El gran Gatsby | Crítica | Película

El gran Gatsby

A life lived in fear is a life half lived Por Fernando Solla

“The greatest thing you’ll ever learn

Is just to love and be love in return…”Ewan McGregor en Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001)

“No podemos repetir el pasado” le dice Nick Carraway (Tobey Maguire) a un flamante Jay Gatsby (Leonardo Dicaprio), a lo que este último responde convencido: “Por supuesto que podemos.” Y sí, esta vez sí. Después del profundo bache que supuso Australia (2008), pero sin renunciar a algunos elementos de atrezzo y vestuario de su anterior y fallida propuesta, Baz Luhrmann vuelve a lo que mejor sabe hacer: adueñarse de una historia de otro, en este caso de la catalogada casi unánimemente como “la gran novela americana” El gran Gatsby (The Great Gatsby, F. Scott Fitzgerald, 1925), para montar una gran fiesta cinematográfica y transgredir formalmente el material original de tal manera que, curiosamente y como ya ocurriera con Romeo + Julieta (Romeo + Juliet, 1996), se muestra en esencia más fiel de lo que puede parecer a simple vista, quizá el que más. En esta ocasión, Luhrmann no parece necesitar el favor de la crítica para reventar taquillas. Y aunque si bien es cierto que esta propuesta de adaptación necesita de los espectadores que ya conozcan el material original para poder seguir la historia, quedándose ciertos e importantes aspectos mostrados o apuntados, pero nunca explicados detalladamente ni desarrollados, el resultado es, de nuevo, verdaderamente deslumbrante.

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Ya desde el principio Luhrmann, con esa conversión del logo de la Warner Bros de poroso blanco y negro a reluciente y digitalizado color dorado, muestra sus cartas y nos avisa de dónde nos estamos metiendo. Quizá por su experiencia en el ámbito publicitario, el realizador sabe que el mejor anuncio para su película es su propio sello y continúa, una vez más, estableciendo conectores entre sus cinco largometrajes. Más por compromiso o coherencia artística (si es que eso existe) que por el enésimo acto ególatra, el cineasta reduce o comprime los grandes temas que trata en su obra, vertebrando el argumento a partir de uno o dos conceptos y en El gran Gatsby, a pesar del efervescente y atiborrado desenfreno e inevitable drama, lo que prima es la ilusión y la esperanza, en respuesta (o completando) los cuatro ideales bohemios de Moulin Rouge (2001): Freedom, Beauty, Truth and Love. Del mismo modo que hacen los dramaturgos contemporáneos con los grandes textos universales (nuestro hombre también es un experto sobre las tablas), Luhrmann construye enormes decorados/escenografías interiores que completa con imposibles exteriores reinventados, reconstruidos y reimaginados digitalmente. De una pista de baile pasamos a Verona Beach, al parisino distrito de Montmartre, el desierto australiano y, ahora, una esplendorosa mansión en Long Island, el puente de Queensboro o Times Square. El realizador es el mejor adaptador posible de la impostura teatral al lenguaje cinematográfico, escenificando (como vemos durante la larguísima fiesta en la mansión de Gatsby, que sirve de brillante presentación del anfitrión) de alguna manera tanto la vorágine que presuponemos a la época así como el desconcierto del personaje interpretado por Maguire, interiorizando su desconcierto y asimilándolo como propio.

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Cuando Luhrmann dirige nos deslumbra, pero cuando es el guionista temblamos. Quedó claro con Australia y aunque en la película que nos ocupa sigue siendo ésta su labor menos lograda, nos gusta descubrir plano tras plano, escena tras escena y secuencia tras secuencia lo meticuloso de su trabajo y el esfuerzo por conseguir que el envoltorio no sofoque el contenido y que el sentido de la historia cale en los espectadores, superando el simple ejercicio de estilo. Para este menester es crucial el apoyo y supervisión desde la retaguardia de Fitzgerald, ayuda inestimable para conseguir que a partir de un caso individual o historia particular (la de Gatsby) nos impregnemos, cual síntoma hipocondríaco, del estado anímico, moralmente corrupto, del estrato más acomodado de la sociedad norteamericana de los años veinte del siglo pasado, sin olvidar a los igualmente degradados y, aunque sumisos, tanto o más desesperados integrantes de los sectores más modestos. ¿Cómo lo consigue? Ya hemos dicho que Luhrmann hiperboliza hasta el extremo, pero siempre centrándose en pocos elementos. En este caso, mediante el narrador protagonista (secundario) y la explotación del arquetipo, especialmente en el caso de los personajes secundarios, pero también en el de los protagonistas.

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Nick Carraway será quien nos guíe durante las dos horas y media de metraje. Convertido en alter ego y voz tanto de Fitzgerlad como de Luhrmann, Tobey Maguire realiza una interpretación adecuada, ajustada y plenamente consciente de su función secundaria. Como ya ocurriera con el Christian de Ewan McGregor en Moulin Rouge, Nick necesita transformar en palabras la historia que le obsesiona para entenderla y hacerla suya una vez ya la ha vivido, ya que hasta el momento se sentía como un personaje más de tantos cuantos deambulaban por allí, inconsciente y externo a su individualidad (qué bien plasmada esa sensación con la secuencia/retablo de esa primera fiesta en la que Maguire se asoma a una ventana y contempla la intimidad de varios vecinos desde una ventana, a ritmo de jazz, a la vez que es observado por sí mismo desde la calle). Será únicamente lo que ven los ojos de Nick lo que el espectador conocerá de Gatsby, transmitiendo así el misterio, y especialmente, la admiración del primero hacia el segundo y utilizando cinematográficamente la amistad que une a ambos actores en la vida real.

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El mayor acierto de El gran Gatsby es, sin duda, la elección de Leonardo Dicaprio para el papel protagonista.

Luhrmann requiere no sólo sus dotes interpretativas, sino también su condición de galán y estrella cinematográfica, fusionando actor, intérprete y personaje, a lo que Dicaprio responde con un trabajo superior al material que se la ha proporcionado. Rememorando escenas y gestos de Romeo + Julieta, el protagonista nos desmonta tanto o más que a Daisy Buchanan (una Carey Mulligan que en esta ocasión no consigue superar con su interpretación, quizá demasiado intuitiva para una propuesta como la que nos ocupa, lo antipático que nos resulta su personaje) con su mirada y actúa con esa sonrisa que le sirve de coraza y hasta con el peinado, triunfando sobre todas sus escenas en este encuentro forzado en casa de Carraway con su amada, escena cumbre en la que muy acertadamente todos los implicados en el proyecto nos brindan un momento cómico para la posteridad, para aligerar la intensidad del momento. Como Romeo buscando a Julieta, como Christian buscando a Satine, Jay (Gatsby) acudirá ante Daisy empapado por una lluvia que potenciará el efecto dramático a través de la estética, algo que sumado a la explotación que Dicaprio realiza de su arquetípico (al menos hasta el momento) personaje, conseguirá que todos los que todavía no lo habíamos hecho nos metamos en su bolsillo sin dudarlo.

Mención para el tratamiento saturado y envejecido de algunas imágenes, que más enfáticamente en el principio pero esporádicamente durante todo el largometraje, nos recuerdan en qué época y en qué contexto nos encontramos, especialmente para mostrar el fervor bursátil y la explotación de los recursos naturales para poder alimentar toda la locura orgiástica y excesiva de nuestros adinerados protagonistas, mostrado durante esas carreras en las que para llegar a Manhattan hay que atravesar el desierto de carbón y ceniza donde viven los más desdichados que, como la gasolina que proveen, servirán de combustible (tanto sus cuerpos, almas como sentimientos) para alimentar a la gran ciudad. Y más destacable todavía el uso que se hace de la música y su poder evocador. Muy buena selección y todavía más honesta utilización. Luhrmann es plenamente consciente de los sellos discográficos ya se encargarán de vender la banda sonora y él se limita a incluir un fragmento, a veces simplemente un verso o frase, para evocar y sugerir y para definir a un personaje o contextualizar una escena. De este modo, sonará tanto Let’s Misbehave de Cole Porter como Crazy in Love de Beyoncé, nunca en su versión original, versionando esta última a Amy Winehouse y siendo versionada por Emili Sandé. Escucharemos escasos segundo de Empire State of Mind de Alicia Keys pero no renunciaremos a un tema que servirá de hilo conductor cada vez que el protagonista lo requiera. Realmente espectacular.

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Finalmente, nos rendimos antes esa lluvia de letras mediante la que Gatsby pasará a ser el gran Gatsby y cómo se muestra en pantalla y aplaudiremos el riesgo asumido por Luhrmann al situarnos cronológicamente en el estado de ánimo de la, repetimos, inmensa interpretación de Dicaprio, que empezando por el ritmo y nivel de euforia desaforado inicial (con planos que no duran más de dos o tres segundos) se irá relajando y deshinchando progresivamente. Insistimos, no el nivel o calidad de la película, sino el estado de ánimo tanto del personaje como de los espectadores, convirtiendo un teléfono y una intermitente aunque insistente luz verde (ya en Moulin Rouge el verde era el color de la absenta que desencadenaba la acción), aquí resumen y emblema de toda la película: ilusión y esperanza. La de Gatsby y la nuestra. No se la pierdan.

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