of the day
I sit and watch the children
play
Doin' things I used to do
They think are new
I sit and watch
As tears go by…[3]
Le divirtió pensar que aquella vieja
balada se correspondía con la escena en
la que acababa de participar. De algún
modo había comprado su banda sonora.
Tras brincar describiendo varios
círculos, finalmente Pirata fue a buscar
su correa sobre el sofá y volvió con ella
entre los dientes. Iris se volvió a poner
el abrigo para dar un paseo nocturno con
su pequeño amigo antes de preparar la
cena.
Mientras se disponía a salir de casa,
se dijo que no estaba tan sola como
creía. En El mejor lugar del mundo es
aquí mismo la esperaba su misterioso
amigo, y en casa le aguardaría a partir
de ahora un perro con el que compartir
su vida.
Antes de cruzar la puerta, sonó el
teléfono e Iris tuvo que resistir a un
vigoroso tirón de Pirata, que estuvo a
punto de hacerle perder el equilibrio.
Para su sorpresa, era Olivier, que soltó
lo que tenía que decir sin tapujos, como
habría hecho un niño:
—¿Puedo verte mañana por la
noche?
Sorprendida ante lo atrevido de la
propuesta, necesitó un rato para
responder:
—¿Le falta alguna vacuna a Pirata?
En todo caso no son horas para…
—No es a Pirata a quien quiero ver
—la interrumpió—, sino a ti. Me
gustaría invitarte a cenar.
Aquello era una confirmación de lo
que Luca le había dicho. Al parecer ella
sería ahora quien había de socorrer a
Olivier. Aunque sólo fuera para llevarle
la contraria, su respuesta fue tajante:
—Lo siento, pero no puedo.
—Otro día, entonces.
—Te ruego que no insistas. Además,
no me parece correcto tomar el número
de teléfono de una adoptante para ligar.
Al terminar de decir eso, la misma
Iris se sorprendió de que hubiera salido
de sus labios. Entendió que había sido
demasiado dura con él, así que añadió:
—Quizás otro día podemos tomar un
café, y así de paso saludas a Pirata.
—Dalo por seguro.
—Sólo he dicho «quizás».
—Me gusta esa palabra —dijo
Olivier, que se había vuelto más
elocuente con los años—. Significa que
todo puede suceder.
Tras esta inesperada conversación,
Iris se dejó arrastrar por Pirata hasta la
calle, donde los dueños del bazar
nocturno abandonaron temporalmente su
negocio para acariciarlo.
Mientras observaba nuevamente la
mercancía iluminada por dos fanales de
camping gas, Iris tuvo una idea. Les
preguntó:
—¿Aceptáis
donaciones
para
vuestro bazar?
—¿Cómo dices? —preguntó la niña
regordeta.
—Quiero decir si os puedo dar
algunas cosas que ya no necesito para
que las pongáis a la venta.
El niño pecoso dejó de ocuparse de
Pirata para responder:
—De acuerdo. Te daremos la mitad
de lo que saquemos… Si es que
sacamos algo.
—No será necesario —repuso Iris
—. De hecho, me haréis un favor
quitándomelo de encima.
El arte de los haikus
Cuando ella entró en el café mágico,
por quinto día consecutivo, Luca ya la
estaba esperando. En aquel momento
llenaba una pequeña taza sin asas con el
líquido verduzco de una tetera de hierro
colado. Por primera vez desde que le
había conocido, no había chocolate
sobre la mesa.
Al verla llegar, llenó muy lentamente
una segunda taza. El chorro de infusión
golpeaba el fondo de la porcelana con
un arrullo suave y acariciante, como una
fuente serena.
Iris tomó la taza entre las manos
para calentarse, mientras preguntaba al
improvisado maestro de té:
—¿Está reservada esta mesa para la
ceremonia del té?
—No exclusivamente —respondió
Luca aspirando el aroma de la infusión
—. Recuerda que cada mesa tiene
propiedades mágicas. Por lo tanto
hemos de esperar algo más que unas
tazas de té verde.
—¿Qué magia nos espera hoy? —
preguntó ella apoyando las manos en la
madera vieja.
—Es una mesa que convierte en
poetas a los que se sientan a ella.
Luca había dicho esto en un tono tan
serio que Iris estuvo a punto de echarse
a reír. Sin embargo, se contuvo para no
romper aquel juego delicioso que se
había iniciado el peor domingo de su
vida.
—¿Y si yo fuera ya poeta? —le
preguntó ella para provocarle.
—Ese es el quid de la cuestión.
Todo ser humano es poeta por
naturaleza, lo que sucede es que la
mayoría lo han olvidado. Esta mesa
despierta esa facultad, que es una
necesidad tan básica como comer, beber
o dormir.
—O besar.
Iris se arrepintió de haber dicho
estas palabras tan pronto como salieron
de sus labios. Su inconsciente la había
traicionado haciendo aflorar su deseo
antes de que su parte consciente pudiera
censurarlo. Sin embargo, aquello no
pareció escandalizar lo más mínimo a su
compañero de mesa.
—De hecho, la poesía es besar la
vida misma. Podemos estar rodeados de
belleza, pero si no interactuamos con
ella, nuestra relación será de baja
intensidad. Así como los amantes se
excitan mutuamente y aumentan su deseo,
también la belleza exige ser reconocida
para desplegar todos sus encantos.
—No entiendo dónde quieres ir a
parar. ¿Qué tiene que ver todo eso con
esta mesa?
El martilleó la madera con los dedos
índice y medio, como un suave tambor
que anunciara lo que iba a decir:
—A eso vamos. Esta mesa va a ser
tu escuela en el arte de los haikus.
¿Sabes qué son?
Antes de que ella pudiera responder,
Luca sacó del bolsillo de su americana
un papel minúsculo y un lápiz. Depositó
suavemente ambas cosas en el lado de la
mesa donde estaba Iris. Luego volvió a
levantar la tetera para llenar las tazas.
—Sé que son poemas japoneses, o
algo así —contestó ella—. Pero, ¿no es
demasiado pequeño este papel? ¡Casi no
cabe nada!
—Es como una tarjeta de visita.
—Por eso mismo. ¿Qué esperas que
escriba en tan poco espacio?
Luca parecía haber previsto esa
pregunta, ya que respondió:
—¿Sabes lo que decía un famoso
inversor norteamericano? Cuando le
preguntaron qué tenía en cuenta para
decidirse a financiar un proyecto,
respondió: «No creo en ninguna idea
que no pueda escribirse en el reverso de
una tarjeta». Con ello quería decir que si
algo necesita de muchas palabras para
ser explicado, probablemente no es un
buen plan.
—Eso es brillante, pero ¿qué tiene
que ver con la poesía?
—Tiene mucho que ver, por no decir
todo. El arte del haiku, que también es
un arte de vivir, consiste justamente en
decir
mucho
con
muy
poco.
Normalmente la gente hace lo contrario.
Por eso la vida se nos hace a veces tan
pesada.
—¿Qué quieres decir?
—Tendemos a utilizar muchas
palabras, muchos medios, mucho tiempo
para nimiedades. Escribir haikus nos
enseña a reducir la belleza del mundo a
su esencia. Quien domina ese arte
gozará de cada sorbo de la vida como
de una delicatessen.
—Parece difícil. ¿Qué esperas que
escriba ahí? —dijo mirando el lápiz y el
pedazo de papel—. ¡Ni siquiera sé
cómo se escribe un haiku!
Como si también hubiera esperado
esa reacción, Luca intercambió una
mirada con el mago, que abandonó sus
quehaceres en la barra para seleccionar
un disco de un estante. Cuando lo hubo
encontrado, lo puso en el reproductor y
empezó a sonar una lenta introducción
de piano.
Iris había oído una vez aquella
melancólica canción de Matinée, aunque
hasta entonces no se había fijado en la
letra:
if you want to learn the art
of haikus
sit down
life is what happens beyond
you
take pen and white paper if
you want to
your hands
are also a canvas or two[4]
Mientras las notas de piano volvían
a flotar en el café, Iris se dijo que no
necesitaba escribir en las palmas de sus
manos, puesto que Luca le había
proporcionado aquel papel. El problema
era qué escribir.
La respuesta estaba en aquella
misma canción de extraña armonía. La
cantante decía ahora:
right now catch a view, a
scene, a feeling
three lines
is all you need to depict it
feel how all things flow in
the same river
your life
is a raindrop you delive[5]
Con eso prácticamente terminaba la
lección musical para iniciarse en el arte
de los haikus. Mientras sonaban los
coros finales de la canción, Iris se
preguntaba qué podía escribir para no
decepcionar a su acompañante.
Luca debía de haber notado su
inquietud, ya que interrumpió el viaje de
la taza de té que se estaba llevando a los
labios para decir:
—No tienes que escribirlo ahora
mismo. Esta mesa te está invitando a ser
poeta. Sólo tienes que dejarte ir, y el
haiku encontrará la manera de nacer.
—A mí no me parece tan fácil —
confesó ella—. Sé lo que me gustaría
expresar, pero no sé cómo. Te lo diré:
estoy enamorada de alguien.
El italiano recibió esta noticia con
una templanza que a Iris le pareció
desesperante. Hubiera deseado que él le
preguntara de quién estaba enamorada.
Eso le hubiera permitido sincerarse,
mostrarle unos sentimientos que cada
día le costaba más contener. Sin
embargo, Luca se limitó a sonreírle en
silencio, como si lo único que quisiera
de ella fueran tres breves versos en el
papel.
Iris exhaló un suspiro antes de decir:
—De acuerdo, intentaré escribir ese
haiku.
Lo que suma y lo que
resta
Mientras paseaba a Pirata antes de
cenar, Iris notaba cómo un sentimiento
agridulce se agitaba en su interior. Por
una parte se decía que debería sentirse
feliz con la nueva marcha de su vida.
Además de conocer a alguien que le
estaba enseñando todo lo que necesitaba
para vivir, tenía un pequeño amigo al
que dar gran amor. E incluso su
enamorado de adolescencia había
resurgido del pasado y la llamaba por
teléfono.
Pero nada de eso le bastaba, porque
el corazón se le había sublevado y la
empujaba a entregarse a los brazos de
Luca. Intuía que eso no era posible. No
pensaba que pudiera estar casado o
comprometido, pero algo —no podía
explicarlo racionalmente— le decía que
aquel anhelo era irrealizable.
De hecho, esa misma tarde al llegar
a casa había intentado expresar en un
haiku todo lo que sentía, pero el papel
continuaba tan blanco como cuando él se
lo había entregado.
Mientras meditaba todo eso, pasó
junto al bazar de los niños y uno de ellos
le recordó:
—Dijiste que tenías algo para
darnos. Dentro de una hora cerramos la
tienda y ya no abrimos hasta el mes que
viene.
—Tienes
razón
—dijo
Iris
revolviendo el pelo al pequeño
vendedor—. Si queréis subir a casa, os
daré unas cuantas cosas para ampliar
vuestro bazar.
—¡Yo quiero subir! —exclamó la
niña.
Sus dos socios dijeron lo mismo y
todos se enzarzaron en una discusión
sobre quién debía quedarse al frente del
negocio mientras el resto subía al
apartamento.
—Pirata vigilará vuestro bazar —
dijo Iris—. Aunque su nombre no
inspire confianza, seguro que será un
buen guardián.
Como si hubiera comprendido
perfectamente la naturaleza de la misión,
el perro se sentó acto seguido sobre una
alfombra, entre los juguetes, y emitió un
par de ladridos como aviso para los
posibles ladrones.
Convencidos con aquel vigilante de
corta estatura, a continuación los tres
niños subieron muy alegres hasta el
apartamento.
Al abrir la puerta y encender las
luces, Iris se sintió como si viera todas
aquellas cosas después de mucho
tiempo. Siguiendo la filosofía de los
haikus, se preguntó cómo podía reducir
a su esencia lo que guardaba en el piso,
qué cosas sumaban valor a su vida y qué
otras lo restaban.
Buena parte de lo que adornaba la
casa había pertenecido a sus padres, que
ya no necesitaban nada, y sólo se
convertía para Iris en un ancla que no le
permitía abandonar el puerto del dolor.
—Podéis llevaros lo que os guste.
De hecho, voy a deshacerme de casi
todos esos recuerdos —dijo ella
tomando una resolución.
Tras dudar un rato, la niña se llevó
una reproducción en metal de la Torre
Eiffel, ciudad donde la familia había
viajado unas Navidades ya remotas. El
niño pecoso escogió una vieja flauta que
el padre de Iris había tocado cuando ella
era pequeña. El otro se quedó con un
ostentoso estuche que contenía un juego
de cartas con el que la madre hacía
solitarios.
Curiosamente, se sintió aliviada al
ver cómo se llevaban aquellos objetos
que tantos recuerdos encerraban. Y se
dijo que en breve haría una limpieza de
su pasado hasta dejar sólo aquello que
la ayudara a vivir.
Tras bajar a buscar a Pirata, regresó
con él al apartamento y le sirvió agua
fresca y pienso como premio por su
valiente vigilancia. Sacó de la nevera el
primer yogur que encontró y se sentó en
el sofá con el papelito en blanco en una
mano y el lápiz en la otra.
El haiku se resistía a nacer.
Un presente
interminable
—Mi
vida
no
tiene
ninguna
importancia, te lo aseguro—dijo Luca,
que aquella tarde de viernes parecía,
por primera vez, tener prisa.
—Tú sabes muchas cosas de mí —le
recriminó Iris—. Más de las que conoce
ninguna otra persona en el mundo. Es
justo, por lo tanto, que yo también quiera
saber algo de tu vida.
—Me temo que te decepcionaría.
—Eso debo decidirlo yo, ¿no crees?
Luca asintió, dándole la razón. Ella
prosiguió:
—Muy bien, entonces, quiero saber
en qué trabajas.
—Ahora
mismo
estoy
de
vacaciones.
—¿Vacaciones? ¿En enero?
—Digamos que llevaba mucho
tiempo sin tomarme unos días para mí.
—¿Vives cerca?
—¡Vivo aquí! ¿O es que no me
encuentras siempre en el café?
Iris frunció los labios en una mueca:
—Te estoy hablando en serio. ¿No
quieres decirme si vives en el barrio?
—Tuve un pequeño restaurante cerca
de aquí. El Capolini. Ahora ya no existe.
—Capolini. ¿Qué significa?
—Es mi apellido.
—El caso es que me suena. Tal vez
cené allí alguna vez. ¿Dónde estaba?
—Eso ya no importa.
—¿Y qué ocurrió para que lo
cerraras?
—Me reclamaron en otra parte.
Se hizo un silencio compartido. Iris
comprendió:
—¿Por qué no te gusta hablar de ti?
—Ya te lo he dicho: te
decepcionaría. Y lo último que deseo es
decepcionarte.
Iris se quedó un instante pensativa
antes de sobreponerse a la negativa de
Luca y proseguir la conversación:
—¿Es que estamos en la mesa del
silencio?
—No exactamente.
—¿Cuáles son, entonces, las
propiedades de la mesa número seis? —
preguntó Iris anhelando la intimidad que
habían tenido en días anteriores.
—Esta es una mesa secreta —
explicó Luca con la mirada algo triste
—. No estoy autorizado a contarte cuál
es su magia. Ya lo descubrirás en su
momento.
—Parece que no hay nada hoy que
pueda saber. ¿Qué hago entonces
contigo? ¿Por qué estamos en este café
polvoriento?
—Ya sabes: el mejor lugar del
mundo es aquí mismo —se limitó a
decir el italiano, que parecía
repentinamente incómodo.
El
comportamiento
de
Luca
presagiaba algo que Iris todavía no era
capaz de imaginar. Y no era lo único
distinto que había notado en el café
mágico. Pese a que era un viernes por la
tarde, la mitad de las mesas estaban
vacías. Además, tanto el mobiliario
como las paredes parecían haber
envejecido desde la tarde anterior.
Como si les hubieran caído encima
varios años —o varias décadas— de
golpe. Incluso los cristales que daban a
la calle se veían tan rayados que apenas
dejaban entrever el exterior.
Definitivamente, estaban pasando
cosas que Iris no comprendía. Había
algo esencial que se le estaba
escapando.
Como si el ilusionista estuviera al
tanto de la situación, al pasar junto a
ella le dio un golpecito cariñoso en el
hombro y le susurró al oído:
—Recuerda: hay algo que pertenece
sobre todo al presente.
Este mensaje desconcertó todavía
más a Iris, que tenía la impresión de
entender cada vez menos lo que estaba
sucediendo. Sin embargo se aferró a lo
que le había dicho el ilusionista para
tratar de salvar la tarde.
—Tienes que ayudarme a encontrar
algo —empezó ella—. Por lo que he
aprendido hasta ahora, el pensamiento
siempre apunta al pasado o al futuro,
¿me equivoco?
—No te equivocas. Pensar es salir
del presente para ir a pescar a las aguas
del pasado o del futuro. Sin embargo, la
experiencia es siempre presente. Esa es
la ecuación.
—Está muy bien la teoría, pero yo
necesito saber qué pertenece sobre todo
al presente, de todo lo que vivimos.
¿Comer, por ejemplo?
—Lo dudo. El sabor está en el
presente pero, en el acto de comer, la
cocina pertenece al pasado y la
digestión al futuro.
—Entonces para vivir el presente
hay que encontrar una experiencia tan
intensa que no necesitemos proyectarnos
hacia delante o hacia atrás.
—Algo así. Una experiencia que
permita detener el tiempo, vivir en un
presente interminable.
—Sólo falta saber cuál es —dijo
Iris.
—Los místicos la buscan desde hace
siglos —repuso Luca, que parecía muy
interesado por lo que Iris dijera a
continuación.
—Pero ya se sabe cómo somos los
humanos —continuó ella con repentina
seguridad—. Buscamos lejos lo que
tenemos cerca. Tal vez sea la magia de
esta mesa, pero yo creo haber
descubierto cómo detener el tiempo.
—¿De verdad?
—Ya sé qué tipo de magia está sobre
todo en el presente.
Tras decir eso, Iris tomó entre sus
manos la cabeza de Luca y acercó la
suya hasta que sus labios se encontraron.
Aquel primer beso pudo durar segundos
o quizá minutos, pero los dos sintieron
que se habían sumergido en un presente
interminable.
Cómo escribir un
haiku de amor
El sábado al mediodía, Iris se levantó
de la cama con la determinación de
escribir un haiku que entregaría a Luca
tan pronto como estuviera terminado.
Con la ilusión de que el poema
sellaría el amor que se había
manifestado entre ellos la tarde anterior,
tras desayunar frugalmente se sentó en la
cama a leer un manual que había
conseguido sobre el arte del haiku.
Su autor, Albert Liebermann,
explicaba que consta de tres versos
breves que retratan un determinado
instante. Esta forma poética presta
atención a detalles cotidianos, sean de la
naturaleza o del entorno urbano del
poeta. También puede capturar una
emoción o un estado de ánimo concreto.
El haiku tradicional necesita tener,
de acuerdo con el manual, los siguientes
elementos:
1. Tres versos no rimados.
2. Su brevedad debe permitir
leerlo en voz alta en el
tiempo de una respiración.
3. Preferiblemente, incluirá
alguna referencia a la
naturaleza
o
a
las
estaciones del año.
4. El haiku siempre describe
el tiempo presente aunque
pueden omitirse los verbos,
nunca se proyecta al pasado
o al futuro.
5.
Debe
expresar
la
observación o asombro del
poeta.
6. Alguno de los cinco
sentidos debe estar presente
en los versos.
Aquello estaba claro, pero no
acercaba a Iris a su objetivo, dado que
no escribía poesía desde muy pequeña.
¿Habría perdido la poesía innata con la
que, según Luca, nacemos todos los
humanos?
Tras preguntarse esto, siguió leyendo
el manual de Liebermann. Al parecer, el
arte del haiku aspira a conseguir el
grado máximo de simplicidad. El poeta
debe presentar las pinceladas desnudas,
libres de todo artificio o barroquismo.
Antes de plasmar sus pinceladas —
había cambiado el lápiz por una pluma
estilográfica— sobre el papel que le
había dado Luca, Iris leyó algunos de
los haikus que incluía el libro. Uno de
Kito le gustó especialmente:
El ruiseñor
unos días no viene,
otros viene dos veces.
Entre los autores clásicos de este
arte, le llamaba la atención Issa, que
había escrito haikus tan curiosos como
este:
Se presenta
ante el respetable público
el sapo de este matorral.
Iris evocó esta imagen con una
sonrisa. Luego volvió a su pluma y a su
papel, iluminado por un valiente sol de
enero.
De repente sintió que todo lo demás
sobraba a la hora de escribir un haiku —
restaba más que sumaba—, así que se
quitó el pijama y la ropa interior hasta
quedar desnuda sobre la cama. Con las
piernas cruzadas y el sol como aliado,
ahora se sentía preparada para dar
nacimiento a los versos.
Recordó la definición que daba el
poeta Basho sobre este arte: «Haiku es
lo que está sucediendo en este lugar y en
este momento».
Luego pensó en Luca y sintió cómo
una corriente recorría todo su cuerpo. El
estaba ya tan presente en su vida que,
desprovista de todo excepto de sí
misma, lo sentía dentro de ella y a la vez
también fuera.
Mientras el sol tibio calentaba su
piel, Iris entendió que sólo debía
retratar con humildad el acto mismo de
escribir un haiku a la persona que
amaba. Cuando la punta de la
estilográfica se posó finalmente en el
papel, sintió que su pulso se aceleraba:
La pluma en la derecha.
El corazón a la izquierda.
Y tú por todas partes.
La sexta mesa
Iris se vistió con la ropa más bonita que
encontró en el armario y salió de casa
con su modesto haiku en un bolsillo y
con el reloj que le había regalado el
mago en el otro.
Como todos los sábados al
mediodía, las calles de su barrio estaban
desiertas porque las familias ya se
habían reunido alrededor de la mesa. Y
ella se disponía a reunirse con quien
era, además de Pirata, su familia y su
vida entera.
Cruzó el puente y al bajar la calle
vio con satisfacción el rótulo del café,
que tenía las puertas abiertas. A medida
que se acercaba, aminoraba el paso para
aumentar la felicidad de entrar en aquel
mundo escondido.
Sin embargo, al cruzar la puerta vio
que todavía no había llegado ningún
cliente. Sólo el mago se afanaba detrás
de la barra. Decidida a esperar la
llegada de Luca, Iris examinó con la
mirada las seis mesas del café. Ya había
estado en cada una de ellas, así que
ahora dudaba en cuál debía sentarse.
Apoyada en la barra, estuvo un buen
rato sin decidirse por ninguna, como si
repetir mesa pudiera romper el hechizo
de lo que había vivido en las jornadas
anteriores. Hipnotizada por tantos
momentos únicos, vivió otro presente
interminable sin que nadie más que ella
entrara en el lugar.
El ilusionista la vigilaba de reojo
mientras iba tomando botellas de las
estanterías y las metía en cajas. Luego
hizo lo mismo con la vajilla y los vasos.
Tras despertar de su ensueño, Iris se
dio cuenta de que el mago estaba
retirando todo aquello que daba sentido
al bar, que muy pronto se convertiría en
un cascarón vacío.
—¿Cierra el local?
—No hay más remedio —dijo el
hombre.
—Pero, ¿por qué? No faltan clientes.
—El número de clientes no es
importante. Lo importante es lo que los
clientes buscan aquí.
Confusa por lo que acababa de
escuchar, Iris sacó el reloj de su bolsillo
y dijo:
—No funciona. Es una lástima,
porque es muy bonito.
—Sí que funciona. Aunque no lo
hace del modo en que tú esperas —
repuso el hombre, que ahora parecía
más anciano que antes, mientras cerraba
una de las cajas.
De pronto, a Iris la invadió un
sentimiento de fugacidad, de tristeza por
no ser capaz de retener nada de lo que
ocurría a su alrededor.
—Nunca me ha dicho su nombre —
dijo ella.
El mago se detuvo, como si
necesitara pensar para acordarse de
cómo se llamaba.
—El nombre de un mago no es
importante. Lo que cuenta es que la
función merezca la pena. Es lo que el
público retiene, y a nosotros nos queda
el aplauso final.
Cuando el mago hubo terminado con
las cajas, salió de la barra y se encontró
frente a frente con la mirada
interrogativa de su única cliente, que
parecía dispuesta a no moverse de allí.
La miró con cierta compasión antes
de decirle:
—Es inútil que le espere. No
vendrá.
—¿Por qué? —preguntó Iris
repentinamente asustada.
—La de ayer era la mesa de las
despedidas. Quienes la ocupan no
vuelven a encontrarse jamás.
SEGUNDA PARTE
El tictac de la vida
Un río de tristeza que
corre hacia el océano
De vuelta a casa, Iris no dejaba de
pensar en Luca, que por primera vez no
había aparecido. Estaba enfadada a
pesar de que no había ninguna razón
para ello: al fin y al cabo, no se habían
citado. Pero tampoco lo habían hecho
los otros días y, sin embargo, él siempre
había estado esperándola.
Para ella era mucho más fácil
comprender las razones de su tristeza:
aunque le costara reconocerlo, la sola
idea de no volver a ver a Luca se le
hacía del todo insoportable.
Vagó un rato por las calles desiertas
de su barrio. Ahora la luz del sol ya no
le parecía tan alegre como antes, y el
silencio de primera hora de la tarde le
parecía opresivo.
Lo primero que hizo al regresar a
casa, tras atender a los brincos de
alegría de Pirata, fue quitarse el abrigo
y encerrarse en el cuarto de baño.
Necesitaba relajarse con una ducha bien
caliente. Y también llorar.
Llorar en la ducha era una costumbre
que había adquirido de adolescente,
cuando se sentía incomprendida por sus
padres. La adolescencia pasó, pero la
costumbre se había quedado con ella
para siempre.
Iris se dispuso a cumplir con su
viejo ritual contra la desesperación:
abrió el grifo, esperó a que se calentara
el agua y se colocó justo debajo del
chorro de la ducha, con los ojos
cerrados y los brazos extendidos a
ambos lados del cuerpo. Permaneció allí
durante un buen rato, pensando en toda
su tristeza, que en aquel momento se
estaba escapando por el desagüe, como
un río que corre derecho hacia el mar.
Imaginó que cuando su tristeza llegara a
los océanos del mundo, todas las razas
marinas que tropezaran con ella se
sentirían de pronto un poco más
desgraciadas.
Fue así, imaginando a centenares de
ballenas deprimidas, a miles de
medusas, delfines, focas, todos tristes
por su culpa, que consiguió volver a
sonreír, aunque sólo tímidamente.
«Si Luca supiera en qué estoy
pensando me tomaría por loca», se dijo
justo un instante antes de cerrar el grifo.
Pero tenía cosas que hacer. La ducha
«arrastratristezas» había dado resultado,
porque sentía que había llegado la hora
de las decisiones.
Se puso los pantalones de algodón
que siempre llevaba para andar por
casa, consultó su agenda y marcó el
número de teléfono de una inmobiliaria
del mismo barrio. Al escuchar una voz
que respondió a su llamada se dio
cuenta de que era muy extraño que
trabajaran en sábado.
—Pensé que no iba a encontrar a
nadie —dijo, asombrada.
—Llevo aquí pocas semanas. Aún
no puedo permitirme librar los sábados.
Se hizo un silencio incómodo, que
rompió la desconocida:
—Puede llamarme Ángela, ¿en qué
puedo ayudarla?
—Quisiera vender mi piso.
Nunca hubiera imaginado que le
resultaría tan fácil decirlo. No había
sido consciente hasta entonces, pero la
decisión estaba tomada desde hacía
semanas. Tras conocer el accidente de
sus padres, al volver a aquel piso vacío
pero tan cargado de recuerdos, supo que
sería incapaz de vivir allí. Pero una
cosa es pensar las cosas y otra muy
diferente es hacerlas.
Iris se acordó de Luca y de la
historia del pozo: también ella había
sabido encontrar un regalo dentro de
aquella situación desesperada. El regalo
era su decisión. Sin saber por qué, algo
comenzaba a cambiar en su interior.
—Muy bien, voy a tomar nota —dijo
Ángela—, ¿cuándo quiere que venga a
visitarla?
—Lo antes posible. ¿Podría ser hoy?
—No es lo habitual, pero a mí no me
importa. Así salgo de esta oficina tan
aburrida. ¿Le parece bien dentro de una
hora?
—Me parece perfecto.
Satisfecha por lo que acababa de
ocurrir, Iris se decidió a escuchar los
mensajes del contestador. La voz
metálica le informó de que tenía dos.
Como sospechó enseguida, ambos eran
de Olivier.
«Hola, Iris. Te llamaba por si te
apetece que tomemos el café que
tenemos pendiente —hizo una pausa,
como si pensara las palabras que iba a
decir a continuación—. La verdad es
que cuanto más pienso en nuestro
encuentro después de tanto tiempo, más
extraño me parece. Quería saber si a ti
te ocurre lo mismo. Bueno —titubeó—,
ya me llamarás. Adiós.»
Con una mueca de fastidio, Iris se
dispuso a escuchar el siguiente, aunque
lo hubiera borrado de buena gana.
Olivier lo había dejado una hora
después del primero:
«He pensado que, si lo prefieres,
podríamos ir al cine. Estaré esperando
tu llamada. Hasta luego.»
Iris hizo caso omiso de la penúltima
frase y pensó que aún tenía algo que
hacer antes de que llegara la chica de la
inmobiliaria. Buscó el haiku que había
dejado en el bolsillo del abrigo, lo
arrugó y lo lanzó a la papelera del
cuarto de baño.
Estuvo tentada a hacer lo mismo con
el reloj de bolsillo, pero en el último
momento sintió lástima por el viejo
cacharro, cuyas agujas seguían detenidas
en las doce en punto, a pesar de que en
su corazón sonaba aquel lejano tictac.
Lo volvió a guardar en el bolsillo,
puso un disco en el reproductor del
salón, se sentó en el sofá y cerró los
ojos.
Comenzaba a sentirse mucho mejor.
El pasado de unos es el
futuro de otros
—¿Te
importaría explicarme por
qué quieres vender este piso? —
preguntó Ángela, tras una visita durante
la cual no había parado de tomar
fotografías.
—Este lugar pertenece al pasado —
fue su única respuesta.
Ángela rellenó una ficha con todos
los datos —características, precio,
horas de visita— y se comprometió a
comenzar a enseñarlo enseguida.
Cuando ya se iba, se detuvo en el
rellano y le dijo:
—Tal vez el lunes pueda traer las
primeras visitas. La gente busca cosas
por esta zona, y pisos como el tuyo no
abundan.
—¿Crees que costará encontrar
comprador?
Ángela entrecerró un poco los ojos
antes de contestar:
—El pasado de unos es el futuro de
otros.
Iris asintió satisfecha. Nunca había
sido tan resolutiva y eso le gustaba;
acababa de descubrir que aún era capaz
de sorprenderse a sí misma.
Su siguiente paso sería comenzar a
buscar alguna pista que la llevara hasta
Luca.
Consultó una vieja guía de
restaurantes de la ciudad, en busca de
uno que se llamara Capolini. No
encontró ninguna pizzería con ese
nombre. Tampoco en el servicio de
información telefónica, al que llamó a
continuación, supieron decirle nada.
Comenzó a temer que Luca la hubiera
engañado en todo. Pero, ¿por qué? ¿Cuál
era la finalidad? El no parecía de ese
tipo de personas.
Aturdida por todo lo que estaba
sucediendo, decidió salir a dar una
vuelta. Pasaría por su café mágico. Tal
vez hubiera ocurrido un milagro.
Después de todo, si algo había
aprendido aquellos días era que se
trataba de un lugar muy poco común,
donde todo era posible. No le parecía
tan extraña la idea de encontrarlo
exactamente como el primer día, con su
rótulo restallante y su amigo el mago
acodado en la barra del fondo, a la
espera de los clientes.
Pirata se puso como loco de
contento cuando vio que su ama tomaba
la correa, señal de que se disponían a
salir. Iris se envolvió en su abrigo y
ambos se lanzaron a recorrer las calles
del barrio.
De camino hacia el café, se fijó
como nunca en los rótulos de todos los
locales. Buscaba uno muy concreto, con
un nombre que evocaba un apellido
italiano: Capolini. Pero no encontró
nada parecido en su recorrido de
siempre. Tan absorta estaba que ni
siquiera miró a las vías del tren cuando
pasó por el puente.
Hacía un frío intenso y estaba
anocheciendo. Cuando Iris llegó al lugar
donde había vivido tantos momentos de
magia, al principio creyó que la
oscuridad la estaba confundiendo. Luego
se acercó un poco más, sin poder dar
crédito a lo que veían sus ojos.
El mejor lugar del mundo es aquí
mismo ya no estaba allí.
No quedaba ni rastro del panel
luminoso estropeado y las ventanas
estaban cubiertas con tablones de
madera. La puerta estaba cerrada y en el
buzón se acumulaba la publicidad. Era
como si llevara cerrado mucho tiempo.
«Esto sí es un truco de magia»,
pensó Iris, confusa, antes de tirar de la
correa de Pirata para que le
acompañara en su desconcertado camino
de vuelta a casa.
Tres meses de vida
para las mentirosas
El fin de semana transcurrió sin pena
ni gloria. Iris se levantó tarde después
de una noche inquieta. Apenas probó
bocado en todo el día y se limitó a ver
la televisión durante horas, con la
cabeza en otra parte.
Finalmente el domingo por la tarde,
cuando dormitaba en el sofá sin ganas de
hacer nada, sonó el teléfono. Era
Olivier.
—¿Es necesario que utilice la
excusa de las vacunas de Pirata para
volver a verte? —preguntó tan
amablemente que no le fue posible ser
sincera con él.
No le dijo que le estaba esquivando.
Ni que el único hombre con el que
deseaba salir en aquel momento había
desaparecido de su vida sin dejar rastro.
—Conozco un sitio estupendo de
combinados tropicales —informó el
veterinario—. Sería estupendo que me
dejaras invitarte a uno.
—Estoy resfriada —mintió Iris—.
Mejor otro día. Necesito descansar.
—No me gusta que estés enferma,
pero en realidad es un alivio, ¿sabes?
—¿El qué?
—Saber que no me estás dando
esquinazo —dijo Olivier—. Te prometo
que volver a encontrarte es lo mejor que
me ha pasado en años. Ha sido como un
milagro. Me estás rescatando de una
vida insoportable.
Iris no pudo evitar que aquellas
palabras le recordaran a Luca y a lo que
le había dicho acerca de la reaparición
de Olivier. «El azar ordena el mundo
más a fondo de lo que suponemos»,
recordó.
Animada por estos pensamientos, y
también porque se sentía un poco
culpable por mentirle a Olivier,
preguntó:
—¿Por qué crees que tu vida es
insoportable?
—Es aburrido incluso contarlo —
hizo una pausa—. ¿A ti no te pasa a
veces que te aburre tu propia vida?
—Supongo que sí. Pero debe de ser
porque tengo un trabajo muy rutinario.
—No tiene nada que ver. Creo que
todos nos aburrimos de nosotros mismos
y de nuestras rutinas, por fabulosas que
sean. Una vez me dijo alguien que el
aburrimiento se cura imaginando que tu
propia muerte está muy cerca. Tal vez
podríamos intentarlo. Imaginar que nos
queda poco tiempo de vida. Pensar en
qué lo aprovecharíamos.
Iris también comenzaba a encontrar
aburrida aquella conversación. Pero
como no se atrevía a decir nada, Olivier
continuaba hablando, y su voz sonaba
débil, como si se avergonzara de lo que
estaba proponiendo:
—Imagina que sólo nos quedan tres
meses de vida y que los vas a emplear
en hacer diez cosas a las que no quieres
renunciar. Podríamos pensar en esas
diez cosas. ¿Te apetece?
Un silencio profundo fue más
elocuente que cualquier palabra que Iris
pudiera haber dicho.
—Perdona, me estoy poniendo
pesado con estas cuestiones tan
metafísicas. No quería marearte.
Iris se dio cuenta de que le había
ofendido y se apresuró a decir algo:
—No me mareas. Es sólo que estoy
muy cansada.
—Claro. Lo siento. Buenas noches.
Llámame cuando quieras.
Y colgó.
Iris se quedó un momento pensativa:
a veces la timidez hacía parecer a
Olivier un ser frágil. En el fondo,
continuaba siendo el mismo que conoció
en el refugio, veinte años después. Bajo
su caparazón de hombre maduro
asomaba constantemente el jovencito
inseguro. Eso le gustaba de él, aunque
no quisiera reconocerlo.
Cuando colgó el teléfono no tenía la
menor intención de hacer la lista de las
diez cosas que le había propuesto. Sin
embargo, a medida que avanzaban los
minutos comprobó que no lograba
apartar la idea de su cabeza. ¿Qué haría
si le quedaran sólo tres meses de vida?
¿A qué sería capaz de renunciar y a qué
no? Una vez había leído en un viejo
libro de aforismos religiosos: «Vive
cada día de tu vida como si fuera el
último».
Tomó un papel y un bolígrafo y
comenzó la lista. Escribió:
DIEZ COSAS QUE
HACER ANTES DE MORIR
• Encontrar a Luca
(aunque sólo sea para
despedirme de él).
• Besar a alguien a quien
ame (y que me ame) con
locura.
•
Ver
una
nevada
descomunal.
• Probar la comida
japonesa.
• Reír a carcajadas como
una loca.
• Ir al concierto de un
grupo de música que me
guste.
• Vender el piso de papá y
mamá.
• Dejar el trabajo.
• Tener una amiga de
verdad.
• Teñirme el pelo de rojo.
Observó la lista con extrañeza. Al
leer y releer sus mayores deseos, tuvo la
impresión de que ninguno de ellos era
muy difícil de cumplir, y sintió el
enorme
deseo
de
comenzar
inmediatamente.
El sueño la venció antes de que
pudiera plantearse cómo.
Un lunes no tan
horrible
Tal como le había prometido, el lunes
por la mañana Ángela se presentó
acompañada de un señor alemán
altísimo que deseaba ver el piso. El y su
esposa, un matrimonio jubilado y sin
hijos, buscaban algo por el barrio. El
cliente exigió ver hasta la última tubería
y el último interruptor.
—Intentaré convencerle de que en
esta zona no van a encontrar otro como
éste —le susurró Ángela mientras el
visitante echaba un vistazo a la terraza
—. ¿Qué te juegas a que lo consigo? No
sería la primera vez. ¿Te he contado que
antes de trabajar aquí era peluquera?
Iris negó con la cabeza.
—Tenía una fama… Cuando una
clienta llegaba pidiendo sólo un corte de
pelo y terminaba poniéndose extensiones
de colores, todos sabían que había
pasado por mis manos.
Iris la creyó. Ángela exhibía una
simpatía explosiva que no dejaba a
nadie indiferente.
Aprovechando que el alemán se
entretuvo midiendo una de las
habitaciones, Iris le formuló la pregunta
que llevaba horas rondando por su
cabeza:
—¿Conoces un café en el barrio que
se llama El mejor lugar del mundo es
aquí mismo?
—No me suena —respondió Ángela
—, ¿dónde está?
Iris le detalló la ubicación que tan
bien conocía. Ángela ni siquiera la dejó
terminar.
—Ese local no es ningún café, sino
un antiguo almacén. Está vacío desde
hace no sé cuánto. ¿Te interesaría verlo?
Tengo las llaves.
Asombrada, Iris ni lo dudó.
—¿Podrías enseñármelo?
—Por supuesto. Le diré a mi jefe
que eres una posible compradora. No
hay problema. Lo ha visto mucha gente,
pero nadie se lo queda.
—¿Por qué? ¿Cuál es el problema?
—Espera a verlo y lo sabrás.
Nada más despedir a los clientes,
Iris dejó a Pirata un cuenco lleno de
comida. Luego se marchó al trabajo,
donde supuso que la esperaba una
jornada dura y llena de reproches.
No se equivocó. Después de que no
acudiera a trabajar para ir a adoptar a un
perro, su jefe estaba resentido con ella.
Se notaba en la tensión que se generaba
cada vez que le dirigía la palabra. Por
suerte, no le hablaba muy a menudo.
Por lo demás, la jornada fue tan
aburrida como de costumbre. Hubo
oleadas de llamadas y los habituales
oasis sin ellas. En uno de los momentos
de máximo aburrimiento, sintonizó una
emisora de radio por Internet y se
entretuvo un poco escuchando la letra de
una canción que le gustó:
Dreams are ready
to be true.
Just make them happen:
This life is a blank page
Write here what you want.[6]
Como si fuera la banda sonora de su
vida allí y entonces, una llamada entró
mientras terminaba de escuchar aquella
envolvente melodía.
Al principio no reconoció la voz
masculina que entró por los auriculares
desplazando la música:
—Quisiera informarme acerca de un
seguro.
—Muy bien —contestó Iris con su
tono más profesional—. ¿Qué clase de
seguro?
—¿Cuál me recomienda? Soy
hombre, estoy sano y soltero. Conduzco
un coche pequeño y tengo enormes ganas
de vivir por primera vez en mucho
tiempo. Y todo gracias a una chica.
Iris reconoció la voz.
—¿Olivier?
—¿Necesitas también los apellidos?
—¿Qué estás haciendo?
—Ya que no consigo verte de otro
modo, he decidido hacerme un seguro.
Me gustaría hablarlo personalmente
contigo.
—¡Estás loco!
—Completamente de acuerdo. Por ti.
¿Cuál me aconsejas? He pensado que
uno de vida estaría bien. Por cierto,
¿hiciste los deberes?
—No puedo hablar ahora. Estoy
bloqueando la centralita.
—¡Pero es una cuestión de trabajo!
—Tendría que pasarte con uno de
nuestros agentes.
—Yo no tengo nada que decirle a
uno de vuestros agentes.
—Es lo que se hace normalmente.
Necesitas información.
—Pensaba
que
tú
podrías
informarme de todo.
—Deberías pasarte por aquí.
—¡Eso está hecho! ¿A qué hora
sales?
—A las nueve y media.
—Entonces vengo a las nueve, me
informas de todo y luego te invito al bar
hawaiano. No valen excusas.
Iris estaba sonriendo, aunque él no
pudiera verlo. Recordó de nuevo la letra
de la canción y pensó que había llegado
el momento de escribir algo que valiera
la pena en la página en blanco de su
vida. O, por lo menos, de intentarlo.
—Muy bien —contestó—, pero en
lugar de combinados hawaianos
preferiría comida japonesa.
—Perfecto. Soy experto en sushi y
sashimi. Te veo a las nueve, princesa.
Durante lo que quedaba de jornada
laboral, Iris no pudo borrar la sonrisa de
sus labios. Ni siquiera cuando su jefe le
recriminó que hubiera bloqueado la
centralita. Y no precisamente de buenos
modos.
Una cena a la luz de la
fortuna
Olivier había reservado mesa en el
Ojiro, un restaurante japonés recién
inaugurado en el centro de la ciudad.
—He pensado que en una ocasión
así bien merecía la pena salir de tu
barrio —le dijo con su voz suave, nada
más arrancar el motor del coche.
Había poco tráfico a esas horas y en
lunes. En menos de un cuarto de hora
traspasaron la puerta de diseño del local
y se adentraron en un mundo que para
Iris era totalmente nuevo.
Les asignaron una mesa en un rincón.
La carta estaba escrita en japonés y en
español, pero Iris no entendía nada en
ninguno de los dos idiomas.
—Elige tú—le dijo, claudicando.
A Olivier pareció encantarle la idea.
Cuando se acercó la camarera, vestida
con un elegante kimono, se encargó de
pedir algunos de los platos de la carta y
un par de cervezas japonesas. Lo dijo
con una seguridad que Iris no le había
descubierto todavía.
—Tomaremos sopa de miso seguida
de tres platos, como en una comida
japonesa tradicional —le explicó.
—¿Tres platos?
—Sí, lo aprendí durante el año que
viví en Osaka, en un intercambio
universitario de la facultad de
veterinaria. Los japoneses dan mucha
importancia tanto a la elección de las
materias primas como a la presentación.
Los tres platos de nuestra cena están
elaborados con tres técnicas diferentes
—hizo una pausa para mirarla fijamente,
como si calibrara la conveniencia de
continuar, o temiera meter la pata; luego,
prosiguió—: el primero se sirve crudo,
el segundo está poco cocinado y el
tercero requiere una elaboración lenta.
Para ellos, es un modo de recordar que
en la vida todo tiene valor: lo simple
pero valioso, lo que podemos conseguir
a corto plazo y lo que tardamos mucho
tiempo en lograr. Al final, todo termina
con una taza de té verde y amargo, como
la muerte.
—¿Y qué sería nuestra cena si fuera
un solo plato? —se atrevió a preguntar
Iris—. ¿Algo crudo, poco cocinado o
preparado a fuego lento?
—Está claro. Nuestro reencuentro es
un plato de nabemono. Es decir, un
suculento guiso hecho en una cazuela
durante largas horas de cocción. Mucho
más que eso: esta cena ha necesitado
casi veinte años para gestarse.
—¿Y qué vendrá después del té
verde? —preguntó ella con falsa
ingenuidad.
—Eso nadie puede saberlo. Lo
importante es llegar al té estando
saciado, porque después ya no hay
vuelta atrás.
—¿Qué quieres decir?
Iris observó que hablar de aquello
infundía a Olivier una curiosa seguridad.
Incluso su voz sonaba más firme:
—Que nadie consigue una muerte
feliz si siente vacío el estómago de la
vida. ¿Sabes que hay gente que incluso
ha regresado de la muerte para terminar
algo que dejó a medias? Antes de
marcharte, debes hacer las paces con el
mundo y con la gente a la que quieres.
Empezando por ti mismo.
—¿Opinas entonces que morir nos
importará menos?
—Claro. Si la vida ha sido plena,
morir se vive como algo natural. El té
caliente tras un buen almuerzo.
Tras unos segundos de silencio,
llegó la camarera cargada con una
bandeja.
—¡Me gusta la idea de ver la vida
como un almuerzo! —exclamó Iris—. ¿Y
yo? ¿Qué tipo de plato soy?
Le pareció que le temblaba un poco
la voz, como a un adolescente que se
declara por primera vez, al decir:
—Tú eres un bol repleto de arroz
blanco. Algo que nunca puede faltar.
Sencillo pero nutritivo. Ni muy cargante
ni muy ligero. Valioso en su propia
naturaleza, ya que tiene la capacidad de
absorber todos los sabores de la vida.
Iris sintió que sus mejillas se
sonrojaban. Hacía años que no le
ocurría.
Junto a dos toallas calientes y
húmedas, la camarera depositó sobre la
mesa dos cervezas Ebisu. Se frotaron las
manos con las toallas y las dejaron de
nuevo sobre la bandeja diminuta.
A continuación, Iris sirvió la bebida
y levantó la copa.
—Brindo porque hoy se han
cumplido dos deseos de mi lista. Tenía
muchas ganas de probar la comida
japonesa, y aquí estoy, a punto de
hacerlo.
—¿Y cuál era el otro?
—Me he despedido del trabajo.
Olivier esbozó una expresión de
consuelo, pensando que sería necesaria.
—Oh, ¡no te preocupes! No me
importa lo más mínimo. Es más, ya era
hora de que me atreviera a hacerlo.
Nunca hubiera pensado que sería capaz.
Ya sólo quedan ocho puntos en mi lista
de cosas que hacer antes de morir.
—Entonces es una magnífica noticia.
¡Brindemos por ella!
Después del tintineo de las copas y
del sorbo correspondiente, Olivier
preguntó:
—¿Has pensado en qué vas a ocupar
ahora tu tiempo?
—Dormiré, pasearé a Pirata,
buscaré a un amigo perdido… También
espero vender el piso de mis padres.
Así podré mudarme a un apartamento
donde el pasado no esté por todas
partes. Y, si puede ser, desde donde se
vea el mar. Es uno de mis sueños.
—Vaya… Veo que se acercan
grandes cambios en tu vida. Espero
formar parte de ellos.
Iris bajó la vista con timidez.
Olivier le mostró entonces la
etiqueta de la cerveza con la que
acababan de brindar.
—Esta cerveza te dará suerte, ya lo
verás. ¿No has visto cómo se llama?
Iris se encogió de hombros, dando a
entender que el nombre de «Ebisu» no le
sugería absolutamente nada.
—Ebisu —explicó Olivier— es uno
de los siete dioses de la fortuna
japoneses. Seguro que se encargará de
que se cumplan los ocho deseos que aún
tienes pendientes.
«Ojalá», pensó Iris mientras bebía
un largo trago de la cerveza de la
fortuna.
Un pedazo de otro
mundo
El
primer día sin obligaciones ni
prisas
comenzó
con
Pirata
observándola con cara de extrañeza.
Parecía preguntarse a qué venía tanta
holgazanería. ¿No se daba cuenta de que
hacía horas que debían haber salido de
paseo, como todas las mañanas?
Invadida por una inesperada
sensación de serenidad, Iris se preparó
un té verde y se sentó a la mesa de la
cocina para tomárselo sin prisa. Luego
se dio una ducha, se puso ropa cómoda
—nada que ver con el tipo de prendas
que llevaba para ir a la oficina— y
buscó la correa de Pirata.
Al llevarse la mano al bolsillo,
tropezó con el reloj estropeado. Lo
acercó a su oreja para comprobar que
aquel tictac lejano y extraño continuaba
latiendo. Por incomprensible que fuera,
algo en el corazón del reloj continuaba
vivo.
«Creo que lo llevaré a reparar», se
dijo mientras abría la puerta.
Fue un paseo más largo de lo
habitual. Como a esa hora apenas había
nadie en el parque, dejó libre a Pirata
para que olisqueara a su antojo los
matorrales. Se sentó un rato a disfrutar
de la mañana despejada y fría mientras
se envolvía en el abrigo.
Al salir del parque, amarró a Pirata
al tronco de un árbol y entró en la
relojería del barrio.
—Funciona y no funciona al mismo
tiempo —explicó al señor con aspecto
de búho que le atendió tras el mostrador.
El relojero se tomó su tiempo para
observar aquella antigüedad que
acababa de caer en sus manos. Levantó
el reloj de bolsillo del mostrador con
extrema delicadeza, como se trata a las
cosas de mucho valor.
—¿Se ha caído? —preguntó.
—No lo sé. Cuando me lo regalaron
ya estaba así.
El hombre continuó con su
exploración. Miró la esfera con una
pequeña lente de aumento sujeta a sus
gafas. Acto seguido, escuchó aquel
tictac casi imperceptible y buscó el
modo de abrir la caja. Finalmente dijo:
—Sólo un momento, tengo que
llevarlo al taller.
Iris aguardó en la tienda vacía, en la
sola compañía de los numerosos relojes
que latían desde todas partes. Un par de
minutos más tarde, el relojero regresó
con cara de consternación y su reloj en
la mano.
—No puedo hacer nada por él —
sentenció—. Las piezas que lo
componen ya no se fabrican.
—Entonces, ¿no se puede reparar?
—No, pero aunque se pudiera, no
debería hacerlo.
—¿Por qué no?
—Porque quien le regaló el reloj
quiso entregarle un pedazo de otro
mundo. Algo que ya no existe, pero que
aún se deja sentir —el relojero acercó
la esfera a la oreja de Iris para
mostrarle el pequeño ruido que llegaba
de ese «otro mundo».
—¿Pero qué sentido tiene regalar
algo que no funciona?
—Tal vez el regalo no estaba a
simple vista. Mire —dijo el hombre
desplegando un pequeño papel—, he
encontrado una inscripción detrás de la
esfera. La he apuntado aquí, por si desea
verla.
En el papel leyó:
ABANDONA EL PASADO
Y EL PRESENTE
ARRANCARÁ
—¿Qué significa eso? —preguntó
Iris aturdida.
—No tengo ni idea. Lo único que
tengo claro es que su amigo no quiso
regalarle sólo un reloj.
El almacén de las
cuentas pendientes
La llave chirrió al girar la cerradura,
como si llevara mucho tiempo sin
hacerlo. La puerta se abrió entonces a un
espacio oscuro e inhóspito, que no se
parecía en nada al café donde ella había
conocido a Luca.
—Este es el local —dijo Ángela—,
como puedes ver, no hay ni rastro del
café que dices.
El suelo estaba cubierto por una
pátina de polvo que amortiguaba los
pasos. El ambiente era frío y húmedo, y
la penumbra confería a todo un aire
misterioso. De hecho, la escasa luz que
se filtraba desde la calle apenas servía
para iluminar unos pocos metros. El
fondo del local quedaba sumido en la
oscuridad total.
—¿Sorprendida?
—preguntó
Ángela.
—Mucho.
Iris trataba de comprender cómo
podía un establecimiento desaparecer
por completo o convertirse en otra cosa
en un lapso de tiempo tan breve. El
teléfono móvil de Ángela rompió el
silencio,
interrumpiendo
sus
cavilaciones. Iris continuó caminando,
como
sonámbula,
mientras
su
acompañante respondía a la llamada.
—Espera un segundo, aquí no tengo
cobertura —dijo Ángela, mientras
miraba a Iris y señalaba la calle,
indicando que salía para poder hablar.
Iris la disculpó con un gesto y
continuó avanzando sobre el suelo
polvoriento. La curiosidad, y también el
desconcierto, la empujaban hacia el
fondo del local.
Muy pronto se dio cuenta de que, a
medida que avanzaba, la oscuridad
parecía diluirse. Sus ojos se
acostumbraron a la penumbra y pudo
distinguir, al fondo, una gran estantería
repleta de cajas. Las había de distintos
tamaños y colores. Lo único que las unía
era la película de polvo que el tiempo
había dejado caer sobre ellas.
«Éste debe de ser el almacén del que
me habló Ángela», pensó Iris mientras la
examinaba con la mirada.
Había cajas de todos los tamaños.
Las más grandes podrían haber
contenido un frigorífico o un armario.
Las más pequeñas, en cambio, eran del
tamaño de una caja de zapatos. Se dio
cuenta de que encima de cada una había
una etiqueta con un nombre escrito a
mano.
«Deben de ser paquetes que esperan
ser entregados a sus destinatarios», se
dijo Iris, aunque no pudo evitar pensar
que todo aquello era muy extraño.
¿Qué contendrían todas aquellas
cajas? ¿Por qué estaban allí? ¿Quiénes
eran sus destinatarios? ¿Serían la razón
por la cual el almacén no encontraba
nuevos dueños?
Una suave música llegaba del fondo
del local. Iris se detuvo a escuchar,
aguantando la respiración. Sobre unos
acordes sutiles, una voz melodiosa
cantaba algo que le concernía:
Where are you going,
I asked,
Suburban Princess
tonight?[7]
También ella se preguntaba hacia
dónde iba, qué era todo aquello y qué
iba a encontrar al final de su camino.
Iris se detuvo súbitamente junto a la
pared donde acababa el local. Había una
mesa igual a las que tantas veces había
visto en el café desaparecido. Sobre la
superficie de mármol, humeaba una taza
de chocolate que parecía recién servido.
Desprendía el mismo aroma delicioso
de las otras veces. La cucharilla limpia
relucía sobre el plato.
Sin detenerse a analizar el sentido
de todo aquello, Iris acercó la taza a sus
labios y probó la bebida. El aroma y el
sabor del chocolate le recordaron de
inmediato a Luca, con quien tantas tazas
como aquélla había compartido. Pero
esta vez las cosas eran diferentes,
porque se encontraba sola… ¿O no?
Escuchó unos pasos que se
acercaban en la oscuridad. Iris prestó
atención, un poco asustada, y enseguida
reconoció una silueta que le resultaba
muy familiar. Era un hombre delgado y
distinguido con melena abundante: el
mago.
—Veo que has descubierto el
almacén de las cuentas pendientes. ¿Has
encontrado tu caja?
Iris se alegró de volver a verle.
—¿Qué ha ocurrido con el café? —
preguntó—, ¿por qué está todo tan
distin… ?
Pero él la interrumpió con un gesto
decidido.
—Es importante que encuentres la
caja que lleva tu nombre.
Iris ardía de ganas de preguntarle
por Luca, pero la actitud del mago era
tan autoritaria que no se atrevió a
desobedecerle. Intrigada, regresó a la
gran estantería y comenzó a leer las
etiquetas de los paquetes una por una.
Había muchas cajas, podría haberle
ocupado todo el día encontrar la suya.
Afortunadamente no fue así. Llevaba
sólo unos minutos buscando cuando
descubrió su nombre escrito con toda
claridad en el lateral de un paquete
diminuto, que habría podido guardar en
la palma de su mano.
—¡Aquí está! —exclamó, divertida,
regresando junto al mago—. Parece que
mis cuentas pendientes no son muchas.
¿Qué es?
—Tendrás que averiguarlo por ti
misma. Pero no subestimes las cosas por
su aspecto externo. El interior de ese
pequeño envoltorio puede contener todo
un mundo.
—¿Es otro truco de magia?
—En cierto modo, sí. Este es el
lugar donde las cosas que quedaron por
hacer aguardan su oportunidad. Debes
sentarte a la mesa, tomar tu chocolate y
esperar.
—¿Todo esto es idea de Luca? ¿Está
contigo?
—No tardarás en saber de él. Ten
paciencia.
En la cara de Iris se dibujó una
expresión contrariada. El mago se
abrochó con lentitud los botones del
chaleco raído y añadió:
—Disfruta de este momento. Y no
olvides que un camino de mil millas
comienza con un primer paso.
Iris se sentó frente a la taza caliente
y rompió el embalaje.
Se sintió confusa al ver su
contenido: un corazón de chocolate
blanco, envuelto en papel de celofán. En
la parte posterior, una etiqueta donde se
leía: Heladería El Centauro, y una
dirección.
Iris frunció el ceño.
—¿Tengo que ir a este lugar? —
preguntó.
Pero no recibió respuesta alguna.
—¿Hola? ¿Estás ahí?
En vez del mago, le respondió la voz
de Ángela, que se acercaba a toda prisa.
—Perdona que te haya dejado sola.
Era un cliente al que no podía… ¡Vaya!
¡Veo que has encontrado una de las
mesas de tu café! ¿Qué haces aquí, sola
en medio de la oscuridad?
Iris guardó el corazón de chocolate
blanco en el bolsillo de su chaqueta
antes de responder:
—Ya ves. Me estaba tomando un
chocolate calentito.
—¿Un qué…? ¡Menuda imaginación
tienes, Iris! Anda, vámonos o terminarás
haciéndome creer que en este lugar
ocurren cosas raras.
El mar del futuro
—He
salido antes del trabajo.
Tengo una sorpresa para ti.
La voz de Olivier sonaba alegre y un
poco impaciente.
—¿Tiene que ser ahora? Tenía otros
planes —dijo Iris al teléfono.
La seguridad de Olivier la
desconcertó. No esperaba que insistiera,
y
menos
con
tanta
energía.
Decididamente, comenzaba a perder su
timidez con ella.
—¡Ahora mismo! Ni la sorpresa ni
yo podemos esperar.
Pasó a recogerla veinte minutos
después.
Su contagioso optimismo hizo que
Iris olvidara la sensación de
desasosiego que le había dejado la
visita al almacén y su nuevo encuentro
con el mago. De algún modo, comenzaba
a comprender que aquel lugar y sus
inquilinos pertenecían a una época de su
vida que estaba quedando atrás. Olivier,
en cambio, representaba el futuro. Un
futuro feliz y de voz cantarina que no
podía disimular la alegría que le
producía verla.
—Estás pálida, princesa, ¿te ocurre
algo? —le preguntó mientras recorrían
una gran avenida, camino del centro de
la ciudad.
—No es nada. He tenido un
encuentro un poco extraño hace un rato.
—Comprendo. ¿Se te ha aparecido
un fantasma?
—En realidad, toda mi vida parece
estar llena de ellos.
Pensó en Luca mientras pronunciaba
estas palabras. Descubrió que seguía sin
renunciar a volver a verle, si es que la
posibilidad que le había anunciado el
mago era cierta.
—Es normal —comentó él—.
Siempre
vivimos
rodeados
de
fantasmas. Lo importante es aprender a
llevarse bien con ellos.
El resto del camino transcurrió en un
silencio reflexivo. El coche de Olivier
enfiló un paseo, torció un par de veces y
se adentró por las despejadas calles de
un barrio de reciente construcción.
—Hemos llegado —dijo finalmente
al detener el vehículo frente a un
edificio que parecía nuevo.
Iris cerró la puerta con energía y
siguió al veterinario, que había echado a
andar en dirección a un portal de puerta
acristalada. Tras abrir con sus propias
llaves, le indicó que le siguiera hacia un
ascensor
transparente
muy bien
iluminado. El espejo reflejó dos
emociones bien distintas: la ilusión casi
infantil de él, el asombro desconcertado
de ella.
Subieron hasta el último piso, donde
la puerta del ascensor se abrió a un
rellano de suelos relucientes. Olivier se
dirigió entonces hacia una de las cuatro
puertas, giró la llave en la cerradura y la
invitó a pasar con una reverencia teatral:
—Adelante —dijo, sin dejar de
sonreír.
Iris entró en un piso vacío y por
estrenar, cuyos radiadores aún estaban
cubiertos con plásticos. Recorrió con
curiosidad sus habitaciones, la cocina,
el cuarto de baño y el salón, que era
grande y con amplios ventanales.
—Espera a ver lo mejor —anunció
Olivier mientras subía la persiana.
Salieron a una terraza. Nueve pisos
más abajo, la calle parecía un mundo en
miniatura. Frente a sus ojos se extendía
el azul inmenso del mar. A pesar de que
el día estaba gris, aquella imagen le
pareció a Iris de una belleza casi
sobrenatural. No pudo evitar imaginarse
sentada en aquel lugar durante una noche
de verano, mirando extasiada al
horizonte.
—¿Se parece un poco al piso de tus
sueños? —preguntó Olivier, tomándole
las manos.
Iris sonrió tímidamente.
—Debe de costar mucho dinero —
balbuceó— y estoy sin trabajo.
—El propietario es amigo mío. Está
dispuesto a alquilarlo por un precio muy
razonable.
Lo dijo con un temblor en la voz,
como si los nervios le estuvieran
dominando.
Iris pensó que jamás el futuro había
sido tan palpable como en ese momento.
Ni le había dado tanto miedo.
—No lo sé… Necesito pensarlo.
—Claro, princesa. Algo así no
puede decidirse a la ligera.
Iris sonrió. La contemplación de
aquel denso mar le producía un enorme
sosiego. Sin apartar los ojos de la
superficie, murmuró:
—Tengo la impresión de que toda mi
vida es una pugna entre mi pasado y mi
futuro.
No había hecho más que decirlo
cuando recordó las palabras de Luca:
«Hay algo que sólo ocurre en el
presente».
La voz melancólica y débil de
Olivier vino a darle la razón:
—Tienes razón, esto es lo que somos
todos: un enorme lío sin solución a la
vista.
Acerca de los ángeles
Después de ver el piso, Olivier se
empeñó en invitarla a comer.
Fueron a un italiano donde Iris
apenas probó bocado. No porque su
acompañante no se esforzara en
complacerla, sino por sus propios
pensamientos, que no le daban un minuto
de descanso. No renunciaba a encontrar
a Luca, pero comenzaba a pensar que se
trataba sólo de una absurda fijación. Por
otra parte, se encontraba cada vez más a
gusto en compañía de Olivier, quien
demostraba con ella una delicadeza y
una paciencia que no había conocido en
otros hombres.
Cuando la dejó en casa, un par de
horas después, la despidió con una
sonrisa y unas palabras cargadas de
comprensión:
—Me gustaría salir contigo esta
noche, pero algo me dice que no es el
mejor momento, ¿me equivoco?
Iris forzó una sonrisa.
—Estoy cansada —contestó— y
necesito pensar.
—No hay prisa, pero no olvides que
te estaré esperando en el futuro, como el
mar.
Al llegar a casa, Pirata la recibió
con la alegría habitual, entusiasmado
con la posibilidad de dar un paseo. Pero
en lugar de eso, Iris fue directa a
escuchar los mensajes del contestador. A
pesar de que no quería reconocerlo,
seguía esperando que Luca diera señales
de vida.
Sólo había un mensaje aguardando
en su buzón, y era de Ángela. Tenía voz
de encontrarse muy resfriada o de haber
estado llorando. Iris dedujo que se
trataba de lo segundo.
—Perdona que te llame para esto,
pero no sé con quién hablar. Creo que
eres una persona muy comprensiva,
además de muy sensible. En fin,
perdóname por asaltar tu contestador.
No sabía a quién decirle que me han
echado del trabajo y, qué idiota, estoy
hecha polvo. Bueno, en realidad hay más
motivos, pero prefiero no contárselos a
una máquina.
Iris no dejó pasar ni un segundo
antes de llamarla.
—Yo también estoy en el paro —le
dijo— y te aseguro que tiene sus
ventajas. Por ejemplo, ¿cuánto hace que
no duermes hasta tarde un lunes de
finales de enero?
—Diría que no lo he hecho nunca —
reconoció Ángela—. Y tampoco he
salido nunca un miércoles hasta la hora
que yo quiera. Esa es otra ventaja,
¿verdad?
—Yo diría que sí.
—¿Tienes algo que hacer esta
noche?
La pregunta agarró a Iris por
sorpresa, pero no quiso ponerle excusas
a Ángela como había hecho con Olivier.
—Nada, además de buscarle algún
sentido a todo lo que me está
ocurriendo.
—Entonces podemos hacerlo juntas.
Yo le busco sentido a tu vida y tú a la
mía. ¿Qué te parece?
—Me parece un buen trato —repuso
Iris.
—Perfecto, entonces, ¿a las nueve en
tu portal?
—Estupendo. Oye…
—¿Sí?
—No sé si tiene que ver con tu
nombre, pero has sido un ángel para mí.
¿Sabes lo que es un ángel?
Y antes de que pudiera contestar,
Ángela se adelantó:
—Un ángel es quien te salva de caer
enseñándote a volar. ¡Nos vemos luego!
Pirata la miraba, impaciente. Pensó
que había llegado el momento de
complacer a su amigo de cuatro patas y
le llevó a dar un largo paseo.
Premeditadamente, se acercó hasta
el puente por donde pasaban los trenes
de cercanías. Se detuvo un momento a
mirar hacia abajo, recordando la última
vez que estuvo allí. No hacía tanto de
aquella tarde de domingo y, sin
embargo, se sentía muy distinta, casi
otra persona. Pirata lanzó un ladrido
enfadado, antes de comenzar a tirar de la
correa con todas sus fuerzas.
«Un ángel es quien te salva de caer
enseñándote a volar», recordó Iris.
Y de inmediato pensó:
«Este lugar está lleno de ángeles».
Acto seguido, echó a andar de vuelta a
casa. Se sentía preparada para la
primera gran noche de amistad de su
vida.
La noche de los cuatro
deseos cumplidos
Mientras caminaban sin rumbo fijo,
Ángela le fue contando a Iris los
capítulos más dramáticos de su
existencia, que eran también los últimos:
—Siempre he sido una romántica
empedernida, soy incapaz de controlar
mis sentimientos. Sólo llevaba un mes
trabajando en la inmobiliaria y ya me
había enamorado de mi jefe. ¡Menudo
desastre! El empezó enseguida a
lanzarme indirectas, miradas de esas
cargadas de significado y a favorecer
que nos viéramos a solas con cualquier
excusa de trabajo. Una inmobiliaria es
un buen lugar para mantener citas
clandestinas con un compañero: hay
pisos disponibles por todas partes. Un
sábado por la mañana me citó en una
casa maravillosa de las afueras y, una
vez allí, me confesó que no estábamos
esperando a ningún posible comprador,
que me había pedido que le acompañara
porque estaba loco por mí, y no podía
soportar ni una hora más sin decírmelo.
¡Y yo mordí el anzuelo y caí en sus
brazos como una idiota!
Enfilaron una calle estrecha
iluminada sólo por algunas farolas
amarillentas.
—Por supuesto, no se me ocurrió
pensar que podía estar mintiendo. O que
tal vez estaba casado. Me pareció tan
sincero, tan romántico… ¡Todo aquello
era tan imprevisto! Yo nunca me había
enamorado de una manera así de
arrolladora. Ni siquiera sospechaba que
podía ser tan horrible y maravilloso al
mismo tiempo. Me tomó por sorpresa.
Pero lo viví al máximo, al menos de esto
no me arrepiento. Fueron dos meses
preciosos, de citas a todas horas, de
muchos detalles por su parte.
»El final también fue imprevisto y
demoledor. Creo que tuvo que ver con
nuestra última cita, cuando se me escapó
decirle que le iba amar toda mi vida,
que deseaba construir un futuro a su
lado. Hay hombres que no soportan
conjugar los verbos en futuro. Estoy
segura de que aquello le asustó. Claro,
era lógico: él está casado, aunque nunca
me hubiera hablado de ello. Y tiene dos
hijos. ¡Ellos sí son su futuro, aunque no
quiera!
»De pronto llegó un día a la oficina
convertido en otra persona. En
apariencia era el mismo, igual de
encantador, igual de guapo, pero ahora
se mostraba frío como el hielo.
Comenzó a tratarme como a otra
empleada más, ¡después de lo que
habíamos compartido! Durante quince
días he intentado soportarlo, y al
principio pensaba que podría. Me
propuse no perseguirle, no montarle una
escena. Al fin y al cabo, somos adultos,
y él no tenía ningún compromiso
conmigo. Fue problema mío no darme
cuenta antes…
»Pero esta tarde he perdido los
nervios. Le he visto tontear con una
chica nueva y no he podido soportarlo.
He entrado en su despacho y he hecho lo
que me prometí no hacer: le he ofrecido
un buen espectáculo, con lágrimas
incluidas. Creo que se ha sentido muy
incómodo, tanto que sin esperar me ha
dicho que se veía obligado a
replantearse mi continuidad en la
empresa, puesto que en los tres meses
que llevo allí no he vendido ni un solo
piso. Y lo peor es que tiene razón. El
trabajo no me interesa lo más mínimo, lo
único que me interesaba era él. De modo
que he aceptado el despido, el finiquito
y su palmadita en la espalda cuando me
ha dicho: «Estoy seguro de que
encontrarás un empleo que te llenará
más que éste. Te deseo toda la suerte del
mundo».
Ángela hizo una pausa —estaba a
punto de llorar— antes de decir:
—Seguro que nunca has conocido a
nadie más idiota que yo.
Iris se detuvo frente a ella y la
abrazó. Sin previo aviso, sólo porque
creía que su amiga lo necesitaba. Ante
aquella caricia inesperada, Ángela
comenzó a sentirse un poco mejor y
consiguió no echarse a llorar de nuevo.
El frío parecía ahora más intenso
que antes.
Frente a ellas, al otro lado de la
calle, la luz cálida de un local brillaba
como un reclamo. Las puertas estaban
cerradas, pero en el interior se veía
mucha gente, como si se celebrara una
fiesta.
—¿Entramos a curiosear? —
preguntó Ángela en cuanto se sintió más
tranquila.
No lo pensaron dos veces. Nada más
atravesar el umbral, se alegraron de
haberlo hecho. El local acogía una
actuación en directo. Un grupo formado
por un pianista, un guitarra y dos
cantantes —un chico y una chica—
ocupaba un pequeño escenario al fondo.
Caminaron entre la gente en busca de un
lugar para seguir el concierto, y lo
encontraron en un rincón junto a la
barra, donde Ángela pidió dos cervezas.
Iris cerró los ojos. Le encantaba
aquella sensación de sentir la música en
vivo. La llevaba muy lejos.
Se concentró en la canción:
Forget the past.
Forget what's next.
You are nowhere and
everywhere now.[8]
Disfrutaron de casi una hora de
concierto. Bebieron varios botellines de
cerveza, bailaron, incluso se atrevieron
a corear algunos estribillos a petición
del teclista. Cuando todo terminó,
aplaudieron a rabiar. Se lo habían
pasado en grande.
Afuera llovía con fuerza y hacía
mucho frío. Decidieron quedarse allí y
pedir otra ronda. Se sentaron a una mesa
mientras los músicos recogían sus
instrumentos.
—Es curioso, hasta hace poco
apenas había entrado en ningún bar —
dijo Iris— y ahora las cosas más
importantes de mi vida parece que
ocurren en ellos.
Ángela la escuchaba mientras bebía
pequeños
sorbos
de
cerveza
directamente del gollete de la botella.
—Yo también estoy en época de
cambios —continuó Iris— pero me da
miedo desaprovecharla por culpa de mis
miedos absurdos. Vivir me da pánico,
pero seguir como hasta ahora me resulta
insoportable. Además, no sé cómo
librarme de todos los recuerdos
dolorosos que conservo. Creo que me
estoy convirtiendo en una amargada de
treinta años.
Hablaron durante un buen rato más.
Antes de que el local cerrara sus
puertas, el encargado les dejó sobre la
mesa dos tazas de café recién hecho.
Sobre el plato reposaban dos
envoltorios plateados.
—Son galletas del porvenir. Debéis
leer con atención el mensaje del
envoltorio.
Les divirtió el juego, así que
desenvolvieron sus galletas y leyeron
los mensajes que estaban impresos en el
reverso del papel.
—Creo que el mío es en realidad
para ti —dijo Iris.
—Yo estaba pensando lo mismo —
repuso Ángela, leyendo su mensaje, que
ya había oído alguna vez—: La vida se
entiende mirando al pasado, pero sólo
puede vivirse mirando al futuro. Aquí
tienes la respuesta a lo que te ocurre. En
una galleta.
—Pues yo también tengo la solución
a tus problemas —dijo Iris, y leyó el
envoltorio—: No llores porque las
cosas han terminado; sonríe porque
han existido.
—Hemos intercambiado nuestros
destinos —rió Ángela—, ¡exactamente
lo que dijimos que íbamos a hacer!
—Yo de ti no cambiaría tu vida por
la mía. Créeme: es un asco —le advirtió
Iris.
—¡Yo opino lo mismo de la mía!
Las dos se echaron a reír a
carcajadas. Era el efecto del alcohol, y
las dos lo sabían, pero a pesar de todo
no podían evitar reír y reír, como si de
pronto se hubieran vuelto locas.
El encargado del local trató de
llamarlas al orden, pero fue inútil. Como
cuando se intenta evitar que un par de
adolescentes rían en mitad de un acto
serio, sólo consiguió espolear sus ganas
de reír más fuerte.
—Vamos, chicas, calmaos —les dijo
—. En unos minutos tendremos que
cerrar. Además, está nevando, por si no
os habíais dado cuenta.
Por los altavoces del bar había
comenzado a sonar una canción que
ninguna de las dos estaba en condiciones
de escuchar:
Dreaming with open eyes
is an art to be learnt
in the secret school of
twilight.[9]
Nadie come helados en
un día de nieve
La de ayer fue una noche mágica —
dijo Iris a Olivier nada más responder al
teléfono.
—¿Lo dices por la nieve?
—Entre otras cosas. Creo que ayer
los ángeles estaban por todas partes,
dedicados a enseñar a la gente a volar, o
a hacer realidad sus deseos. ¿Sabías que
hay gente que cree en estas cosas?
—Me gusta escucharte tan contenta.
Es estupendo, porque quería proponerte
ir a dar una vuelta. ¿Te animas? Después
de todo, la nieve siempre nos ha traído
buena suerte. Ya sé que prometí no
insistir, pero una nevada como esta no
cae todos los días.
—Completamente de acuerdo, pero
esta mañana no puedo, tengo algo que
hacer.
Sintió
que
su
respuesta
desilusionaba al insistente Olivier, así
que se apresuró a decirle:
—Pero tal vez podríamos almorzar
juntos en algún lugar incomunicado y
lleno de estalactitas.
Sus palabras causaron el efecto
deseado. Olivier soltó una risotada
nerviosa, como de alguien poco
acostumbrado a las proposiciones de
ningún tipo. Su voz sonó eufórica
cuando aceptó el plan y se despidió
hasta unas horas más tarde.
A pesar de que estaba de mucho
mejor humor —los últimos días habían
llegado cargados de acontecimientos—,
Iris aún tenía pendiente la visita a la
heladería El Centauro. Además, sentía
que no podía retrasarla por más tiempo,
como si lo que tuviera que ocurrir allí
fuera a cambiar las cosas. En aquel
momento no podía imaginar lo acertado
de sus presentimientos.
Se abrigó bien, se calzó las botas de
suela de goma y no olvidó la bufanda y
los guantes antes de lanzarse a las frías
calles cubiertas de blanco. La ciudad
estaba bella y desconocida, como si se
hubiera arreglado para una ocasión
especial.
Iris decidió caminar, disfrutando del
frío y del ambiente exaltado por la
novedad de la nieve. La dirección que
buscaba no estaba muy cerca, pero tenía
ganas de dar un paseo sin prisas.
Más extraño aún que caminar por la
ciudad mediterránea convertida en un
paisaje polar era dirigirse a una
heladería en un día tan gélido como
aquel.
El Centauro se hallaba en un
callejón estrecho cerrado al tráfico. En
un cartelón de madera, grandes letras
rojas anunciaban que había llegado al
lugar que andaba buscando. La persiana
estaba a medio bajar, pero en el interior
se veía luz.
A pesar de todo, Iris se acercó a la
puerta de metal y la golpeó tres veces
con los nudillos. Su llamada sonó como
el gong que anuncia el principio o el
final de algo.
Escuchó unos pasos enérgicos que se
acercaban. Un instante después, la
persiana se alzó gracias a un mecanismo
eléctrico y apareció ante Iris una mujer
de complexión fuerte y mejillas
sonrosadas.
—¿En qué te puedo ayudar? Está
cerrado.
—Estoy buscando al propietario.
—Soy yo, Paula.
—Encantada, soy Iris.
Se estrecharon las manos. La mujer
la miró entrecerrando un poco los ojos,
como si quisiera estudiarla antes de
confiar en ella. Se hizo a un lado y la
invitó a pasar.
—Pasa, no te quedes ahí, con el frío
que hace.
Iris entró y, tras sacudirse la nieve
de las botas, se quitó el abrigo. A sus
espaldas, la mujer volvió a bajar la
persiana y se dirigió a la parte de atrás
de la barra.
La heladería era un local amplio,
pintado de colores muy alegres. En el
mostrador se alineaban las cubetas con
los helados de distintos colores, y en las
estanterías había galletas, dulces y
chocolates de distintas formas. Todo
parecía muy nuevo. En un bote junto a la
caja, Iris descubrió docenas de
corazones de chocolate blanco como el
que la había guiado hasta allí.
—Íbamos a inaugurar hoy, pero con
este tiempo no creo que sea muy buena
idea —le explicó Paula.
—Es un lugar muy bonito —dijo
Iris, mientras empezaba a preguntarse
qué estaba haciendo allí.
—Me alegro de que te guste, porque
acabas de convertirte en la primera
clienta. ¿Qué te apetece tomar? Invita la
casa.
—Por favor, no quiero causarte
ninguna molestia.
Paula sonrió y negó con la cabeza.
—No es ninguna molestia, de
verdad. Vamos, dime, imagino que no te
apetece un helado. ¿Mejor un café? ¿O
un chocolate calentito? Con este frío, es
la mejor opción.
Iris no pudo negarse. Mientras
preparaba el inesperado desayuno,
Paula se interesó por saber cómo había
encontrado el local.
—Podríamos decir que fue una
recomendación de alguien que me
conoce muy bien. Me regaló esto —dijo
mostrándole el corazón de chocolate
blanco que había encontrado en el
almacén.
—Vaya. Debe de ser una persona
muy dulce. Seguro que le conozco. No
ha pasado tanta gente por aquí mientras
duraban las interminables obras.
Iris iba a preguntarle por las
personas que podían haber conseguido
uno de aquellos corazones cuando Paula
dijo:
—No puedes imaginar cómo estaba
este lugar. El incendio lo arrasó todo.
—¿El incendio? —se extrañó Iris.
—Claro, ¿no te enteraste? ¡Si hasta
salió en los periódicos! Cuando lo vi
por primera vez, era un sitio dantesco.
Pero gracias a eso pude pagarlo. Me lo
dejaron bien de precio a condición de
que abriera pronto, pero te prometo que
no fue fácil convertirlo en lo que estás
viendo.
Iris volvió a mirar a su alrededor,
maravillada porque no hubiera ni rastro
del fuego del que le estaba hablando
Paula.
—Ven, te voy a enseñar lo poco que
queda del desastre que encontré al
llegar.
Paula la invitó a pasar a la
trastienda. Allí se veía un muro de
ladrillos calcinados donde se abría un
horno de leña. Junto a él, en un enorme
recipiente de plástico, se amontonaban
fuentes y platos, casi todos rotos.
—Esto es todo lo que queda del
mejor restaurante italiano de la zona,
según los clientes. Era un lugar muy
querido en el barrio, espero que no me
odien sólo por ocupar el mismo espacio.
Fue entonces cuando Iris reparó en
la vajilla. Estaba decorada con dos
franjas, una verde y otra roja, los
colores de la bandera italiana. Y justo
en el centro, los mismos tonos formaban
unas letras que para ella cobraron un
significado inmediato y terrible:
CAPOLINI
Con el corazón acelerado, preguntó:
—¿Tienes idea de dónde está el
dueño del restaurante?
—No
sabría
decirte…
El
propietario no se atrevía a hablarme de
eso, como si temiera mi reacción. Pero
alguien me dijo que resultó herido. Al
parecer estaba aquí la noche del fuego.
No sé nada más, lo siento.
Iris regresó a la mesa donde
aguardaba la taza de chocolate y tomó su
bolso a toda prisa.
—Tengo que irme —anunció.
—Espero que vengas otro día,
cuando deje de nevar —la despidió
Paula.
Pero Iris apenas escuchó estas
palabras. De repente sentía muchas
ganas de llorar. Balbuceó una despedida
de agradecimiento y echó a andar hacia
su casa como una sonámbula.
Estaba a más de medio camino,
cuando se dio cuenta de que había
dejado el corazón de chocolate olvidado
sobre la mesa, pero no le importó. Al
contrario: le pareció lo más lógico.
Al fin y al cabo, no todos los lugares
son apropiados para extraviar un
corazón, ni siquiera si es de chocolate.
El pasado huele a
papel viejo
«Sólo los periódicos viejos y
las cartas enviadas
conservan de verdad el
pasado.»
Iris
leyó
la
inscripción
mientras
esperaba a que el responsable de la
hemeroteca, un hombre de camisa blanca
y lentes de pasta negra, le trajera lo que
acababa de pedirle.
El lugar olía a papel viejo y a polvo.
Los tomos con los periódicos más
antiguos se alineaban tras grandes
vitrinas que cubrían todas las paredes de
la sala. Los más modernos estaban en el
almacén, donde el encargado había ido a
buscar el suyo.
—¿Seguro
que
no
prefiere
consultarlo por Internet? —le preguntó
al entregarle los dos gruesos tomos.
—Seguro —respondió.
—Estaré en la sala de al lado. Si me
necesita, sólo tiene que pulsar el timbre
—dijo el hombre antes de desaparecer
tras las grandes puertas de madera.
Iris se quedó sola en medio de un
silencio compacto.
«Vamos allá», pensó, abriendo el
primero de los dos volúmenes. Y
empezó a leer los titulares de cosas
ocurridas siete meses atrás.
Fue una búsqueda bastante fácil: las
páginas que aquel periódico dedicaba a
las noticias locales eran de un color
distinto a las del resto. Sólo tuvo que
saltar de unas a otras hasta localizar el
suceso que estaba buscando:
Un incendio destruye
totalmente la Pizzería Capolini
En la madrugada de ayer,
un incendio accidental devastó
la
emblemática
Pizzería
Capolini. El fuego comenzó
poco después de que el
propietario cerrara las puertas
a las dos de la madrugada en
uno de los hornos de leña que
se utilizaban para cocer las
pizzas que tanta fama habían
dado al establecimiento. Las
llamas
se
extendieron
rápidamente por la cocina y
las paredes formadas por
placas de madera hasta
devorar todo el local.
Avisados por un vecino, los
bomberos tardaron media hora
en llegar, cuando los daños ya
eran irreparables.
En un principio se creyó
que no había que lamentar
víctimas, ya que el local
estaba cerrado al público y
con la puerta cerrada. No
obstante,
un
posterior
comunicado de los bomberos
informó de que el dueño del
restaurante, el italiano Luca
Capolini,
ha
resultado
gravemente herido en el
incendio.
Trasladado
de
urgencia al Hospital del Mar,
donde
permanece
con
pronóstico reservado, todo
apunta a que se había quedado
dormido en la parte trasera de
su negocio cuando las llamas
empezaron a extenderse.
Sobre el titular, una fotografía
mostraba cómo era la pizzería antes de
que el fuego la destruyera: un par de
ventanales enmarcaban una puerta
coronada por una bandera italiana sobre
la que se leía el apellido de Luca. Uno
de esos lugares que la gente suele
asociar con la buena mesa y la diversión
compartida.
Iris llegó sin aliento al final del
artículo. Se sentía perdida. No entendía
nada. ¿Cómo era posible que Luca no le
hubiera contado nada de aquello? Ni
siquiera le había mencionado el
incendio. ¿Y qué macabra casualidad
había ordenado que le trasladaran al
mismo hospital donde fueron llevados
sus padres después del accidente?
Sólo entonces se le ocurrió mirar en
la cabecera del periódico el día exacto
en que había ocurrido todo: ocho de
noviembre.
Se echó a llorar como una niña. No
podía contenerse. Huyó de la
hemeroteca dejando el enorme volumen
abierto sobre la mesa y la silla
descolocada.
Una vez en la calle, detuvo un taxi y
pidió al conductor que la llevara al
Hospital del Mar.
«Sólo es una coincidencia, no
debería ponerme así», se repetía una y
otra vez, mientras veía pasar la ciudad
tras las ventanillas del coche.
Descubrir que el accidente de la
pizzería de Luca se había producido
exactamente el mismo día que la muerte
de sus padres, y casi a la misma hora, le
provocaba una angustia indescriptible.
Cuando ya divisaba a lo lejos la
silueta del hospital, recordó el cartel
que había leído en la hemeroteca. Y se
dijo:
«Tal vez va siendo hora de hacer que
el pasado se largue de una vez.»
Atravesar el umbral
de la verdad
Nunca
lograremos sonreír en los
lugares donde hemos sido muy
desdichados.
El Hospital del Mar era para Iris
uno de esos lugares. Recordaba como si
fuera ayer la madrugada fatídica, cuando
recibió aquella terrible noticia:
—La llamo del Hospital del Mar.
Sus padres han sufrido un accidente de
tráfico y han ingresado en el centro hace
apenas una hora.
Entre el duermevela y el sobresalto,
Iris sólo atinó a preguntar con un hilo de
voz:
—¿Se encuentran bien?
Y comenzó a temer lo peor cuando la
voz al otro lado dijo con tono
compungido:
—Preferiría darle esa información
en persona.
Fue el trayecto más angustioso de su
vida. En medio de la incertidumbre y
con el peor de los presentimientos. Por
primera vez la asaltaban una sensación
de vacío y pérdida absolutos. En su
cabeza, una voz interior no dejaba de
repetir: «No voy a llegar a tiempo, no
voy a llegar a tiempo».
En ese momento no sospechaba que
gran parte de aquellos sentimientos iban
a tardar mucho tiempo en abandonarla.
Nada más conocer a la doctora de
guardia se confirmaron sus peores
sospechas. Nunca más vería con vida a
sus padres. Habían muerto poco después
de ingresar en el hospital, juntos, como
lo habían hecho todo en la vida.
Aquellos recuerdos le oprimían la
garganta ahora que volvía a pisar el
lugar.
En el mostrador de información
preguntó a una enfermera huraña dónde
llevaban a
los
enfermos
con
quemaduras. La mujer contestó:
—¿Viene a ver a un familiar?
—Sí —mintió ella.
—Pregunte a la enfermera del final
del pasillo —y señaló a su derecha.
Cuando llegó al lugar indicado,
encontró a otra enfermera tan antipática
como la anterior, a quien repitió la
pregunta.
—¿Cómo se llama la persona a
quien desea ver? —preguntó la
enfermera, una mujer mayor con bolsas
muy marcadas bajo los ojos, que llevaba
un uniforme verde.
—Luca Capolini —dijo Iris, y
añadió—: Seguramente ya le han dado
el alta.
Iris no tenía duda de esto, puesto que
había conocido a Luca semanas después
del accidente del que hablaba el
periódico. Las quemaduras no podían
ser muy graves —probablemente habría
sido ingresado por asfixia—, puesto que
no recordaba haber visto ninguna marca
en su rostro o en sus manos.
Sin embargo, aquel hospital donde
había estado ingresado era la única pista
de la que disponía para llegar hasta él.
La mujer tecleó el nombre y miró la
pantalla achinando un poco los ojos.
—¿Seguro que es ese nombre? —
preguntó.
—¿No le consta?
La enfermera la miró por encima de
las gafas.
—Espere un momento —dijo y, acto
seguido, desapareció por la puerta de un
despacho contiguo.
Iris se quedó sola con su
desasosiego, preguntándose qué diablos
pasaba. Estuvo tentada a mirar la
pantalla, pero su prudencia se lo
impidió. La enfermera no tardó en
volver a salir y le pidió:
—Venga conmigo, por favor.
La siguió obedientemente, a lo largo
de otro pasillo interminable, hasta una
sala de espera de paredes blancas
repleta de mullidos sillones.
—Espere un minuto, enseguida
vendrá el médico —la informó la
enfermera antes de desaparecer y
dejarla sola.
Iris
se
sentó
a
esperar,
desconcertada y nerviosa. De pronto se
sentía ridícula de estar allí. ¿Qué haría
si daba con el paradero de Luca?
¿Preguntarle por qué se había marchado
sin despedirse? ¿Confesarle que estaba
enamorada de él? Negó con la cabeza,
mientras por dentro pensaba: «No puedo
actuar guiada por simples corazonadas,
tengo que aprender a no hacerlo».
Mientras miraba distraída hacia la
puerta, le pareció ver pasar una figura
delgada y distinguida, de larga melena
canosa. Llevaba bata blanca, pero por
debajo sobresalía su ropa raída de otras
veces. Era el mago, estaba segura. Pero
cuando ella salió al pasillo para verle
mejor, se había esfumado, lo mismo que
un espejismo.
«¿Me estaré volviendo loca?», se
preguntó en el mismo instante en que
llegaba el médico.
—¿Es usted Iris? Me han dicho que
ha preguntado usted por el señor
Capolini. ¿Es algún pariente suyo?
—No. Somos amigos.
—Comprendo. Siéntese, por favor.
Creo que hay cosas que no sabe.
El médico, un hombre de mediana
edad de barba rasurada y ojos muy
azules, tenía un aspecto afable y cercano
que la ayudó a tranquilizarse un poco.
—Debo admitir que estoy un poco
desconcertado —le dijo el doctor—,
porque el señor Capolini estuvo aquí un
tiempo sin que se interesaran por él.
Llegué a pensar que no tenía a nadie, lo
cual, por supuesto, me pareció muy
triste. Nadie se merece estar
completamente solo en los peores
momentos, ¿no cree?
—Por supuesto que no —dijo Iris.
—De modo que considero su visita
una bendición. Aunque ya sea tarde, es
bueno saber que alguien le echa de
menos.
—¿Aunque sea tarde? —preguntó
ella sin entender nada.
—Esta es la parte más dolorosa: la
de la verdad que no puede disfrazarse.
El médico buscó sus ojos con la
mirada y depositó una mano sobre las
suyas. No parecía muy acostumbrado a
dar malas noticias. O tal vez nadie se
acostumbra del todo a eso.
—El señor Capolini murió hace dos
semanas —le informó el médico.
Iris meneó la cabeza.
—Pero… no puede ser. ¿Dos
semanas? No —negó con la cabeza,
rotunda—. Es imposible.
El médico siguió explicando:
—Su cuerpo terminó por rendirse,
aunque cuando ingresó ya había muy
pocas esperanzas. Poca gente sobrevive
a un coma prolongado. Ni siquiera la
gente todavía joven, como él.
Los ojos de Iris se inundaron de
lágrimas.
—Lo siento mucho, de verdad. Ojalá
pudiera darle mejores noticias.
—¿Qué día… qué día murió?
—Fue un domingo por la tarde. El
primero después de las fiestas de
Navidad.
Iris recordaba perfectamente aquel
domingo. Fue el día en que su vida
comenzó a cambiar. El día que conoció
a Luca en El mejor lugar del mundo es
aquí mismo. Cuando un ángel la salvó
de saltar desde el puente sobre las vías
del tren. Recordaba perfectamente a qué
hora fue.
—Déjeme adivinar —dijo ella con
un temblor en la voz—. Murió a las
cinco de la tarde.
—Exactamente. Yo mismo firmé el
certificado de defunción.
Iris sintió que necesitaba salir de
allí. Se despidió del médico a toda
prisa, después de proferir un «gracias
por todo» imperceptible. Tenía tanta
urgencia por alcanzar la salida y sentir
el aire fresco en las mejillas que apenas
escuchó lo que le decía el amable
facultativo:
—Alguien que tiene quien le llora ya
no está tan solo.
Iris echó a andar por el pasillo como
una sonámbula. El corazón le latía con
más fuerza que nunca y las lágrimas le
nublaban el camino.
De repente sintió que la cabeza
comenzaba a darle vueltas y pensó que
debía sentarse. A su derecha vio la
entrada de unos baños. Sin pensárselo
dos veces, empujó la puerta.
El lugar se hallaba en una penumbra
que le resultó agradable. Fue directa al
lavamanos y se refrescó la cara con agua
fría. Rehuyó su imagen en el espejo
porque no tenía ganas de verse la cara.
Se sentó en un banco que encontró en un
rincón, cerró los ojos y respiró
profundamente.
«Sólo será un momento», se dijo.
Enseguida comenzó a sentirse mejor,
como quien se aleja del mundo. O como
quien está a punto de comprender las
cosas más complejas de la vida.
La felicidad es un
pájaro que sabe volar
«Hola, Iris, soy yo: Luca. No abras
los ojos. No te muevas. Hay cosas que
suceden sólo en el presente, ¿recuerdas?
Como la historia que quiero contarte. Es
la historia de un final, pero está
prohibido ponerse triste. No es un
drama, sino todo lo contrario. Voy a
contarte cómo la belleza puede llegar en
el último momento, cuando ya has
renunciado a encontrarla. De modo que
esta es una historia alegre.
»Imagina que entras en una
habitación donde un hombre joven que
además es tu amigo está viviendo los
últimos minutos de su vida. Imagina que
le agarras de la mano, le deseas lo
mejor, derramas una lágrima por él y le
dices con sinceridad, con el corazón
hecho pedazos, que vas a echarle de
menos. Imagina que sólo un segundo
después, tu amigo muere. No abre los
ojos, pero tú sabes que se ha despedido
de ti, porque te ha parecido notar que su
mano apretaba un poco la tuya. Ha sido
un gesto cálido, aunque apenas se
pudiera notar. Tú sabes ahora que estas
últimas palabras tuyas le han ayudado a
marcharse más tranquilo e infinitamente
más feliz.
»Aunque ahora no puedas saberlo,
ese hombre fue un ser arrogante con sólo
dos fijaciones en la vida: las mujeres y
el dinero. A lo largo de su existencia,
decepcionó a todos los que se acercaron
a él, comenzando por sus padres,
quienes durante muchos años esperaron
la mejor noticia que podría haberles
dado: la de que les echaba un poco de
menos. A pesar de que no hizo nada por
merecerlo, en el amor tuvo más suerte
que la mayoría. Conoció a una chica
estupenda, que le quería de verdad, pero
no fue capaz de reconocer la fortuna que
significaba haber tropezado con alguien
como ella.
»De modo que cuando murió estaba
solo, en compañía de una enfermera que
aquella noche estaba de guardia, a quien
nunca había visto antes. Lo último que
pensó, mientras le parecía caminar por
un túnel muy largo hacia una luz muy
brillante fue: "Me hubiera gustado que
alguien sintiera mi muerte, que alguien
me llorara". Un pensamiento que en otro
tiempo le habría hecho sonrojar de
vergüenza y le habría parecido propio
de otros, pero no de él. Y a continuación
se dijo: "Ya de nada sirve lamentarse, es
tarde para todo".
»Pero la parte más importante de su
historia estaba a punto de comenzar, por
muy sorprendente que resulte. El no
estaba solo. En el túnel había más gente.
Enseguida se acercó a un matrimonio
maduro, un hombre y una mujer de
aspecto sereno, aunque sin embargo
parecían muy tristes. Le contaron que su
coche se había empotrado contra un
enorme camión. Habían sido trasladados
al hospital, donde habían muerto.
»Era extraño escuchar sus voces. No
sonaban como en el mundo real, sino
que más bien parecían provenir del
mundo de los sueños, como si fueran un
producto de su imaginación. De esta
forma, habían oído contar, se cuelan los
muertos en el mundo de los vivos.
Aquellas personas le explicaron que no
lamentaban marcharse, sino tener que
hacerlo sin despedirse de la persona a
quien más querían en el mundo, su única
hija, Iris.
»—Quienes se van sin despedirse
nunca se van del todo —dijo el hombre.
»—Y para ser feliz hay que dejar
marchar a los muertos. Y retener a los
vivos —añadió la mujer.
»Su voz sonó muy triste cuando
dijeron, casi a la vez:
»—Para nuestra hija, la felicidad ha
sido siempre como un pájaro. Teme
asustarla y que eche a volar.
»Al hombre joven que acababa de
morir le quedó clara una cosa: aquellas
dos personas, que habían pasado toda su
vida una al lado de la otra, estaban
ahora unidas en ese deseo de la
felicidad de su hija. ¡Qué suerte tener
algo en común incluso más allá del
mundo de los vivos!
»Luego ambos se esfumaron. O él
dejó de oír sus voces. Nada estaba muy
claro en aquella extraña duermevela.
»De ese encuentro fantasmal, el
hombre joven aprendió la lección más
importante de su vida. Supo que su paso
por el mundo había carecido por
completo de sentido, porque no había
nadie a quien hubiera hecho feliz. Y
deseó lo imposible: quiso haberse dado
cuenta antes para tener ocasión de
enmendarlo.
»Entonces ocurrió algo aún más
extraño. Sin saber cómo, se encontró en
un lugar donde la magia aún parecía
posible. Allí encontró a una mujer de
corazón generoso. En cuanto ella le dijo
su nombre, comprendió que se le ofrecía
una segunda oportunidad y que debía
aprovecharla. No era sólo suya: serviría
también para cumplir el último deseo de
aquellos padres preocupados por la
felicidad futura de su única hija. Cuando
terminara, se alejaría para siempre. Por
eso se propuso hacerlo lo mejor que
pudiera, aunque nunca sabría del todo
cómo le había salido. Tú debes decir
ahora si lo hizo bien o si, por el
contrario, fracasó una vez más.
Iris tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Fueron
ellos
quienes
te
enviaron… —se oyó decir, como si su
voz llegara de un lugar muy lejano.
—Y tú les dejaste marchar
tranquilos. Y a la vez me salvaste a mí.
Quería darte las gracias, antes de decirte
adiós.
—¿Te vas?
Pero no hubo respuesta. De pronto
Iris escuchó que la puerta del baño se
abría. Alguien encendió la luz.
Deslumbrada, miró hacia el enorme
carrito de la limpieza que avanzaba
frente a ella, empujado por una mujer
más bien gruesa y vestida con una bata
azul.
—Lo siento… —balbuceó la
desconocida, antes de fijarse mejor en
su cara y preguntar—: ¿Se encuentra
usted bien?
—Sí, sí… —Iris se levantó a toda
prisa—. No sé qué me ha pasado. Me
había mareado un poco, pero ya me
encuentro mucho mejor.
El aire frío la devolvió al mundo
real mientras se secaba de las mejillas
las últimas lágrimas.
Pidió al taxista que recorriera el
paseo junto al mar. Quería ver el
apartamento al que la había llevado
Olivier. Deseaba aproximarse a la
felicidad,
pero
despacio,
sin
precipitarse.
«No vaya a echar a volar nada más
verme», pensó antes de proseguir su
regreso a una casa que ya no sentía
como suya.
Meter la vida en cajas
de mudanza
«Iris,
querida,
soy
Ángela.
¿Te
acuerdas de aquel señor tan alto que
vino a ver tu casa, uno que era alemán?
Me ha llamado para decirme que quiere
comprarla. Está de acuerdo con el
precio y tiene bastante prisa. El pobre
no sabía que ya no trabajo para la
inmobiliaria. En fin, el idiota de mi ex
jefe te llamará para contártelo. Yo sólo
quería ofrecerme por si necesitas que te
ayude a hacer cajas. Que sepas que soy
toda una experta en embalar la vida y
marcharme a otra parte. ¡Ah, y
enhorabuena!» El segundo mensaje era
de la inmobiliaria: una voz masculina
que, con un tono serio y neutral, le
comunicaba lo que acababa de escuchar
de voz de Ángela, para luego añadir:
«El cliente desea volver a ver el
piso antes de encargar los muebles. Por
nuestra parte, esperamos su llamada
para comenzar con el papeleo.» El
último mensaje era de Olivier. Su voz no
estaba nada animada.
«Hola, princesa. Ya sé que uno de
mis defectos es no darme cuenta de que
me pongo pesado. Lo siento mucho, no
quería que te hartaras de mí tan pronto.
Sólo quería decirte que si he insistido
tanto es porque me pareces una mujer
tan diferente a las que he conocido, tan
especial que… ¿Ves? ¡Ya estoy otra vez!
Si es que no aprendo ni cuando me dejan
plantado… En fin… Cuídate mucho y sé
feliz. El mundo sería un lugar mucho
más triste sin ti.» El mensaje de Olivier
aceleró los latidos de su corazón. Con
todo lo que le había ocurrido aquel día,
no había recordado su cita para comer.
De pronto le imaginó esperando durante
horas frente a su portal, preguntándose
qué habría pasado y —como acababa de
escuchar— extrayendo sus propias
conclusiones, antes de finalmente darse
por vencido. Precisamente ahora, que
ella comenzaba a sentir algo por él…
«Y a pesar de todo, ha encontrado
palabras amables», pensó Iris, con
admiración.
Pero antes de ocuparse de Olivier
había algo urgente que debía resolver.
Totalmente decidida, marcó el número
de la inmobiliaria y preguntó por el jefe.
Contestó la misma voz monótona que le
había dejado el mensaje que acababa de
escuchar. Iris se esforzó mucho en que
no le temblara la voz al decir:
—Deseo que la misma agente que
enseñó el piso la primera vez sea quien
acompañe al cliente en esta visita.
Empleando su tono de hombre
seguro, el propietario de la inmobiliaria
le explicó que la persona a la que se
refería ya no trabajaba allí, pero que
amablemente otro agente se encargaría
del asunto.
Iris no le dejó terminar:
—No me parece justo que lo haga
otra persona. Esa chica, no recuerdo su
nombre…
—Ángela —dijo él.
—Exacto, Ángela. Creo que lo hizo
muy bien. No estaría bien dejarla al
margen. El mérito es de ella.
Ahora la voz del hombre sonó
ligeramente alterada. Comenzaba a
ponerse nervioso.
—Lo siento, pero eso no va a ser
posible. Ya le he dicho que Ángela ya no
trabaja aquí.
—Entonces, prefiero no vender el
piso. Dígale a su cliente que he
cambiado de opinión. Buenas tardes —y
colgó el teléfono.
No estaba acostumbrada a ser tan
brusca y las manos le temblaban, pero
estaba convencida de que la jugada le
saldría bien y lograría que Ángela
recibiera lo que le correspondía.
Además, por supuesto, de la llamada del
hombre por culpa del cual se había
quedado sin trabajo.
Esperó por si el teléfono volvía a
sonar, pero no lo hizo. A su lado, Pirata
miraba a su dueña interrogativamente
mientras Iris observaba el aparato.
Parecía preguntarse qué diablos estaban
haciendo.
—Ahora es tu turno —le dijo al
perro, sujetando la correa—, vamos a
dar un paseo, pero tendrá que ser corto.
Pirata se conformó con aquella
vuelta que apenas le bastó para estirar
un poco las patas y hacer sus
necesidades a todo correr. Cuando
regresaron a casa, pocos minutos más
tarde, pareció comprender que era un
día muy ajetreado y que su dueña debía
atender otros asuntos.
Iris se encerró en el cuarto de baño y
se dio una ducha reparadora. Mientras
se arreglaba para salir, sonó el teléfono.
Era Ángela:
—¿Se puede saber cómo lo has
hecho?
—¿A qué te refieres?
—¡Me ha llamado! Para disculparse
y para decirme que la venta de tu piso
debo terminarla yo. ¡Me resisto a pensar
que no has tenido nada que ver!
Iris fingió voz de sorpresa:
—¿Yo? No, absolutamente nada.
Supongo que se habrá arrepentido. ¿No
dicen que los hombres siempre terminan
por volver?
Ángela parecía albergar sus dudas
acerca de lo que estaba escuchando:
—¿Me dejas que te invite a cenar,
para agradecértelo? —preguntó.
—Esta noche tengo otros planes —
repuso Iris—, pero hay un favor más que
quiero pedirte.
—Dispara. La respuesta es sí.
—¿Todavía tienes las llaves del
almacén que visitamos?
—Casualmente, sí. Como mi querido
jefe me despidió aquel mismo día, ni
siquiera me acordé de devolverlas.
—No sé por qué, lo imaginaba—
dijo Iris—. ¿Te importará si…?
Ni siquiera la dejó terminar:
—¡Hecho! ¿Cuándo vamos para
allá?
—¿Esta madrugada tienes algo que
hacer? ¿A eso de las dos?
Ángela sonrió al otro lado.
—Eres la persona más rara que he
conocido, pero cuenta con ello. Por una
amiga como tú vale la pena trasnochar.
Iris terminó de arreglarse a toda
prisa mientras por su cabeza no dejaba
de revolotear la palabra que había
pronunciado Ángela: «amiga». Era la
primera vez que alguien la consideraba
tal cosa y, no sabía por qué, eso la hacía
inmensamente feliz.
Pirata, resignado, la miraba de
reojo tumbado en el suelo mientras
dejaba escapar largos bufidos. Entendía
que aquella no iba a ser precisamente
una plácida noche en compañía.
Ya en el recibidor, con las llaves en
la mano, Iris se volvió a mirarle y le
dijo con una sonrisa radiante:
—Deséame suerte.
Y casi había cerrado la puerta
cuando la volvió a abrir y añadió:
—Igual tardo un buen rato en volver.
Te doy permiso para orinarte en esa
vieja alfombra fea, así no tendremos que
llevarla al piso nuevo —le dijo mientras
le acariciaba la cabeza.
Antes de bajar a la calle, Iris echó
un último vistazo a su casa y entendió
que la única parte de su vida anterior
que le apetecía meter en las cajas de la
mudanza eran aquel perro paciente y a sí
misma.
Ya sólo le faltaba Olivier para que
todo fuera perfecto.
La búsqueda de la
eterna perfección
—Imaginaba que te encontraría aquí
—dijo Iris, cuando Olivier contestó al
portero automático de la perrera—. Si
aceptas mis disculpas, te invito a cenar.
—Claro, princesa. Bajo enseguida.
Olivier parecía abatido. Sus ojos
brillaban menos que otras veces, y su
sonrisa parecía más forzada que de
costumbre.
—He sido una idiota. Estaba tan
empeñada en buscar a lo lejos que había
olvidado que la felicidad puede estar
muy cerca.
—Hay un haiku de Fusei que apunté
en Osaka y que siempre me ha gustado
mucho: «Cerezos en la noche / Cuanto
más me alejo / Más vuelvo a mirarlos».
Por cierto, ¿sabes qué son los haikus?
—¡Por supuesto! —replicó Iris—
Incluso he escrito alguno.
Aquello
pareció
divertir
al
veterinario. Su expresión dejó de ser tan
gris.
—¡Nunca dejarás de sorprenderme!
Esto se merece otra visita a un japonés.
Uno muy especial. ¿Estás preparada?
Olivier le llevó hasta el centro de la
ciudad, donde dejaron el coche en un
aparcamiento. Luego se adentraron por
las estrechas callejuelas de la ciudad
escondida, aquella que jamás recorrían
los turistas, y donde incluso los
lugareños temían entrar. En una de ellas,
tras un recodo, distinguieron una
sencilla puerta de madera custodiada
por un farolillo rojo de papel.
—Es aquí. Ni siquiera tiene nombre.
A los dueños les gusta que los habituales
lo llamemos Himitsu, que significa
«secreto». Más que un restaurante, es
una hermandad escondida. Aquí todos
nos conocemos.
Nada más entrar, Iris entendió que
aquel era un lugar diferente a todos.
Olivier le indicó con un gesto que se
descalzara y dejara los zapatos junto a
la puerta. Acto seguido, él saludó con
una pequeña reverencia a una anciana
japonesa que aguardaba en el pequeño
vestíbulo. La siguieron hasta un diminuto
salón donde sólo había tres mesas de
madera, una de las cuales estaba
ocupada por otra pareja.
De la pared colgaban grabados
japoneses en los que se representaba la
bravura del océano y la nieve sobre el
monte Fuji.
—He decidido alquilar el piso que
me enseñaste —anunció Iris—. Siempre
que tu amigo mantenga su oferta, claro.
Tenías razón: es el lugar de mis sueños.
Olivier sacó el teléfono móvil y
llamó a su amigo, el propietario. Dos
minutos después, el piso era suyo.
—Te ayudaré con la mudanza —
dijo, entusiasmado—, ¡se me dan muy
bien!
Iris pensó que era la segunda
persona que se ofrecía para algo tan
desagradable en menos de dos horas.
Alguien que tiene dos amigos dispuestos
a ayudarle en una mudanza ya no puede
decir que está solo.
—No voy a llevarme casi nada, así
que no habrá mucho que embalar. Pienso
seguir el consejo que me dio un reloj.
Olivier se mostró sorprendido.
Iris rescató del bolso el viejo reloj
parado en las doce en punto y lo dejó
encima de la mesa.
—Es un reloj mágico. Funciona y no
funciona al mismo tiempo. Dentro lleva
una inscripción que dice: Abandona el
pasado y el presente arrancará. Es un
cacharro muy misterioso, ¿no crees?
Olivier acercó el reloj a su oído:
—Hace ruido.
—Un ruido que llega de otro mundo
—recordó Iris.
—O tal vez de algún lugar remoto de
éste, como el restaurante donde estamos.
La anciana que les había atendido en
la entrada dejó sobre la mesa dos sopas
de miso y un plato repleto de vainas
verdes.
—Es edamame —explicó Olivier—,
el aperitivo preferido de los japoneses.
Parecen judías verdes, pero en realidad
son habas de soja. Se come sólo lo de
dentro.
Iris imitó a su acompañante. Tomó
una de aquellas vainas y la presionó con
los dientes hasta que salió un haba de un
color verde muy brillante. Estaba
caliente y ligeramente salada.
—En Japón es muy común sentarse a
ver la tele con un plato repleto de esta
verdura —siguió Olivier, mientras se
llevaba otra a la boca—. Desde luego,
es mucho más sano que las palomitas de
maíz. Por cierto, ¿no habías dicho que
tenías tres buenas noticias que darme?
Sólo me has contado lo del piso.
¿Cuáles son las otras dos?
—La segunda es que sólo me quedan
por cumplir dos de los puntos de mi
lista. La cerveza Ebisu me trajo buena
suerte, como dijiste.
Olivier levantó la mano para llamar
a la camarera y le dijo con evidente
buen humor:
—Necesitamos con urgencia dos
cervezas Ebisu.
Luego se volvió hacia Iris y añadió:
—Hay que brindar por los dos
puntos de tu lista que aún no se han
cumplido. ¿Cuáles son, por cierto?
Iris percibió que del rostro y la voz
de Olivier se había esfumado todo rastro
de pesadumbre. Ahora parecía más
joven de lo que era, casi como aquel
chico al que conoció en el albergue de
montaña siendo ella adolescente.
Las cervezas comparecieron en la
reunión junto a dos vasos de cerámica
oscura.
—Me falta teñirme el pelo de rojo
—rió Iris.
Olivier levantó su vaso.
—Brindo por los días contados de tu
pelo
castaño,
entonces
—dijo
teatralmente mientras tintineaban los
vasos y ambos tomaban un sorbo—. ¿Y
cuál es el otro?
Iris bajó la mirada.
—El último, me lo reservo. Aunque
tal vez llegues a descubrirlo.
—¡Me encantan los secretos! —se
entusiasmó Olivier—. ¿Cuándo me lo
vas a decir?
Durante el resto de la cena hablaron
de mil cosas, mientras saboreaban
algunos rollos de arroz con salmón y
unas delicadas lonchas de atún crudo.
Cuando retiraron el último bol, Iris
habló como una experta en comida
japonesa antes de guiñarle el ojo:
—Ahora nos falta el té. El final que
siempre llega, como la muerte.
—Exacto.
Junto a dos tazas rústicas, cada una
de un color diferente, la mujer dejó
sobre la mesa una tetera de hierro
colado.
Olivier comenzó a llenar la taza de
Iris muy despacio, mientras le contaba:
—¿Sabías que en Japón se considera
que aprender lo necesario para llevar a
cabo la ceremonia del té puede llevar
toda una vida?
Iris arqueó las cejas, sorprendida.
—Una ceremonia bien hecha se
alarga hasta cuatro horas. Y no sólo
comprende el té, sino también una
comida ligera, un adorno floral y un
complicado código de posturas y
respuestas. En algún sitio leí que el
creador de este ritual vivió en el siglo
XVI. ¡Debía de tener mucho tiempo! Se
llamaba Rikyû, creo recordar, y es suya
la frase que sintetiza la ceremonia: «Un
encuentro, una oportunidad». Este
maestro afirmaba que cada vez que
tomas el té con alguien vives una
ocasión única y especial, algo que nunca
volverá a repetirse del mismo modo. En
eso radica su belleza.
—Entonces, ¿sólo lo único puede
ser hermoso? No me parece justo.
—¡Todo es único! Si te fijas, en la
naturaleza nada es perfecto: lo natural es
asimétrico y tiene fecha de caducidad. Y
nada es completo, todo se está cociendo
constantemente en la gran olla de la
realidad. Aquí no hay nada terminado, y
en eso radica la belleza de la vida según
los japoneses: el arte de la
imperfección. Lo denominan wabi-sabi.
Es lo imperfecto, lo temporal y lo
incompleto. Todo lo que merece la pena
es wabi-sabi.
—Veo que no sólo estudiaste
veterinaria en Osaka —comentó Iris
admirada—. Ponme un ejemplo concreto
de wabi-sabi. ¿Esta tetera lo es?
—Más bien lo son estos boles —
Olivier mostró las tazas para el té—.
Están hechos con arcilla natural. Su
superficie es irregular y se gastan con el
uso, pero eso los hace más hermosos.
Son wabi-sabi.
—Como esta cena —susurró Iris.
Olivier miró a Iris directamente a
los ojos y fue como si el tiempo se
detuviera. Como si de pronto al mundo
entero le ocurriera lo mismo que al
viejo reloj, que seguía sobre la mesa. El
corazón de Iris se desbocó. Experimentó
la maravillosa sensación de que, al
mirarla de aquella forma, Olivier estaba
conociendo su alma y le estaba
ofreciendo la suya.
—¿Recuerdas lo que te dije la
última vez, cuando te comparé con un
bol de arroz blanco? —dijo él—. Te
expliqué que era valioso por su natural y
delicada simplicidad, capaz de captar
todos los sabores de la vida. El arroz es
como tú. Eres wabi-sabi, princesa.
Wabi-sabi en estado puro.
Dicho esto se observaron un buen
rato en silencio, electrizados de
emoción. Fue como si la mirada les
llevara al beso. El mundo desapareció
mientras sus labios permanecían juntos.
Al separarse, aún con el pulso
acelerado, Iris le dijo:
—Tengo algo para ti. Es muy
sencillo, pero expresa todo lo que
siento.
De su bolso sacó una hoja de papel.
Olivier lo abrió y leyó:
La pluma en la derecha.
El corazón a la izquierda.
Y tú por todas partes.
—El papel está arrugado —dijo
Olivier sosteniéndolo como si fuera un
tesoro.
—Ha recorrido un largo camino
hasta encontrar a su verdadero dueño.
Antes de que él pudiera contestar
nada, Iris volvió a besarle y añadió:
—Ya sólo me queda por cumplir un
deseo.
La vida es una calle de
sentido único
—¿Antes de cerrar para siempre
aquella etapa de su vida llena de
descubrimientos y emociones, aún le
quedaba regresar a un sitio muy
especial.
Se encontró con Ángela junto a la
esquina donde había estado El mejor
lugar del mundo es aquí mismo. Tenía
muchas cosas que contarle, pero dejó
para más tarde las noticias y le
preguntó:
—¿Verdad que me dijiste que antes
habías sido peluquera?
—Exacto.
—¿Tú podrías teñirme el pelo de
rojo? ¿Crees que me quedaría bien?
—¡Te quedaría perfecto! Qué buena
idea. Mañana mismo compraré el tinte
—dijo Ángela, mientras abría la puerta
del almacén con una gran llave oxidada.
Cuando iba a pasar al interior, su
amiga la detuvo:
—¿Te importa si entro yo sola? —
preguntó Iris—. Necesito volver a…
—No me des explicaciones —la
interrumpió—. Entre tú y yo no son
necesarias. Te espero aquí. ¡Si me
necesitas, silba!
La vieja nave estaba iluminada sólo
por la luz que se filtraba a través de las
farolas de la calle. De nuevo se
sorprendió al no encontrar ningún
vestigio del café donde tan buenos ratos
había pasado con Luca, aunque ahora
sus sentimientos eran muy distintos a las
otras veces.
El polvo del suelo crujía bajo sus
pasos, cuyo eco resonaba en las paredes
del local. El almacén estaba tan
abandonado como en la última visita,
pero esta vez no encontró ninguna mesa,
ni la esperaba ninguna taza de chocolate
caliente. Tampoco encontró la estantería
repleta de paquetes con «cuentas
pendientes».
Iris se detuvo en mitad de aquel
paisaje vacío y esperó unos segundos.
No ocurrió nada. Contó hasta diez, hasta
veinte, hasta cincuenta, hasta cien… Se
resistía a marcharse con las manos
vacías. Hasta que se cansó de contar y
se sintió un poco ridícula. La oscuridad
se difuminaba a medida que sus ojos se
acostumbraban a estar allí. El silencio
era tan espeso como la última vez, y
sólo el sonido diminuto que emitía su
reloj mágico conseguía romperlo.
De repente, se sintió decepcionada.
Había ido hasta allí en balde. Nada iba
a ocurrir. ¡Qué tonta había sido de creer
lo contrario!
Echó un último vistazo al local, a
modo de despedida, y acto seguido
comenzó a andar hacia la puerta. Seguro
que Ángela le haría mil preguntas y ella
no tendría ninguna respuesta que
ofrecerle.
Ya casi había alcanzado el picaporte
cuando la sobresaltó una voz penetrante:
—¿Has descubierto ya qué es lo que
siempre ocurre en el presente?
Hubiera reconocido aquella voz
entre mil. Pertenecía al mago. Su melena
blanca refulgió de pronto en mitad de la
negrura.
—¿Además de la magia? —preguntó
Iris, feliz de volver a encontrarle.
—Mucho más importante.
—Más importante que la magia sólo
es la felicidad.
—¡Bingo! —exclamó, mientras de
muy lejos llegaba un sonido parecido al
de unos platillos—. ¡Señoras y señores,
les ruego que despidan con una ovación
a nuestra valiente concursante!
Ahora le pareció escuchar un
aplauso que llegaba desde la lejanía,
mientras el mago repetía una reverencia
muy teatral y sonreía feliz.
Iris recordó lo que le había dicho:
«Lo que importa es la ovación».
—He vuelto sólo para ver si le
encontraba. Me pareció verle en el
hospital. Era usted, ¿verdad? —dijo Iris.
—Todos debemos ir alguna vez a
lugares que nos entristecen —repuso
solemne—. De la tristeza también se
aprende mucho. Por lo que respecta a
este café… has llegado justo a tiempo.
Estaba a punto de marcharme.
—¿Adónde va?
—A cualquier parte. Un ilusionista
siempre es bien recibido. Nuestro arte
no conoce fronteras, ¿no crees?
—Quería darle las gracias. Creo que
encontré a Luca. Usted ya sabía que
había muerto, ¿verdad?
—Claro, querida. La vida es una
calle de sentido único.
—Y también sabía que mis padres se
fueron sin despedirse. Y que eso no les
dejaba marcharse. Ni a mí ser feliz.
El mago sonreía, como si aquella
fuera la mejor respuesta.
—Ya no temo a la muerte —dijo Iris
—, no me parece tan triste como antes.
—Eso es estupendo. La muerte sólo
es triste para quienes no se han atrevido
a vivir.
—Y lo mejor de todo es que
tampoco temo al futuro —añadió ella.
—Abandona el pasado y el presente
arrancará, ¿no es cierto? Lo dice bien
claro en tu reloj.
—Aunque hay algo que todavía no
comprendo y en lo que no puedo dejar
de pensar.
El mago le hizo un gesto con la mano
para indicarle que continuara.
—¿Por qué el café ya no está en su
lugar? No entiendo cómo algo así puede
desaparecer tan deprisa.
—No lo entiendes porque te
formulas la pregunta equivocada —dijo
el mago, con mucha calma—. La
cuestión no es por qué desapareció, sino
por qué estaba aquí cuando tú entraste la
primera vez.
Iris encogió los hombros para
expresar que no entendía nada. Todo
aquello le parecía muy confuso.
—¿Te acuerdas de la tarde que
descubriste El mejor lugar del mundo?
—Por supuesto. Fue una de las
tardes más tristes de mi vida. Tenía la
cabeza llena de ideas extrañas. ¿Se
asustará si le digo que hasta intenté
suicidarme?
—Claro que no. Mis clientes
siempre tienen ese tipo de ideas en la
cabeza. Precisamente por eso son mis
clientes.
Iris meditó un segundo, aturdida por
lo que acababa de escuchar.
—Entonces… El mejor lugar del
mundo es aquí mismo es…
—Un lugar de paso —dijo el mago
—. Dicho de otro modo: es una especie
de sala de espera. Allí donde aguardan
los que van a pasar al otro lado. Los
antiguos griegos creían que tras morir
todos debían atravesar una laguna a
bordo de una embarcación tripulada por
un barquero experto pero caprichoso. Si
les tomamos en serio, el café sería la
barca y yo sería el barquero.
—De modo que todos los clientes
del café estaban…
—Todos los clientes del café son
viajeros en tránsito. Sí, no me mires así,
estaban muertos.
—¿Y por qué no encontré a mis
padres entre ellos?
—No todo el mundo necesita
esperar. Algunos cruzan fácilmente al
otro lado. Además, tengo entendido que
ellos enviaron a Luca para resolver sus
cuentas pendientes. Se fueron tranquilos.
Igual que Luca, gracias a ti.
—Pero yo estaba viva.
—Sí, pero la vida había dejado de
interesarte. Tú misma has dicho que
querías acabar con ella.
—¿Me estás diciendo que si no me
hubiera intentado suicidar, si hubiera
tenido planes y ganas de vivir el café
nunca hubiera existido para mí?
—No exactamente. Te estoy
diciendo que esas son las razones por
las que desapareció.
En ese instante, una lejana melodía
comenzó a sonar. Iris escuchó atenta.
Tanto la letra como la música le
resultaron familiares, como si las
hubiera oído en alguna otra ocasión. O
tal vez fuera porque tenía la impresión
de que le hablaban a ella:
Heaven after heaven
Our wings are growing
This is such a perfect world
When you're in love[10]
—Ha llegado el momento. Debo
irme —concluyó el mago mientras se
encaminaba hacia la parte trasera del
almacén.
—¡Todavía no he podido preguntarte
cuál es el secreto del reloj!
La voz del mago le llegó como si ya
estuviera muy lejos.
—No hay secreto, Iris. Deja que el
presente arranque.
Trató de distinguir su silueta en la
oscuridad, pero ya no le fue posible. El
mago había desaparecido. Y esta vez
tuvo la certeza de que era para siempre.
Como si quisiera aferrarse a lo
último que le quedaba de aquel lugar y
de la gente que lo había habitado, Iris
buscó el reloj y lo miró.
Entonces se dio cuenta.
La aguja que marcaba los segundos
había comenzado a avanzar por la
esfera.
Lo acercó a su oído y escuchó
maravillada el fuerte tictac de la vida.
El presente había arrancado.
EPÍLOGO
Iris
abrió los ojos cuando apenas
comenzaba a entrar el sol en su nueva
casa. Era su primera mañana allí, y
todavía no lograba acostumbrarse. Ni
siquiera a la belleza del mar que
resplandecía con los rayos del nuevo
día.
Había soñado con Luca. En el sueño
él iba vestido completamente de blanco,
avanzando por una habitación muy
luminosa. Se acercaba a ella, la besaba
suavemente en los labios y le decía:
—Gracias a ti nunca más estaré
solo. Y tú tampoco lo estarás, porque a
partir de ahora seré tu ángel de la
guarda.
Al despertar, aún tenía el sabor
agridulce del beso en los labios. Se
sentía intranquila, como si al recordar a
Luca
estuviera
cometiendo
una
infidelidad. Su primer pensamiento,
nada más abrir los ojos, fue para
Olivier. ¿Qué le diría si se enterara de
su sueño? ¿Cómo vería que Luca hubiera
vuelto a aparecer en sus pensamientos,
para decirle que estaría velando por su
felicidad? ¿Y si ella se había
equivocado al tomar las últimas
decisiones? ¿Y si aquel piso no era en
realidad el lugar donde debía estar?
Cuando se tranquilizó un poco, un
olor delicioso e inconfundible llegó a
sus fosas nasales. Sin moverse de la
cama, observó los rectángulos que la luz
dibujaba en el techo. De inmediato trató
de analizar aquel olor. Fue fácil. Lo
conocía muy bien. Era chocolate.
Se levantó de un salto y miró hacia
su mesilla. ¡Allí estaba! Una taza de
chocolate humeante, como recién hecho,
con una inscripción grabada en la
porcelana.
Mientras el corazón le latía muy
fuerte, en la taza leyó:
EL MEJOR LUGAR DEL
MUNDO
ES AQUÍ MISMO
AGRADECIMIENTOS
Al Dr. Eduard Estivill, por
abrir la puerta al cuento del
loro,
y por tantos años de
optimismo y amistad.
A Jaume Rosselló, padre
espiritual
y editor de Los viajes de
Índigo.
Al grupo Hotel Gurú,
por ponerle banda sonora
a muchos pasajes de esta
historia.
A los lectores y lectoras
que se emocionan con las
historias,
por sentarse con nosotros
a las mesas del café
de los sueños.
FRANCESC MIRALLES, (Barcelona,
1968) es escritor y periodista
especializado
en
psicología
y
espiritualidad. Colabora habitualmente
en El País Semanal y en las revistas
Integral y Cuerpomente . Se inició en la
narrativa escribiendo novelas juveniles,
entre las que destaca La vida es una
suave quemadura (Edebé 2006). En la
literatura de adultos ha publicado la
novela inspiradora amor en minúscula
(Vergara 2005), traducida a seis
idiomas, así como los thrillers El cuarto
reino (MR 2007) y La profecía 2013
(MR 2008), que han permanecido largo
tiempo en las listas de los más vendidos.
Asimismo, ha escrito junto con Álex
Rovira la fábula El laberinto de la
felicidad (Aguilar 2007), que ha sido
traducida a diez idiomas.
CARE SANTOS, (Mataró, Barcelona,
1970) es autora de una treintena de
libros de narrativa, tanto novelas como
libros de relatos. En los últimos años ha
obtenido los más importantes premios
de literatura para jóvenes, como el Gran
Angular, el Edebé o el Alandar,
consolidándose como una de las autoras
más leídas entre los adolescentes.
Asimismo, el año pasado resultó
finalista del Premio Primavera de
Novela con su novela La muerte de
Venus (Espasa, 2007). Entre sus títulos
destacan Aprender a huir (Seix Barral,
2002), Los ojos del lobo (SM, 2004), El
dueño de las sombras (Ediciones B,
2006), El anillo de Irina (Edelvives,
2006) y Dos Lunas (Montena, 2008). Su
obra se ha traducido a media docena de
idiomas.
NOTAS
[1]
Del inglés: Al final, el amor que
obtienes equivale al amor que has
creado.<<
[2]
Del inglés: Corazón secreto / ¿de
qué estás hecho? / ¿de qué tienes tanto
miedo?<<
[3]
Del inglés: Es el crepúsculo del día /
Me siento a mirar los juegos de los
niños / Hacen cosas que yo solía hacer
/ Ellos piensan que son nuevas / Me
siento los observo mientras las
lágrimas corren por mis mejillas.<<
[4]
Del inglés: Si quieres aprender el
arte de los haikus / siéntate / la vida es
aquello que sucede más allá de ti
mismo / toma una pluma y papel blanco
si lo deseas / tus manos / también son
un lienzo o dos.<<
[5]
Del inglés: Aquí y ahora captura una
imagen, una escena, un sentimiento /
tres líneas / es todo lo que necesitas
para describirlo / siente cómo todas las
cosas fluyen en el mismo río / tu vida
es una gota de lluvia que tú mismo
entregas.<<
[6]
Del inglés: Los sueños están listos /
para hacerse realidad. / Sólo deja que
ocurran / Esta vida es una página en
blanco / Escribe en ella lo que quieras.
<<
[7]
Del inglés: ¿A dónde vas / pregunté /
princesa suburbana / esta noche?<<
[8]
Del inglés: Olvida el pasado / Olvida
lo que viene a continuación. / Ahora tú
estás en ninguna parte / y en todas
partes.<<
[9]
Del inglés: Soñar con los ojos
abiertos / es un arte que se aprende /
en la escuela secreta del crepúsculo.<<
[10]
Del inglés: Un cielo tras otro /
nuestras alas van creciendo / Este es
un mundo perfecto / cuando amas a
alguien…<<