Los asesinos de la luna (2023), de Martin Scorsese

Un golpe de fortuna hace ricos a los nativos americanos de la nación Osage, trasladados a una reserva india en Oklahoma. Sus tierras encierran en el subsuelo oro negro, y les ha convertido en millonarios de la noche a la mañana. Aunque comienzan a sucederse con sospechosa frecuencia la muerte de algunos de estos nativos, sin que las autoridades se esfuercen en investigar demasiado. El joven algo garrulo Ernest Burkhart vuelve a Estados Unidos tras combatir en Europa en la Primera Guerra Mundial, dispuesto a trabajar a las órdenes de su tío William Hale, dueño de un rancho y amo del lugar. Como no es precisamente un intelectual, le procura empleo como chófer taxista, y comienza a llevar con frecuencia a la hermosa india rica Molly; se sentirá atraído por ella, y su tío no verá con malos ojos que la relación prospere incluso en matrimonio, pues atraería para la familia sus tierras con petróleo.

Adaptación del libro de no ficción de David Grann, sobre la misteriosa “epidemia” de muertes entre los nativos a lo largo de dos décadas, poniendo el acento en cómo afecta la situación a cuatro hermanas y su madre, en la relación laboral y de parentesco entre Ernest y William, y el matrimonio del primero, del que nacen varios niños. Tiene menos peso el agente del recién nacido FBI Tom White, que acaba investigando los hechos tras ser requerido el mismísimo presidente de Estados Unidos en Washington.

El guión de Martin Scorsese y Eric Roth sirve para ofrecer un interesante estudio de caracteres. Tiene especial interés el Ernest de Leonardo DiCaprio, quien imita gestos de Robert De Niro para sugerir su parentesco, alguien pusilánime y fácilmente manipulable por su tío, en el que se da la paradoja de que ama a su esposa, estupenda Lily Gladstone, lo que no impide que le haga daño de múltiples maneras. Están muy bien descritos los distintos sabotajes y acciones delictivas en que se ve implicado, y se hace creíble que sea un manojo de contradicciones, sobre todo cuando todo apunta a que podría ser un testigo clave en un juicio. Aunque el Tom de Jesse Plemons no aparece hasta bien avanzado el metraje, y apenas está esbozado, resulta creíble su composición de un agente de la ley. El completo reparto está muy bien, no hay papel pequeño, y resultan creíbles nativos, hombres de la ley y facinerosos de distinto pelaje.

Estamos ante una película de amplísimo lienzo, de casi tres horas y media de duración, ambiciosa y rica en contenido, que se detiene el tiempo que haga falta, por ejemplo en las reuniones tribales. Habla del final de la época de la frontera –en formato de western casi crepuscular con modos mafiosos, una idea también trabajada en Gangs of New York– con los indios en sus reservas a los que malea, al menos parcialmente, la lluvia de dinero y materialismo que les procura el petróleo; de cómo tratan de conservar sus costumbres ancestrales, en convivencia también con la adopción por muchos del catolicismo; del paternalismo hipócrita y racista del “hombre blanco”, aparentemente interesado en el bienestar de los nativos, pero en realidad a la búsqueda del beneficio personal; de una situación en que la aplicación de la ley y la justicia presenta muchos agujeros. Tiene gracia y fuerza la escena en que el tío Bill alecciona a Ernest sobre la sabiduría de los indios, frente al parloteo parecido a los mirlos de los blancos, ellos saben guardar un discreto silencio que significa reflexión. Y a veces las apariencias engañan, lo que podría parecer pasividad en Molly, en realidad es amor y concesión del beneficio de la duda, hasta el último momento.

Hay planos hermosísimos de Rodrigo Prieto que muestran las tierras sembradas de torres petrolíferas, el ganado en sus ranchos, las calles con los modernos automóviles, incluso de carreras, una casa destruida por una explosión, o la imagen cenital que cierra el film de los indígenas, con una coreografía que bien podría haber sido diseñada por Busby Berkeley. El inquieto Scorsese tiene estupendas ideas como la de abrir con imágenes de noticiarios para plantear la acción, o mostrar a modo de serial radiofónico los últimos compases del drama que hemos presenciado, en vez de ofrecer los consabidos rótulos finales para explicar qué fue de uno u otro.