Coriolanus | Crítica | Película

Coriolanus

Go and be ruled Por Fernando Solla

“Aquello que llamamos opinión pública es una opinión mediática creada por la educación y los medios. Ambas cosas controladas por el poder. Nada más…”José Luis Sampedro (escritor, humanista y economista)

What’s the news in Rome? A estas alturas pocos dudarán que Shakespeare sea uno de los autores con más vigencia en cualquiera de las épocas en las que se represente. Su universalidad trasciende no sólo las barreras temporales, sino también las culturales y sociales. Así mismo, hace tiempo ya que el interés que suscita en dramaturgos y cineastas ha sobrepasado los márgenes argumentales y esenciales para intentar trasladar el mundo del ilustre bardo a la actualidad, en algunos casos, o al menos tiñéndolos de contemporaneidad o acercando algunos siglos sus historias y personajes. Muchos han sido los que lo han intentado y unos pocos los que lo han conseguido. Ejemplos varios y referentes múltiples: Orson Welles, Kenneth Branagh, Baz Luhrmann… Y ahora Ralph Fiennes, que consigue con Coriolanus una película notable, una adaptación efectiva, una conceptualización interesante, un discurso elocuente y directo (gran acierto mantener el texto en su forma original ya que no se nos ocurre mejor guionista para la ocasión que el mismísimo autor) y, a pesar de todos estos logros, el novel realizador no consigue la rotundidad que presuponíamos a la ocasión. Una adaptación próxima, cercana al pueblo (y por tanto al original), que invita al debate sin renunciar a la intriga de la historia que se está contando. ¿Qué pasaría si Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007) transformara su guerra corporativa en algo más política (si es que no es lo mismo) y se trasladara a la Península Balcánica? La respuesta es Coriolanus, de Ralph Fiennes.

Quizá para aquellos espectadores no habituados a las intensas jornadas teatrales planteadas en nuestros escenarios por dramaturgos como Calixto Bieito, Josep Maria Mestres, Andrés Lima y la troupe de Animalario y, sobretodo, Àlex Rigola, el punto de vista ofrecido por Fiennes puede que cause sorpresa y que su planteamiento, tanto argumental como artístico, genere debate y hasta controversia. Como decíamos una versión / visión muy interesante, con un desarrollo sobre el que en ningún momento planea un atisbo de contradicción, pero complementario a otros puntos de vista, más que definitivo o definitorio para (o de) la partida de origen. La esencia del teatro es la palabra, como bien entendió el nombrado Rigola en su Coriolà, visto la temporada pasada en el Teatre LLiure barcelonés, que renunció a prácticamente toda la escenografía hasta reducirla, precisamente, a una sola palabra: DEMOCRACY. Palabra convertida para la celebrada ocasión en una especie de tótem móvil que giraba sobre sí mismo (en sentido anverso e inverso) y que se iluminaba proyectando una luz blanca y cegadora, no apta para propensos a la epilepsia. En cine, en cambio, una imagen vale más que mil palabras, y aunque Fiennes (sin renunciar al texto) ha entendido muy bien la premisa, no ha terminado de conseguir que uno solo de los desangeladamente poéticos y hermosamente sórdidos fotogramas nos impacte tanto (ya no más) que su retórica. A pesar de ello, repetimos, nos encontramos ante una versión cinematográfica altamente notable, cuya mayor virtud es la cohesión formal y coherencia estilística. Aun así, el largometraje (como muchos montajes teatrales) corre el riesgo de reducir la esencia shakesperiana a un concepto o idea que, aunque estimulante, suele homogeneizar y agrupar el legado de los más destacados autores, en detrimento de que éstos destaquen por los rasgos propios que los convierten en únicos, además de universales.

Pongamos como ejemplo no sólo la adaptación, sino también la interpretación que el mismo Fiennes se reserva de Caius Martius Coriolanus, o la del antagónico y, a su vez, complementario Tullus Aufidius de un inspirado Gerard Butler. Técnicamente excelentes, intensas e (inesperadamente) espontáneas, para nada sobreactuadas y esencial y conceptualmente eclécticas. Y a pesar de sus méritos, resultarían igual de convincentes, pongamos por ejemplo, en una adaptación de cualquiera de las piezas del realista Henrik Ibsen, que nos invitaba a “vivir y luchar contra los fantasmas que asaltan nuestro cerebro y nuestro corazón, ser libres y erigirnos en el alto tribunal de nosotros mismos…” o, incluso, servirían para una nueva versión cinematográfica de los trabajos de Oscar Wilde, para quien “el mundo es el mismo para todos, y el bien y el mal, el pecado y la inocencia, se pasean cogidos de la mano. Cerrar los ojos a una mitad de la vida para poder vivir tranquilo es como ponerse una venda en los ojos para caminar más seguro por un terreno de pozos y precipicios…”. Autores universales, sí, pero también únicos. Y esa exclusividad o genuinidad es lo que hace tiempo que estamos perdiendo.

El caso de Coriolanus no es para nada un agravante al respecto, aunque sí que se muestra cómplice con esta tendencia unificadora, pacificando la fuerza retórica y poética de Shakespeare.

Parece ser que Ralph Fiennes interpretó el papel titular sobre las tablas londinenses, hace aproximadamente dos décadas. Según las crónicas de la época, la adaptación no terminó de conectar con los espectadores y, obviando que Coriolanus no es una de las obras más conocidas (ni mejor valoradas) de sir William, el actor y realizador decidió someterse de nuevo a las tribulaciones de su personaje, quien tras vencer a los invasores volcos, regresa a Roma como un gran triunfador. Sus políticas y su manera de dirigirse al pueblo lo convertirán en un representante impopular entre sus conciudadanos, provocando su exilio. Reflexionando sobre la esencia y la legitimidad del poder y de quien está capacitado para ejercerlo, Caius Martius, alias Coriolanus, se unirá a sus enemigos volcos para atacar Roma y aparentemente actuará bajo las órdenes de su rey, Tullus Aufidius (Butler). Desoyendo las súplicas de su madre, esposa (estelar Vanessa Redgrave y destacable Jessica Chastain) e hijo, Coriolanus vencerá a su pueblo, pero, al llegar a las puertas de Roma, dudará, una vez más, entre mantener su orgullo o defender su patriotismo.

Fiennes acierta en trasladar la acción al exterior, a la calle. La seguimos llamando Roma, pero lo que vemos nos remite a las tierras de la antigua Yugoslavia. ¿Quizá que el conflicto balcánico coincidiera cronológicamente con la primera toma de contacto del intérprete con su personaje haya sido el principal motor de la presente puesta en escena? Más que probable. El senado ha sido encarcelado en un plató televisivo y todo el largometraje está formateado como si de una crónica de guerra se tratara, como de un especial televisado, un reportaje repartido en las distintas crónicas y noticias en que se divide un telediario. Y una vez más, aunque hábil, efectiva y a momentos hipnótica la propuesta del realizador nos parece muy hábil desde un punto de vista argumentalmente evolutivo, pero poco genuino o exclusivo.

En cambio, en lo que sí ha triunfado Ralph Fiennes es en la congruencia alegórica del mensaje que sirve de premisa para iniciar un interesante y rabiosamente actual (necesario, aunque lastimosamente algo trillado en la actualidad) debate político. Y para mostrarse objetivo e imparcial usa las palabras de otro, de un erudito y universalmente eminente sabio conocedor de la sociedad que le rodeaba: William Shakespeare. Un grupo social descrito colectivamente (valga la redundancia) a partir del desglose del alma de uno solo. Un sistema común en cuya definición es inherente su fracaso. ¿Es la democracia el mejor sistema posible? ¿Nos satisface? ¿Nos decepciona? ¿Nos causa indignación? ¿Es justa? Estamos habituados (qué lástima no poder decir hartos o molestos) a ver como reforzamos unos partidos políticos y debilitamos otros que no nos gustan sin ton ni son, sin criterio ni conocimiento alguno o suficiente. ¿Cuál es la democracia que queremos? ¿La que encabeza el poder político o judicial? ¿Es el pueblo soberano? ¿Soberano de qué? ¿Está capacitado para serlo? ¿Por qué entonces se le ofrece la posibilidad de dar resoluciones al pueblo llano? Vista la abstención generalizada en las elecciones, si no estamos satisfechos con el sistema actual, ¿hay que cambiarlo? Preguntas no siempre fáciles, a través de las que Fiennes hace suyas las palabras de Shakespeare / Coriolanus para denunciar a ese “doble gobierno donde hay una parte que menosprecia con razón y otra parte que insulta sin fundamento y donde el entendimiento se tiene que someter al sí y al no de la masa ignorante que margina siempre las necesidades reales para dar paso a la frivolidad más inestable”. ¿Disponen los ciudadanos de suficiente conocimiento o hay que enseñarles? ¿No es ésa precisamente la obligación del político y, a la vez, el arma que le arrebata su poder? ¿Enseñarnos a escoger o anularnos como seres pensantes?

Para terminar, más vale que  nos vayamos enterando: la auténtica democracia no ha muerto. Simplemente, nunca ha existido, ya que si tenemos en cuenta a cada una de las individualidades que la componen, veremos que cualquier acuerdo implica una renuncia, y por tanto una represión (infligida voluntariamente) de los impulsos naturales que nos definen a cada uno de nosotros mismos, seres que formamos una sociedad a partir de la negación de cada uno de sus miembros. ¿Ser conscientes de la mentira nos hace mejores o simplemente nos da legitimidad para seguir jugando al juego de la democracia? Fiennes parece ser consciente y abre el debate, apelando (¿no habíamos dicho que no lo teníamos?) al pensamiento crítico, sin intención aleccionadora ni moralizante, aunque consciente, eso sí, que un derecho anula otro derecho y la fuerza se vence con más fuerza. Pasamos el turno de palabra a los espectadores y esperamos nuevos trabajos como realizador de Ralph Fiennes, que lejos de amedrentarse ante la encomienda ni ante nombres precedentes, ha realizado un trabajo valioso y muy pero que muy interesante. Brush up your Shakespeare!

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