Tedi López Mills: ¿Quién inventa los desenlaces? - Grupo Milenio
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Tedi López Mills: ¿Quién inventa los desenlaces?

Tedi López Mills comenzó sus estudios de filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para terminarlos en la Universidad de La Sorbona, en París

Tedi López Mills comenzó sus estudios de filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) para terminarlos en la Universidad de La Sorbona, en París, donde más tarde realizó estudios de posgrado en Literatura Hispanoamericana. Entre otras actividades, ha sido jefa de redacción en La Gaceta del FCE; traductora en el Fondo de Cultura Económica, Ediciones del Equilibrista y revistas nacionales científicas. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta 1994 por Segunda persona, fue becaria de la Fundación Octavio Paz en 1998 y del Fideicomiso para la Cultura México/ Estados Unidos en 1999. Miembro del Sistema Nacional de Creadores desde el año 2000, también obtuvo el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares 2006 por Contracorriente, el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2009 por Muerte en la Rúa Augusta, el Premio de Narrativa Antonin Artaud 2013 por El libro de las explicaciones y el Premio Iberoamericano Bellas Artes de Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada en 2015 por Amigo del perro cojo. Otros de sus libros son La noche en blanco de Mallarmé e Invención de un diario.

¿Por qué estudiar filosofía?

Decidí estudiar filosofía porque decidí definitivamente no estudiar literatura, aunque ésta fue desde siempre mi interés principal, sobre todo la novela, muy rara vez la poesía. Leía novelas de todo tipo, sin criterio o prejuicios: esos los construí después. No habría podido plantearlo así en ese entonces, pero leer era —y es todavía— una forma muy intensa de emplear el tiempo sin que el tiempo pese.

Cuando salí de la preparatoria me regalé un año: quería ir a Europa, el clásico itinerario iniciático; sin embargo, mis papás no tenían suficiente dinero para financiar un viaje de esas dimensiones, entonces me fui a Estados Unidos, a casa de mi abuela materna en Fullerton, California. No recuerdo cuántos meses o semanas estuve ahí. Más que quedarme en una casa, me atoré en un lugar. Era una vida extraña, con mi abuela entre enferma y muy deprimida, y un tío alcohólico en recuperación, que fumaba y tosía sin parar; a veces se iba a jugar billar o golf con sus amigos; a veces me llevaba a pasear en su Cadillac beige y a comer hamburguesas. No era fácil hablar con él; farfullaba el inglés y se reía extemporáneamente. Yo le sonreía para darle ánimos.

Mi interlocutor predilecto era un jardinero mexicano. La casa de mi abuela estaba en un conjunto residencial en cuyo centro había una impecable alberca. Yo era la única que usaba la alberca o caminaba por el jardín. Mis conversaciones con el jardinero eran escuetas, pero sumamente reales, elemento que me hacía mucha falta en ese ambiente fantasmal.

En algunas ocasiones, para interrumpir el encierro, me iba a caminar por la zona, pero las cuadras eran largas y no había nadie. Se oía el ruido de las máquinas, de los coches; solo eso. La incomodidad de ser la única peatona me hacía regresar a casa de mi abuela. Prefería esa rareza al menos cálida que el exterior vacío donde podía ocurrir cualquier cosa o nada: simplemente más y más autoconciencia, mi enemiga predilecta.

Regresé a México. Quería estudiar en la UNAM, pero no sabía qué. Desde mi punto de vista (muy arrogante, lo sé), en la carrera de literatura acabaría por dominar todos los instrumentos de la interpretación; por concebir los libros que yo ya leía veloz y placenteramente como una serie de símbolos que había que descifrar. Hasta la fecha, salvo en el caso de autores barrocos, herméticos, me cuesta trabajo aceptar que una “autoridad” me aclare que eso que yo entendí en la superficie, significa otra cosa que, por si fuera poco, socava a esa misma superficie. En cambio, la filosofía, el reino absoluto de las teorías y no de los resultados, me pareció un desafío desconcertante.

Hubo además un dato biográfico. Yo ya había conocido al narrador Álvaro Uribe Mateos; él estudiaba filosofía. Sin duda, eso influyó mucho en mi elección. Y también lo hizo mi papá, lector caótico de Nietzsche, de Hegel, de Marx. Su pasión por el pensamiento fue contagiosa.

No me arrepiento en lo más mínimo de mi decisión; al contrario. Quizá suene pueril, ingenuo, pero estudiar esa carrera te enseña a ordenar incertidumbres; la filosofía está hecha de muy buenas preguntas, más que de respuestas; preguntas que siguen siendo más o menos las mismas, lo cual demuestra que la famosa verdad que se persigue existe en la persecución, no en el desenlace. Es la historia de una racionalidad en riesgo perpetuo. No deja de ser seductor.

¿En la facultad, qué lecturas o autores fueron más importantes en su formación?

La lista tendría que ser cronológica; empezar con los presocráticos y continuar hasta donde uno ya no entiende, que para mí fue Hegel.

Descartes fue fundamental, tal vez por cierto sesgo literario; su Discurso del método y sus Meditaciones metafísicas son inicialmente narrativas. Parten de un lugar concreto, de una persona, de una circunstancia y cuentan; eso desemboca en un sistema filosófico que es prístino desde su comienzo. ¿A quién le gusta perder el hilo? Con Descartes no existe ese peligro porque su método y su sistema lo excluyen.

En términos de mi formación, supongo que todos los autores que leí como parte del programa de estudios fueron definitivos, si bien pasajeramente: Spinoza, Kant y, claro, Nietzsche. Algo se queda, mucho se va. Desde mi actual alejamiento de la filosofía, me atrevería a decir que tal vez uno de los errores de la filosofía fue desviarse del procedimiento socrático, platónico del diálogo, de la teatralidad, y abstraerse tanto de las preguntas originales.

Las limitaciones del idioma tienen que procurar dosis enormes de modestia. Nunca aprendí griego ni latín ni alemán; al problema de la filosofía habría que agregar el problema de la calidad de las traducciones. Amigos que saben alemán me comentan que Hegel y Heidegger no son tan complejos como lo parecen en español. Por desgracia, no puedo comprobarlo.

En todo caso, yo tomé el camino fácil: hice mi tesis de licenciatura sobre San Juan de la Cruz; ahí junté una forma de la filosofía con la literatura, la poesía mística. Mi relación profesional con la filosofía terminó con esa mezcla que hasta cierto punto me dio todos los permisos, pues no había propiamente reglas.

Detrás de su escritura da la impresión de que hay mucha filosofía, y muchos filósofos.

La poesía posee ambiciones similares a las de la filosofía; asume un vínculo íntimo con la verdad, con la esencia, con la raíz de las palabras. En ese sentido, encontró desde hace siglos lo que aún busca la filosofía. Debo confesar que yo no he logrado descifrar esos descubrimientos poéticos. No importa. Basta con que la poesía, los poetas, repitan los evangelios para que terminen por convertirse en certezas. El contenido es lo de menos. En esto la poesía roza la política: ha armado su propia demagogia, con ayuda de algunos filósofos, por ejemplo, Heidegger, que enalteció a la poesía y le colocó una corona envidiable en la cabeza: la de dominar la auténtica naturaleza de las palabras.

Me desvié del tema una vez más. Antes que nada, debo subrayar que dejé la filosofía hace mucho tiempo: no me dedico a eso y no quiero usurpar funciones que no me corresponden. Si hubiera continuado en la carrera, habría sido maestra de filosofía, no filósofa. Ese es otro nivel. ¿Cuántos o cuántas hay por generación, por década, por siglo? Existe afortunadamente el consuelo de los híbridos, los géneros cruzados, los ensayistas que filosofan o, mejor, divagan fuera del marco de un sistema estricto. Pensar no es una especialización; lo hacemos todos, algunos con más o menos imaginación.

En lo que escribo se han de notar las huellas (o las cicatrices) de la filosofía. ¿Cómo evitarlo?

Quizá una de esas huellas sea que usted es una autora literaria que también escribe ensayo.

Tengo dos libros de ensayo. Uno sobre Mallarmé y su poética de la incomunicación que, paradójicamente, plantea por vía de una correspondencia muy comunicativa, cartas a uno de sus mejores amigos, donde Mallarmé insiste en que la poesía es inefable, está más allá de la escritura, en ese libro ausente que él nunca escribió, pero que ya ocupa un nicho en la historia de la poesía, una entrada en el canon. La obsesión de Mallarmé fundó una tradición en la poesía. El título de mi libro es La noche en blanco de Mallarmé.

El segundo es El libro de las explicaciones, una miscelánea de ensayos que arranca con uno sobre mi nombre tan inusual: Tedi, y luego se va hacia los libros y la adolescencia, el no tener hijos, los gatos, los celos, la compasión, la política, las buenas personas, la sabiduría, el pesimismo, la identidad.

Mucho antes de eso, tomó la decisión de elegir el idioma en el que iba a escribir.

Seguramente la primera parte de mi infancia transcurrió en inglés, con mi mamá, el idioma secreto que no entendía del todo bien mi papá. También era el idioma de los viajes a ver a mis abuelos gringos quienes nos regalaban juguetes recién inventados que podíamos presumir ante nuestros amigos en México. Sin embargo, poco a poco, fui percibiendo la mala conciencia del inglés, la relación áspera, violenta entre México y Estados Unidos; el inglés era un idioma culpable. Es muy distinto decir que eres franco–mexicana, incluso anglo–mexicana a decir que eres gringo–mexicana; te cae encima una lápida y te enredas en discusiones absurdas acerca de la barbarie de los gringos, su falta de historia, cómo ellos son “romanos” y nosotros (Rodó dixit) “griegos”: caramba.

Mi decisión de colocar el inglés detrás del español tuvo que ver con aquello de la identidad, una patria y no dos, sobre todo no esa. Me sumergí en el español e hice esfuerzos descomunales para borrar el inglés; fue una labor difícil, requirió una disciplina constante, muy neurótica, casi sicótica: retraducir el flujo de mi conciencia al español.

Ahora ya los dos idiomas conviven sin el menor problema, pero en ese entonces, en mi adolescencia, fue crucial declararle la guerra al inglés; lo cual no significa que dejé de leer en inglés, sino que mi cabeza —ese lugar que llamamos el fuero interno— tuvo que aprender a hablar consigo misma en español.

¿Usted cree que se puede hablar de filosofía mexicana?

No sé. ¿Leopoldo Zea es filosofía mexicana? Han pasado muchos años desde que dejé la filosofía. Es muy posible que haya una filosofía mexicana. Eduardo Nicol, Luis Villoro, Ramón Xirau, Carlos Pereda… Mi enumeración es limitada e injusta.

¿Hay una conciencia de género en su poesía?

Al margen de cualquier declaración mía, existe una literatura de género, una literatura feminista. No la practico. Diré lo obvio: soy una mujer que escribe. Desde ahí puedo plantear la cuestión de mi “género” como yo quiera.

Pero en nuestro país hay zonas no literarias donde ser mujer es una condición peligrosa, donde la violencia de género se ejerce con absoluta normalidad.

En este sentido, mis deliberaciones acerca de si elijo o no escribir “como mujer militante” suenan huecas, frívolas.

Hábleme de un libro fundamental para usted, Retrato del artista adolescente.

Retrato del artista adolescente, de James Joyce, fue el libro que me cambió la vida en la adolescencia. Se convirtió en mi manual de instrucciones; intenté imitar a Stephen Dedalus, ser ese personaje. No lo logré, pero sí tuve la experiencia de leer un libro como si hubiera sido una vida paralela. Me acompañó durante meses: mi mejor amigo. Habré tenido catorce o quince años. Hice una especie de propedéutica para parecerme a Dedalus. Incluso me separé de mis amigas: traté de dejar todo, cambiar mi vida. Mi papá tenía un cuarto en la azotea que había construido como estudio para él, pero yo le pedí permiso para usarlo como recámara y ahí empecé a entrenarme para ser Dedalus. Ya luego se restableció la normalidad, pero me costó trabajo. Al final escribí un largo ensayo sobre el tema en el Libro de las explicaciones.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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