Delitos y Cine: Variaciones Shakesperianas | Zero Grados

Delitos y Cine: Variaciones Shakesperianas

Jorge Marco, Julio Beltrán, Pablo Gracia//

En esta ocasión dedicamos nuestro artículo a la adaptación de un texto clásico. Adaptar una obra para el teatro o el cine de otra época impone desde el principio numerosas preguntas. ¿Qué nos puede interesar hoy día del texto original? ¿Cómo trasmitirlo ahora? Lo cual nos deriva a otra pregunta ¿Qué contexto histórico ilumina cada frase? Que a su vez nos deriva a otras preguntas. El tema ha sido objeto de incontables estudios, aunque aquí citaremos uno de los libros más reconocidos: Subsequent Performances, de Jonathan Miller, importante director de teatro que llevó a la televisión una inteligente adaptación de Alicia en el país de las maravillas en 1966.

Para ejemplificar las infinitas posibilidades de adaptación hemos decidido escoger al autor más llevado al cine, William Shakespeare.

En primer lugar, hay que recordar que Shakespeare estaba en la cota más alta de su fama (con incontables representaciones y traducciones) cuando se inventó el cine, pues el espíritu romántico del siglo XIX había reivindicado su obra por la presencia del misterio, la hipérbole, y el esplendor. No es de extrañar que los productores aprovecharan este tirón comercial igual que lo siguen haciendo hoy día.

La primera película rodada sobre un texto de Shakespeare de la que se tiene noticia es King John, filmada por Sir Herbert Beerbohm Tree ya en 1899. Y la primera en ser conservada es la adaptación de Romeo y Julieta, en 1908, interpretada por Florence Lawrence, considerada la primera estrella del cine. Dura unos quince minutos, como la mayoría de las cuatrocientas adaptaciones de Shakespeare que se realizaron durante el cine mudo. La mayoría consisten en un plano fijo por escena y su valor es más bien histórico en cuanto a documento de interpretación, escenografía, vestuario, etc. del teatro a principios del siglo XX.

A partir de aquí la lista de adaptaciones engloba a todo tipo de directores a lo largo de los cinco continentes. Nuestra selección abarca desde la inspiración de Anthony Mann en El hombre de Laramie (1955), a la adaptación de Hamlet por Kozintsev (1964) y a la actualización más comercial de Loncraine en Ricardo III (1995).

Hamlet (Grigori Kozintsev, 1964)

Parece que la mentalidad soviética tenía una conciencia de la repercusión pública del conflicto de Hamlet que los propios británicos, más individualistas, no han tenido. Por eso, por ejemplo, el Hamlet de Olivier o el de Kenneth Branagh se centra en el conflicto interno del protagonista, rodado en estudio con monólogos y abundancia de primeros planos.

En cambio, el Hamlet de Kozintsev destaca esta dimensión política tan importante. No resulta sorprendente si observamos la biografía de Grogori Kozintsev (1905-1973), director de cine que comenzó en el teatro, realizó varias películas de clara ambición política en los años treinta y se centró en adaptaciones literarias tras la segunda guerra mundial. Destacan Don Quixote (1957), Hamlet (1964) y Rey Lear (1970). Además, renueva la tradición soviética de combinar práctica con teoría cinematográfica con el libro Shakespeare: Time and Conscience, que incluye entradas de su diario de rodaje de esta película.

Shakespeare
Fotograma de Hamlet

 

En esta crítica vamos a señalar tres aspectos fundamentales con los que Kozintsev destaca este aspecto colectivo de Hamlet:

El primero es la adaptación dramatúrgica. La película retrasa el comienzo de la historia original para que veamos la llegada del nuevo rey al castillo y la grandiosa decoración para recibirle. También se añade el discurso del nuevo rey al pueblo anunciando la boda, la populosa embajada de personas que andan por el castillo hablando en varios idiomas, etc. Después, se prescinde de la primera escena original donde el fantasma se presenta a los guardias, y en su lugar vemos cómo estos avisan escuetamente a Hamlet y este ya se presenta esa noche delante del fantasma. Esto es semejante a la adaptación del Rey Lear del propio Kozintsev, que comienza con la llegada de miles de personas para escuchar la decisión del rey, ilustrando así la importancia popular de lo que ocurre. A lo largo de la película veremos grandes grupos de figurantes que representan el interés político de lo que sucede.

Otra decisión para reforzar la dimensión pública es la localización real y el uso de exteriores. Se insiste en la gran apertura de espacios, así como en el aislamiento del castillo donde el pueblo está sometido a la corrupción de los gobernantes. Con ello se podía identificar el espectador soviético, así como con las alusiones a las numerosas estatuas de Claudius que nos pueden recordar al realismo socialista de Stalin. Por otra parte, en el texto de Hamlet los elementos naturales aportan ese clima de tragedia, que aquí se mantienen a través de la insistencia en los distintos elementos naturales: Fuego (las hogueras, velas), agua (el pozo, la orilla del mar, con gran presencia en la aparición del fantasma), aire (reflejado en las olas y el movimiento de las enormes cortinas), luz (reforzado por el blanco y negro) y tierra (la tierra excavada del cementerio, la piedra del castillo y las rocas de los acantilados, que en varios planos secuencia como en la muerte de Hamlet terminan ocupando la pantalla, cuya imagen rota es casi sensorial). Esta insistencia en las fuerzas naturales dan una causa más metafísica a la tragedia de Hamlet, como fuerzas externas y superiores que él intenta combatir. Al contrario, la lectura de Olivier era This is the tragedy of a man who could not make up his mind, y por tanto sus fondos naturales aparecen como meros fondos de pantalla.

Por último, la amplitud de los exteriores contrasta con la opresión en castillo, donde además de ser espacios cerrados muchos personajes aparecen tras barandillas de escaleras o barras de madera. De ahí, por ejemplo, que el to be or not to be de Hamlet en voz en off mientras pasea por la orilla genere por contraste ese doloroso anhelo de paz.

El tercer recurso para ampliar la conciencia colectiva es la apertura de plano: El formato Sovscope de 2.35:1 en 70 mm crea una horizontalidad y amplitud poblada por numerosos personajes. Esto insiste en la innumerable repercusión del conflicto que sucede en palacio (el propio Kozintsev dijo que la prisión de Hamlet no era de piedra o hierro, sino de personas), a la vez que se genera un ritmo muy calculado a través de una puesta en escena milimétrica, siempre con movimiento dentro del plano, propia de un director en plenas facultades. Nos alejamos así del estático plano contraplano, que apenas se utiliza, y nos quedamos con largos planos secuencia cuyo montaje resulta a veces inesperado (como el plano desde el interior de la carroza de los comediantes), y vivaz con la aceleración de los cortes en escenas de acción, como la representación teatral o el duelo final.

En la interpretación destaca Ofelia, presentada en su clase de baile como una adolescente inteligente, habilidosa y encantadora, que quiere disfrutar de la vida pero que no sabe bien qué pensar entre los consejos que su padre y su hermano le dan sobre Hamlet y lo que le dicta su propio corazón. Su transición a la locura corriendo por los pasillos bajo el velo negro y en su encorsetado vestido de luto es sobrecogedora. También es bellísimo el momento en el que ella vuelve a bailar el tema musical de sus lecciones de danza, pero ahora de forma discordante.

Sin duda también destaca la interpretación de Hamlet por parte de Smoktunosvmy, actor con una larga experiencia en teatro y que realiza sorprendentemente una expresión más expresiva en la cordura y contenida en la locura.

Otro elemento de gran importancia es la música de Shostakovich, capaz de generar tanto la impresión de rotundidad y gravedad, propia de los cañones que suenan en las festividades, como la de ligereza con el cémbalo en las lecciones de Ofelia. A veces tiene una importancia narrativa fundamental, como en la segunda y apabullante aparición del fantasma en la habitación de Gertrudis, que Kozinstev decide sugerir con un primer plano de Hamlet y el tema musical del fantasma.

En resumen, este es un ejemplo perfecto de adaptar un clásico y retratar a la vez la época contemporánea, ya que no puede haber una película más soviética que este gran Hamlet de Kozintsev.

The Man from Laramie (Anthony Mann, 1955)

¿El Rey Lear en el Oeste? Aunque parezca la premisa de una parodia, a mediados de la década de los cincuenta el experimentado director estadounidense Anthony Mann decidió cambiar las brumosas tierras de Escocia o los castillos daneses propios de las tragedias de Shakespeare por el desértico paisaje del oeste norteamericano. Y no lo hacía solo, le acompañaba uno de los más conocidos rostros del star-system hollywoodiense de la época: James Stewart.

Esta sería la última colaboración entre ambos, dejando tras de sí una serie de westerns —cinco en total— en los que el rostro bonachón e inocente de Stewart se fue convirtiendo progresivamente en una expresión taciturna y oscura. Sólo John Ford se atrevería, años más tarde, a mostrar todas las aristas del intérprete con un personaje que si bien en sí no es malvado, sí tiene mucho más claroscuros que los papeles habituales del actor.

Shakespeare
Cartel de The man from Laramie

En The Man from Laramie, Mann traslada algunas de las señas de identidad en las obras del dramaturgo inglés —como las conspiraciones familiares, la traición y la venganza— a un pequeño poblado de Nuevo México a inicios de la década de 1870. El asentamiento está regido por el terrateniente Alec Waggoman, y si el monarca de El Rey Lear debía repartir la herencia entre sus hijas, aquí el hacendado se encuentra ante el problema de qué legado dejar tras su muerte. Por una parte, está su amado hijo con tendencias al sadismo porque se sabe poderoso, y por otro su mano derecha, convertido casi en un segundo vástago y que en principio parece demostrar muchas mejores dotes a la hora de cómo gestionar los vastísimos terrenos de su propiedad. Poco a poco se irá descubriendo que ese no querer ver el tipo de personas que tiene alrededor se convertirá en una ceguera auténtica. Como en El Rey Lear, el falso amor también será producto de las desgracias venideras.

En medio de este drama familiar aparece James Stewart convertido en un forastero de Laramie. Su único objetivo, detrás de una fachada de humilde comerciante, es averiguar quién es el responsable de vender de manera ilegal rifles de repetición a los apaches, ya que gracias a ello su hermano murió en un encontronazo con los nativos. El caldo de cultivo está preparado para que todo estalle por los aires.

Si bien conforme avanza la película los caminos que toma se desvían de los que siguió la pluma de Shakespeare en su momento, han sido muchos los que han visto las similitudes entre la dramaturgia del inglés y su puesta en escena como “película de vaqueros”. No hay que olvidar que el propio Anthony Mann estuvo tratando de adaptar algunos trabajos de Shakespeare y que, aunque no lo conisguió, sí dejó varias referencias y situaciones que parecen sacadas del imaginario del dramaturgo. Por ejemplo, en un momento dado, Waggoman le comenta a Will Lockhart —James Stewart— que sueña recurrentemente con una figura extraña que pondrá fin a la vida de su hijo, por lo que teme que sea el recién llegado de Laramie quien se convierta en el ejecutor de su heredero.

Fotograma de The man from Laramie

El cineasta estadounidense, además de construir una simbiosis compleja entre Shakespeare y los códigos del western, rodó la película con el sistema Cinemascope, convirtiéndose así en la primera película del género realizada en formato panorámico. Un elemento fundamental que sin duda contribuye a dar todavía más importancia al paisaje —algo clave en las películas del Oeste— puesto que parece aplastar a unos personajes ya de por sí arrastrados por su destino. Los seres de la película, encajonados entre ese inmenso horizonte de cielos nublados y tierra seca, parecen haberse fundido con los valles rocosos y las planicies áridas adoptando así una especie de postura casi mineral, obligados a permanecer en el camino que parecían tener escrito. No se sabe exactamente cuánto tiempo lleva Lockhart buscando al culpable de la muerte de su hermano, pero a cada momento se advierte que su afán sólo le ha traído un costoso esfuerzo y un inmenso dolor.

Y es que The Man from Laramie termina siendo un film extraño, lleno de elipsis y cuya trama se desarrolla más como historia policíaca e intriga familiar que como auténtico western. Sin hablar demasiado se dicen muchas cosas, y de manera algo circunstancial se reflexiona sobre la creación de los emporios familiares de la época, el racismo —uno de los compañeros de Stewart, mitad irlandés y mitad indio, recuerda en cierto momento que su madre le dijo que por su mezcla siempre tendría dos lugares a los que pertenecer, cuando en realidad ha comprobado que no corresponde a ninguno—, o la envidia.

Sí que, como cabía esperar, la cosa no termina como en las obras de Shakespeare —al fin y al cabo, estamos en Hollywood— y cuando la ceguera parece ya fulminante tras la muerte de su hijo, Alec Waggoman parece ver mejor que nunca. Aun así, tras comprender que esa figura extraña de su sueño provenía de su propia casa y que alguien muy cercano a él parece estar detrás de los tratos con los nativos que han terminado por traer a ese a Lockhart hasta Nuevo México, pronuncia algo digno de la mejor prosa del dramaturgo inglés: “Quiero saber si al que he enterrado es mi hijo o un completo extraño”.

Siempre se hace difícil hablar de ciertas películas, sobre todo cuando debajo de su “simple trama” subyacen temas e ideas tan complejas como las que se han tratado de plantear aquí. Pero si a esto se le une su origen como una adaptación encubierta del trabajo de William Shakespeare —seguramente unas de las personalidades más reconocidas de la historia mundial— el problema se eleva al cubo. En última instancia, sólo queda disfrutar de una película que demuestra todo de lo que era capaz el mejor cine clásico del momento a la hora de acarrear todas las complejidades que uno pueda imaginar dentro de una historia accesible para cualquiera. Y encima en clave de western. El último film en el que se pueden leer juntos los nombres de Anthony Mann y James Stewart no podía aspirar a menos.

Ricardo III (Richard Loncraine, 1995)

William Shakespeare se ha erigido, a lo largo de los últimos siglos, como uno de los autores más célebres e influyentes de la historia. Esto se lo debe, entre muchas otras virtudes, a la universalidad de sus obras. Si bien el dramaturgo dotaba de gran importancia a sus escenarios y ambientaciones literarias, los temas que en estas obras se trataban trascienden el tiempo y el espacio para acercarse a la esencia del alma humana. El amor, la ambición, la venganza, los celos, la soledad… cualquier individuo, más allá de su contexto histórico y cultural, reconoce estas cuestiones y, probablemente, se verá cautivado por la maestría y delicadeza con las que son tratadas en sus obras.

Esta película es un vivo ejemplo de lo expuesto. Ricardo III es una adaptación razonablemente fiel a la obra original de Shakespeare excepto por la atrevida sustitución del escenario histórico y político. Las lanzas se transforman en fusiles, las coronas en cascos militares y los caballos en carros blindados. La Inglaterra medieval que imaginó Shakespeare viaja en el tiempo hasta una hipotética dictadura fascista en el Reino Unido de principios del siglo XX.

Shakespeare
Fotograma de Ricardo III

La trama se centra en Ricardo de Gloucester, un viperino y astuto tullido que comenzará a conspirar contra su hermano, el rey Eduardo IV, con el objetivo de suplantarlo en el poder. Bajo las deformaciones de su cuerpo y una apariencia social virtuosa y amable, Ricardo esconde una maldad y un cinismo sin límites que le llevarán a violar todas las leyes morales que se interpongan entre él y su insaciable ambición. El baño de sangre salpica a todas las esferas de poder, incluida su familia, que en un primer momento ni siquiera entienden el origen de las desgracias que los asolan. En su descenso hacia los más profundos estratos de la maldad humana, Ricardo comienza a sentir el peso de sus pecados y el tormentoso miedo hacia un posible castigo.

En el apartado creativo, lo primero a destacar sería el profundo cariño que irradia el trabajo de Ian McKellen, que, además de dar vida a Ricardo y dotarlo de un carisma y una energía electrizantes, es el guionista de la película. No es raro que el director, Richard Loncraine, confiara la adaptación del texto de Shakespeare a McKellen, ya que este último se dio a conocer en el mundo del teatro gracias a sus exitosas interpretaciones en las tragedias shakespearianas. De este modo, McKellen decide mantenerse fiel a la prosa y verso de Shakespeare, pero inunda la obra de modernidad, llenando los escenarios de emblemas y uniformes militares del siglo XX y haciendo claras alusiones a las dictaduras fascistas que, en aquellos años, aterrorizaban al mundo.

Esta decisión no solo sota a la película de personalidad y carisma, sino también de nuevas lecturas que enriquecen a la obra original. Primeramente, Al ver el teatro de Shakespeare funcionar tan bien en un contexto que le es completamente ajeno, se alude a esta idea de la universalidad de los temas shakespearianos ya mencionada. También a la universalidad del mal, encarnada por un Ricardo moderno, con rasgos hitlerianos, cuyas artimañas y perversiones morales se muestran igualmente eficaces al margen de los entornos históricos. Como decía Machado: “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”.

Fotograma de Ricardo III

Además, combinar un escenario moderno con un texto mucho más clásico nos brinda escenas muy icónicas y extravagantes. Escuchar a Ricardo III gritar “¡Mi reino por un caballo!” en medio de una batalla entre carros blindados o ver a líderes fascistas preocupados por la maldición de una bruja puede parecer hilarante, pero es un recurso bastante astuto que, además de cautivador, recuerda al espectador que lo que está viendo es la adaptación de una obra anterior.

Ricardo III es una iniciación perfecta para quienes quieran una introducción moderna y original a las obras de uno de literatos más célebres de todos los tiempos. En cualquier caso, simplemente el hecho de disfrutar esta tragedia de la mano de un artista tan extravagante, apasionado como Ian McKellen, que nos contagia su pasión por el texto original, ya debería ser razón suficiente para animarse a verla.

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