El heredero de Carlos V

Felipe II, el arte de gobernar un imperio

Felipe II en El Escorial

Felipe II en El Escorial

Felipe II recibe una embajada de las provincias de los Países Bajos en 1567, en sus aposentos de El Escorial llamados Cuarto del Rey. Óleo por Santiago Arcos y Megalde. Abajo a la derecha, Felipe II en una procesión triunfal. Camafeo por Domenico Romano.

Foto: Album. Color: Santi Pérez

Cuando Carlos V renunció a todos sus títulos en 1555, su hijo Felipe II se convirtió en el monarca más poderoso de Occidente. Bajo su égida se encontraba un auténtico imperio que comprendía importantes territorios de Europa –en los Países Bajos, Italia e incluso en la actual Francia, además de sus dominios de la península ibérica–, a los que se sumaban las posesiones en América y, tras la conquista de las Filipinas en 1565, también en Asia.

Cronología

Felipe II y sus ministros

1555-1556

Carlos V renuncia a sus títulos en favor de su hijo Felipe II, excepto el de emperador, que pasa a su hermano Fernando.

1556

A la muerte de Gonzalo Pérez, Felipe II divide la secretaría de Estado entre Antonio Pérez y Gabriel de Zayas.

1579

Antonio Perrenot de Granvela es llamado por el rey a la Corte para convertirse en su principal consejero.

1585

Felipe II crea la Junta de Noche, primera de las comisiones reservadas de las que se sirvió a finales de su vida.

1588

El monarca comete uno de sus mayores errores al concentrar todos sus recursos en la Armada contra Inglaterra.

1598

La paz de Vervins con Francia supone una derrota para Felipe II, que fallece poco después en El Escorial.

Desde los 16 años, cuando su padre Carlos V le encargó la regencia de Castilla, Felipe estaba entrenado para gobernar este vasto conglomerado de territorios. Contaba para ello con una serie de órganos que se encargaban de tramitar los negocios, recoger información de sus materias y asesorarle en la toma de decisiones. Eran los llamados consejos, algunos de ámbito territorial –como los consejos de Aragón, de Italia o de Indias–, otros centrados en asuntos concretos, como los consejos de Estado (política exterior), de Hacienda, de Inquisición o de Guerra.

Sin embargo, Felipe II rara vez asistía a las sesiones de los consejos: prefería comunicarse con ellos a través de los secretarios de los propios consejos, que en la práctica eran ministros a su servicio. De este modo, durante su reinado se vivió una edad de oro de los secretarios. Gonzalo Pérez y su hijo Antonio Pérez (ambos secretarios de Estado), Francisco de Eraso (secretario de Indias y de Guerra), Gabriel de Zayas y Juan de Idiáquez (ambos secretarios de Estado) fueron personajes muy cercanos al rey y a la dirección de su política en distintos momentos del reinado. A ellos se añadían los secretarios personales del rey, entre los que destacó Mateo Vázquez de Leca.

Felipe II en una procesión triunfal. Camafeo por Domenico Romano.

Foto: Quintlox / Album

El mundo en 1550. Mapa del cosmógrafo español Pedro de Medina. Biblioteca Nacional, Madrid.

Foto: DEA / Album

Retrato de Felipe II hacia 1581, como nuevo rey de Portugal. Alonso Sánchez Coello. Museo de San Carlos, México.

Foto: Fine Art / Album

Felipe, el desconfiado

No obstante, Felipe II nunca se fio de forma absoluta de sus ministros. Probablemente la desconfianza estaba en su propio carácter, pero también era una estrategia con la que buscaba mantener su propia prerrogativa real. El monarca quería que la información y las decisiones quedaran en sus manos. Por eso se cuidó de limitar las competencias de sus secretarios y de que ninguno se convirtiera en un favorito o privado como los que tendrían más tarde Felipe III y Felipe IV. Al final de su reinado impuso a secretarios de perfil bajo y completamente fiables para él. Además, desde 1585 organizó juntas de ministros al margen de los consejos para que lo asesoraran en materias específicas.

Felipe era inagotable en el trabajo diario con sus secretarios. Un testimonio decía sobre las sesiones que mantenía con Mateo Vázquez: «Sentábase Su Majestad a su mesa, donde llegaba el secretario [Vázquez] con los papeles. Y sentándose en un banquillo hacía relación a Su Majestad de lo que contenían las cartas y memoriales reservados de cosas graves. Y entendido por Su Majestad, mandaba en cada cosa lo que era servido. Y advirtiendo el secretario lo que se le ofrecía, asentaba allí luego en un borrador las deliberaciones que tomaba Su Majestad, y después formaba de ellos billetes para los presidentes o ministros a quien tocaba».

Mateo Vázquez, secretario de Felipe II. Medalla de bronce. Hacia 1573.

National Gallery of Art, Washington / Album

En realidad, el monarca no necesitaba siquiera la presencia del secretario. Pasaba largas horas en su despacho leyendo los documentos que le dejaban y anotando al margen sus pareceres o sus decisiones, en una letra característica que alguien comparó con el aspecto de arañas aplastadas. Los archivos conservan miles y miles de folios con anotaciones del monarca, relativas tanto a cuestiones de máxima trascendencia como a otras técnicas o aparentes minucias.

El rey que no sabía delegar

La contrapartida de la sobrecarga de información y de la costumbre del rey de tomar todas las decisiones era que la ejecución se dilataba constantemente. En 1597, el conde de Portalegre se quejaba de que «la menudencia con que Su Majestad trata los negocios más menudos es materia de lástima», y lamentaba que el rey, en «la multitud de sus negocios [no hiciera] división de los que conviene tomar para sí y de los que puede excusar con encargarlos a otros».

En todo caso, la obsesión de Felipe II por el «papeleo» no era una manía personal. Guardaba relación con la conciencia que tenía, como monarca plenamente moderno, de la importancia de contar con una información precisa y lo más exhaustiva posible. Por su propio carácter, era un soberano predispuesto a conocerlo todo.

La escritura del rey. Nota de un secretario y observaciones de Felipe II al margen. Década de 1560. San Lorenzo de El Escorial.

Foto: Oronoz / Album

Últimos momento de Felipe II. Óleo por Francisco Jover y Casanova. 1864. Palacio del Senado, Madrid.

Foto: Oronoz / Album

Hoy sabemos que Felipe II dispuso de una información más prolija que ningún otro rey de su época, tanto en asuntos de política interior como internacional. Respecto a esta última, él mismo escribió, en las instrucciones a su heredero Felipe III, que «un Estado sin las alertas de los avisos de las nuevas del mundo, en especial de los de sus vecinos, mal puede conservarse, hallándose los reinos de continuo acechados por la envidia, por la emulación o por la ambición de los demás, lo cual debe mayormente decirse de los Estados que como el nuestro excita a los otros tanto por envidia cuanto por temor».

Para obtener la información necesaria, el rey, además de los consejos, contaba con los virreyes y gobernadores destacados en las provincias del imperio. Los embajadores que lo representaban ante cortes extranjeras también proporcionaban informes. Para que la información fluyera con rapidez resultó vital el servicio de correos que organizó la monarquía, considerado el mejor de la época. Estaba dirigido por un correo mayor, generalmente de la familia Tassis, con delegados en las principales ciudades de los dominios hispánicos y en las capitales donde el rey tenía representación diplomática.

Paz con Inglaterra. Este óleo de autor desconocido (tal vez John Critz) muestra las delegaciones inglesa (a la izquierda) e hispano-flamenca que negociaron la paz de 1604, con la que terminó la guerra iniciada en 1585. Galería Nacional de Retratos, Londres.

Foto: Prisma / Album

Máximas Políticas de Antonio Pérez. Biblioteca Aurelio Espinosa, Quito.

Foto: Photoaisa

El arma del espionaje

Además de los canales oficiales de información, Felipe II se cuidó de crear una extensa red de espionaje, o más bien de ampliar y perfeccionar la que le habían legado su abuelo Fernando el Católico y su padre Carlos V. Así, el Rey Prudente llegó a disponer de un sistema de inteligencia sin parangón en su época por su extensión y, en muchos casos, por su eficacia. A ello dedicó importantes recursos: los «gastos secretos» fueron una partida habitual en las cuentas de su reinado. Él mismo era un aficionado a la cifra y un amante de las materias secretas, además de un auténtico jefe de espías que se reservaba la última palabra tanto en la contratación de agentes secretos como en la aprobación de misiones concretas. Una intrincada telaraña de redes de inteligencia tejida desde virreinatos, gobernaciones y embajadas, pero también en territorios hostiles, aportaba información sensible cuyo centro era un monarca que estaba al tanto de todo, especialmente de los asuntos de inteligencia. Al final de su reinado se institucionalizó el servicio secreto con la creación del cargo de espía mayor como responsable de todas las inteligencias.

Para Felipe II, el secreto era un imperativo político fundamental. El rey era muy meticuloso en conservar el secreto en la toma de decisiones, incluso en materias no sensibles. A lo largo de su reinado sufrió algunos casos de fuga de información por parte de ciertos ministros, como Eraso, Zayas o Antonio Pérez. El retrato de un embajador veneciano es muy exacto al respecto: «Guarda en todos sus asuntos el más riguroso secreto, hasta el punto de que ciertas cosas que podrían divulgarse sin el menor inconveniente quedan sepultadas en el profundo silencio. Nada desea tanto como descubrir los propósitos y los secretos de los demás príncipes, y en ello emplea todo su cuidado y actividad. Gasta sumas considerables en mantener espías en todas las partes del mundo y en las cortes de todos los príncipes, y con frecuencia estos espías tienen orden de dirigir sus cartas a S.M. mismo, que no comunica a nadie las noticias de importancia».

Adelantarse al enemigo

El flujo de información y los logros de inteligencia contribuyeron decisivamente al éxito de numerosas empresas de Felipe II, tanto ofensivas como defensivas. Por ejemplo, para proteger las posesiones americanas resultó determinante conocer rápidamente los movimientos de las potencias que aspiraban a romper allí el dominio español. El caso más notable es la rapidez con la que en 1565 se eliminó, mediante la expedición de Pedro Menéndez de Avilés, el peligroso establecimiento de protestantes franceses en la Florida, que amenazaba la ruta de regreso a Europa de los navíos españoles (durante esa campaña se fundó San Agustín, la primera ciudad en lo que hoy son los Estados Unidos de América). Para la victoria fueron claves los mapas de aquellos asentamientos que suministró el espionaje español. Del mismo modo, la información previa que recabó el gobierno español sobre la expedición de Hawkins y Drake, en 1595, permitió reforzar las defensas españolas y hacer fracasar el último gran intento inglés de desafiar el dominio español de las Indias.

Diego de Espinosa. Escultura de Leone Leoni para el sepulcro del cardenal en Segovia.

Foto: SFGP / Album

Cartagena de Indias. Torre del Reloj y puerta de entrada al recinto antiguo de Cartagena. La torre fue rehecha a fines del siglo XIX.

Foto: Oliver Wintzen / AGE Fotostock

Final de reinado

La anexión de Portugal y todo su imperio ultramarino también debe considerarse como uno de los grandes éxitos de Felipe II. Aunque hubo que recurrir a las armas en una breve y exitosa campaña militar en 1580, previamente se realizó una intensa labor de captación de voluntades y una hábil diplomacia para facilitar la incorporación del reino luso a la monarquía española. El rey trazó día a día toda la estrategia y se anticipó a ordenar los preparativos militares para la conquista del reino con una notable diligencia, consciente de que «si no es asentándose lo de Portugal, no se puede atender a otra cosa».

En otros frentes, en cambio, Felipe II no supo gestionar los recursos ni la información y se embarcó en empresas desastrosas, sobre todo al final de su reinado. Su implicación en las guerras de religión francesas a favor del bando católico frente a Enrique IV, entre 1589 y 1598, se saldó con un fracaso total. Los cuantiosos fondos dedicados a conseguir apoyos en Francia para colocar en el trono de este país a Isabel, la hija de Felipe II, no lograron su objetivo. Al contrario, a la muerte del rey en 1598, Francia, bajo el gobierno de Enrique IV, había iniciado el camino para quebrar la hegemonía española sobre Europa, que durante más de cuarenta años se había encarnado en el monarca que gobernaba un imperio desde su despacho en El Escorial.

La conquista de las Azores. En 1582, Felipe II puso a Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, al frente de una armada con la misión de conquistar las islas Azores, donde se había refugiado Antonio, prior de Crato, que reclamaba para sí la corona portuguesa. En la imagen, la representación del desembarco español en la isla de Terceira, en 1583. Fresco realizado por Niccolò Granello y su taller en la sala de Batallas del monasterio de El Escorial, en 1589.

Foto: Oronoz / Album

El Escorial. En 1561, Felipe II decidió erigir en la localidad de El Escorial un monasterio jerónimo que serviría al mismo tiempo de residencia y panteón real.

Foto: Paolo Giocoso / Fototeca 9x12

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Secretarios y consejeros

A lo largo del reinado de Felipe II se sucedieron algunos secretarios prominentes. Al principio, Gonzalo Pérez, secretario de Estado, se reveló imprescindible por su experiencia en la etapa anterior de Carlos V. El cardenal Diego de Espinosa se convirtió en el ministro de mayor confianza del rey durante la segunda mitad de la década de 1560, hasta su fallecimiento en 1572. En los años siguientes compartieron la máxima confianza del soberano Mateo Vázquez y Antonio Pérez (hijo de Gonzalo Pérez). Cuando en 1579 este último cayó en desgracia por su intervención en el asesinato de Juan de Escobedo –secretario de don Juan de Austria– quedó como principal ministro el cardenal borgoñón Granvela. Al principio del reinado, el duque de Alba y el príncipe de Éboli ejercieron una notable influencia política sobre el rey, pero tras la muerte de Éboli en 1573 y la caída en desgracia de Alba por su fracaso en pacificar los Países Bajos en la década de 1570 se desvanecieron las facciones nobiliarias en la corte.

Perrenot de Granvela, por Antonio Moro. Museo de Historia del Arte, Viena.

Foto: Lessing / Album

Antonio Pérez, por Alonso Sánchez Coello. Hospital de Tavera, Toledo.

Foto: Oronoz / Album

Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli. Pintor anónimo. Colección privada, Sevilla.

Foto: Oronoz / Album

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Felipe II contra Europa

En agosto de 1598, apenas un mes antes de la muerte de Felipe II, apareció este mapa figurado de Europa, inspirado en una representación del continente como una reina (Europa regina) que circulaba desde la década de 1530. En el mapa, la cabeza se sitúa en la península ibérica, el brazo derecho en Italia, el izquierdo en Inglaterra y Escocia, y el pecho a la altura de Francia, mientras que los pies se dibujan en la frontera entre Polonia y Moscovia (Rusia). Obra de un grabador alemán que seguramente trabajaba para el mercado de los Países Bajos, la imagen representa los fracasos de la política de hegemonía española sobre el continente.

La «Reina Europa» amenaza a toda Europa con la espada que esgrime en la mano izquierda, pero parece tambalearse y a punto de caer y hacerse pedazos. Frente a Hibernia (Irlanda) se muestra la derrota de la Armada Invencible a manos de Isabel I de Inglaterra. En Francia se indica la derrota de la Liga, el partido católico francés apoyado por Felipe II. Y arriba, a la derecha, se representa a un holandés protestante, junto al león que simboliza los Países Bajos, haciendo frente él solo a una armada católica dirigida por el papa Clemente VIII, representado como un monstruoso anticristo de tres cabezas. La motivación inmediata del mapa era el rechazo holandés a participar en el tratado de paz de Vervins, que acababan de firmar Enrique IV de Francia y Felipe II.

La Europa española. Het Spaens Europa. Atribuido al taller del grabador Paul Brachfeld, de Fráncfort. 1598. Museo Nacional Alemán, Núremberg.

Foto: Germanisches Nationalmuseum, Nuremberg

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Medir las palabras

En sus relaciones, escritas en el exilio, Antonio Pérez dio un ejemplo de cómo discutían los asuntos los ministros de Felipe II. En 1578 murió don Sebastián de Portugal sin dejar un sucesor directo, lo que dio a Felipe II la posibilidad de reclamar el trono del país vecino por su parentesco con la casa real portuguesa. En El Escorial, el rey mandó a Antonio Pérez que comunicase la noticia al duque de Alba y al marqués de los Vélez, «que solos se hallaban allí del Consejo de Estado». El marqués «se alegró del caso de ver acrecentamiento de reinos a su rey». El duque de Alba, en cambio, se lamentó porque de ese modo los nobles que se enfrentaran al rey no tendrían dónde refugiarse. Al darse cuenta de que estas palabras llegarían enseguida a oídos del monarca, se apresuró a revelárselo él mismo para que no lo interpretara como una muestra de desafecto.

El Duque de Alba. Retrato de Fernando Álvarez de Toledo, por Tiziano. Colección de la Fundación Casa de Alba, Madrid.

Foto: Album

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El secretario que desertó

Durante sus años como secretario de Estado de Felipe II, Antonio Pérez creó una red paralela de informadores a su servicio en todos los centros neurálgicos de la monarquía, particularmente en Flandes. Tras ser detenido y encarcelado en 1579 por el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, Pérez protagonizó una espectacular fuga y buscó refugio en Francia e Inglaterra. Ya en el exilio, publicó escritos en los que presentaba a Felipe II como un tirano sangriento. Generosamente pensionado y protegido por Enrique IV de Francia, Pérez colaboró con los gobiernos francés e inglés en la guerra que mantenían con el soberano español. En una carta de noviembre de 1595 dirigida al conde de Essex, por ejemplo, informaba de que se habían interceptado unas cartas de España en las que se revelaban los planes del conde de Fuentes, jefe de los tercios en Flandes, y de las movilizaciones que había ordenado «Nabucodonosor», como Pérez llamaba al rey de España.

Enrique IV de Francia. Retrato del monarca francés Enrique IV, por Guillaume Heaulme. Hacia 1611. Museo Nacional del Castillo de Pau.

Foto: René-Gabriel Ojeda / RMN-Grand Palais

Este artículo pertenece al número 218 de la revista Historia National Geographic.

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