(PDF) Benito Perez Galdos Cuentos completos | Alvaro Morel - Academia.edu
Si leer a Galdós constituye siempre un placer, es posible que para muchos lectores esta recopilación se convierta incluso en un auténtico descubrimiento. Y es que la extraordinaria magnitud de la obra novelística de Don Benito resulta en buena parte responsable del oscurecimiento, cercano al olvido, que ha sufrido hasta nuestros días su producción de cuentos o relatos breves. Sin embargo, se trata de un conjunto más que estimable, no tanto por cantidad como por calidad, en el que brillan con luz propia muchas páginas imperecederas, que revelan la poderosísima vena fantástica del autor. Benito Pérez Galdós Cuentos completos ePub r1.0 Titivillus 04.03.2021 Título original: Cuentos completos Benito Pérez Galdós, 2013 Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 Índice de contenido Cubierta Cuentos completos Lista completa de relatos Lista de relatos fantásticos Preámbulo Galdós y el cuento Clasificación de los cuentos Primera etapa Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco Capítulo I Capítulo II Tertulias de El Ómnibus Una noche a bordo Una industria que vive de la muerte I II III IV V VI Crónicas futuras de Gran Canaria Necrología de un prototipo I II III IV V VI VII Manicomio político-social Jaula I: El neo Jaula II: El filósofo materialista Jaula III: Don Juan Jaula IV: El espiritista La conjuración de las palabras Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870 Un tribunal literario I II III IV V El artículo de fondo I II III IV La mujer del filósofo La novela en el tranvía I II III IV V VI VII La pluma en el viento o el viaje de la vida Introducción Canto primero Canto segundo Canto tercero Canto cuarto Canto quinto Aquel Una historia que parece cuento o cuento que parece historia Escena I Escena II Segunda etapa La Mula y el Buey I II III IV V VI VII VIII IX X XI La princesa y el granuja I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV Theros I II III IV V VI VII VIII IX Junio I II III IV V VI Trompiquillos I II III IV V VI VII Celín Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII ¿Dónde está mi cabeza? I II III IV V VI El pórtico de la gloria I II III III Rompecabezas I II III Fumándose las colonias Ciudades viejas: El Toboso I II Autor Notas Lista completa de relatos Primera etapa (1861 —1872): Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco (1861). Tertulias de El Ómnibus (1862). Una noche a bordo (1864) Una industria que vive de la muerte (1865) Crónicas futuras de Gran Canaria (1866) Necrología de un prototipo (1866) Manicomio político-social (1868) La conjuración de las palabras (1868) Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870 (1870) Un tribunal literario o Una especie de novela (1871) El artículo de fondo (1871-) La mujer del filósofo (1871) La novela en el tranvía (1871) La pluma en el viento, o el viaje de la vida (1872) Aquél (1872). Una historia que parece cuento o cuento que parece historia (1873) Segunda etapa (1876 - 1915): La Mula y el Buey (1876) La princesa y el granuja (1876) Theros (1877) Junio (1878) Trompiquillos (1884) Celín (1887) ¿Dónde está mi cabeza? (1892) El pórtico de la gloria (1896) Rompecabezas (1897) Fumándose las colonias (1898) Ciudades viejas: El Toboso (1915) Lista de relatos fantásticos Primera etapa (1861 —1872): Una industria que vive de la muerte (1865) La conjuración de las palabras (1868) La novela en el tranvía (1871) La pluma en el viento, o el viaje de la vida (1872) Segunda etapa (1876 - 1915): La Mula y el Buey (1876) La princesa y el granuja (1876) Theros (1877) Trompiquillos (1884) Celín (1887) ¿Dónde está mi cabeza? (1892) El pórtico de la Gloria (1896) Rompecabezas (1897) Preámbulo Apuntamos en el párrafo anterior la denominación de «cuentos o relatos breves», para los textos de este volumen, soslayando con esa dicotomía la indefinición de nomenclatura que era (y es) proverbial respecto a este tipo de narraciones. Casi todos ellos nacieron enmarcados en los espacios de la prensa periodística de la segunda mitad del siglo XIX, aquella que afrontó los límites borrosos entre un artículo (se le llamó «boceto», «cuadro», «apunte», entre otros sinónimos usuales) y un cuento («leyenda», «relato», «historia», «episodio», «narración», «anécdota», «fábula», etc.). No es difícil hoy, sin embargo, discernir en aquella prensa entre un artículo estricto, otro que nacido como tal se resuelve en discurso narrativo, y los textos que albergó la prensa nacidos de la imaginación creativa como relatos de extensión más o menos breve: cuentos o novelas cortas podrían llamarse; o relatos breves, o fábulas. Llamémosles cuentos, de modo genérico, utilizando esa sustantivación activa de la acción de contar con suspicacias abiertas a la invención y la mentira; o relatos, concepto que parece dilatar el campo de las significaciones hacia la morosidad y el distendimiento. Más importante que acertar con un nombre que guste a todas las perspectivas críticas es dejar asentado que estos textos de Galdós son, en su conjunto o aún particularmente, eslabones creativos que redondean el resto de su obra artística, y que ninguna perspectiva global del mundo ficcional del escritor puede ser válida sin considerarlos. Porque nada es mayor o menor en la creación de un autor grande; de éste autor. Sólo sucede que los distintos «productos» se vierten en modalidades genéricas diferentes, según la oportunidad del espacio, el público para el que se crea y la intención del autor en cada caso. «Todo el que siente por primera vez la irresistible tendencia interior a manifestarse, se preocupa principalmente de encontrar la forma que sea más grata e inteligible a la muchedumbre que le rodea», dejó escrito don Benito a propósito de las obras de G. A. Bécquer en el texto que en 1871 publicó «El Debate». Son veintisiete relatos de una misma naturaleza pero variados y nada homogéneos; incluso puede que el lector opine que, según lo que entiende por «cuento», algún texto le parezca bastante poco ortodoxo. No es extraño; pues no todos ellos fueron gestados a priori como cuentos y para responder a una efeméride determinada como fue el caso de «La mula y el buey. Cuento de Navidad» de 1876, por ejemplo. Algunos responden al interés vocacional de un autor joven y curioso que aprovecha el vehículo expedito de las revistas literarias o la prensa de su tiempo para explorar en un género entonces menos definido aún que hoy pero sobre cuya realidad genérica ni el editor ni el escritor tenían duda; es el caso de «Tertulias de El Ómnibus», de 1862, por ejemplo. Otros se enmarcan en la línea costumbrista que el siglo XIX consagró; sin embargo, acomodado el discurso literario al genio del escritor que lo maneja, el marco descriptivo se expande y termina siendo narrativo el ritmo que modula el acontecimiento y su desarrollo; por ejemplo, «La mujer del filósofo» de 1871. En otras ocasiones, el improvisado relato sirve de envoltura retórica a textos periodísticos de intención crítica política o social: una envoltura eficaz, por cierto, en cuanto que el atractivo que el cuadro ficticio ofrece consigue destacar la desnudez de la lección pretendida; por ejemplo, «Fumándose las colonias», de 1898. A la postre, el total de estos veintisiete textos fueron concebidos por el autor como directos, breves e independientes y se apoyaron en una historia cuyo discurso o configuración literaria, contiene elementos suficientes de narratividad como para ser considerados genéricamente cuentos. Recordemos: «Las letras permiten elasticidad casi sin límites en la manera de cultivarlas por no ofrecer su técnica las asperezas de otras artes», escribió Galdós en el prólogo a Niñerías (1889) de su amigo Tolosa Latour. La elección de los textos que habrían de formar este volumen no fue difícil, pero sí que requirió bastante reflexión. Es posible que otros pudieran haberse añadido, y creo que ninguno sobra. Distintas razones me llevaron a fijarlos en ese número y esos títulos. Clara estuvo la relación de los que no podían faltar, que son la mayoría de ellos; alguno, tras breve duda, se incorporó a la nómina inclinado el fiel de su balanza por el peso de su desconocimiento para muchos… Cada uno de los cuentos revela algún aspecto del arte de Galdós, alguna luz añadida de su personalidad y de su peculiar modo de ver la vida y el arte que la recrea. El lector galdosiano que conoce el conjunto de la producción ficcional del novelista no tiene ninguna duda sobre lo que decíamos en este preámbulo: que ninguna perspectiva global del mundo ficcional del escritor puede ser válida sin considerar en ella su narración breve. Los diferentes cuentos se editan siguiendo las pautas generales; es decir, se ordenan por el orden cronológico de su escritura, se fijan reproduciendo con la mayor fidelidad posible el de las ediciones princeps, y se puntualizan las publicaciones que pudieron tener en vida del autor. Para esta edición se siguieron las normas generales de actualización de la ortografía y la distribución de los diálogos y adaptación aquélla a las últimas indicaciones de la Real Academia Española. Galdós y el cuento En el principio de la comunicación artística fue el cuento, podríamos empezar diciendo para entroncar, condensándolos, la realidad de este particular género literario con su desarrollo histórico. Comienza el cuento, en efecto, con la historia misma de la humanidad; no hay en parte alguna un pueblo sin relatos; todos los grupos humanos tienen los suyos y casi siempre estos relatos son apreciados como propios por gentes de niveles culturales muy distintos. El cuento es internacional, transhistórico, y transcultural. Donde hay vida hay cuentos. Pese a la antigüedad del género, el paso del cuento tradicional al literario fue conquista importante del siglo XIX, en el cual llegó a ser vehículo de excelencia para la literatura. Los románticos lo habían dignificado, y el marco cultural de los tiempos lo convirtió en inseparable del periodismo y de los cuadros de costumbres: del cuento popular a la leyenda romántica; del artículo de costumbres a la novela, pasando por el cuento. Galdós anota ese itinerario en distintos textos: «Esa tendencia a expresar por medio de acciones más o menos reales, (…) esta tendencia a representarlo todo por medio de las ficciones de la vida, hizo su efecto en el espíritu de Bécquer y produjo las Leyendas», indica en el artículo ya citado que dedicó al poeta romántico por excelencia; y en «Observaciones sobre la novela contemporánea en España», el esencial trabajo que publicó «Revista de España» en 1970, expresa: De estos cuadros de costumbres que apenas tienen acción (…) nace paulatinamente el cuento, que es aquel mismo cuadro con un poco de movimiento, formando un organismo dramático pequeño, pero completo en su brevedad. Los cuentos breves y compendiosos, frecuentemente cómicos, patéticos alguna vez, representan el primer albor de la novela, que se forma de aquéllos apropiándose sus elementos y fundiéndolos todos para formar un cuerpo multiforme y vario, pero completo, como la misma sociedad. Tras el romanticismo, los autores realistas darán autoridad y prestancia al cuento literario; y acabarán fijando sus caracteres y marcando su camino. Posteriormente, la semiótica (y en general las teorías narratológicas de los años sesenta del siglo XX) reconoció en ese principio narrativo uno de los procedimientos más eficaces para la producción de sentido y, en su nivel profundo, la condición sine qua non de cualquier forma de narración sea o no literaria. Hoy ninguna duda existe respecto al reconocimiento del espacio específico del cuento como género literario y su conexión genética con otras modalidades narrativas. Y vivísimo y con excelente salud se conserva el género. Ateniéndonos a las definiciones canónicas, diríamos que el cuento es una narración ficcional breve, basada en un hecho real o imaginado, y generalmente escrita en prosa. Son —añadimos— relatos históricos o pseudohistóricos que seleccionan un asunto particular de entre la pluralidad de los de la vida para expandirla conceptualmente o iluminarla; son espitas de imaginación capaces de atrapar la atención del oyente o del lector en sus entresijos agudos, certeros, y rápidos como flechas; son esencias dinámicas para seducir, conmover o sobrecoger por el terror o por la ilusión quimérica; son relatos esenciales e intensos que narran una experiencia singular rematada frecuentemente por un final imprevisto e imprevisible. Galdós tuvo ocasión de teorizar de modo directo sobre el cuento en textos distintos: en «Observaciones sobre la novela…» de 1870, ya citado, en el artículo dedicado a las obras de Bécquer de 1871, y en los prólogos que redactó para las Obras de Francisco M. Pinto de la Rosa en 1888, para Niñerías de Tolosa Latour en 1889 y para los Cuentos de Fernanflor en 1904. Del último de estos hemos espigado dos definiciones sustanciales de Galdós para el cuento: expansiva la primera, y primor de condensación expresiva la segunda: [Son textos] que en reducido espacio nos presentan segmentos interesantes de la ideal esfera, en que, al modo de constelaciones, brillan nuestros dolores, nuestras penas, el infinito anhelo del bien y de la belleza, y los no menos grandes desengaños y contratiempos que componen la vida. [Son]. Lindas imágenes chicas de cosas grandes. Como sus coetáneos realistas españoles y europeos, Galdós arribó al cuento en el espacio literario que la prensa periódica ofrecía, al calor de las marcas de época: los aires posrománticos y el contacto con el cuadro costumbrista, sin olvidar el cuento tradicional y el clásico. Recordemos sucintamente que el entronque de nuestro autor con el periodismo fue muy temprano. Ya había sentido la sugestión del medio en sus años escolares, en los que había ensayado la redacción de un periódico manuscrito («La Antorcha») y colaborado en una publicación local («El Ómnibus»). Trasladado a Madrid, logró enrolarse en las páginas de «La Nación», colaborar en la «Revista del Movimiento intelectual de Europa» y asomarse a las páginas de «Las Novedades». Le interesa el periodismo al Galdós joven. Y no sólo por vocación. Recordemos que, en estos años aún tiernos de la prensa diaria en España, la presencia de un escritor en esas páginas significaba no sólo un medio de recibir alguna gratificación económica, sino un camino para darse a conocer en la literatura, en la política, en la judicatura o en el mismo periodismo. Así había comenzado a ser, tímidamente, desde el siglo XVIII en que las obras literarias hallaron en el nuevo cauce de la prensa espacio idóneo para una difusión fácil y amplia, y en un contexto de actualidad y variedad. Durante la primera mitad del siglo XIX, el desarrollo de la prensa permite la proliferación de «revistas», es decir, publicaciones menos noticieras y más despaciosas que demandan lectura morosa y menos efímera y que conectan directamente el periodismo con el arte: las artes gráficas, desde luego; pero también el arte literario. Tras la revolución de 1868, aterriza Galdós en la redacción de la segunda etapa de la «Revista del Movimiento intelectual de Europa» y en «Las Cortes», en donde llevó una sección titulada «La Tribuna del Congreso». Con la llegada de Amadeo I y de la mano de José Luis Albareda, se hace cargo de «El Debate», diario nacido para favorecer y fortalecer el reinado del rey italiano. A la vez, colabora primero y dirige después «La Revista de España», compaginando esta tarea con una entrega periódica en «La Ilustración de Madrid». Avanzando los años setenta del XIX, Galdós, seducido para siempre por la literatura, había empezado a publicar algunas novelas en folletines de periódicos y revistas: así, en «La Guirnalda» y «El Océano», entre otras. Asoman allí títulos como La Fontana de Oro, El audaz, la primera serie de Episodios nacionales y la novela corta La sombra. A partir de este momento, la literatura atrapa al autor; y es lógico que espacie su colaboración con la prensa, aunque ésta nunca llegue a romperse. Durante los primeros años de escritor consagrado, Galdós continúa publicando en La Prensa de Buenos Aires; y después, hasta el fin de su vida, haciendo lo mismo y de forma muy variada en distintos periódicos españoles y poniendo su grano de arena en propuestas valientes como las de «Vida Nueva» y «La República de la Letras». Relación continuada con el periodismo, pues. Nunca faltó creación galdosiana en la prensa: aparte de artículos sociales y políticos, fragmentos de sus novelas y, esporádicamente, perlas narrativas: cuentos y relatos breves. No podemos abordar el asunto de la narración corta de Pérez Galdós sin enmarcarla en la coherencia total del corpus literario que logró crear a lo largo de casi sesenta años de escritura: amplio, extenso y variado. Las grandes novelas sociales, la novela histórica, la numerosa obra dramática y los relatos, incluso los innumerables escritos misceláneos de reflexión (crónicas, crítica de variada temática) que redactó para la prensa, son productos diferentes de una misma voluntad sustancial; de un mismo programa podríamos decir: la construcción literaria de un universo metafórico en muy distintos grados, en el cual todos los pasos son mimbres más o menos vistosos de un mismo tejido final (varillas recias, nudos sólidos): los títulos incuestionables, los menos sonoros o peor atendidos o entendidos, los menores en extensión, los ocasionales o adventicios…, pueden verse como realizaciones individuales de la mirada lúcida de un escritor que pretende mostrar «la sociedad nacional y coetánea» como lo haría «un espejo fiel» (recordemos su discurso de ingreso en la Academia, en 1897) mostrándola en su realidad no siempre grata y más o menos parapetado tras aquella distancia irónica y humorística tan de su personalidad para cuya retórica y registros tuvo modelo privilegiado en el D. Quijote de Miguel de Cervantes. En ese todo coherente de la creación galdosiana, los cuentos podrían suponer expansiones anímicas del creador; como divertimentos; como desahogos personales; como imaginativas sonrisas de complicidad enviadas al lector. Siendo textos muy diferentes, los cuentos de Galdós presentan en su conjunción esa mezcla sabia de discurso ficcional y discurso histórico que dominó toda la escritura de un intelectual y testigo de su tiempo que creyó en la trascendencia del arte de la literatura como herramienta social. Es evidente que, ante la magnitud de la novela, el resto de la producción galdosiana había de quedar un tanto ensombrecida. Sin duda ello influyó en que algunos de sus contemporáneos vieran en él un genio más amplio que el que el mundo del cuento requiere, y más apropiado para la novela que para lo que demandan estos apuntes de sugestión que son los cuentos. Hemos de indicar que no poca responsabilidad de esta incomprensión correspondió al autor, pues él mismo prodigó declaraciones de dubitación y humildad al prologar sus recopilaciones de relatos en las colecciones de 1889 y 1890. En ambos casos, las palabras que sirven de presentación a los tomos envuelven excesiva indefinición e injustificada modestia. En la edición de 1890 Galdós, un escritor ya de éxito y reconocida opinión de gran realista, se excusa por «entrar en un terreno que no le pertenece» (se refiere al de la fantasía); y se defiende alegando que son sus cuentos «divertimientos, juguetes, ensayos de aficionado, y pueden compararse al estado de alegría, el más inocente, por ser el primero, en la gradual escala de la embriaguez». Redondeando su juicio, añade: Se empeña uno a veces, por cansancio o por capricho, en apartar los ojos de las cosas visibles y reales, y no hay manera de remontar el vuelo, por grande que sea el esfuerzo de nuestras menguadas alas. El pícaro natural tira y sujeta desde abajo, y al no querer verle, más se le ve, y cuando uno cree que se ha empinado bastante y puede mirar de cerca las estrellas, estas, siempre distantes, siempre inaccesibles, le gritan desde arriba: «zapatero a tus zapatos». En el escrito introductorio del volumen de 1889, califica a las creaciones que contiene de «obrillas»; y concluye con una llamada, tal vez retórica, a la benevolencia del lector «para atenuar, hasta donde conseguirlo pueda, el desaliño, trivialidad, escasez de observación e inconsistencia de ideas que en ellas han de encontrar aún los que las lean con intención más benévola. —Aún más: en carta a Clarín de octubre de ese año le dice—: Creo que no habrá recibido V. el tomo en que está Torquemada en la hoguera. Esta novelita corta creo yo que no me salió mal, y deseo que la lea V. Lo demás del tomo es una colección de antiguallas que he sacado del olvido porque algunos amigos se empeñaron en ello. No las lea V. Son muy malas». ¿Piensa esto realmente el autor o es una «captatio» amable, o una salida irónica dedicada a quienes no compartían la estrategia de sus relatos? «Aquello es delicioso, pero pide más campo. Se ve el esbozo de una novela completa, interesante y conmovedora (…) Parece que le entran a uno ganas de decir: Un poquito más, señor de Galdós», le indica una entusiasta doña Emilia Pardo Bazán en carta de 1889, tras la aparición en la prensa del mismo texto de Torquemada… Tal vez las exculpatio de Galdós, más que un ejercicio de sinceridad autorial pretenden advertir de la diferencia de perspectiva crítica que el relato corto precisa para su interpretación, pues los defectos textuales allí apuntados encubren irónicamente algunos de los rasgos fundamentales que con anterioridad había señalado en las ya citadas «Observaciones de la novela» que acompañó a la edición de los Proverbios de Aguilera. Hemos de concluir que, efectivamente, los cuentos de Galdós se alejan mucho, por ejemplo, de los modos y la intensidad que caracteriza a los de doña Emilia y a muchos de los de Clarín, que con tanto placer se leían y se leen. Eran genios muy distintos. Clasificación de los cuentos El conjunto de los cuentos de Galdós refleja admirablemente el recorrido del género, que se va liberando paulatinamente de las técnicas costumbristas y periodísticas, para convertirse en una forma narrativa plena, a la vez que representativa, como ninguna otra, de su tiempo. Los cuentos de Galdós se extienden a lo largo de buena parte de su andadura: desde 1865 («Una industria que vive de la muerte»), antes de iniciarse en la novela, hasta 1897 («Rompecabezas»), cuando el teatro y las últimas series de Episodios Nacionales están a punto de absorber casi todos sus esfuerzos. Se cree que pueden clasificarse en dos etapas: una primera de asimilación (1865-1872) y una segunda de plenitud (1876-1915). Siguiendo como guía su actividad principal, podrían llamarse aquellos «los cuentos del periodista», y a estos «los cuentos del novelista». La etapa inicial es de un Galdós volcado en el periodismo que prueba la narración corta antes de abordar la novela. Corresponden a ella «Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco» (1861), «Tertulias de El Ómnibus» (1862), «Una noche a bordo» (1864), «Una industria que vive de la muerte» (1865), «Necrología de un prototipo» (1866), «Manicomio político social» (1868), «La conjuración de las palabras» (1868), «Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870» (1870), «Un tribunal literario», «El artículo de fondo», «La novela en el tranvía» (los tres de 1871), al margen de tres artículos de costumbres que contienen elementos narrativos en diverso grado: «La mujer del filósofo» (1871), «Cuatro mujeres» y «Aquél» (ambos de 1872). Prima en estos relatos el carácter satírico, cuando no grotesco, la pincelada costumbrista, el apego a la actualidad periodística y la morosidad descriptiva; todo ello bajo el influjo patente de Cervantes y Quevedo. La segunda etapa se halla fuertemente condicionada por la dedicación principal del autor, la novela, así como pro los encargos (bien enumerados) de los periódicos para colaborar en números especiales de fechas señaladas. Esto sucede con la «La mula y el buey» y «La princesa y el granuja», cuentos de Navidad y Año Nuevo, respectivamente, de 1876, escritos tras el primer tomo de Gloria. Es también el caso de «Theos» (1877), «Trompiquillos» (1884) y «Celín» (1887), alegorías correspondientes al verano, el otoño y al mes de noviembre, y compuestas sucesivamente tras el segundo tomo de Gloria, el primero de Lo prohibido, y después del titánico esfuerzo de Fortunata y Jacinta. A ellos se añaden «Junio» (1878), «¿Dónde está mi cabeza?» (1892), nuevo cuento de Navidad que sigue a «El pórtico de la gloria» (1896), un ataque de Galdós a sus críticos, y «Rompecabezas» (1897), otro cuento de Año Nuevo. Cierran el ciclo dos cuentos rescatados «Fumándose las colonias» (1898)y «Entre ciudades viejas: El Toboso» (1915). La sátira más o menos gruesa de la primera etapa se trueca en ironía, a veces finísima, al tiempo que una mayor economía descriptiva y una superior intensidad narrativa prestan a los cuentos un ritmo más ágil, que carga el centro sobre el desenlace, autentico eje del cuento en muchos casos. En conjunto, muestran la plenitud no sólo del narrador dueño de un estilo propio, sino del cuentista que ha captado magníficamente la esencia de un género que ya domina. Un aspecto tan destacable como moderno de toda la producción galdosiana es la ausencia prácticamente absoluta del didactismo o de moralización. Si bien a veces el enfoque satírico implica una valoración de la realidad, Galdós se muestra en esto muy alejado de cuentistas prerrealistas o realistas como Fernán Caballero, Trueba, Coloma, etc., e incluso de otros naturalistas más o menos tendenciosos como Picón o Blasco Ibáñez. Tres caracteres fundamentales se dan cita en estos cuentos. El primero y principal es el fantástico (a veces maravilloso y a veces extraño, en la terminología de Todorov), pues son muy pocos los relatos que escapan a la presencia de la fantasía. Se trata en Galdós de un inclinación congénita, que irá incrementándose con el correr de sus escritos, hasta el punto de que no parece aventurado afirmar que lo permanente en el autor canario es la fantasía y no la realidad, por más que esta ocupe mayor espacio en su producción. De otra manera: el realismo es en Galdós especialmente intenso en buena parte de su obra, mientras que el elemento fantástico es más extenso, pues no falta a lo largo de toda su creación. Lo hemos visto y seguiremos viéndolo. Muy cerca de lo fantástico, y a veces en mezcla difícilmente separable, se halla lo alegórico. «La conjuración de las palabras», «Pluma en el viento», «Tropiquillos», «Celin» y «Rompecabezas» son en todo o en parte alegorías, como se observará. Y no lejos tampoco hallaríamos el que señalamos como tercer rasgo destacable, que es la presencia de lo infantil, principalmente en «La mula y el buey», «La princesa y el granuja», «Celín» y «Rompecabezas». Ello refleja el interés Galdós por el mundo de los niños, a la vez que traslada una concepción del cuento que parece indisolublemente ligada a este ámbito. Léanse si no lo que escribe don Benito en 1904 en su prólogo a los Cuentos de Fernanflor, cuando se refiere al cuento como «la máxima condensación de un asunto en forma sugestiva, ingenua, infantil, con la inocente marrullería de esos niños terribles, que filosofan sin saberlo y expresan las grandes verdades, cándidamente atrevidos a la manera de los locos, que son realmente personas mayores retrollevadas al criterio elemental y embrionario de la infancia» (Shoemaker, 1962, p. 71). De buena gana nos detendríamos en ésta más que interesante, por galdosiana, conexión entre niños y locos, pero la mies es mucha y las páginas son pocas. Primera etapa Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco (1861). Nada hay más temprano en la producción literaria galdosiana que «Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco», el texto narrativo cuya cronología exige que inaugure esta sección. Fue escrito siendo aún Pérez Galdós estudiante de bachillerato en el colegio de San Agustín de su ciudad natal; es decir, cuando aún «velaba sus armas» de escritor. El Museo Canario conserva el manuscrito original, todo él de mano del joven Benito: un pequeño legajo de veinte cuartillas de un blanco amarillento, plegadas artesanamente. La primera cuartilla sirve a la vez de cubierta y portada. En ella, con cuidado caligráfico, se escalonan las unidades que constituyen el título y las referencias cronoespaciales utilizando cuerpos de letra diferentes para cada una de las líneas: Un viaje redondo/ por/ el bachiller Sansón Carrasco/ Las Palmas/ Septiembre 20 de 1861. En el interior, las cuartillas están manuscritas en apaisado y se numeran de la 5 a la 19. Siguen tres cuartillas en blanco: tal vez hojas de guarda intencionadas, tal vez espacio previsto para continuar la escritura que, en efecto, se interrumpe con corte abrupto y sin señal alguna de cierre. Las hojas presentan bastantes enmiendas: tachaduras, añadidos y alguna superposición; pero parece falto de una corrección definitiva. «Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco», pues, es un manuscrito muy temprano (de los años de preaprendizaje del escritor, diría don José Pérez Vidal, el palmero que tantas páginas dedicó a «los años de aprendizaje» de don Benito), inconcluso y que nunca publicó el autor. ¿No quiso publicarlo? Seguramente nunca dispuso del texto (o lo tuvo por poco tiempo) porque llegó el manuscrito al Museo Canario en 1902 por donación de don Teófilo Martínez de Escobar (1833-1912), antiguo profesor del joven Galdós quien lo conservaba con algunos otros textos igualmente juveniles de su admirado discípulo; parece claro pues que Galdós no lo desechó ni se negó a publicarlo. Afirmado esto, siempre tuve claro que no podía faltar en estas páginas; y no sólo por ser muestra tempranísima de la vocación del gran narrador antes de asomarse a la atalaya del mundo más allá de su Isla pequeña (que también), sino porque no es bastante conocido entre los estudiosos, aunque muchas veces se le cita. Y bien que merece serlo; porque pese a ser fruto temprano e inmaduro (dieciocho años tiene el autor), se pueden detectar en él muchos de los signos que llegarán con los años y los textos a definir la personalidad literaria del Galdós grande. La obrita se compone de dos capítulos titulados a la manera clásica. En el primero («De cómo el bachiller Sansón Carrasco topó de manos a boca con un amigo suyo»), el dicho bachiller —narrador en primera persona, desenfado, burlón y mal hablado— pospone el empezar de su historia para congraciarse con su «sapientísimo lector» mediante «la debida Dedicatoria»; pero lo que verdaderamente hace es insultarlo con muy malos modos por su desprecio a los buenos escritores y por sus malos hábitos de lector de folletines y de novela romántica. En mitad de ese capítulo y tras un blanco oportuno empieza de verdad la historia: el bachiller recibe la visita de un Satanás doméstico y de excelentes ideas que le invita a redactar un texto de teatro para la boda de un cuñado suyo. Para ello el bachiller baja al infierno, a donde llega en el capítulo II: «En que se da cuenta de cómo fue recibido el bachiller Sansón Carrasco en casa de Satanás, de las cosas que allí vido, con algunos otros nunca oídos sucesos». En la cómoda antesala del recinto, la curiosidad del bachiller y la consulta del libro de entradas referente a Europa (1860 legajos) da ocasión a una divertida conversación entre los dos personajes, que se corta, con el texto, antes de concluir. El lector real galdosiano, algo frustrado por la interrupción, medita respecto a texto tan interesante. Y confirma la gran semejanza entre las fobias literarias del expresivo Sansón y las que tantas veces expresaría el Galdós primero: el de los setenta de «Observaciones de la novela», por ejemplo; y — conociendo al autor— no se extraña de que pueblen el infierno procuradores, leguleyos, escribanos, alguaciles, pervertidores de la juventud, novelistas envenedadores del gusto y muchas mujeres «del día», tantas en número que Lucifer tendrá que hacerles nuevos apartamentos «pues con sus donaires y zarandajas me tienen en continúa revolución todo el infierno». Y ese lector compartirá la sonrisa ladina del autor cuando el tal Sansón tras el que se esconde lance una puya irreverente preguntando a Lucifer, como protagonista directo, sobre la verdad de aquella famosa tentación a Cristo que tanto ruido hizo en Jerusalén. El fondo hipertextual del cuentito también es claro: Cervantes y Don Quijote, desde luego, en la envoltura irónica, en los modos de organización, en los tics textuales, en los nombres…; también la incisión sabia del gran Quevedo; y hasta un toque irreverente del gran Dante que se hizo acompañar de Virgilio en viaje semejante. También ha llamado la atención del lector galdosiano experto en manuscritos y textos previos la presencia temprana de un modo de organización muy característico: un blanco de texto para destacar lo que sigue o para «separar sin separar». (¡Cuántos de estos blancos en sus textos han sido omitidos por editores miméticos o descuidados!). Cuando cierra el libro, ese lector piensa que acertó plenamente don Teófilo velando por la conservación de tal texto al atisbar en él, sin duda, singularidades que anunciaban a un gran escritor: en el fondo, no pocas lecturas, mucha imaginación, gran capacidad de observación y de intuición, ingeniosidad pronta y oportuna y destacado sentido del humor; en la forma, asombrosa facilidad para expresar de manera atractiva y convincente lo observado (situaciones, caracteres, perfiles…), desenfado estilístico y léxico abundante, preciso y propio. Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco es un relato atractivo en cuyo argumento lo extraordinario es lo normal. El primer relato maravilloso de Galdós; le seguiría La Sombra. En adelante lo maravilloso, cada vez con más brillo, aflorará en la superficie o en los entresijos textuales del gran novelista, como ya recordamos. Esta edición de «Un viaje redondo por el bachiller Sansón Carrasco» reproduce el original que conserva el Museo Canario de Las Palmas de Gran Canaria, fechado el 20 de septiembre de 1861. No se publicó en vida del autor. Para mis dudas de texto he consultado la edición primera que H. Chonon Berkowitz publicó en El Museo Canario (Las Palmas de Gran Canaria), IV, n.º 8 (1936) pp. 16-26 y 26-29. Capítulo I S De cómo el bachiller Sansón Carrasco topó de manos a boca con un amigo suyo apientísimo lector: de buena gana quisiera entrar de lleno en el verídico asunto de mi historia, sin andarme en dimes y diretes contigo, pero al considerar que un personaje tan respetable como tú pondrá muy mala cara al abrir las hojas de este mi libro, y que al encontrarse sin la debida Dedicatoria lo arrojaría mohíno a cien pasos de sí, tomé de mal humor la mal tajada péñola y descansando el codo en el papel, permanecí perplejo un largo rato sin saber qué decir ni cómo comenzar. Yo me levantaba y hacía ademán de arrojar la pluma sin que la esterilidad de mi ingenio pudiera imaginar ni siquiera una de esas ideas rancias mil veces vertidas al papel, cuando te distinguí frunciendo con cólera las cejas y amenazándome con el puño. ¡Ira de Dios! ¡Quién pudiera, lector sapientísimo, asentar esta mi poderosa mano en tus hinchados mofletes; quién pudiera asir con entrambas manos un grueso garrote de avellano y hacerlo astillas sobre esas posas que envidiaría el mismo Sancho Panza! ¡Oh, tú, lector gastrónomo engullidor de libros, que has encanecido en la continua contemplación del inagotable Dumas, y del sensibilísimo Federico Soulié!; ¡tú!, que a fuerza de magullar novelas y de merendar folletines has petrificado tu sensible corazón y has llegado a pasar impávido tus ojos por las sangrientas páginas de Víctor Hugo; ¡tú!, eres el que desprecia con aire pedantesco mi pobre libro que aunque seco de invención no lo trocara yo por muchos de los que andan de mano en mano en nuestros días; ¡tú!, que pasando las noches leyendo de claro en claro y los días de oscuro en oscuro has sentido encajada en tu cerebro tan formidable máquina de lindezas y donosas aventuras. Bien te he visto, bellaco impertinente, bien te he visto arrojar el libro envolverte en una ancha capa y asiendo la potente tizona y armonioso laúd ponerte a cantar dulces trovas a la luz de la luna: mas sintiendo a deshora los pasos de la ronda pusiste los pies en polvorosa acuchillando de paso a un miserable esbirro que tuvo la desgracia de asirte por el extremo del ferreruelo. ¡Tonto de a folio! ¡Loco de atar! Dime, hideputa, malnacido, ¿por ventura ignoras que no eres un héroe de novela?, ¿qué maligno encantador te ha hechizado? ¡Socarrón, estripaterrones!, ¡bestión indómito! ¡Antropófago! Con este pequeño preliminar, a guisa de exordio, tendré lo suficiente para no pasar por descortés principiando de empellón mi historia sin dos palabritas de buena crianza al benévolo lector. ¡Ah, lector mimado!, mi lenguaje te habrá causado una violenta contracción de nervios de las que tantas se usan en el día… pero te ruego que me perdones, si te he dicho algunos improperios. Considera que en la carrera de las letras es preciso no dejarse llevar por el amor al lector, que muchas veces nos da con la puerta en los hocicos como si fuéramos vagabundos que con fuerzas para trabajar, pidiéramos una limosna por el amor de Dios. La adulación, lector erudito, te ha vuelto rígido orgulloso e intratable. Pero, descuida que yo te haré dócil como una malva, mal que le pese a la inmensa cohorte de lectores tragantones que han llegado a familiarizarse con el autor de tal manera que casi, casi se burlan de él en sus barbas sin el menor miramiento. Y basta, señor mío, y no digo más, que si seguir deseara, en Dios y en mi ánima que no me faltaría materia para hablar en tres semanas, porque de fechorías de lectores lleno tengo yo mi cerebro y no me arredran pelillos cuando en alas de mi mal humor arremeto lengua en ristre con algún impertinente pelarruecas, y le hago sudar la gota gorda en un quítame allá esas pajas. Basta de charla y si quieres oír una venturosa aventura que me sucedió hace pocos días, pon atención y no me interrumpas. Apenas el rubicundo Apolo restregándose los ojos con aire soñoliento, dejaba el fúlgido jergón de escarlata y puestas las correspondientes botas de viaje y el airoso sombrero adornado de blancas plumas, enjaezaba los fúlgidos caballos de su rutilante carroza; y apenas despidiendo con aire majestuoso a la tímida noche aparecía en el dintel guarnecido de diamantes de su oriental palacio cuando, dando un salto en mi cama desperté y, como buen cristiano que soy, hice la señal de la cruz y me levanté. No bien había encajado en mi cuerpo enjuto y más que medianamente largo, la clásica sotana y las correspondientes medias negras cuando sentí un dolor agudo en las orejas como si las manos de un vestiglo me estuviesen tirando fuertemente de ellas. Volvime dando un grito, cuando cátate lector amigo, que topé con el mismísimo Satanás que sin pedirme el competente permiso se entró de rondón en mi habitación y me tiraba de las orejas como si fuera un chico de escuela. —¡Hola amigo —le dije colérico y mohíno—, dejad estas orejas que son mías, y ni el mismo Felix Marte de Hicarnia tocarme ha las orejas aunque para ello se armase caballero: que yo aunque bachiller, hidalgo de poco yantar y de poco huelgo, mal genio tengo y no dejo mis orejas a disposición de nadie. El bellaco del diablo que me oyó, se echó de buena gana a reírse en mis propias barbas y sentándose a mi lado como si estuviera en su casa me habló de esta manera. —Amigo Sansón, yo tengo para mí que bachiller como vos, no le hallaría en cien leguas a la redonda aunque con cien antorchas lo buscasen, y aunque lo pregonasen al son de atabales, pero si quieres creer a un hombre de bien, pon a raya tu lengua y olvida aquella pequeña injuria que por mis cuernos te juro no fue por vituperarte ni por tratarte como a un miserable galopín de cocina. Contra mis uñas nada pueden tampoco los corchetes ni los cuadrilleros de la Santa Hermandad. Con este último razonamiento me entró un sí es no es de temor hacia mi huésped y procurando sonreírme le hice una gran cortesía diciéndole: —Señor Satanás, su merced está en su propia casa y mandar puede en ella como mejor le viniere a gusto: y si alguna cosa a hacer aquí o algo quiere consultar conmigo, dígalo pronto que aquí estoy para serville en todo menos en lo tocante a mi ánima, que es harina de otro costal. —Es el caso, amigo Sansón, quiere un cuñado mío tomar estado con una ricahembra de Alcalá. Mañana serán las bodas, y como yo quiero y siempre deseo que las cosas se hagan en regla, me vino a las mientes la idea de un simulacro, acompañado de un auto o de algún entremés, con paso de tragedia de los más de moda. Como para hacello no sólo necesitamos comediantes sino también autores, y como en eso de fabricar versos no estoy yo muy adelantado, estando anoche en mi casa arráncandome los pelos de rabia sin que mi magín pudiese cohechar ni siquiera un mal verso, mi mujer que es un tanto ladina y no se para en barras me aconsejó que consultase con algún bachiller de los más listos y al punto me puse en camino de tu casa. —Válame Dios —le contesté—, yo me holgara de servíos y lléveme el diablo si me dan ganas de asistir a las bodas de vuestra merced. A lo que respondió Lucifer: —No soy yo el que se casa sino un cuñado mío hermano de mi mujer. Si vuesarced se dignare asistir, harto gusto recibiría de ello mi mujer que es la mesma cortesanía, pero ya ve vuesa merced que si volviere a mi casa sin la carátula y los comediantes mi mujer no callaría en tres días. —Perded cuidado, amigo mío, que farándulas y comediantes no faltan a docenas. Yo conozco un estudiante amigo mío que hace el papel de tempestad con tal propiedad que no hay más que pedir; y la lavandera de mi maestro de humanidades que es una moza muy garrida y asaz bien dispuesta, representaba en algunos autos el papel de discordia mejor que lo haría la discordia misma, y yo seguro estoy de que partirán de buen talante aunque si no fuera por lucir la pantorrilla en aquel paso en que los dioses la arrojan en el campo de Agamenón. Y para poder aderezar con especie el local del teatro llévame allá amigo Satanás, porque en Dios y en mi ánima ya me siento con ganas de calzar el coturno. A este punto había llegado de mi razonamiento cuando asiéndome por entrambas orejas echó a volar por encima de aquellos tejados de Dios como gato que lleva sardina y en un santiamén me encontré en el zaguán de la casa de Lucifer, honor y prez de los diablos cazadores, que andan a la caza de almas como los perros en caza de perdices y los caballeros andantes en caza de aventuras y de encantamientos. Capítulo II En que se da cuenta de cómo fue recibido el bachiller Sansón Carrasco en casa de Satanás, de las cosas que allí vido, con algunos otros nunca oídos sucesos N o bien me encontré en tierra firme, distinguí las paredes ahumadas y cierto olor de azufre y pez derretida que me impuso respeto hacia mi conductor, el cual asiéndome del brazo me hizo bajar unas escaleras que parecían no acabar nunca. Habiéndo bajado tres días con sus noches llegamos por fin a una gran puerta de hierro detrás de la cual se oía un gran ruido de voces y de puñadas como si dos grandes ejércitos en descomunal batalla peleasen. El diablo descolgó de la cerradura un gran manojo de llaves y abriendo la puerta llegamos a una gran estancia donde había como cien docenas de diablos jugando a los dados y dándose tremebundos cachetes a la siniestra luz de una hoguera que alimentada con huesos humanos despedía un calor sofocante y un olor nauseabundo. A la vista de mi patrón los diablos jugadores cesaron de manejar los dados y componiendo sus rostros desaparecieron mohínos con el rabo entre las piernas por una infinidad de agujeros que en la pared había. El diablo después de haber tomado un látigo y hecho desaparecer a los más perezosos se volvió y me dijo: —Si no me engaño, amigo bachiller, estarás cansado de permanecer tanto tiempo en pie. A lo que yo contesté: —A fe que sí, y me holgara de tener aunque no fuera sino un dornajo de rocín en que asentar estas posas que ha de tragar la tierra. Esto diciendo el diablo dio un golpe en la tierra y apareció al punto un magnífico canapé cargado de cojines donde holgadamente y sin cumplimientos nos asentamos. A poco rato sacó Satanás de un gran armario que allí junto había, un grueso infolio con hojas de pergamino y tapas de madera guarnecida de clavos de bronce. Al primer golpe de vista y casi olvidando el carácter de mi personaje creí que fuera una voluminosa Biblia destinada a entretener los ocios de mi buen amigo, pero se desvaneció mi creencia al ver en la primera hoja del libro 1860 escritos con caracteres como el puño, en la segunda hoja decía con letras de igual calibre Europa, y en un rincón del aposento había tan gran cantidad de estos libros que bien pudiera contarse por miles. Yo que soy más curioso que las hijas de Eva principié a hojear el libro y en la primera página leí. «2043 procuradores entrados en el mes de enero, febrero, marzo, abril, mayo, julio y agosto y que consumen diariamente 700 libras de pez, cuarenta quintales de azufre con 200 atriadoes…». —¡Cáspita! —exclamé—, pobre gente y como abunda en este sitio… Y mi amigo alargó en aquel instante la mano abriendo una ventana que allí enfrente había y me señaló una inmensa galería cuyo fin en vano trataba de encontrar la vista y donde se agitaban en horroroso torbellino (como diría un poeta) más de 500 millones de condenados y otros tantos diablos, culebrones, martirizadores, etc…, etc…, etc…, etc… Si fuera poeta te describiría, lector eruditísimo, este horrorísimo lugar, y te lo describiría con todos los perendengues que el caso pide, pero no quiero meterme en tan espinoso camino, ítem más cuando poniendo la mano en tu corazón y evocando el grito de tu conciencia te puedes preguntar: «¿Qué merezco yo?», y deducirás lo que no quiero pintarte y lo que verás si no te enmiendas. Después, tendiendo la vista sobre la siguiente hoja del cuaderno leí: «1749 escribanos que consumen diariamente 2 minas de plomo derretido, 4 millones de azotes de plumas de ganso y 200 azotadores de los más vigorosos»; en efecto distinguí en aquel antro de fuego a los infelices escribanos y procuradores que se revolvían entre llamas dando feroces gritos y tirándose fuertemente de los cabellos. Después seguían los demás administradores de justicia que no eran pocos y por último alguaciles y esbirros que eran infinitos. «Página 5.ª …3043 pervertidores de la juventud, que pasan los días y las noches envenenando el corazón de los inocentes niños so color de encaminarlos por el camino de los hombres completos y de gran tono». —Este género —dijo Satanás—, era muy escaso hasta el siglo pasado pero ha crecido tanto en el siglo de las luces que me veré en grave conflicto, a causa de no poderlo sujetar. Después seguían en orden de batalla los novelistas, que eran innumerables. Entre ellos había muchos de aquellos que se dan a propagar teorías ridículas, absurdos teñidos de color de rosa muy agradable a primera vista pero que produce el mismo efecto que una dosis de veneno revestido de una ligera capa de azúcar. A esta llegábamos de nuestra revista cuando se me ocurrió una idea, y al momento interrogué a Satanás desta manera: —Amigo mío, deseara de buena gana oír de vuestra boca aquello de la tentación a Jesucristo, aquella donosa travesura vuestra que tanto ruido hizo en Jerusalén. —Amigo mío, a la verdad es una de mis graciosas aventuras, aunque ninguno de vuestros historiadores la cuenta como en efecto sucedió: todos procuran darnos en ella la peor parte, como pecador y estrafalario que soy; pero si queréis creerme a fuer de honrado te aseguro que toda aquella trapisonda no tenía otro objeto que una secreta reconciliación entre el cielo y el infierno. Por vía de mis cuernos, yo hubiera lavado la afrenta que cayó sobre mis cuernos el día en que me echaron de allá arriba como a un perro goloso, y Dios también hubiera borrado la fea nota de desamparador de pobres que después le dieron las futuras generaciones, amigas mías; cuando cátate que al estar preludiando con ese tuno de Cristo el discurso que había de trastornar las faces del universo, él que no es tonto y un sí es no es erudito se figuró que yo trataba de hacerle dar una valiente cabriola del monte abajo, se quitó de razones y haciendo una pirueta se despidió de mi presencia dejándome con la palabra en la boca como perro atragantado. Al oír blasfemar de aquella manera al enemigo de Dios y de los hombres, corté la conversación volviendo la hoja en que estaban inscritos los periodistas y leyendo en alta voz otra tremenda foja donde decía: Cuenta de las mujeres perdidas el presente año. —Pecador de mí —exclamé— pues qué, ¿tanto abunda este género que necesita artículo aparte? —Ogaño, amigo mío, eran muy pocas; a veces estaban ojo de cara y me costaba no poco asenderamiento encontrar una para muestra: pero en el día, amigo bachiller, son tantas que si el mundo no cambia tendré que hacer nuevos apartamentos para encerrarlas, pues con sus donaires y zarandajas me tienen en continúa revolución todo el infierno, atreviéndose a enternecer con sus lloriqueos a los mesmos diablillos que las martirizan, llegando hasta el punto de formar con ellos locos proyectos de escapatoria. Allí las tenéis: aquel montón de mujeres lánguidas, escuálidas, de rostro enjuto y avellanado que están ensayando posiciones voluptuosas para tentarme. —¡Ah!, señor mío —dije yo a esta sazón—, y qué estrago tan contagioso están haciendo estas mujeres allá en el mundo. Veredes a la joven honrada, pervertida por ejemplo de la desvergonzada meretriz que pasea en carroza y carga brillantes pedrerías, la veredes trocada en una mujer horripilante y degradada, que camina olvidada de todo el mundo, envuelta en seda y adorno hacia un sepulcro tan a deshora abierto. —Y no es eso lo peor, amigo bachiller —prosiguió Satán—, no es lo peor que esas mujeres descomedidas y gastadoras de las buenas costumbres, sostengan tan vergonzoso tráfico de su hermosura, no señor bachiller amigo, es lo peor que los poetastros y novelistas han dado a sacar a plaza este repugnante aborto de la Sociedad revestido con la púrpura del sentimiento y de la poesía, llamando virtud al vicio más degradante de la humanidad y filtrando el veneno de la corrupción en el inocente corazón de la lectora que al encontrar delante de sí tan donosa ocasión de echar su zancajo por esos mundos de Dios, abraza la profesión sin temor de que lenguas maldicientes se ocupen de su vida, antes bien admirada y vitoreaba de todo el mundo. Y catad que se aumentan y multiplican con tanta prisa que si Dios no nos tiene de la mano, muy al gusto mío y de toda mi corte, el infierno se verá rico y lleno y tendrá más prez y categoría de la que ahora tiene. —Pero decidme si os place: ¿no hay predicadores ni misioneros apostólicos que exterminen con su elocuencia tan formidable plaga? —¡Quia, señor bachiller! Todo es humo de pajas. Los predicadores no se entran en estas asperezas, so pena de una carga de sordas rechiflas y de caústicas murmuraciones que no le dejarían punto de reposo. Infeliz mil veces el sacerdote que se desviare un tantico de la universal costumbre. Hable enhorabuena de los santos, de los milagros de Dios, del evangelio sacratísimo, pero cuídese muy bien de escudriñar ajenas conciencias, de corregir vicios harto arraigados y decir dos palabritas sobre el tal o cual pecadillo que principia a cundir desmoralizando las familias. Esta es la máxima corriente que se desprende de todos los cálculos, esta es la mercancía que circula con más velocidad, y de que a veces me cuesta no poco trabajo sentir a los traficantes. —¿Y los libros? —interrumpí. —¡Qué libros! —señor bachiller—; infeliz el librero, poseedor de ideas rancias y anticivilizadoras que se empeñe en trastornar el curso natural de las ideas. ¡Hideputa, follón!; pues no faltaba más; sino venir a infestarme con sus librejos de moral más viejos que el rascar y más vacíos de sentido que los sesos del buen D. Quijote; ¡afuera, caterva impertinente, no obstruyan el camino de la civilización, de esa locomotora fugaz que atraviesa la Europa sin estorbos mezquinos ni viles ideas que la detengan! Esta y otras filípicas caen en tropel sobre el infeliz autor o librero que clava en sus paredes el siguiente cartel: Manual de la verdadera religión, vida de Jesucristo, el hombre y Dios. El predicador conténtese con alzar los brazos en ademán de dar un salto sobre la cuerda floja, exclamen…, ¡viva la libertad!, conmueva con su churrigueresca elocuencia las bóvedas del templo y llene de ardiente y sacio fuego el corazón de los oyentes; entonces no necesita más; será más elocuente que Cicerón y más sabio que San Agustín. ¡Libertad!, palabra sagrada, profanada a cada instante por cualquier intruso estripaterrones que se vuelve del lado de donde sopla el viento y se cree capaz de trastornar la faz del universo. Así hablaba el bueno de Satanás, con tan comedidas razones, que en nada al tentador de Eva semejaba, dejándome atónito y en extremo absorto con su discreto razonamiento. Después continuó: —Existió en París un escritor que me puso en gran conflicto publicando un libraco titulado La mujer católica: pero algunos días después de la publicación cobré ánimo al ver lleno de pasmo y admiración que ninguna mujer hacía caso de tal libro. Muchas le principiaron a leer creyendo encontrarlo de donosas aventuras repleto; pero lo abandonaban después como pesado y fastidioso. Tan sólo una hermana de la caridad y una monja de las Salesas pudieron leerlo de cruz a fecha sin olvidar punto ni coma: pero la primera dedicó las hojas de tal libro, después de leído, a envolver píldoras especiales y la segunda sintió en el alma no hallarse fuera del claustro para poder ser el ideal del padre Raúlica. —¿Y quién es aquél —dije yo a la sazón—, que anda haciendo piruetas sobre las puntas de los pies y que parece muy sabido y hombre de mucho consejo. —Aquél —me dijo—, no es otro que un célebre profesor de economía doméstica que pasó sesenta de su vida ensayando continuos medios de economía y que al querer publicar una obra en siete volúmenes que había escrito y cuyo título era: Método para caminar sin romper los zapatos, murió del trancazo que le asestó aquel zapatero remendón que veis más allá de los periodistas. —¡Cuerpo de tal! El zapatero por homicida, ¿pero el profesor de economía por qué ha venido a este lugar? —Por ciertas fechorías, tocante al bolsillo de un señor protector suyo. De todos sus métodos de economía el más favorito de éxito era el de la conservación del propio bolsillo a costa del ajeno. Tertulias de El Ómnibus (1862). Antes de iniciar su experiencia personal y profesional en Madrid, Galdós tuvo ocasión de iniciar sus pinitos periodísticos en una serie de diez secuencias homogéneas que publicaron las páginas de «El Ómnibus» de Las Palmas entre febrero y noviembre de 1862 y que recogemos con el título general de «Tertulias del ómnibus». Forman parte de este volumen por mérito propio ya que su inmediata intención no resta espacio a la trama e argumental que se mantiene, con altibajos, tertulia a tertulia. Nos interesa por otra parte dar a conocer estos textos como unidad y de modo completo porque sólo muy parcialmente ha sido editado, y porque el hecho de contener aspectos interesantes del Galdós de ese momento y no pocos del Galdós futuro lo hacen merecedor de mayor difusión de la que ahora tiene. Las tertulias galdosianas que publica «El Ómnibus» se desarrollan en la actualidad del marco cercano de los lectores de la ciudad de Las Palmas a quienes van dirigidas. Los tertuliantes principales son dos, Bartolo el criado y el «yo» de su amo; se une a ellos, tertulias adelante, un tercero, Pascual, que añadirá temática y puntos de vista a partir de unas cartas (tres) dirigidas «a su primo Bartolo» y que se ofrecen directamente al lector. Personajes de mundos muy diferentes, amo y criado dialogarán sin entenderse del todo y acabarán por conciliar posturas e ideas. Como don Quijote y Sancho. El don Quijote que oculta el Yo del amo es razonador, amigo de los consejos, no poco petulante cuando pormenoriza leyes y decretos ante su criado, y bastante dado a la ironía. El Sancho Panza que oculta Bartolo es, como aquél, de lenguaje pintoresco, amante de los refranes y las consejas, cobarde, taimado…, y es como aquél una variedad del gracioso del Siglo de Oro. Corresponderán a Bartolo (y a Pascual) las más de las críticas: la suciedad de la ciudad, las malas artes de los tenderos, la lentitud de sus proyectos de modernización, la carestía y dificultad de los trasportes, los malos funcionarios, la aversión de sus habitantes por la lectura de la prensa, las envidiejas locales, la afición a las peleas de gallos, etc., etc. Sin duda, lo que más interesaba de «Las Tertulias» al lector grancanario de entonces era descubrir, tras los títeres que maneja, la voz crítica y bienhumorada del conciudadano Benito Pérez («el hijo de don Sebastián, el militar de la calle Cano») casi ya un personaje en Madrid. Y comprobará algunos temas que, además, siguen interesando al lector galdosiano de hoy. Para referirnos sólo a estos últimos temas, el lector de ayer y el galdosiano de hoy comprobará, por ejemplo, que la primera «Tertulia» renueva la opinión contraria del despabilado joven al «nuevo teatro», una opinión que ya había hecho circular por la ciudad en un remedo burlesco de poema en esdrújulos («En una noche lóbrega,/ se cierne sobre el ámbito/ de la ciudad pacífica/ siniestro ser fantástico» son sus primeros versos), y que dará lugar a un precioso álbum de dibujos; y que en la tercera volverá a la crítica de los jóvenes elegantes que pasean por la «Alameda» desde la polémica que había levantado un poema propio aparecido en el mismo Ómnibus («Ves ese erguido embeleco,/ ese elegante sin par,/ que lleva el dedo pulgar/ en la manga del chaleco/», son los versos primeros) y que pasó luego a «El Comercio de Cádiz» y, al parecer, a otro periódico madrileño; y que en esa misma «Tertulia» tercera Bartolo alude a los periódicos manuscritos «La Antorcha» y «Guanarteme» que «corren por ahí de mano en mano». (Don Benito, recordemos, era el redactor de «La Antorcha»). En distintas tertulias, ese lector galdosiano sonreirá ante pinceladas de burlón antifeminismo connivente con el medio (la lectora sonreirá sólo «entre dientes») y que parece un guiño al texto anterior del «Viaje» de Sansón al infierno; y atisbará al Galdós de siempre en la enérgica opinión contraria al matrimonio del Yo autorial. Casi al final del texto, sorprenderá la alusión al esoterismo y sus prácticas (a ello tendrá que volver la lectora galdosiana que redacta estas páginas). La composición del texto requiere una especial atención. Se trata de la imitación formal de una tertulia, es decir un diálogo entre personajes que el discurso literario galdosiano transcribe en la modalidad de diálogo dramático: con los nombres de los interlocutores destacados en mayúsculas y con sus pertinentes acotaciones. Estamos pues ante la primera muestra del autor de ese género híbrido con no pocas notas de teatralidad tan eficaz para mantener oculto al autor, para dejar expresarse en libertad a los personajes, para ampliar perspectivas (además enriquecido aquí con la intrusión de unas cartas). Narración dramática. Recordemos que el teatro fue la gran vocación de Galdós que no satisfaría en las tablas hasta 1892, y que, texto a texto, mostró desde siempre su interés por el diálogo novelesco y su función. Recordemos igualmente que la irrupción del diálogo dramático en momentos críticos de los argumentos de su novelística fue estrategia galdosiana bien temprana (desde La desheredada, 1881) que nunca abandonó; y también que tal técnica acabó por imponerse al Galdós último. Recordemos por fin, cuánto le interesó siempre a este narrador la palabra hablada. Detrás del texto en sí y de las estrategias de su escritura, el lector galdosiano ha de reconocer, además, al joven observador de la realidad cercana, que la reconstruye con voluntad de mejora: en boca del Yo, amo de Bartolo, se escapa esta advertencia: «Cuando la crítica no desciende a las personas, es útil, conveniente y beneficiosa. Bartolo, tú vas a hablar a tus paisanos el lenguaje de la verdad: es preciso despertar la afición a las cosas públicas». El Galdós escritor maduro será más experto, y por tanto menos explícito; pero el espíritu es el mismo. ¿Un texto simple el de las «Tertulias»? Desde luego que no. Esta edición de «Tertulias de El Ómnibus» reproduce un conjunto de secuencias dialogadas que publicó el periódico «El Ómnibus». (Las Palmas de Gran Canaria), entre el 26 de febrero y el 15 de noviembre de 1862: 1.— Tertulia del Ómnibus. Interlocutores: Yo y mi criado Bartolo, el 26 de febrero. 2 y 3.— Tertulia del Ómnibus. Mi criado Bartolo y yo, el 12 de julio y el 6 de agosto. 4.— Tertulia del Ómnibus. Carta de Pascual a su primo Bartolo, el 13 de agosto. 5.— Tertulia del Ómnibus. Mi criado Bartolo y yo, 6 de septiembre. 6.— Segunda carta de Pascual a su primo Bartolo, 17 de septiembre. 7.— Tercera carta de Pascual a su primo Bartolo, 18 de octubre. 8.— Tertulia del Ómnibus. Mi criado Bartolo y yo, 1.o de noviembre. 9.— Variedades. El amo y el criado, 8 de noviembre. 10.— Variedades, 15 de noviembre de 1862. Tertulias de El Ómnibus - Interlocutores: Yo y mi criado Bartolo. La escena pasa en mi cuarto. —Es de noche, y mi respetable persona dormita en una butaca a la luz de una lámpara de belmontina—. Óyese tocar a la puerta. YO.— ¡Eh! ¡Bartolo! BARTOLO.— ¡Señor! YO.— ¿No oyes que llaman? Abre ese balcón y mira. BARTOLO.— (Abriendo el balcón). Señor,… si está oscuro como el teatro en noche de función. YO.— ¿Y el alumbrado? BARTOLO.— Cuando la luna sale un poco tarde suprimen los faroles y nos dejan a la luna de Valencia. YO.— El resultado es que no ves. BARTOLO.— Ni pizca. YO.— Bien: baja y abre. BARTOLO.— ¡Es que…! YO.— ¿Tienes miedo? Vaya, sería chistoso, un mocetón como un castillo, gordo y rollizo. BARTOLO.— Pues cabalmente por eso es el miedo… por lo gordo y lo rollizo. YO.— Ahora sí que no lo entiendo. BARTOLO.— Es que, se dicen unas cosas… que… vamos… y luego como uno es así… tan inocentón. YO.— Vaya una doncella. BARTOLO.— No señor, que soy doncello. YO.— Ea, anda con dos mil de a caballo, si no quieres que tome un palo y te mida las costillas. BARTOLO.— Si usted mide como ciertos tenderos no será muy larga la medida. YO.— (Enarbolando un bastón). ¡Tunante! (Momento de silencio). (Bartolo baja y sube con una carta que me entrega). BARTOLO.— (Abriéndola). Es una carta del editor de El Ómnibus ¿Sabes tú lo que es El Ómnibus? BARTOLO.— He oído decir que son unos carretones que se usan en los caminos de Tenerife, pero como nosotros no tenemos caminos, no espero verlos en mi vida. YO.— Ya los habrá, ten paciencia. BARTOLO.— Jum… YO.— Pero no se trata de eso: El Ómnibus de que hablo es el periódico que traen a casa los miércoles y los sábados. BARTOLO.— Ya, ya… con el que caliento el café cuando no tengo espíritu. YO.— ¡Bruto! Te lo prohíbo, porque quiero conservar íntegra la colección: por lo visto te has propuesto no obedecerme. BARTOLO.— Dispense usted, señor; pero como el vecino de enfrente, sin leerlo, envuelve en él los cominos y el azafrán, porque dice que es cosa de la tierra y no puede servir de nada, y como yo sé de otros que no les agrada, porque no es incensario… YO.— Ya principias a murmurar… BARTOLO.— Y porque habla del pan… YO.— ¿Quieres callar? BARTOLO.–Y porque ha dicho que la carpeta de la Alameda… YO.— ¡Bartolo… que me comprometes! BARTOLO.— ¡Señor! ¿Pues quién nos oye? YO.— ¡Desventurado! Las siete islas. BARTOLO.— ¡Jesús, María y José! Mi amo está loco. YO.— Oye y me comprenderás. El editor de El Ómnibus, me recuerda en esta carta la promesa que le hice de escribir algo para amenizar su periódico, y yo, contando con tu cooperación… BARTOLO.— Señor, señor, usted no tiene buena la cabeza…, ¿quiere usted que le compre un burro para que pasee? YO.— ¿Y si quiero tomar luego el hábito de caballero? BARTOLO.— Déjese usted de eso que el hábito no hace al monje. YO.— Volviendo a nuestro asunto, decía que le prometí escribirle lo que pasara de curioso en nuestra isla y llegara por tu conducto a mis oídos. BARTOLO.— Es decir, que mi nombre se verá en letras de molde. YO.— Exactamente. BARTOLO.— ¡Zape! Cuántos conozco yo que han impreso una cuenta por tener ese gusto. YO.— Conque, ¿has comprendido? BARTOLO.— Perfectamente, pero me ocurre una dificultad, señor; ¿y si por cuentero me sacuden el polvo? Ya sabe usted que en este país no se puede hablar sino en un tono. YO.— Tú hablarás en el más alto. BARTOLO.— Es que a mí no me acomoda ni alto ni bajo. YO.— Las opiniones son libres… BARTOLO.— Cuénteselo usted a su abuela: el que aquí no sabe decir a todo amén, no medra. ¿Cómo quiere usted que le viniera a decir que el pan sigue siempre malo; que van a hacer el teatro en San Bernardo para que nadie lo vea, o en la orilla del mar para que se lo lleve el barranco; que van a poner la casa que se trata de fabricar en la calle del Reló haciendo una mueca como la plaza de mercado, y otras lindezas por el estilo…? Señor, usted quiere mi perdición. YO.— Cuando la crítica no desciende a las personas, es útil, conveniente y beneficiosa. Bartolo, tú vas a hablar a tus paisanos el lenguaje de la verdad: es preciso despertar la afición a las cosas públicas. BARTOLO.— Y a las carreras de mulas. YO.— El nuevo teatro, por ejemplo, nos dará materia para algunos buenos diálogos en pro del bien común. BARTOLO.— No entiendo eso del común, ¿es cosa de privilegios? YO.— Bartolo, Bartolo, que te resbalas… BARTOLO.— Señor, ¿cómo me he de resbalar si el suelo del cuarto está más sucio que algunas calles de la ciudad? YO.— Bartolo, vete a dormir. BARTOLO.— Buenas noches señor, y no sueñe usted con el editor de El Ómnibus, que es muy feo. YO. (26 de enero de 1862). Tertulias de El Ómnibus - Mi criado Bartolo y Yo. La escena no ha variado. Siempre mi mismo cuarto, mi siempre respetabilísima humanidad, el mismo criado charlatán, la misma butaca, y la indispensable lámpara de belmontina. Es de noche y me entretengo en leer un número de El Ómnibus, mientras Bartolo concluye de arreglar mi cama. YO.— (Arrojando el periódico). ¡Uf!…, siempre lo mismo. ¡Estoy por creer que tienen razón todos esos amigos que con su sempiterna charla exageran lo inútil del periodismo!…, por supuesto… porque ellos no son capaces de escribir…, ¡zopencos!… BARTOLO.— ¿Señor, me llamaba usted? YO.— ¿Quién te ha llamado, Bartolo?… Mira, ven acá y calma mi mal humor, porque hasta yo que he sido siempre defensor acérrimo de cuanto redunda en beneficio de nuestro país, y el primero que ha aplaudido la creación de los periódicos en nuestras islas, hoy casi me arrepiento de que tales papeles salgan a luz, al verlos llenos, sin poderlo remediar, de antiguas novedades y repeticiones, existiendo como existen en nuestro suelo personas de erudición y talento que parece se avergüenzan de escribir para ilustración de sus paisanos, y que son los primeros en criticar nuestros papeles públicos. BARTOLO.— ¿Pues, señor, qué más tiene usted sino remitir al editor para que amenice su periódico, cuantas novedades pasan en esta isla, y las noticias que yo pesque por ahí, según le prometió desde el mes de febrero último? YO.— Tienes razón, y por mi pasada indolencia casi me avergüenzo hoy de enviarle cualquier artículo, achacando tal vez a indiferencia lo que ha sido involuntario olvido motivado por estas revolturas y trapisondas de festejos públicos, exposición, conciertos, bailes, soirées, y qué sé yo cuántas cosas anunciadas y no cumplidas; y en tanto mi discreto editor ha tenido la delicadeza de no recordarme segunda vez mi promesa. BARTOLO.— Pues manos a la obra, que lo que no se principia jamás se acaba, y rabio ya por ver mi nombre gastando las letras de molde, y a todo el mundo leyendo mis verdades. YO.— Bien, Bartolo, bien. BARTOLO.— ¡Y qué de cosas, señor, han pasado durante este tiempo en que hemos andado de ceca en meca ocupados con huéspedes, fiestas de S. Pedro mártir, repiques y carreras de burros! Me tengo reservada cada verdad así… (Cerrando el puño), y sólo me retrae aquel temorcillo… pues… de que me unte las costillas algún prójimo que pueda creerse aludido. YO.— Con tal de que no te entrometas en personalidades. BARTOLO.— ¿Y qué giro podré yo dar a mi lenguaje para referir los desmanes y el despotismo de alguno de esos guardias que veo yo por ahí más serios que ministros de hacienda, y que llevan unos sables con más orgullo y bríos que si fueran los tizones del Cid o de Gonzalo? YO.— En primer lugar, yo creo que exageras al apellidar desmanes lo que será sólo el cumplimiento de su obligación, y en segundo, no debes de abrigar tal temor, pues los tales encargados de la vigilancia pública deben cuidar siempre de conservar el orden, y no permitir escándalos, ni pleitos, ni riñas, ni… BARTOLO.— Una pregunta, señor; ¿y a ellos quién los vigila, y les hace observar el orden, no permitiéndoles escándalos, ni pleitos, ni riñas, ni… YO.— Se bastan ellos mismos, y buen cuidado tendrán de tomarse la menor libertad, pues será doble su castigo. BARTOLO.— Jum, Jum…; cómo se conoce que no está usted al corriente de las cosas, pues yo sé de uno de esos que llama usted encargados de la vigilancia pública que hace ya tiempo quiso castigar o castigó a una pobre mujer sólo porque colocó una cesta en el pretil del puente en tanto tomaba en brazos a un niño que lloraba y que conducía de la mano. Si yo contara estas cosas…, ¡ay mis costillas! YO.— Bien, Bartolo, bien… BARTOLO.— No, señor, mal y muy mal. YO.— No me interrumpas, hombre. Pues, aunque reprocho el demasiado rigor del guardia, es seguro que la autoridad castigará su mal proceder. BARTOLO.— Así fue: pero ello no quita que tenga yo que sentir si refiero algunas cosas que no sean del agrado de los señores polizontes… YO.— Reflexiona, y no seas tonto ni adelantes ideas. En lo que tú mismo cuentas debes conocer que siempre se castiga al que no cumple con su obligación, y guardándote tú de no poner jamás encima delpuente ningún objeto, pues está con sobrada razón prohibido, de seguro que nadie chocará contigo; y para evitarlo lo mejor será, y te lo aconsejo, que cuando vayas al mercado a la Vegueta a llevar al editor de El Ómnibus nuestras tertulias, tomes siempre por el puente de madera. BARTOLO.— Eso sí que no haré yo. YO.— ¿Por qué? BARTOLO.— Porque el puente ese me marea, y al pasarlo me parece que voy embarcado, con su meneo y sus cadenas. YO.— Pues es preciso remediarnos así, en tanto se construya el otro. BARTOLO.— ¿Y cuándo harán otro que no se remenee? YO.— Más tarde, más tarde. Todo lo quieres deprisa y eso es mucho pretender. BARTOLO.— ¿Cómo deprisa? Si hace más de un siglo que están los periódicos con el puente nuevo, y hágase el puente nuevo, y vuélvase a hacer el puente nuevo; y después de tanto recomendarlo y charlar sobre el proyecto, y pensar en uno de piedra, y después en otro de hierro, se salieron al fin con uno de palo. Dígame usted, mi amo, ¿y cuándo el barranco se lleve éste, de qué proyectarán el otro? YO.— De cuernos, zopenco, y no me canses. BARTOLO.— Pues no faltarán canteras de donde extraer el material. Momento de silencio, durante el cual me llevo con precipitación la mano a la frente… un instante después recuerdo que no soy casado y me tranquilizo. YO.— (Con extrañeza mirando la cama). Y dime, hombre, ¿de cuándo acá te ha ocurrido colocarme el catre en esa posición atravesada, que me impide el paso hacia aquel ángulo del cuarto? BARTOLO.— Es que lo he querido colocar en línea recta. YO.— ¿Y no sabes tú que la recta no se inclina a ningún lado? BARTOLO.— Ahí tiene usted lo mismo que decía yo; pero como han tratado de convencerme que la casa que se está fabricando en la calle del Reló está en línea recta con la calle Nueva, y aquella coge hacia un lado y ésta hacia otro, de aquí mi empeño en poner la cama de usted imitando a la tal casa en construcción que parece le ha tocado aire de perlesía. YO.— ¿Y qué entiendes tú de trazados, ni direcciones para meterte a criticar lo que no puedes comprender? BARTOLO.— Bien, señor, yo no entenderé nada de esos chismes; pero no se me esconde lo que está bien y lo que está mal, y usted verá cómo la tal casa va a salir una copia exacta de la plaza de mercado. YO.— Cállate por Dios, Bartolo, no es tan exagerada como yo quiero tu crítica, sino moderada y racional. Los inteligentes al clavar sus banderillas… BARTOLO.— Ni que fueran toreros. YO.— No me interrumpas. Al clavar sus banderillas tienen la certeza de su perfecta alineación, y ponen en práctica sus proyectos. BARTOLO.— Todo eso está muy bien; pero al hacer lo que hacen, debieran reflexionar que cualquier prójimo al pasar por la memorada calle se rompe la crisma al tropezar con la pared de enfrente, y pudieran a lo menos, por compasión, darle ensanche derribando desde luego las casas necesarias para su formación, al mismo tiempo que siguen levantando la susodicha obra. YO.— Ya, eso es otra cosa; y por castigo a tu supina ignorancia merecías que tu crítica disparatada fuese remitida a cualquier periódico para que el mundo juzgase de tu terquedad y atrevimiento. BARTOLO.— Poco me importaría, si juntamente pudiese insertarse la casa en cuestión. YO.— Aquí no hay otra casa en cuestión sino mi catre que lo quiero derecho como estaba antes. ¿Entiendes? BARTOLO.— (Rodando el catre y en voz baja). Cúmplase su voluntad en… YO.— ¿Qué murmuras? BARTOLO.— Nada, señor. A mí me gusta siempre tener las cosas a la orden del día, y si usted continúa reprendiéndome porque digo la verdad que tanto me recomienda, vamos a concluir con nuestras tertulias casi sin haber empezado. YO.— Bien, Bartolo, bien: dime lo que quieras, que, según salga de tu boca, así lo remitiré al Ómnibus para su inserción; pero ten entendido que tú sólo serás el responsable, y por lo que a mí toca, me lavo las manos como Pilatos. BARTOLO.— No tenga usted cuidado, que todo lo haré a medida de sus deseos, pues ejerce usted sobre mí más influencia que un muchacho casadero y rico sobre las doncellas de este pueblo. YO.— Sumo placer tendré en tu comedimiento, porque, aunque tu inteligencia es lista y despejada en extremo, debe ser, según dice santa Teresa, como la tierra no labrada, que lleva siempre abrojos y espinas aunque sea fértil. BARTOLO.— Extraño que Santa Teresa se ocupe de esas cosas y especialmente de mí. YO.— No disparates; y ya debieras haber comprendido que tengo sueño y necesito descansar. BARTOLO.— Muy bien, señor; pero no olvide usted nuestras tertulias que tanto agradan. Verá usted cómo me voy a atraer de tal modo la atención del público, que han de suscribirse al Ómnibus hasta los criados de casa, y ya cuidaré yo de no volver a calentar con él el café y ni el vecino de enfrente envolverá más cominos ni azafrán. YO.— Todo lo que tú quieras; pero vete en paz, que tu charla me incomoda. BARTOLO.— Buenas noches, señor. (Se aleja cantando en voz baja). Ya que llegó mi vez, aunque cante sin provecho, no he de decir que al derecho está, lo que está al revés YO. (12 de julio 1862). Tertulias de El Ómnibus - Mi criado Bartolo y Yo. BARTOLO.— (Desde dentro). Señor, señor, aquí está el cartero. YO.— Súbeme los periódicos y correspondencia. BARTOLO.— Dice que no trae periódicos ni correspondencia, sino billetes de la rifa de un burro. YO.— Vete al diablo, Bartolo, con tus rifas. Pues no faltaba más sino que constantemente vengan a fastidiar a uno con rifas de objetos que no se sortean nunca, o que se han sorteado ya un millón de veces, saliendo premiado el número cuyo billete no aparece. BARTOLO.— (Entrando). ¿Y por qué no toma usted, mi amo, un número, que tal vez pueda sernos propicia la fortuna y sacarnos el burro? YO.— Nadie mejor que tú sabe la pacotilla de billetes que en diferentes suertes he tomado, empleando en ellos un capital considerable. BARTOLO.— Es verdad; pero una vez se acierta, y al menos se protege esa industria. YO.— No abuses de las palabras, Bartolo. Jamás apellides industria a lo que es en muchas ocasiones una estafa pública. El Real Decreto de 20 de enero de 1854 prohíbe terminantemente las rifas, a no precederla correspondiente Real licencia que debe expedirse por conducto del Ministerio de Hacienda, según es textual del mismo decreto; y el Código Penal, en el título 7.º libro 2.º impone severas penas al contraventor. BARTOLO.— ¡Cáspita!, y qué ocupado debe andar el ministerio con nosotros… pero, mirándolo bien, si usted por casualidad se sacara el burro (aún sin tomar billete, pues así ha sucedido varias veces), podría sin molestarse y sin romper calzado, pasear en él y observar por esos mundos de Dios curiosidades que nos den material para nuestras tertulias. YO.— Y a propósito de las tertulias, ¿qué has oído decir de ellas por ahí? BARTOLO.— Hay opiniones, señor, y no sabe uno cómo conducirse para contentar a todos. Muchos de los que leen nuestras conversaciones exclaman, abriendo tamaña boca: «¡Magnífico! ¡Esto es sublime! Así es como se escribe, con claridad; al pan, pan, y al vino, vino, y nada más. —Otros al contrario dicen —: Sí señor, estará buena y todo lo que usted quiera; pero yo que asistí al trazado que se hizo en la calle del Reló, sé muy bien y me consta de propia ciencia, que la casa que allí se construye se halla alineada perfectamente con la diagonal H y el vértice del ángulo X, o lo que es lo mismo está en línea recta con el Castillo del Rey y el Reducto de Santa Isabel». «No señor, interrumpen algunos, todo estará perfectamente; pero aquello de que el puente lo van a construir de…». YO.— Creo que llaman. Tal vez sea otro burro en rifa. BARTOLO.— (Asomándose a la puerta). No señor, es un pobre que pide limosna. YO.— Dile que perdone. Quizá sea uno de tantos vagabundos que andan por nuestra población sin oficio alguno, rebosando vida y salud, pretendiendo conmover el corazón de los transeúntes con los harapos de su supuesta miseria. BARTOLO.— Bah, no piense usted tan mal, señor. Tal vez como el año ha sido malo, y como no ha llovido y hay falta de agua por Lanzarote y Fuerteventura, según dice La Crónica… YO.— Aunque así sea. Yo no dudo que la falta de cereales y carencia de agua obliguen a algunos desgraciados a emigrar de sus islas, y venir a buscar el indispensable sustento a nuestra fértil tierra; pero, a fin de conseguirlo, es necesario que trabajen, principalmente en esta época en que tanta falta de brazos hay, y donde tantas obras se construyen; y no que con la ficción y el engaño sorprenden la credulidad de las almas benéficas, atropellando los superiores mandatos, y revelando a los extranjeros que pisan nuestro suelo la idea más triste de nuestra cultura y civilización. BARTOLO.— Me parece que habla usted con demasiado rigor. YO.— No es rigor, Bartolo. Yo quisiera que te enterases de las leyes vigentes que prohíben la mendicidad, lo mismo que las rifas, cuando no les precede la competente licencia. ¡Si tú supieras los males que acarrea una supuesta mendicidad! Baste decirte que el verdadero necesitado, el pobre vergonzante, no es ese que recorre las plazas públicas y anda de puerta en puerta demandando conmiseración. Nuestros antepasados fueron más previsores que nosotros, y el legislador romano consignó en sus códigos el principio social de que vale más dejar morir de hambre a los vagabundos, que mantenerlos en la holganza. BARTOLO.— Pero eso es a los vagabundos. YO.— Y ésos son los verdaderos vagabundos. ¿Ignoras acaso que en nuestra tierra todo se tolera? ¿Hay vagabundos en nuestra población? ¿Sí o no? BARTOLO.— ¡Jesús, Jesús, Jesús! YO.— ¿Y a quién has visto castigar por tal concepto? BARTOLO.— A nadie, señor, a nadie; pues sería necesario principiar por… YO.— Pues ahí tienes tú, para no ser sorprendido y engañado, las leyes previenen, según te insinué ya, que el mendigo que demande la pública limosna, vaya prevenido de una licencia, debidamente autorizada, que remarque el motivo por qué la obtuvo, y si después de haber cesado la causa, continuase mendigando, será castigado conforme a lo prescriptivo de nuestro Código Penal (arts. 263, 264, 265 y 266), que considera un delito el pedir limosna sin este requisito. Si tú vieras los artículos 88, 89 y 90 de las ordenanzas municipales de Madrid, no dirías que pienso con exagerado rigor, cuando leyeses que se previene «a todos los dependientes de la Municipalidad como inspectores, celadores, serenos y guardas de arbolado, y aun a los señores curas párrocos y encargados de las Iglesias, dueños de cafés, botillerías, tiendas y tabernas, y demás establecimientos públicos y privados, que impidan bajo su más estrecha responsabilidad el que públicamente se pida limosna». Yo no sé por qué no ha de hacerse aquí lo mismo. BARTOLO.— Eso no puede ser, porque aquí vivimos en familia. YO.— Tienes razón. Aquí todo se tolera y de todo se abusa, y no tiene más remedio que callar el que no quiera ser tenido por revoltoso y díscolo, y atraerse la enemistad de todo el mundo. BARTOLO.— Pues usted bien querido está de todos; y nadie dejará de conocer que sólo el amor a su país, y la observancia y acatamiento a las leyes y superiores determinaciones, le hacen a usted hablar con alguna franqueza. YO.— Por desgracia jamás se atiende a eso, y si tú supieras cuánto han de criticar nuestras verdades. BARTOLO.— Pues ese temor no me arredra, y creo no callaré mientras el hijo de mi madre viva y mire ridiculeces, porque gracias a Dios, de nadie dependo sino de mi trabajo, y como dice el adagio: Que toques bien, que toques mal, los tres panecillos no te han de faltar. Y gracias a usted que hoy me ha abierto los ojos respecto a rifas y mendigos con tantas leyes y reales decretos como me ha ensartado de seguida. Yo quisiera que encontrase usted alguno que prohíba las discusiones y la inserción de tanto remitido en los periódicos, con que nos molestan sobre que si uno es caballero particular, si el otro hizo o no hizo la fantasía; lo mismo que aquellos versos del de la levita y el fraque por allá, y la de lazo azul por acá, y qué sé yo cuántas cosas que en su principio agradan, pero que luego cansan. YO.— Vete despacio, Bartolo, no critiques lo que no entiendes, y sábete que la discusión trae la luz; pues no me disgusta el que los jóvenes agucen su ingenio y demuestren su talento en esa especie de contiendas, medio poéticas, que aplaudo, y revelan cierto amor a la literatura; y así, guardando el incógnito, se despierta la curiosidad y el chiste, y se descubren ingeniosas aventuras que entretienen. Por lo que toca a los remitidos que mencionas, no está el mal en que se prolongue la polémica, sino en admitir el primero, pues publicado éste, no tiene el pobre editor la culpa de que se eternicen las réplicas y contra réplicas de las personas que se juzgan ofendidas, porque no puede eludir la inserción de las contestaciones que se le remitan, negando, rectificando o explicando los hechos, pues es expreso de la ley de imprenta en su artículo 22, «que ningún director de periódico podrá rechazar las contestaciones que se le remitan, debiéndoles dar inserción en los tres primeros números que se publiquen después de la entrega». BARTOLO.— Pues yo, señor, quisiera que las columnas de un periódico sostuviesen grandes y sublimes pensamientos, y que no imitaran a las columnas de la portada de la Alameda, que tienen dos figuras de esquinero por remate, las cuales me recuerdan los títeres del retablo de maese Pedro. YO.— Pues, ¿qué se hicieron los jarrones que antes adornaban su entrada? BARTOLO.— Uno se derribó, y el otro permaneció largo tiempo haciendo de centinela avanzada, o como pregón de nuestra desidia, hasta que últimamente fueron sustituidos ambos por las dos figuritas mencionadas que indudablemente comprarían a un italiano de esos que venden sus santi boni barati. YO.— Ignoraba tales innovaciones. BARTOLO.— Pues, ya se ve. Usted entenderá de leyes y reales decretos; pero para esto de novedades me pinto solo. Si usted tuviera conocimiento de unos periódicos literarios manuscritos que andan por ahí titulados El Guanarteme y La Antorcha, ya vería usted qué bonitos versos tienen. YO.— Y, ¿quién se entretiene en redactar esos papeles, y dónde los has visto? BARTOLO.— Sus redactores no los conozco; pero leerlos, los lee quien quiera, pues corren por ahí de mano en mano, y aún tienen entrada en ciertas tertulias. YO.— Deseara verlos. BARTOLO.— Eso será fácil; y le aseguro a usted que es lástima no se den a la prensa sus artículos y composiciones poéticas. YO.— Qué quieres, Bartolo; por desgracia en nuestro suelo donde no se da protección a la literatura, el genio muere, y el gusto, el verdadero gusto se pierde por temor a la crítica severa de los que se complacen en destruir lo que no son capaces de hacer. BARTOLO.— Verdad y mucha verdad. YO.— Pues basta de verdades por hoy, y no descuides recolectar por ahí un repertorio bueno de noticias para distraer mi constante spleen y pertinaz malhumor. BARTOLO.— Pierda usted cuidado, señor, que novedades no faltarán. YO. (6 de agosto). Tertulias de El Ómnibus - Remitido. Carta de Pascual a su primo Bartolo Mi querido primo Bartolo: hastiado de buscarte en esta ciudad después que supe habías regresado a ella, casi casi había renunciado a mis pesquisas cuando en vez de encontrarte en una buhardilla, o cosa semejante, te hallo nada menos que en una accesoría decente, si las hay, o sea en el piso bajo de El Ómnibus. Apresúrome, pues, a darme las enhorabuena a mí, que soy primero que tú, y a ti que eres dos veces después que yo; y esta alegría es tanto más natural cuanto que mi principal deseo de encontrarte era precisamente para poner en ejercicio nuestra recíproca mordacidad que así llaman algunos a nuestra franqueza, franca y leal como son siempre las franquezas, si exceptuamos a las de los Puertos, que tienen el nombre de franquicias. Pero francamente, aquel deseo que, entre nosotros dos, y a la calladita, podía proporcionarnos ratos buenos de distracción, veo que tú lo has entendido de diverso modo, puesto que sin más ni más te has metido a murmurador, oficio bien ingrato por cierto, si bien lo has hecho a la sombra de tu amo que desde luego aprecio por serio, y por su inteligencia y despreocupación, por más que me repugne su nombre. Ya tú sabes mi genio: no me gustan, sin poderlo remediar, los nombres aristocráticos y sea esto dicho con perdón de tu amo. Buenos y muy rebuenos han estado los dos, él y tú, en hacer lo que han hecho; pero malos y muy remalos en sacar a cuento eso de las rifas, pues me vas a causar un perjuicio de muchísima gravedad: figúrate que esa es mi industria y que con ella me sostengo, y verás si hay motivos por que me haya afectado tu indiscreción. Ya estoy mirando venir la orden prohibiendo las rifas, y no sé qué va a ser, entonces, de mí; pues aunque no rifo burros, lo que siento por la semejanza, rifo pañuelitos de seda y botitas de charol y abanicos y otras menudencias que me proporcionan descansadamente la subsistencia. El único medio que yo encuentro de que repares el daño que impensadamente, a lo que creo, me has hecho, es el de que te empeñes con tu amo para que esto de las rifas no llegue a noticia de las autoridades, pues, como los que yo rifo no son objetos presentados a la Exposición, es muy probable que yo me quede sin mis rifas de mi alma, y pierda el capitalito que en este negocio tenía empleado, y ya comprenderás tú que no es fácil encontrar negocios y mucho menos, uno, que proporcione tanto descanso y tan positiva utilidad. Basta por hoy, primo Bartolo, que no todo se ha de hacer en un día: bástame a mí el haberte encontrado mal o bien enfolletinado; bástete a ti el saber que ando por estos mundos de Dios escudriñando y atisbando cuanto puedo cuando quiero, y cuanto quiero cuando puedo; y bástenos a nosotros que, tu amo inclusive y el público también, somos cuatro, saber, como tu primo les anuncia, que estamos en la más completa plenitud de nuestro derecho para murmurar, o como quieran llamarlo, siempre que no faltemos a la ley. Adiós hasta que vuelva a escribirte tu primo. Pascual. Se me quedó por decirte que ahora se expende al público una cosa que llaman helados, aunque creo que tú lo sabrás por haberse anunciado varias veces, y porque en la puerta de una casa se ve un letrero, alumbrado, sin duda, con una raja de tea, según lo tiznado y sucio que luce, que así lo indica: los tales helados se venden a media peseta el vaso. Pero lo que tú no sabrás es que el de leche está preparado, según dicen, con leche de burra, la cual es una ventaja para los tísicos: por lo mismo te lo digo para tu gobierno. (13 de agosto). Tertulias de El Ómnibus - Mi criado Bartolo y Yo. BARTOLO.— ¡Apun…!, ¡fuego…!, ¡pum…! YO.— ¡Bartolo! ¡Bartolo! BARTOLO. —(Entrando con una escopeta de caza en la mano). Señor, señor. YO.— ¿Qué haces, hombre, que parece intentas echar la casa al suelo? BARTOLO.— Me estoy ensayando para ir un día de estos a cazar con varios amigos a La Isleta, y a los cercados de las afueras de Triana. YO.— ¿Y qué intentas cazar cuando aquí afortunadamente no se encuentra esa clase de animales dañinos cuyo exterminio autoriza el Real Decreto de 3 de mayo de 1834? BARTOLO.— ¿Cómo que no se encuentran, señor? ¿Y los conejos, y las palomas, perdices y alcaravanes que pueblan los campos y asolan los sembrados?; ¿y esa plaga de pájaros de mal agüero que pulula por nuestras sociedades e infestan la población ocasionando más daño que la langosta y la cigarra berberisca? YO.— Cállate, Bartolo, cállate, que vas haciéndote incorregible, y no puedes sostener la más formal conversación sin entrometer en todo tu mordaz e inoportuna sátira. BARTOLO.— Pero usted no me ha dicho… YO.— Lo que te he dicho y repito es que te dejes de boberías, y si pretendes ir a cazar, deberás, tanto tú como los que te acompañan, proveerse antes de la competente licencia de los dueños de las propiedades donde deseen entrar, conforme se redacta en el título 1.º del Real Decreto mencionado, a fin de que nadie pueda venírseme mañana con quejas de ti. BARTOLO.— Pero si yo no pienso ir mañana. YO.— Cuando quiera que vayas. Callos tengo en los oídos de escuchar constantemente a los dueños y arrendatarios de los predios donde cultivan el nopal, los perjuicios y daños que les irrogan los cazadores desprendiendo la grana de la pala con el roce de sus vestidos, y destrozando la planta con la mala dirección de las municiones, y los saltos y carreras de los perros. BARTOLO.— ¿Y de cuándo acá dice usted que es la tal ley? YO.— Desde el año de 34. BARTOLO.— Pues hasta ahora me figuraba yo que hubiese salido hoy, porque hasta ayer mismo fueron a cazar Domingo, Antonio, Pedro, Carlitos y el hermano, y no necesitaron licencia ni permiso de nadie, no impidiendo ello que vinieran cargados de perdices y conejos. YO.— Eso es un abuso por parte de ellos, y excesiva tolerancia por la de los dueños. BARTOLO.— ¿Y quién no abusa hoy sin responsabilidad de ningún género? En estos tiempos, señor, el abuso es un uso. YO.— Irracional te has hecho a fe mía. BARTOLO.— Me habré hecho todo lo que usted quiera pero que lo que digo es verdad no admite duda alguna. YO.— ¿Entonces te atreverás a sostener que es lógico el que cualquiera por satisfacer su capricho, se halla autorizado para perjudicar al colono que mira en su labranza el porvenir y sostenimiento de su familia? BARTOLO.— Usted podrá decirme lo que se le antoje, y aun llegará a convencerme; pero es seguro, que si mi primo Pascual, que es antiguo cazador, llega a husmear ese fárrago de leyes que usted cita, de positivo se va a amoscar como sucedió con lo de las rifas. YO.— Y hará mal y muy mal, porque por tan poca cosa como fue lo que con sobrada razón de las rifas dije, debiera tener entendido tu primo, que la prohibición que teme no llegará jamás; y tendrá tiempo sobrado, no digo para rifar los objetos en que declara haber invertido su capitalito, sino más que fuera. BARTOLO.— Ya; pero como él no conoce tanto como usted todos estos… YO.— Pues debía conocerlos antes de impugnarnos y tacharte de murmurador, ya que se precia más de cazador de noticias que cazador de liebres. BARTOLO.— ¡Caramba, señor! Dice usted unas cosas de mi primo y le trata con tanto rigor… YO.— No es rigor; pero asegúrate que tengo deseos de conocer a ese Pascual, a ese improvisado primo tuyo de quien nunca me has hablado, y cuyo estilo epistolar me agrada, pues parece ser menos bruto que tú. BARTOLO.— Muchas gracias, mi amo. Pues señor, mi primo Pascual, aunque es mi primo, no es primo mío. YO.— No te comprendo. BARTOLO.— Quiero decir, que así como hay tíos con sobrinas que no son ni sobrinas ni tíos, sino que ellas y ellos…, y luego ellos y ellas…, pues…, ¿eh?… ¿me entiende usted? YO.— Cada vez te comprendo menos. BARTOLO.— Mi primo Pascual y yo nos conocimos desde chiquillos en la escuela, ¡y desde luego nos quisimos tanto! YO.— Como buenos parientes. BARTOLO.— No señor; hasta entonces no éramos primos; ¡pero nos quisimos tanto!, simpatizamos de tal modo, que siempre andábamos juntos, siempre nos buscábamos, y ni él tenía secretos para mí ni yo los tenía para él. YO.— ¿Y qué tiene que ver eso con vuestro parentesco? BARTOLO.— Tenga usted paciencia. Tal intimidad y tanto cariño dio lugar a que los muchachos nos llamaran los dos hermanos; pero nosotros, conociendo que semejante dictado podría herir la susceptibilidad de nuestras madres, adoptamos el de primos, y desde entonces no había otra cosa sino mi primo Pascual esto, mi primo Pascual lo otro. YO.— Ya comprendo. Pero ¿a qué venía aquello de los tíos y las sobrinas? BARTOLO.— Eso no era más que para la similitud. YO.— Pues mira, Bartolo; no debes despreciar las relaciones que te unen con tu postizo primo, pues hoy más que nunca pueden sernos útiles para deleitar y corregir. BARTOLO.— Demasiado, señor. YO.— Al intento debieras contestarle anunciándole, que así como tú eres un primo que no eres, también yo soy un yo que no soy; un yo quenada tiene de aristocrático, y prueba demasiado ostensible de ello sonlos diálogos familiares que contigo sostengo. BARTOLO.— Estoy en todo lo que usted dice; pero, sin ser necesario escribirle particularmente, él se enterará de todo por nuestras tertulias, pues es muchacho corriente y no lo extrañará. YO.— Bien; pero quisiera que le hicieses algunas insinuaciones respecto a proyectos y reformas. BARTOLO.— Me guardaré de ello; porque usted, señor, no sabe, que a usted por mí, y a mí por mi primo Pascual, y a mi primo Pascual por aquello de las rajas de tea y la leche de burras, nos traen entre ojos. YO.— Haz lo que quieras. BARTOLO.— Lo que haré yo, para que vayan saliendo oportunamente, es acumular las noticias más gordas y formar con ellas un majano enteramente igual al de piedras que existe en los recovecos de San Antonio Abad enfrente del lugar donde desemboca la calle de la Audiencia en la de la Gloria. YO.— ¿Y cómo se permiten esas barricadas en el centro de la población? BARTOLO.— Bien hace usted en llamarlas borri… YO.— ¡Silencio! BARTOLO.— ¿Pues qué he dicho yo, señor? YO.— Te he preguntado por qué se hallan las tales piedras en aquel sitio, y quiero me contestes directamente. BARTOLO.— Aquellas piedras están allí desde ab antiquitate (¿está bien dicho, mi amo?), y en días pasados ocasionaron un gran disgusto a los pobres padres de un niño que por ir con otros de su edad a jugar a aquel sitio cayó rodando y quedó gravemente herido. YO.— Si los padres no descuidaran a sus hijos, no lamentarían semejantes desgracias. Mas, con todo persisto, ¿con qué objeto permanecen las tales piedras en dicho lugar? BARTOLO.— Se me figura si querrán construir allí alguna fuente o pilar como el de la plaza del Espíritu Santo. YO.— A propósito. Esa obra estará ya casi concluida. BARTOLO.— Quia, señor; hasta ahora no se ha dado a luz más que la primera entrega y corre por ahí el runrún de que la tal fuente no correrá. YO.— Estás hoy enigmático, Bartolo. BARTOLO.— Es necesario estarlo, porque cuando uno ve ciertas cosas se le rayan las tripas y se le altera la bilis. YO.— Paciencia, hombre, paciencia; que si no piensan concluir la tal obra ya tendrán cuidado de herrar o quitar el banco. BARTOLO.— Pero de todo esto lo que más me incomoda es que hay muchos que pretenden que tengamos tan anchas las agallas que todo lo traguemos. YO.— Y qué fuerte que estás hoy. BARTOLO.— Supóngase usted que si fueran a escribirse los errores que se han cometido se cometen y se cometerán, todo el papel del mundo se volvería negro. YO.— Andaluzadas tenemos. ¿Y si el objeto es bueno? BARTOLO.— Qué sé yo; ni siquiera me atrevo a creerlo, porque bastaría que lo fuera, para que no se hiciese. Y si no, ¿con qué fin han dejado el montón de piedras en cuestión, en semejante sitio? Acaso lo hayan conservado para madrigueras de ratones, lagartijas y lagartos, y puedan cazar en aquel sitio los que carezcan de licencia, y la fuente del Espíritu Santo la dedicarán a algún objeto beneficioso como para criar sanguijuelas, aunque El Ómnibus aún no las haya anunciado. YO.— No te entiendo. BARTOLO.— Éstas son cosas que no se entienden. YO.— Ya, ya. BARTOLO.— Mi primo Pascual que es más atrevido que yo y a nadie teme, podrá decirlo todo con más claridad, puesto que cree hallarse en la más completa plenitud de su derecho, murmurando de todo siempre que no falte a la ley. YO.— Pero falta que él quiera hacerlo. BARTOLO.— Si él no lo hace, lo haré yo, a pesar de todo. YO.— Vete con cuidado; que si no carecieras de discreción y prudencia ya pudieran por ti sólo manejarte; pero las verdades amargan, y por lo mismo no ceso de repetir siempre con mi amigo don Maximino Carrillo de Albornoz: Las verdades se ve que cuestan caras, y pues nada en callarlas sacrifico, dejo, entornando cauteloso el pico, de meterme en camisa de once varas. BARTOLO.— Lo que yo estoy viendo es que usted es como el capitán Araña que a todos embarca y luego se queda en tierra. Yo no señor, una vez en el burro, arre burro; que no quepo por la boca de nadie, y salga el sol por donde salgare. YO.— Aplaudo el que seas consecuente con tus ideas; pero la gente anda amoscada, y cuida no te sacudan el polvo. BARTOLO.— No faltará polvo que sacudir, porque los barrenderos cumplen tan al pie de la letra el bando de buen gobierno, que todos están esperando por el agua de la fuente de que antes hablamos, para regar las calles cuando barren, importándoseles un bledo el levantar densas nubes de polvo que producen en los pobres transeúntes vértigos, náuseas y convulsiones. ¡Ni que estuviéramos en Lanzarote! YO.— Ja, ja, ja. Si eso no puede ser, cuando tantos vigilantes hay para hacer cumplir lo acordado por la autoridad. BARTOLO.— Los municipales se cuidan tan poco de eso, y luego se hallan tan fatigados con el excesivo trabajo… YO.— Lo creo, lo creo. BARTOLO.— Deje usted que yo adquiera para comprar un caballo, he de andar por esas calles a escape como un condenado, atropellando a todo el mundo, y verá cómo no tropiezo con siquiera un municipal para un remedio. YO.— No exageres. BARTOLO.— No exagero, sino que es verdad y mucha verdad, porque con estos ojos que ha de comer la tierra, he visto tantos y tantos que andan a caballo por esas calles como alma que lleva el diablo, que no sólo se exponen a romperse la crisma sino a romper la del prójimo. YO.— No seré yo el que te aconseje imites semejantes tropelías; pero si lo haces con el laudable fin de despertar a la dormida vigilancia, basta para realizarlo el que alquiles un caballo. BARTOLO.— ¿Qué? ¿Qué ha dicho usted señor? YO.— Que alquiles un caballo. BARTOLO.— Dispénseme, señor, pero de seguro que usted no sabe lo que dice. YO.— ¿Cómo que no sé lo que digo? BARTOLO.— No señor, porque hoy que lo más que abunda son bestias en nuestra población, es necesario ser uno todo un potentado para atreverse a alquilar una. YO.— ¿Por qué tanto? BARTOLO.— Porque por el alquiler de una bestia piden un ojo de la cara; porque los arrieros estafan impunemente que es un contento; porque hoy que tantos carruajes hay y por consiguiente es mayor el número de cabalgaduras, mayor es el alza de sus alquileres; porque si usted toma una bestia para ir de aquí al Puerto de La Luz, o al Monte Lentiscal o a dar un paseo de una hora o menos, le cuesta a usted cada paseo 20 rvn, y a más de esta atroz exorbitancia le pide el arriero la indispensable propina para echar un brindis en la próxima taberna. Y, ay de usted si se la niega, porque será usted deshonrado y maldecido. Resultado de todo: una bestia mala, resabiosa que le muele a usted las asaduras, una hora de tormento que le cuesta 20 rvn, y por último el requerimiento de la propina, que con la molestia de viaje y el mal humor se lo diera usted de guantazos. YO.— Ahí tienes tú un abuso que debiera enmendarse. BARTOLO.— ¿Y quién enmienda eso? YO.— No lo sé; pero aunque lo supiera y lo dijese, todo sería predicar en desierto, y sacaríamos como siempre lo que el negro del sermón. BARTOLO.— Es la pura verdad, mi amo. YO. (6 de septiembre). Tertulias de El Ómnibus - Segunda carta de Pascual a su primo Bartolo. Mi querido primo Bartolo. Era una noche de nieve y granizo, allá por el año mil ochocientos y tantos, cuando nuestra buena tía Marcela se sintió acometida de dolores de parto. Párteme el corazón el considerar que aún la estoy oyendo: era primeriza, y me acuerdo de aquella naturalidad con que el tío Blas se regocijaba creyendo que iba a tener (su mujer por supuesto) un hijo macho, que era su ensueño, su anhelo, su deseo, su halagüeña esperanza: ¡tenía sesenta y cinco años el pobre!… Pero, amigo: tía Marcela, ladina como ella sola, se salió, al amanecer de Dios con una hija jembra. Si hubieras visto y oído al tío Blas: pateaba, ternaba; estaba hecho una furia y por último se echaba boca abajo, como negro dispuesto a sufrir el latigazo, exclamando con voz estentórea: «Mala noche y parir hija…». Esto mismo digo yo, Bartolo: ¿Al cabo de tanto tiempo que has estado aguantando el resuello, vienes a resollar por boca, no de ganso, sino de amo, que entre nosotros, es buen resollar; y lo haces poniendo escrúpulos y dificultades, sobre nuestro parentesco? En qué quedamos, Bartolo, ¿somos o no somos primos? A mí me ha hecho gracia eso de los tíos que se nos encajan aquí (por aquello del puerto franco sin duda), con sus sobrinitas y con sus amas de llave. ¡Válgate Dios todopoderoso, Bartolo!, tu poca experiencia te hace ser más murmurador de lo que realmente sos. Deja tú vivir a todo el mundo y en particular a los que vienen a establecerse entre nosotros en la creencia, no muy distante por ciertas cosas, de que estas Islas son las Sanvichas. Mira, no seas majadero: ni vinculistas; ni capellanes congruentes, ni sanguinarios, ni patronos legos ni laicales, por más legos que seamos; lo mejor es no disputar sobre parentesco y mucho menos echarnos a rebuscar cosas viejas que, créemelo Bartolo, casi siempre salen sucias como si fueran trapo de faroleros, o más puercas e indecentes que el pórtico del Teatro: huélelo, olfatéalo, pero, a veinte pasos de distancia porque más cerca te asfixias, y veremos si tengo razón. También, tú, con el dichoso parentesco, has tocado un punto más comprometido y de mayores dimensiones que el que tienen algunas medias que yo he visto en la plaza de mercado: en este país en donde la nobleza rebosa más que el caño del matadero; en donde, con ponerse un de antes del apellido, se consideran algunos elevados a nobles; en donde se ponen, atrevidos, una t o un court para variarlo y estimarse, necios, descendientes del conquistador de Lanzarote; en donde nadie está conforme con ocupar la clase a que pertenece; en un país en donde… ¡Bartolo!, tengamos la fiesta en paz: es asunto delicado, y terreno resbaladizo. Abandonémosle para siempre; y supuesto que, acertando, nos habemos (sic) encontrado sin que tu amo, cuya galantería agradezco, repugne ni rechace nuestro parentesco, vamos a ser primos en paz y en gracia de Dios. ¡Bartolillo!, a aventar, bieldo en mano, que el montón, según luce en la era promete: polvo al aire; aparte el tamo. No recogeremos gran cosecha de grano lo que siento por los panaderos; pero cosecharemos maldiciones, y al fin todo es recoger. Y a propósito: el otro día recojí la visita de un joven que venía buscando el número premiado con el caballo que últimamente se rifó en el partido del norte: ¡y después quieres tú que no suban los alquileres!, mentecato; pues si un caballo te vale 50 pesos y su alquiler es, por ejemplo, 10 reales de vellón; si rifándolo te vale 100, y además se pierde el número, ¿no has de pedir 20 reales por ese mismo alquiler? ¡Válgate Dios, Bartolo!… Pero el joven, ¡qué guapo!, bigote retorcido hacia arriba, cigarro puro (Kentuki legítimo) y fósforo fulminante, o petardista: franco, como que se entró por la puerta sin tocar por no lastimarse las coyunturas; listo y casi atrevido, como que se metió en mi cuarto y comenzó a ojear, a escupir, a fumar, a leer, a hojear, a retorcerse el bigote, a hojear los papeles y a quemarlos también, con su maldito Kentuki: en una palabra, Bartolo, era uno de esos jóvenes que, pobrecillos, también la echan de nobles. Pero no te apures, primo mío: nada leyó, ni pudo leer, de los apuntillos que tengo hechos para nuestras murmuraciones, reservados por supuesto con el capitalito de las rifas. Si acaso leyó algo fue el epígrafe de todos los proyectos que han salido, porque lo demás estaba en blanco como huevo de gallina. El bando de buen gobierno y otra cosa que se publicó sobre los panaderos, no podía leerlo, porque todo estaba en negro: no me gustan cosas escritas, y no cumplidas. Cogí una pluma inglesa, que yo no sé por qué diablos nos las traen acá, como las sobrinas, y, sin intenciones de morirme, testé… todo lo escrito; y mira que no son malas las plumas aquellas para testar, en manos de un escribano sobre todo. Hoy no quiere decir más tu primo Pascual. (17 de septiembre de 1862). Tertulias de El Ómnibus - Tercera carta de Pascual a su primo Bartolo. Mi querido y estimado Bartolo: Después de mi segunda y última carta, híceme, de la noche a la mañana y sin saber cómo ni cuándo, comerciante, ¿lo creerás?: y en su consecuencia me embarqué; pues el que no se moja en agua salada no es comerciante. Me embarqué, pues, con destino a Lanzarote, y escala en Puerto de Cabras; y no me fue mal. A bordo, como yo soy chico y grueso de cuerpo, me echaron, es decir, me lanzaron en la cubierta del barquito, cuyo aseo era muy regular, por fuera: en Puerto Cabras hay sus más y sus menos, porque es una población pequeña en donde lo hombres y sus ideas o sea sus intereses, se hacen más pequeños que la misma población, lo cual quiere decir que al revés me las calcé; y en cuanto al punto de destino, preciso es guardar silencio, porque los lanzaroteños son muy susceptibles, y prefieren su amabilidad, honradez y naturalidad, a verse aludidos en la menor cosa por más sencilla que fuese. Ellos lo conocen según me dijeron; pero siguen nuestra moda y nuestras costumbres: nada de publicarse nuestros defectos, porque entonces, ¿qué dirán de nosotros en La Habana y en Montevideo y en México y en Caracas, que son los puntos en donde más nos conocen? El caso es que los saben; mas aquí es una diablura publicarlos. Por eso no te digo nada más, primo, respecto a este asunto. Por lo que hace al de nuestro parentesco, anduve buscando allí el árbol de los Bethencoures a ver si podía alcanzar un churrasco; y con tal motivo hube de relacionarme con los curiales. ¡Buena gente, primo Bartolo, buena gente! ¡Curiales! Uno de los procuradores, tuvo la amabilidad de recomendarme a un su compañero del juzgado de Guía, en la que había de conseguirme una partida de qué sé yo qué vivo ya difunto: como ambos procuradores, dio la rara casualidad de ser compañeros dos veces, se entendieron al momento; más al de Guía se le ofreció no sé qué dificultad sobre si el difunto había fallecido, y me recomendó también a un compañero de esta ciudad, pero como no tengo noticia de que aquí haya procurador alguno que sea alcalde ni procurador, me valgo de tu amistad para que lo averigües y me digas dónde lo encontraré. Ya se me alcanza que para estos negocios de partidas, era mejor acudir a los abogados: pero como yo tengo mucha fe en mi procurador, y este me recomendó a su compañero, creo a puño cerrado que debo buscar a este, y por eso insisto en que me lo entregues muerto o vivo. Ahora les dejé por allá enredados con los depósitos, o con lo pósitos, pues no entiendo estos nombres: como el de se han apropio los nobles, que por allá lo mismo que por acá lo son todo el que se le antoja y le da la gana, regularmente los apósitos vendrán a recaer sobre los pobres que nunca han podido ni podrán ser depositarios ni positarios. Dile a tu amo que se empeñe con el visitador para que descubra todo bien y no se deje poner apósitos porque entonces, así como los pobres, únicos ciegos que hay en el mundo, suelen ver alguna vez, así también los visitadores podrán cegar o entuertar, si caen por desgracia en manos de embaucadores. Se me va a escapar la sin hueso… Adiós de tu primo Pascual. (18 de octubre de 1862). Tertulias de El Ómnibus - Variedades. Mi criado Bartolo y yo. BARTOLO.— Pues yo le aseguro a usted que es verdad y mucha verdad. YO.— Te repito que no puedo creer eso, Bartolo. BARTOLO.— ¿Y piensa usted que si no hubiera sido así, se viera hoy la mayor parte de nuestras calles tan bien alumbradas? Yo.— ¿Y por qué no? BARTOLO.— Porque mi primo Pascual me ha asegurado que gran número de los tales faroles de belmontina, vinieron de Francia para uno de los pueblos de la parte norte de la isla; pero don Fulano, don Sutano y don Mengano (que siempre los dones la han de encharcar) negaron las ofertas hechas para su adquisición, pretextando que no necesitaban de luces por haberlas allí de sobra. YO.— ¿Y aseguras tú que eso es verdad? BARTOLO.— Tanta verdad como lo de aquel guardia civil que el otro día conté a usted había visto en la ribera del mar pescando viejas, después de haber colgado del muro cercano su uniforme, que quedó custodiando otro compañero. YO.— Esa gente anda siempre tan ocupada… BARTOLO.— Vaya si anda, ni que los tales guardas fueran de escape de áncora. Luego, tienen tantos oficios, y tantos amos a quienes servir, que no sé cómo les sobra tiempo para pescar viejas. YO.— No extrañes eso, hombre: que muchos hay que sin tener en cuenta aquello de «declaro bajo mi responsabilidad no percibir de fondos generales, provinciales ni municipales otras cantidades que la acreditada en esta nómina», son una especie de empleados ómnibus o comodines, que a todas las corporaciones pertenecen y de todas perciben sueldos, siendo de ellas, no el algo útil, sino el algo de las utilidades. BARTOLO.— Más valiera llamarles galgos. YO.— Es lo mismo, pues no bastándoles reunir en sí cuatro o cinco empleos lucrativos, siempre se crea para ellos, exclusivamente para ellos, algún nuevo destinito, en tanto que hombres de más ciencia y honrados padres de familia tienen que mendigar el pan; ese pan negro y malo que aquí se nos da, y que no merece siquiera ser mendigado. BARTOLO.— ¡Y cómo se entusiasma usted mi amo! YO.— ¿Y todo por qué? Porque no temen sufrir humillaciones y desaires; porque saben manejar con acierto el incensario de la adulación, y porque, como dijo el otro: Uva, si quieres subir a la cabeza después, hante de pisar los pies: que no hay medrar sin sufrir. BARTOLO.— Usted se va resbalando, mi amo, cuidado no caiga en el hoyo del desagrado de sus compañeros, porque las calles están llenas de simas, excavaciones y trampas, y aquí abundan mucho los agujeros, señor. No se deje usted atropellar por el carro de la enemistad, pues quedará hecho añicos como si fuera enlosado. Tema usted no oculten espías tantas montañas de piedras como obstruyen nuestras calles. Desvíese usted siempre, no caiga sobre su cabeza alguna canal de sátiras que lo despachurre, a semejanza de esas canales de piedra que amenazan a los transeúntes convertirles en tortillas. ¡Ah!, no pase usted nunca por el callejón de la verdad, no caiga y lo aplaste un día algún lienzo de sus murallas como las ruinosas del convento descalzo. Antes que suceder esto, valiera más consumir el tiempo como los empleados cogiendo moscas al vuelo con mucha gravedad y ponerles rabo como chicos de escuela para asustar al maestro. YO.— Pero, si al ver esto es necesario morirse. BARTOLO.— No se muera usted, señor. Mire usted que el cementerio es lo más feo que aquí tenemos. ¿Y el camino?… Dios nos libre… Si usted lo viera se le quitarían las ganas de hacer lo que tantos han hecho. Y ahora que vamos a tener óperas y zarzaleras, y con el nuevo teatro que tendremos dentro de poco; ya verá usted. YO.— ¡Pues qué!, ¿están fabricándolo ya? BARTOLO.— ¡Quia!, no señor; ¿pero el proyecto?; ¿le parece a usted poco el proyecto? Un proyecto bueno, siempre es un buen proyecto. YO.— ¿Y nada más? BARTOLO.— Pues ahora empiezan. Proyectos de caminos; proyectos de levantar calles, proyectos de alinear unas y torcer otras; proyectos de combar lo derecho y enderezar lo torcido; en fin proyectos y más proyectos. YO.— Si a enderezar empezáramos, a cuántos habría que enderezar, Bartolo. BARTOLO.— Proyéctelo usted señor, que aunque no se lleve a cabo, bien se puede proyectar. YO.— Antes me casen, Bartolo, que proyectar lo que no he de realizar. BARTOLO.— ¿Tanta aversión tiene usted al matrimonio? YO.— Hoy más que nunca. Las mujeres me horrorizan, y temo cometer un torpe pecado al mirarlas con intención, pues me parecen hombres desde que llevan calzones, botas de tacón, garibaldinas a lo barquero y corbatas. Ellas se tienen la culpa del horror que me causan. Bastantes calzones hay en mi casa con los míos. BARTOLO.— Ya; pero llevan con tanta gracia los madriñaques, que imitan campanas con los pies por badajitos; y como las campanas son para tocarse, ya usted ve… YO.— ¿Y no te parecen gallos al ver las crestas que hoy se ponen? BARTOLO.— ¡Cómo a mí me gustan tanto las palomas de toca de hueso! YO.— Pues cásate tú, Bartolo. BARTOLO.— Muy mal me quiere usted, señor. ¿De dónde sacaría yo pa comprarles sus aderezos, coloretes y ridiculeces? Tal vez pondríanme ellas a mí la toca de hueso, pues cuando uno no puede satisfacer sus caprichos, ya buscan quién las regale, que para esto de tomar todas se llaman Tomasa. YO.— Yo creo que ellas no; pero el diablo, que es lo mismo, las tienta a todo lo malo. El engaño y la ficción es el distintivo principal de la mujer, y hasta para ocultar sus menores defectos inventan diabluras. Esos vestidos que ves de cola y que van barriendo el suelo después de haber barrido los bolsillos del pobre y manso marido, son invención de la reina Berta, la de los pies grandes. BARTOLO.— ¿Y será verdad todo eso, señor? YO.— Yo no lo sé; pero diré lo mismo que cierto famoso libro de las Revelaciones de Ultratumba, al hablar de la evocación de los espíritus y el sonambulismo magnético: Yo no pongo nada mío; Quien lo dice es Satanás: Si en ello hubiere mentira, Mía no, suya será. No es esto tampoco decir que ellas no tengan algo bueno; pero ese algo a tal precio… BARTOLO.— Paso, que le vi las patas al caballo. Desde que mi primo Pascual se casó, anda como alma que lleva el diablo; hasta la cabeza se le ha trastornado, y escribe cosas tan confusas que él mismo no las comprende. Allá en sus cartas enjerga a Lanzarote con Guía, a los alcaldes con los procuradores, a los secretarios que han de ser casados y no solteros, y qué sé yo qué mezcolanzas. Cuanto antes, estoy seguro, me ha de citar en sus epístolas, la guerra de las pelucas y casacas, y me hablará de Monfies; y saldrán vencidos los casacones y las pelucas, porque ya ni usamos coletos ni casacas. Y al fin sacará por conclusión las elecciones municipales, algún mojicón y muchos dientes menos, de lo que sólo sacarán provecho los dentistas que los venderán postizos. Y las tales consecuencias se llamarán siempre «consecuencias de mi primo Pascual». YO.— ¿Y qué quiere decir todo eso? BARTOLO.— Pregúntelo usted a mi primo, que él sí que lo comprenderá. YO.— Pues lo que yo no entiendo me sobra. BARTOLO.— A otros les faltará; que muchos conozco yo que escasos de entendimiento les sobra petulancia. Y aquí de aquel cuento de cierto empleado que creyéndose el tunante del pueblo donde residía… YO.— Eltu autem querrás decir. BARTOLO.— Es lo mismo, señor; que el que está en gracia de Dios no se para en menudencias. YO.— Continúa. BARTOLO.— Rebosábale el orgullo y echábasela de liberal; y sólo porque un dependiente no se levantó de su asiento cierto día que junto a él pasó, plantósele delante (pues era de raza y bien plantado), y con voz estentórea le dijo: «Yo soy el señor del cielo y tierra que te ha sacado de la nada; debes rendirme vasallaje y sumisión». Y con fiero ademán y rústico orgullo volviole la espalda. YO.— ¿Y cuándo sucedió eso? BARTOLO.— En tiempo del rey que rabió. YO.— Enterado y prosigue. BARTOLO.— Vale más dejarlo aquí, no sea que lo echemos a perder. YO. (1 de noviembre de 1862). Variedades. El amo y el criado. CRIADO.— Pues señor, casi no me atrevo… tengo miedo. AMO.— Pero hombre, ¿por qué? CRIADO.— ¡Ya se ve! ¡Está uno viendo cosas extraordinarias! AMO.— Mal empiezas, Canalejas: no son las cosas ordinarias, sino las extraordinarias las que nos llaman la atención. CRIADO.— Bueno, señor, eso quería yo decir; y nada tiene de extraño que un pobre criado no se explique bien, cuando no falta algún rico señor que, dicen, es un comedia oírle. AMO.— Vaya, no te amostaces por eso y prosigue, o más bien, empieza tu cuento. CRIADO.— Señor, aunque yo sé que desde que se acabaron las brujas y los duendes concluyó también la santísima inquisición, parece que anda ahora otra cosita que es mucho peor, por lo que se le persigue con muchísimo tesón, y de aquí el miedo que tengo. AMO.— ¿Y cómo se llama esa cosita? CRIADO.— Lo diré a V. si me acuerdo. El… el… el maniatismo, señor. AMO.— ¡Válgate Dios Canalejas! El magnetismo, hombre, el magnetismo. CRIADO.— Es, señor, eso: y como es tan malo y dicen que puede causar tanto daño, parece que se ha situado una Compañía en esta ciudad para combatir esa y otras cosas que no convienen en manera alguna el que vayan tomando pescuezo. AMO.— Mira, Silvestre, déjate de paparruchas y tonteras, porque me vas ya cansando; conque al cuento o negocio concluido. CRIADO.— Pues señor; mi tío Trapisonda que está acomodado con el señor don Remigio, me acaba de contar que habrá cosa de dos meses, que su amo que es muy aficionado a riñas, concibió el proyecto de reunir unos cuantos huevos para una echadura de gallos ingleses. Consultolo con algunos amigos suyos que en su casa se reunían, y parece que la mayoría intentó disuadirle, teniendo en consideración los disgustos y molestias que esto podría ocasionarle, y muy particularmente por la circunstancia de que siendo ingleses finos, estos animalitos son muy propensos a escarbar, y tanto podrían hacerlo en la casa gallera, que removiendo mucho la tierra en diversos puntos, se pusiese en un conflicto la población, por causa del mal olor que de allí deberá desprenderse. El tal don Remigio que aunque tiene un piquito de escoplo, es algo asustadizo, cedió al principio, aunque regañando, a las reflexiones de sus amigos, y posteriormente a la imposibilidad en que tropezó: porque, según añade mi tío, parece que otras personas que se impusieron del proyecto, intentaron y consiguieron neutralizarlo, apoderándose de algunos de los huevos de mejor casta que aquel apetecía. Para todo esto, y para reunir los diez o doce huevos de que se había de componer la echadura, hubo de transcurrir el tiempo hasta el fin del mes pasado. Y bien señor, ¿qué creerá V. que ha sucedido después? Aquí señor, de mi miedo, y aquí de ese condenado maniatismo. La echadura que debía tardar veintiún días en salir, ha sido picada al principiar el cuarto día; y de los huevos ingleses finos no han salido sino pollos mestizones. Prescindiendo aun de otras cosas que dice mi tío de estos recién nacidos, como el que alguno es conchinchino, otro canabuey, aquel acobradito y este giro tornasolado, ¿qué deberemos pensar de la manera con que han venido al mundo? Yo, por mucho que desee verlos y verlos reunidos para graduar sus diferencias, le aseguro a V. que si no consigo que esto sea desde muy lejos, prefiero quedarme con las ganas, pues temo que no esperen a ser gallos para meter las espuelas de firme, y como algún día no se destrocen todos unos contra otros, si el gallero no tiene con ellos mucho cuidado. AMO.— Vamos, Silvestre; ya veo que se han querido divertir contigo. CRIADO.— Señor, si me lo hubiera dicho otro que no fuese mi tío, yo lo habría dudado; pero es hombre muy formal y además está muy bien impuesto por la casa en que sirve. Y aunque pasemos a otra cosa muy distinta: tampoco creerá V. lo que le ha sucedido a nuestro vecino de más arriba don Salvino Mandíbula. AMO.— ¿Pero qué es lo que le ha sucedido? CRIADO.— Que el pobre señor que no ha perdonado medio alguno para salir victorioso de una cuestioncilla que tenía con algunos de sus paisanos, después que se creía vencedor, ya por su dinero y el que de algunos otros había tomado, ya por estar ayudado de la autoridad que le daban sus años, ha perdido miserablemente el tal negocito, y se encuentra con su dinero gastado, y el poco prestigio que le quedaba enteramente concluido. Así, dicen que se halla inconsolable, y que da lástima oírle exclamar «Con qué cara me presentaré yo ahora a las personas que no conociéndome, ni mucho menos habiéndome tratado, me crean no ya un hombre profundo e importante por muchos conceptos, sino hasta el Goloso de algunos pueblos como en la antigüedad lo hubo en Rodas. ¡Adiós, glorias mías conquistadas, y qué poco me habéis durado! ¡Ah! ¡Yo estoy muy malo, muy malo! ¡Nada tendrá de particular que me vuelva a salir otra fístula entre las dos viandas!». AMO.— Mira, Silvestre; esto es más creíble; y por lo mismo me da compasión de ese pobrecito. CRIADO.— Señor, mire V. que cuentan algunas cositas de ese caballero que ya, ya… AMO.— Vamos, Canalejas, no desates la lengua, y déjame que tengo que hacer. S/f. (8 de noviembre de 1862). [Sin título. Parece continuación del anterior aunque no se indica]. CRIADO.— Esto es insufrible; no se puede ya vivir en esta población: ¡apenas se va saliendo de un susto, cuando está uno metido en otro…! Y bien sabe V. señor, que yo no disfruto sueldo o soy de esas personas que desempeñan empleos o cargos convenientes, que, dice, están siempre con miedo de quedar cesantes o de que termine el periodo de sus nombramientos. AMO.— ¡Cuánto disparatas, Canalejas! Es preciso que entiendas que lo mismo los empleados que disfrutan sueldos como las personas que ejercen cargos puramente gratuitos y honoríficos, prestan en ello a la sociedad un servicio importante: los primeros porque dedican los conocimientos que han adquirido en muchos años de estudio, se privan de seguir otras carreras o profesiones más lucrativas, que pudieran conducirles a mejor porvenir, y los segundos, porque con perjuicio de sus intereses que a cada paso tienen que abandonar, sufren las molestias que son consiguientes al desempeño de dichos cargos, además de la responsabilidad en que incurren algunas veces por causas inevitables. Así es que tanto unos como otros son dignos de la mayor consideración, y están reputados como buenos patricios. CRIADO.— Señor, ¿y hay aquí muchos patricios? AMO.— Sí, hombre, sí. CRIADO.— ¡Ay señor! Tenga usted cuidado no sean de los que escuecen. AMO.— ¡Hola, hola!, ¿conque tal alto picas? ¡Miren Vds. el niño asustadizo…! Cállese V. la boca: ¿no sabe V. que le está prohibido meterse en camisa de once varas? CRIADO.— Por Dios Señor, no se enfade V. tanto. ¡Jesús!, ¡ni que fuera V. suplente de algún juez…! Mire V. que si asoma la parcialidad esconde la inteligencia. AMO.— Vaya; por lo visto mi criado se va a convertir en un perla. CRIADO.— Y no lo eche V. a burla, señor; que si bien me llamo Silvestre, ya sabe V. el apellido que llevo, y váyase lo uno por lo otro: a buen seguro que a ninguno de los de esa familia le mete uno el dedo en la boca. Siempre sentiré no haber nacido para uno de los hombres de corazón de mi país. AMO.— ¿Cómo es eso? CRIADO.— ¿Que, no sabe V. que lo mismo que en otras partes, también hay aquí hombres de corazón? Pues es muy cierto: sólo se diferencian en que aquellos llevan espadas y estos andan a palo seco. AMO.— Descubro en ti, Silvestre, ciertas tendencias que me desagradan mucho: me pareces inclinado al desconcierto, y te aconsejo que andes a pies de plomo por lo que te pueda suceder. Sobre todo, es preciso que te acostumbres a respetar a las personas, por su saber, por su posición y por su origen. CRIADO.— Señor, yo no ofendo a nadie; tan sólo digo lo que oigo y lo que me dicen que pasa. En cuanto al respeto debido a las personas por las circunstancias que V. me manifiesta diré a V. cuál es mi opinión. Estoy muy de acuerdo con la primera; porque a la verdad, señor, cuando yo he oído hablar a algunas personas en público y que una porción de miles de almas las aplaudían dando palmadas y vivas con el mayor entusiasmo, decía yo para mí lleno de admiración y alegría, «por saber tanto daría hasta las orejas»… aunque después, parece que han hecho todo lo contrario de lo que han dicho. Con la segunda, es decir por respetarlas por suposición (sic), me perdonará V., señor, pero no estoy conforme. Varias veces he pasado yo por el lado de algunos caballeros vestidos con tanto lujo, llenos de prendas, con un modo de andar tan elegante y un aire de tanta importancia, que me he dicho, «no hay dudas, este es un caballero de primera calidad, de aquellos que les cuelgan muchas campanillas»; y al pasar me he desviado lo bastante para que conociera el respeto con que le miraba, además de tener yo el sombrero en la mano desde antes de llegar y hasta después de haber pasado: ¿y qué ha hecho el respetable caballero?, nada; como si no me hubiese visto, o como si me confundiera con un animal, pasar con cuerpo erguido y vista al frente. Extrañando yo esto se lo he contado a algunos amigos a quienes he dado las señas, y resulta, que no hay peor amo que el que fue criado. Y por lo que hace a la tercera, tenga V. la bondad de oír lo siguiente. »Me contó mi tío que hace algunos años se disputaban el mando en el pueblo de su naturaleza dos de los principales señores entre quienes también se hallaban divididas las simpatías de sus convecinos, desde la más alta alcurnia hasta su clase más humilde; y que tanto uno como otro de dichos dos señores habían tenido sus épocas de dirigirlo todo, rodeados de ese prestigio que nunca falta en las poblaciones pequeñas a los que se hallan colocados en primer término; pero que no obstante la emulación que entre ellos reinaba cualquiera que se atuviese a las apariencias les creería unidos de buena fe dirigiéndose a un mismo fin. Que por último, el diablo que siempre la ha de hacer, tiró de la manta y ya se fue haciendo público el antagonismo que los dividía; y que en una reyerta que tuvieron sobre cuál de los dos había hecho más beneficios o males al pueblo, llegaron las cosas al punto de echar mano de sus esclarecidos linajes, que parece era una de sus primeras manías. Que con tal motivo fue cada uno en busca de sus papeles, y de vuelta prepararon dos hermosas fuentes de plata donde vertieron agua de la más pura y cristalina para depositar en ellas aquellos venerandos documentos de tantos siglos. A poco rato de sus respectivas observaciones, fueron cerrando los ojos por grados hasta exclamar unánimemente: “Preferimos quedarnos ciegos a presenciar lo que delante de nosotros está pasando”. Y con mano trémula se dieron prisa a sacar los pergaminos de las fuentes que borbotaban tinta, pero que, con admiración suya, en nada los había alterado ni menos descompuesto. La tinta y los papeles eran homogéneos… aquella derivada de estos. AMO.— No más, Canalejas. No siento tanto el que te hayas vuelto loco, que como con tus dislates me vas trastornado también la cabeza. Conque retírate y déjame en paz. CRIADO.— ¡Señor!… ¿Entonces no me deja V. que le diga el chasco que me sucedió el otro día y que aún no se ha podido borrar de mi imaginación? AMO.— No, Silvestre, no: por hoy ni una palabra más; si de aquí a algunos días estuvieres más cuerdo, entonces será otra cosa. Vete. S/f. (15 de noviembre de 1862). Una noche a bordo (1864). Una noche a bordo es un escrito galdosiano de 1864. De nuevo, un texto poco conocido pero no inédito. Formó parte, como el de «Un viaje redondo» reseñado, de los manuscritos conservados por don Teófilo Martínez de Escobar. El profesor debió tener interés especial en conservar este texto porque formó parte del proyecto frustrado de la redacción de una especie de libro de viajes que llevaría por título Un viaje de impresiones y que redactarían maestro y discípulo, don Teófilo y don Benito, capítulo a capítulo. Se concibió, sin duda, durante las horas muertas del viaje Gran Canaria a Cádiz de aquel 1864, en que fueron compañeros de travesía. Manos a la obra, confeccionaron el índice del futuro libro (cuyo original conserva el Museo Canario) y cada uno redactó su capitulillo de arranque: Galdós «Una noche a bordo»; y don Teófilo «Nueve horas en Santa Cruz de Tenerife». Y el proyecto hubo de quedar atracado para siempre cuando hizo lo propio el barco al pisar tierra firme en Cádiz. «Una noche a bordo» responde al propósito temático que su título indica. La descripción de esas primeras horas del viaje deriva en relato de un narradorprotagonista en primera persona (se esconde en el «nosotros» mayestático) que intenta soslayar con imaginación los primeros embates del terrible azote del mareo que se ha apoderado de su estómago. Ni la imaginación ni la posible distracción de sirenas de carne y hueso dan mucho de sí frente a la tortura física. El relato acierta a reconstruir con singular eficacia aquellos malos momentos. Quien ha vivido la experiencia sabe que tal escrito hubo de nacer pasados los embates de un mareo real. Y admira la habilidad del joven escritor para conseguir insuflar su texto del tono de veracidad inmediata que la situación requiere, sin renunciar a ninguna de las características que le marcan tempranamente como escritor, pues además de no perder el humor, el narrador introduce no pocas espitas librescas en narración tan concreta (la mitología clásica, Cervantes, Goethe, Víctor Hugo) y se permite un apunte sarcástico respecto a la realidad social de la rivalidad entre las islas. «Una noche a bordo» es un relato directo y breve, muy galdosiano: la facilidad descriptiva, el humor y la ironía, las referencias librescas, el sentido de la observación, etc. No podía faltar en este volumen. Esta edición de Una noche a bordo reproduce el texto manuscrito por Pérez Galdós del capítulo I del proyecto inconcluso titulado Viaje de impresiones. Dicho texto, cuyo original conserva el Museo Canario de Las Palmas de Gran Canaria, fue redactado en 1864. Se cotejó el manuscrito con la edición primera publicada por Chonon H. Berkowitz en Los juveniles destellos de Benito Pérez Galdós, El Museo Canario, Año IV, n.º 8 (enero-abril), 1936. El mar está hinchado, revuelto y tan inquieto como los que van a entregarse a él. Nuestro espíritu está lleno de abatimiento porque el despedirse para un largo viaje es lo más desabrido y fastidioso que puede imaginarse. Parece que en nuestro pecho sentimos un cuerpo extraño que se ensancha impidiendo nuestra respiración. Una especie de manzana prohibida se atraviesa en nuestra garganta cortándonos la palabra. Así es que creemos decir el último adiós a un amigo y no hacemos más que temblar como un atacado de mal de San Vito balbuciendo algunas palabras sin sentido mientras nuestra mano convulsa estrecha algo que no sabe si es mano o pie o guijarro. No sabemos ni a dónde mirar, ni cómo andar, ni si sonreírnos o llorarnos porque la boca y los ojos encargados de manifestar nuestros afectos se contraen y dilatan de un modo no muy académico produciendo en nuestra fisonomía graciosas muecas que hacen desternillar de risa a quien no se despide. Bajamos los escalones del muelle. Si estos crueles escalones se subieran en vez de bajarse me parecería que subía a un patíbulo. La guillotina no me causa más horror que un mar revuelto. Al fin me siento como un ajusticiado en el banquillo de la lancha, pero ¡qué tumbos, Dios mío! ¡Qué subir y bajar tan molesto! Al pasar la barra del muelle los movimientos eran tan repetidos y bruscos que no las tenía todas conmigo. El vértigo que esta travesía me causaba me impedía ver los pañuelos blancos que agitaban en el muelle manos amigas. La impresión que me produce el rudo hundimiento del bote es tan extraña y desagradable que instintivamente me llevo las manos al vientre para detener mis entrañas que parecen querer subírseme a las barbas. No tengo manos sino para asirme fuertemente a la borda de la embarcación; no tengo boca sino para escupir una saliva amarga y pegajosa, primer síntoma del mareo; no tengo ojos sino para medir con avidez la distancia que me separa del buque. Al fin llegamos al vapor, subimos con trabajo y nos señalan nuestro camarote. Arreglamos nuestros equipajes y subimos a la cubierta. Entonces principia una terrible lucha entre el estómago y la imaginación: el estómago que quiere salirse de sus quicios y la imaginación se empeña en tranquilizarlo. No hay en el mundo sensación tan cruel como la que produce esta pugna terrible. Un dolor violento, agudo, prolongado, se apodera de las regiones del hígado como si el buitre de Promoteo estuviera ensañándose en él. En vano queremos hacernos valientes y echarla de marinos haciendo de las tripas corazón; en vano intentamos dar un paseo por la cubierta mirando con indiferencia el mar, el buque, los marineros y la arboladura como quien está familiarizado con todas estas cosas. ¡Qué terrible es el momento en que decimos «Si yo no he de marear, ¿por qué?; si yo no estoy revuelto». ¡Qué insípidos son los siguientes diálogos!: —¿Está usted revuelto? —No señor. ¿Y usted? —Todavía estoy firme. Yo creo que no marearé. —Yo me encuentro bien. Pero allá en lo profundo del estómago; en la región donde se está verificando el más horroroso cataclismo escucho una vocecilla burlona y sarcástica que me dice: «Marearás…»; y no puedo sustraerme a la influencia de esa voz; en vano procuro distraerme. En vano evoco recuerdos agradables, y hasta poéticos… Todo es inútil. ¿Hay señoras? Sí; pero qué importa si su amable conversación, su galantería, su finura no nos pueden librar de este terrible mal. Ni la voluptuosa cuadrilla de Venus, ni las satélites de Calipso, ni toda la turba de náyades de la Mitología, ni todas las ondinas del Rhin, ni todas las mujeres seductoras de este mundo desde Asparia y Lais hasta Ninon de Lenclos y la dama de las Camelias lograrían excitar mi enervada materia, ni hacer entrar en caja mi dislocado espíritu. Sin embargo, saco fuerza de flaqueza; me incorporo y trato de sostener un diálogo con una amable señorita de Tenerife que venía en nuestra compañía. —¿A dónde va usted? —A Santa Cruz. —¿Es usted de allí? —Sí señor. —Tendrá usted deseos de ver a su familia. —¡Oh!, sí, muchos. —Es natural y, ¿le ha gustado a usted Canaria? —Ya lo creo. Muchísimo. —¿No irá usted hablando mal de nosotros? —¡Qué disparate! Todo lo contrario. Ustedes son muy amables, muy simpáticos y muy… —Ya, ya. La conversación gira sobre música y un majadero (yo) se empeña en que ha de cantar una malagueña otra señorita que nos acompañaba. Era graciosa, bonita, diminuta: uno de estos tipos espirituales, sencillos, llenos de candidez y agudeza, de inocencia y coquetería que han inspirado a Göethe su Margarita y a Víctor Hugo su Cosette. La sirena que tal vez sufría en aquel momento los mismos prosaicos retortijones que nosotros se resistía a cantar a pesar de nuestros ruegos. —Lo hago muy mal —decía. —¡Qué modestia! —Estamos en confianza. Yo también cantaré si usted se empeña: pero no nos prive usted del placer de escuchar su linda voz. —¡Linda voz!, ja, ja; si parezco un… —Vamos no se haga usted de rogar… Aunque no sea sino un par de compases… Y la infeliz muchacha cansada de oírnos y tal vez por cortar nuestras impertinentes súplicas abría la boca y se preparaba a complacernos, y nosotros ansiosos de oírla éramos todo orejas cuando principia a andar el buque; la mar se hincha; la máquina comienza a batir su interminable compás; el buque se agita como una batuta en manos de un director de orquesta y nuestros oídos principian a oír la atronadora sinfonía cuya primera nota suena al levarse el buque y no concluye hasta que fondea. El viento, el vapor, las cuerdas, la máquina, el timón todo se sujeta a un misterioso ritmo produciendo la más extraña de las armonías. Todo esto se me ocurre durante los primeros vértigos del mareo, mientras me agarro a la borda para rendir el tributo a Neptuno, como decía un buen jesuita que nos acompañaba. Bajamos a la cámara, verdadero calabozo destinado a ser teatro de nuestro sufrimiento y cada uno se encaminó a su camarote con ánimo de dormir y propósito firme de no marear. Encajonado en aquella especie de ataúd malsano estrecho, sobre aquel colchón duro que no encontraría rival sino en el famoso jergón donde reposó sus apaleados miembros el caballero de la Mancha en la tormentosa noche de los yangüeses me daba yo a los mil diablos sudando gotas de sudor tan gordas como avellanas. Me revolvía en aquel chiribitil sin poder conciliar el apetecido sueño, recurriendo a cada paso a desocupar mi vientre del insubordinado quilo que lo atormentaba. ¡Cómo se altera la correcta unidad de nuestra simetría en estos horribles momentos! ¡Qué extravagantes muecas! ¡Qué contracciones tan violentas acompañan a ese hipo doloroso, nauseabundo, histérico que sucede al mareo…! ¡Qué lágrimas de acíbar se derraman en este trance fatal! Yo, en semejantes situaciones acostumbro traer a la imaginación lo más bello, lo más pintoresco, lo más incompatible según mi modo de ver con el mar y sus dolorosas peripecias. Para mí las delicias del campo son diametralmente opuestas al espectáculo del mar por poético que aparezca algunas veces. Así es que cerraba los ojos y me figuraba ver una casita de campo, un árbol frondoso, unas cuantas flores, una vaquita, un perro y componiendo un delicioso cuadro me consideraba habitante de este paraíso. Procuraba engañar mis sentidos con aromas imaginados, con sonidos producidos en mi cerebro; quería como detener el movimiento del buque con mis trémulas manos; pero todos los esfuerzos de mi imaginación eran inútiles: un ruido estrepitoso suena en la cámara; el letargo en que principiaba a sumergirme desapareció. Cayó por tierra el castillo de naipe de mis ilusiones campestres porque estas ilusiones en alta mar y ante un cielo que se mueve y un piso que parece huir de nuestros pies serán muy bellas pero son ilusiones que se presentan siempre de patas arriba. Pasó por fin aquella desastrosa noche y el Almogávar fondeó en el puerto de Santa Cruz. Saltamos a tierra alegres pero pensando en que tendríamos que atravesar dentro de algunas horas una travesía más larga y más penosa. No volvimos a ver a nuestras bellas compañeras de viaje, Santa Cruz con sus espaciosas calles, su numerosa concurrencia absorbió completamente nuestra atención. En el próximo capítulo procuraremos describir la fisonomía de la culta capital de las islas Canarias. Una industria que vive de la muerte (Episodio musical del cólera). (1865). El diario «La Nación», que había nacido como decididamente progresista en mayo de 1984, fue el primero en ofrecer sus páginas al joven Galdós en su tercer año en Madrid, cuando aún bregaba por aprobar asignaturas de su proyectada carrera de Derecho. Fue su bautizo en esas páginas el 3 de febrero de 1865, y aunque no era la primera vez que un periódico registraba su firma —como hemos visto—, el joven aprendiz de escritor debió de agradecer vivamente a su buena suerte (y a su amigo el redactor del citado diario Ricardo Molina) la oportunidad de ir dando a conocer su nombre en Madrid mientras adquiría conocimientos y experiencias, y ganaba algún dinero. Sus tareas como periodista incipiente le venían como anillo al dedo: excelente medio de aprendizaje para su futuro de gran escritor, desde luego; pero también pretexto para complacer sus aficiones personales. Por una parte, va a encargarse en «La Nación» de redactar una crónica semanal de la vida de la Corte: el gran flâneur que escudriña morosamente los rincones de la gran ciudad, el observador cómplice de la vida de la calle, del movimiento humano y de los rincones madrileños y sus aventuras[9]. Por otra parte, el gran amante de la música en general y gran aficionado a la ópera en particular, va a encargase de la «revista» destinada a las funciones musicales y de ópera del Teatro Real. Perfecto. Ese verano, sin embargo, va a ser duro: calor sofocante y una frustrante calma para el joven inquieto («Todo languidece: política, letras, teatros, conciertos, paseos… Esta semana es la más pobre de acontecimientos que he visto desde que el año 65 rige los destinos de la humanidad. Ni un golpe de estado en política, ni una mala crisis, ni una cencerrada parlamentaria…», leemos en su espacio periodístico de 16 de julio). Pero lo peor fue el azote de cólera que entró por Levante, se extendió por toda España y habría de llegar a Madrid. Las primeras semanas del otoño conocieron como triste novedad el paisaje tristísimo de las banderolas negras, de los carteles con recomendaciones sanitarias, del rodar incesante de los coches fúnebres, del paso furtivo de los entierros callados. Ante el azote, el joven escritor no pudo sentirse ajeno al dolor y al terror generales. No era situación nueva para él, sin embargo. Seguramente recordaría la muy semejante que hubo de sufrir él mismo y su familia en 1851, cuando el cólera diezmó la pequeña población de Las Palmas y motivó una huida familiar hacia los terrenos del Monte donde su padre cuidaba con esmero viñas y frutales, siempre que sus deberes militares se lo permitían. Cuando el azote de 1865 pasó, al compás de la ciudadanía madrileña que sentía la ilusión de empezar una nueva vida, el joven escritor revivió su conocimiento del Madrid de todos que demandaban sus crónicas; el de Mesoreno Romanos y el de Larra, el de Ramón de la Cruz y el de Goya. Y sin duda se afianzó su vocación literaria. En el taller del periodista, Galdós prosigue ensayando su camino de escritor, fundamentado en la base de un realismo veraz y cercano que apunta hacia la novela como el género más apropiado. Seguramente ensayaba Galdós conatos de novela o relatos cortos. Uno de ellos, «Una industria que vive de la muerte. Episodio musical del cólera» es el texto que muestra estos intereses y que vio publicado en las páginas de «La Nación». En seis unidades o capítulos breves, el narrador enfoca desde fuera, sin negritud y con asomos de risa, un cuadro de la realidad cercana, desde «como suena», desde el sonido, desde la música. Ha sido destacada por la crítica la asociación del ritmo de esta narración con el fantástico de Hoffmann, con cuyos ambientes concuerda. Recordemos que nada desdeñables son los conocimientos musicales de don Benito ya en esta época temprana, que no será éste el único ejemplo de la presencia del arte de la música en la composición y el ritmo de novelas galdosianas concretas (como la crítica ha demostrado), que la presencia del arte de Euterpe y sus representantes en la tierra es recurrente en la novela y el teatro galdosianos, y que es fácil a un oído atento percibir la eufonía que esconden innumerables recovecos de sus textos. En el primer capítulo, el más extenso, el narrador reflexiona con marcado impresionismo sobre el arte de la música y, desde ella, abre los prolegómenos del cuento que no va a empezar realmente hasta el tercero. Conocerá el lector entonces el hálito romántico (trasvasado desde una mirada nueva plena de toques realistas y humorísticos) de la historia del constructor de féretros para las víctimas del cólera que sucumbe a la misma enfermedad cuando da los últimos toques a una obra maestra, la cual, convertida en su propio féretro, va a ser rematada por su artífice después de muerto. Conocerá el lector el clímax de esa historia directamente, desde su propia voz, en virtud de un diálogo construido con suma habilidad y eficacia. Resonancias musicales mágicas cerrarán el texto. El lector las percibirá ahora con más contundencia que en las páginas anteriores y catalogará este cuento como ejemplo temprano del gusto de Galdós por la imbricar música y literatura y por el relato de lo maravilloso. Esta edición de «Una industria que vive de la muerte; episodio musical del cólera» reproduce el texto publicado en «La Nación». (Madrid) el 2 y 6 de diciembre de 1865. I U n hombre célebre dijo en cierta ocasión que la música era el ruido que menos le molestaba. Aunque nos tache de profanos algún melómano, no nos atrevemos a condenar esta aserción como un desatino, porque no creemos que se perjudique a la música uniéndola al ruido, ni que sea señal de poca cultura el confundir al arte divino con su salvaje compañero; mejor dicho, con su engendrador. Ese hombre célebre que de tal modo hirió la susceptibilidad de los músicos, prefería sin duda la naturaleza al arte, y tal vez encontraba en el ruido más expresión de lo bello que en las hábiles combinaciones del contrapuntista y en los ritmos del confeccionador de melodías. Efectivamente, en el arte mismo no hay tanta música como en el ruido, si a la atención escrutadora del amante de óperas y conciertos se sustituye la imaginación del amante de la naturaleza, que busca, contemplándola, una fórmula de sentimiento o de belleza; si al criterio de los pases de tonos y de los acordes compactos, de los andantes tristes y los alegros expresivos con que juzga y siente el primero frente a la orquesta, se sustituye la exaltación de espíritu, el estado de abatimiento o de inquietud en que se encuentra el segundo frente a la naturaleza. Suponiendo al espíritu en un estado de conmoción profunda, basta que resuenen algunas notas en el arpa invisible del ruido, para que produzcan mayores efectos que la música mejor organizada. Un melancólico vaga entre las sombras de la noche por un campo, por una playa o por las calles de una población, y a su oído llegan confusos rumores producidos por el aire, el mar, las aguas de una fuente, cualquier cosa: su fantasía determina al instante aquel rumor, lo regulariza y le da un ritmo: al fin lo que no es otra cosa que un ruido toma la forma de la música más bella y expresa aun más de lo que este arte pudiera expresar; se reviste de mil accidentes y llega hasta a conmover las fibras más ocultas del corazón; despierta mil imágenes y, extendiendo su dominio, consigue hasta fascinar la vista, en virtud de ese misterioso eslabonamiento que de las ilusiones acústicas nos lleva siempre a las ilusiones ópticas. Díganlo si no los innumerables poetas cuya musa ha cantado estrofas admirables, engañada por esta superchería del ruido que, émulo constante de su hermana la música, suele disfrazarse con sus atavíos, favorecido por la sombra, la luna, el silencio y la calma, cómplices de toda alucinación, perpetuos exploradores de la credulidad de nuestro espíritu. Figuraos un amante trasnochador, uno de esos amantes que protege la luna en su casta mirada y envuelve la noche en su oscuridad misteriosa; uno de esos amantes que como Fausto, Romeo o Mario se presentan en un jardín en completa vegetación amorosa, hasta que una mano diabólica viene a sembrar perniciosa cizaña junto a ellos o a arrancarlos de raíz. Este amante espera oculto entre las flores la llegada de su felicidad, y ya se comprenderá que su imaginación está exaltada por sueños de dicha y que en la oscuridad percibe visiones de amor que van pasando ante sus ojos, arrastradas por una onda de voluptuosidad. El oído está atento como si quisiera escuchar el silencio. De pronto una música divina resuena en derredor: una ráfaga de viento ha pasado sobre las flores conmoviéndolas suavemente. Diríase que los dedos invisibles de una hada han rozado las cuerdas de un laúd: cada hoja lanza un suspiro y multitud de notas se reúnen estremecidas y tímidas para proferir una queja tan apagada y tenue, que parece lamentarse de resonar. El hombre que espera su felicidad escucha esta armonía sumergido en éxtasis profundo, y siente dilatarse su espíritu como el soñador de visiones celestiales, el ascético que, en medio de la enajenación producida por las mordeduras de su cilicio y las páginas de su Meditación sobre la otra vida, escucha coros celestiales, y ve penetrar en su celda, precedida de ángeles músicos, a la Virgen María que viene a confortarle. Pero algo bello, puro e inmaculado se presenta ante el hombre que espera su felicidad en Julieta, Margarita o Cosette, y ahora las hojas suenan, mas no impelidas por el viento, sino apartadas por una mano delicada. Rumores de otra especie se unen a los que antes resonaron. Cerremos los ojos y escuchemos. ¡Cuánta armonía! En la música de ritmos y tonos no hay nada comparable a este concierto de los ruidos, en que una simple ráfaga de viento reúne la mal articulada sílaba del lenguaje amoroso a la oscilación sonora de la flor que se mece; la exclamación ahogada de sorpresa o alegría al tenue susurro de dos ramas que se azotan; el monosílabo de pasión al chasquido del tallo que es pisado; ráfaga traviesa que con delicadeza suma toma el suspiro de los labios de la druida de aquel bosque para confundirlo con el rumor de la flor que se desbarata; rumor debilísimo, casi imperceptible, producido por el suave choque de las hojas que se atropellan cayendo. Decid, músicos, si hay algo en vuestras sinfonías pastorales y en vuestros epitalamios instrumentados que no sea un remedo pálido de esa tierna y sencilla estrofa cantada por el viento. ¿Y qué diremos de la seda? De ese tejido armonioso, cuyas hebras menudas y rígidas producen cierto ruido argentino, como el que produciría una cabellera de cristal agitada por el viento; ruido que conmueve el sistema nervioso, como el contacto de un cuerpo áspero y frío, e impresiona nuestro tímpano de la misma manera que si algo se rasgara en nuestro cerebro. La seda hace en el salón el mismo efecto que el aire en el jardín. Si a la imaginación del galán que vegeta en los jardines, sustituimos la del galán que completa el ajuar de un lujoso y perfumado gabinete, tendremos el mismo prodigioso efecto: este hombre espera a la débil claridad de una discreta lámpara la llegada de su felicidad, y tras un largo rato de excitación llega a sus oídos un sonido metálico: es un traje de seda que se desliza sobre una alfombra y ondula vibrando en cada mueble notas acompasadas. Esta música resuena en la imaginación del hombre que espera su felicidad con un eco celeste; le conmueve, le fascina, y se siente aletargado, como el sibarita que en medio de la enajenación producida por el opio, sintiera resonar las faldas de la odalisca y la viera penetrar en su cámara saturada de calor y perfume. En efecto, algo parecido a la odalisca, algo bello y lúbrico a la vez se presenta a los ojos del hombre que espera impaciente y exaltado en el gabinete. Es Manon Lescaut, Margarita Gautier o Marione Delorme. Dejemos a los dos amantes: cerremos los ojos y escuchemos. ¿Hay algo en la música de ritmos y tonos comparable a este concierto de una falda que se pliega, de una silla que cae, de un soplo que mata una luz, y de una llama que se apaga aleteando? Decid, señores músicos, todos los detalles del tocador de vuestras traviatas, ¿no son reflejo pálido de esta estrofa cantada por un girón de seda, un mueble y una luz? Otro ejemplo para concluir. Os desveláis a medianoche: entre el silencio sentís dos ruidos secos, precisos, en el techo de vuestra habitación: chas, chas: dos zapatos femeniles acaban de caer sobre el piso del cuarto segundo: una beldad se mete en la cama, y sus zapatos arrojados por su mano hieren el piso sucesivamente: una sirena se sumerge en la onda dejando olvidadas dos notas en el espacio. ¿Qué efecto os producirán estas dos notas? ¿Qué imágenes presentarán a vuestro espíritu exaltado? ¿No seréis capaces de continuar lo comenzado por aquellas dos corcheas, y arreglar en un instante, guiados por ellas, un admirable dúo en que la sirena del piso segundo no tenga la peor parte? Preguntad a esos envanecidos músicos si han escrito alguna vez algo que se parezca a este dúo cantado… por dos zapatos. Ella es como Dios: está en todas partes: así como Dios no está sólo en los altares, ella no está solamente en las cuerdas del arpa y en los agujeros de la flauta. Siempre se la encuentra hablando por lo bajo, murmurando penas o alegrías, ya escondida bajo las hojas, ya correteando entre las aguas, ora acurrucada entre las sábanas de un lecho, ora rasgando las rígidas hebras de un pedazo de seda. Ciertas perspectivas sublimes de la naturaleza elevan el alma hacia Dios, y ciertos rumores elevan la imaginación hacia la música. El alma vuela a la contemplación del Creador y la imaginación penetra en el foco de la armonía. El lenguaje misterioso que el ruido habla a la imaginación concluye por trastornar a la loca de la casa, que no tarda en desarrollar lo rudimentario y dar amplia y determinada forma al sonido incompleto, nota perdida de la gran sinfonía del espacio. Al que me explique las reglas de contrapunto, que rigen en esta clase de música, le contaré una curiosa historia que comienza con unos acordes de esta naturaleza; acordes lúgubres y horrorosos, de tan sombrío tinte y efecto tan espeluznante, que infundiría espanto al pecho del más animoso. Las salmodias que acompañan las exequias y entierros no tienen tan fúnebre colorido, y si en un certamen de entonaciones sepulcrales presentáramos esta música pavorosa que durante cierta noche de consternación aterró a cuantos la escucharon, de seguro perderíais vosotros en la contienda, señores sochantres, por más que inflarais vuestros amoratados carrillos, soplando la pita de vuestro grasiento fagot, por más qué aullarais un dies irae con esas gargantas encallecidas en la modulación de las estrofas de la muerte. II F iguraos un sonido seco, agudo, discordante, producido al parecer por un hierro que cae acompasadamente sobre otro hierro; un sonido que no produce vibraciones ni eco claro y determinado, en medio del silencio de una noche, durante la cual se adormece triste una población aterrada por una gran calamidad. El cólera habita en nuestro barrio, y el barrio entero batalla con él sumergido en el silencio y en la oscuridad. Parece que el sueño eterno a que tantos se entregan, ejerce letal contagio sobre los que velan en el insomnio a la vida. Todo calla en el barrio: se padece sin ruido, se muere sin ruido: se cura en silencio: enmudece el dolor, el llanto, la desesperación: la plegaria se piensa solamente, y la esperanza no sale del corazón a los labios: el remedio no se pregunta; ya se sabe: el síntoma no se consulta; ya se prevé. Todo, desde la locuaz aprensión hasta el charlatán que cura sin diploma, calla esa noche. Pero se muere en cambio todo: cuando hay silencio es siempre mucha la actividad. El paciente se contrae en su lecho; se enrosca como para quebrarse y concluir de una vez: la naturaleza quiere hacerse pedazos y se sacude en movimientos convulsivos: el aprensivo corre de aquí para allí, como si errante pudiera evitar que el cólera le encontrase; el hermano, la esposa, el hijo del que ha muerto o del que va a morir, entran y salen de habitación en habitación, acumulando medicinas oportunas y recursos desesperados: el cura no se detiene junto al lecho del difunto; sale después de murmurar la oración y se dirige a otro, y después a otro, y a muchos en la noche: el médico entra, pulsa, mira, escribe tres líneas, y hace un gesto de esperanza o de duda; baja y sube de nuevo; y en la noche entra, pulsa, escribe, espera y duda infinitas veces. Todo el barrio se mueve; pero calla a la vez. Mil emociones se chocan; mil dolores son ahogados; mil lazos de amor y familia se quiebran; mil almas vuelan; pero todo esto se verifica en silencio, en medio de una calma horrorosa, en medio de un movimiento automático y vertiginoso. Todo el barrio se mueve; pero calla a la vez. Sólo un ser (¡fatal excepción!) descansa y ronca en esta noche de muerte: es la partera. En tales noches no nace nadie. Pues bien, en medio de esta callada agitación se escucha un sonido seco, agudo, monótono, acompasado, producido por un hierro que percute sobre otro hierro. Al instante comprenderéis que una mano diabólica se ocupa en clavar las tablas de un ataúd; es la mano del fabricante de cajas de difunto que explota laboriosamente una industria que vive de la muerte; es el trabajo que busca la riqueza en el cólera, y cada vibración de aquel hierro indica un poco de oro conquistado a la miseria. Del seno pestilente de una epidemia nace una industria, y multitud de artesanos ganan el sustento. ¡Industria fatal que florece al abrigo de la muerte! Mientras esa industria adquiere pasmoso desarrollo, el lúgubre martilleo que muestra su actividad nos horroriza: cada movimiento de ese péndulo fúnebre indica un paso hacia la otra vida: cada ataúd fabricado indica un aliento extinguido: cada obra concluida es una muerte. Esos golpes traen a nuestra mente extrañas imágenes, y entre ellas, nuestra propia imagen el día en que aquel martillo nos labre el mueble fatal: vemos reunirse las mal pulidas tablas, tomar forma de trapecio: las vemos alargarse según nuestra talla, y estrecharse de un extremo presentando una forma repugnante: vemos que se desarrolla una tela negra, se repliega y las envuelve: vemos unos galones amarillos adaptarse a las aristas: vemos una articulación y una tapa que cubre el interior y una llave dispuesta a encerrarnos en aquel recinto por una eternidad: vemos la tumba en toda su repugnancia subterránea: sentimos el peso de la tierra: nos estremece el roce de esa fría tela de raso que nos adorna interiormente, y el peso de una mano tremenda, de una losa de mármol cuya inscripción llama al transeúnte: adivinamos sobre todo esto la corona de tristes flores que se secan adornándonos; presentimos la Misa y el Requiem; presentimos la mirada indiferente del revisador de epitafios, y adivinamos la naturaleza entera sobre nosotros sin que podamos verla: sobre nosotros cae el rocío; pero no nos refresca: sale la luna; pero no nos ilumina: sobre nosotros llora alguien; pero no sabemos quién es: vemos la muerte, en fin, representada en su parte de tierra, descomposición, lágrimas, exequias; representada en lo que tiene de este mundo. Nuestra imaginación llega a este punto por el ataúd, y llega al ataúd por ese pavoroso sonido que lo fabrica; por ese ruido metálico, agudo, penetrante, monótono que turba el silencio del barrio. ¡Qué horrorosas notas! Decid, señores músicos, Palestrina, Händel, Mendelssohn, cuándo habéis llevado la imaginación hasta ese punto. ¿Hay en vuestras cinco miserables líneas nada comparable a este dies irae cantado por un martillo? III E ntremos de lleno en nuestro cuento. No hay calle en la villa donde no se encuentre una tienda con un letrero que dice: «Cajas y hábitos para difuntos». Podemos referir nuestro cuento a cada una de esas tiendas y nuestro personaje puede ser cada uno de los que explotan la industria funeraria. Penetremos en el taller: un hombre robusto y fornido, que debe ser el dueño del establecimiento, se ocupa en clavar unas tablas largas y estrechas de un extremo: su mano no descansa un momento: su rostro está pálido, sin duda porque aquel trabajo le induce a tristes meditaciones: su voz, trémula por el afán de concluir tareas interminables, interpela bruscamente a los oficiales que en torno suyo le prestan ardorosa colaboración. Dos muchachas bien parecidas se entretienen, sentadas en el suelo, en cortar grandes pedazos de tela negra, ya de terciopelo, de raso o de percal. Tres chicos enredan en el suelo y el más pequeño se cubre con un retazo de paño negro, ahuecando su tierna voz de una manera encantadora, para asustar a sus dos hermanos, que al verle se mueren de risa. Ya juegan al escondite y el más travieso se oculta en una caja concluida, cuyo recinto repite con eco extraño sus infantiles risotadas. Los unos chillan, revolotean en torno a aquellos aparatos de muerte con la misma alegría que si estuvieran en el más bello jardín. Esto no es extraño, porque lo mismo revolotea la mariposa junto al rosal que junto al ciprés, y los mismos nidos fabrica el pájaro en el balcón cubierto de enredaderas que en los detalles góticos de un panteón. De pronto el padre descarga con más fuerza su martillo, levanta la frente inundada de sudor y exclama con dureza, dirigiéndose a las muchachas, que se distraen con el juego de los niños: —Trabajad, holgazanas; ¿he de llevar yo esta vida de perros para manteneros, mientras vosotras os cruzáis de brazos para ver enredar a esos chicos? Llevadlos fuera; que la hermana más pequeña deje el sueño; trabajad todas; ayudad a vuestro padre, que en ocho días no ha descansado un solo momento. —Pero, señor, ¿por qué os desveláis de esa manera? ¿No hemos sacado un premio en la lotería, no tenemos lo suficiente para vivir con comodidad? —¿Y porque tengo dinero he de dejar mi trabajo? Vosotras aspiráis, sin duda, a salir de la posición en que nos encontramos. Queréis ser señoritas, vestir seda, ir a los teatros, arrastrar cola y llenaros la cabeza de perendengues… no; no dejaré mi oficio aunque herede las minas de California. —Pero pudierais descansar, trabajar poco, despedir la mitad de los que vienen a haceros encargos. —No: mi deber es equipar a todos los que mueren. ¿Tengo yo la culpa de que caigan tantos pedidos sobre mi casa? ¿He de negar a mis semejantes este último mueble? Y en cuanto a la industria que ejerzo, ¿he de oponerme al desarrollo que toma en estos días? Bueno fuera que no me resarciera de los perjuicios que me ha ocasionado la elección de este endiablado oficio. Ved a mis dos vecinos, carpinteros como yo, que han ganado millones en épocas en que yo he vivido de miseria. Ellos explotan la industria que vive de la vida; yo la industria que vive de la muerte. Ellos fabrican muebles de lujo y comodidades; sillones, butacas, tocadores, estantes, consolas; yo fabrico ataúdes; cuando ellos se han enriquecido, yo me he contentado con un mal vivir; ahora gano yo y ellos no ven entrar en sus tiendas un maravedí. Alabemos a la divina Providencia, que reparte sus bienes a todos los seres y protege todos los modos de subsistir, que hace alternar las épocas de prosperidad con las épocas de consternación, para que nosotros, los que de ésta vivimos, no muramos de miseria. Yo he leído no sé en qué libro, que Dios permite las inundaciones para que los infelices grajos no se mueran de hambre, y permite los naufragios para dar alimento a los infelices peces, que gustan de nuestra carne. ¿Qué extraño es que permita el cólera para que prospere una industria que anda de capa caída la mayor parte del año? Las muchachas se convencieron y el padre respiró ruidosamente, satisfecho de su peroración. En tanto el barrio continuaba aterrado por el cólera, el cólera continuaba haciendo víctimas, las víctimas pidiendo ataúdes y los ataúdes resonando heridos por aquellos malditos martillos que no dejan de sonar nunca. Aquella percusión monótona, perenne, sigue enumerando las partidas de una funesta suma que va creciendo, siempre creciendo, sin que adivinemos su fin. Aquella nota vibrada por un hierro continúa presentando a nuestra imaginación la idea de la muerte en la parte que tiene de descomposición, de tierra, de lágrimas, de exequias; en la parte que tiene de este mundo. Cuentan que para atormentar a un criminal a quien no se quiso arrancar la vida, se le encerró en una celda, a donde no llegaba la voz de ningún ser viviente; cuidaron de que ningún rumor externo llegase a sus oídos y en el techo de la celda colocaron un reloj cuyo péndulo marcaba con horrorosa monotonía los segundos y prolongaba un sonido seco, penetrante, acompasado siempre, por espacio de horas, días, meses y años. Ese criminal se volvió loco. IV L a tempestad impera en el mundo mucho menos tiempo que la calma. El reinado de la epidemia es corto si se le compara al reinado de la salud. Llega una hora en que el cielo, cargado de miasmas deletéreos, se purifica: las espesas nubes que sobre la ciudad consternada derramaban un germen mortífero son impelidas hacia el horizonte por las auras refrigerantes: los pájaros ausentes, que una atmósfera corrompida había ahuyentado de Madrid, aparecen en bandadas; se acercan cantando a los extremos de la población; revolotean en torno a las fuentes, en torno a los árboles; invaden en un gracioso torbellino los jardines de la plaza de Oriente, y acarician y festejan a sus antiguos amigos, el caballo de bronce y su jinete el señor D. Felipe IV; se reúnen, como si tomaran una consigna, se arremolinan, fluctúan, vacilan en la dirección que han de tomar, y al fin se esparcen, se extienden en grupos traviesos por todas las calles, saludando en un concierto de alas suavemente agitadas, de trinos sonoros, la convalecencia de la gran ciudad que hace tiempo vivía en la tristeza, sin salud y sin pájaros. En tanto la alegría vuelve a todos los semblantes: anímanse las reuniones públicas: despiertan los que aún viven de su sueño de abatimiento: el corazón late ensanchado y el estómago adquiere el dominio de sí mismo: las inteligencias tienden de nuevo al vuelo, dirigiéndose hacia la verdad o hacia el error: circula todo lo que estaba paralizado: muévese todo lo que permanecía inerte: comienza a vivir todo lo que vegetaba: se piensa, se ama, se odia, se intriga de nuevo, porque ha desaparecido la inacción que petrificaba al cuerpo y la zozobra que entorpecía el espíritu. La chismografía vuelve a lanzar sus flechas sutiles ya envenenadas, y la política a tejer de nuevo sus lazos artificiosos. El barrio descansa al parecer tranquilo: duerme el médico, el farmacéutico, el sacristán, el cura, el monago: sin duda ha concluido el periodo de muerte. Notamos agitación y movimiento en una casa, y preguntamos llenos de zozobra: «¿Se muere alguien ahí?» y nos contestan: «No: ha nacido un…». ¡Nacer! ¡Gracias a Dios que nace algo! Regocijémonos, porque el imperio de la muerte ha concluido y comienza el periodo de la felicidad. El cielo está despejado, los pájaros vuelven y los niños nacen. Estamos en plena vida: ya podemos amar, odiar, pensar, sentir, en una palabra, vivimos. Pero no: aún resuena el martillo; aún vemos la mano diabólica de ese artefacto de la muerte reunir las toscas tablas, alargarlas, revestirlas de un paño negro, guarnecerlas con franjas amarillas, articular una tapa; aún vemos que encierran allí algo parecido a un ser humano, dan vuelta a una llave y lo introducen todo en un agujero profundo que tapan con yeso y ladrillos; aún escuchamos la voz de nuestro personaje que increpa severamente a las jóvenes que inclinan sus cabezas rendidas por el cansancio y el sueño. —Aprovechemos, dice, las últimas horas de nuestra prosperidad. Equipemos convenientemente al último caso. Reniego de mi oficio. Volaron los días felices de mi industria. ¡Maldito oficio, cuán corto es tu reinado! Ayudadme, porque siento alguna desazón. Daos prisa, que el ataúd del señor duque de X…, que tengo entre manos, ha de ser lo más lujoso que salga de mi taller… (Este maldito dolor de estómago…). Cortad bien el terciopelo, no manchéis los talones… (De buena gana tomaba una taza de té). Éste era el último trabajo, no me queda duda: el duque es el último caso. (Siento unas náuseas…). ¡El último caso! Adiós ganancia, prosperidad, vida. (Sentiría tener que dejar esta obra maestra). En efecto, es una lástima la pérdida de ese excelente señor… no dirá que le alojo mal. ¡Qué admirable obra de arte! ¡Qué terciopelo! ¡Qué raso! ¡Qué galones! Este es un ataúd verdaderamente real. Los ricos hasta en la muerte han de brillar más que nosotros: (yo no estoy bueno, no). ¡Quién fuera rico! La cabeza me da vueltas, siento un marco… ¡Oh! Si yo fuera rico, viviría en un palacio como ese duque, moriría en un magnífico lecho y me haría enterrar en un ataúd tan suntuoso como éste… (¡Qué frío sudor corre por mi frente! ¿Qué será esto?). No crea el respetable duque que le bajará de cuatro mil reales este cómodo mueble… (Todo mi cuerpo se enfría, y me abandonan las fuerzas, ¿qué será esto?). Sí: ¡cuatro mil reales! ¡Oh cólera, cólera, a buen precio me has de pagar tu última víctima! ¡Cuatro mil reales! Es una suma regular para concluir… pero aquí acaban los días felices de mi industria; adiós ganancia, prosperidad, vida… (pero ¿qué es esto? Yo me siento desfallecer…). Hijas, venid… Cesó de clavar, y cayó al suelo después de vacilar un instante. El horrible martillo calló. La gente se agolpa a la puerta de la tienda, atraída por los gritos dolorosos de las muchachas, alármase el barrio, encáranse los vecinos. —¿Qué ha sucedido? —Nada de particular. Le ha dado el cólera al fabricante de ataúdes de nuestra parroquia. —¡Miren que casualidad! ¡Después de haber equipado a tantos! Ya no oiremos sus espantosos martillazos. ¡Dios le perdone un pecado por cada ataúd que fabricó! Los vecinos se meten en sus casas y los curiosos siguen su camino. V A l siguiente día la animación y la alegría reinan en todos los talleres de la vida. El lujo reaparece en la tienda del joyero, del tejedor y del ebanista. Ostentan las flores artificiales su eterna frescura plantadas en un capote o en un sombrero, y los diamantes resplandecen sobre el fondo rojo de un estuche, cuyas dos tapas se abren como dos mandíbulas hambrientas. Desenvuélvense en los escaparates de la calle de Espoz y Mina pabellones de encaje y blondas extendidas como una red, dispuesta a coger traviesos antojos femeniles, y en otra parte se amontonan profusamente corbatas, hebillas, alfileres, cinturones, peinetas y todos los detalles de tocador que, aunque parecen a primera vista insignificantes, sirven para dar a una belleza un toque delicado que decide de una gran victoria amorosa, o de una conquista de voluntades masculinas. En el taller del carpintero vemos levantarse de nuevo radiante de luz el astro de los salones, el espejo: circundado de oropeles extiende su tersa superficie, fiel modelo de perpetua atención y discreto olvido que observa sin recordar reflejando cuantos cuadros alegres o tristes, escandalosos o ejemplares, se componen ante su vista; vemos cubrir el sillón y el sofá un descarnado costillaje con muelles cojines que se hinchen para sostener nuestros cuerpos y calentarlos, vemos la consola extender su plancha de mármol para sustentar los jarros de porcelana, los vasos de cristal y los relojes de bronce: la reaparición de todas estas piezas elaboradas continuamente para satisfacer el capricho, la vanidad o la moda son otros tantos síntomas de vida que anuncian la salud de la gran ciudad. Y este desarrollo, este despertar de las industrias que se alimentan de nuestra vida, se hace al compás alegre de martillos sonoros, cuyo timbre no nos horroriza, ni trae a nuestra mente otras imágenes que la de una felicidad que sustituye a la desgracia y las de la paz bulliciosa que sucede a la calma sombría y aterradora de los periodos de muerte. El arte fatal que acumuló riquezas en los días de consternación, ha muerto. Entre fragmentos de ataúdes rudimentarios y jirones de paño negro está el cadáver del artesano que era su personificación; y en su mano estrecha aún el martillo que contó los segundos de reinado de su ángel tutelar, el cólera. Ya no escuchamos el ruido espantoso de su hierro, ni tampoco el eco de su voz interpelando rudamente a sus hijas y a sus compañeros de labor. Su maldito oficio le abandona. Los oficiales han huido despavoridos del taller fatal, y en la casa no hay un ataúd donde enterrar aquel pobre cuerpo que el día anterior se agitaba en una afanosa tarea. Las hijas se dirigen llorosas al taller vecino, donde reina la alegría y se respira una atmósfera de felicidad. Entran y suplican al dueño de la tienda que labre para su padre el triste mueble que éste hizo para todos y no para sí, pero su voz no es escuchada: el trabajo que se alimenta de la vida no abandona un momento su actividad incesante, y el ruido alegre de sus herramientas de la prosperidad no permiten que sean escuchados los lamentos de la desgracia. En vano se pide a la industria vivificadora que sirva a la industria fúnebre, cuyo reinado sobre la gran ciudad ha concluido. La vida no quiere encargarse de equipar a la muerte. Las hijas del difunto vuelven al taller, donde entre despojos se extiende el cadáver del industrial de ayer, e intentan construir lo que la mano pródiga de su padre ofreció a los muertos de la vecindad; pero es en vano. La madera, al parecer petrificada, se niega a admitir entre sus fibras el clavo tenaz; éste resiste el golpe del martillo, y se retuerce, y se contrae antes que penetrar en la madera; la tela huye de la mano que intenta asirla, y se resbala, replegándose. El hierro, la madera, el tejido se rebelan contra la muerte, y no quieren continuar a su servicio. Mas no es justo que el padre de los ataúdes no tenga siquiera un miserable cajón donde ser sepultado. La Providencia divina le ofrece uno, el más bello de todos, el que construyó para el duque su vecino, a quien él llamaba el último caso. El enfermo se ha salvado, y sus hijos, que intentaban quemar el féretro, le regalan a su constructor, al saber que éste no tuvo la precaución de hacer el suyo. Está sin estrenar, su terciopelo se conserva limpio y terso y sus galones brillantes, dispuesto a reflejar en lúgubres cambiantes las antorchas de un funeral. El autor es depositado en su obra maestra, en aquel perfecto y acabado mueble que, según él, estaba destinado a contener el último caso. Parecía que lo ocupaba con satisfacción. El oficio que vivió de la muerte expiró al renacer el trabajo próspero, y fue enterrado en su última obra. Al cruzar el lujoso féretro las calles del barrio, el pueblo exclama alegre: ahí va el último caso. Mas esta alegría del pueblo no era un impío sarcasmo. Aquel hombre era la personificación del cólera, y el cólera había muerto. Justo era que los vivos se alegraran. VI L os que le acompañaban aseguran que dentro del ataúd resonaba un golpe seco, agudo, monótono, producido, al parecer, por un hierro que percutía sobre otro hierro, como si el muerto remachara por dentro los clavos con el martillo que nadie había podido separar de su mano. Aseguran que aun encerrado en el nicho se oía la misma percusión, y los habitantes del barrio, que durante las sombrías noches del cólera se desvelaban al rumor de aquella sinfonía pavorosa, sienten aún las mismas notas agudas, discordantes, precisas, que turbaron el silencio de aquellas noches, y las oyen siempre, procedentes del mismo taller que hoy está cerrado, como si algo invisible viniera por las noches a agitar allí la herramienta fatal. ¡Ruido extraño, que sobrepuja en expresión al del arte de ritmos y compases! ¿Cuándo han podido esos envanecidos músicos crear notas de tan maravilloso efecto? Crónicas futuras de Gran Canaria (Entretenimientos de un optimista). (1866). Siguen en esta correlación cronológica dos textos del Galdós temprano publicados en «El Ómnibus» de Las Palmas de Gran Canaria. El primero de ellos es «Crónicas futuras de Gran Canaria. Entretenimientos de un optimista». Se publicó en dos entregas, el 17 y 21 de noviembre de 1866, en sendos folletines del periódico ocupando la mitad inferior de las páginas 2 y 3 de los números, en ocho columnas de texto. Lo firma el seudónimo H. de V., el mismo que Galdós utilizó para las «Revistas de Madrid» que en el mismo periódico insertaba. El asunto del relato y su alcance espaciotemporal se evidencia en el título. Ahora Galdós, improvisado periodista ficcional, esconde su persona tras un narrador simpático, irónico y poco formal que expone ante un «lector cachazudo» su propósito de contarle la realidad de los hechos futuros de Gran Canaria («confeccionar utopías de fuerza de cuatrocientos caballos»). Las dudas sobre el procedimiento más conveniente para la narración que se propone, ocupa la desenfada primera parte del texto en una especie de prologo (el lector no puede dejar de acordarse de la «dedicatoria» del viaje de Sansón Carrasco y de la coincidencia de la duda metaficcional de ambos; este narrador, además, se le parece mucho). Un guiño al director de la publicación abre, por fin, el camino de la reproducción sucesiva de noticias futuras. La narración llega hasta 1999 en siete saltos cronológicos dando noticias siempre positivas de orden social, cultural y artístico referidos no sólo a Gran Canaria sino a otras islas como Lanzarote, La Palma o el Hierro, imitando siempre el estilo de la crónica periodística y sus tics frente a un lector paciente y sumiso. La cualidad de «optimista» que indica el subtítulo parece ser cierta; pero el componedor del texto debería ocultar más la sorna irónica de su relación. La penúltima etapa (el año 1890) introduce en la crónica el diálogo entre amantes de las glorias patrias, uno de los cuales indica a su bobalicón interlocutor que ha descubierto la pastilla mágica para no tener que comer. En la última crónica se visita realmente el cementerio de la capital en la fecha del 2 de noviembre de 1999, con sus flores muertas y sus hachones de cera encendidos: se cierran entonces las noticias y se inicia una reflexión. Allí entre mausoleos y grandes tumbas a personajes conocidos, el paciente lector y el impertinente cronista, descubren un rinconcillo destinado a ellos. «Crónicas futuras» es un texto rico en salidas humorísticas y no exento de referencias literarias. Parece responder a la necesidad de cumplir con el compromiso editorial de un texto para la fecha del día de difuntos; de ahí el remate de la narración en el cementerio y la acción final en fecha cercana al de la celebración piadosa. Esta edición de «Crónicas futuras de Gran Canaria» reproduce los textos publicados en sendos folletines del periódico «El Ómnibus». (Las Palmas de Gran Canaria) los días 17 y 21 de noviembre de 1866, firmados con el pseudónimo H. de V. He corregido alguna errata evidente. La utopía de hoy es la verdad de mañana. Víctor Hugo Lector cachazudo: permite que abuse de tu paciencia, tomándome la libertad de poner ante tu vista no vulgares páginas de errores presentes, y de actuales desaciertos, sin relaciones extraordinarias de prosperidades futuras, de dichas y regocijos hoy desconocidos. Cosa fácil es dar a tu facultad de percepción la potencia y el alcance de un anteojo de larga vista; fácil es forjar aquí una de esas hipótesis monumentales, hiperbólicas, infinitas, como la tan manoseada, si yo fuera rey…, y aquella otra ya podrida de vieja, si Adán no hubiera pecado… Fácil es que tú y yo nos echemos a rodar por los espacios de lo venidero, asidos al supongamos que de los filósofos confusos, fácil es que arrogantes y atrevidos volemos con alas de cera hacia aquel horizonte, hacia aquella cima, hacia aquel lindero engañador, siempre cercano, y fugitivo siempre, que se llama lo porvenir. Todo es fácil, en extremo fácil, mientras me asista un poco de esa osadía que da el tener una pluma en la mano, un centenar de tipos de imprenta en casa de un amigo y medio lector o tal vez un lector entero en casa del vecino: todo es fácil, repito, volar, soñar, hacer disposiciones de ochocientos grados sobre cero, confeccionar utopías de fuerza de cuatrocientos caballos, asentar premisas del tamaño de la pirámide de Cepos, ¡oh!, cosa corriente, cosa fácil; pero que tú lleves tu cachaza proverbial hasta el punto de seguirme; que tú seas paciente en bastante grado para volar, revolotear y hacer piruetas conmigo en los espacios de lo infinito; que prestes atención a mi relato; que des vida a mi voz, que creas razonable mi teoría, que no te aburras, que no te duermas, que no ronques, que no me maldigas, ¡oh, mil demonios!, esto sí que es difícil. Sin embargo, pese al estilo y a ti, he de hacer lo que en los diamantinos polos de mi voluntad está encajado, como diría un académico que yo conozco. Es necesario que yo haga una hipótesis que podíamos llamar protodescomunal, la lanzase a ti para que tu fantasía se espeluzne y tu entendimiento salga de quicio. Pero lo que me propongo sacar de quicio no es ni tu mente, ni tu fantasía, ni tu sensibilidad, es tu vida, esa trivialísima noción del hoy que te tiene tan engreído, eso es que, según unos es ilusión y engaño de los sentidos, y según otros resultado positivo del repensamiento del yo, ¿ves que clarito está esto? Pues bien, esa vida te la alargaré yo, que no tengo elixir, ni sé quiromancia, ni filosofía alemana (son cosas parecidas) yo, que no conozco los sustanciales principios de la forma, ni tengo en el bolsillo, como los materialistas, los elementos de este precipitado químico, que se llama alma, de este protoclorato, hiperbrómico de…, ¡qué sé yo de qué! Quiero alargarte la vida: es decir añadir a tus cuarenta o cincuenta maduros años otros sesenta, setenta o cien tiernas primaveras, ¿qué resultará? Serás un hombre ¡oh portento!, de ciento setenta años, un espectro, si te place, un ser fiambre, un ejemplar paleontológico, una curiosidad que hará las delicias de cualquier anticuario, un documento precioso para la Historia de la momificación que está escribiendo un naturalista que yo me sé. Servirás a Cuvier de primer término para sus inducciones, Buffón te llamará antediluviano y Voltaire dirá que no eres otra cosa que un pescado. Pero me ocurre que haciéndote vivir ciento setenta años, tendría necesariamente que hacerte feo, repugnante, cien veces chocho y adornado con todas las cosas ridículas y nauseabundas que a una humanidad elevada a tan alta potencia suelen acompañar. Me parece mejor dejarte morir cristiana y tranquilamente, y después, cuando me parezca hora, llamarte con toda la entonación hueca y tenebrosa que a mis atipladas fauces les sea posible emitir. ¡Te evocaré!, ¡qué horror!, ¡evocarte!, ¡llamarte sombra, finado!, no… esto me da miedo. Además tendría que acompañar tan fúnebre evocación con unas llamaradas de azufre, un pedacito de luz cárdena, mortecina o lívida, y esto es molesto; tendría que proveerme de una lámpara de alcohol y de una trompetilla de pez griega, cuidando también de rematar la decoración con un mochuelo, lechuzo u otro pajarraco de lúgubre significación. Esto me carga. Temo que el azufre ataque a mi pituitaria susceptible como la de una miss y que el graznido de aquella sabandija moleste mi tímpano, delicado como el de una donna. Es preciso buscar otro procedimiento para hacerte vivir, pío lector, en la futura época que hemos convenido. ¿Qué hacemos pues? Quisiera tener un fuerte estirador con que probar la ductilidad de eso que han dado en llamar vida… Si al menos conociéramos a aquel sabandijo del marqués de Villena y pudiéramos sacar de él algún récipe de generación artificial… Si pudiéramos entendernos con el bueno de Garibay, él nos proporcionaría algún remedio eficaz para este mal crónico de la muerte prematura. ¡Es cosa triste señores! Hoy la mayor parte de los hombres se malogran a los setenta u ochenta años. ¿A quién nos dirigiremos?… Ya se me ocurre. No es el marqués de Villena, ni Garibay quien nos ha de sacar de este apuro, sino el editor de El Ómnibus. Sí: éste sí consentirá que sujetemos su periódico al estirador mecánico y que probemos su ductilidad vital, (del periódico) que debe ser mucha a juzgar por la buena pasta de este periódico y esa robustez y lozanía de que hace alarde. Vivirá, no hay duda. Su organismo renovado cada día, resiste al deterioro, su espíritu puede vivir en la tierra más que estos inquietos y volanderos espíritus nuestros que no están bien en ninguna parte. De modo que vamos a emplear el procedimiento de hacer vivir a El Ómnibus ciento setenta, ciento setenta años más de los que ya tiene encima, y como la prensa es un reflejo de los tiempos y de las costumbres, en él encontraremos lo que buscamos. Imposibilitados de vivir en el año de 1950, por ejemplo, leamos los periódicos de esta época. Figúrate, pues, lector alucinado, que este papel que en la mano tienes está confeccionado con sustancias que aún están… quién sabe dónde; que estas letras son impresas con tipos, cuyo plomo yace aún en las entrañas de la tierra, poco cuidadosa de la pica del minero; que lees lo que no se ha escrito, ni pensado; pero lo cierto al fin. Para que el número del año 2000 no nos parezca desaforadamente remoto, tomemos el asunto desde más cerca y recorramos, ¡ahí es nada!, un espacio de siglo y medio deteniéndonos cuando nos parezca conveniente, y cuando un acontecimiento extraordinario venga relatado en las columnas de esta publicación secular. En marcha, pues: dejemos cuatro años a la espalda. Tolle et lege. Año de 1870 Miércoles 2 de octubre. —Esta noche se inaugura el magnífico teatro que se ha construido en esta población. La comedia elegida es el Alcalde de Zalamea, una de las más célebres creaciones del insigne poeta D. Pedro Calderón de la Barca cuyo nombre ostenta nuestro nuevo teatro en su fachada. En el próximo número daremos cuenta etc. etc… Sábado 5. —Como esperábamos la función inaugural de nuestro teatro ha sido un acontecimiento de que se conservará grata memoria por mucho tiempo en esta población. Después de haber ejecutado la orquesta la obertura del Flauto mágico [sic] de Mozart, dio principio la comedia, siendo de notar la propiedad de la escena y de los trajes, lo mismo que la escrupulosa interpretación de la magistral comedia. Los actores todos rivalizaron en acierto y fecundos esfuerzos, resultado ese conjunto armonioso, sin el cual las producciones de Calderón están tan expuestas a un fracaso. El público manifestó su agrado desde las primeras escenas. En el segundo acto comenzaron las demostraciones de entusiasmo, rayando éste en frenesí durante las magistrales escenas en que se muestran con rasgos sorprendentes los caracteres de Pedro Crespo y de D. Lope Figueroa, recto, enérgico, inflexible, verdadera encarnación de la idea de Justicia, el primero; gruñón, displicente y agrio sin dejar de ser razonable, el segundo. El tercer acto, que es tal vez la expresión más grandiosa del genio de Calderón, fue oído con ese arrobamiento magnético, culto solemne de un público que sólo reciben cuando está bien interpretadas, escenas como la de los celos en Otello y la de la Justicia en El Alcalde de Zalamea. Concluida la comedia se alzó un telón de fondo y apareció el busto del poeta inmortal, rodeado por todos los actores de la compañía, que depositaban sobre el pedestal ramilletes y coronas. Entre tanto la orquesta tocaba la marcha de Schiller, pieza de un mérito y un efecto extraordinarios, compuesta por Meyerbeer para la apoteosis de un compatriota suyo, hermano y discípulo de Calderón. Leyéronse varias poesías alusivas a la construcción del teatro y al poeta que le da su nombre; y por último, como fin de fiesta, se representó el sainete de D. Ramón de Cruz, titulado La casa de Tócame-Roque. El edificio es espacioso, rico en adornos sin ser pesado, elegante y sencillo sin dejar de ser lujoso. Sus condiciones acústicas y ópticas son excelentes. El lienzo del techo y el telón, debidos al pincel del Sr. Pla, son dos obras maestras de pintura escenográfica. En la parte semicircular del primero se ven doce grandes medallones oblongos, en cuyo centro están los retratos de seis autores dramáticos y de seis músicos. Los primeros son, Lope de Vega, Calderón, Shakespeare, Schiller, Molière y Moratín: los segundos, Mozart, Rossini, Weber, Donizetti, Bellini y Meyerbeer. Estos medallones están sostenidos por geniecillos que ostentan los atributos del drama y de la música; psalterios, arpas, caretas trágicas y liras. En el rectángulo que separa el hemiciclo del arco de la escena, se ve un pórtico que aparenta elevarse en línea vertical. Entre las columnas salomónicas que lo sostienen están dos figuras de mujer que representan el Arte dramático y la Música. La balaustrada, que adornan guirnaldas y festones, está cubierta a medias por un cortinaje que parece pender y agitarse en lo alto del recinto. Genios, cariátides, cornucopias, tirsos, máscaras, y otras figuras alegóricas adornan y completan esta obra maravillosa. El telón representa un magnífico tapiz de Persia de vivos colores, cubriéndolo en sus dos terceras partes una tela plegada de terciopelo, cuyo forro, manifestado como al descuido, es de raso blanco. No cesamos de admirar la habilidad del artista Sr. Pla, que posee el secreto de dar a cada tela el color, el brillo y las sombras que le son propios, semejando la realidad hasta el punto de engañar la vista del espectador. Son igualmente admirables las bambalinas del interior de un rojo degradado y………… Basta ya. Adelante, lector hipocondríaco. Salta como el célebre Araña. Ante tus pies abro una zanja de 30 años. Dame la mano: no temas. A la una, a las dos, a las tres…, ¡cataplum! ………… Año de 1900 Crónica local. —Con la conclusión del muelle del puerto de la Luz es considerable el movimiento mercantil de esta población. Ayer fondearon cuatro vapores ingleses de la compañía Mekinhton cargados de maderas, rails y grandes piezas de fundición y palastro para las obras del puente colgante de la vía férrea que ha de unir la ciudad de Artenara con el puerto de Agaete—. Dentro de pocos días será botado al agua el magnífico vapor de fuerza de 800 caballos destinado a la línea de la isla de la Gomera. Con motivo de las fiestas de la Virgen de la Luz, y para que aumente la concurrencia a las ferias que se celebran en tan solemne día, se pondrán trenes de recreo desde Las Palmas al Puerto, lo mismo que de todas las comarcas del interior a las Palmas. Para este día se abrirá al público el soberbio hotel de las Cuatro Naciones que ha edificado en la plaza de la Feria la compañía Marcial Hermanos. Se activa la construcción de las dos fuentes que adornan dicha plaza, y es de creer que para el día señalado aquel sitio ya tan concurrido y tumultuoso ofrecerá un aspecto de esplendidez y magnificencia hasta hoy desconocido. ………… Año de 1930 Se ha concluido el teatro de Arucas. Aseguran que se inaugura el primero del próximo mes con la comedia de Alarcón Las paredes oyen, una de las mejores del teatro antiguo. Las reparaciones hechas en la estación del ferrocarril de Moya terminarán bien pronto, y es de creer que para la semana próxima estarán de nuevo acondicionados los doks, cuyo inesperado y fatal incendio entorpeció las transacciones que los dueños de los vapores rusos fondeados en Maspalomas habían hecho con algunos comerciantes de la indicada Moya. Esos vapores rusos traen un gran cargamento de osos blancos que se pondrán a la venta pública en los principales mercados de esta isla. Por la línea telegráfica de Lanzarote sabemos que hoy a las 7 de la mañana han comenzado a expeler una gran cantidad de agua los pozos artesianos que en la ciudad de Haría se están abriendo hace dos meses. En la semana última hubo una fuerte inundación en la parte norte de la isla a causa de haber engrosado considerablemente los arroyos, acequias y abrevaderos que son tan frecuentes en aquel país. El Civilizador, periódico de Fuerteventura, dice que la Academia de Bellas artes de Puerto de Cabras celebra este año certamen de pintura y escultura: el asunto que ha de ser tratado por los que aspiren al premio, es la heroica defensa de Tiscamanita contra los moros africanos que invadieron aquella isla. Aún la opinión pública permanece dividida con respecto al suicidio de un rumiante acaecido en Jandía, acontecimiento que ha originado tan calurosos debates en la prensa inglesa. No sabemos si el observatorio astronómico de la isla del Hierro publicará este año la Memoria sobre sus trabajos, que con tanto afán esperan los sabios. Los diarios más radicales de aquel país guardan un silencio muy significativo acerca de la situación hostil en que se ha puesto el meridiano. La isla de la Palma sigue siendo objeto de acalorados comentarios. Es indudable el retroceso geográfico de esta isla. Según las observaciones hechas por algunos geólogos de los Llanos, la isla se aparta del archipiélago paulatinamente en dirección al sur, avanzando 40 metros por año. Esto es debido a los infinitos cangrejos que habitan aquel dulce país, y la retroactividad de estos seres hace que se aleje de nosotros una de las más bellas ínsulas de nuestro archipiélago. No es cierta la alarmante noticia que ha cundido por aquí relativamente a que se desarrolle una nueva epidemia en Santa Cruz. ¡Harto ha sufrido con la fiebre amarilla esta población! Hoy la salud pública está asegurada. La poesía lírica, es verdad, comenzó a hacer algunos estragos en los barrios más prosaicos; pero la junta de Sanidad tomó precauciones tan acertadas y prontas, que el mal fue cortado en su nacimiento, siendo pocos los casos de muerte: un zapatero murió en el hospital de un ataque de elegía, y una joven falleció también después de una larga agonía en tercetos y en silvas. Los demás casos fueron de poca importancia: irritaciones de octavas reales, cólicos de arte mayor, y alguno que otro accidente nervioso en romance o seguidillas. No se asusten nuestros lectores: merced a las fumigaciones y a la cuarentena que observan los cargamentos de numen poético que vienen de la península, la rima ha desaparecido de la capital. (Aviso a los suscriptores. Desde el primero del mes entrante, El Ómnibus será periódico diario: haremos dos tiradas de 10 000 ejemplares para complacer a nuestros innumerables favorecedores. Diríjanse las correspondencias al boulevard del infierno, (antes callejón de la Gloria). Vamos: otro salto, lector zanquilargo. A ver lo que nos dice El Ómnibus de 1950. ………… Año de 1950 Sección editorial. —Notabilísimo es el discurso pronunciado ayer por el Sr. X en el solemne acto de recepción en la Academia de Historia. Refiriéndose a la remota época del siglo pasado decía: «De la segunda mitad de siglo XIX data nuestro adelantado moral y material. Entonces comenzó a progresar el cultivo de las plantas a que debemos nuestra valía como agricultores. Los productos que en los mercados del extranjero y en las frecuentes exposiciones extranjeras ponen de manifiesto nuestra laboriosidad y riqueza, fueron en aquel tiempo objeto de penosos ensayos, que la impericia unas veces y la obstinación y rutinarios procedimientos de los labradores otras hacían ineficaces. Al través de un siglo, aquellos ensayos han podido ser fecundos: y hoy, señores, gracias a una constancia sin ejemplo, la faz de nuestra agricultura ha cambiado, la industria, creada en este período, ha adquirido desarrollo y fama. »Sólo al abrigo de esas poderosas fuentes de riqueza han podido realizarse las mejoras materiales que hacen de nuestra isla uno de las más cultos países de la tierra. Ábrense múltiples líneas de comunicación que enlazan los pueblos más remotos. Son vencidos los obstáculos de un terreno accidentado y sinuoso; desentráñanse ricos filones de agua que fertilizan terrenos desde remoto tiempo incultos; eriales de ayer se ofrecen hoy a la explotación; lo que fue más agreste se trueca en lo más ameno y apacible; y siguiendo a la tierra en su fecundo desarrollo, los espíritus no enervados ni entorpecidos por la prosperidad, se perfeccionan también, adquieren lucidez y energía, ofreciéndonos al par de lozanía y vigor la vegetación, la exhuberancia y esplendidez de los entendimientos (murmullos de aprobación). »Ved, señores académicos, el progreso de las artes. En nuestro país se han creado grandes centros de enseñanza, Academias, colegios y conservatorios, a donde acude la juventud ansiosa de templar en el ameno y grato cultivo de las cosas bellas, la aridez de una vida siempre laboriosa y agitada». Y más adelante dice: «Innumerables buques de vapor concurren a nuestra bahía dándonos la materia primera, elemento de la industria canaria, en cambio de los productos agrícolas y químicos que han de expenderse en los mercados de Inglaterra y Francia. Nuestra posición geográfica no es el menor motivo de que concurran a estos puertos todos los convoyes que cruzan el Atlántico. Hoy que las naciones europeas han llevado la civilización al centro de África, y que la costa de Guinea está cubierta de poblaciones florecientes; hoy que se fundan en el hemisferio austral nacionalidades de gran importancia política y comercial, nuestras islas, punto de descanso entre estos pueblos y la vetusta Europa, sienten el influjo de ambos hemisferios, reciben gente de una y otra parte, sirven de plaza a sus contactos mercantiles, favorecen sus transacciones, y hacen menos violenta y dura la diferencia que el clima, las costumbres y la legislación han establecido entre los pueblos que, en tan opuestas zonas habitan. (Bien, bien). »Señores voy a concluir: prestadme atención un momento más. La providencia benigna ha hecho desaparecer de nuestro suelo las calamidades que en otro tiempo las azotaron. Ojead la historia. En la época que anteriormente he citado encontraréis períodos de preocupación, años terribles, días de luto, de desaliento, de duda. Permitidme recordar un detalle histórico relativo a aquellos tiempos. Era tal la morosidad con que en algunas obras públicas se trabajaba, que el vulgo, dado siempre a imaginar causas fatales y a urdir consejas supersticiosas, decía, que en lo profundo de las aguas que rodean nuestro muelle existía un genio maligno, un tritón odioso, un monstruo de la familia de los ogros, que no permitía que ese muelle se concluyera jamás, deshaciendo de noche lo que durante el día se construía con afanes sin cuento. (Risas). »Esta fábula semejante a la de la catedral de Colonia, es hoy un apólogo curioso que han aprovechado los cantores de nuestras tradiciones. ¡Oh! ¡Señores! Todas las creaciones del vulgo tienen un gran sentido. ¡El Ogro existía! Pero oponed al Ogro Escasez, el Ogro Trabajo, y la obra difícil tocará a su fin. El monstruo creado por la imaginación popular está encadenado y en lo profundo del agua roe colérico y humillado la muralla que hoy penetra inquebrantable en el Atlántico; los cimientos poderosos de esta construcción, en cuyo ancho recinto ondean las banderas de todas las naciones, resisten el embate malévolo del tritón invisible. No creáis en demonios que destruyen la obra progresiva de los hombres. El muelle se concluye; la tierra impelida por el hombre avanza al encuentro de los bajeles amigos. La catedral de Colonia se termina también: la piedra impelida por el hombre avanza también en el espacio al encuentro del Cielo. (Aplausos). »No os molestaré más. Concluyo: bastante he abusado de vuestra atención. (No, no). Todas esas preocupaciones han concluido. Nuestro suelo siempre fecundo nos ofrece una riqueza considerable. Ennoblecidos por nuestro trabajo, seguiremos en nuestro propósito con orgullo. Somos el más preciado tesoro de la nación española, y con envidia o admiración nos contemplan las provincias hermanas. Vivamos pues tranquilos y laboriosos hasta la muerte, y cuando está llegue, no sintamos desaliento ni flaqueza. ¿Pues qué?, ¿ha de asustar la idea de la muerte a los que han vivido para el trabajo? No. Y si por nuestras conciencias nada tenemos, tengamos igualmente tranquilidad por nuestros hogares, ¿qué nos importa morir? Nuestros hijos han aprendido a ser activos». (Nutridos y prolongados aplausos). ………… ¡Mayoral! Eh —adelante— 10 años por segundo— ¡a escape!… Soooo… basta… hemos llegado. Año de 1960 Crónica local. —El gran teatro de Rossini construido en el boulevard del regente (ex callejón) se inaugurará con la ópera Guillermo Tell en obsequio al inmortal compositor que le da nombre. Haciendo excavaciones en la plaza del Príncipe Alfonso para renovar la cañería del gas, se han encontrado los restos de un palacio que en tiempos remotos parecía elevarse en aquel sitio. Según los arqueólogos este palacio no se elevaba sino que más bien estaba hundido en la tierra, siendo una especie de gruta o catacumba oculta a las miradas de la gente. Por algunos de los arcos que aún están en pie se colige que perteneció al estilo bizantino mozárabe. Junto a esto que no se sabe si fue palacio, cisterna o logia de fracmasones, se ha encontrado un vestíbulo que parece estuvo abierto al exterior. En una de las paredes se lee la inscripción siguiente: Hic Phabellus miserum resolvit lites. Los anticuarios no están acordes respecto a la significación de estas palabras: Unos creen que algún filósofo antiguo explicaba allí las ciencias divinas y humanas, teniendo aula sin techo y auditorio sin bancos como Platón en el jardín de Académicos. Otros piensan, y esto nos parece más fundado, que algún jurisconsulto cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros, tenía elegido aquel sitio para conocer de los litigios de los pobres. —El gran baile de etiqueta dado hace pocas noches en la Aldea de S. Nicolás, estuvo brillantísimo según dice El Cosmopolita, periódico que se publica en aquella población. Concurrieron las autoridades civil y militar, los cónsules de Francia e Italia, y la oficialidad de los cuatro navíos rusos que están actualmente fondeados en aquel puerto. Las damas llamaron la atención por su donaire y elegancia. El periódico satírico de Agaete titulado El potro, dice que su galantería habitual, refiriéndose a dicho baile, que los extranjeros notaron en las damas una coquetería peligrosa y terrible, hija de un excesivo refinamiento de cultura. En Mogán ha habido carreras de caballos. Este verano ha sido tan numerosa la concurrencia de bañistas a aquel sitio que los hoteles se llenaron y fue preciso improvisar pabellones y tiendas para dar hospedaje a los viajeros que de los cuatro polos de la isla acudieron. En el gran salón del Casino se dieron magníficos conciertos y reuniones espléndidas. Ha habido también brillantes partidas de whist lauscanet y burro. El jardín zoológico de Artenara ha sufrido una gran mejora en el último mes. A las ricas colecciones de topos que eran su principal tesoro se han añadido unos paquidérmicos que son la delicia de aquel hermosísimo parque. La sociedad ptográfica (sic) ha concluido la clasificación de plantas incluyendo en ellas unos magníficos ejemplares de ricino y dos pencas de tunera del tamaño de un aspa de molino, únicos restos de la vegetación antisecular que dicen fue la riqueza principal de nuestros mayores. En Tejeda habrá este año gran exposición de carneros. Un profundo filósofo de Guía ha publicado una obra dividida en cinco tomos con el título de El queso histórico y filosóficamente considerado. Las cinco partes de esta interesante obra se denominan. 1.a.— Teoría general del queso. 2.a. — El queso en Roma. 3.a.— Influencia del queso en la economía animal. 4.a.— De las distintas opiniones que se han emitido sobre el queso. 5.a.— Del ratón. ………… Al tren, al tren… 10 años por segundo… tan tan tan… Para. —Estación de 1980—. Quince minutos de descanso. Año de 1980 Folletín. —Nuestros lectores verán con gusto el siguiente diálogo entre un amante de las glorias patrias y un amante de la horticultura. (La escena es un invernáculo). —¿Pero está V. seguro, señor don Justo, del éxito de su descubrimiento? —Tan seguro como de que este es día, señor don Pastor. —Pero hombre, me temo que se va V. a hacer inmortal. —Mire V. la planta. (Aquí se cala cada uno un par de anteojos descomunales con vidrios laterales. Tocan a cuatro lentes por cabeza). Esta planta es originaria del barranco Mekong en Dahomey de donde la traje hace pocos meses. Pertenece a la clase de la bulbáceas y su aplicación al arte culinario es tan ventajosa que bien puede decirse que es la negación de este arte tiránico. Como V. ve, esta planta está compuesta de hojas delgadas y largas, continuación de las capas concéntricas que forman el bulbo. Estas capas examinadas químicamente contienen entre otras sustancias orgánicas una gran cantidad de gelatina. Ahora bien, pasemos al efecto que esta albúmina puede hacer en la economía del hombre. Cuando la planta llega al séptimo mes se corta y se pone a secar. Bien pronto las capas del bulbo adquieren consistencia sin llegar a la rigidez ni a la dureza. Entonces se las sujeta a la acción del vapor de agua durante unos cuantos minutos, y después se las sumerge en una disolución de potasa en que entren dos novenas partes de ácido por siete de agua. A la cuarta inmersión se desmorona la planta y con un procedimiento mecánico se pulveriza. —¿Y qué tenemos con esos polvos? —Harina, diga usted. Pasemos a otra cosa. Usted sabe que la ciencia moderna ha conseguido señalar las causas del hambre. Bien sabe V. que esto proviene de una falta de equilibrio en los elementos que componen el cuerpo humano. Por efecto de la relajación sistemática de ciertos órganos desaparece una gran cantidad de gelatina que es necesario restituir al cuerpo: de aquí la vulgar función orgánica que se llama comer. Los hombres no han podido inventar otro procedimiento que el de esta serie de actos que comienzan en la prehensión y concluyen con la desecación. Pues, basta encontrar una sustancia que suministre al cuerpo la dosis necesaria de gelatina para que se establezca el equilibrio. Esta sustancia yo la he encontrado… yo, yo. —¿Conque esa harina?… —Con esta harina se hace una pasta, con la pasta se hace un panecillo del tamaño de una guinda garrafal, y con esa guinda garrafal ya tiene usted alimento para tres semanas. —De modo que, comiéndose una guinda… —Sí señor. Puede V. suprimir la sopa, el puchero, la ropa vieja, el salmorejo y el frangollo. —Pero ni siquiera un cabritillo frito para hacer boca. —No hay necesidad de nada. Cada tres semanas una pastilla. —Pero ni un pedacito de tollo asado para… —Nada absolutamente. Vea usted…, ¿de qué tengo yo cara? (El señor don Justo es un hombre que tiene cara de tragarse una ternera, media pilla de pescado y un quintal de papas veraneras para hacer boca). —Usted tiene cara de haber almorzado hoy cuatro veces y comido dos por lo menos. —Pues desde el día de la Virgen de la Antigua no pruebo bocado. Con mi pastilla que tomé hace dos semanas… —Pero, hombre, eso es prodigioso. —Con una pastilla cada tres semanas los hombres robustos, media pastilla los débiles, y las damas con la sexta parte de una pastilla. Los niños tomarán una cada año y los enfermos se alimentarán con el olor. —Pero, hombre, eso es archiprodigioso. ¿Y a cómo venderá usted sus píldoras? —¡Oh amigo! Nuestras islas se van a convertir en siete montones de oro con mi procedimiento. Aunque el cultivo de esta planta exige trabajos inmensos, yo creo que al fin se propagará. Nos dará un resultado magnífico. Figúrese usted, ¡qué descubrimiento! Ni Copérnico, ni Galileo, ni Colón, ni Gutenberg. —Cuando digo que usted se nos va a hacer inmortal. —Todo lo hago por mi patria. Mi deseo es engrandecer la tierra que me ha criado y me sostiene. Cultivando este comestible panacea, los canarios serán los primeros agricultores de la tierra. El secreto no saldrá de nosotros, y si los demás aprenden de nosotros, inventaremos otra cosa. —¿Qué inventaremos, señor don Justo? —Inventaremos…, ¡qué sé yo!, algo más grande aún… La planta de la inmortalidad. ………… Año de 1999 Dos de noviembre. Ayer fue numerosa la concurrencia que visitó los cementerios. —¡Cementerio!, ¿eh?, veo que frunces el ceño, lector cachazudo, y que dejas a un lado El Ómnibus, escamado, como hoy se dice, por la lectura de eso de los cementerios. Ciertamente eso me huele a gente muerta. Basta de lectura. Guardemos en el bolsillo el periódico inmortal y reflexionemos sobre eso de los muertos, que juzgo es cosa seria y que no se presta a burlas por la cara de catafalco que has puesto. En cuanto a mí, no me asusta el cementerio de las Palmas considerado bajo la inminencia de esta fecha, ¡1999! Una calle de árboles más, una galería de nichos donde antes había una pared, una serie de nombres con letras doradas, negras o verdinegras donde antes había…, ¡qué sé yo lo que había antes! Mira con atención: verás aún los despojos de la gran fiesta lacrimatoria de ayer, dos de noviembre; verás reliquias de ofrendas dolorosas: a un lado flores artificiales que representan con mentido color, con simulada frescura, el perenne sentimiento del hijo, de la madre, del esposo, que las compró y las puso allí; a otro, flores naturales, que ajadas ya y descoloridas son el adorno más propio de las cosas muertas. Aún están allí los hachones de cera que ayer brillaron tristes y lacrimosos como todo lo que arde durante el día; aún se ven también los objetos de ornamentación sepulcral, esa quincallería de dos de noviembre que se vende en las tiendas de juguetes pueriles y de loza fina. ¡Oh, el alabastro y el estuco han realizado el sueño de una imaginación fúnebre! Jamás el arte de pacotilla ha producido tal vanidad de símbolos dolorosos: ángeles que parecen heroínas de alguna novela sentimental del tiempo de madame Genlis, tumbas que parecen cubetas urinarias, obeliscos semejantes al sombrero de Héctor, sauces que no son otra cosa que retamas vueltas al revés, urnas cinerarias al uso pagano, con sus correspondientes cabezas de carnero y sus asas en figura de bucentauro, al estilo de la vía Appia, todo esto se ve grabado por el cincel de un artista lúgubre, y esto se clava, o se apoya en el rincón de la tierra donde yace… ¡Singular programa de angustia! Si el cementerio no parece el muestrario de… una… iba a decir de una prendería; pero no lo diré por respeto a los muertos. Los vivos nada me importan: no pueden oírnos; que pasado el día de la feria sepulcral se guarda muy bien de venir a estos sitios. ¡1999! ¡Cuánta gente ha muerto! Ves cuántas gavetas ocupadas hay en este gran armario. Si no temiera decir una barbaridad lo compararía a… Vamos, no lo comparo. ¡Cuánta gente ha muerto! ¡Cuánta gente! ¡Y qué bien acondicionados están! Jamás el sistema celular ha dado tan positivos resultados. Me gusta esa igualdad de ultratumba. Un canon pagado religiosamente es causa de esa igualdad. Ya desaparecieron aquellos privilegios irritantes que erigían mausoleos y decoraban con cenotafios la tumba de un… Vamos, tampoco lo digo. ¡Oh, singular armonía!, ¡magnífica fraternidad de todas las gentes! ¡He aquí el modelo de las repúblicas! Platón se hubiera quedado bizco y Jerónimo Paturot apalastrado… Y si no me engaño, el ancho recinto está dividido en series… a ver: leamos. Cada serie es medio siglo. Veamos la segunda mitad del siglo XIX. ¡Cuánta gente ha muerto! Uno, dos, tres, veinte, ochenta, quinientos, mil. ¿Quién cuenta eso? Leamos algunos renglones de este inmenso cartel de defunción secular. En aquel ángulo dice «Aquí yace D. A. L. B. letrado eminente y patricio benem…; al lado dice D. D. J. N. distinguido profesor y facultativo…; —(dame tus lentes que no veo bien)— más abajo: D. E. Q. matemático, D. R. P. humanista y letrado, D. J. L. y C. ingeniero, D. D. I. músico, D. M. C. periodista y editor, D…». No puedo leer más; pierdo la vista. Aquí en este rincón a lo que entiendo, están los que no hicieron ni dijeron, ni intentaron cosa buena ni mala, los desheredados del aura popular y de la fama, el vulgo en fin ¡El vulgo! Mira, aquí estamos nosotros, los oscuros, los olvidados, tú, lector, y yo. ¡Allí! Allí estamos, ¿lo ves? Aquí yace la cachaza, dice en el de arriba, aquí reposa la impertinencia, dice el de abajo. Oh la posteridad ha estado justa. A ti te han puesto la calificación que te convenía por haber tenido la paciencia de leer esto, y a mí la que mejor me cuadraba por haber escrito. Tú y yo —quién lo creyera— hemos tenido la extraña ocurrencia de andar a salto de mata por esos siglos de Dios. Volvámonos a casa que hace frío. Coge una azada, arremángate, da un resoplido y ponte a cavar esos terrones que heredaste. Un quintal de cochinilla será tu recompensa. Yo me iré a escribir unos garabatos, no en El Ómnibus de 1999, sino en este que anda con paso tardo, pero seguro, que vive lentamente, pero robusto y sano; que es un periódico formal, recto, pensador y… (¿cómo diremos?) cachazudo. Necrología de un prototipo (1866). El segundo de los textos tempranos de «El Ómnibus» que anunciábamos es «Necrología de un prototipo», publicado en el folletín del periódico el 1.o de diciembre de 1866. En un marco general de atractiva evanescencia entre irónica y sarcástica, siete capitulillos muy breves organizan la caricatura de un personaje popular y hasta vulgar, el palanquero del órgano de la catedral de Las Palmas. Paso a paso en las dos primeras unidades, un narrador omnisciente (y un sí es no es avieso) atrae la atención de su lector enfocando la personalidad menuda y pronto disminuida del personaje en el marco abrumador de la catedral de la que es una especie de apéndice, «una excreción más» de sus viejos muros; y se regodea en el esperpento caricaturesco que lo define. Con el tercer capitulillo el retrato se interioriza para dejar aflorar la chispa embellecedora de su condición de bienaventurado como «tímpano sonoro» de la catedral, membrana importante que aquella perdería con su ausencia. Como un golpe de magia, al iniciarse el quinto capitulillo, la descripción se vuelve acción sonora centrada en el potente órgano, y el atronar cadencioso de una mano de titán que se golpea el pecho. Prototipo y catedral son igualmente majestuosos. Un hecho externo, el sacristán y sus llaves, vuelven la situación a la realidad: el palanquero se retira arrastrándose mientras la vida con sus rutinas se anima a su alrededor. Pero un día el aire vivificador que encarnaba se lo llevó para siempre. La catedral ya no tiene ruidos, ni rumores, ni cadencias; ya el órgano no tienen quien anime su trompeteo con el aire: ha perdido a su palanquero. ¿Sí? Por las noches, en nuevo golpe de magia, el fantasma de aire cobra vida y acción para vibrar de nuevo en el sonido sin sonido terreno. Aquel narrador que fue implacable con su caricatura lo es también con el lector catapultándolo a la realidad en el cierre del texto: sólo son «espectros de sonido» que han servido para escribir «el espectro de un artículo». Fantasía e ironía: dos recurrencias galdosianas del sabio recreador de un tiempo que demanda caminos nuevos para afrontar la realidad nueva: caminos artísticos distintos a la objetividad desnuda y directa. Fantasía y música. El lector ha de recordar, sin ir más lejos, el cuento del constructor de ataúdes que conoció hace un momento, además de recurrencias musicales mil en el mundo de la creación. «La buena música es como espuela de las ideas perezosas que no afluyen fácilmente; es también como el gancho que saca las que están muy agarradas al fondo del magín», habíamos anotado al leer Electra. «La Necrología de un prototipo» es un cuento más que sugerente que precisaría de muchas más paginas que las pocas que este prólogo ha de dedicarle. Volviendo al texto sin olvidar lo anteriormente dicho, anotemos sólo lo significativo del contraste entre la presencia de Campoamor y de Fernández y González (tópicos de la negritud posromántica) y la sugerencia de Bécquer, de Hoffmann, de Víctor Hugo, de Quevedo…; sólo lo sutil de la ironía crítica ante la catedral sobrecogedora y apabullante; sólo la estrategia del perfil del desventurado personaje recreado por un narrador poco objetivo cuyo foco de atención nunca es inocente; sólo la presencia del recurso formal de la acotación teatral para «dirigir» aparentando no hacerlo; sólo la presencia de lo metaliterario… Necrología de un prototipo es un texto fantástico olvidado (en vida del autor sólo se publicó en Gran Canaria; en las actuales selecciones de cuentos sólo lo edita, que sepamos, Oswaldo Izquierdo en 1994), y un texto temprano que ha de computarse entre los más interesantes del autor. Esta edición de «Necrología de un prototipo» reproduce el texto que publicó «El Ómnibus». (Las Palmas de Gran Canaria), el 1.o de diciembre de 1866, firmado con el pseudónimo H. de V. Lo reprodujo «La lira canaria». Seminario de literatura, (Las Palmas de Gran Canaria), I n.º 10 (1889), pp. 1-3. I V osotros, ciudadanos graves, le conocíais muy bien. Cuando los negocios públicos os permitían algún reposo; cuando la ventilación de las cuestiones nacionales y europeas daba paz y desahogo a vuestros espíritus inquietos, solíais ir a la catedral con el santo fin de oír, ver u oler alguna misa; y entonces veáis al prototipo cuya desaparición deploramos. Vosotras jóvenes amables, le conocíais también. Cuando gozosas y vivarachas penetrabais en la capilla de Sta. Teresa, para rezar un poco de letanía con toda la vista clavada en la santa y las tres cuartas partes del corazón fijas en vuestros novios, veíais al personaje, tipo, anomalía, aberración, cuya desaparición deplorarían los gabinetes zoológicos y anatómicos, si aquí los hubiera. Recordad bien los fenómenos acústicos que manifestaban la presencia de este proto-singular. Esta manifestación acústica era más determinada y característica que la visión misma. Oigámosle antes de verle: prefiramos el rumor a la forma. Hay seres que rechazan lo pintoresco. Hay fisonomías morales y físicas que no pueden ser abarcadas por el compás ni simuladas por el pincel; un diapasón les conviene más. Nuestro prototipo pertenecía a esta clase. Era un individuo, cuya apreciación correspondía al oído. Su fisonomía auditiva era un rezo, una tos, y un arrastrar de suelas de tan especial timbre, que cualquier músico realista hubiera sacado de él una combinación instrumental. Cuando rezaba, su voz semejante a un eco subterráneo, llenaba el ámbito inmenso de la catedral; el espacio que rodea las diez columnas ondeaba sonoro al influjo de aquella vibración; las treinta y una bóvedas respondían unísonas a aquel recitativo cantado en tessittura tan profunda. De repente tose… Parece que un trueno estalla en el templo. Todo el granito se estremece. Si las catedrales tosieran, ¡qué demonio!, toserían de aquella manera. Veámosle ahora. Era aquel bulto que en la oscuridad de una capilla se distinguía, ya en pie y encorvado, ya de rodillas e inmóvil. Cuando las miradas del espectador se acostumbraban a la oscuridad, podía verse que de sus hombros pendía una luenga capa negra, que en ambos costados tenía los mismos pliegues y las mismas ondulaciones. Parecía que aquellos dos trozos de capa eran dos tremendas alas, y que de repente iba a volar como un hipogrifo. ¡Cuán grave y sombrío y terrible! Pero ¿las sombras y soledad del recinto no le dan tal vez ese aspecto siniestro y medroso? Quizá fuera de aquí sería una risueña y amable figura más propia para inspirar regocijo que pavura. Reparen ustedes que este templo y este hombre son cosas que no pueden separarse tan fácilmente como una cabeza y un sombrero. La naturaleza hizo afines entonces la carne y la piedra, el pajarraco y el recinto. Caja musical muy bien construida en este último, pero hubiera permanecido sorda y sin vida, si no hubiera tenido su tímpano sonoro. ¿Conciben ustedes una campana sin lengua? II H ay individualidades agregadas de tal modo a los monumentos, que parecen una parte indispensable de los mismos. El hombre de los rezos era una especie de excrescencia: parecía que se había criado como un liquen en las piedras del edificio. De seguro un naturalista le hubiera echado el lente creyéndole una magnífica estalagmita. ¡Quién averigua el génesis misterioso de aquel hisopo adherido a una grieta; de aquel parásito desarrollado sobre una losa! Su organismo por el aspecto y el zumbido es de zángano. ¿Se incubarían las bóvedas en un lento trabajo de generación ovípara? Pero dejemos el origen y vengamos a la cosa ¡Qué feo era! Su piel semejaba al forro de un Decretalium thesaurum mil veces leído: los huesos de la cara pugnaban por salir a pública luz, la barba, que daba muestras de afeitarse en los días de solemnidad estaba compuesta de una treintena de pelos, situado a tiro de ballesta, y tan rígidos y blancos como menudos filamentos de vidrio. Sus ojos (¡gran Dios qué ojos!) eran perennes manantiales de cinabrio diluido, y su boca, cerrada siempre al paso de las aves nocturnas, se componía de dos grandes y flojas protuberancias de carne, que si no hicieran allí el papel de labios, creeríamos que eran dos chuletas colgadas a la intemperie como en las manufacturas de tasajo ¡Qué cosa tan fea, Dios mío! Su cuerpo… pero aquello no era cuerpo. Figuraos una capa con espinazo y extremidades, capa que se yergue y se inclina como remedando el movimiento de una máquina muscular. Su cuerpo no era otra cosa. Pudiera creerse que bajo el paño secular había hasta una libra de carne; pero lo cierto es que había en cartílagos, tendones y huesos como unos veinte kilógramos. Por debajo del fleco que los años habían hecho en la túnica asomaban dos navíos portugueses en forma de zapatos con tantas troneras o remiendos que hubiera sido difícil imaginar su primitiva configuración. En el banco próximo estaba el sombrero, aditamento de aquel aditamento, excrescencia de aquella excrescencia. Esta prenda hubiera sido un documento arqueológico si las infinitas abolladuras y diversas capas de materias combustibles que le adornaban hubieran permitido a un anticuario adivinar el modelado primitivo. El tiempo, Vds. lo saben, convierte el capitel en adoquín y la cariátide en un guardacantón: el tiempo había convertido en turbante (no es exageración) el mueble que el año 22 en tiempo de Angulema y de Riego tenía todas las apariencias de sombrero. Investigaciones detenidas habían aclarado, no su forma, sí su fecha, que era poco menos que antidiluviana. Este sombrero fue sin duda uno de aquellos que a consecuencia de cierto naufragio arribaron a las playas de Gran Canaria. Tal vez lo recibió el protofeo de manos de alguno de aquellos marineros, que inmortalizó uno de nuestros más esclarecidos poetas. Y fue tal la cuchipanda que hasta los marineros se robaban los sombreros que andaban de banda a banda… El que se hubiera asomado al cráter de este sombrero hubiera visto un pañuelo encarnado, negro, verde y de otros colores del tamaño de un pabellón nacional. Dos o tres veces al día este pañuelo se desplegaba y acto continuo, ¡pprum!, resonaba un trueno nasal y la gran masa del templo vibraba obedeciendo a la convulsión de aquella nariz ciclópea. Si las catedrales se sonaran (permitid esta hipótesis de mal gusto) se habían de sonar así. III Q ¡ué feo era! Sin embargo, sus ojos clavados en las bóvedas brillaban con luz divina. Indudablemente sus miradas al traspasar la bóveda escudriñaban en lo profundo de los cielos los misterios de la bienaventuranza y de la gloria, sus labios de corcho al balbucear una plegaria sostienen misteriosos diálogos con algún ángel mensajero sólo visible para él. ¿Qué importa la deformidad del pescuezo, la aspereza de la piel, la destilación de los ojos, la verruga hiperbólica de la nariz? Esa estrellita de luz divina que baila en su mirada parece que espiritualiza al asceta mugriento y haraposo como un sacristán de aldea, arrugado y amarillo como un infolio. El éxtasis diviniza al penitente ¡Rivera ha embellecido tantos Esopos! Mirad cuán bello está (no es paradoja) el hombre de la capa inmóvil, petrificado por la contemplación. Todas las feas partes de su rostro, de su cuerpo y de su vestimenta se manifiestan en graciosos contornos: la armonía reina en ellas; el color se acomodó a la idea; el fondo añade vigor y claridad al tono; la capa determina el claroscuro; los zapatos tienen los toques confusos del buen detalle; el resplandor de la calva es aureola. ¡Soberana y magistral creación! Miradle bien. Su espíritu está en comunicación directa con Dios. El cielo está abierto ante él: ve los siete círculos donde se asientan falanges de potestades; ve el trono que sostienen tres hiladas de dominaciones; oye la armonía de arpas y violines que tañen querubes musicantes. ¡Qué bello es! IV S í, ¡qué bello era!… Pero ya no existe, señores. Está allá: más arriba de toda esta maquinaria. Agitó las grandes alas de su capa y cruzó el espacio como un animal apocalíptico. Hoy la catedral está sorda: le falta su tímpano sonoro. Aquel hombre (no se rían ustedes) era el elemento musical de este templo. Poco importa que el cincel del arquitecto labre aquí bóvedas suntuosas, poco importa que el arte plástico quiera hacer más comprensible la grandeza por la magnitud de la forma. Es verdad que la belleza del estilo predispone al sentimiento a sus deleites espirituales; pero la fantasía exige más arte: es necesario un lenguaje más elocuente y vivo que el lenguaje mudo de la piedra, más inmaterial y expresivo que esos signos resplandecientes que traza la luz exterior sobre el ramaje de la arquitectura. Para la gran obra del arrobamiento general; para que la mente cristiana salga de quicio es indispensable la ayuda de un arte que no es el arte de la piedra ni el arte espectral de los vidrios de colores. Allá a espaldas del coro se eleva el más enorme instrumento músico que han inventado los hombres. Un complicado sistema intestinal le compone: cada intestino es una nota, cada serie de tubos un tono. Sus voces son la del violín, la del oboe, la del arpa, la del gallo, la del ruiseñor, la del pavo. Suene, muge, canta, trina, ronca, ensordece y calla. Todos los sonidos que en la naturaleza existen, ya en estado primitivo, ya en estado de cultura, están allí archivados y clasificados. El teclado es el índice, y aquel individuo que sentado en una banqueta recorre con ágiles dedos las teclas de marfil, es el que tiene el secreto de ese dédalo monstruoso, catálogo razonado de los ruidos. Pero el órgano no suena: veo una gran máquina y un manipulador; veo la linterna y a maese Ginesillo; pero aquí falta algo. Pues es claro: falta lo principal, Eólo; falta la luz a esta linterna de hermosas figuras, falta el elemento de vida, la primera materia de esta portentosa elaboración musical. El hombre de la capa se acerca, llega y exclama: Fiat armonia… De repente Favonio, Aquilón y Noto se precipitan en los ramificados conductos de aquel laberinto; y la maquinaria toda, vivificada por el soplo divino, lanza sus cien voces; conmuévese el recinto sagrado, y el alma cristiana, rotas las materiales ataduras se eleva estática hasta Dios. Junto a la elocuencia majestuosa de un órgano, ¿la voz de un Padre Santo no es desabrido lenguaje? Ahí tenéis el lenguaje de la religión, señores retóricos: dejad la pluma dogmática en el tintero, aljibe de silogismos, y prestad atención. Este órgano habla como el apóstol, como el profeta, como el misionero, como el mártir, como el doctrino. Él dice más que cuanto han escrito plumas sagradas desde el evangelio al canon, desde el dogma a la liturgia. Resuena como las trompas de Jericó, como las arpas de David, como el clavicordio de santa Cecilia. Remeda la voz de Gabriel, la de la pitonisa de Eudor y la de la burra de Balaan. Y esta melodía portentosa de tonalidades y timbres infinitos, ¿de dónde proviene? El órgano en su construcción no es más que una bella teoría: el pianista es un prestidigitador; uno y otro son dos curiosos ejemplares mecánicos. El alma de tan divinas armonías no es aquí ni el instrumento, ni el músico. ¡Oh!, ¡qué sería el conductor metálico sin potencia eléctrica!…, ¡qué será el cuerpo humano sin aliento vital!… Figuraos el más ingenioso caleidoscopio sin luz. Concibe, si puedes, el arte sin naturaleza. ¿Qué sería el órgano sin viento? El hombre de la capa, el liquen, el papamoscas, Eolo, es el alma de esta música, es el elemento musical de este templo. V V ed en su rostro la sacra inspiración de Paganini. Con mano trémula pulsa la delicada palanca del fuelle; y la agita con esa convulsión, síntoma del consorcio que en los momentos de entusiasmo se establece entre el instrumento y el artista; entre tanto, por efecto de la combustión interna que el genio alimenta, de los poros del prototipo brotan tremendas gotas de sudor que van a fecundar los abonados campos de su camisa. ¡Qué bello está! El instrumento y él son una misma cosa: una sola vida les anima, el viento; un solo pulmón les alienta, el fuelle. Respiran unísonos: las arterias sonoras del uno se unen a los nervios excitados del otro, y de este himeneo de un santo y un cajón, de un estafermo y una corriente atmosférica, resulta la más maravillosa sinfonía que han sentido oídos humanos. Aquel cuerpo mitad de carne y mitad de palo ofrece —¡quién lo diría!— abundantes secreciones de armonía y torrentes de sudor copioso. VI Q «ué bien hemos tocado hoy» dice, y baja del coro y se va a su capilla y se coloca en su plinto grave y (inventemos una palabra) petrificadamente, como la estatua de Ulloa después de cenar con D. Juan. Llega la noche y aquella gran capa se postra, rechinan los zapatos y se siente… (¡qué miedo!)… un golpe seco y cadencioso como el de una mano descomunal que, uniendo en punta agudísima los duros dedos, hiere un pecho de gigante. Estos pequés hacen el efecto de los golpes de socavación subterránea. Cualquiera pensaría, al oír cómo se apedrea el pecho el nuevo Jerónimo, que bajo el piso hay catacumbas, y que allá abajo la piqueta del catecúmeno abre la fosa del mártir. Pero el éxtasis tiene que concluir porque el sacristán repiquetea con las llaves y cerrojos de las grandes puertas. El Santo, ¡oh portento!, sale arrastrándose: al pasar el umbral se acomoda el sombrero, se persigna diecinueve veces, se envuelve en la capa y echa a andar hacia su garito. Ya le tenemos hecho hombre. Podemos seguirle sin miedo: ya no es santo ni papamoscas, ni estatua, ni elemento, ni Eolo, ni nada de eso; es un pobre diablo, un ser inofensivo, uno de esos entes desgraciados que viven en las poblaciones para servir de solaz de los chicos y de estorbo a los mayores. Sigámosle. Suenan las campanas de oraciones… plan… plan… Nuestro hombre amaina la capa y arría el sombrero, pero no se detiene. Junto a él pasan descubiertos también dos pacíficos ciudadanos que vienen del muelle, de la carretera del Puerto o de otro agradable paseo: pasan parejas y más parejas de gente conocida… Ahora dos curas, dos canónigos, o un canónigo y un cura juntamente; después un oidor y un canónigo; más tarde un quídam y un oidor… poco después una dama y un hermanito; enseguida una abuela remolcada por su nieto… y pasan, pasan, pasan, como los pajarracos marinos de D. Ramón Campoamor. El pobre diablo no repara en nada de esto: poco le importa la vuelta de los paseantes. Tampoco vuelve la vista para mirar el coche, que a todo escape y rechinando cual estrepitosa desgranadera, pasa también viniendo de Tafira o del Monte; tampoco se fija en los alegres grupos de damas que van al baño con la correspondiente moza a retaguardia, adornada con una cesta, o peineta monumental, donde van los aprestos y comestibles anexos al baño. El desgraciado no se fija en nada de esto: impórtansele una higa los curiosos accidentes pintorescos que caracterizan y representan la fisonomía crepuscular de esta población. Él sigue su marcha acelerada y sin tropiezos. ¿A dónde va? A su chibiritil. Confúndese en la penumbra y desaparece al través de una pared, como dice Fernández y González en todos los primeros capítulos de sus novelas. No penetremos nosotros; seamos pudorosos y quedémonos a la puerta; no profanemos el hogar sagrado. ¿Qué pasará allí dentro? Probablemente la capa dará a luz el cuerpo del protofeo; rodará de banda a banda el sombrero, el pañuelo dará cuarenta y ocho vueltas tapando la cabeza, y poco a poco tirará a la mar aquellas prendas de vestir más exteriores, quedándose con otras que le son inherentes y complementarias como la piel. Concluido el desparejo, cogerá unas disciplinas y poniendo en descubierto las espaldas se disciplinará a compás y con método desde el occipucio hasta el coxis, acompañando los golpes con todos los pater noster y ave maría que a tan espiritual tarea son indispensables. Después se dormirá y a la mañana siguiente… Una mañana, señores, los vecinos notan que la puerta del chiribitil no se abre, el espantajo no ha salido; tocan y nadie responde: no se oyen ni golpes de pecho ni de flagelaciones. Abren al fin y… (desastroso y fúnebre espectáculo) encuentran el pañuelo, el sombrero, la capa, los zapatos, y entre estas prendas… no encontraron nada. Había volado de un soplo supremo hacia las regiones de la bienaventuranza. Este hombre tenía afinidad con el aire. Hay individualidades, dice Lamennais, que tienen afinidad con el mar y se arrojan a él: de aquí los suicidios y el vértigo. Este proto… tenía afinidad con el aire y se evaporó. No es extraño: era la personificación de un fuelle. VII L a catedral está manca: esta es la palabra, manca. Le falta un miembro, una parte, un adorno si se quiere; pero un adorno necesario y característico. ¿No estaría manca la catedral de Burgos sin papamoscas?, ¿no estaría manca la estatua de Mercurio sin caduceo? Pero si le falta al edificio este detalle pintoresco, más ha perdido en el concepto acústico. La catedral ha perdido su tímpano sonoro. Falta allí el rumor obligado de los templos, ese ruido que parte de un devoto incrustado en una columna, de un semisanto o semiloco esculpido en un zócalo. Todos los templos tienen su ruido; perenne cuerda que vibra a todas horas una misma letanía; gotas sempiterna de llanto que cae siempre sobre una misma losa (perdonad la imagen); chirrido estridente de un zapato de pie tullido que se arrastra siempre en un mismo camino. La catedral ha perdido su rumor. Aquel diapasón con capa se cansó de habitar en el mundo; aquel fuelle incansable aspiró al cielo y se sopló a sí mismo. Por las noches (esto no puede acabarse sin un epílogo plástico terrorífico) a la hora en que… (cómo decirlo…) a la hora en que los búhos… (así va bien) surgen con siniestro vuelo… (perfectamente) de entre las tumbas; a la hora en que reina el silencio en la catedral y las sombras envuelven el ancho recinto, se ve (el sacristán me lo ha dicho) vagar un fantasma por las capillas: se arrodilla, murmura una plegaria, una salmodia, un réquiem (¡qué miedo!). Después de recorrer toda la catedral sube al coro; se le ve empuñar la palanca del órgano; la mueve con afán, con ímpetu, con entusiasmo. De la voluminosa caja que el espectro anima, salen millares de sonidos; pero, señores, no se asombren ustedes, son sonidos que no suenan, son espectros de sonido, música celestial, señores míos. Con ella he hecho este artículo que es… el espectro de un artículo. Manicomio político-social (Soliloquios de algunos dementes encerrados en él). (1868). Pérez Galdós publicó en «La Nación» de Madrid, del 8 de marzo al 26 de abril de 1868 y bajo el título revelador de «Manicomio político-social. Soliloquios de algunos dementes encerrados en él», una serie de cuatro artículos que individualizan la personalidad de otros tantos dementes de obsesión políticosocial, que se explican en respectivos soliloquios desde las jaulas del manicomio. Los cuatro soliloquios del «Manicomio» parecen llegar al lector desde la palabra directa de los protagonistas; pero el final del primer texto revela la existencia de un enigmático «filántropo curioso» que los transcribe del natural. Quiere esto decir que, son relatos autorreferenciales pero a través de un intermediario; y, tal vez, de otro «alguien» que se inventó, al menos, el primero de los relatos; porque ha dicho el transcriptor filántropo que los papeles de la primera transcripción se los había llevado el viento y el loco no quiso volverle a hablar. A priori y por el título, el lector sabe que son locos (sabe que el autor los presenta como locos); y va a comprobar esa realidad desde la distancia irónica de su cordura, caso a caso. «El Neo» (abreviatura de neocatólico, término que se dio en la época a los seguidores de un movimiento político e ideológico de carácter ultraconservador) esconde la personalidad de un individuo sin nombre que vio trasformado su espíritu hasta la iluminación tras la lectura de diversos periódicos ultraconservadores. Tan encendido es su sentimiento que consigue con el relumbrar de una cerilla metaforizar el «Fuego en él» que levantará ardores de entusiasmo por su condición de anatema hacia los liberales. Acaba en la cárcel por incendiario. «El filósofo materialista» (publicación del 15 de marzo) es un individuo desencantado, desesperado y sin ilusiones, que halló la realización personal cuando (tras la expresión cartesiana de un amigo: «Yo como; luego existo»), «una inspiración luminosa, flamígera, centelleante» lo convenció para ser filósofo materialista. Todo fue desde entonces claridad deslumbrante: el sentido de la vida, el alma, el corazón. Éste: una esponja donde residen todos los sentimientos, como en una bodega; extraíbles, por tanto. Decidido a llevar a cabo su experimento en laboratorio extrayendo gotas de amor de un criado suyo locamente enamorado y extractos de pensamiento de un muchacho listo, la policía le acusó de asesinato. El 29 de marzo aparece en las páginas la nueva jaula de otro tipo de alienado, «El don Juan» quien da cuenta de dos de sus últimas aventuras amorosas, no sólo desafortunadas por su desenlace sino demoledoras para el vencedor de 1002 aventuras anteriores, ya que termina en un carro de basura primero, y después apaleado y ridiculizado. Seguirá intentando nuevas aventuras —dice—, pero todas acabarán de modo semejante a éstas. Al fin lo tienen en la cárcel «como una fiera asoladora». La última jaula encierra a «El espiritista» expoliado por los envidiosos de su libertad, y de su indispensable velador de poderes mágicos. El personaje, manejada su presentación por aquel transcriptor curioso, se había presentado en el relato en pleno «ardor del entusiasmo» hacia su oficio. A las sesiones de su velador —cuenta— asisten personalidades de distintas especies: un Julio César marcial y parlanchín que, entre noticias atractivas del más allá, descubre la verdad (bastante decepcionante) de su muerte; un Comella que, tan vanidoso como siempre, continúa redactando comedias en Saturno; y un lacónico Torquemada, amante sempiterno del fuego y jefe ahora en Júpiter de todos los neos condenados a arder allí. El único pecado del entusiasmado e incomprendido espiritista fue cumplir con el deber de restablecer la verdad histórica, en todos los casos. Los cuatro relatos tienen sus semejanzas y sus peculiaridades, además de las ya apuntadas particularmente. Todos los protagonistas son caricaturas literarias de seres humanos sin nombre y sin programa moral y, a la postre, víctimas ignorantes y tal vez inocentes (unos más que otros), a quienes el lector observa con ojos más curiosos que reprobadores. Todos han de cumplir el papel que el manejador de caricatura (no imparcial) le ha asignado: el neo cumple leyendo doctrinas disparatadas, siendo en exceso retórico e intransigente, y con especial propensión a la virulencia; el filósofo materialista ha de ser más sobrio y reflexivo y sus lecturas han de ser textos filosóficos o científicos las cuales, asimiladas desde un ser amoral para quien nada significa la vida, resultan en extremo nocivas. Pudo haber logrado grandes cosas, piensa el lector. Y esta vez está de parte del enjaulador. El donjuán que El Don Juan encarna (casi un muñeco-cliché) ha de ser ridículo y fantasioso como anclado en el romanticismo tonto que representa. No ve de la realidad sino lo que su obsesionada personalidad unifocal le ofrece: el lector sonríe casi sin lástima a las burlas y a los castigos físicos (y malolientes) que recibe; es inofensivo por caduco. «El espirista» se dibuja muy en su papel de médium convencido y profesional: maneja con pericia el ritmo de los diálogos con los tres aparecidos, y concibe su «oficio» como «investigaciones psico-antropo-cismológicas» cuyas conclusiones quiere publicar. Y lo consigue. Parece su caricatura la mejor tratada por el creador, y hasta la más verosímil; si no hubiera estado loco… Pero lo está. Todos los relatos son breves e intensos, avanzan de forma lineal y se presenta tras un «antes» distinto en cada caso: los dos primeros parten de un estadio previo al estado actual de la supuesta locura; las dos últimas refieren el asunto desde el «ya» de una personalidad alienada. A la postre son todos ellos fragmentos fantástico-satíricos breves, organizados como relatos de especial dinamismo y tensión. Claro está que bajo el pretexto de divertimento, las caricaturas del Manicomio contienen apreciable sustancia irónica expresada de esa manera cervantina tan eficaz y que tan bien maneja Galdós, cuya intención podrá apreciar el lector por muy poco avisado que sea. Y anotará en su bloc algunas recurrencias galdosianas. Por ejemplo, el gusto por los locos y su mundo; (¡cuántos locos sublimes en la creación galdosiana!: tenía que ser así por el gran potencial de carnavalización que sus fisiognomías contienen). Por ejemplo: la abundancia de elementos mágicos sobrevenidos en su obra y en las narraciones breves de este volumen. A ese respecto, anotará también la «casualidad» de haber comprobado hace muy poco el interés de Galdós por el tema y sus alrededores, en un diálogo epistolar con su amigo Tolosa Latour: «Si quieres ver un caso notable de sonambulismo, ven mañana a las tres por esta tu casa, —escribe Tolosa—. Ayer, ya pasada la hora que fijabas (las tres) recibí tu carta (…) Siento mucho haberlo perdido. Para otro día cítame con más anticipación», responde Galdós. La primera carta no tiene fecha; la segunda, ¡oh casualidad!, indica el 28 de diciembre de 1887, día, precisamente, de los santos inocentes. Esta edición de «Manicomio político-social. Soliloquios de algunos dementes encerrados en él» reproduce el original de prensa de la serie de los cuatro artículos que Pérez Galdós publicó en «La Nación» de Madrid del 8 de marzo al 26 de abril de 1868 bajo el título general anteriormente citado. Jaula I: El neo (Sátira política). «Al fin Dios me iluminó». entí una confusa y agradable impresión, después se cruzaron en mi entendimiento unas cuantas ideas, después deseé, y al fin un movimiento poderoso de mi voluntad realizó en mi espíritu la mayor evolución que cabe en lo humano. Quise ser neo. No digo «fui neo», porque desde el momento en que se hizo la luz en mi cerebro, hasta que encontré realizada en mí la perfección espiritual, transcurrió un buen espacio de tiempo, el suficiente para leer dos números de La Regeneración y dos artículos gabinianos de La Constancia. Yo había asistido a una sesión de Armonía y, al oír allí una disertación agridulce sobre los destinos caseros de la mujer, sentí que de cada uno de mis ojos salía un río de lágrimas. Plorans ploravit in noctem. Yo había leído una homilía teológico-churrigueresca con que el padre Sánchez adornó las columnas de La Lealtad; yo había devorado los artículos litúrgico-gongorinos que El Pensamiento ofrecía diariamente en sus cuatro planas; yo estornudé con La Esperanza y bostecé con La Regeneración. Pero todos estos regodeos literarios que por algún tiempo llevaron mi espíritu al más alto grado de placentera y enfática contemplación, no hicieron sino preparar el gran trastorno, el espontáneo y rápido salto de mi entendimiento hacia las claras esferas del bien y a los cerúleos espacios de la salud. Extra neos nulla salus. En el paroxismo de mis dudas, sentí una voz fuerte, terrible, altisonante, tremebunda, grandilocuente, tanquam vocem aquarum multarum; abrí los ojos y vi un papel ante mí. La voz decía: tolle et lege. Lo tomé y lo leí: era La Constancia. S *** Leí La Constancia, leí al padre, leí al hijo, leí a Gabino Tejado, y las tres resplandecientes y aguzadas puntas del triángulo nocedalino hirieron mi mente, dejando en ella una impresión de plácido dolor, de dulce martirio. Doncellas del Manzanares, tañed la cítara y cantad y regocijaos, porque La Constancia dio luz a mis ojos, regalo a mi paladar, sones a mi oído y salud a mi alma. Traed el novillo más gordo de vuestros campos y aderezadle y comedle, porque la verdad económicopolíticopparlamentaria entró en mi espíritu iluminándole con resplandores del cielo. Fulserunt Candidi tibi soles. Mientras más leía, a medida que mi ser se identificaba en el periódico y el periódico penetraba en mi ser, fui adquiriendo la sabiduría. ¡Qué de cosas supe! Desde los asuntos políticos que constituyen la materia ex qua de aquel diario, hasta las aspiraciones ministeriales que son el ut quod de su existencia; todo penetró en mí irradiando intelectuales efluvios. Lampades ignis, o Non fumum ex fulgore, como dijo el Profano. *** Pero era preciso elevarme hasta la misma mismidad de los neos; fui, por tanto, presentado en un conciliábulo. Me examinaron y fui totaliter aprobado. Entonces comprendí cuánta era mi sabiduría adquirida repentinamente sólo por el propósito de ser neo. Doncellas del Abroñigal, ceñíos de blancas vestiduras, embalsamaos con olorosos ungüentos, quemad pebeteros del Oriente y cantad y festejadme con honestas y regocijadas alegrías, porque la luz entró en mi alma y fui neo y me llamaron neo; porque me llamaron sabio y me coronaron de esparto y cáñamo, y cantó El Pensamiento mis alabanzas con voz más delicada que la misma Patti. Pauperiem patti. Selgas el Taumaturgo escribió una revista del género reduplicativé, y Vildósola soltó unos sueltos del género fastidiositer. Hubo otro conciliábulo. Vi muchos hombres de aspecto triste y severo, de actitud sombría, de voz hueca, de mirada siniestra, de color amarillo. Eran ellos, los neitos. Levanteme de mi asiento trémulo y encogido. La presencia de tanto sabio me llenaba de pavor y zozobra. Uno de ellos me preguntó qué entendía por liberalismo. Aquella pregunta era demasiado difícil para un principiante. ¡El liberalismo!, dije pasa mí; ¿qué es esto de liberalismo? Volvió el neo a preguntarme con terrible voz. Yo no sabía qué contestar. Sin duda me espesaba una silba. Amarilla sylvas, como dijo el Mantuano. *** Mi turbación crecía. Más de pronto un rayo de luz me iluminó. Comprendí lo que era el liberalismo; pero la voz se detenía en mi garganta y no podía articular una palabra. Yo había recibido unas cuantas lecciones de mímica, y hallé un medio de contestar a la pregunta de mis jueces sin abrir la boca; saqué del bolsillo una caja de fósforos de Cascante, Cascantinei fulgores; cogí una cerilla, y raspándola en el cartón la encendí, mostrando la llama a mis jueces que se quedaron atónitos y petrificados. Sin duda mi sabiduría les pareció extraordinaria y nunca vista. Se miraban unos a otros como si no pudieran explicarse aquel prodigio. Aquel argumento mímico del fósforo para contestar a una pregunta sobre el liberalismo, les pareció la más alta idea que podía brotar de cabeza humana. Humano capiti, como dijo el Lírico. Animado por tan buena acogida, recobré repentinamente el uso de la palabra, y dominando mi turbación exclamé gritando con toda la fuerza de mis pulmones: ¡¡Fuego con él!! Los neos no pudieron contener su entusiasmo; se lanzaron sobre mí, me abrazaron, me llamaron el Sabio de los sabios, el Profundo, el Simbólico, el Exegético, el Poliantheo, el Apologético. ¡¡Fuego con él!!, repetí yo. Donceles de Alcorcón, coged la espada y poneos el casco de reluciente cimera, y aparejad vuestros caballos, porque la hora del exterminio ha sonado y no quedará piedra sobre piedra. ¡Oh!, ciudad prevaricadora, habitáculo de prevaricaciones, centro de inmundicia, monstruo de liberalismo, foco de ideas pestilenciales, yo curaré con fuego tu lepra y purificaré con fuego tu corazón, echando al río tus cenizas. Super flumina Manzanares. *** La realización de mis teorías fosfórico-neas me llevó a la cárcel. ¿Quién me iba a defender? ¿El Taumaturgo, el Simbólico o el Apocalíptico? ¡Ay!, aquellos patriarcas que aplaudieron mi tesis en el examen, dijeron que estaba loco. Sed non erat his locus. *** Por loco me encerraron en esta jaula, donde padezco horribles tormentos; porque no tengo a nadie a quien quemar. Me han quitado los fósforos. Sin embargo, no ceso de clamar: «¡Yo soy neo!, ¡soy neo!». El filántropo curioso que copió por taquigrafía el monólogo del neo, continuaba su trabajo en las jaulas sucesivas, cuando un incidente lamentable inutilizó lo que había escrito. Hallábase copiando… cosa curiosa, y prometía gran aceptación, cuando un loco, que a la sazón andaba suelto por aquel patio, vino muy callandito por detrás y le dio un tremendo apabullo en el sombrero, enterrándoselo hasta la boca, con lo cual el filántropo curioso se vio en un gran aprieto; cayósele de la mano el papel y la pluma, y cuando desempaquetando su cabeza, pudo al fin ver la luz del día y trató de coger sus enseres, el viento se los había llevado. Ansioso de seguir su trabajo, volvió pocos días después; pero el loco no quería hablar, y se vio precisado el copista a entretener su pluma en otro maniático de los más notables de la casa. Jaula II: El filósofo materialista A (Sátira científica). ¡y! En los tiempos en que yo no era filósofo, mi vida era un continuo martirio. Ilusiones aquí, esperanzas allá, recuerdos hoy, presentimientos mañana. No comprendía yo que era una gran majadería molestarse en pensar, en querer y en sentir. Un día tuve una inspiración luminosa, flamígera, centelleante. Hallábame discutiendo con un amigo que se había olvidado de comer. Él era un cartesiano furibundo. Discutíamos sin cesar en los solemnes momentos de la comida; y aquel día, mientras estaba resolviendo el arduo problema de comerme media perdiz, mi contrincante dio un suspiro y empezó una filípica contra la ridícula costumbre de comer. —¡Comer!, decía él. ¡Grosera función de la materia, hábito que iguala al hombre a los brutos más brutos de la Creación! ¡Comer! ¡Injuria que hace el cuerpo al espíritu, solidario de la Divinidad, al espíritu inmaterial, infinito, inapetente, no susceptible de digerir, ni de engordar, ni de enflaquecer! Y en tanto se comía una lonja de solomillo con guisantes, del tamaño de un queso manchego. —¡Comer!, dije yo, abriendo la boca y metiéndome lo mejor que pude en ella una cucharada de garbanzos, nutritivo fundamento de la comida, verdadero pienso humano. Pues el comer es la clave y el principio de toda la filosofía. —El principio de la filosofía, dijo mi amigo, comiéndose de un mordisco una pera de Donguindo del tamaño de las bolas del puente de Segovia; el principio de la filosofía es: Yo pienso; luego existo. —Pues ése es también el principio de mi filosofía: Yo pienso; luego existo. —O quitando la parte caballar o asnal que esto tiene, digamos: —Yo como; luego existo. Desde entonces fui lo que soy, filósofo materialista. Principiaron mis grandes especulaciones; y al fin sorprendí todos los arcanos de la naturaleza y todos los misterios del alma y de la vida. El átomo fecundo, fuente de la vida, elemento de toda forma y de toda idea, materia prima del alma, se presentó bailando ante mis ojos como un infusorio y vibrando sonoramente como una pulga que se hubiese metido a sochantre. Yo vi aglomerarse muchos de estos átomos en torno mío y formar la sustancia fundamental, figurando aquí una piedra, allá una flor, por un lado un deseo, por otro un afecto; y esta sustancia engendradora de la luz y del amor, del fósforo y del azufre, de la gelatina y del aquilón gomado, de la sangre y de la idea, del cuerno y de la ilusión, de la masa encefálica y de la aptitud para hacer versos alejandrinos, se presentaba ante mí obedeciendo a mi llamamiento, como obedecen a la gravitación universal todas las masas errantes en el espacio, constituyendo ese bello juego de coreografía cósmica que se llama armonía sideral, rotación y traslación sistemática de los planetas. La materia estaba a mis órdenes, sujeta a mi exploración. Esta materia presentaba ante mí sus más raras transformaciones; y yo vi que el resultado de sus juegos, de sus posturas, de sus equilibrios, constituye ese interno que se llama alma. Entonces principié a desarrollar mis teorías públicamente. El alma, dije, es una posición especial de los átomos. Yo me diferencio de una vela de esperma y de un felpudo, en que los polos de mis átomos tienen una dirección determinada. Las facultades del alma son debidas a la repercusión íntima de unos átomos con otros. Cuando yo quiero se verifica en mí una cosa semejante a la que se observa en un cepillo de dientes cuando las crines, frotándose unas con otras, producen una vibración casi imperceptible. Cuando yo pienso, se desarrolla lentamente en mi cerebro un hilo que va a enrollarse en una especie de cilindro que tenemos debajo del casco en las inmediaciones del cogote. Por eso se dice que un hombre se devana los sesos cuando piensa mucho. Cuando yo siento, mi corazón, que es una esponja empapada en sentimiento, segrega el amor, la amistad, el odio, los celos y otros líquidos. Puede compararse el corazón a una bodega sentimental, donde el consumidor halla toda clase de licores, los cuales se sirven también a domicilio. *** Un día quise enseñar mis teorías. Mi cerebro devanó unas tres o cuatro varas bien medidas de pensamientos felices, con dos o tres cuartas de proyecto acalorado y cosa de pulgada y media de esperanza de éxito. Mi corazón segregó tres azumbres de amor al prójimo, tres azumbres bien medidos, con algunas jicarillas de temor vago, y hasta media docena de copas de entusiasmo endulzadas con algunas gotas de satisfacción del amor propio de sabio. Yo deseé; es decir, mis átomos estuvieron dando y chocando unos con otros, y tambaleándose y cayendo como si estuvieran bebidos, por espacio de dos segundos y medio, quedándose después quietecitos como en misa. Cuando me cercioré de que había pensado, sentido y deseado, mandé que cada cosa se pusiera en regla y doblé cuidadosamente el alma para que no se estropeara, y me la guardé en el bolsillo, no fuese que alguno me la quitara. Le limpié el polvo al pensamiento, porque éste es un objeto que se ensucia con facilidad, y lo metí en un estuche, cuidando de untar con aceite los tornillos y las ruedas de la voluntad para que no se tornaran de orín y marcharan con desembarazo en otra ocasión. Envasé los sentimientos, teniendo cuidado de atarlos uno a uno y de que no se escurrieran por entre los dedos, y eché la llave a todo esto, con lo cual quedé muy sosegado y satisfecho. *** Mi intención fue demostrar con ejemplos y con la observación la verdad de mi sublime teoría. Necesitaba para ello exponer un gabinete físico-psicológico en que se vieran clasificadas y encerrada en sus respectivos frascos todas las facultades del alma con sus funciones particulares. Para esto me valí de la química; y cogiendo una gran retorta con un alambique, un hornillo y algunos tubos de vidrio, monté mi laboratorio. Fui en busca de material. El primer simple que yo quería destilar era el amor, por ser el más curioso de los líquidos por sus propiedades corrosivas, su facilidad de evaporación, su sabor acre y su olor agradable. Yo tenía un criado que estaba enamorado perdidamente de la hija de la portera. ¡Magnífico material químico! Cogí a mi hombre cuando estaba dormido y lo metí en una gran cacerola que tenía dispuesta para el caso, y lo puse al fuego a un calor de 49 grados. Antes le introduje un tubo en el pecho, con objeto de comunicar la esponja sentimental con el aire exterior. Pronto empezó la destilación con la ayuda de unas cuantas descargas de la botella de Leiden y unas limaduras de hierro. Obtuve medio cuartillo de amor puro, de gran concentración. Quise probar las propiedades de aquel líquido. Apliqué una gota a la piel de un gato, y el pobre animal se murió en un arrebato de pasión, profiriendo unos ayes que partían el corazón. Apliqué otra gota a un zapato; y el zapato se animó, se puso sobre el tacón y empezó a caminar solo en dirección a una babucha, a la cual dijo algunas palabras apasionadas. Obtenido el amor, quise obtener aunque no fueran sino algunas cuartas de razonamiento analítico o un retacillo de juicios prematuros, para lo cual cogí a un chico de dieciocho años, bastante listo, y lo puse en disolución con un poco de arsénico. Pronto empezó a precipitarse la idea en el fondo del vaso, y ya me preparaba a recoger algunas partículas de pensamiento, cuando unos agentes de policía entraron en mi laboratorio y me prendieron, diciendo (¡qué embuste!), que yo había asesinado a mi criado y al chico que en aquel momento estaba en disolución. Yo quise recoger en mi frasco algunas gotas de aquel error craso de la policía, para lo cual cogí un palo y le di un fuerte golpe en la cabeza a uno de ellos, con esperanza de poder analizar en su cerebro aquel magnífico ejemplar de descortesía e ignorancia; pero se apoderaron de mí, me maniataron y me trajeron a esta jaula, donde gimo encerrado. ¡Humanidad loca y soñadora y visionaria! Si me hubieras dejado, yo hubiera fabricado hombres lo mismo que se fabrican fósforos de Lizarbe. Jaula III: Don Juan É (Burla de un don Juan fracasado). «sta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía. ¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable submarino. No había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo que la devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don Juanes de la tierra. Su voz había pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar: —Lurenzo, ¿sabes que comería un bucadu? —Era gallega. —Ángel mío —dijo su marido, que era el que la acompañaba—: aquí tenemos el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce. Entraron, entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo… no me acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que comí). Él no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas, voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul. Después supe que era un bibliómano. Yo empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita. Soy fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable para mí. —Victoria —dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1003. Comieron, y se hartaron, y se fueron. Ella me miró dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o fibra de los celos. Salieron, salí. Entonces era yo el don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en que pasó la aventura que os refiero era un día de verano, yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila, que estaban diciendo comedme. Se pararon, me paré; entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente. En el balcón del quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales lances. Acerquéme, miré a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos misericordiosos!, ¡cae sobre mí un diluvio!… ¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes. Llenéme de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la escalera. Al llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio decretalium me remató: caí al suelo sin sentido. Cuando volví en mí, me encontré en el carro de la basura. Levantéme de aquel lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó de ira. Mi aventura 1003 había fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!… Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no tardó en presentármela. Entonces, ¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las reuniones y también las iglesias. Una noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra, una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes. Concluyó el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel. Entraron, me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba la mano, me hacía señas… Cercioréme de que no tenía en la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!, eso era lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el jardín. Un tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los objetos. Por entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercóse a mí y me tomó de una mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío. Entramos en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel sonido debía salir de un seno inflamado con la más viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella… cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi, ¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años, una arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su nariz era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía como se reiría la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor. Los golpes de aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer, que parecían ser los autores de aquella trama. Entre puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron otras por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la inmundicia acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido. Jaula IV: El espiritista (Sobre el loco que había hablado con Julio César, Luciano Francisco Comella y Tomás de Torquemada). C ostóme tres pesetas la composición del velador, que había perdido la más elocuente de sus patas durante la trascendental sesión de los espíritus humorísticos, y bien puede decirse que después de la sabia aplicación de un clavo, dos tornillos y algunas cuñas, la pata reveladora quedó tan bien compuesta, que no le excedieran en facundia y verbosidad el mismo oráculo de Delfos ni la trípode de la pitonisa de Endor. Entonces yo, propietario de aquel mueble divino, de aquella máquina parlante, me entregué con todo el ardor del entusiasmo y de la fe a mis investigaciones psico-antropo-cosmo-lógicas. Bajo mis dedos, bajo las diez sutiles y perspicuas yemas de mis dedos, sentía correr el sublime fluido, agente supremo de toda vida, soplo fecundo de la creación y equilibrio del universo. Lo mismo que bajo los dedos del pianista se cruzan las corrientes de armonía y se producen los hermosos sonidos que el fluido acústico saca de los profundos espacios del silencio, así bajo mis dedos surge la vida ignota de los espacios invencibles. Lo mismo que el médico aplicando la mano al pulso del hombre descubre las oscilaciones de la vida humana, así bajo mis manos siento el latir profundo de la vida espiritual, siento el pulso tranquilo, acompasado, uniforme, eterno, que desde el centro del cosmos se extiende hasta los más pequeños objetos de cada planeta. Me parece que he dicho algo. *** Yo no comía, ni bebía, ni dormía, ni hablaba con nadie, ni salía a paseo, ni iba al teatro, ni hacía cosa alguna de las que se usan en la prosaica vida del vulgo. Consagraba las veinticuatro horas del día a mis profundas especulaciones, y antes diera la vida que la mesa; antes prefiriera ser espíritu errante y sin cuerpo, habitador de los espacios e invisible danzante de todas las mesas de tres pies, que renunciar a mis regocijos de medium, a mis entretenidas comunicaciones con los misteriosos ciudadanos de la gran república del vacío. Un día llamé a un espíritu con quien conversar un rato; a poco de haberlo llamado, vino; era de la familia de los serios. Dio un porrazo tan fuerte en la mesa, que casi estuvo a punto de hacerla añicos. Después se puso a tocar un pasodoble con la pata izquierda, por lo cual vine en conocimiento de las aficiones marciales de mi visitante. —¿Cómo te llamas? —le pregunté. No contestó, por lo cual me decidí a hacerle la pregunta de un modo más cortés. —¿Cuál es su gracia de usted? —Julio César contestó dando cuatro redobles con la pata derecha, lo mismo que un tambor. —¿Dónde estabais cuando os he llamado? —En el cuartel. —¿Qué, también tenéis cuartel por allá? —Sí; cuartel donde están todos los soldados que han vivido en todos los mundos. —¿Y en qué os entretenéis por ahora? —Hemos estado probando el Chassepot. —¿Y qué os parece? —Admirable —dijo haciendo con la pata del centro un ruido semejante al que produce el gatillo de un arma de fuego. —¿Y qué hace Napoleón? II. —Está muy preocupado con lo que pasa en París. —¿Cuándo os volvéis a encarnar? —Antes que concluya el siglo, porque habéis de saber que ahora van a empezar unas guerras, que déjelo usted estar. Alejandro volverá pronto a la tierra, y el Gran Capitán parece que está ya en Prusia en forma de un quinto de caballería, que bien pronto empezará a hacer proezas. —Decidme, ¿y D. Quijote no está también por allá? —Sí, es grande amigo mío, y a veces solemos echar unas cañas juntos en la taberna de la quinta región. —¿Quién os mató? Y dispensadme esta pregunta, que es algo indiscreta. El espíritu calló y empezó a tocar de nuevo el tambor con la pata derecha. —¿Quién os mató? —repetí yo palpitando de emoción—; ¿fue Bruto? —¡Quia! —contestó el espíritu—; no fue Bruto, ni Casca, ni Casio, ni ninguno de aquellos excelentes sujetos. Matome una indigestión de cangrejos de Tarento, que me regaló el pretor Cayo Junio Pomponio el día de mi santo; y como después me bebí dos cuartillos de agua y fumé mucho aquel día, me dio un cólico que me partió. —Conque todo eso que dicen de tu quoque, etc., ¿es una falsedad? —Cosas de los periódicos de aquel tiempo. —¡Oh sombra! —exclamé en un acceso de entusiasmo—; conjúrote por la laguna Estigia que me reveles todos esos arcanos. Pero la sombra no quiso hablar más, y se fue tocando una de retreta con las tres patas. Quedéme atónito y confuso. Poco después publiqué aquella magnífica obra en que probaba que César había muerto de una indigestión de cangrejos de Tarento; obra en que achacaba el embuste del asesinato a los periodistas de aquel tiempo. Dijeron que estaba loco el que tales cosas escribía. ¡Qué horribles armas emplea la envidia! *** Llamé un espíritu. Presentóse sin dilación y dijo: —¿Qué hay? —¿Cómo os llamáis? —le dije. —¿Queréis dejarme en paz? Pues no sois poco impertinente. Como que me habéis hecho venir desde Saturno, donde estaba arreglando los papeles y dirigiendo los ensayos de la comedia que se ha de representar esta noche en el teatro de una gran ciudad de por allí. —¿Cómo os llamáis? —D. Luciano Francisco Comella es mi nombre, para lo que usted guste mandar, y bien le puedo decir que, mientras estuve en la tierra, fui el más grande poeta que se ha visto. —Ya le conozco a usted de nombre. ¿Y ahora está usted en Saturno? —Sí, señor. Estoy en el séptimo grado de perfección, lo cual podría usted comprender si le fuera posible verme y ver esta charretera encamada que me han puesto aquí en el hombro derecho. —¿Y cómo se titula esa comedia? —La más etérea diafanidad de los abismos extrasiderales, o sea los espejuelos de don Mateo, el administrador de aduanas. —¡Valiente título, que a ningún habitante de la tierra se le hubiera ocurrido! —Los habitantes de la tierra son unos entes tan imperfectos, que ocupan en la categoría cosmogónica el mismo lugar que ocupa el topo entre los animales de este astro. —¡Válganme los cielos! ¿Y no está con ustedes Calderón? —¡Qué iba a estar! Calderón no ha pasado del segundo grado, y está en el cielo de los malos poetas, esperando el momento de encarnarse para tomar otro oficio y hacerse barbero, comadrón o verderón municipal. —¡Oh destinos humanos! —exclamé yo en un arrebato de sorpresa. El espíritu de Comella desapareció. Poco después publiqué yo aquella inimitable obra en que probaba hasta la evidencia que Comella era el más grande poeta que habían visto los siglos en nuestro planeta, y Calderón, el más insufrible hilvanador de versos que había asolado la humanidad. No me creyeron. La envidia, como de costumbre, me llamó loco. *** Las frecuentes palpitaciones de la tercera pata de mi velador anunciaban la visita de un espíritu. —¿Quién eres? —pregunté. Aquel espíritu era de la familia de los lacónicos, de los que no dicen más que sí y no. Era preciso que yo le ayudara en la conversación. —¿Eres europeo? —Sí. —¿Eres español? —Sí. —¿Hace mucho que has muerto? —Apuesto a que eres el Cid. —No. —¿Felipe II? —No. Entonces, viendo que no era posible que yo acertara, quiso satisfacer mi curiosidad, y exclamó con voz tremenda: —¡Soy Torquemada! —¡Jesús! —exclamé horrorizado—. ¡El gran quemador de herejes! —¿Tienes ahí un fósforo? —Sí, aquí tengo una caja llena. —Pues enciende uno; me gusta ver el fuego Si no lo enciendes, me voy a Júpiter, donde tengo una hoguera perfectamente encendida. —Dime, ¿hay neos en Júpiter? —Pues no ha de haber, si allí todos son neos. —¿Y los quemas? —Los achicharro. —El fósforo se me ha concluido y se me han quemado los dedos. —Mejor. Encended otro si queréis que esté aquí. El espíritu es el fuego, despojado de sus propiedades perceptibles y conservando tan sólo sus cualidades elementales, la esencia flogística, alma del universo. Diciendo esto, el espíritu se alejó poco a poco. Poco después di a la estampa aquel magnífico tomo en que probaba que el ideal de las sociedades era un país de neos, gobernado por el sistema de la hoguera; fundaba estas conclusiones en mi teoría sobre el espíritu universal, que es el fuego despojado de sus cualidades perceptibles y conservando tan sólo la esencia flogística, alma de las almas, elemento vital de todo el universo. Los envidiosos no se contentaron entonces con llamarme loco, sino que además me encerraron en esta jaula, donde me muero de hastío, porque la mesa es una losa sostenida sobre cuatro puntales de hierro clavados en el suelo, incapaces, por tanto, de significar con golpecitos acompasados el elocuente y sublime lenguaje de los espíritus. La conjuración de las palabras (Cuento alegórico). (1868). De nuevo, aprovecha Galdós las páginas de «La Nación» para publicar un cuento, el 12 de abril de 1868: «La conjuración de las palabras. Cuento alegórico», uno de los textos suyos más publicados hoy. En vida del autor conoció tres reediciones en prensa antes de añadirse a otros relatos en la publicación de La Guirnalda 1889, y con una especie de explicación al lector, a la que ya nos hemos referido. El atractivo del texto parece evidente desde el «Érase un gran edificio llamado Diccionario de la lengua castellana de tamaño tan colosal…», y desde el guiño al cuento tradicional que le sigue al atar la narración a lo legendario y a un tiempo remoto. Pero sólo era un espejismo de los dos primeros párrafos: en el desarrollo ágil, breve, rápido, del relato que sigue, la temporalidad se hace próxima, pues el narrador «cuenta» basado en un testigo ocular también metafórico; en el centro del texto, la acción es ya presente; y terminará el relato sin aclarar qué sucederá en un futuro inmediato. La leyenda de base, por su parte, no puede tener más actualidad. Mientras, el lector ha aceptado sin reticencia alguna la metaforización eficaz de lo abstracto en humano (el diccionario y sus palabras en plena acción), ha seguido con interés el desfile de los habitantes de aquel castillo y ha escuchado el estruendo dialogado de la guerra. La extraordinaria habilidad descriptiva del escritor ha logrado encuadrar de tal modo lo metáforico-abstracto de los retratos y de las acciones que la impresión de verosimilitud es absoluta. El cuento viene a ser una reflexión metaliteraria vertida en narración metafórica; una inmersión personal del autor en una realidad abstracta de por sí, para reafirmar su esencia y su problemática. Todo ello en tono ligero, risueño, con aire de sencillez infantil. A la postre Galdós ofrece en este texto una atractiva y desenfadada visión y definición de las palabras, de su naturaleza, de sus diferentes clases, de su uso y de su vida, anegada en ironía y con importantes y efectivas dosis de teatralidad. «La conjuración de las palabras» fue definido por el autor como «cuento alegórico» en su subtítulo. Y efectivamente así puede considerarse entendiendo por tal la extensión alegórica de la metáfora básica del castillo bien pertrechado que forma el Diccionario. Pero la imposición del sentido figurado del discurso y la imaginación con que éste se dispone, permite considerarlo, además y sobre todo, un relato fantástico. Esta edición de «La conjuración de las palabras» reproduce el texto que publicó en Madrid, la Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales, en 1889, y comparte volumen con Torquemada en la hoguera, «El artículo de fondo», «La mula y el buey», «La pluma en el viento», «Un tribunal literario», «La princesa y el granuja» y «Junio». Como «La conjuración de las palabras. Cuento alegórico» se había publicado en «La Nación» de Madrid el 12 de abril de 1868. Aún tendría en prensa tres nuevas ediciones anteriores a la que sirvió de base: en El Museo Canario (Santa Cruz de Tenerife, 1.ª época, n.º 42) el 15 de noviembre de 1868; en los números 154 y 155 de «La Guirnalda» de Madrid, el 16 de mayo y 1 de junio de 1873; y en «La Ilustración de Canarias». (Santa Cruz de Tenerife, I, n.º XI) el 15 de diciembre de 1882. Érase un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer a un viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal edificio en el estante de su dueto, la tabla que lo sostenía amenazaba desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía, un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y a la posteridad el nombre, y significación de aquel gran monumento. Por dentro era mi laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se le igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus números llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres corredores o crujías muy grandes, y en estas crujías se hallaban innumerables celdas, ocupadas por los ochocientos o novecientos mil seres que en aquel vastísimo recinto tenían su habitación. Estos seres se llamaban palabras. *** Una mañana sintiose gran ruido de voces, putadas, choque de armas, roce de vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se levantara y vistiese a toda prisa, apercibiéndose para una tremenda batalla. Y a la verdad, cosa de guerra debía de ser, porque a poco rato salieron todas o casi todas las palabras del Diccionario, con fuertes y relucientes armas, formando un escuadrón tan grande que no cupiera en la misma Biblioteca Nacional. Magnífico y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino, que en el propio estante se hallaba a la sazón. Avanzó la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio. Trataré de describir el orden y aparato de aquel ejército, siguiendo fielmente la veraz, escrupulosa y auténtica narración de mi amigo el Flos sanctorum. Delante marchaban unos heraldos llamados Artículos, vestidos con magníficas dalmáticas y cotas de finísimo acero: no llevaban armas, y si los escudos de sus señores los Sustantivos, que venían un poco más atrás. Éstos, en número casi infinito, eran tan vistosos y gallardos que daba gozo verlos. Unos llevaban resplandecientes armas del más puro metal, y cascos en cuya cimera ondeaban plumas y festones; otros vestían lorigas de cuero finísimo, recamadas de oro y plata; otros cubrían sus cuerpos con luengos trajes talares, a modo de senadores venecianos. Aquéllos montaban poderosos potros ricamente enjaezados, y otros iban a pie. Algunos parecían menos ricos y lujosos que los demás; y aún puede asegurarse que había bastantes pobremente vestidos, si bien éstos eran poco vistos, porque el brillo y elegancia de los otros, como que les ocultaba y obscurecía. Junto a los Sustantivos marchaban los Pronombres, que iban a pie y delante, llevando la brida de los caballos, o detrás, sosteniendo la cola del vestido de sus amos, ya guiándoles a guisa de lazarillos, ya dándoles el brazo para sostén de sus flacos cuerpos, porque, sea dicho de paso, también había Sustantivos muy valetudinarios y decrépitos, y algunos parecían próximos a morir. También se veían no pocos Pronombres representando a sus amos, que se quedaron en cama por enfermos o perezosos, y estos Pronombres formaban en la línea de los Sustantivos como si de tales hubieran categoría. No es necesario decir que los había de ambos sexos; y las damas cabalgaban con igual donaire que los hombres, y aun esgrimían las armas con tanto desenfado como ellos. Detrás venían los Adjetivos, todos a pie; y eran como servidores o satélites de los Sustantivos, porque formaban al lado de ellos, atendiendo a sus órdenes para obedecerlas. Era cosa sabida que ningún caballero Sustantivo podía hacer cosa derecha sin el auxilio, de un buen escudero de la honrada familia de los Adjetivos; pero éstos, a pesar de la fuerza y significación que prestaban a sus amos, no valían solos ni un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto quedaban solos. Eran brillantes y caprichosos sus adornos y trajes, de colores vivos y formas muy determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo, éste tomaba el color y la forma de aquéllos, quedando transformado al exterior, aunque en esencia el mismo. Como a diez varas de distancia venían los Verbos, que eran unos señores de lo más extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía. No es posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus facciones, ni contar su edad, ni describirlos con precisión y exactitud. Basta saber que se movían mucho y a todos lados, y tan pronto iban hacia atrás como hacia delante, y se juntaban dos para andar emparejados. Lo cierto del caso, según me aseguré el Flos sanctorum, es que sin los tales personajes no se hacía cosa a derechas en aquella República, y, si bien los Sustantivos eran muy útiles, no podían hacer nada por sí, y eran como instrumentos ciegos cuando algún señor Verbo no los dirigía. Tras éstos venían los Adverbios, que tenían cataduras de pinches de cocina; como que su oficio era prepararles la comida a los Verbos y servirles en todo. Es fama que eran parientes de los Adjetivos, como lo acreditaban viejisímos pergaminos genealógicos, y aun había Adjetivos que desempeñaban en comisión la plaza de Adverbios, para lo cual bastaba ponerles una cola o falda que, decía: mente. Las Preposiciones, eran enanas; y más, que personas parecían cosas, moviéndose iban junto a los Sustantivos para llevar recado a algún Verbo, o viceversa. Las Conjunciones andaban por todos lados metiendo bulla; y una de ellas especialmente, llamada que, era el mismo enemigo y a todos los tenía revueltos y alborotados, porque indisponía a un señor Sustantivo con un señor Verbo, y a veces trastornaba lo que éste decía, variando completamente el sentido. Detrás de todos marchaban las interjecciones, que no tenían cuerpo, sino tan sólo cabeza con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y se manejaban solas; que, aunque pocas en número, es fama que sabían hacerse valer. De estas palabras, algunas eran nobilísimas, y llevaban en sus escudos delicadas empresas, por donde se venía en conocimiento de su abolengo latino o árabe; otras, sin alcurnia antigua de que vanagloriarse, eran nuevecillas, plebeyas o de poco más o menos. Las nobles las trataban con desprecio. Algunas había también en calidad de emigradas de Francia, esperando el tiempo de adquirir nacionalidad. Otras, en cambio, indígenas hasta la pared de enfrente, se caían de puro viejas, y yacían arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración a sus arrugas; y las había tan petulantes y presumidas, que despreciaban a las demás mirándolas enfáticamente. Llegaron a la plaza del Estante y la ocuparon de punta a punta. El verbo Ser hizo una especie de cadalso o tribuna con dos admiraciones y algunas comas que por allí rodaban, y subió a él con intención de despotricarse; pero le quitó la palabra un Sustantivo muy travieso y hablador, llamado Hombre, el cual, subiendo a los hombros de sus edecanes, los simpáticos Adjetivos Racional y Libre, saludó a la multitud, quitándose la H, que a guisa de sombrero le cubría, y empezó a hablar en éstos o parecidos términos: «Señores: La osadía de los escritores españoles ha irritado nuestros ánimos, y es preciso darles justo y pronto castigo. Ya no les basta introducir en sus libros contrabando francés, con gran detrimento de la riqueza nacional, sino que cuando por casualidad se nos emplea, trastornan nuestro sentido y nos hacen decir lo contrario de nuestra intención. (Bien, bien). De nada sirve nuestro noble origen latino, para que esos tales respeten nuestro significado. Se nos desfigura de un modo que da grima y dolor. Así, permitidme que me conmueva, porque las lágrimas brotan de mis ojos y no puedo reprimir la emoción». (Nutridos aplausos). El orador se enjugó las lágrimas con la punta de la e, que de faldón le servía, y ya se preparaba a continuar, cuando le distrajo el rumor de una disputa que no lejos se había entablado. Era que el Sustantivo Sentido estaba dando de mojicones al Adjetivo Común, y le decía: —Perro, follón y sucio vocablo; por ti me traen asendereado, y me ponen como salvaguardia de toda clase de destinos. Desde que cualquier escritor no entiende palotada de una ciencia, se escuda con el Sentido Común, y ya le parece que es el más sabio de la tierra. Vete, negro y pestífero Adjetivo, lejos de mí, o te juro que no saldrás, con vida de mis manos. Y al decir esto, el Sentido enarboló la t, y dándole un garrotazo con ella a su escudero, le dejó tan malparado, que tuvieron que ponerle un vendaje en la o, y bizmarle las costillas de la m, porque se iba desangrando por allí a toda prisa. —Haya paz, señores —dijo un Sustantivo Femenino llamado Filosofía, que con dueñescas tocas blancas apareció entre el tumulto. Mas en cuanto le vio otra palabra llamada Música, se echó sobre ella y empezó a mesarla los cabellos y a darla coces, cantando así: —Miren la bellaca, la sandía, la loca; ¿pues no quiere llevarme encadenada —con una Preposición, diciendo que yo tengo Filosofía? Yo no tengo sino Música, hermana. Déjeme en paz y púdrase de vieja en compañía de la Alemana, que es obra vieja loca. —Quita allá, bullanguera —dijo la Filosofía arrancándole a la Música el penacho o acento que muy erguido sobre la u llevaba—: quita allá, que para nada vales, ni sirves más que de pasatiempo pueril. —Poco a poco, señoras mías —gritó un Sustantivo, alto, delgado, flaco y medio tísico, llamado el Sentimiento. A ver, señora Filosofía, si no me dice usted esas cosas a mi hermana o tendremos que vernos las caras. Estese usted quieta y deje a Perico en su casa, porque todos tenemos trapitos que la lavar, y si yo saco los suyos, ni con colada habrán de quedar limpios. —Miren el mocoso —dijo la Razón que andaba por allí en paños menores y un poquillo desmelenada—, ¿qué sería de estos badulaques sin mí? No reñir, y cada uno a su puesto, que si me incomodo… —No ha de ser —dijo el Sustantivo Mal, que en todo había de meterse. —¿Quién le ha dado a usted vela en este entierro, tío Mal? Váyase al Infierno, que ya está de más en el mundo. —No, señoras, perdonen usías, que no estoy sino muy retebién. Un poco decaidillo andaba; pero después que tomó este lacayo, que ahora me sirve, me voy remediando. —Y mostró un lacayo que era el Adjetivo Necesario. —Quítenmela, que la mato —chillaba la Religión, que había venido a las manos con la Política— quítenmela que me ha usurpado el nombre para disimular en el mundo sus socaliñas y gatuperios. —Basta de indirectas. ¡Orden! —dijo el Sustantivo Gobierno, que se presentó para poner paz en el asunto. Déjalas que se arañen, hermano —observó la Justicia—; déjelas que se arañen que ya sabe vuecencia que rabian de verse juntas. Procuremos nosotros no andar también a la greña, y adelante con los faroles. Mientras esto ocurría, se presentó un gallardo Sustantivo, vestido con relucientes armas, y trayendo un escudo con peregrinas figuras y lema de plata y oro. Llamábase el Honor y venía a quejarse de los innumerables desatinos que hacían los humanos en su nombre, dándole las más raras aplicaciones, y haciéndole significar lo que más les venía a cuento. Pero el Sustantivo Moral, que estaba en un rincón atándose un hilo en l que se le había roto en la anterior refriega, se presentó, atrayendo la atención general. Quejose de que se le subían a las barbas ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó diciendo que no le gustaban ciertas compañías y que más le valiera andar solo, de lo cual se rieron otros muchos Sustantivos fachendosos que no llevaban nunca menos de seis Adjetivos de servidumbre. Entretanto, la Inquisición, una viejecilla que no se podía tener, estaba pesando fuego a una hoguera que había hecho con interrogantes gastados, palos de T y paréntesis rotos, en la cual hoguera dicen que quería quemar a la Libertad, que andaba dando zancajos por allí con muchísima gracia y desenvoltura. Por otro lado, estaba el Verbo Matar dando grandes voces, y cerrando el puño con rabia, decía de vez en cuando: —¡Si me conjugo…! Oyendo lo cual el Sustantivo Paz, acudió corriendo tan a prisa, que tropezó en la ¿con que venía calzada, y cayó cuan larga era, dando un gran batacazo. Allá voy —gritó el Sustantivo Arte, que ya se había metido a zapatero—. Allá voy a componer este zapato, que es cosa de mi incumbencia. Y con unas comas le clavó la z a la Paz, que tomó vuelo, y se fue a hacer cabriolas ante el Sustantivo Cañón, de quien dicen estaba perdidamente enamorada. No pudiendo ni el Verbo Ser, ni el Sustantivo Hombre, ni el Adjetivo Racional, poner en orden a aquella gente, y comprendiendo que de aquella manera iban a ser vencidos en la desigual batalla que con los escritores españoles tendrían que emprender, resolvieron volverse a su casa. Dieron orden de que cada cual entrara en su celda, y así se cumplió; costando gran trabajo encerrar a algunas camorristas que se empeñaban en alborotar y hacer el coco. Resultaron de este tumulto bastantes heridos, que aún están en el hospital de sangre o sea Fe de erratas del Diccionario. Han determinado congregarse de nuevo para examinar los medios de imponerse a la gente de letras. Se están redactando las pragmáticas que establecerán el orden en las discusiones. No tuvo resultado el pronunciamiento, por gastar el tiempo los conjurados en estériles debates y luchas de amor propio, en vez de congregarse para combatir al enemigo común: así es que concluyó aquello como el Rosario de la Aurora. El Flos sanctorum me asegura que la Gramática había mandado al Diccionario una embajada de géneros, números y casos, para ver si por las buenas y sin derramamiento de sangre se arreglaba los trastornados asuntos de la Lengua Castellana. Dos de mayo de 1808, dos de septiembre de 1870 (1870). Casi un paréntesis cronológico supone el texto que ahora sigue: «2 de mayo de 1808, 2 de septiembre de 1870». Ocupa en este volumen el lugar que le corresponde por la cronología de su escritura. Fue redactado en 1870 (como el autor indica al final), en aquellos años en que, decidida ya su consagración a la literatura, Galdós exploraba modalidades, géneros y caminos técnicos para dar cauce a una imaginación creadora profundamente marcada por la Historia cercana, por los nuevos rumbos de la novela europea, y por aquél su trasunto irónico tan particular. Coincide la fecha de 1870 de su escritura con la de la novela La sombra (pudo ser redactado inmediatamente después) y con los últimos toques a la que sería su primera novela, La Fontana de Oro, que se publicaría enseguida. Enseguida también, recogerían las páginas de la prensa el primor fantasioso de La sombra, que ocupará tres números sucesivos de la «Revistas de España» de ese año; sin embargo, este «2 de mayo de 1808, 2 de septiembre de 1870» habrá de esperar hasta la conmemoración del 2 de mayo de 1896 para hallar acomodo en la prensa; y nunca se publicaría en libro. El título explicita el tema de la narración. Aunque unos grupos de asteriscos pudieran confundir al lector, el cuento se organiza en dos momentos cronológicos con una separación de más de setenta años entre ellos. En el primero de estos momentos, dos unidades sucesivas redondean el cuerpo del texto: el asunto en sus marcos situacionales marcan los hechos de aquella fecha de 1808 desde la voz de una mujer del pueblo que padece sus consecuencias: la más lacerante es la desaparición de su hijo. La introducción del asunto no carece de cierto color local en la evocación de espacios, personajes y profesiones. Pero inmediatamente la voz que cuenta conduce el interés del lector hacia el chiquillo que protagoniza indirectamente el relato doloroso de su pérdida («el chiquillo mío, nombrado Remundo (…) mi Mundo, que así le llamábamos»). Con la relación concisa del dilatado ¡ay!, de la madre, la Margara, pudo haberse acabado el cuento. Pero no sería Galdós el autor que apuntala ahora su realismo y que conocemos tan bien. Por ello, añade para cerrarlo un segundo momento, casi un epílogo, en que el receptor del relato, hasta ahora ausente, deja oír su voz para mitigar en algún modo el dolor viejo de la madre. Son componentes del retablo atractivo de este cuento, el relato retrospectivo y la narración en primera persona; la aparición de interlocutor sorpresivo; el detallismo realista de las descripciones; la magnitud del dolor singularizado en los más inocentes y desventurados de sus víctimas (un niño, una madre viuda y sola); la pintura de los ambientes y el gusto por sus protagonistas populares; el sabor fresco y espontáneo a algo vivido y auténtico, extraído de la vida real. Hemos de aludir ahora a la realidad del «universo armónico y coherente del novelista» que recordaba la nota 2 de este prólogo como punto de arranque de la filosofía de esta colección, para asentar el mundo mítico y fantasioso que envuelve estos primeros pasos narrativos, en nada extraños al de sus últimas narraciones. Sólo ha variado la perspectiva del autor, que, al compás de los años y de la experiencia vivida (no es poco), ha visto teñir con ocres plateados de utopía la pintura histórica que tuvo en sus comienzos verdes de esperanza. Evidentemente, «2 de mayo de 1808, 2 de septiembre de 1870» es un protoepisodio nacional: un apunte incisivo y magistral, con el fondo de crónica novelada y didáctica que los Episodios llegaron a significar. Sin duda, no llegó Galdós a la redacción de los Episodios sin tentativas previas; y tal vez este cuento fue una de aquellas que alumbró en el autor un desarrollo más amplio de asunto tan atractivo. El hecho concreto de la derrota francesa en Sedán que al final se cita, supone el apunte retrospectivo de otra contienda; trágica, como todas; porque en todas ellas se pierden almas, esperanzas, mundos. En la primera serie de Episodios nacionales que Galdós va a comenzar a publicar de modo casi inmediato (tres años después de escrito este relato), el anciano Gabriel Araceli contará la Historia y su historia personal (de la derrota de Trafalgar a la victoria de la batalla de Arapiles) desde el espejo optimista del joven patriota que fue y la serenidad del que se considera, finalmente, vencedor; pero muchos apuntes sangrientos fueron quedando por el camino. Uno de ésos es el que enfoca el autor para que la señá Margara lo cuente desde un dolor consolidado por viejo, por hondo y por eterno. Para conferir inmediatez y verdad a la voz de la señá Margara, Galdós adelanta las técnicas que van a hacer lo propio con la del anciano Araceli: un relato retrospectivo desde la primera persona narrativa. Tal vez valga ahora apuntar que el cuento que ahora leemos pudo ser motivo genético en la redacción de las páginas de El 19 de marzo y el 2 de mayo poco tiempo más adelante, aunque abordado ahora el asunto con la celeridad, la intensidad, la condensación y el énfasis que son propias del espacio breve de un cuento. Esta edición de 2 de mayo de 1808, 2 de septiembre de 1870, reproduce la única publicada en vida del autor. Apareció en «Apuntes», Madrid, I, n.º 27, 1896, pp. 6-8. Mi hermana Rafaela, planchadora, conocida en todo Maravillas con el mote de la Carbonera, había salido al amanecer. Díjome que iba con Bastiana y otra vecina enramar una cruz de mayo a espaldas de los Padres Benedictinos de Montserrat y de las Madres Santiaguesas, vamos al decir, en la plazuela del Limón. Pero yo supe, a poco de verla salir de casa, que iba de campo con los Canencias y Pujitos, el maestro de obra prima, con la Primorosa y otras tales de nuestro barrio y del de Lavapiés. Siempre fue mi hermana muy correntona, como yo muy casera. Si para las diligencias de calle no había otra como la Rafaela, para el trajín de casa nadie le echaba el pie adelante a la Margara, que así llamaban a una servidora. Pues, señor, tempranito barrí la casa y avié a las criaturas para mandarlas a la escuela. Eran estas la niña de mi hermana y el chiquillo mío, nombrado Remundo, de diez años que parecían doce. Fáltame decir que yo era viuda: mi marido, zapatero fino, que había calzado al Príncipe de la Paz y a la de Vallabriga, murió el año 6, dejándome por todo patrimonio un centenar de hormas y algunas leznas, que vendí para poner modesto taller de sastrería de curas. Como iba diciendo, a poco de salir los niños para la escuela entró en casa el vecino D. Jesús Cuadrado, que en sus mocedades fue tiple de la capilla de San Felipe el Real, y jubilado ya, por haber perdido el hilo de voz, vivía de componer abanicos, daguillas y peinetas, engarzar rosarios y llevar y traer recaditos de monjas. Era un vejete saladísimo, bueno como el pan y muy callejero. Entró, pues, asustadico y nervioso, diciéndome que en Madrid había tumulto y que andaba el pueblo muy alborotado porque los franceses querían llevarse a los señores infantes. A mí, la verdad no me importaba gran cosa que nos arrebataran a los infantes; pero no pude menos de participar de la indignación de amigo D. Jesús, el cual, echándoselas de patriota, aseguró que él tomaría también las armas en caso de levantamiento y empezó a ejercitarse delante de mí con el palo de mi escoba. Alborotada la vecindad, la escalera y corredores de la casa hervían de gente chillona y furibunda. Sonaban tiros lejanos: por la calle (que era la de San Vicente Alta), pasaban grupos dando voces. Hombres y mujeres corrían hacia la calle de San Pedro la Nueva, junto a la iglesia de Maravillas, en dirección del Parque de Monteleón, donde había gran marimorena, porque los españoles…, ¡qué sé yo!, y el francés…, ¡ay de mí! Yo no entendía. Ello era, según nos dijo D. Jesús echando lumbre por los ojos, como un sitio de plaza fuerte. Vamos, que era cuestión para los franceses de conquistar Monteleón, y para los españoles de no dejárselo quitar, y por un sí y un no andaban a cañonazos de una parte y ora. ¡Dios mío de mi alma, qué estruendo! Nunca he sido valerosa, y aquel día el miedo debió de trastornarme el sentido, porque desde la ventana de mi sotabanco creía ver volar las torres de la iglesias, y caerse las casas patas y rodar las nubes por el suelo envolviendo montones de ruinas. Afortunadamente, los niños volvieron a casa al comenzar los tiros, y mi Mundo, que así le llamábamos, loco de entusiasmo, como si lo que sucedía fuese para su alma un motivo de regocijo, me contaba algunos pasos que había visto en las calles. Entre otras cosas, refirió que mi hermana Rafaela y otras mujeronas habían acometido en la calle Ancha a una turba de mamelucos, matándoles los caballos. Ellos se defendían a sablazo limpio. De milagro escapó mi hermana: pero a la Pintosilla le cortaron la cabeza, y a Matías Canencia le rajaron de arriba abajo dejándole en dos mitades de hombre. Contaba mi ángel que él se había encontrado junto a la mismísima barriga de un caballo, cuando las majas, cuchillo en mano, se ocupaban en sacar el mondongo a la caballería del Sr. de Murat. El niño tenía manchadas de sangre la cara y manos. La niña había perdido un zapatito y cojeaba del pie derecho. Uno y otro querían volver a salir para ver lo del Parque; mas yo, loca de espanto, les encerré en la despensa y eché la llave, temerosa de que se me escaparan. «El niño es un héroe, como Rafaela es una heroína, —me dijo D. Jesús mirándome con desprecio—, y usted, Sra. D.a Margara, no tiene patriotismo». Esto me afligió más, porque a tantas desdichas como en mi derredor miraba, tenía que buen vecino: «¡Usted no tiene patriotismo!». ¡Ay de mí! Lo que yo anhelaba era que no muriera gente y que cesara aquel terrible estrépito de cañonazos, gritos y maldiciones. Poco después de decirme D. Jesús Cuadrado aquella expresión que me llegó al alma, le vi salir por las escaleras abajo como alma que lleva el demonio. Llevaba en una mano un asador y en otra una gruesa estaca, y decía cosas tremendas contra Napoleón, Murat y otros tales. Salí a mi ventana y le vi correr furibundo por la calle. En ésta veía yo charcos de sangre, ya porque los hubiera, ya porque mi miedo me pintara las cosas con los colores de sí mismo antes que con los de la verdad. No sé el tiempo que pasé en aquella ansiedad. ¡Cañonazos, alaridos, olor de pólvora, horrible vaho que subía de la calle! Yo creo que estuve sin conocimiento un largo rato. Acordéme al fin de los chicos, y corrí al cuarto en que les había encerrado. Encontré a la niña sentadita sobre una caja, llorando. Busqué con los ojos a Mundo y no le hallé. La chiquilla me señaló el tragaluz abierto, por donde se había escapado el muy pillo, movido de la querencia de su travesura y del afán de presenciar la función de sangre, aunque fuera desde el tejado. *** Afanosa salí al tejado, y recomí con gran trabajo el de mi casa y los de las próximas. El chiquillo se había metido por alguna ventana de buhardilla en busca de escalera por donde bajar a la calle. Desalada salí yo también, y en el portal me dijeron que le habían visto correr hacia el Parque. ¡Ay Dios mío! Con qué anhelo corrí yo también hacia allá, curada ya como ensalmo de mi horroroso miedo. El cañoneo había cesado. Volvía la gente de la batalla. Figuras terribles vi: hombres de cara tiznada, los cuerpos desgarrados con manchas de lodo y sangre; mujeres roncas, con gestos y vocerío de locas escapadas de una casa de orates. Los franceses no dejaban pasar a nadie más allá de Maravillas. Junto a la iglesia vi muertos y moribundos. Pude acercarme a ellos y les grité: «¿Han visto a mi Mundo?». En presencia de las cosas horribles que allí y en todas las calles inmediatas se veían, me sentí atacada de la fiebre que el bueno de D. Jesús había echado de menos en mí: el patriotismo. Quise avanzar hasta el Parque, que aún como una hoguera de odios y llamas no bien apagada, y un francés me amenazó con la culata de su fusil. «Busco a mi Mundo», le dije, no sé si llorando o riendo de coraje. Y despreciando la fuerza que me quería cortar el paso, franqueé de un salto la línea y corrí hacia Monteleón. Ya no me importaba meter los pies en charcos de sangre ni pisotear cadáveres. Éstos no me causaban miedo, y a todos les miraba buscando entre ellos a mi hijo. Junto a la puerta, al pie de una cureña rota, vi un bulto que se movió a mi paso. Era la propia persona de D. Jesús, expirante; tenía el rostro como envuelto en un velo de sangre endurecida. Me miró con un solo ojo, pues el otro desaparecía en una horrible herida desde la frente a la mejilla, y moviendo el único brazo de que podía disponer, pues el otro estaba preso bajo la cureña, me dijo: «Señá Margara, ¿busca a su hijo?… Mundo es un héroe, un héroe chiquito… ¡Ay!…». Y dicho esto torció la boca, y el ojo se le quedó como una cuenta de vidrio. Era cadáver. No tuve tiempo ni ánimo para compadecerle, porque el furor materno me alejó de allí, y traspasé la puerta y entré en el Parque, gritando: «Mundo, Mundo mío, ¿dónde estás?». Los franceses me vieron entrar y correr por entre los escombros, las piezas desmontadas y los muertos, y nada me decían. Nada les importaba yo, ni estaban ellos para ocuparse de una pobre mujer, que sin duda creían loca, y que les preguntaba por un Mundo que ellos no conocían, ni les interesaba cosa alguna. «Señores, —les dije—, busco a mi hijo, un pobre niño que no sé si habrá hecho a ustedes algún daño. ¡Mundo, Mundo mío! Díganme si le tienen, muerto o vivo. Me dice el corazón que aquí vino a pelear por España, chiquito y todo como es. Era muy valiente mi niño, aunque me esté mal el decirlo. Yo no tenía patriotismo, él sí, y se me escapó, y vino aquí al olor de la guerra». Nadie me contestaba, nadie me entendía. Uno que parecía compasivo hízome salir de allí con buenos modos. Desde la calle, mirando el Parque despedazado, no cesaba de gritar: «¡Mundo precioso!… ¿No me oyes? ¿No me ves?». Llegó la noche, y sabiendo que en el Prado fusilaban, corrí allá, y me acercaba a los pelotones de franceses y a las cuerdas de víctimas llamando a mi valiente… A riesgo de ser fusilada también, examinaba de cerca las caras. «¿Han visto a mi Mundo?, —decía—. ¿Pero de veras no está Mundo aquí?». Y a los orgullosos soldados de Napoleón les solté esta desvergüenza cara a cara: «Todos ustedes, con su Emperador a la cabeza, no valen lo que mi Mundo, grandísimos tales y cuales. Es un héroe chiquitín que no conocía el miedo. Le matáis por envidia; teméis que os haga salir de España con las manos en la cabeza…». Y a esto siguió una retahíla de las injurias más soeces que yo había oído pronunciar a los hombres. Toda la noche estuve recorriendo calles, y allí donde veía cadáveres o alguna señal de lucha me paraba para llamarle: «¡Mundo mío!». A la madrugada y al amanecer del 3 visité los sitios donde enterraban muertos. Creía encontrarle a cada instante. De lejos, todos los cuerpos, aunque fueran de hombre, me parecían el suyo. Me acercaba, y el rostro que yo buscaba no existía en parte alguna. Tres días consecutivos con sus noches empleé en buscarle, preguntando por él a españoles y franceses, y nadie me daba razón. Al fin, muerta de cansancio, caí enferma y me llevaron al hospital, de donde salí tras largos días, mejor dicho, echáronme por curada o por incurable, que esto no lo sé, y lo primero que hice fue volver a la puerta del Parque y gritar: «¡Mundo!, ¿estás aquí?». Todas las mañanas hacía lo mismo. Recogiéronme unas señoras caritativas. Volví a trabajar; seguí viviendo. Nadie me tiene por loca, ni lo soy; pero conservo la monomanía de aquel día terrible, y todas las mañanitas me voy a Monteleón y grito: «¡Mundo, mi Mundo…!». Y pasan años y más años. Derribaron el caserón. Sólo queda la puerta del Parque. Todo se acaba menos mi desconsuelo. ¿En qué año estamos? ¿Cuántos van pasados desde el Dos de Mayo de 1808? Señor mío, que se digna escuchar los relatos de esta pobre vieja, sepa Ud. que todavía no he podido desechar la idea de que mi querido hijo vive. Bien pudo suceder que aquellos caribes me lo robaran, llevándoselo a Francia y educándolo como si fuese hijo de cualquiera de ellos. ¿Quién me asegura que mi hijo no es un francesón muy empingorotado? —Por la cuenta —dije yo—, Mundín debe de tener ahora setenta y dos años. Si vive, será un respetable anciano. A tales fechas, y teniendo en cuenta la edad de usted, Sra. D.a Margara, que andará… por los ochenta… —Ya paso de ellos. —Pues a estas alturas, señora mía, ya se impone el perdón. Los agravios del Dos de Mayo deben ser generosamente olvidados. Las naciones viven más que los individuos, y tienen tiempo de expiar aquí sus errores. Los matadores o raptores del pobrecito Mundo acaban de sufrir ahora una pérdida semejante. —¿Qué me cuenta, señor? —Que ellos tenían también su Mundo, y acaban de perderlo. —¿Quién se lo ha quitado? ¡Ah! Ya nos lo han dicho los papeles. Ha sido el prusiano. —Justo. La fecha triste para Francia es el 2 de septiembre de este mismo año. La acción de guerra en que le han quitado a su Mundo se llama Sedán. Un tribunal literario (Una especie de novela). (1871). Tal vez sea la tendencia a la caricatura grotesca al modo de un Quevedo, lo que en principio sorprenderá el lector de «Un tribunal literario», relato que había aparecido anteriormente (1871), sin firma y con otro título «Una especie de novela» en «El Debate». En el centro de la escena, un aspirante a novelista sin criterio ni fundamento literario lee su manuscrito ante cuatro «autoridades literarias» con mayor o menor experiencia y saber, cada una de ellas partidaria de distintos tipos de novela: sentimental, folletinesca, de enredo tremendista… El relato se organiza en cinco unidades narradas por la primera persona del aturdido novelista. En cada una de las cuatro primeras se dedican a los distintos críticos, y alternan el diálogo, la caricatura y la transcripción directa de versiones sucesivas del texto examinado. El capitulillo último recoge las reflexiones del aprendiz de novelista que lamenta su fracaso. Y así como sigue ligado a su mecenas el sentimentaloide duque de Cantarranas, el primero de sus críticos, ha de servir de muñeco al irónico novelista para cerrar el texto con una perorata burlesca sobre la realidad del «fatigoso camino de las letras» y el horizonte feliz de su futuro. Detrás del atractivo inmediato del cuento, nada difícil es para el lector descubrir el discurso metaficticio que supone. Con su texto juega Galdós con las posibilidades de organización de un relato desde puntos de vista críticos diferentes. Los fundamentos en que ahora se basa son los que sostuvo el autor cercano de «Observaciones sobre la novela contemporánea» (1870); y los caminos de redención para el género, los que allí dejó anotados y que él mismo transitará en el futuro: realismo útil ante idealismo trastornado: para la literatura y para la España que no acaba de seguir la senda que abrió la revolución del 68. El lector llegará a entender las razones de aquel enfrentamiento de los actores del texto «para hacer patente lo miserable de la naturaleza humana». El fracaso final del texto «acomodado» a tales pareceres es previsible; pero no tanto el enfrentamiento pugilístico entre los críticos que la vena humorístico-hiperbólica de Galdós añade. «Una especie de novela» en efecto, es este relato por la coherencia interna de sus capitulillos, la morosidad detallista del desarrollo del argumento, y la fuerza de los caricaturescos retratos, con nombre propio todos ellos —excepto la poetisa de los rizos colgantes— pero con caracteres de «tipo»: recordemos lo fácil que es al genio del autor expandir el mundo del relato para dejar el camino abierto hacia una posible derivación, más amplia. Como a nosotros, a José M. Pereda le gustó el relato: «Hízome reír mucho este último otoño su bello artículo titulado (no sé si me equivoco) “Un jurado literario”, —dice a Galdós en carta de 28 de septiembre de 1872. (Anotemos y apuntemos el dato—: artículo», lo llama Pereda). No podemos saber si además de hacerle reír, «Un tribunal literario» hizo pensar a don José María. Esta edición de «Un tribunal literario» reproduce el texto que publicó en Madrid, la Administración de «La Guirnalda» y Episodios Nacionales en 1889, y comparte volumen con Torquemada en la hoguera, «El artículo de fondo», «La mula y el buey», «La pluma en el viento», «Un tribunal literario», «La princesa y el granuja» y «Junio». Con anterioridad había aparecido en «Revista de España», Madrid, XXVIII, núm. 110 (1872), pp. 242-266. Pero fue «El Debate» en la sección «Variedades» el primero en dar a conocer el texto (sin firma y con el título «Una especie de novela») en cuatro entregas sucesivas del 17 al 20 de enero de 1871. I M «e gustaría enteramente sentimental, que llegase al alma, que hiciera llorar… Yo cuando leo y no lloro, me parece que no he leído. ¿Qué quiere usted? Yo soy así, —me dijo el duque de Cantarranas, haciendo con los gestos frente, boca y narices uno de aquellos nerviosos que le distinguen de los demás duques y de todos los mortales. —Yo le aseguro a usted que será sentimental, será de esas que dan convulsiones y síncopes; hará llorar a todo el género humano, querido señor duque, —le contesté abriendo el manuscrito por la primera página. —Eso es lo que hace falta, amigo mío: sentimiento, sentimiento. En este siglo materialista, conviene al arte despertar los nobles afectos. Es preciso hacer llorar a las muchedumbres, cuyo corazón esta endurecido por la pasión política, cuya mente está extraviada por las ideas de vanidad que les han imbuido los socialistas. Si no pone usted ahí mucho lloro, mucho suspiro, mucho amor contrariado, mucha terneza, mucha languidez, mucha tórtola y mucha codorniz, le auguro un éxito triste, y lo que es peor, el tremendo fallo de reprobación y anatema de la posteridad enfurecida. Dijo; y afectando la gravedad de un Mecenas, miróme el duque de Cantarranas con expresión de superioridad, no sin hacer otro gesto nervioso que parecía hundirle la nariz, romperle la boca y rasgarle el cuero de la frente, de su frente olímpica en que resplandecía el genio apacible, dulzón y melancólico de la poesía sentimental. Aquello me turbó. ¡Tal autoridad tenía para mí el prócer insigne! Cerré y abrí el manuscrito varias voces; pasé fuertemente el dedo por el interior de la parte cosida, queriendo obligar a las hojas a estar abiertas sin necesidad de sujetarlas con la mano; paseé la vista por los primeros renglones, leí el título, tosí, moví la silla, y, con franqueza lo declaro, habría deseado en aquel momento que un pretexto cualquiera, verbi gracia, un incendio en la casa vecina, un hundimiento o terremoto, me hubieran impedido leer; porque, a la verdad, me hallaba sobrecogido ante el respetable auditorio que a escucharme iba. Componíase de cuatro ilustres personajes de tanto peso y autoridad en la república de las letras, que apenas comprendo hoy cómo fui capaz de convocarles para una lectura de cosa mía, naturalmente pobre y sin valor. Aterrábame, sobre todo, el mencionado duque de los gestos nerviosos, el más eminente crítico de mi tiempo, según opinión de amigos y adversarios. Sin embargo, Su Excelencia había ido allí, como los demás, para oírme leer aquel mal parto de mi infecundo ingenio, y era preciso hacer un esfuerzo. Me llené, pues, de resolución, y empecé a leer. Pero permitidme, antes de referir lo que leí, que os dé alguna noticia del grande, del ilustre, del imponderable duque de Cantarranas. Era un hidalguillo de poco más o menos, atendida su fortuna, que consistía en una posesión enclavada en Meco, dos casas en Alcobendas y un coto en la Puebla de Montalbán; también disfrutaba de unos censos en el mismo lugar y de unos dinerillos dados a rédito. A esto habían venido los estados de los Cantarranas, ducado cuyo origen es de los más empingorotados. Así es que el buen duque era pobre de solemnidad; porque la posesión no lo daba más que unos dos mil reales, y esos mal pagados, las casas no producían tres maravedises, porque la una estaba destechada, y la otra, la solariega por más señas, era un palacio destartalado, que no esperaba sino un pretexto para venirse al suelo con escudo y todo. Nadie lo quería alquilar porque tenía fama de estar habitado por brujas, y los alcobendanos decían que allí se aparecían de noche las irritadas sombras de los Cantarranas difuntos. El coto no tenía más que catorce árboles, y esos malos. En cuanto a caza, ni con hurones se encontraba, por atravesar la finca una servidumbre desde principios del siglo, en que huyó de allí el último conejo de que hay noticia. Los dinerillos le producían, salvo disgustos, apremios y tardanzas, unos tres mil realejos. Así es que Su Excelencia no poseía más que gloria y un inmenso caudal de metáforas, que gastaba con la prodigalidad de un millonario. Su ciencia era mucha, su fortuna escasa, su corazón bueno, su alma una retórica viviente, su persona… su persona merece párrafo aparte. Frisaba en los cuarenta y cinco años; y esto que sé por casualidad, se confía aquí como sagrado secreto, porque él, ni a tirones pasaba de los treinta y nueve. Era colorado y barbipuntiagudo, con lentes que parecían haber echado raíces en lo alto de su nariz. Éstas llamaron siempre la atención de los frenólogos por una especial configuración en que se traslucía lo que él llamaba exquisito olfato moral. Para la Ciencia eran un magnífico ejemplar de estudio, un tesoro; para el vulgo eran meramente grandes. Pero lo más notable de su cariz era la afección nerviosa que padecía, pues no pasaban dos minutos sin que hiciese tantos y tan violentos visajes, que sólo por respeto a tan alta persona, no se morían de risa los que le miraban. Su vestido era lección o tratado de economía doméstica. Describir cómo variaba los cortes de sus chalecos para que siempre pareciesen de moda, no es empresa de plumas vulgares. Decir con qué prolijo esmero cepillaba todas las mañanas sus dos levitas y con qué amor profundo les daba aguardiente en la tapa del cuello, cuidando siempre de cogerlas con las puntas de los dedos para que no se le rompieran, es hazaña reservada a más puntuales cronistas. ¿Pues y la escrupulosa revista de roturas que pasaba cada día a sus dos pantalones, y los remojos, planchados y frotamientos con que martirizaba su gabán, prenda inocente que había encontrado un purgatorio en este mundo? En cuanto a su sombrero, basta decir que era un problema de longevidad. Su ignora qué talismán poseía el duque para que ni un átomo de polvo, ni una gota de agua manchasen nunca sus inmaculados pelos. Añádase a esto que siempre fue un misterio profundo la salud inalterable de un paraguas de ballena que le conocí toda la vida, y que mejor que el Observatorio podría dar cuenta de todos los temporales que se han sucedido en veinte años. Por lo que hace a los guantes, que habían paseado por Madrid durante cinco abriles su demacrada amarillez, puede asegurarse que la alquimia doméstica tomaba mucha parte en aquel prodigio. Además el duque tenía un modo singularísimo de poner las manos, y a esto, más que a nada, se debe la vida perdurable de aquellas prendas, que él, usando una de sus figuras predilectas, llamaba el coturno de las manos. Puede formarse idea de su modo de andar, recordando que las botas me visitaron tres años seguidos, después de tres remontas; y sólo a un sistema de locomoción tan ingenioso como prudente, se deben las etapas de vida que tuvieron las que, valiéndonos de la retórica del duque, podremos llamar las quirotecas de los pies. Usaba joyas, muchos anillos, prefiriendo siempre uno, donde campeaba una esmeralda del tamaño de media peseta, tan disforme, que parecía falsa; y lo era en efecto, según testimonio de los más reputados cronistas que de la casa de Cantarranas han escrito. No reina la misma uniformidad de pareceres, y aún son muy distintas las versiones respecto a cierta cadena que hermoseaba su chaleco, pues, aunque todos convienen en que era de doublé, hay quien asegura ser alhaja de familia, y haber pertenecido a un magnate de la casa, que fue virrey de Nápoles, donde la compré a unos genoveses por un grueso puñado de maravedises. Corría, con visos de muy autorizada, la voz de que el duque de Cantarranas era un cursi (ya podemos escribir la palabrilla sin remordimientos, gracias a la condescendencia del Diccionario de la Academia); pero esto no sirve sino para probar que los tiros de la envidia se asestan siempre a lo más alto, del mismo modo que los huracanes hacen mayores estragos en las corpulentas encinas. El duque, por su parte, despreciaba estas hablillas, como cumple a las almas grandes. Pero llegaron tiempos en que salía poco de día, porque en su levita había descubierto la astronomía vulgar no sé qué manchas. En esto se parecía al sol, aunque por raro fenómeno, era un sol que no lucía sino por las noches. Frecuentaba varias tertulias, tomaba café, iba tres veces al año al teatro, paseaba en invierno por el Prado y en verano por la Montaña, y se retiraba a su casa después de conversar un rato con el sereno. La índole de su talento le inclinaba a la contemplación. Leía mucho, deleitándose sobremanera con las novelas sentimentales, que tanta boga tuvieron hace cuarenta años. En esto, es fuerza confesar que vivía un poco atrasadillo; pero los grandes ingenios tienen esa ventaja sobre el común de las gentes; es decir, pueden quedarse allí donde les conviene, venciendo el oleaje revolucionario, que también arrastra a las letras. Para él, las novelas de Mad. Genlis eran el prototipo, y siempre creyó que ni antiguos ni modernos habían llegado al zancajo de Madama de Staël en su Corina. No le agradaba tanto, aunque sí la tenía en gran aprecio, La Nueva Eloísa, de Rousseau; porque decía que sus pretensiones eruditas y filosóficas atenuaban en parte el puro encanto de la acción sentimental. Pero lo que le sacaba de sus casillas eran Las noches de Young, traducidas por Escóiquiz; y él se sumergía en aquel océano de tristezas, identificándose de tal modo con el personaje, que, a veces le encontraban por las mañanas pálido, extenuado y sin acertar a pronunciar palabra que no fuera lúgubre y sombría como un responso. En su conversación se dejaba ver esta influencia, porque empleaba frecuentemente la quincalla de figuras retóricas que sus autores favoritos le habían depositado en el cerebro. Su imagen predilecta era el sauce entre los vegetales, y la codorniz entre los vertebrados. Cuando veía una higuera, la llamaba sauce; todos los chopos eran para él cipreses; las gallinas antojábansele palomas, y no hubo jilguero ni calandria que, él, con la fuerza de su fantasía, no trocara en ruiseñor. Más de una vez le oí nombrar Pamela a su criada, y sé que únicamente dejó de llamar Clarisa a su lavandera señá Clara, cuando ésta manifestó que no gustaba que la pusiesen motes. ¿Será necesario afirmar que, aun concretado a una especialidad, el duque de Cantarranas era un excelente crítico? Baste decir que sus consejos tenían fuerza de ley y sus dictámenes eran tan decisivos, que jamás se apeló contra ellos al tribunal augusto de la opinión pública. Por eso le cité, en unión de los otros tres personajes que describiré luego, para que juzgase mi obrilla. Era ésta una novela mal concebida y peor hilvanada, incapaz por lo tanto de hombrearse con las muchas que, por tantos y tan preclaros ingenios producidas, enaltecen actualmente las letras en este afortunado país. Luego que los cuatro ilustres senadores que formaban mi auditorio se colocaron bien en sus sillas, saqué fuerzas de flaqueza, tosí, miré a todos lados con angustia, respiró con fuerza, y con voz apagada y temblorosa, empecé de esta manera: —Capítulo primero. Alejo era un joven bastante feo, hijo de honrados padres, chico de estudios de sanas y muy honestas costumbres, pobre de solemnidad, y bueno como una manzana. Vivía encajonado en su bohardilla, y desde allí contemplaba los gorriones que iban a pararse en la chimenea y los gatos que retozaban por el tejado. Miraba de vez en cuando al cielo, y de vez en cuando a la tierra, para ver ya las estrellas, ya los simones. Alejo estudiaba abogacía, lo cual le aburría mucho, y no tenía más distracción que asomarse al ventanillo de su tugurio. ¿Describiré la habitación de esta desventurada excrecencia de la sociedad? Sí; voy a describirla. Imaginaos cuatro sucias paredes sosteniendo un inclinado techo, al través del cual el agua del invierno por innumerables goteras se escurre. Andrajos de uno a modo de papel azul, pendían de los muros; y la cama, enclavada en un rincón, era paralela al techo, es decir, inclinada por los pies. Una mesa que no los tenía completos, sostenía apenas dos docenas de libros muy usados, un tintero y una sombrerera. Allí formaban estrecho consorcio dos babuchas en muy mal estado, con una guitarra de la cual habían huido a toda prisa las cuatro cuerdas, quedando una sola, con que Alejo se acompañaba cierta seguidilla que sabía desde muy niño. Allí alternaban dos pares y medio de guantes descosidos, restos de una conquista, con un tarro de betún y un frasco de agua de Colonia, al cual los vaivenes de la suerte convirtieron en botella de tinta, después de haber sido mucho tiempo alcuza de aceite. De inválida percha pendían una capa, una cartuchera de miliciano (1854), dos chalecos de rayas encarnadas y una faja que parecía soga. Un clavo sostenía el sombrero perteneciente a la anterior generación, y un baúl guardaba en sus antros algunas piezas de ropa, en las cuales los remiendos, aunque muchos y diversos, no eran tantos ni tan pintorescos como los agujeros no remendados. Pero asomémonos a la ventana. Desde ella se ve el tejado de enfrente, con sus bohardillas, sus chimeneas y sus misifuces. Más abajo se divisa el tercer piso de la casa; bajando más la vista el segundo, y por fin el principal. En éste hay un cierro de cristales, con flores, pájaros y… ¡otra cosa! Alejo miraba continuamente la otra cosa que contenía el cierro. ¿Diremos lo que era? Pues era una dama. Alejo la contemplaba todos los días, y por un singular efecto de imaginación, estaba viéndola después toda la noche, despierto y en sueños; si escribía, en el fondo del tintero; si meditaba, revoloteando como espectro de mariposa alrededor de la macilenta, luz que hacía, veces de astro en el paraíso del estudiante. Mirando desde allí hacia el piso principal de enfrente, se distinguía en primer término una mano, después un brazo, el cual estaba adherido a un admirable busto alabastrino, que sustentaba la cabeza de la joven, singularmente hermosa. ¿Me atreveré a describirla? ¿Me atreveré a decir que era una de las damas más bellas, de más alto origen, de más distinguido trato que ha dado a la sociedad esta raza humana, tan fecunda en duquesas y marquesas? Sí, me atrevo. Desde arriba, Alejo devoraba con sus ojos una gran cabellera negra, espléndida, profusa, un río de cabellos, como diría mi amigo el ilustre Cantarranas. (Al oír este símil en que yo rendía público tributo de admiración al esclarecido prócer, éste se inclinó con modestia y se ruborizó unas miajas). Debajo de estos cabellos, Alejo admiraba un arco blanco en forma de media luna: era la frente, que desde tan alto punto de vista afectaba, esta singular forma. De la nariz y barba sólo asomaba la punta. Pero lo que se podía contemplar entero, magnífico, eran los hombros, admirable muestra de escultura humana, que la tela no podía disimular. Suavemente caía el cabello sobre la espalda: el color de su rostro al mismo mármol semejaba, y no ha existido cuello de cisne más blanco, airoso y suave que el suyo, ni seno como aquél, en que parecían haberse dado cita todos los deleites. La gracia de sus movimientos era tal, que a nuestro joven se le derretía, el cerebro siempre que la consideraba saludando a un transeúnte, o a la amiga de enfrente. Cuando no estaba puesta al balcón, las voces de un soberbio piano la llevaban, trocada en armonías, a la zahúrda del pobre estudiante. Si no la admiraba, la oía: tal poder tiene el amor que se vale de todos los sentidos para consolidar su dominio pérfido. Pero ¡extraño caso!, jamás en el largo espacio de un trienio alzó la vista hacia el nido de Alejo, no observar aquella cosa fea que desde tan alto la miraba y la escuchaba con el puro fervor del idealismo. Añadamos que Alejo era miope: el estudio y las vigilias habían aumentado esta flaqueza que no le permitía distinguir tres sobre un asno. Felizmente, el autor de este libro goza una vista admirable, y por lo tanto puede ver desde la bohardilla de Alejo lo que éste no podía: la dama tal cual era en su forma real, despojada de todos los encantos con que la fantasía de un miope la había revestido; las máculas que le salpicaban el rostro, bastante empañado después de su quinto parto; podía advertir (y para esto hubo de reunir datos que facilitó cierta doncella) que para formar aquella sorprendente cabellera habían intervenido, primero Dios, que la creó no sabemos en que cabeza, y después un peluquero muy hábil que sola, arregló a la señora. También hubo de notar que no era su talle tan airoso como desde las boreales regiones de Alejo parecía, y que la nariz estaba teñida de un ligero rosicler, no suficiente a disimular su magnitud. En cuanto al piano, juraría que la dama no tocó en tres años otra cosa que un que empezaba en Norma y acababa en Barba Azul, pieza extravagante que su inhabilidad había compuesto de lo que oyó al maestro; y por último, por lo que respecte al seno, sería capaz de apostar que…». Al llegar aquí me interrumpieron. Desdo que leí lo de las máculas, notaba yo ciertos murmullos mal contenidos. Fueron in crescendo, hasta que, llegando al citado pasaje, una exclamación de horror me cortó la palabra y me hizo suspender la lectura. Cantarranas estaba nervioso, y la poetisa se abanicaba con furia, ciega de enojo y hecho un basilisco. No sé si he dicho que una de las cuatro personas de mi auditorio, era una poetisa. Creo llegada la ocasión de describir a esta ilustre hembra. II L a cual pasaba por literata muy docta y de mucha fama en todo el mundo, por haber escrito varios tomos de poesía, y borronado madrigales en todos los álbumes de la humanidad. Cumpliendo cierta misteriosa ley fisionómica, era rubia como todas las poetisas, y obedeciendo a la misma fatalidad, alta y huesuda. La adornaba una muy picuda y afilada nariz, y una boca hecha de encargo para respirar por ella, pues no eran sus órganos respiratorios los más fáciles y expeditos. No sé qué tenían sus obras, que llevaban siempre el sello de su nariz, visión que me persiguió en sueños varias noches; y el mismo efecto de pesadilla me causaban dos rizos tan largos como poco frondosos, que de una y otra sien le colgaban. Por lo que el traje, dejaba traslucir, era fácil suponer su cuerpo como de lo más flaco, amojamado y pobrecillo que en Safos se acostumbra. Era viuda, casada y soltera. Expliquémonos. Siempre se la oyó decir que era viuda; todos la tenían por casada, y era en realidad soltera. En una ocasión vivió en cierto lugar con un periodista provinciano, y allí pasaban por esposos. El infeliz consorte fue un mártir. Llamaba ella a las piernas columnas del orden social, lo cual no era sino gallarda figura retórica, que cubría su mortal aversión a coser pantalones… Ella no cogía los puntos a los calcetines, porque, poco fuerte en toda clase de ortografías, siempre tenía en boca aquella sabia máxima: no se vive sólo de pan, apotegma con que quería disimular su absoluta ignorancia en materia de guisados. La novela era su pasión: en el folletín del periódico de su marido, publicó una que éste, aunque enemigo de prodigar elogios, calificaba de piramidal. Yo leí tres hojas, y confieso que no me pareció muy católica. También escribió obra que ella llamaba eminentemente moral. No quise moralizarme leyéndola, y regalé el ejemplar a mi criado, el cual lo traspasó a no sé quién. Excuso reiterar la veneración que me infundía la tal señora por su competencia en el arte de novelar. Me había dicho repetidas veces, que quería inculcarme alguno de sus elevados principios, y con este fin asistía como inexorable Juez a la lectura. La buena de la poetisa se escandalizó viendo el giro que yo daba a la acción. Rabiosamente idealista, como pretendían demostrar sus rizos y su nariz, no podía tolerar que en una ficción novelesca entrasen damas que no fueran la misma hermosura, galanes que no fueran la caballerosidad en persona. Por eso, saliendo a defender los fueros del idealismo, tomó la palabra, y con áspera y chillona voz, me dijo: —¿Pero está usted loco? ¿Qué arte, qué ideal, qué estilo es ése? Usted escribirá sin duda para gente soez y sin delicadeza, no para espíritus distinguidos. Yo creí que se me había llamado para oír cosas más cultas, más elegantes. ¡Oh! No comprendo yo así la novela. Ya veo el sesgo que va usted a dar a eso: terminará con burlas indignas, como ha empezado. ¡Ay! ¡Encanallar una cosa que empezaba tan bien! Ahí está el germen de una alta obra moralizadora. ¡Qué lástima! Esa bohardilla, ese joven pobre que vive en ella, melancólicamente entretenido en contemplar a la dama del mirador… y pasan días, y la mira… y pasan noches, y la mira… ¡Que me maten si con eso no era yo capaz de hacer dos tomos! Y esa dama misteriosa… yo no diría quién era hasta el trigésimo capítulo. Tenía usted admirablemente preparado el terreno para componer una obra de largo aliento. ¡Qué lástima! Al oír esto, no sé qué pasó por mí. Puesto que debo hacer confesión franca de mis impresiones, aunque me sean desfavorables, me veo precisado a decir que el dictamen de persona tan perita me desconcertó de modo que en mucho tiempo no acerté a decir palabra. Sirva el rubor con que lo confieso de expiación a mi singular audacia y a la petulante idea de convocar tan esclarecido jurado para dar a conocer uno de los más ridículos abortos que de mente humana han podido salir. Al fin me serenó, gracias a algunas frases bondadosas del siempre magnífico duque, y haciendo un esfuerzo, respondí a la poetisa: —Y dado el principio de la novela; dados los dos personajes, la bohardilla, el cierro y lo demás, ¿qué discurriría usted? ¿Cómo desarrollaría la acción? (Inútil es decir que al hacer estas preguntas sólo me guiaba el deseo de aprender, apoderándome de las recetas que para componer sus artificios literarios usaba aquella incomparable sibila)». ¡Oh! ¿Qué haría yo, dice usted? —repuso acercándose a mí con tal violencia que pensé que me iba a saltar los ojos con su nariz—; ¿qué haría yo? Seguramente había de tirar mucho partido de esos elementos. Supongamos que soy la autora: ese joven pobre es muy hermoso, es moreno e interesante, un tipo meridional, tórrido, un hijo del desierto. Desde su ventana mira constantemente a la joven, y pasa la noche oyendo el triste mayar ele los tigres (así llamaremos por ahora a los gatos hasta encontrar otro animal más poético), y desde allí se aniquila en el loco amor que le inspira aquella dama misteriosa, misteriooooosa… ¿Qué haré? ¡Dios mío! Primero describiría a la dama muy poética… ticamente, muy lánguida, con cabellos rubios, muy rubios y flotantes, y una cintura así… (Al decir esto, hizo un ademán usual, determinando con los dedos pulgar e índice de ambas manos un círculo no más, grande que la periferia de una cebolla). La pintaría muy triste, vestida siempre de blanco, apoyada día y noche en el barandal, la mano en la mejilla, y contemplando la enredadera, que trepando como vegetal lagartija por los balcones, hasta sus mismos hombros llegaba. Le advierto a usted —dije con timidez— que yo no he puesto jardín, sino calle. —No importa —respondió—; yo quito la calle y pongo pensiles. Continúo: la supondría siempre muy triste, y de vez en cuando una lágrima asomaba a sus ojos azules, semejando errante gota de rocío que se detiene a descansar en el cáliz de un jacinto. El joven mira a la dama, la dama no mira al joven. ¿Quién es aquella dama? ¿Es una esposa víctima, una hija mártir, una doncella pura lanzada al torbellino de la sociedad por la furia de las pasiones? ¿Ama o aborrece? ¿Espera o teme? ¡Ah! Esto es lo que yo me guardaría muy bien de decir hasta el capítulo trigésimo, donde pondría el gran golpe teatral de la obra… Veamos cómo desarrollaría la acción para lograr que se vieran y se conocieran los dos personajes. Un día la dama llora más que nunca y mira más fijamente al jardín; su vestido es más blanco que nunca y más rubios que nunca sus cabellos. Un pajarito que juguetea entre las matas viene a apoyarse en la enredadera junto a la mano de la dama, y como al ver la yema del dedo gordo crea que es una cereza, la pica. La joven da un grito, y en el mismo momento el pajarillo salva asustado, remonta el vuelo y va a posarse en la bohardilla de enfrente. La dama alza la vista siguiendo al diminuto volátil y ve… ¿a quién creeréis que ve? Al joven que ha estado doce capítulos con los ojos sin que ésta se dignara mirarle. Desde entonces una corriente eléctrica se establece entre los dos amantes. ¡Se hallan contemplado! ¡Ay! Al llegar, volvime casualmente hacia el duque de Cantarranas: estaba pálido de emoción y una lágrima se asomaba a sus ojos verdes, semejando viajera gota de rocío que se detiene a reposar en el cáliz de una lechuga. Sentíame yo confundido, anonadado ante la pasmosa inventiva, la originalidad, el ingenio de aquella mujer, junto a quien las Safos y Staëlas eran literatas de tres al cuarto. De los demás personajes de mi auditorio nada diré, todavía. «—¡Bravo, soberbio! —exclamó Cantarranas aplaudiendo con fuerza y entusiasmándose de tal modo que se le saltó el mal pegado botón de la camisa, y las puntas del cuello postizo quedaron en el aire. —¿Le gusta a usted mi pensamiento? —preguntó la poetisa—. Esto es el canevas tan sólo; después viene el estilo y… —Me entusiasma la idea —repliqué, apuntando con lápiz lo que ella con el mágico pincel de su fantasía dibujara. —Ése es el camino que usted debe seguir —añadió, dando a Cantarranas un alfiler para que afirmase el cuello. —¡Oh! El recurso del pajarillo es encantador. —El pajarillo —dijo Cantarranas— debe ser el intermediario entre la dama blanca y el joven meridional. —Pues yo continuaría desarrollando la acción del modo siguiente — prosiguió ella—: Veamos; el joven tomó el pajarillo con sus delicados dedos, y dándole algunas miguitas de pan, le alimentó varios días, consiguiendo domesticarle a fuerza de paciencia. Verá usted qué raro: le tenía suelto en el cuarto sin que intentara evadirse. Un día le ató un hilito en la pata y lo echó a volar; el pájaro fue a posarse al balcón en donde estaba la dama, que le acarició mucho y lo obsequió con migajitas de bizcocho, mojadas en leche. Volvió después a la bohardilla; el joven le puso un billete atado al cuello, y el ave se lo llevó a la dama. Así se estableció una rápida, apasionada y volátil correspondencia, que duró tres meses. Aquí copiaría yo la correspondencia, que ocuparía medio libro, de lo más delicado y elegante. Él empezaría diciendo: —Ignorada señora: los alados caracteres que envío a usted, le dirán, etc…». Y ella contestaría: «Desconocido caballero: Con rubor y sobresalto he leído su epístola, y mentiría si no le asegurara que desde luego he creído encontrar un leal amigo, un amigo nada más…». Por esto de los amigos nada más se empieza. Así se prepara al lector a los grandes aspavientos amorosos que han de venir después. —¡Qué ternura, qué suavidad, qué delicadeza! —dijo el duque en el colmo de la admiración. —Acepto el pensamiento —manifesté, anotando todo aquel discreto artificio para encajarlo después en mi obra como mejor me conviniese. Después que la poetisa hubo mostrado en todo su esplendor, adornándole con las galanuras del estilo, su incomparable ingenio; después que me dejó corrido y vergonzoso por la diferencia que resultaba entre su inventiva maravillosa y el seco, estéril y encanijado parto de mi caletre, ¿cómo había de atreverme a continuar leyendo? Ni a dos tirones me harían despegar los labios; y allí mismo hubiera roto el manuscrito, si el duque, que era la misma benevolencia, no me obligase a proseguir, con ruegos y cortesanías, que vencieron mi modestia y trocaron en valor mis fundados temores. Busqué, pues, en mi manuscrito el punto donde había quedado, y leí lo siguiente: —El joven Alejo era pobre, muy pobre. (Bien —dijo la poetisa). Sus padres habían muerto hacía algunos años, y sólo con lo que le pasaba una tía suya, residente en Alicante, vivía, si vivir era aquello. La mala sopa y el peor cocido con que doña Antonia de Trastámara y Peransurez le alimentaba eran tales, que no bastarían para mantener en pie a un cartujo. Y, aun así, doña Antonia de Trastámara y Peransurez, tan noble de apellido como fea de catadura, solía quejarse de que el huésped no pagaba; horrible acusación que hiela la sangre en las venas, pero que es cierta. (La poetisa articuló una censura que me resonó en el corazón como un eco siniestro). Así es que con los doscientos reales que de Alicante venían, el pobre no tenía más que para palillos, que era, en verdad, la cosa que menos necesitara. Luego las deudas se lo comían, y no podía echarse a la calle sin ver salir de cada adoquín un acreedor. Como era miope, las monedas falsas parece que le buscaban. ¡Singular atracción del bolsillo raras veces ocupado! En cuanto a distracciones, no tenía, aparte la dama citada, sino las murgas que en bandadas venían todas las noches, por entretener a la gente colgada de los balcones. —¡Ay!, ¡ay! —observó la poetisa—; eso de las murgas es deplorable. Ya ha vuelto usted a caer en la sentina. Al oír esto, otro de los personajes que me escuchaban rompió por primera vez su silencio, y con atronadora voz, dando en la mesa un puñetazo que nos asustó a todos, dijo: —No está sino muy bien, magnífico, sorprendente. Pues qué, ¿todo ha de ser lloriqueos, blanduras, dengues, melosidades y tonterías? ¿Se escribe para doncellas de labor y viejas verdes, o para hombres formales y gentes de sentido común? Quien así hablaba era la tercera eminencia que componía el jurado, y me parece llegada la ocasión de describirlo. III D on Marcos había sido novelista. Desde que se casó con la comercianta en paños de la calle de Postas, dejó las musas, que no le produjeron nunca gran cosa ni le ayudaron a sacar el vientre de mal año. Continuaba, sin embargo, con sus aficiones; y ya que no se entregara al penoso trabajo de la creación, solía dedicarse al de la crítica, más fácil y llevadero. Siempre en sus novelas (la más célebre se titulaba El Candil de Anastasio) brillaba la realidad desnuda. De las muchas diferencias que existían entre su musa y la de Virgilio, la principal era que la de D. Marcos huía de las sencillas y puras escenas de la naturaleza; y así como el pez no puede vivir fuera del agua, la Musa susodicha no se encontraba en su centro fuera de las infectas bohardillas, de los húmedos sótanos, de todos los sitios desapacibles y repugnantes. Sus pinturas eran descarnados cuadros, y sus tipos predilectos los más extraños y deformes seres. Un curioso aficionado a la estadística, hizo constar que en una de sus novelas salían veintiocho jorobados, ochenta tuertos, sesenta mujeres de estas que llaman del partido, hasta dos docenas y media de viejos verdes, y otras tantas viejas embaucadoras. Su teatro era la alcantarilla, y un fango espeso y mal oliente cubría todos sus personajes. Y tal era el temperamento de aquel hombre insigne, que cuanto Dios crió lo veía feo, repugnante y asqueroso. Estos epítetos los encajaba en cada página, ensartados como cuentas de rosario. Era prolijo en las descripciones, deteniéndose más cuando el objeto reproducido estaba lleno de telarañas, habitado por las chinches o colonizado por la ilustre familia de las ratas; y su estilo tenía un desaliño sublime, remedo fiel del desorden de la tempestad. ¿Será preciso decir que usaba de mano maestra los más negros colores, y que sus personajes, sin excepción, morían ahogados en algún sumidero, asfixiados en laguna pestilencial, o asesinados con hacha, sierra u otra herramienta estrambótica? No es preciso, no, pues andan por el mundo, fatigando las prensas, más de tres docenas de novelas suyas, que pienso son leídas en toda la redondez del globo. De su vida privada se contaban mil aventuras a cuál más interesantes. Mientras fue literato, su fama era grande, su hambre mucha, su peculio escaso, su porte de esos que llamamos de mal traer. El editor que compraba y publicaba sus lucubraciones, no era tan resuelto en el pagar como en el imprimir, achaque propio de quien comercia con el talento; y D. Marcos, cuyo nombre sonaba desde las márgenes del Guadalete hasta las del Llobregat, desfallecía cubierto de laureles, sin más oro que el de su fantasía, ni otro caudal que su gloria. Pero quiso la suerte que la persona del insigne autor no pareciese costal de paja a una viuda que tenía comercio de lana y otros excesos en la calle de Postas: hubo tierna correspondencia, corteses visitas, honesto trato; y al fin uniólos Himeneo, no sin que todo aquel barrio murmurara sobre el por qué, cómo y cuándo de la boda. Lo que las musas lloraron este enlace, no es para contado; porque viéndose en la holgura, trocó el escritor los poco nutritivos laureles por la prosaica hartura de su nueva vida, y cuéntase que colgó su pluma de una espetera, como Cide Hamete, para que de ningún ramplón novelista fuera en lo sucesivo tocada. Después de larga luna de miel, cual nunca se ha visto en comerciantes de tela, se afirma que no reinó siempre en el hogar la paz más octaviana. No están conformes los biógrafos de D. Marcos en la causa de ciertas riñas que pusieron a la esposa en peligro de morir a manos de su esposo: unos lo atribuyen a veleidades del escritor, otros más concienzudos, y buscando siempre las causas recónditas de los sucesos humanos, a que el pesimismo adquirido cultivando las letras infiltrose de tal modo en su pensamiento, que llenó su vida de melancolía y fastidio. ¡Tal influjo tienen las grandes ideas en las grandes almas! A los ojos del profano vulgo, D. Marcos era siempre el mismo. Aconsejaba a los jóvenes, procurando guiarles por el camino de la alcantarilla. Daba su opinión siempre que se la pidieran, y no negaba elogios a los escritores noveles, siempre que fuesen de su escuela colorista, que era la escuela del betún. Éste es el tercer personaje de los cuatro que formaban mi auditorio, y éste el que expuso su modo de pensar, diciendo: —No está sino muy bien. Hay que pintar la vida tal como es, repugnante, soez, grosera. El mundo es así: no nos toca a nosotros reformarlo, suponiéndolo a nuestro capricho y antojo: nos cumple sólo retratar las cosas como son, y las cosas son feas. Ese joven que usted ha pintado ahí tiene demasiada luz, y le hace falta una buena dosis de negro. Hoy no saben dar claro–obscuro al estilo, y desde que han dejado de escribir ciertas personas que yo me sé, está la novela por los suelos. Si usted quiere hacer una obra ejemplar, rodee a ese caballerito de toda clase de lástimas y miserias; arroje usted sobre él la sombra siniestra de la sociedad, y la tal sociedad es de lo más repugnante, asqueroso o inmundo que yo me he echado a la cara. Y después, si lo conviene ofrecer una lección moral a sus lectores, haga que el chico se trueque de la noche a la mañana, por la sola fuerza del hambre y del hastío, en un ser abyecto, revelando así el fondo de inmundicia que en el corazón de todo ser humano existe. Preséntele usted con toda la negra realidad de la vida, braceando en este océano de cieno, sin poder flotar, y ahogándose, ahogándose, ahogándose… Pero, eso sí, déjele usted que se enamore con hidrofobia de la dama de enfrente; porque en ese gran recurso dramático ha de cimentarse todo el edificio novelesco. Si yo me encargara de desarrollar el plan, lo haría de ingenioso modo, nunca visto ni en novelas ni en dramas. —¿A ver, a ver? —interrogamos todos, yo por afán de penetrar los pensamientos literarios de mi amigo, los demás por curiosidad y deseo de ver en todo su horror la cloaca intelectual de aquel atroz ingenio. —Yo haría lo siguiente, —continuó—: le supondría muy desesperado sin saber qué hacer para comunicarse y entablar relaciones con la dama de enfrente. Suprimo eso del pajarito, que es insufrible. (La poetisa dejó traslucir, con un movimiento de indignación, su ultrajado amor de madre). Él piensa unas veces meterse a bandido para robar a la dama; otras se le ocurre quemar la casa para sacar a la señora en brazos. Entre tanto se pone flaco, amarillo, cadavérico, con aspecto de loco o de brujo: la casa se cae a pedazos, y en su miseria se ve obligado a comer ratas. (Cantarranas cerró los ojos después de mirar al cielo con angustia). Un día se le pasa por las mientes un ardid ingenioso, y para esto tengo que suponer que vive, no en la casa de enfrente, sino en la bohardilla de la misma casa. Modificada de este modo la escena, fácil es comprender su plan, que consiste en introducirse por el cañón de la chimenea y colarse hasta el piso principal. —¡Qué horror! —exclamó la poetisa tapándose la cara con las manos—. ¡Se va a tiznar! Si al menos tuviera donde lavarse antes de presentarse a ella. —No importa que se tizne, —continuó el novelista—. Yo pintaría a la dama muy hermosa, sí, pero con una contracción en el rostro que denota sus feroces instintos. Ha tenido muchos amantes; es mujer caprichosa, uno de esos caracteres corrompidos que tanto abundan en la sociedad, marcando los distintos grados de relajación a que llega en cada etapa la especie humana. Ha tenido, como decía, muchísimos querindangos, y al fin viene a enamorarse de un negro traído de Cuba por cierto banquero, que es un agiotista inicuo, un bandolero de frac. Con estos antecedentes, ya puedo desarrollar la situación dramática, de un efecto horriblemente sublime. Veamos: ella está en su cuarto, lánguidamente sentada junto a un veladorcillo, y piensa en el Apolo de azabache, charolado objeto de su pasión. Hojea un álbum, y de tiempo en tiempo su rostro se contrae con aquel siniestro mohín que la hace tan espantablemente guapa. De repente se siente ruido en la chimenea: la dama tiembla, mira, y ve que de ella sale, saltando por encima de los leños encendidos, un hombre tiznado: en su delirio creo que es el negro: domínanla al mismo tiempo el estupor y la concupiscencia. La luz se apaga ¡Pataplum!… ¿Qué les parece a ustedes esta situación? —Digo que es usted el mismo demonio o tiene algún mágico encantador que lo inspire tan admirables cosas —respondí confuso ante la donosa invención de D. Marcos, que me parecía en aquel momento superior cuantos, entre antiguos y modernos, habían imaginado las más sutiles trazas de novela. La poetisa estaba un tanto cabizbaja, no sé si porque le parecía mejor lo suyo o porque, teniendo por detestable el engendro de D. Marcos, consideraba, a qué límite de fatal extravío pueden llegar los más esclarecidos entendimientos. No estará de más que con la mayor reserva diga yo aquí, para ilustrar a mis lectores, que la poetisa tenía, entre otros, un defecto que suele ser cosa corriente entre las hembras que agarran la pluma cuando sólo para la aguja sirven: es decir, la envidia. Pues verán ustedes ahora —continuó D. Marcos— cómo armo yo el desenlace de tan estupendo suceso. A la mañana siguiente hállase la dama en su tocador, y ha gastado dos pastas de jabón en quitarse el tizne de la cara. Su rabia es inmensa: está furiosa; ha descubierto el engaño, y en su desesperación da unos chillidos que se oyen desde la calle. El joven, por su parte, trata de huir, al ver el enojo de la que adora. Quiere matar al desconocido mandinga, de quien está celosísimo; pero en lugar de bajar la escalera, se ve obligado a subir por el mismo cañón de la chimenea para no ser visto de cierto conde que entra a la sazón en la casa. La fatalidad hace que no pueda subir por el cañón, habiendo sido tan fácil la bajada; y mientras forcejea trabajosamente para ascender, resbala y cae al sótano y de allí, sin saber cómo, a un sumidero, yendo a parar a la alcantarilla, donde se ahoga como una rata. La ronda le encuentra al día siguiente, y le llevan, en los carros de la basura, al cementerio. Como aquí no tenemos Morgue, es preciso renunciar a un buen efecto final. Así habló el realista D. Marcos. Cantarranas estaba más nervioso que nunca, y la poetisa sacó un pomito de esencias, para aplicarlo al cartucho que tenía por nariz: este singular pomito era el flacón que había visto en todas las novelas francesas. Es la verdad que D. Marcos le inspiraba profunda repugnancia, y por eso le llamaba ella barril de prosa, sin duda por vengarse del otro, que en cierto artículo crítico la llamó una vez espuerta de tonterías. Yo no sabía qué hacer en presencia de dos fallos tan autorizados y al mismo tiempo tan contradictorios. Vacilaba entre figurar a mi héroe dando migajas de pan al pajarito, o metiendo la cabeza en los sumideros del palacio de su amada. Miré al magnífico duque, y le vi con la cabeza gacha y colgante, como higo maduro. La poetisa se hallaba en un paroxismo de furor secreto. ¿Cómo podía yo decidirme por una solución contraria a las ideas de Cantarranas, cuando éste era mi Mecenas, o, para valerme de una de sus más queridas figuras, corpulento roble que daba sombra a este modesto hisopo de los campos literarios? Y al mismo tiempo, ¿cómo desairar a D. Marcos, tan experimentado en artes de novela? ¿Cómo renunciar a su plan que era el más nuevo, el más extraño, el más atrevido, el más sorprendente de cuantos había concebido la humana fantasía? En tan crítica situación me hallaba, con el manuscrito en las manos, la boca abierta, los ojos asombrados, indeciso el magín y agitado el pecho, cuando vino a sacarme de mi estupor y a cortar el hilo de mis dudas la voz del cuarto de los personajes que el jurado componían. Hasta entonces había permanecido mudo, en una butaca vieja, cuyas crines por innumerables agujeros se salían, allí estaba, con aspecto de esfinge, acentuado por la singular expresión de su rostro severo. Creo que ha llegado la ocasión de describir a este personaje, el más importante sin duda de los cuatro, y voy a hacerlo. IV S i cuarenta años de incansable laboriosidad, de continuos servicios prestados al arte, a las letras y a la juventud son título bastantes para elevar a un hombre sobre sus contemporáneos, ninguno debiera estar más por cima de la vulgar muchedumbre que don Severiano Carranza conocido entra los árcades de Roma por Flavonio Mastodontiano. Era casi académico, porque siempre que vacaba un sillón se presentaba candidato, aunque nunca quisieron elegirle. Su fuerte era la erudición; espigaba en todos los campos; en la historia, en la poesía, en las artes bellas, en la filosofía, en la numismática, en la indumentaria. Recuerdo su última obra, que estremeció el mundo de polo a polo, por tratar de una cuestión grave, a saber: de si el Arcipreste de Hita tenía o no la costumbre de ponerse las medias al revés, decidiéndose nuestro autor por la negativa, con gran escándalo y algazara de las Academias de Leipsick, Gottinga Edimburgo y Ratisbona, las cuales dijeron que el célebre Carranza era un alma de cántaro al atreverse a llegar un hecho que formaba parte del tesoro de creencias de la humanidad. ¿Pues y su disertación sobre los colmillos del jabalí de Erymantho, que fue causa de un sin fin de mordiscadas entre los más famosos eruditos? No diré nada, pues corre en manos de todo el mundo de su famoso discurso sobre el modo de combinar las tes y las des en el metro de Arte Mayor, el cual le alzara a los cuernos de la luna, si antes, para gloria de España y enaltecimiento de sí propio, no hubiera escrito y dado a la estampa la nunca bastante encarecida Oda a la invención de la pólvora, en que llamaba a este producto químico atmósfera flamínea. Ésta es su única obra de fantasía. Las demás son todas eruditas, porque vive consagrado a los apuntes. Como crítico no se le igualara ni el mismo Cantarranas, aunque no faltan biógrafos que lo equiparan a él, y hubo alguno que aseguró le aventajaba en muchas cosas. Basta decir que Carranza había leído cuanto salió de plumas humanas, siendo de notar que todo libro que pasase por su memoria dejaba en ella un pequeño sedimento o depósito, aunque, no fuera más grande que una gota de agua. No había fecha que él no supiera, ni nombre que ignorara, ni dato que le fuera desconocido, ni coincidencia que se escapase a su penetración y colosal memoria. Bien es verdad que de este almacén sacaba el cargamento de sus críticas, las cuales tenían más de indigestas que de sabrosas, porque no existe cosa antigua que no sacara a colación, ni autor clásico que no desenterrara a cada paso para llevarle y traerle como a los gigantones en día de Corpus. Escribiendo, era prolijo: su estilo se componía de las más crespas y ensortijadas frases que es dado imaginar. Pulía de tal modo su prosa, que parecía una cabellera con cosmético y bandolina, pudiendo servir de espejo; y sus versos eran tales, que se les creerían rizados con tenacillas. Nunca repitió una palabra en un mismo pliego de papel, por miedo a las redundancias y sonsonetes. En cierta ocasión, habiendo hablado en un artículo del mondadientes de marfil de una dama, viéndose obligado a repetirlo por la fuerza de la sintaxis y pareciéndole vulgar la palabra palillo, llamó a aquel objeto el ebúrneo estilete. Por esta razón aparecían en sus escritos unas palabrejas que sus enemigos, en el furor de la envidia, llamaban estrambóticas. Tratarle a él de pedante era cosa corriente entre los malignos gacetilleros que molestan siempre a los grandes hombres como las pulgas al león. La persona del erudito Carranza era tan notable como sus obras. Componíase de un destroncado cuerpo sobre dos no muy iguales piernas, brazos pequeños y los hombros cansadísimos; exornando todo el edificio un sombrero monumental, bajo el cual solía verse, en días despejados, la cabeza más arqueológica que ha existido. Después de la corbata, que afectaba cierto desaliño, lo que más descollaba era la boca, donde en un tiempo moraron todas las gracias, y ahora no quedaba ni un diente; y la nariz hubiera sido lo más inverosímil de aquel rostro si no ocuparan el primer lugar unos espejuelos voluminosos, tras los cuales el ojo perspicaz y certero del crítico fulguraba. Estos ojos fueron los que me miraron con severidad que me turbó: esta boca fue la que con voz tan solemne como cascada, tomó la palabra y dijo: —¡Oh extravío de las imaginaciones juveniles! ¡Oh ruindad de sentimientos! ¡Oh corrupción del siglo! ¡Oh bajeza de ideas! ¡Oh pérdida del buen gusto! ¡Oh aniquilamiento de las clásicas reglas! ¿Hay más formidable máquina de disparates que la que usted escribió, ni mayor balumba de despropósitos que la que esa señora y ese caballero han dicho? ¿En qué tiempos vivimos? ¿Qué república tenemos? Vaya usted, señora, a coser sus calcetas y a espumar el puchero, y usted, D. Marcos, a cuidar sus hijos si los ha; y usted, joven, a aprender un oficio, que más cuenta le tiene, cualquier ocupación, aunque sea ingrata y vil, que componer libros. Pues qué, ¿es el campo de las letras dehesa de pasto para toda clase de pecus o jardín frondosísimo donde sólo los más delicados ingenios pueden hallar deleites y amenidades? Id, cocineros del pensamiento, a condimentar vulgares sopas y no sabrosos platos; que no es dado a tan groseras manos preparar los exquisitos manjares que se sirven en el ágape de los dioses. Como Semíramis cuando ve aparecer la sombra de Nino para echarle en cara sus trapicheos; como Hamlet cuando oye al espectro de su padre revelándole los delitos de la señá Gertrudis; como Moisés cuando vislumbra a Jehová en la zarza ardiente, así nos quedamos todos, mudos, fríos, petrificados de espanto. El apóstrofe de aquel hombre, tenido por un oráculo, su singular aspecto, su severa mirada y el eco de su vocecilla, nos infundieron tal pavor, que hubo de transcurrir buen espacio de tiempo antes que yo tomase aliento, y sacara la poetisa su flacón y cerrara la boca el excelente duque. Al fin nos repusimos del terror, y Carranza, advirtiendo el buen efecto que sus palabras habían producido, arremetió de nuevo contra nosotros, y de tal modo se ensañó con D. Marcos, que pienso no le quedara hueso sano. La poetisa estaba turulata y no hacía más que abanicarse para disimular su enojo, mientras Cantarranas parecía inclinado, en fuerza de su natural bondad, a ponerse de parte del tremendo crítico. —¡Y para esto me han llamado! —decía éste—. La culpa tiene quien, dejando serias ocupaciones y la sabrosa compañía de las musas, asiste a estas lecturas, donde le hacen echar los bofes con tantísimo desatino. Entonces yo, desafiando con un arrojo que ahora me espanta la cólera del Aristarco, le dije: —Pero ya que he tenido la osadía de traerle a usted aquí, oh varón insigne, ¿no me será permitido pedirle la más gran merced que hacerme pudiera, ayudando con sus luces a mejorar este engendro mío que con tan mala estrella viene al mundo? —Sí, lo haré de muy buen grado —contestó el sabio, trocándose repentinamente en el hombre más suave y meloso de la tierra. Voy a decir cómo desarrollaría yo mi pensamiento; pero han de prometerme que no he de ser interrumpido por aplausos, ni otra manifestación semejante. Empezaré, pues, declarando que yo colocaría la acción de mi obra en tiempos remotos, en los tiempos pintorescos e interesantes, cuando no había alumbrado público, y sí muchas r ondas y gran número de corchetes; cuando los galanes se abrían en canal por una palabrilla, y las damas andaban con manto por esas callejuelas, seguidas de Celestinas y rodrigones; cuando se guardaba con siete llaves el honor, sin que eso quiera decir que no se perdiese en su santiamén. Yo no sé cómo hay ingenios tan romos que novelan con cosas y personas de la época presente, donde no existen elementos literarios, según todos los hombres doctos hemos probado plenamente. Al demonio no se le ocurriría pintar aventuras en una calle empedrada y con faroles de gas. Por Dios y por los Santos, ¿cabe nada más ridículo que un diálogo amoroso, en que aparece a cada momento la palabra usted, hecha para preguntar cómo está el tiempo, los precios de la carne, etc.?… Pues bien; yo figuraría mis personajes en el siglo XVII, y abriría la escena con gran ruido de cuchilladas y muchos pardieces y voto a sanes; después el ir y venir de los alguaciles y, por último, la voz cascada de una vieja alcahueta que acude con su farolito a reconocer la cara del muerto. Todos nos mirábamos, sorprendidos ante el pintoresco cuadro que en un periquete había trazado aquel maestro incomparable. —El joven pobre que ha puesto usted en la bohardilla, donde está muy retebién, le figuraría yo un hidalgo de provincias, sin blanca y con malísima estrella. Ha llegado a Madrid en busca de fortuna, y solicita que la hagan capitán de Tercios, para lo cual anda de ceca en meca, sin poder conseguir otra cosa que desprecios. La dama de enfrente es de la más alta nobleza, hija de algún montero mayor de la casta real, o cosa por el estilo, lo cual hace que tenga entrada en palacio, y sea bienquista de reyes, príncipes e infantes. Meteremos en el ajo algún rapabarbas o criado socarrón que haga de tercero, porque novela o comedia sin rapista charlatán y enredador es olla sin tocino y sermón sin Agustino. ¡Y cómo había yo de pintar las escenas de tabernas, las cuchilladas, las pendencias que dirige siempre un tal maese Blas o maese Pedrillo! ¿Pues y las escenas de amor? ¡Qué discreción, qué ternezas, qué riqueza metafórica había yo de poner allí! Carta acá, carta allá, y entrevista en las Descalzas todos los días, porque la condesa vieja es tan devota, que no se mueve un clérigo ni fraile en las iglesias de Madrid sin que ella vaya a meter sus narices en la función. El hidalguillo tañe su laúd que se las pela, y la dama le manda décimas y quintillas. Ambos están muy amartelados. Pero cata aquí que el padre, que es un condazo muy serio, con su gorguera de encajes que parece un sol gran talabarte de pieles y unos gregüescos como dos colchones, quiere que se case con D. Gaspar Hinojosa, Afán de Rivera, ete., etc., etc., que es contralor, hijo del virrey de Nápoles y secretario del general qué sé yo cuántos, que ha tomado a Amberes, Ostende, Maestrich u otra plaza cualquiera. El Rey tiene un gran empeño en estas nupcias, y la Reina dice que quiere ser madrina del bodorrio. Ahora es ella. La dama está fuera de sí, y el hidalguillo se rompe la cabeza para inventar un ardid cualquiera que le saque de tan espantoso laberinto. ¡Oh terrible obstáculo! ¡Oh inesperado suceso! ¡Oh veleidades del destino! ¡Oh amargor de la vida! Lo peor y más trágico del caso es que el padre se ha enterado de que hay un galán que corteja a la niña, y se enfurece de tal modo, que si le coge, le parte la cabeza en dos con la espada toledana. Cuenta al Rey lo que pasa, la Reina lo echa fuerte reprimenda a nuestra heroína, y todos convienen en que el galán aquel es un majagranzas, que no merece ni descalzarle el chapín a la doncella. El mozo ya no rasca laúdes ni vihuelas, y se pasea por el Cerrillo de San Blas muy cabizbajo y melancólico. Los criados del conde le andan buscando para darle una paliza; pero escapa de ella, gracias a las tretas del socarrón de su lacayo, que no por estar muerto de hambre deja de ser maestro en artimañas y sutilezas. Los amantes van a ser separados para siempre. Y lo peor es que el D. Gaspar se enfurruña y ya no quiere casarse, y dice que, si topa en la calle al pobre hidalgo, le pondrá como nuevo. ¿Qué hacer? ¡Tate!… Aquí está el quid de la dificultad. ¿Cómo desenredar esta enmarañada madeja? Pues verán ustedes de qué manera ingeniosa, con qué donosura y originalidad desato yo este intrincado nudo, en que el lector, suspenso de los imaginarios hechos, los mira como si fuesen reales y efectivos. ¿Qué les parece a ustedes que voy a inventar? ¿A ver? Todos nos quedamos con la boca abierta, sin saber qué contestarle. Yo, sobre todo, ¿cómo había de imaginar cosa alguna que igualara a los profundos pensamientos de aquel pozo de ciencia? —Pues verán ustedes —prosiguió—. Hallándose las cosas he dicho, de repente… ¡Qué novedad! ¡Qué agudísima e inesperada anagnórisis!… Pues es el caso que el muchacho tiene un tío, oidor de Indias. Este tío oidor, que es todo un letrado y persona de pro, muere legando un caudal inmenso; de modo que cuando menos se lo piensa, el hidalguillo se ve con doscientos mil escudos en el arca y es más rico que el conde de enfrente. Cátate que en un momento le obsequian todos y le guardan más miramientos que si fuera el mismo duque de Lerma, ministro universal. El padre de la dama se ablanda, ésta se marcha a Platerías diciendo que va a comprar unas arracadas, pero con el disimulado fin de ver al hidalguillo y oír de sus mismos labios la noticia de la herencia; la Reina se desenoja, el Rey dice que les ha de casar o deja de ser quien es. Don Gaspar se va furioso a las guerras de la Valtellina, donde le matan de un arcabuzazo, y por fin los dos jóvenes se casan, son muy obsequiados, y viven luengos años en paz y en gracia de Dios. Así, señores, desarrollaría yo el pensamiento de esta novela, que, expuesta de tal modo, pienso no sería igualada por ninguna de cuantas en lengua italiana o española se han escrito, desde Bocaccio hasta Vicente Espinel; que yo las he leído todas, y aquí pudiera referirlas ce por be, sin que se me quedara una en la cuenta. Aquí terminó el dictamen de D. Severiano Carranza, fénix de los literatos. Esta lección tercera era ya demasiada carga de lección tercera era ya demasiada carga de bochorno y humillación para mí. Y ¿cómo había yo de continuar leyendo, si en un dos por tres me habían mostrado aquellos personajes la flaqueza de mi entendimiento, apto tan sólo para bajas empresas? Me afrentaron, y de sus enseñanzas saqué menos provecho que vergüenza. Sí: lo digo con la entereza del que ya ha desistido de caminar por el escabroso sendero de la literatura, y confiesa todos sus yerros y ridiculeces. Cuando D. Severiano acabó, la poetisa hizo un mohín de fastidio, señal de que el discurso no le había parecido de perlas. D. Marcos se reía del insigne erudito, y el duque de Cantarranas… (rubor me cuesta el confesarlo, porque lo estimo sobremanera, y desearía ocultar todo lo que le menoscabase; pero la imparcialidad me obliga a decirlo) el duque se había dormido, cosa inexplicable en quien siempre fue la misma cortesía. Otro suceso doloroso tengo que referir, y sabe Dios cuánto me cuesta revelar cosas que puedan obscurecer algún tanto la fama que rodea a estas cuatro venerandas personas. ¿Revelaré este funesto incidente? ¿Llevaré la mundanal consideración y el afecto particular hasta el extremo de callar la verdad, hija de Dios, sin la cual ninguna cosa va a derechas en este mundo? No; que antes que nada es mi conciencia; y, además, si enseño una flaqueza de mis cuatro amigos, no por eso van a perder la estimación general quienes tantos y tan grandes merecimientos y títulos de gloria reúnen. Hay momentos en que los más rutilantes espíritus sufren pasajero eclipse, y entonces, mostrándose la naturaleza en toda su desnudez, aparecen las malas pasiones que bullen siempre en el fondo del alma humana. Esto fue lo que pasó a mis cuatro jueces en aquella noche funesta. Sucedió que unas palabras de D. Marcos, que fue siempre algo deslenguado irritaron al augusto crítico. Quiso intervenir Cantarranas, y como la poetisa dijese no sé qué tontería de las muchas que tenía en la cabeza, D. Marcos le increpó duramente; salió a defenderla con singular tesón el duque, y recibió de pasada, y como sin querer, un furibundo sopapo. Desde entonces fue aquello un campo de Agramante, y es imposible pintar el jaleo que se armó. Daba el erudito a D. Marcos, D. Marcos al duque, éste al erudito, el cual se vengaba en la poetisa, que arañaba a todos y chillaba como un estornino, siendo tal la baraúnda, que no parecía, sino que una legión de demonios se había metido en mi casa. No pararon los irritados combatientes hasta que D. Marcos no derramó sangre a raudales, rasguñado por la poetisa; hasta que ésta no se desmayó dejando caer sus postizos bucles, y haciéndome en la frente un chichón del tamaño de una nuez; hasta que al duque no se le fraccionó en dos pedazos completos la mejor levita que tenía; hasta que Carranza no perdió sus espejuelos y la peluca, que era bermeja y muy sebosa. Así terminó la sesión que ha dejado en mí recuerdos pavorosos. He revelado esta lamentable escena por amor a la verdad, y porque debo ser severo con aquellos que más valen y más fama gozan. De todos modos, si hago esta confesión, no es con ánimo de publicar debilidades, sino por hacer patente lo miserable de la naturaleza humana, que aun en los más elevados caracteres deja ver en alguna ocasión su fondo de perversidad. V D e la novela, inocente causa de tan reñida controversia y desbarajuste final, ¿qué he de decir, sino que salió cual engendrada en aciaga noche de escándalo? Como quise adoptar las ideas de cada uno, por parecerme todas excelentes, mi obra resultó análoga a esas capas tan llenas de remiendos y pegotes, que no se puede saber cuál es el color y la tela primitivos. Después de la introducción que he leído, adopté el pensamiento del pajarito y le puse de intermediario entre los dos amantes. Luego, pareciéndome de perlas el incidente de la chimenea, hice que Alejo se mudara a la casa de enfrente, y que una noche se deslizara muy callandito por el interior del ennegrecido tubo, apareciéndose a la dama cuando ésta se percataba menos. Lo del negro no me fue posible introducirlo; pero sí el magnífico desenlace del tío en Indias, ideado por el fénix de los críticos, aunque no pude suponerlo oidor, sino tabernero, diferencia que importa poco para el caso. Así la novela, como hija de distintos progenitores, venía a ser la cosa más pintoresca, variada y original del mundo, y bien podía decir su autor: «yo, el menor padre de todos…». Imprimila, porque ningún editor la quería tomar, aunque yo, llevando mi modestia hasta lo sublime, la daba por ochenta reales al contado y otros ochenta, pagaderos a plazos de dos duros en dos años. La puse a la venta en las principales librerías, y en un lustro que ha corrido llevo despachada la friolera de tras ejemplares, con más los que me tomaron al fiado, y que espero cobrar si la cosecha es buena en el próximo otoño. Un librero de Sevilla me ha prometido comprarme un ejemplar, si le hago la rebaja de dos reales; y este pedido, con otras proposiciones que me dirigen de lejanas tierras, me hace esperar que venderé hasta diez en todo lo que queda de año. No puedo quejarme, en verdad, porque yo sé que, si las cosas estuvieran mejor y sobrase dinero en el país, no había de quedar un ejemplar para muestra. De todos modos, me consuela la singular protección que me dispensa, ahora como antes, el duque de Cantarranas, mi ilustre Mecenas; quien ha podido conseguir de un amigo suyo, dueño de una tienda de ultramarinos, que me compre media edición al peso, y a veinticinco reales la arroba. Si merced a la solicitud del prócer ilustre, consigo realizar este negocio, me servirá de estímulo para proseguir por el fatigoso camino de las letras, que si tiene toda clase de espinas y zarzales en su largo trayecto, también nos conduce, como sin querer, a la holgura, a la satisfacción y a la gloria. El artículo de fondo (1871). La narración de «El artículo de fondo» está estructurada desde las vicisitudes de su verdadero protagonista: el artículo de fondo de un periódico cuyo primero y último párrafos abren el texto y lo cierran. En medio, y en la derivación de los cuatro capitulillos del relato, el lector verá avanzar su redacción al compás de los altibajos personales del articulista que lo escribe. Un narrador omnisciente actúa con eficacia para relacionar al artículo con su redactor. Se trata de un periodista poco avezado, un escritor sin método ni verdadera formación, que no consigue concentrase, ni controlar su imaginación calenturienta que actúa «con la alborozada inquietud de un pájaro». Cada una de los cuatro tiempo de la narración tensan y destensan el agobio del periodista en función las presiones que recibe. En el primero, la distensión imaginativa del redactor se rompe con los pasos del chico del periódico que viene a buscar el artículo, al que su mente ha de ver como monstruo. La caracterización del tal motivará una nueva distensión imaginativa (más rápida en el tiempo real de la que tarda en contarse) al que sigue la fiebre del segundo párrafo del desafortunado artículo. Nuevo sobresalto supone la llegada de un amigo del periodista, «el lúgubre», portador de las noticias negativas de un folletinesco conflicto amoroso: nueva divagación imaginativa, nueva aparición del enviado del periódico con la tensión consiguiente cuya negatividad habrá de reflejar el contenido del artículo que progresa. Nuevas interrupciones del amigo, nuevas evasiones y nuevas llegadas de la «horrible caricatura de Gutemberg» propician dos nuevos párrafos severos y pesimistas. El relato tiene final feliz para el articulista, quien recibe inesperadamente una carta amorosa que lo llena de euforia anímica. Cuando el nuevo estado de ánimo se refleje en el remate del artículo terminará por hacer de él algo incongruente y desastroso. El autor del texto ha conseguido mantener en suspensión al lector que asiste a las vicisitudes de la escritura viéndola avanzar, asistiendo como un espía a los entresijos de su construcción y preguntándose cómo podrá resultar ese atropellado artículo: en efecto, algo sin sentido ni lógica. A la postre, ha de reflexionar ese lector sobre los caminos imprevisibles de la escritura mientras comprueba hasta qué punto los conflictos personales y subjetivos son determinantes para conducir las conductas individuales y, ¿por qué no?, las sociales y las colectivas; ha de apreciar la ironía (el doble sentido) en todos sus matices (de lo ligero a lo hiperbólico) que domina un texto atractivo del que cualquier sospecha de inocencia por parte del creador está desechada. En su desarrollo, «El artículo de fondo» abarca diversos asuntos: lo periodístico como profesión y como amenaza; la frivolidad de los malos profesionales; el error de los «amores de folletín» y de sus protagonistas incapaces de separar la realidad de la fantasía; la perversión de los lenguajes; la verdad de la manipulación de la prensa; la hiperbolización de los conflictos individuales… «El artículo de fondo» ha mantenido en tensión el interés del lector y sus entresijos le han entretenido; además de esto le ha hecho reflexionar sobre la escritura, los modos de acercarse a ella y la responsabilidad del «opinador» público ante la sociedad. Vuelve a ser una propuesta metaficticia del escritor y un texto crítico abierto a la interpretación. Por todo ello muy interesante. Esta edición de «El artículo de fondo» reproduce el texto que publicó en Madrid la Administración de «La Guirnalda» y Episodios Nacionales, en 1889, y comparte volumen con Torquemada en la hoguera, «El artículo de fondo», «La mula y el buey», «La pluma en el viento», «Un tribunal literario», «La princesa y el granuja» y «Junio». Con anterioridad había aparecido en la «Revista de España», Madrid, XIX, n.º 75, 1871, pp. 427 - 420 y en «El Océano», Madrid, los días 21, 22 y 23 de junio de 1879. I B «asta de contemplaciones. Basta de contubernios. Basta de flaquezas. Ha sonado la hora de las energías. Creíamos que los hechos, tan claros ya en la mente de todo el mundo, se presentarían al fin en su espantosa gravedad a los ojos del insensato poder, que dirige los negocios públicos. Juzgando que toda obcecación, por grande que sea, ha de tener su límite, creíamos que el Gobierno no podría resistir a la evidencia de su descrédito; creíamos que, deponiendo la terquedad propia de todos los poderes que no se apoyan en la opinión, se resolvería al fin a entrar por más despejado y seguro camino, si no consideraba como la mejor de las enmiendas el abandonar la vida pública. Esperábamos inquietos, ante los grandes males que afligen a la patria; esperábamos callando, sin dejar de conocer los diarios y cada vez más graves errores de este insensato Gobierno. Hemos esperado hasta lo último, hasta que los escándalos han sido intolerables. Hemos callado, mientras el callar no fue gravísima falta. Ya no hay esperanza. Es preciso no ocultar la verdad al país, y nosotros faltaríamos al primero de nuestros deberes, si un momento más permaneciéramos en esta actitud. Nuestro patriotismo nos impele a obrar de este modo; y como sabemos que la opinión pública es la única…». Al llegar aquí, el autor del artículo se paró. La inspiración, si así puede decirse, se le había concluido; y como si el esfuerzo hecho para crear los párrafos que anteceden produjera fatiga en su imaginación, se detuvo, con ánimo de proseguir, cuando las varias ideas, que repentinamente y en tropel vinieron a su imaginación, se disparan. Era su entendimiento tan pobre, que no hay noticia de que produjera nunca cosas de provecho, pues no han de tenerse por tales sus lucubraciones soporíferas sobre el origen de los poderes públicos y el equilibrio de las fuerzas sociales; era, además de corto, díscolo; porque jamás pudo adquirir ni sombra de método. Descollaba en las digresiones, y cuando se ocupaba en desarrollar una tesis cualquiera, no había fuerzas humanas que le concretaran al asunto, impidiendo sus escapadas, ya al campo de la historia, ya a la selva de la moral, ya a los vericuetos de la arqueología o de la numismática. Por todos estos campos, cerros y collados corría complaciente y alborozada la imaginación del autor del artículo de fondo, cuando interrumpido el hilo lógico de éste, y olvidado el asunto y desbaratado el plan, ocuparon su mente, apoderándose de ella de un modo atropellado, violento y como de sorpresa, las intrusas ideas de que se ha hecho mérito. Procedían éstas de todos los objetos, de todas las ilusiones, de todos los recuerdos, de mil fuentes diversas que manaban a un tiempo una corriente sin fin. Vínole al pensamiento no sé qué fragmento de historia, con el cual se unía la imagen de un Obispo de Astorga, tan testarudo clérigo como intrépido soldado. Acordábase de las torres muzárabes que había contemplado en una ciudad antigua, y al mismo tiempo se le ofrecían a la vista lagos y jardines, no sin que de pronto afease este espectáculo algún animal de corpulenta forma y repugnante fealdad. Tan pronto se le representaban los versos de algún romance que hacía tiempo leyera en amarillos y arrugados códices, como sentía el rumor de lejana música de órgano, dulcísima y misteriosa. ¡Con cuánto abandono se entrega la imaginación a este cómodo vagar, suelta y libre, sin las trabas del árido razonamiento, sin que una voluntad firme la sujete ni la enfrene para elaborar difícilmente el producto literario, uno, lógico, de forma determinada y con especial contextura! La imaginación del pobre periodista había logrado escaparse en aquellos momentos, cuando el artículo no había pasado aún de su edad infantil, y sólo contaba escaso número de renglones. La imaginación del menguado escritor, después de correr de aquí para allí, con la alborozada inquietud de un pájaro que viendo rotas las cañas de su jaula, se escapa y vuela a todas partes sin fijarse en ninguna, se concretó al fin, se fijó, se regularizó poco a poco. De entre los escasos renglones del artículo interrumpido poco después de haber sedado a luz su primera idea, surgen las líneas; las sombras y luces de una inmensa catedral gótica. Crecen sus haces de columnas, teñidas de suave matiz pardo, hasta llegar a enorme altura, desparramándose después los retorcidos tallos para formar las bóvedas. Descienden del techo, cual si estuvieran suspendidas de elásticas y casi invisibles cuerdas, lámparas de oro, cuyas luces oscilantes no bastan a eclipsar el diáfano colorido de las vidrieras, que llenas de santos y figuras resplandecientes, parecen comunicar con el cielo el interior del templo. Mil figuras van destacándose en la pared, como si una mano invisible las tallara en la piedra con sobrenatural prontitud, y lozana flora crece portentosamente a lo largo de las columnas, llevando en sus cálices animales grotescos o inverosímiles, que parecen haber sido producidos por ignorado germen en las entrañas mismas de la piedra. Las estatuas aplastadas sobre los muros se multiplican, aparecen en filas, en series, en ciclos sin fin, y son todas rígidas, tiesas, retratando en sus semblantes el fastidio del Limbo o la placidez del Paraíso. Alternan con ellas los seres simbólicos creados por la estatuaria cristiana, y que parecen engendro sacrílego del paganismo y la teología. Los dragones, las sibilas, los monstruos bíblicos que para representar sutiles abstracciones ideó el genio de la Edad Media, refundiendo los despojos de las sirenas y los centauros antiguos, muestran sus heterogéneos miembros, en que la figura humana se une a las más raras formas de la fantástica zoología, ya religiosa, ya heráldica, inventada por embriagados escultores. Vense en las paredes blasones de brillantes tintas, sobre suntuosos sepulcros, en que duermen el sueño del mármol arzobispos y condestables, príncipes y guerreros, empuñando báculos o espadas. Los perros y leoncillos en que apoyan sus pies parecen prestar atento oído a todo rumor que en el templo suena. Replandece en el fondo el estofado riquísimo del altar, semejante a inmensa ascua de oro cuajada de diminutos ángeles y querubes que aletean quemándose en el seno de aquella nube incandescente, y como si la combustión les diera vida. Graves y barbudos santos, alineados con la compostura propia de los círculos celestes, aparecen en el centro de este gran Apocalipsis de madera dorada, terminando tan portentosa máquina un Cristo colosal, cuyos brazos, que se abren contraídos por los dolores corporales, parece van a estrechar en supremo abrazo a todo el linaje humano. Se sienten rezos tenues y confusos, no interrumpidos por pausa alguna como si la atmósfera interior del edificio, afectada de una vibración inherente a su esencia física, modulara un monólogo sin fin, Todo es calma y respeto. La claridad, las sombras, las formas esculturales, la gallardía de las líneas, el recóndito sonido que se creería producido por la oscilación de la masa arquitectónica; aquel sonido, que hace pensar en la respiración de algún misterioso espíritu, habitante en las grandes cavidades de piedra, la variedad de objetos, la majestad de los sepulcros, el idealismo de los efectos de luz, todo esto produce estupor y recogimiento. Se piensa en Dios y se trata de medir la inmensidad de la idea que ha dado existencia tan hermoso conjunto; se siente la más grande admiración hacia los tiempos que tuvieron fe, corazón y arte para expresar con símbolos inagotables su arraigada creencia… Hallábase el menguado autor como en éxtasis, contemplando en su mente estas hermosuras del arte y de la fe, cuando un ruido de pasos primero, y la inusitada aparición de un hombre después, le trajeron bruscamente a la realidad, haciéndole fijar la vista en las cuartillas del artículo de fondo que olvidado yacía sobre la mesa. El ser que tenía delante era un monstruo, un vestiglo. Aborrecíale en aquellos momentos más que si viniera a darle la muerte, y le inspiraba más pavor que si fuese Satanás en persona. El monstruo miró al autor de un modo que le hizo temblar; alargó la mano pronunciando palabras que aterraron al infeliz, cual si fueran anatemas de la Iglesia o sentencia de inquisidores. Estremecióse en su asiento, erizósele el cabello y miró con angustia: y bañado en sudor frío las incorrectas líneas del interrumpido articulejo. II A quel vestiglo, o en otros términos, pedazo de bárbaro, venía cubierto de sudor, como si hubiese hecho una larga y precipitada carrera; y lo mismo su cara que su andrajosa y mugrienta ropa parecían teñidas de un ligero barniz obscuro: La tinta manaba de sus poros. Se diferenciaba de un carbonero en que su tizne era más consistente y como si le saliera de dentro. Enteramente igual a un cíclope, si no tuviera dos ojos, era el tal una de las más poderosas palabras de la civilización moderna, porque había recibido de la Providencia la alta misión de mover el manubrio de una máquina de imprimir, que daba a luz diariamente millones de millones de palabras. Viviendo la mayor parte del día en el sótano donde la máquina civilizadora funciona, aquel hombre se había identificado con ella; formaba parte de su mecanismo; y la armazón ingeniosa, pero inerte, obra pura de las matemáticas, se convertía en ser inteligente cuando al impulso del monstruo movía sus ruedas, ejes y cilindros como si fueran órganos animados por recóndita vida. Ambos se entusiasmaban, se confundían; ella crujiendo convulsamente y con acompasada celeridad; él, jadeante y lleno de sudor, describiendo curvas y más curvas con su brazo; ella recibiendo el papel para lanzarle fuera después de haber extendido en su superficie un mundo de ideas, y él entonando algún cantar para hacer más llevadero su trabajo. Horas y horas pasaban de este modo: la máquina, remedo de la naturaleza, reproduciendo en millones de ejemplares un mismo tipo y una misma forma; el hombre determinando la fuerza impulsora, semejante al soplo vital en los organismos animales. Cuando uno y otro se completaban de aquel modo, difícil era suponerlos desunidos; y después de admirar el pasmoso resultado de la combinación de los dos elementos no habría sido fácil tampoco decir cuál de los dos, era más inteligente. Pero aquel hombre desempeñaba aún otras altas funciones igualmente encaminadas a la propagación de las luces. ¿Qué sería del pensamiento humano si aquel bruto no tuviera la misión de arreglar la tinta de imprimir, haciéndola más espesa o más clara la intensidad que se quiera dar a la impresión? Cuando los ejemplares de los periódicos habían sido dados a luz por la máquina; cuando ésta se paraba fatigada del alumbramiento y hacía rechinar sus tornillos como si le dolieran; cuando los ejemplares recién nacidos, húmedos, pegajosos y mal olientes, eran apilados sobre una gran mesa, el vestiglo los doblaba cariñosamente, les ponía las fajas, les daba la forma con que circulan por toda la redondez de la tierra, llevando la idea a las más apartadas regiones, vivificando cuanto existe; los transportaba al correo, los pesaba, los franqueaba, tratábalos con el cariño de un padre y creía que él sólo era autor de tanta maravilla. No se limitaban a esto sus funciones; él pegaba carteles, complaciéndose sobremanera en vestir de colorines las esquinas de Madrid, coadyuvando de este modo a una de las grandes cosas de nuestro siglo, que es la publicidad. Y si tenía un arte especial para poner cataplasmas a las calles, no era menor su aptitud para echarse a cuestas enormes resmas de papel, que allá en su fuero interno consideraba como el alimento, pienso o forraje de la máquina. Pues, digo, también era insustituible para cargar moldes o formas que llenas de letras desafían los pullos de los hombres más vigorosos; y además la destinaban a traer y llevar original y pruebas, misión que cumplía puntualmente al presentarse ante el joven autor de quien hablo, y decirle que venía a por el artículo, añadiendo que hacía mucha falta, por estar parados y mano sobre mano los señores cajistas. El apuro del autor no es para pintarse, y ved aquí explicado el horror, la indignación, los escalofríos y trasudores que la presencia del mocetón de la imprenta le produjo. Era preciso acabar el artículo, y antes de acabarlo, era menester seguirlo, empresa de dificultad colosal, por hallarse la imaginación del escritor sin ventura a cien mil leguas del asunto. El desdichado mandó al mozo que volviera dentro de un breve rato; tomó la pluma, y recogiendo sus ideas lo mejor que pudo, después de trazar muchos garabatos en un papelejo, y mirar al techo cuatro veces y al papel otras tantas, escribió lo siguiente: «… Y como sabemos que la opinión pública es la única norma de la política; como sabemos que los Gobiernos que no se guían por la opinión pública elaboran su propia ruina con la ruina del país, nos decidimos hoy a alzar nuestra voz para indicar el peligro. El principal error del Gobierno, preciso es decirlo muy alto, es su empeño en destruir nuestras instituciones tradicionales, en realizar una abolición completa de lo pasado. ¿Son las conquistas de la civilización incompatibles con la historia? ¡Ah! El Gobierno se esfuerza en extirpar los restos de la fe de nuestros padres, de aquella fe poderosa, de que vemos exacta expresión en las soberbias catedrales de la Edad media, que subsisten y subsistirán para asombro de las generaciones. ¡Mezquina edad presente! ¡Ah! ¡Cómo se engrandece el ánimo al contemplar las prodigiosas obras que levantó el sentimiento religioso! ¿El espíritu que de tal manera se reproduce no debe conservarse en la sociedad, mediante la acción previsora de los Gobiernos encargados de velar por los grandes y eternos principios?». No bien concluido este párrafo, que a nuestro autor le pareció de perlas, fue interrumpido por un tremendo golpe que sintió en el hombro. Alzó los ojos, y vio ¡cielos!, a un importuno amigo que tenía la mala costumbre de insinuarse dando grandes espaldarazos y pellizcos. Aunque el periodista tenía bastante intimidad con el recién venido, en aquel momento le fue más antipático que si viera en él a un alguacil encargado de prenderle. Le miró apartando la vista del artículo, nuevamente interrumpido, y esperó con paciencia las palabras de su amigote. III E l cual era en extremo pesado, y tenía un mirar tan parecido a la estupefacción inalterable de las estatuas, que al verla y oírle venían a la memoria los solemnes discursos de las esfinges o los augurios de cualquier oráculo o pitonisa. Hablaba en voz baja y en tono algo cavernoso, lo que no dejaba de estar en armonía con la amarillez de su semblante y con los cabellos largos que a entrambos lados de la cabeza le caían. Era además, tan lúgubre en su carácter y en sus costumbres, que no faltaba razón a los que habían dado en llamarle el sepulturero. Con el desdichado autor de quien nos venimos ocupando, tenía este hombre amistad antigua: ambos habían corrido juntos multitud de aventuras, y sin separarse navegaron por los revueltos golfos del periodismo hasta encallar en los arrecifes de una oficina, de donde no tardó en arrojarlos un cambio ministerial, y se embarcaron de nuevo en la prensa en busca de posición social. Comunicábanse sus desgracias y placeres, partiendo unos y otros fraternalmente, y se ayudaban en sus respectivas crisis financieras, haciéndose inútiles empréstitos, y girando el uno contra el otro cuantiosas letras, a pagar noventa días después del juicio final. El lúgubre, principalmente, era un gran ministro de Hacienda y resolvía todos sus apuros por medio de grandes acometidas al bolsillo del joven escritor, que tenía entre otras cualidades la de despreciar las vanas riquezas. En cambio, de estos servicios, el sepulturero ayudaba en sus amores al escritor, que era por extremo sensible, idealista de la clase más anticuada, si bien esto se compensaba por su habilidad en escribir billetes amorosos, manifestación literaria a que sólo sus artículos políticos podían igualarse. También se consagraba el otro a tales entretenimientos; pero en su calidad de gran financiero, jamás le pasé por las mientes, como al escritorcillo, la insensata idea de casarse. Vengo a ponerte sobre aviso —dijo con su hueca, apagada y profunda voz el lúgubre—. Ha llegado. Los dos amigos eran asiduos concurrentes a la ópera, y solían amenizar sus conversaciones con los cantos y romanzas de que tenían llena la cabeza; y a veces, cuando en el diálogo encajaba bien, soltaban algún recitativo. Por eso cuando el lúgubre dijo: Ha venido, el periodista cantó con afectación de sobresalto: —L'incognito amante della Rossina? —Apunto quello —contestó el otro. —¡Qué contrariedad! ¿Pues no decían que ese hombre no vendría; que había ya renunciado a sus proyectos de matrimonio? ¿No estaban, lo mismo Juanita que su madre, convencidas de que la familia de ese gaznápiro no podía consentir en semejante boda? —Ahí verás. Él se ha escapado de su casa y dice que viene resuelto a dar su blanca mano. Ya sabes que la pécora de doña Lorenza bebe los vientos por atraparle; porque parece ha de heredar, cuando muera su tía, el título de marqués de los Cuatro Vientos. Es rico: doña Lorenza sabe de memoria el número de carneros, bueyes y asnos que posee en sus dehesas il tuo rivale, y está loca de contento. Si no casa a su hija con él, creo que revienta. —¡Pero Juanita, Juanita! —exclamó el escritor, mirando al techo.— Juanita no puede ceder a las despóticas exigencias de esa tarasca de su madre. —La ragazza te quiere; pero si su madre se emperra en que no, y que no… Yo creo que de esta vez te quedas con tres palmos de narices. Cuando todas las contrariedades estaban allanadas, viene ese antiguo pretendiente, que si no agrada a la hija, agrada a la mamá, y esto basta. ¡Poverino! ¡Quita allá!… yo no lo puedo creer. La chica se resistirá; ha jurado no tener más esposo que yo. —Sí. Pero tanto la sermonean… La madre es una rata de iglesia; frecuentan su casa, como sabes, multitud de clérigos que, según dicen, la tienen trastornado el juicio. Le han llevado el cuento de que tú eres un revolucionario impío, que insultas a Dios y a la Virgen en tus artículos; que estás excomulgado, y que debes de tener rabo, como los judíos. Doña Lorenza, que oye siete misas al día y se confiesa dos veces por semana, te detesta como si fueras el mismo Judas. Ella infundirá este odio a su niña, haciéndole creer que eres descendiente de Caifás, y que se va a condenar si se casa contigo. —¡Monstruoso, inconcebible! —Esa familia, chico, es la madriguera del obscurantismo. ¡Qué rancias ideas y costumbres! En vano un espíritu fuerte, como Juanita, se esfuerza en romper los nudos de la tutela estúpida con que se la quiere oprimir. Tendrá que dejarte, y se casará con ese alcornoque, a quien los clérigos y beatas que pululan en aquella casa, elogian sin cesar, encomiando sus virtudes, su religiosidad, su grande amor a la causa carlista y sus inmensos ganados. —¡Maldito sea el fariseísmo! —exclamó el otro, indignado contra la teocracia que así se introduce en el seno de las familias para torcer los más nobles propósitos y amoldarlos a fines mundanos. Desahogaba su ira en furibundos apóstrofes, anatemas y dicterios, golpeando la mesa, lívido y descompuesto, cuando sintióse ruido de pasos y apareció la fatídica estampa del mozo de la imprenta, que volvía en busca del comenzado fondo. —¡El artículo! —suspiró nuestro escritor, echando mano a las cuartillas, mojando la pluma con detestable humor y echando pestes contra todos los periódicos y todos los clérigos del orbe. Pasados algunos segundos, pudo fijar sus ideas, y continuó su interrumpida obra del modo siguiente: «Meditemos. Si bien es cierto que el Gobierno tiene la misión de velar por la conservación y prestigio de los principios morales y religiosos, también está fuera de toda duda que el más grave error en que pueden incurrir los poderes públicos es apegarse demasiado a las instituciones pasadas, protegiendo la teocracia y permitiendo que los apóstoles del obscurantismo extiendan su hipócrita y solapado dominio a toda la sociedad. ¡Oh! La más espantosa lepra de las naciones es esa masonería clerical, que, ansiando allegar para su causa, mundana toda clase de recursos, no vacila, en apoderarse de la voluntad de mujeres indoctas y tímidas para entronizarse mañosamente en las familias, organizarlas a su manera, intervenir en sus actos más secretos, atar y desatar sus vínculos, y crear de este modo un influjo universal que, a poco de extendido, no podrá destruirse sino con una sangrienta hecatombe. ¡Ah!, ¡oh!, ¡les conocemos bien! ¿No es notorio para todo el mundo que el actual gabinete, lejos de oponerse a tan grave mal, hace cuanto está en su mano para que tome proporciones? ¿No estamos viendo que los órganos del obscurantismo aplauden todos los actos del Gobierno, y que existe un pacto tácito entre la teocracia y el poder, una comunidad de aspiraciones tal, que parecen confundirse los poderes eclesiástico y civil, cual si viviéramos en los tiempos del más brutal absolutismo? ¡Ah! ¡Es preciso ya decir la verdad al país! ¡Oh! ¡Es preciso hablar muy alto y poner las cosas en su lugar, exigiendo la responsabilidad a quien realmente la tenga!». Aquí se paró el escritor, mil veces desdichado, porque se le acabaron las ideas; y no pudo decir la verdad al país, porque su imaginación no se apartaba de Juanita, de la impertinente y mojigata mamá, de los clerizontes y monagos que influían en la casa, de los carneros, bueyes, cabras y asnos del futuro marqués de los Cuatro Vientos. IV A provechándose de este intermedio, trató el lúgubre de entablar de nuevo el consabido palique. —Pero la situación no es desesperada —dijo—. Con ingenio puedes vencer y dejar a ese señor de las vacas y carneros con un palmo de boca abierta. —Si yo pudiera… Le mie nozze colei meglio e affretare. —Io dentr'oggi á finir vo questo affare… que me comprometería a arreglar el asunto empleando ciertos medios… A ver, ¿qué plan, qué medios son ésos? Cualesquiera que sean, ponlos en práctica inmediatamente. Tú eres hombre de ingenio. Pero no basta el ingenio —dijo el lúgubre—. Para ello es preciso otra cosa… es necesario dinero. —¡Dinero! ¡Dovizie! ¿Pero qué papel va a hacer aquí el dichoso dinero? —Eso lo veremos. Es un plan vasto y difícil de explicar ahora. ¿Pero se trata de raptos, escalamientos, sobornos? Todo eso está muy bien en las novelas de a cuarto la entrega. —No es nada de eso. Tú has de ser el principal actor en esta trama que preparo… Es preciso que me des guita y te sometas a cuanto yo te mande. —En cuanto a lo segundo, no veo inconveniente ninguno: lo primero es mucho más difícil, por una razón muy sencilla… —Si no se tiene, se busca. —¡Se busca!, ¿e dove, sciagurato? Pero explícame tus planes… Ya me figuro… ¿Quieres hacerme pasar por rico…? Hombre, tiene gracia. —Tú dame el cumquibus y cállate. No es preciso mucho: basta con unos cuantos miles de reales, cinco o seis mil. —¡Cinco o seis mil! ¡Anda, anda! ¡Si tú supieras cuál es la situación del tesoro! Chico, yo pensaba pedirte para una cajetilla. —Pero hombre, busca bien, —dijo el gran financiero con expresión de angustia, que indicaba lo triste que era para él hallar tan vacío el bolsillo del contribuyente—. ¡Y yo que necesitaba ahora un pico…! Nada más que un piquito. —¡Piquitos a mí! Es una gran contrariedad que te halles en tal situación —dijo el lúgubre en tono de responso—. Yo que contaba… Además, me había propuesto sacarte en bien de la aventura y hacer que doña Lorenza plantara en la calle de los Cuatro Vientos, para que tu Juanita… ¡Maldita sea tu estampa y mi miseria! —exclamó el articulista con desesperación—. Cuando uno se propone un fin noble y elevado, como es el del matrimonio, y no puede conseguirlo a causa de un cochino déficit, reniega de la existencia y… No pudo concluir la frase, porque ante sus ojos se presentó un espectro que avanzaba lentamente, con expresión siniestra y aterradora. Aquel fantasma era el monstruo tipográfico, horrible caricatura de Gutemberg, que puntual como el diablo cuando suena la hora de llevarse un alma, venía en del condenado artículo. ¡El artículo! ¡Mal rayo me parta! ¡Es preciso acabarlo! Y devorado por la ansiedad, trémulo y medio loco, trincó la pluma, y ¡hala! «Fácil es comprender, escribió, que esta situación no puede prolongarse mucho, por el aflictivo estado de la Hacienda. Los apuros del Erario son tales, que se nos llena el corazón de tristeza cuando hacemos un examen detenido de las rentas públicas. Los ingresos disminuyen de un modo aterrador; aumentan los gastos. Todas las corporaciones carecen de lo más necesario para cubrir sus atenciones. La miseria cunde por todas partes, y el ánimo se abate al considerar nuestra situación. Nos es imposible aspirar a nobles fines, porque en la vida moderna nada puede lograrse, todas las mejoras materiales y morales son ilusorias, cuando el Estado se halla próximo a una vergonzosa ruina. ¡Ah! Es preciso llamar sobre esto la atención del país. El Tesoro público está exhausto. La situación es angustiosa, insostenible, desesperada. ¡Oh! Hay que exigir la responsabilidad a quien corresponda, apartando de la gestión de los negocios públicos a los hombres funestos…». No pudo seguir, porque su amigo, que se había asomado al balcón mientras él escribía, le llamaba con grandes voces. —¡Ven, ven… eccola! Por la calle pasa la ragazza con doña Lorenza y el futuro marquesito. ¡Oh terribil momento! El desdichado escritor levantose de su asiento, tiró papel y plumas, sin cuidarse de que aquellos hombres funestos siguieran o no encargados de la gestión de los negocios públicos. Los dos fijaron la vista con ansiosa curiosidad en un grupo que por la calle iba, compuesto de tres personas, a saber: una vieja por extremo tiesa y con un aire presuntuoso que indicaba su adoración de todas las cosas tradicionales y venerandas; una joven, de cuya hermosura no podían tenerse bastantes datos desde el balcón, si bien no era difícil apreciar la esbeltez de su cuerpo, su andar airoso y su traje, en que la elegancia y la modestia habían conseguido hermanarse; y por último, un mozalbete, cuyo semblante no era fácil distinguir, pues sólo se veía algo de patillas, su poco de lentes y unas miajas de nariz. El desesperado articulista estuvo a punto de gritar, de arrojar el objeto que hallara más a mano sobre la inocente pareja que cruzaba la calle. Púsose lívido al notar que se hablaban con una confianza parecida a la intimidad; y hasta le pareció escuchar algunas tiernas y conmovedoras frases. Apretó los puños y echó por aquella boca sapos y culebras, apartándose del balcón por no presenciar más tiempo un espectáculo que le enloquecía. Al volverse, su mirada se cruzó con la mirada del bruto de la imprenta, que inmóvil en medio de la sala, más feo, más horrible y siniestro que nunca, reclamaba las nefandas cuartillas. ¡Nada, nada, a rematar el artículo! Ciego de furor, pálido como la muerte, trémulo, y con extraviados ojos, se sentó, tomó la pluma y salpicando a diestra y siniestra grandes manchurrones de tinta, acribillando el papel con los picotazos de la pluma, enjaretó lo siguiente: «Sí: hay que apartar de la gestión de los negocios públicos a esos hombres funestos, que han usurpado el poder de una manera nunca vista en los anales de la ambición; a esos hombres inmorales, que han extendido, a todas las esferas administrativas sus viciosas costumbres; a esos hombres que escarnecen al país con sus improvisadas fortunas. Todo el mundo ve con indignación los abusos, la audacia, el cinismo de tales hombres, y nosotros participamos de esa patriótica indignación. ¡Oh! No podemos contenernos: Señalamos a la execración de todas las gentes honradas a esos ministros funestos e inmorales —lo repetimos sin cesar— que han traído a nuestra patria al estado en que hoy se halla, irritando los ánimos y estableciendo en todo el país el reinado de la desconfianza del miedo de la cólera de la venganza. Sí; ¡¡castigo, venganza!! He aquí las palabras que sintetizan la aspiración nacional en el actual momento histórico». Hubiera seguido desahogando las hieles de su alma, si alguien no le interrumpiera inopinadamente, en aquel crítico momento histórico, entregándole una carta, cuyo sobre, escrito por mano femenina, le produjo extraordinaria conmoción. Abriola con frenesí, rasgando el papel, y leyó lo que sigue, trazado con lápiz apresuradamente: «No puedo pintar mi martirio desde que este alcornoque de los Cuatro Vientos ha venido de Extremadura, con la pretensión, de casarse conmigo. Mamá es partidaria de esta solución, como tú dices; pero yo me mantengo y me mantendré siempre en la más resuelta oposición. Nada ni nadie me harán desistir, tontín, y yo te respondo de que mi actitud, ¡vivan las actitudes! Será tan firme que ha de causarte admiración. El suplicio de tener que oír las simplezas y ver el antipático semblante de Cuatro Vientos me dará fuerza para resistir al sistema arbitrario y a las medidas preventivas de mamá». La alegría del autor fue tan grande en aquel momento histórico, que por poco se desmaya en los brazos de su amigo. Recobró repentinamente su buen humor, volviendo los colores a su rostro demacrado. Pero la presencia del siniestro gañán de la imprenta, que inmóvil permanecía en medio de la sala, le hizo comprender la necesidad de concluir su obra, que reclamaban con furor los irritados cajistas y el inexorable regente. Tomó la pluma, y con facilidad notoria terminó de esta manera: «Pero, en honor de la verdad, y penetrándonos de un alto espíritu de imparcialidad, deponiendo pasiones bastardas y hablando el lenguaje de la más estricta justicia, debemos decir que no tiene el Gobierno toda la culpa de lo que hoy pasa. Sería obcecación negarle el buen deseo y la aspiración al acierto. ¡Ah! Su gestión tropieza con los obstáculos que la insensata oposición de los partidos revolucionarios hace de continuo; y los males que sufre el país no proceden, por lo general, de las altas regiones. Todos los ministros tienen muchísimo talento, y se inspiran ¿a qué negarlo?, en el más puro patriotismo. ¡Ah! Nuestro deber es excitar a todo el mundo para que, por medio de hábiles transacciones, por medio de sabios temperamentos, puedan el pueblo y el poder hermanarse, inaugurando la serie de felicidades, de inefables dichas y de prosperidades sin cuento que la Providencia nos destina». La mujer del filósofo (1871). «La mujer del filósofo» es texto de encargo que se publicó en un volumen colectivo de 1871 titulado, en la línea amplia de las fisiologías que el costumbrismo albergó, Las españolas pintadas por los españoles. Ya la designación del centro de atención del texto desde la figura del marido previene al lector sobre la consideración ancilar de esa mujer como categoría humana. En efecto, el narrador omnisciente irónico y bienhumorado, comienza su breve texto dedicando siete párrafos (un modo de preámbulo, sin marcas) a explicar que en España la mujer aislada, considerada por sí misma, casi ni existe; que ha de considerársele marcada por el sello de su marido: la mujer ha de ser «un facsímil incorrecto, una aberración fotográfica, un vislumbre, una caricatura». Pero si el filósofo del cuento es realmente un tipo de pensador o intelectual, esta mujer de filósofo se aleja de la generalidad de la tipología costumbrista en que pretendió encasillársela: tiene nombre, doña María de la Cruz Magallón y Valtores, y va a tener historia, que enseguida conocerá el lector. Primero (veinte párrafos) el narrador la dibuja como apéndice fascinado de su consorte aunque pesarosa de la esterilidad propia, y sempiternamente aburrida en aquel ambiente monótono de sabios. Luego será viuda: una viuda melancólico-gozosa ante los discursos apologéticos póstumos (la viudedad ocupa párrafo y medio); y finalmente felizmente casada con un rico, ignorante y vulgar «señor de la curia» y con numerosa prole (seis línea al final del penúltimo párrafo). El cuerpo de la historia pues, ha sido extenso, y con variedad de ritmos estratégicos y eficaces: cadencioso y dilatado el que corresponde al aburrimiento y a la monotonía de doña Cruz; ágil y vivo el del tiempo final de la nueva vida de la antigua mujer de filósofo. Tras un amplio blanco, el narrador dedica al «lector impresionable» un último y breve párrafo, burlón y distante, para añadirle una posible moraleja al texto. El lector «impresionable e interesado» no puede dejar de pensar en aquellas lecciones finales de cuentos clásicos; de don Juan Manuel, por ejemplo. «La mujer del filósofo», ¿un cuadro costumbrista con relato incluido y moraleja final? Presente están en la narración muchos de los tics que el costumbrismo consagró siempre como medios para interesar al receptor; pero también una distancia irónica muy galdosiana respecto a otros de estos medios que cuestionan la conveniencia de una estricta relación con el marco genérico. Ya vimos que el filósofo es un tipo y doña María de la Cruz no lo es, pues bien se detiene el narrador en describir su físico, su temperamento de atractivo vitalismo y hasta su modo de pensar y sentir. ¿Un texto intrascendente? Ninguno de Galdós lo es. Se trata de una incursión reflexiva sobre la realidad social de la mujer de su tiempo y sobre el matrimonio. En la desrealización ficcional y a la altura textual del soberano aburrimiento de doña Cruz, el narrador se ha permitido una amplia digresión, más que interesante, sobre el modo de resolver ese conflicto según los diferentes tipos de «mujeres de filósofos»; pero doña Cruz es de las rectas y aceptará el tedio matrimonial tomando la cruz que le ha correspondido: en vez de salirse del buen camino, se retirará en el castillo de su hogar inclinando la cabeza; y hasta se distraerá en la iglesia con rosarios y novenas (una afición bien vista por el marido). Nada extraña era la situación en la época. Pero doña Cruz revivirá, levantará la cabeza y tendrá numerosos hijos. Muchas heroínas positivas galdosianas triunfaron dentro del matrimonio, como Victoria en La loca de la casa, María Ignacia Emparán (de García Fajardo) en la cuarta serie de Episodios, o Rosaura en Casandra, o Alceste en el teatro. Pero son muchas más las positivas que se rebelaron frente a él: Amaranta, Genara, Pilar Loaysa o Teresita Villaescusa en distintos Episodios; o, en el teatro Mariucha, Sor Simona, Celia, Casandra… En otro orden de cosas, ¿no se burlaría Galdós de sí mismo cuando, a las alturas de la moraleja final semiescondida, se refiere humorísticamente a los problemas del matrimonio para los hombres «demasiado estudiosos o demasiado abstraídos», a la higiene de la inteligencia, y el apunte de la dificultad de la esposa para seguir a su marido «a las regiones de la idea pura»? Esta edición de «La mujer del filósofo» reproduce el texto que se publicó que formaba parte de una colección en Las españolas pintadas por los españoles, Madrid, Imprenta J. E. Morete 1871, pp. 121-129. Dos causas determinan principalmente el carácter de las personas: o las cualidades innatas, o las que nacen y se desarrollan en la naturaleza a consecuencia de la educación y el trato. Son éstas las que por lo general enaltecen o rebajan el alma de la mujer, que más flexible y movediza que su compañero en goces y desdichas, cede prontamente a la influencia exterior, adopta las ideas y los sentimientos que se le imponen, y concluye por ser lo que el hombre quiere que sea. La mujer aislada, sobre todo en nuestro país, donde la emancipación de tan privilegiado ser no ha pasado de los códigos de alguna asociación extravagante, ofrece bien escasos tipos a la investigación del hombre observador y curioso. Para explorar con fruto en la muchedumbre femenil es preciso considerar a la mujer unidad, formando ya la pareja social, y siendo un reflejo de las locuras o de las sublimidades del hombre. ¿Y qué singular efecto producen las cualidades de éste pasando a través del carácter de su compañera, como pasa la luz descomponiéndose y alterándose a través del cristal? Habréis visto muchas veces pasearse por la escena del mundo al avaro, al hipócrita, al mentiroso y a otros muchos, más o menos raros. Todo esto es muy curioso; pero ¡cuánta mayor extrañeza no ofrecen tales y tan feos o risibles vicios, si encarnados en el alma de un hombre se proyectan, digámoslo así, como sombras, sobre el alma de una mujer sin contaminarla! Es de suponer que más de una vez habréis fijado la atención con asombro en esos seres desdichados que el mundo designa llamándoles la mujer del avaro, la mujer del hipócrita, pobres hembras que en sí no son ni avaras ni hipócritas, pero que por vivir unidas a quien posee cualquiera de aquellas fealdades morales, se distinguen de las demás de su sexo y son una especialidad, como otras muchas marcadas desde el nacer con indeleble sello. Son el marido mismo, imperfectamente reproducido; son un facsímil incorrecto, una aberración fotográfica, un vislumbre, una caricatura si se quiere. Estas consideraciones las hemos hecho buscando entre la multitud de hembras de todas clases que pueblan y regocijan el suelo de la católica España, una que se distinguiera entre todas las de su sexo por un desmedido amor a los trabajos especulativos; y, digámoslo en honor de la verdad, casi en honor suyo, no la hemos encontrado. La filosofante no existe: este monstruo no ha sido abortado aun por la sociedad, que sin duda, a pesar de la turbación de los tiempos, no ha encontrado materiales para fundirla en la misma turquesa de donde salió hace medio siglo la literata sentimental y hace treinta años la poetisa romántica. Es cierto que hace poco ha aparecido una excrecencia informe, una aberración, que se llama la mujer socialista; y puede ser que las fuerzas generadoras de la naturaleza hayan lanzado al mundo en este tipo un esbozo de la filosofante que ha de venir, cuando Dios se fuere servido de fustigar con nuevos azotes esté tan apelado linaje a que pertenecemos. Pero sea lo que quiera, ello es que la mujer consagrada a las investigaciones de la idea pura no existe, por lo menos entre nosotros. Aún no tenemos noticia de que haya sido el terror de cualquier barrio de Madrid una kraussista, una hegeliana, una cartesiana o una peripatética. El único ser que alguna semejanza pudiera tener con las anteriores personalidades enteramente convencionales, es la mujer del filósofo, y a tan desdichado cuan anómalo ejemplar de la rareza humana vamos a consagrar este artículo. Y aquí viene como anillo al dedo el nombrar a doña María de la Cruz Magallón y Valtorres, mujer casada por lo religioso y lo civil (ecclesia et republica), con uno de los más estupendos sabios de estos tiempos; hombre que, a tantas y tantas cualidades propias de su inteligencia, añade la de ser bibliófilo, anticuario y rebuscador de papeles viejos, con lo cual dicho se está que calienta una silla en cada uno de esos panteones que se llaman academias, y goza entre los doctos de un prestigio parecido al que inspiraban aquellos antiguos oráculos tan ininteligibles como graves, y objeto siempre de admiración ciega y supersticiosa. Pues bien; el doctor X inspira a cuantos le rodean un sentimiento parecido a la superstición, y la persona más fascinada es su consorte, que se considera puesta a gran altura sobre las demás de su sexo por estar enlazada con varón tan por encima de los otros mortales. Ese matrimonio vive modestamente, aunque sin estrechez, porque el lujo chocaría de frente con los fueros de la filosofía, y la miseria es exclusivo don de poetas y literatos, alcanzando rara vez a los académicos y a los árcades. No tienen hijos, pues a nadie se esconde que los filósofos sólo reproducen de peras a higos y en muy contadas ocasiones, por contener en su naturaleza contemplativa la menos cantidad posible de animal. Aquel hogar no se parece a hogar alguno, del mismo modo que el filósofo no tiene punto de semejanza con ninguna otra curiosidad de la creación. Nos está vedado penetrar en ciertas interioridades del matrimonio; pero aun sin necesidad de hacer exploraciones indiscretas, sabemos que el doctor X se consagra noche y día a sus estudios, sumergiéndose en cuerpo y alma en el océano sin fondo de la idea. En tan fatigosa tarea, el buen hombre se consume y adelgaza; el desarrollo excesivo de sus facultades mentales impide en él todo otro desarrollo, y cada vez es más espíritu y menos materia, según su gráfica expresión. El día no tiene bastantes horas para su trabajo, ni la lámpara de la noche suficiente petróleo para alumbrar su incesante lectura, escritura o meditación. Revuelve mil libros, hojea códices, saca apuntes, escribe cuartillas, y se enflaquece, como si cada idea le sacara del cuerpo una buena porción de su natural sustancia. Añádase a esto que es sobrio sobre toda ponderación más en el beber que en el comer, y se comprenderá cómo el doctor X va paso a paso encaminado a asimilar su naturaleza con la de un exprimido y enjuto bacalao. Y en tanto (¡oh falta de equilibrio!), doña María de la Cruz engorda más cada día, y rebosa de salud por todos sus poros. Pasa un año y otro, y la mujer del filósofo no tiene hijos a pesar de desearlos ardientemente, aunque no sea más que uno que perpetúe las glorias de su padre. La infeliz contempla el perenne afán de su esposo, advierte como se espiritualiza y adelgaza el sabio entre los sabios, y cada día se aburre más. Este aburrimiento va creciendo y apoderándose de su espíritu. La mujer del filósofo también tiene sus horas contemplativas y sus momentos de profunda abstracción. A su casa no van más que sabios, pero ¡qué sabios!, académicos de todas las corporaciones conocidas y algún discípulo con antiparras, amarillo como un códice y desabrido como un sistema filosófico. Ninguno de estos seres saca a doña María de la Cruz de su aburrimiento, así como tampoco el buen doctor X, que, cuando se encuentra a solas con ella y en los breves momentos que le deja libre el trabajo, le explica complicadas teorías sobre la naturaleza y el espíritu. Él tiene la costumbre de relacionar siempre el efecto con la causa en todos los accidentes de la vida, pero esto no es un entretenimiento para la melancólica esposa que cada día se aburre más. Y para que comprendas, lector amigo, la magnitud de su hastío, añadiré algunas noticias acerca de las relaciones de doña Cruz. Sus amigas son: Doña Antonia Cazuelo de la Piedra, mujer del investigador de antigüedades prehistóricas. Doña Pepita Ariana de los Vedas, hija del profesor de sánscrito. Doña Rebeca Talmud, hermana del hebraizante. Doña Rosa de los Vientos, esposa del principal astrónomo del Observatorio. Doña Margarita Romero y la Zarza, hermana del profesor de botánica. En las casas de todas estas veneradas personas suele haber reuniones íntimas, sobre las cuales los respectivos sabios que habitan allí proyectan triste y fatídica sombra. En casa de los Cazuelo de la Piedra, el niño recita por las noches la conjugación griega, para que la tertulia admire precocidad tan inverosímil. En casa del profesor de sánscrito, Pepita hace minuciosa relación de la ceremonia del último grado conferido en la universidad, y pasa revista a las togas rojas, amarillas o azules que exornaban tan interesante escena. En casa del hebraizante, su hermana no puede eximirse de referir los triunfos académicos de aquél, el número de prólogos que lleva escritos para apadrinar otros tantos libros, y la cantidad de ediciones de sus obras que han hecho los libreros de Leipzig y Francfort. ¡Ciencia, ciencia por todas partes, en casa y fuera de casa! Doña Cruz se aburre más cada día, y remedando a su esposo en las aficiones contemplativas, busca consuelo en la soledad, y se extasía evocando algún recuerdo de cosa ignorante, profana e iliteraria que endulce tan desabrida existencia. Con estas ideas doña Cruz se asoma al balcón de su casa y contempla con arrobamiento la muchedumbre que va y viene, el vulgo alegre, movible, ajeno a las abstracciones, y que no estudia, ni escribe, ni se consume día por día. Doña Cruz siente una admiración instintiva hacia todo lo que es ignorante, y aborrece aquella perfección intelectual que distingue a su consorte de las demás curiosidades de la creación. Y sigue él adelgazándose y consumiéndose, y ella echando carnes y reventando de salud y lozanía. Pasan años y ningún hijo viene a hacer menos tristes y soporíferas las horas de este matrimonio. Está escrito que el filósofo no ha de reproducirse, y que en la tierra no va a quedar un vástago para perpetuar las abstracciones del uno y los tormentos de la otra. Ella, que se cree de una fecundidad prodigiosa, está destinada a no ser madre. ¡Terrible privación! En vano su esposo le explica un día en que por casualidad hablan de este asunto, la teoría de las nómadas, y llora la esterilidad de una unión formada por dos seres de tan diversa naturaleza y espíritu. Pero llega un momento en la vida de nuestra heroína, en el cual se para, piensa, calcula y toma una resolución definitiva. Conviene hacer aquí una bifurcación, es decir, considerar lo que haría la mujer del filósofo en dos casos distintos, según los sentimientos y la educación que le supongamos. Al llegar al apogeo del aburrimiento (y sabido es que la mujer puede hacer frente al peligro y a la desgracia pero jamás al hastío), al llegar a ese instante supremo en que es difícil aguardar más tiempo el peso de la cruz que se lleva a cuestas, la esposa del doctor X puede seguir dos caminos: o llenarse de resignación y seguir adelante, o cortar por lo sano y romper los lazos morales y sociales, volviendo la espalda a dos cosas igualmente austeras, la moral y la ciencia. Si la mujer del filósofo es una de esas naturalezas impresionables y nerviosas, de fácil voluntad y dispuesta a dejarse arrastrar por cualquier arrebato de pasión o despecho, entonces es probable que busque fuera de casa lo que en ella no ha podido encontrar, y abandone para siempre la compañía de tan extraño ser. Incapaz de elevar su espíritu a las regiones de lo absoluto, tira a lo vulgar, como la cabra al monte; no comprende lo meritorio que sería unir hasta el fin su existencia a la de aquel buen hombre tan superior por su inteligencia a los demás de su especie, y huye buscando lejos del santo hogar de la ciencia las distracciones y los placeres que allí no existen. No puede soportar el fastidio, cree que tiene derecho a la mitad de la atención que su esposo consagra a abstrusas cavilaciones. Es orgullosa y egoísta. La gloria no vale más que ella; todo lo quiere para sí; no comprende que quepa en el hombre otro amor que el de la mujer, ni otro anhelo que el de contentarla. Turbada, desalentada y ciega da el paso fatal y no vuelve más al buen camino. Pero si por el contrario la mujer del filósofo es persona que tiene alta idea del deber y recta conciencia; si tiene en el fondo del alma esa fuerza incontrastable que vence las momentáneas y seductoras alteraciones nerviosas; si sabe sobreponer la voz serena de su razón a la chillona algarabía de los sentidos que claman sin cesar en momentos de turbación moral y de duda, entonces inclinará la cabeza respetando el destino y las conveniencias sociales, y se encerrará en la triste vivienda, continuando en el desempeño de su fastidioso papel con cristiana resignación. ¡Y cuidado si es triste su casa! Allí ni un niño que juegue, ni un perro que ladre; ningún extraño y disonante rumor ha de turbar el silencio profundo en que necesita vivir la inteligencia del sabio. Algunas flores crecen tristes y descoloridas en un balcón, esforzándose en alegrar aquel recinto. Los días son más largos allí dentro, y las noches parece que no tienen fin. El tictac de un reloj está diciendo continuamente los instantes de tristeza que transcurren, y allí la uniformidad es la vida, y el fastidio es un sistema. Entre tanto algo se ha de hacer para calmar la impaciencia y natural inquietud de que la mujer del filósofo está poseída. Anhelando ejercitar las fuerzas de su espíritu en alguna cosa, se hace mojigata, y ya la tenéis metida en el golfo de las más oscuras abstracciones, casi lo mismo que su esposo. Pasa todos los días cuatro horas en la iglesia comiéndose a Cristo por los pies, como vulgarmente y de un modo muy gráfico se dice. Goza mucho contemplando la faz amarilla y charolada de éste y del otro santo, y se entretiene en aquel inocente y soso comercio con las imágenes, atiborrándose de letanías, rosarios, novenas, cuarenta horas y demás refrigerios espirituales. Su marido entre tanto se guarda muy bien de cohibir tan inofensivo pasatiempo, y como advierte que ella se va volviendo cada vez más austera, más agria, y sobre todo más impertinente, él por su parte se va encerrando más dentro de su filosofía, como el galápago dentro de su concha. Se van reconcentrando uno y otro, aislándose cada día más, viviendo dentro de sí con menosprecio y desgana de todo lo que pasa al exterior. Pero véase qué singular desequilibrio: él enflaquece más y más con sus libros, y ella crece en gordura con sus santos. La disparidad aumenta. Hoy son más antitéticos que ayer, y mañana más que hoy, porque el filósofo es cada día más filósofo y su esposa cada día más mujer. Así pasan los años y él se seca. El ejercicio de pensar consume la savia de su cuerpo, como una llama el líquido que le da la vida. Aquella máquina se va a apagar fatigada de tanta faena, y el buen espíritu de nuestro doctor agita las alas preparándose a partir para la región de donde quizás no debía nunca haber salido. En una palabra, el filósofo se muere del modo más apacible y sencillo del mundo; inclina la frente sobre el libro, contrae ligeramente los músculos de su rostro y expira. Su mujer se lo encuentra así cubierto de una aureola de gloria y mal alumbrado por la débil llama de la lámpara, que se extingue también poco a poco por no vivir más que su dueño. ¿Qué siente doña Cruz en aquel supremo instante? La mojigatería produce cierta insensibilidad; pero no es tanta la de la mujer del sabio que permanezca indiferente ante la ascensión (así puede llamarse), de éste. Después de todo y a pesar de su pena, a doña Cruz le parece que no se ha muerto nada en la casa. Un cuarto vacío, un libro huérfano y la ciencia de luto, según fórmula oficial publicada al día siguiente en los periódicos. Doña Cruz lee con gozo mezclado de melancolía los elogios póstumos, las gacetillas apologéticas, la ofrenda final de insípidos ditirambos que acompaña la inhumación del filósofo. Aquel matrimonio ilógico se deshace; aquel lazo absurdo se rompe; aquella pareja formada tan sólo por lo convencional, y en ningún modo por la naturaleza, se desbarata. La mujer del filósofo queda libre: pasan meses y, ¡cosa singular!, ya la compañía de los santos no le es tan agradable. La casa se anima; caras alegres y voces sonoras sustituyen a la voz y a la cara del profesor de sánscrito y del astrónomo del Observatorio. Doña Cruz sale y entra, va aquí y allí, se sonríe, y un día…, ¡cielos!, se casa. Inútil es decir que su segundo marido no es ningún filósofo ni otro ser alguno que remotamente se le parezca. Es un señor de la curia, retirado a la vida privada después de hacerse rico; hombre ignorante y vulgar si los hay en la tierra. ¿Necesitaremos decir que doña Cruz tiene un chiquillo todos los años? No; esto se supone. Lector impresionable, no vayas a deducir de esta fabulilla, retrato, cuadro de costumbres, o historia si quieres, que los filósofos no deban casarse. ¡Qué herejía! Cásense enhorabuena; pero ya habrás observado más de una vez en cuántos apuros domésticos se ven metidos los hombres demasiado sabios, demasiado estudiosos y demasiado abstraídos. La inteligencia, lector amigo, también tiene su higiene, y si a esto añades que ninguna mujer casada con filósofo seguirá fácilmente a su marido a las regiones de la idea pura, puedes deducir la moraleja de este artículo. La novela en el tranvía (1871). Entre la realidad y la fantasía ¿dónde se circunscribe el mundo de los locos? Si muy cercano a la locura o al desequilibrio (al menos circunstancial), podríamos situar al personaje sin nombre del cuento anterior, en semejante espacio se mueve el narrador de «La novela en el tranvía»: (el relato galdosiano que publicó «La Ilustración de Madrid» en 1871), que viaja en el recién estrenado medio de locomoción madrileño para entregar unos libros, y que pierde la razón involucrado en la historia espeluznante que le cuenta un tal Dionisio Cascajares y de la Vallina. Es ese narrador, recuperada su cordura, el que relata retrospectivamente lo sucedido, lo que implica una distancia que, sin embargo no consigue sustraer al lector del interés del desenlace de una situación folletinesca que sabe inexistente: ¿logrará la bondadosa condesa escapar al terror que supone su marido auxiliado del perverso Mudarra? El narrador del final ironiza sobre sí mismo al recordar su historia, y explica su trastorno por el nefasto vicio de las malas lecturas. La novelita significa a la vez una parodia y una crítica de la novela de folletín cuyos elementos principales presenta en una atractiva intertextualidad: el esquematismo de personajes (los buenos y los malos con sus determinaciones estereotípicas); el perfil del héroe frente al malvado y la víctima inocente; el amor y sus desmesuras como determinante; la intriga descubierta «por casualidad» en un fragmento de periódico y reiventado artificialmente desde la imaginación… Si circular es el recorrido del tranvía, igualmente circular es la progresión de la novela (del narrador cuerdo, al loco y al cuerdo de nuevo) que altera sus ritmos, estratégicamente, de la morosidad atrapadora de la atención del lector hasta la rapidez sorpresiva de los encuentros inesperados. Si el viaje real está sujeto a paradas obligatorias desde las que los personajes suben o bajan del escenario en movimiento (entran o salen de la acción), el narrador, sin bajar, «desciende» mediante el sueño de la razón al mundo perturbador de la fantasía. Si incesante es el movimiento del tren, incesantes son los diálogos que mantienen el relato de los personajes que, como los ejes que controlan al tranvía, discurren sobre el mismo asunto aunque en mundos de realidad o de fantasía paralelos e inencontrables. Una parodia de la novela folletinesca y por entregas, dijimos: desde el dinamismo de una recreación verosímil que, una vez despojada del desequilibrio de un individuo concreto y de la locura de unos sueños irrazonables —como todos—, se transformaría en una anécdota urbana corriente vivida por personas corrientes que gustan del folletín en la literatura y tal vez en la vida: todo ello muy del gusto del autor y rastreable en muchos de sus textos. Como lo es también en este relato la huella cervantina que no disimula, el interés que manifiesta por la adecuación entre lenguaje e individuo, el deseo de destacar la importancia del sueño, o la rica genialidad que en los locos suele residir. De nuevo, pues, un relato con alcance metaliterario; esta vez referido a proponer un modo de renovación novelística redactado muy cerca en el tiempo de la escritura de aquellas «Observaciones sobre la novelas en España» que tanto hemos citado. «La novela en el tranvía», es un cuento y un cuento breve más; pero por su densidad bien podría considerarse una novela corta, entendiendo por tal el relato cuya trama y alcance ofrece posibilidades varias de bifurcación. Con toda razón ha sido uno de los relatos más editados y celebrados de Galdós. Esta edición de «La novela en el tranvía» reproduce el texto publicado en Biblioteca Moderna, A. Pérez y Cía., Madrid, 1900. Con anterioridad lo había publicado «La Ilustración» de Madrid en dos números del 30 de noviembre y 15 de diciembre de 1871. I[a] E l coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, para atravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por el egoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidas de iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalera de la imperial, puse el pié en la plataforma y subí; pero en el mismo instante ¡oh previsión!, tropecé con otro viajero que por el opuesto lado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D Dionisio Cascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, que tuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sincero y entusiasta apretón de manos. Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias de consideración, si se exceptúa la abolladura parcial de cierto sombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujer inglesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin duda por falta de agilidad, el rechazo de su bastón. Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos a charlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado, aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y un hombre de bien, pues jamas se dijo de él que fuera inclinado a tomar lo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los de su peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que la amenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a los enfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de la confianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías, mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites presta servicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamente honesta. Nadie sabe como él sucesos interesantes que no pertenecen al dominio público, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía de preguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensa en él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás se tomen el trabajo de preguntárselo. Juzgúese por esto si la compañía de tan hermoso ejemplar de la ligereza humana sera solicitada por los curiosos y por los lenguaraces. Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el que sentado iba junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por su calzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose alguna vez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamos tan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros que conmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra, ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a la señora inglesa, a quién cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano. —¿Y usted a dónde va? —me preguntó Cascajares, mirándome por encima de sus espejuelos azules, lo que me hacía el efecto de ser examinado por cuatro ojos. Contesléle evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquel rato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntas diciendo: —Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está? —Con otras indagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida. Por último, viendo cuan inútiles eran sus tentativas para pegar la hebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento y empezó a desembuchar. —¡Pobre condesa! —dijo expresando con un movimiento de cabeza y un visaje, su desinteresada compasión. Si hubiera seguido mis consejos no se vería en situación tan crítica. —¡Ah! Es claro, —contesté maquinalmente, ofreciendo también el tributo de mi compasión a la señora condesa. —¡Figúrese usted, —prosiguió—, que se han dejado dominar por aquel hombre! Y aquel hombre llegara a ser el dueño de la casa. ¡Pobrecilla! Cree que con llorar y lamentarse se remedia todo, y no. Urge tomar una determinación. Porque ese hombre es un infame, le creo capaz de los mayores crímenes. —¡Ah! ¡Si es atroz! —dije yo, participando irreflexivamente de su indignación. —Es como todos los hombres de malos instintos y de baja condición que si se elevan un poco, luego no hay quien los sufra. Bien claro indica su rostro que de allí no puede salir cosa buena. —Ya lo creo, eso salta a la vista. —Le explicaré a usted en breves palabras. La Condesa es una mujer excelente, angelical, tan discreta como hermosa, y digna por todos conceptos de mejor suerte. Pero esta casada con un hombre que no comprende el tesoro que posee, y pasa la vida entregado al juego y a toda clase de entretenimientos ilícitos. Ella entretanto se aburre y llora. ¿Es extraño que trate de sofocar su pena divirtiéndose honestamente aquí y allí, donde quiera que suena un piano? Es más, yo mismo se lo aconsejo y le digo: «Señora, procure usted distraerse, que la vida se acaba. Al fin el señor Conde se ha de arrepentir de sus locuras y se acabaran las penas». Me parece que estoy en lo cierto. —¡Ah! Sin duda, —contesté con oficiosidad, continuando en mis adentros tan indiferente como al principio a las desventuras de la Condesa. —Pero no es eso lo peor, añadió Cascajares, golpeando el suelo con su bastón —sino que ahora el señor Conde ha dado en la flor de estar celoso… sí, de cierto joven que se ha tomado a pechos la empresa de distraer a la Condesa. —El marido tendrá la culpa de que lo consiga. —Todo eso sería insignificante, porque la Condesa es la misma virtud; todo eso sería insignificante, digo, si no existiera un hombre abominable que sospecho ha de causar un desastre en aquella casa. —¿De veras? ¿Y quién es ese hombre? —pregunté con una chispa de curiosidad. —Un antiguo mayordomo muy querido del Conde, y que se ha propuesto martirizar a la infeliz cuanto sensible señora. Parece que se ha apoderado de cierto secreto que la compromete, y con esta arma pretende… qué sé yo… ¡Es una infamia! —Sí que lo es, y ello merece un ejemplar castigo —dije yo, descargando también el peso de mis iras sobre aquel hombre. —Pero ella es inocente; ella es un ángel… Pero ¡calle!, estamos en la Cibeles. Sí: ya veo a la derecha el parque de Buenavista. Mande usted parar, mozo; que no soy de los que hacen la gracia de saltar cuando el coche esta en marcha, para descalabrarse contra los adoquines. Adiós, mi amigo, adiós. Paró el coche y bajó D. Dionisio Cascajares y de la Vallina, después de darme otro apretón de manos y de causar segundo desperfecto en el sombrero de la dama inglesa, aún no repuesta del primitivo susto. II S iguió el ómnibus su marcha y ¡cosa singular!, yo a mi vez seguí pensando en la incógnita Condesa, en su cruel y suspicaz consorte, y sobre todo en el hombre siniestro que, según la enérgica expresión del médico, a punto estaba de causar un desastre en la casa. Considera, lector, lo que es el humano pensamiento: cuando Cascajares principió a referirme aquellos sucesos, yo renegaba de su inoportunidad y pesadez, mas poco tardó mi mente en apoderarse de aquel mismo asunto, para darle vueltas de arriba abajo, operación psicológica que no deja de ser estimulada por la regular marcha del coche y el sordo y monótono rumor de sus ruedas, limando el hierro de los carriles. Pero al fin dejé de pensar en lo que tan poco me interesaba, y recorriendo con la vista el interior del coche, examiné uno por uno a mis compañeros de viaje. ¡Cuán distintas caras y cuán diversas expresiones! Unos parecen no inquietarse ni lo más mínimo de los que van a su lado; otros pasan revista al corrillo con impertinente curiosidad; unos están alegres, otros tristes, aquél bosteza, el de más allá ríe, y a pesar de la brevedad del trayecto, no hay uno que no desea terminarlo pronto. Pues entre los mil fastidios de la existencia, ninguno aventaja al que consiste en estar una docena de personas mirándose las caras sin decirse palabra, y contándose recíprocamente sus arrugas, sus lunares, y éste o el otro accidente observado en el rostro o en la ropa. Es singular este breve conocimiento con personas que no hemos visto y que probablemente no volveremos a ver. Al entrar, ya encontramos a alguien; otros vienen después que estamos allí; unos se marchan, quedándonos nosotros, y por último también nos vamos. Imitación es esto de la vida humana, en que el nacer y el morir son como las entradas y salidas a que me refiero, pues van renovando sin cesar en generaciones de viajeros el pequeño mundo que allí dentro vive. Entran, salen; nacen, mueren… ¡Cuántos han pasado por aquí antes que nosotros! ¡Cuántos vendrán después! Y para que la semejanza sea más completa, también hay un mundo chico de pasiones en miniatura dentro de aquel cajón. Muchos van allí que se nos antojan excelentes[1] personas, y nos agrada su aspecto y hasta les vemos salir con disgusto. Otros, por el contrario, nos revientan desde que les echamos la vista encima: les aborrecemos durante diez minutos; examinamos con cierto rencor sus caracteres frenológicos y sentimos verdadero gozo al verles salir. Y en tanto sigue corriendo el vehículo, remedo de la vida humana; siempre recibiendo y soltando, uniforme, incansable, majestuoso, insensible a lo que pasa en su interior; sin que le conmuevan ni poco ni mucho las mal sofocadas pasioncillas de que es mudo teatro; siempre corriendo, corriendo sobre las dos interminables paralelas de hierro, largas y resbaladizas como los siglos. Pensaba en esto mientras el coche subía por la calle de Alcalá, hasta que me sacó del golfo de tan revueltas cavilaciones el golpe de mi paquete de libros al caer al suelo. Recogílo al instante; mis ojos se fijaron en el pedazo de periódico que servía de envoltorio a los volúmenes, y maquinalmente leyeron medio renglón de lo que allí estaba impreso. De súbito sentí vivamente picada mi curiosidad: había leído algo que me interesaba, y ciertos nombres esparcidos en el pedazo de folletín hirieron a un tiempo la vista y el recuerdo. Busqué el principio y no lo hallé: el papel estaba roto, y únicamente pude leer, con curiosidad primero y después con afán creciente, lo que sigue: «Sentía la condesa una agitación indescriptible. La presencia de Mudarra, el insolente mayordomo, que olvidando su bajo origen atrevíase a poner los ojos en persona tan alta, le causaba continua zozobra. El infame la estaba espiando sin cesar, la vigilaba como se vigila a un preso. Ya no le detenía ningún respeto, ni era obstáculo a su infame asechanza la sensibilidad y delicadeza de tan excelente señora. »Mudarra penetró a deshora en la habitación de la Condesa, que pálida y agitada, sintiendo a la vez vergüenza y terror, no tuvo ánimo para despedirle. —»No se asuste usía, señora Condesa, —dijo con forzada y siniestra sonrisa, que aumentó la turbación de la dama—; no vengo a hacer a usía daño alguno. —»¡Oh, Dios mío! ¡Cuándo acabará este suplicio! —exclamó la dama, dejando caer sus brazos con desaliento. Salga V.; yo no puedo acceder a sus deseos. ¡Qué infamia! ¡Abusar de ese modo de mi debilidad, y de la indiferencia de mi esposo, único autor de tantas desdichas! —»¿Por qué tan arisca señora Condesa? —añadió el feroz mayordomo—. Si yo no tuviera el secreto de su perdición en mi mano; si yo no pudiera imponer al señor Conde de ciertos particulares… pues… referentes a aquel caballerato… Pero, no abusaré, no, de estas terribles armas. Usted me comprenderá al fin, conociendo cuán desinteresado es el grande amor que ha sabido inspirarme. »Al decir esto, Mudarra dio algunos pasos hacia la Condesa, que se alejó con horror y repugnancia de aquel monstruo. »Era Mudaría un hombre como de cincuenta años, moreno, rechoncho y patizambo, de cabellos ásperos y en desorden, grande y colmilluda la boca. Sus ojos medio ocultos tras la frondosidad de largas, negras y espesísimas cejas, en aquellos instantes expresaban la más bestial concupiscencia. —¡Ah puerco espín! —exclamó con ira al ver el natural despego de la dama —. ¡Qué desdicha no ser un mozalbete[2] almidonado! Tanto remilgo sabiendo que puedo informar al señor Conde… Y me creerá, no lo dude usía: el señor Conde tiene en mí tal confianza, que lo que yo digo es para él el mismo Evangelio… pues… y como está celoso… si yo le presento el papelito… —¡Infame! —gritó la Condesa con noble arranque de indignación y dignidad. —Yo soy inocente; y mi esposo no será capaz de prestar oídos a tan viles calumnias. Y aunque fuera culpable prefiero mil veces ser despreciada por mi marido y por todo el mundo, a comprar mi tranquilidad a ese precio. Salga usted de aquí al instante. —«Yo también tengo mal genio, señora Condesa, —dijo el mayordomo devorando su rabia—; yo también gasto mal genio, y cuando me amosco… Puesto que usía lo toma por la tremenda, vamos por la tremenda. Ya sé lo que tengo que hacer, y demasiado condescendiente he sido hasta aquí. Por última vez propongo a usía que seamos amigos, y no me ponga en el caso de hacer un disparate… con que señora mía… »Al decir esto Mudarra contrajo la pergaminosa piel y los rígidos tendones de su rostro haciendo una mueca parecida a una sonrisa, y dio algunos pasos como para sentarse en el sofá junto a la Condesa. Ésta se levantó de un salto gritando: “—No; salga usted ¡Infame! Y no tener quien me defienda… ¡Salga usted!”». «El mayordomo, entonces, era como una fiera a quien se escapa la presa que ha tenido un momento antes entre sus uñas. Dio un resoplido, hizo un gesto de amenaza y salió despacio con pasos muy quedos. La Condena, trémula y sin aliento, refugiada en la extremidad del gabinete, sintió las pisadas que alejándose se perdían en la alfombra de la habitación inmediata, y respiró al fin cuando le consideró lejos. Cerró las puertas y quiso dormir; pero el sueño huía de sus ojos, aún aterrados con la imagen del monstruo. »CAPÍTULO XI. —El Complot—. Mudarra, al salir de la habitación de la Condesa, se dirigió a la suya, y dominado por fuerte inquietud nerviosa, comenzó a registrar cartas y papeles diciendo entre dientes: “Ya no aguanto más; me las pagará todas juntas”. Después se sentó, tomó la pluma, y poniendo delante una de aquellas cartas, y examinándola bien, empezó a escribir otra, tratando de remedar la letra. Mudaba la vista con febril ansiedad del modelo a la copia, y por último, después de gran trabajo escribió con caracteres enteramente iguales a los del modelo, la carta siguiente, cuyo sentido era de su propia cosecha: Había prometido a usted una entrevista y me apresuro…». El folletín estaba roto y no pude leer más. III S in apartar la vista del paquete, me puse a pensar en la relación que existía entre las noticias sueltas que oí de boca del Sr. Cascajares y la escena leída en aquel papelucho, folletín, sin duda, traducido de alguna desatinada novela de Ponson du Terrail o de Montepin. Será una tontería, dije para mí, pero es lo cierto que ya me inspira interés esa señora Condesa, víctima de la barbarie de un mayordomo imposible, cual no existe sino en la trastornada cabeza de algún novelista nacido para aterrar a las gentes sencillas. ¿Y qué haría el maldito para vengarse? Capaz sería de imaginar cualquiera atrocidad de esas que ponen fin a un capítulo de sensación. ¿Y el Conde, qué hará? Y aquel mozalbete de quien hablaron Cascajares en el coche y Mudarra en el folletín, ¿qué hará, quién será? ¿Qué hay entre la Condesa y ese incógnito caballerito? Algo daría por saber… Esto pensaba, cuando alcé los ojos, recorrí con ellos el interior del coche, y ¡horror!, vi una persona que me hizo estremecer de espanto. Mientras estaba yo embebido en la interesante lectura del pedazo de folletín, el tranvía se había detenido varias veces para tomar o dejar algún viajero. En una de estas ocasiones había entrado aquel hombre, cuya súbita presencia me produjo tan grande impresión. Era él, Mudarra, el mayordomo en persona, sentado frente a mí, con sus rodillas tocando mis rodillas. En un segundo le examiné de pies a cabeza y reconocí las facciones cuya descripción había leído. No podía ser otro: hasta los más insignificantes detalles de su vestido indicaban claramente que era él. Reconocí la tez morena y lustrosa, los cabellos indomables, cuyas mechas surgían en opuestas direcciones como las culebras de Medusa, los ojos hundidos bajo la espesura de unas agrestes cejas, las barbas, no menos revueltas e incultas que el pelo, los piés torcidos hacia dentro como los de los loros, y en fin, la misma mirada, el mismo hombre en el aspecto, en el traje, en el respirar, en el toser, hasta en el modo de meterse la mano en el bolsillo para pagar. De pronto le vi sacar una cartera, y observé que este objeto tenía en la cubierta una gran M dorada, la inicial de su apellido. Abrióla, sacó una carta y miró el sobre con sonrisa de demonio, y hasta me pareció que decía entre dientes: «¡Qué bien imitada está la letra!». En efecto, era una carta pequeña, con el sobre garabateado por mano femenina. Lo miró bien, recreándose en su infame obra, hasta que observó que yo con curiosidad indiscreta y descortés alargaba demasiado el rostro para leer el sobrescrito. Dirigióme una mirada que me hizo el efecto de un golpe, y guardó su cartera. El coche seguía corriendo, y en el breve tiempo necesario para que yo leyera el trozo de novela, para que pensara un poco en tan extrañas cosas, para que viera al propio Mudarra, novelesco, inverosímil, convertido en ser vivo y compañero mío en aquel viaje, había dejado atrás la callé de Alcalá, atravesaba la Puerta del Sol y entraba triunfante en la calle Mayor, abriéndose paso por entre los demás coches, haciendo correr a los carromatos rezagados y perezosos, y ahuyentando a los peatones, que en el tumulto de la calle, y aturdidos por la confusión de tantos y tan diversos ruidos, no ven la mole que se les viene encima sino cuando ya la tienen a muy poca distancia. Seguía yo contemplando aquel hombre como se contempla un objeto de cuya existencia real no estamos seguros, y no quité los ojos de su repugnante facha hasta que no le vi levantarse, mandar parar el coche y salir, perdiéndose luego entre el gentío de la calle. Salieron y entraron varias personas y la decoración viviente del coche mudó por completo. Cada vez era más viva la curiosidad que me inspiraba aquel suceso, que al principio podía considerar como forjado exclusivamente en mi cabeza por la coincidencia de varias sensaciones ocasionadas por la conversación o por la lectura, pero que al fin se me figuraba cosa cierta y de indudable realidad. Cuando salió el hombre en quien creí ver el terrible mayordomo, quedóme pensando en el incidente de la carta y me lo expliqué a mi manera, no queriendo ser en tan delicada cuestión menos fecundo que el novelista, autor de lo que momentos antes había leído. Mudarra, pensé, deseoso de vengarse de la Condesa ¡oh, infortunada señora!, finge su letra y escribe una carta a cierto caballerito, con quien hubo esto y lo otro, y lo de más allá. En la carta le da una cita en su propia casa; llega el joven a la hora indicada y poco después el marido, a quien se ha tenido cuidado de avisar, para que coja in fraganti a su desleal esposa: ¡oh admirable recurso del ingenio! Esto, que en la vida tiene su pro y su contra, en una novela viene como anillo al dedo. La dama se desmaya, el amante se turba, el marido hace una atrocidad, y detrás de la cortina está el fatídico semblante del mayordomo que se goza en su endiablada venganza. Lector yo de muchas y muy malas novelas, di aquel giro a la que insensiblemente iba desarrollándose en mi imaginación por las palabras de un amigo, la lectura de un trozo de papel y la vista de un desconocido. IV A ndando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí dentro se sentía, ya por que el movimiento pausado y monótono del vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía, barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la contracción de un músculo común, todas aquéllas caras hacían muecas y guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros. Aquéllas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y expresión, crecían o menguaban, variando de forma; las bocas se abrían en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder ser nombrado. Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito, y al través, de las ventanillas del coche, yo veía la calle, las casas y los transeúntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviera con rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaba más aprisa que nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más que los norteamericanos; corría con toda la velocidad que puede suponer la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido. A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares: al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales, y algunos miraban a dentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletadas de una hélice, tornillaban la masa líquida con su infinito voltear. Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio: las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta y repentina tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro inundado de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista, que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo polvo de oro: más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como harina de rubís. El coche iba arrastrado por algún volátil apocalíptico, más fuerte que el hipogrifo y más atrevido que el dragón; y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca, Cascajares, la Condesa, el Conde, Mudarra, el incógnito galán, todos ellos. Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un tren o en el camarote de un vapor. Me dormí… ¡Oh infortunada Condesa!, la vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que escribo; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste y meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante ama. Entonces pude examinar a mis anchas a la mujer que yo consideraba como la desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta y perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. ¡Tremenda, mil veces tremenda noche! Yo observaba con creciente ansiedad la hermosa figura que tanto deseaba conocer, y me pareció que podía leer sus ideas en aquella noble frente donde la costumbre de la reconcentración mental había trazado unas cuantas líneas imperceptibles, que el tiempo convertiría pronto en arrugas. De repente se abre la puerta dando paso a un hombre. La Condesa dio un grito de sorpresa y se levantó muy agitada. —¿Qué es esto? —dijo Rafael—. Usted… ¿Qué atrevimiento? ¿Cómo ha entrado usted aquí? —Señora, —contestó el que había entrado, joven de muy buen porte—. ¿No me esperaba usted? —He recibido una carta suya… —¡Una carta mía! —exclamó más agitada la Condesa—. Yo no he escrito carta ninguna. ¿Y para qué había de escribirla? —Señora, vea usted, —repuso el joven sacando la carta y mostrándosela—; es su letra, su misma letra. —¡Dios mío! ¡Qué infernal maquinación! —dijo la dama con desesperación —. Yo no he escrito esa carta. Es un lazo que me tienden… —Señora, cálmese usted… yo siento mucho… —Sí; lo comprendo todo… Ese hombre infame… Ya sospecho cuál habrá sido su idea. Salga usted al instante… Pero ya es tarde; ya siento la voz de mi marido. En efecto, una voz atronadora se sintió en la habitación inmediata, y al poco rato entró el Conde, que fingió sorpresa de ver al galán, y después riendo con cierta afectación, le dijo: —¡Oh! Rafael, usted por aquí… ¡Cuánto tiempo!… Venía usted a acompañar a Antonia… Con eso nos acompañará a tomar el té. La Condesa y su esposo cambiaron una mirada siniestra. El joven, en su perplejidad, apenas acertó a devolver al Conde su saludo. Vi que entraron y salieron criados; vi que trajeron un servicio de té y desaparecieron después, dejando solos a los tres personajes. Iba a pasar algo terrible. Sentáronse: la Condesa parecía difunta, el Conde afectaba una hilaridad aturdida, semejante a la embriaguez, y el joven callaba, contestándole sólo con monosílabos. Sirvió el té, y el Conde alargó a Rafael una de las tazas, no una cualquiera, sino una determinada. La Condesa miró aquella taza con tal expresión de espanto, que pareció echar en ella todo su espíritu. Bebieron en silencio, acompañando la poción con muchas variedades de las sabrosas pastas Huntley and Palmers, y otras menudencias propias de tal clase de cena. Después el Conde volvió a reír con la desaforada y ruidosa expansión que le era peculiar aquella noche, y dijo: —¡Cómo nos aburrimos! Usted, Rafael, no dice una palabra. Antonia, toca algo. Hace tanto tiempo que no te oímos. Mira… aquella pieza de Gorstchack que se titula Morte… La tocabas admirablemente. Vamos, ponte al piano. La Condesa quiso hablar; érale imposible articular palabra. El Conde la miró de tal modo, que la infeliz cedió ante la terrible expresión de sus ojos, como la paloma fascinada por el boa constrictor. Se levantó dirigiéndose al piano, y ya allí, el marido debió decirle algo que la aterró más, acabando de ponerla bajo su infernal dominio. Sonó el piano, heridas a la vez multitud de cuerdas, y corriendo de las graves a las agudas, las manos de la dama despertaron en un segundo los centenares de sonidos que dormían mudos en el fondo de la caja. Al principio era la música una confusa reunión de sones que aturdía en vez de agradar; pero luego serenóse aquella tempestad, y un canto fúnebre y temeroso como el Dies irae surgió de tal desorden. Yo creía escuchar el son triste de un coro de cartujos, acompañado con el bronco mugido de los fagots. Sentíanse después ayes lastimeros como nos figuramos han de ser los que exhalan las ánimas, condenadas en el purgatorio a pedir incesantemente un perdón que ha de llegar muy tarde. Volvían luego los arpegios prolongados y ruidosos, y las notas se encabritaban unas sobre otras como disputándose cuál ha de llegar primero. Se hacían y deshacían los acordes, como se forma y desbarata la espuma de las olas. La armonía fluctuaba y hervía en una marejada sin fin, alejándose hasta perderse, y volviendo más fuerte en grandes y atropellados remolinos. Yo continuaba extasiado oyendo la música imponente y majestuosa; no podía ver el semblante de la condesa, sentada de espaldas a mí; pero me la figuraba en tal estado de aturdimiento y pavor, que llegué a pensar que el piano se tocaba solo. El joven estaba detrás de ella, el conde a su derecha, apoyado en el piano. De vez en cuando levantaba ella la vista para mirarle; pero debía encontrar expresión muy horrenda en los ojos de su consorte, porque tornaba a bajar los suyos y seguía tocando. De repente el piano cesó de sonar y la Condesa dio un grito. En aquel instante sentí un fortísimo golpe en un hombro, me sacudí violentamente y desperté. V E n la agitación de mi sueño había cambiado de postura y me había dejado caer sobre la venerable inglesa que a mi lado iba. —¡Aaah! Usted… sleeping… molestar… mi, dijo con avinagrado mohin, mientras rechazaba mi paquete de libros que había caído sobre sus rodillas. —Señora… es verdad… me dormí, —contesté turbado al ver que todos los viajeros se reían de aquella escena. —¡Ooo!… yo soy… going… to decir al coachman… usted molestar… mi… usted, caballero… very shocking, —añadió la inglesa en su jerga ininteligible: ¡Oooh! usted creer… my body es… su cama for usted… to sleep. ¡Oooh! Gentleman you are a stupid ass. Al decir esto, la hija de la Gran Bretaña, que era de sí bastante amoratada, estaba lo mismo que un tomate. Creyérase que la sangre agolpada a sus carrillos y a su nariz a brotar iba por sus candentes poros. Me mostraba cuatro dientes puntiagudos y muy blancos como si me quisiera roer. Le pedí mil perdones por mi sueño descortés, recogí mi paquete y pasé revista a las nuevas caras que dentro del coche había. Figúrate, ¡oh cachazudo y benévolo lector!, cuál sería mi sorpresa cuando vi frente a mí ¿a quién creerás?, al joven de la escena soñada, al mismo D. Rafael en persona. Me restregué los ojos para convencerme de que no dormía, y en efecto, despierto estaba, y tan despierto como ahora. Era él, el mismo, y conversaba con otro que a su lado iba. Puse atención y escuché con toda mi alma. —¿Pero tú no sospechaste nada? —le decía el otro. —Algo, sí; pero callé. Parecía difunta; tal era su terror. Su marido la mandó tocar el piano y ella no se atrevió a resistir. Tocó, como siempre, de una manera admirable, y oyéndola llegué a olvidarme de la peligrosa situación en que nos encontrábamos. A pesar de los esfuerzos que ella hacía para aparecer serena, llegó un momento en que le fue imposible fingir más. Sus brazos se aflojaron, y resbalando de las teclas echó la cabeza atrás y dio un grito. Entonces su marido sacó un puñal, y dando un paso hacia ella exclamó con furia: «Toca o te mato al instante». Al ver esto hirvió mi sangre toda: quise echarme sobre aquel miserable; pero sentí en mi cuerpo una sensación que no puedo pintarte; creí que repentinamente se había encendido una hoguera en mi estómago; fuego corría por mis venas; las sienes me latieron, y caí al suelo sin sentido. —Y antes ¿no conociste los síntomas del envenenamiento? —le preguntó el otro. —Notaba cierta desazón y sospeché vagamente, pero nada más. El veneno estaba bien preparado, porque hizo el efecto tarde y no me mató, aunque sí me ha dejado una enfermedad para toda la vida. —Y después que perdiste el sentido, ¿qué pasó? Rafael iba a contestar y yo le escuchaba como si de sus palabras pendiera un secreto de vida o muerte, cuando el coche paró. —¡Ah!, ya estamos en los Consejos: bajemos —dijo Rafael. ¡Qué contrariedad! Se marchaban, y yo no sabía el fin de la historia. —Caballero, caballero, una palabra —dije al verlos salir. El joven se detuvo y me miró. ¿Y la Condesa? ¿Qué fue de esa señora? —pregunté con mucho afán. Una carcajada general fue la única respuesta. Los dos jóvenes riéndose también, salieron sin contestarme palabra. El único ser vivo que conservó su serenidad de esfinge en tan cómica escena fue la inglesa, que indignada de mis extravagancias, se volvió a los demás viajeros diciendo: —¡Oooh! A lunatic fellow. VI E l coche seguía, y a mí me abrasaba la curiosidad por saber qué había sido de la desdichada Condesa. ¿La mató su marido? Yo me hacía cargo de las intenciones de aquel malvado. Ansioso de gozarse en su venganza, como todas las almas crueles, quería que su mujer presenciase, sin dejar de tocar, la agonía de aquel incauto joven llevado allí por una vil celada de Mudarra. Más era imposible que la dama continuara haciendo desesperados esfuerzos para mantener su serenidad, sabiendo que Rafael había bebido el veneno ¡Trágica y espeluznante escena! —pensaba yo, más convencido cada vez de la realidad de aquel suceso— ¡y luego dirán que estas cosas sólo se ven en las novelas! Al pasar por delante de Palacio el coche se detuvo, y entró una mujer que traía un perrillo en sus brazos. Al instante reconocí al perro que había visto recostado a los pies de la Condesa; era el mismo, la misma lana blanca y fina la misma mancha negra en una de sus orejas. La suerte quiso que aquella mujer se sentara a mi lado. No pudiendo yo resistir la curiosidad, le pregunté: —¿Es de usted ese perro tan bonito[3]. —¿Pues de quién ha de ser? ¿Le gusta a usted? Cogí una de las orejas del inteligente animal para hacerle una caricia; pero él, insensible a mis demostraciones de cariño, ladró, dio un salto y puso sus patas sobre las rodillas de la inglesa, que me volvió a enseñar sus dos dientes como queriéndome roer, y exclamó: —¡Ooooh!, usted… unsupportable. —¿Y dónde ha adquirido usted ese perro? —pregunté sin hacer caso de la nueva explosión colérica de la mujer británica. ¿Se puede saber? —Era de mi señorita. —¿Y qué fue de su señorita? —dije con la mayor ansiedad. —¡Ah! ¿Usted la conocía? —repuso la mujer—. Era muy buena, ¿verdá usté? —¡Oh! Excelente… Pero ¿podría yo saber en qué paró todo aquello? —De modo que usted está enterado, usted tiene noticias… —Sí, señora… He sabido todo lo que ha pasado, hasta aquello del té… pues. Y diga usted ¿murió la señora? —¡Ah! Si señor: está en la gloria. —¿Y cómo fue eso? La asesinaron, o fue a consecuencia del susto. —¡Qué asesinato, ni qué susto! —dijo con expresión burlona— usted no está enterado Fue que aquella noche había comido no sé qué, pues… y le hizo daño… Le dio un desmayo que le duró hasta el amanecer. —Bah —pensé yo— ésta no sabe una palabra del incidente del piano y del veneno, o no quiere darse por entendida. Después dije en alta voz: —¿Con que fue de indigestión? —Sí, señor. Yo le había dicho aquella noche: «señora: no coma usted esos mariscos»; pero no me hizo caso. —Con que mariscos ¿eh? —dije con incredulidad—. Si sabré yo lo que ha ocurrido. —¿No lo cree usted? —Sí… sí —repuse aparentando creerlo—. ¿Y el Conde… su marido, el que sacó el puñal cuando tocaba el piano? La mujer me miró un instante y después soltó la risa en mis propias barbas. —¿Se ríe usted…? ¡Bah! ¿Piensa usted que no estoy perfectamente enterado? Ya comprendo, usted no quiere contar los hechos como realmente son. Ya se ve, como habrá causa criminal[4].… —Es que ha hablado usted de un conde y de una condesa. —¿No era el ama de ese perro la señora Condesa, a quien el mayordomo Mudarra[5]… La mujer volvió a soltar la risa con tal estrépito, que me desconcerté diciendo para mi capote: Ésta debe de ser cómplice de Mudarra, y naturalmente ocultará todo lo que pueda. —Usted está loco —añadió la desconocida. —Lunatic, lunatic. M… suffocated… ¡Oooh!, ¡my God! —Si lo sé todo: vamos, no me lo oculte usted. Dígame de qué murió la señora Condesa. —¡Qué condesa ni qué ocho cuartos, hombre de Dios! —exclamó la mujer riendo con más fuerza. —¡Si creerá usted que me engaña a mí con sus risitas! —contesté. La Condesa ha muerto envenenada[6] o asesinada; no me queda la menor duda. En esto llegó el coche al Barrio de Pozas y yo al término de mi viaje. Salimos todos: la inglesa me echó una mirada que indicaba su regocijo por verse libre de mí, y cada cual se dirigió a su destino, Yo seguí a la mujer del perro, aturdiéndola con preguntas, hasta que se metió en su casa, riendo siempre de mi empeño en averiguar vidas ajenas. Al verme solo en la calle, recordé el objeto de mi viaje y me dirigí a la casa donde debía entregar aquellos libros. Devolvílos a la persona que me los había pedido para leerlos, y me puse a pasear frente al Buen Suceso, esperando a que saliese de nuevo el coche para regresar al extremo de Madrid. No podía apartar de la imaginación a la infortunada Condesa, y cada vez me confirmaba más en mi idea de que la mujer con quien últimamente hablé había querido engañarme, ocultando la verdad de la misteriosa tragedia. Esperé mucho tiempo, y al fin, anocheciendo ya, el coche se dispuso a partir. Entré, y lo primero que mis ojos vieron fue la señora inglesa sentadita donde antes estaba. Cuando me vio subir y tomar sitio a su lado, la expresión de su rostro no era definible; se puso otra vez como la grana, exclamando: —¡Ooooh!… usted… mi quejarse al coachman… usted reventar mi for it. Tan preocupado estaba yo con mis confusiones, que sin hacerme cargo de lo que la inglesa me decía en su híbrido y trabajoso lenguaje, le contesté: —Señora, no hay duda de que la Condesa murió envenenada o asesinada. Usted no tiene idea de la ferocidad de aquel hombre. Seguía el coche, y de trecho en trecho deteníase para recoger pasajeros. Cerca del palacio real entraron tres, tomando asiento enfrente de mí. Uno de ellos era un hombre alto, seco y huesudo, con muy severos ojos y un hablar campanudo que imponía respeto. No hacía diez minutos que estaban allí, cuando este hombre se volvió a los otros dos y dijo: —¡Pobrecilla! ¡Cómo clamaba en sus últimos instantes! La bala le entró por encima de la clavícula derecha y después bajó hasta el corazón. —¿Cómo? —exclamé yo repentinamente—. ¿Con que fue de un tiro?, ¿no murió de una puñalada? Los tres me miraron con sorpresa. —De un tiro, sí señor, dijo con cierto desabrimiento el alto, seco y huesoso. —Y aquella mujer sostenía que había muerto de una indigestión, —dije interesándome más cada vez en aquel asunto. Cuente usted ¿y cómo fue? —¿Y a usted que le importa? —dijo el otro con muy avinagrado gesto. —Tengo mucho interés por conocer el fin de esa horrorosa tragedia. ¿No es verdad que parece cosa de novela? —¿Qué novela ni qué niño muerto[7]? Usted está loco o quiere burlarse de nosotros. —Caballerito, cuidado con las bromas —añadió el alto y seco. —¿Creen ustedes que no estoy enterado? Lo sé todo, he presenciado varias escenas de ese horrendo crimen. Pero dicen ustedes que la condesa murió de un pistoletazo. —Válgame Dios: nosotros no hemos hablado de Condesa, sino de mi perra, a quien cazando disparamos inadvertidamente un tiro. Si usted quiere bromear, puede buscarme en otro sitio, y ya le contestaré como merece. —Ya, ya comprendo: ahora hay empeño en ocultar la verdad, manifesté juzgando que aquellos hombres querían desorientarme en mis pesquisas, convirtiendo en perra a la desdichada señora. Ya preparaba el otro su contestación, sin duda, más enérgica de lo que el caso requería, cuando la inglesa se llevó el dedo a la sien, como para indicarles que yo no regía bien de la cabeza. Calmáronse con esto, y no dijeron una palabra más en todo el viaje, que terminó para ellos en la puerta del Sol. Sin duda me habían tenido miedo. Yo continuaba tan dominado por aquella idea, que en vano quería serenar mi espíritu, razonando los verdaderos términos de tan embrollada cuestión. Pero cada vez eran mayores mis confusiones, y la imagen de la pobre señora no se apartaba de mi pensamiento. En todos los semblantes que iban sucediéndose dentro del coche, creía ver algo que contribuyera a explicar el enigma. Sentía yo una sobrexcitación cerebral espantosa, y sin duda el trastorno interior debía pintarse en mi rostro, porque todos me miraban como se mira lo que no se ve todos los días. VII A ún faltaba algún incidente que había de turbar más mi cabeza en aquel viaje fatal. Al pasar por la calle de Alcalá, entró un caballero con su señora: él quedó junto a mí. Era un hombre que parecía afectado de fuerte y reciente impresión, y hasta creí que alguna vez se llevó el pañuelo a los ojos para enjugar las invisibles lágrimas, que sin duda corrían bajo el cristal verde oscuro de sus descomunales antiparras. Al poco rato de estar allí, dijo en voz baja a la que parecía ser su mujer. —Pues hay sospechas de envenenamiento: no lo dudes. Me lo acaba de decir D. Mateo. ¡Desdichada mujer! —¡Qué horror! Ya me lo he figurado también —contestó su consorte. ¿De tales cafres qué se podía esperar? —Juro no dejar piedra sobre piedra hasta averiguarlo. Yo, que era todo oídos, dije también en voz baja: —Sí señor; hubo envenenamiento. Me consta. —¿Cómo, usted sabe?, ¿usted también la conocía? —dijo vivamente el de las antiparras verdes, volviéndose hacia mí. —Sí señor; y no dudo que la muerte ha sido violenta, por más que quieran hacernos creer que fue indigestión. —Lo mismo afirmo yo. ¡Qué excelente mujer! ¿Pero cómo sabe usted…? —Lo sé, lo sé, —repuse muy satisfecho de que aquél no me tuviera por loco. —Luego, usted irá a declarar al juzgado; porque ya se está formando la sumaria. —Me alegro, para que castiguen a esos bribones. Iré a declarar, iré a declarar, sí señor. A tal extremo había llegado mi obcecación, que concluí por penetrarme de aquel suceso mitad soñado, mitad leído, y lo creí como ahora creo que es pluma esto con que escribo. —Pues sí, señor; es preciso aclarar este enigma para que se castigue a los autores del crimen. Yo declararé: Fue envenenada con una taza de té, lo mismo que el joven. —Oye, Petronila —dijo a su esposa el de las antiparras— con una taza de té. —Sí, estoy asombrada —contestó la señora—. ¡Cuidado con lo que fueron a inventar esos malditos! —Sí, señor; con una taza de té. —La Condesa tocaba el piano. —¿Qué Condesa? —preguntó aquel hombre interrumpiéndome. —La Condesa, la envenenada. —Si no se trata de ninguna condesa, hombre de Dios. —Vamos; usted también es de los empeñados en ocultarlo. —Bah, bah; si en esto no ha habido ninguna condesa ni duquesa, sino simplemente la lavandera de mi casa, mujer del guardaagujas del Norte. —¿Lavandera, eh? —dije en tono de picardía—. ¡Si también me querrá usted hacer tragar que es lavandera! El caballero y su esposa me miraron con expresión burlona, y después se dijeron en voz baja algunas palabras. Por un gesto que vi hacer a la señora, comprendí que había adquirido el profundo convencimiento de que yo estaba borracho. Llenéme de resignación ante tal ofensa, y callé, contentándome con despreciar en silencio, cual conviene a las grandes almas, tan irreverente suposición. Cada vez era mayor mi zozobra; la Condesa no se apartaba ni un instante de mi pensamiento, y había legado a interesarme tanto por su siniestro fin, como si todo ello no fuera elaboración enfermiza de mi propia fantasía, impresionada por sucesivas visiones y diálogos. En fin, para que se comprenda a qué extremo llegó mi locura, voy a referir el último incidente de aquel viaje; voy a decir con qué extravagancia puse término al doloroso pugilato de mi entendimiento empeñado en fuerte lucha con un ejército de sombras. Entraba el coche por la calle de Serrano, cuando por la ventanilla que frente a mí tenía miré a la calle, débilmente iluminada por la escasa luz de los faroles, y vi pasar a un hombre. Di un grito de sorpresa, y exclamé desatinado: —Ahí va, es él, el feroz Mudarra, el autor principal de tantas infamias. Mandé parar el coche, y salí, mejor dicho, salté a la puerta tropezando con los pies y las piernas de los viajeros; bajé a la calle y corrí tras aquel hombre, gritando—: ¡A ése, a ése, al asesino! Juzgúese cuál sería el efecto producido por estas voces en el pacífico barrio. Aquel sujeto, el mismo exactamente que yo había visto en el coche por la tarde, fue detenido. Yo no cesaba de gritar: —¡Es el que preparó el veneno para la Condesa, el que asesinó a la Condesa! Hubo un momento de indescriptible confusión. Afirmó él que yo estaba loco; pero que quieras que no los dos fuimos conducidos a la prevención. Después perdí por completo la noción de lo que pasaba. No recuerdo lo que hice aquella noche en el sitio donde me encerraron. El recuerdo más vivo que conservo de tan curioso lance, fue el de haber despertado del profundo letargo en que caí, verdadera borrachera moral, producida, no sé por qué, por uno de los pasajeros fenómenos de enajenación que la ciencia estudia con gran cuidado como precursores de la locura definitiva. Como era de suponer, el suceso no tuvo consecuencias porque el antipático personaje que bauticé con el nombre de Mudarra, es un honrado comerciante de ultramarinos que jamás había envenenado a condesa alguna. Pero aún por mucho tiempo después persistía yo en mi engaño, y solía exclamar: «Infortunada condesa; por más que digan, yo siempre sigo en mis trece. Nadie me persuadirá de que no acabaste tus días a mano de tu iracundo esposo…». Ha sido preciso que transcurran meses para que las sombras vuelvan al ignorado sitio de donde surgieron volviéndome loco, y torne la realidad a dominar en mi cabeza. Me río siempre que recuerdo aquel viaje, y toda la consideración que antes me inspiraba la soñada víctima la dedico ahora, ¿a quién creeréis?, a mi compañera de viaje en aquella angustiosa expedición, a la irascible inglesa, a quien disloqué un pie en el momento de salir atropelladamente del coche para perseguir[8] al supuesto mayordomo. La pluma en el viento o el viaje de la vida P oem… (1872). Perdón, ¡oh lector!, iba a cometer la irreverencia de llamar a esto poema. (N. del A.). Nuevo texto de la edición de La Guirnalda de 1889 y muy diferente al anterior es La pluma en el viento o el viaje de la vida, que se había publicado con anterioridad en «El Correo de España», «La Guirnalda» y «El Imparcial de Madrid» en 1872, 1873 y 1879, respectivamente. Los cuatro sustantivos del título permiten al lector prever el cuento que se anuncia como texto alegóricopoético con base en una metáfora nada sorpresiva, el viaje de la vida (siempre enigmático), con el añadido significativo de «vuelo caprichoso» que añaden los semas de pluma y de viento. En este juego de simbolismos e intenciones encubiertas va a desarrollarse el texto, que el lector asume sin problemas en la línea de un relato maravilloso que le demanda credibilidad incondicional. El cuento (que el autor estuvo a punto de calificar de «poema», según añade en guiño cómplice e innecesario) se estructura en «cantos. —La protagonista, es una pluma—, ligerísima» por definición intencionada del autor y por naturaleza, que acaba de «desprenderse» del cuerpo de la paloma madre en el transcurrir de un escarceo amoroso. Y va a desplazarse, a elevarse del lodo del corral en las alas del viento para emprender un viaje-búsqueda del ideal, de la felicidad: sucesivamente, el amor, la riqueza, la gloria y la ciencia. Son experiencias sucesivas (un canto merece cada una de ellas) que, como iluminaciones fugaces y engañosas, vienen a ser otras tantas decepciones; porque la voluble y habladora pluma (nadie le responde; ni el viento), siempre dominante en el eje central del relato, se deja encandilar de esperanzas fatuas, y fracasa una y otra vez; será su castigo quedar encerrada para siempre. La sencillez estructural y la carencia de elementos discursivos coadyuvantes permiten una primera interpretación lineal del texto: el viaje sorpresivo de la vida («al compás del viento»), desde la dicotomía alma/cuerpo, elevación/bajada, anhelo/frustración, hasta el cansancio final que cierra y concluye. El anzuelo que lanza el escritor en la frase final parece casar con este propósito: «¿Acabarán con esto tus paseos, oh alma humana?». Pero el relato es menos inocente de lo que aparenta y permite lecturas varias en pos de distintos simbolismos, todos ellos con un mismo hilo de posible sujeción. El narrador, al parecer neutral pero nada inocente, mientras coordina los elementos del relato, deja actuar a su humanizada pluma libremente para que decida sus idas y venidas mostrando su volubilidad, su ligereza, su incapacidad para aprender de la experiencia; y le permite —sólo a ella— el aflorar de su ser interno en la espontaneidad del propio lenguaje y expresiones: ninguna pena siente el lector ante la dura lección final que recibe. ¿Por qué viene a nuestra mente la peripecia de «la desheredada» de la fortuna, Isidora Rufete? Un cuento abierto a distintas lecturas. Un texto atractivo. Esta edición de «La pluma en el viento o el viaje de la vida» reproduce el texto que publicó en Madrid, la Administración de «La Guirnalda» y Episodios Nacionales en 1889, y comparte volumen con Torquemada en la hoguera, «El artículo de fondo», «La mula y el buey», «La pluma en el viento», «Un tribunal literario», «La princesa y el granuja» y «Junio». Con anterioridad había aparecido en «El Correo» de España el 20 de mayo de 1872 y en «La Guirnalda» de Madrid 1 y 16 de marzo y 1 de abril de 1873. Posteriormente lo recogió «El Imparcial» de Madrid, los días 13 y 20 de octubre de 1879. Introducción S obre el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una hoja de rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como a dos pulgadas del jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir permiso a nadie, yacía una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer del cuello de cierta paloma vecina; que diez minutos antes se había dejado acariciar ¡oh femenil condescendencia!, por un D. Juan que hacía estragos en los tejados de aquellos contornos. El corral era triste, feo y solitario. Desde estaba la pluma no se veía otra cosa que la copa de algunos castaños plantados fuera de la tapia, el campanario de la iglesia con su remate abollado, a manera del sombrero viejo, la vara enorme y deslucida de un chopo inválido y casi moribundo, y las tejas da la casa adyacente, que en días de temporal regaban con abundante lloro el corral y la huerta. La vid, la zarza trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la extensión de la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior, que servía de baluarte inexpugnable contra zorras y chicuelos. A esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo, tan espléndido de día, como imponente y misterioso de noche. La pluma (¿por qué no hemos de darle vida?) yacía, como dijimos, en compañía de varios objetos bastante innobles, propios del lugar, y constantemente expuesta a ser hollada por la bárbara planta de los gansos, de los pollos y aun de otros animalejos menos limpios y decentes que tenían habitación en algún lodazal cercano. No hay para qué decir que la pluma debía de estar muy aburrida; pues suponiendo un alma en han delicado, aéreo y flexible cuerpo, la consecuencia es que esta alma no podía vivir contenta en el corral descrito. Por una misteriosa armonía entre los elementos constitutivos de aquel ser, si el cuerpo parecía un espectro de materia, el alma había sido creada para volar y remontarse a las alturas, elevándose a la mayor distancia, posible sobra el suelo, en cuyo fango jamás debieran tocar los encajes casi imperceptibles de su sutil vestidura. Para esto había nacido ciertamente; pero en ella, como en nosotros los hombres, la predestinación continuaba siendo una vana palabra. Estaba la pobre en el corral, lamentando su suerte, con la vista fija en el cielo, sin más distracción que ver agitadas por el viento los blancos festones de su ropa inmaculada, y diciendo en la ignota lengua de las plumas: «No sé cómo aguanto esta vida fastidiosa. Más valdría cien veces morir». Otras muchas cosas igualmente tristes, dijo; pero en el mismo instante una ráfaga de viento que puso en conmoción todas las pajas y objetos menudos arrojados en el corral, la suspendió, ¡oh inesperada alegría!, alzándola sobre el suelo más de media vara. Por breve espacio de tiempo estuvo fluctuando de aquí para allí, amenazando caer unas veces y remontándose otras, con gran algazara de los pollos, quienes al ver aquella cosa blanca que se paseaba por los aires con tanta majestad, iban tras ella aguardándola en su caída, con la esperanza de que fuera algo de comer. Pero el viento sopló más fuerte y haciendo un fuerte remolino en todo el recinto del corral, la sacó fuera velozmente. Cuando ella se vio más alta que la tapia, más alta que la casa, que los castaños, que la cúspide del chopo, tembló toda de entusiasmo y admiración. Allá arribita, el viento la meció, sosteniéndola sin violentas sacudidas; parecía balancearse en invisible hamaca o en los brazos de algún cariñoso genio. Desde allí ¡qué espectáculo! Abajo el corral con sus inquietos pollos escarbando sin cesar; la huerta, la casa, los castaños, el chopo, ¡qué pequeño lo que antes parecía tan grande! Después, toda la extensión del hermoso valle poblado de casas, de árboles, de flores, de ganados; a lo lejos las montañas con sus laderas cubiertas de bosques, sus eminencias rojizas y azules y sus cúspides encaperuzadas con una blancura en la cual nuestra viajera creyó ver enormes montones de plumas, encima el cielo sin fin, el sol de la mañana dando vivos colores a todo el paisaje, garabateando el agua con rayos de luz, produciendo temblorosos reflejos en el follaje de los olmos, y reverberando en las sementeras pajizas, salpicadas aquí y allí de manchas de amapolas. ¡Esto sí que se llama vivir! Tremenda cosa sería caer otra vez en el corral. La pluma, en el colmo de su regocijo, no halló medio mejor de expresarlo que dando vueltas sobre su eje, para que se orearan bien sus miembros húmedos y ateridos: se bañó en el sol y se esponjó, ahuecando con cierta vanidad los flecos diminutos de que se componía su cuerpo. El sol penetraba por entre los mil intersticios de aquel encaje prodigioso, y nuestra viajera se vio vestida de hilos de cristal más tenues que los que tienden las arañas de rama en rama, y cubierta de diamantes, esmeraldas y rubíes que variaban de luces a cada movimiento, y tan menudos, que los granos de arena parecerían montañas a su lado. Extender la vista por el valle, por las montañas, por el horizonte, y querer recorrerlo todo hasta el fin, fue en la pluma obra de un momento. Su estupor y alborozo no tenían límites; y si al pronto la sorpresa la mantuvo en aquella altura, divagando, sin apartarse de su situación primera, después, serenada un poco y sintiendo en su pecho (?) el fuego del entusiasmo, se lanzó en el inmenso espacio, en brazos del geniecillo. Desaparecieron corral, casa, aldea; la torre de la iglesia como gigante despavorido, caminaba también con grandes zancajos hasta perderse de vista. En la agitación de aquel vuelo vertiginoso, la pluma subía a veces a tanta altura, que apenas podía distinguir los objetos; otras descendía hasta rozar con la tierra, y contemplaba su imagen fugitiva en la superficie verdosa de los charcos. A veces remontaba tanto, que parecía confundirse con las nubes y perderse en los inmensos océanos del espacio; a veces descendía tanto, que casi casi tocaba a la tierra; y en su lenguaje ignoto decía al viento: «Bájame un poco, amigo, que me mareo en estas alturas» o «levántame por favor, amiguito, que voy a caer en ese lodazal». El viento, dócil vehículo, la subía y la bajaba, según su deseo, andando siempre, y pasaban valles, ríos, montes, colinas, pueblos, sin parar nunca. En su viaje, la pluma no cesaba de admirar cuanto veía. Los pájaros pasaban cantando junto a ella; las mariposas se detenían, mirándola con asombro, no acertando a comprender si era cosa viva o un objeto arrastrado por el viento. Cuando iban cerca de tierra y pasaban rozando por encima de zarzales y plantas espinosas, creeríase que todas las púas se erizaban como garras para cogerla, y al volar por encima de un charco, los gansos de la orilla volvían de medio lado la cabeza mirándola, y con la esperanza de verla caer, corrían graznando tras ella: —«Súbeme, amiguito —gritaba—, para no oír a estos bárbaros». Canto primero Y subían hasta lo alto de la montaña: pasaban la divisoria, y recorrían otro valle, y así todo el camino, sin detenerse nunca. Tanto anduvieron, que la pluma, sintiendo satisfecha su curiosidad, se arremolinó, dio varias vueltas sobre sí misma, y dijo al genio que la conducía: —¿Sabes que hemos corrido bastante? ¿No convendría elegir sitio para descansar un rato? ¡Ay, amigo! Aunque deseaba salir del corral y recorrer el mundo, puedes creer que lo que a mí me gusta es la vida tranquila y reposada. Por un instante pensé que la felicidad es volar de aquí para allí, viendo cosas distintas cada minuto, y recibiendo impresiones diferentes. Ya me voy convenciendo de que es mejor estarse una quietecita en un paraje que no sea tan feo como el corral, viviendo sin sobresalto ni peligro. Allí veo, cerca del río, unos grandes árboles, que me parecen el lugar más hermoso que hemos encontrado en nuestro viaje. Acercáronse y vieron, efectivamente, que a la sombra de aquellos árboles había el sitio más apacible y delicioso que podría ambicionar, una pluma para pasar sus días. Césped finísimo cubría el suelo; el río cercano corría con mansa corriente, ni tan rápida que arrastrara y revolviera la tierra de las verdes márgenes, ni tan pausada que se enturbiaran sus aguas: fácil era contar todas las piedrecillas del fondo, mas no la muchedumbre de peces que divagaban por su trasparente cristal. Las ramas de los árboles, cerniendo la viva luz del sol, mantenían en templada penumbra el pequeño prado; y de allí habían huido todos los insectos importunos y sucios, así como todas las aves impertinentes y casquivanas. Los pocos seres que allí estaban de paso o con residencia fija, eran lo más culto y distinguido de la creación: insectos vestidos de oro y condecorados con admirables pedrerías; aves sentimentales y discretas que cantaban sus amores en cortesano estilo, y sólo a ciertas horas de la mañana o de la tarde. Era el medio día, y todas callaban en lo alto de las ramas, entreteniendo el espíritu en abstractas meditaciones. —¡Fresco y bonito lugar es éste! —dijo la pluma, erizándose de entusiasmo al verse allí—. Aquí quiero pasar toda mi vida, toda, toda, lo repito con seguridad completa de no variar de propósito. Vagaba a la sombra de los árboles, resbalando sobre el fresco césped, cuando vio que se acercaba una pastora, guiando dos docenas de ovejas, con alguno que otro cordero, y un perro que les servía de custodia y compañía. La pastora se ocupaba, andando, en tejer una corona de flores, que traía en la falda, y era tanta su hermosura, donaire y elegancia, que la pluma se quedó absorta. Sentóse la joven, y la pluma remontándose de nuevo por los aires, empezó a dar vueltas en torno suyo, admirando de cerca y, de lejos, ya la blancura del cutis, ya la expresión y brillo de los ojos, ya los cabellos negros, ya sus labios encendidos, todas y cada una de las perfecciones de tan ejemplar criatura. —Aquí me he de estar toda la vida —exclamaba la viajera en su enrevesado idioma—. Esto sí que es vivir. Nunca me cansaré de mirarla, aunque viva mil años. ¡Qué bien he hecho en establecerme aquí… y qué gran cosa es el amor! Gracias a Dios que he encontrado la felicidad. ¡Cuán dulcemente se pasa el tiempo mirándola, ahora y después y siempre! ¿Qué placer iguala al de pasar rozando sus cabellos, y acariciarle la frente con mis flequitos? ¿Qué mayor ambición puedo tener que dejarme resbalar por su cuello hasta escurrirme… qué sé yo dónde, o esconderme entre su ropa y su carne para estarme allí haciéndole cosquillas per saecula saeculorum? Esto me vuelve loca… y de veras que estoy loca de amor. Aquí y sin apartarme de ella un instante he de pasar toda la vida. La pluma volaba y revolaba alrededor de la pastora, hasta que fue a posarse sutilmente sobre su hombro, y en él hizo mil morisquetas y remilgos con sus flecos. Vio la muchacha aquel objeto blanco, que al principio juzgó ser cosa menos delicada caída de las ramas del árbol, y tomándola, la estrujó entre sus dedos y la arrojó lejos de sí con indiferencia desdeñosa. Un rato después convocó a su rebaño y se fue. Mucho tardó nuestra infortunada viajera en volver de su desmayo. Al abrir los ojos, en vano buscó al objeto de su tierna pasión; reconociendo el sitio, sacudió sus encajes magullados y rotos, y dio al viento sus quejas en esta forma: —Ay, vientecillo, sácame de aquí, por las ánimas benditas, levántame, que me muero de tristeza. Quiero correr otra vez, pues ahora comprendo que la felicidad no existe en lo que yo creía. ¡Buena tonta he sido! El amor no es más que fatigas y dolores. Basta de amor, que harto conozco ya lo que trae consigo. Volemos otra vez y vamos a donde tú quieras, amiguito. De veras te digo que me cargan estos árboles y este río: estoy ya hasta la corona de céspedes, prados, arroyos y pajarillos. Démonos una vueltecita por esos mundos. Levántame: quiero subir hasta las nubes. Eso es; así me gusta: súbeme todo lo que puedas. Mira, allí a lo lejos se alcanza a ver una casa que ha de ser muy grande: ¿ves cómo brilla a los rayos del sol, cual, si fuese de plata, y a su lado hay otra y otra, muchas, muchísimas casas? Sin duda aquello es lo que llaman una ciudad. Eso, eso es lo que yo deseo ver. Gracias a Dios que encuentro lo que me gusta. Vámonos derechos allá, y dejémonos de montes y valles, que son lugares impropios para este genio mío… Ya, ya se ve de cerca la ciudad. En aquel magnífico palacio que vimos primero nos hemos de meter. Corre, corre más, que me parece que no llegamos nunca. Canto segundo P ronto se hallaron muy cerca de un soberbio palacio de mármol, tan grande y bello que hasta el mismo genio misterioso, que conducía a nuestra amiga, se quedó absorto ante tanta magnificencia. Oíanse por allí algazaras como de baile o festín, y músicas sorprendentes. Flotaban banderas, en los minaretes y azoteas, y por las ventanas se veía discurrir la gente alegre y bulliciosa. —Adentro, amiguito —dijo la pluma—; colémonos por este balcón que está de par en par abierto. Así lo hicieron, encontrándose dentro de una gran sala en la cual había hasta cien personas sentadas alrededor de vasta mesa, llena de ricos manjares y adornada de flores, todo puesto con arte y soberana magnificencia. Era igual el número de hombres al de mujeres, y si entre aquéllos los había de distintas edades, éstas eran todas jóvenes y hermosas. Los criados vestían riquísimos trajes, y un sin fin de músicos tocaban armoniosas sonatas en lo alto de una gran tribuna. Los convidados estaban tendidos sobre cojines cubiertos de vistosos tapices: ellas adornadas con flores, y tan ligera y graciosamente vestidas, que su hermosura no podía menos de aparecer realzada con atavíos tan indiscretos. Las carcajadas, las voces y la música, impresionando el oído; el aroma de las flores y el olor aperitivo de las comidas y licores, hiriendo el olfato; la viveza de las miradas, la variedad de colores, afectando la vista, producían en aquel recinto una fascinación que habría dado al traste con la fortaleza de todos los ermitaños de la Tebaida. La pluma, divagando por la bóveda del salón, sintió que desde la mesa subían a acariciar sus sentidos los dulces vapores de la mesa, y se embriagaba con la fragancia de los vinos, escanciados sin cesar en copas de oro. Su entusiasmo y alegría no tenían límites, y la lengua se le soltó de tal modo, que no cesó de hablar en todo el día, diciendo a su compañero y conductor: —Esto sí que es delicioso, amiguito; esto sí que es vivir. ¡Bien te decía yo que aquí habíamos de encontrar la felicidad; bien me lo anunciaba el corazón! Me están volviendo tarumba las emanaciones de esas aves, de esas especias, de esas frutas, de esos licores que parecen, llevar en sí gérmenes de vida y nos infunden aliento y júbilo. Repara en la incitante belleza do esas mujeres: ¡qué miradas!, ¡qué senos!, ¡qué admirable configuración la de sus cuerpos!, ¡qué encantadora risa en sus labios! Pero ¿no te vuelves loco como yo? Aquí he de estarme toda la vida ¿sabes? No hay duda que la vida es el placer, y buenos tontos serán los que se anden por ahí discurriendo insulsamente por montes y valles. ¡Y yo fui tan imbécil que vi la felicidad en el amor insípido que me inspiró aquella pastora! ¡Qué fácilmente nos equivocamos!… pero ya he conocido mi error, y tengo la seguridad de no equivocarme más. Es que ya voy teniendo mucha experiencia, no te creas, y de aquí en adelante ya sé lo que tengo que hacer. Gracias a Dios que encontré lo definitivo: aquí, aquí hasta que me muera. ¡Qué placer, y qué embriaguez y qué mareo han deliciosos! ¡Sublime es esto, y cuán desgraciados los que no lo conocen! La comida avanzaba, y la locura de los comensales tocaba a su límite: las ánforas habían dado ya su última ofrenda de vino: los convidados las habían hecho llenar de nuevo, y hasta las mujeres aturdidas, o gritaban como furias o callaban con perezoso recogimiento. La pluma se sintió también atontada; empezó a dar vueltas y más vueltas en el aire hasta que poco a poco perdió la conciencia de lo que allí ocurría. Conservando un resto de vago conocimiento, sintió que las voces se alejaban; que caían los muebles; que se rompían con estrépito los vasos; que callaban los músicos; que, obscurecido el sol, lo sustituía una débil claridad de antorchas; que éstas se extinguían después; que todo quedaba en silencio. Entonces se sintió caer, abandonada de su misterioso genio amigo: vio las flores marchitas y pisoteadas por el suelo, los restos de la comida arrojados en desorden y exhalando repugnante olor; todo revuelto y disperso, y ningún ser vivo en la sala. En su desmayo juzgó que pasaban lentamente horas y más horas, que luego amanecía, y que por fin alguien daba señales de vida en aquel palacio, ayer del regocijo y hoy de la tristeza. Los pasos se acercaban, y manos desconocidas intentaron poner en orden los restos del festín. Luego se sintió arrastrada violentamente a impulsos de un objeto áspero: abrió los ojos, ya con la cabeza despejada, y vio que era impelida por una escoba. La barrían juntamente con multitud de objetos despreciables, ajados, repugnantes y pestíferos; hojas de flores pisoteadas, pedazos de cristal aún mojados en vino, huesos de frutas aún cubiertos de saliva, cortezas de pan, espinas de salmón, con alguna hilacha de carne. Una cinta manchada de salsa, fresas espachurradas, entre las cuales lucía un alfiler tendido del zumo rojizo, y que semejaba el puñal de un asesino; piltrafas de jamón, cascaritas de hojaldre y algunos ojos de pescado que aún fijos a sus rotas cabezas, parecían contemplar con asombro y terror semejante espectáculo. Entre estos objetos, rodando todos en tropel, fue nuestra pluma empujada por la escoba hasta parar a un gran cesto, de donde la arrojaron a un corral mil veces más inmundo que aquél de donde había salido. Al verse entre tanta basura, magullada, rota, sucia, oliendo a vino, a especias, a grasa, a saliva, empezó a lamentarse con estas patéticas frases: —¡Ay, vientecillo de mi alma, levántame y sácame de aquí, por Dios y todos los santos! Me muero en este montón de inmundicia; yo quiero ser libre y pura como antes. A fe que te has lucido, plumita. ¡Qué error tan grosero! En buena parte has venido a concluir aquella brillante jornada de placer y felicidad. Que no me digan a mí que el placer lleva consigo otra cosa que degradaciones, bajezas, dolores y miserias. ¡Por un ratito de gozo, cuánta amargura! Y gracias a Dios que he salido con vida. Afortunadamente no seré yo quien vuelva a caer. Sácame de aquí, amigo, así te dé Dios todos los reinos de la tierra y del mar: sácame, o me muero en esta podredumbre. El geniecillo la levantó con rapidez a grandísima altura, y allá arriba se ahuecó toda, llena de contento, para purificarse y orear su cuerpo. Apartó la vista del palacio y de la ciudad, y ambos siguieron luego su camino sin saber a dónde iban. —Ni los campos tranquilamente fastidiosos; ni los palacios, que son mansión del hastío, me hacen a mi maldita gracia —decía la pluma—. Por fuerza hemos de encontrar pronto lo que cuadra a mi genio. ¿Ves? O yo me engaño mucho, o aquel gentío que ocupa la llanura que tenemos delante, nos va a detener allí con el espectáculo de algún acto sublime. Vamos pronto, que ya siento viva curiosidad. O yo no sé lo que son ejércitos, o lo que allí se divisa son dos que van a encontrarse y a reñir. ¡Sublime acontecimiento! ¡Bendito sea Dios que nos ha deparado ocasión de presenciar una batalla! He aquí una cosa que me entusiasma. Me pirro yo por las batallas. ¡La gloria! Te digo que se me va la cabeza cuando hablo de esto. Tarde ha sido, amigo, pero al fin he encontrado la norma de mi destino. Mira, ya van a empezar. Coloquémonos encima de aquellos que parecen ser los caudillos de uno de los dos ejércitos, y veamos la que se va a armar aquí. Canto tercero E fectivamente, dos grandes y poderosas huestes iban a chocar en aquella planicie. ¿A qué describir el brillo de las armas, las empresas de los escudos, el ardor de los combatientes; el relinchar de los corceles y demás accidentes de la empellada refriega? La pluma, palpitando de emoción, vio los primeros encuentros, y no apartaba los ojos del que parecía ser rey del ejército por quien más tarde se decidió la victoria. El tal rey llevaba un casco de oro, armadura de bruñido acero, y oprimía los lomos de soberbio caballo tordo. Ninguno le igualaba en furor y osadía, razón por la cual su gente, entusiasmada con tal ejemplo, arrollaba a los contrarios cual si fuesen manadas de carneros. Nuestra viajera no sabía cómo expresar su frenético alborozo ante la sublime tragedia. —¡La gloria!, ¡qué gran cosa es la gloria! —exclamaba, siguiendo lo más cerca posible al rey victorioso—. Estoy en mi centro, esta es la vida, esto es lo que cuadra a mi genio esto es la felicidad; gracias a Dios que he encontrado lo que quería. ¡Y fui tan imbécil que perdí el tiempo en frívolos amores y en livianos placeres! ¡La verdad es que se equivoca uno tontamente! Pero ya voy teniendo experiencia, y no me equivocaré más. La gloria es lo que más enaltece el alma. Mira, amiguito mío, cómo vencen los de aquí. Ya van los otros en retirada. ¡Grande y poderoso Rey! Daría la mitad de mi vida, por ponerme encima de su casco, de aquel áureo yelmo, ante cuya cimera se inclinarán con pavura todos los monarcas y naciones de la tierra. Vamos, esto me enajena; ¿no oyes cómo crujen las armas, cómo relinchan los caballos y cómo blasfeman los combatientes, encendidos en marcial coraje? ¡Gloriosa muerte la de los unos y gloriosísima victoria la de los otros! Ésta fue decisiva para el rey del áureo casco y del caballo tordo. Su ejército triunfante persiguió en veloz carrera al enemigo, y la pluma siguió la triunfal marcha revoloteando sobre la cabeza del héroe. Corrían sin fatigarse hasta que llegó la noche. Luego se detuvieron, satisfechos de haber aniquilado en su fuga al ejército contrario. Acamparon los vencederos, se armó la tienda del Rey, preparésele comida y lecho; y en aquella hora de la reflexión y del reposo, pasada la exaltación primera, hasta la pluma bajó a la tierra cubierta de cadáveres, de sangre, de ruinas. Entonces la viajera sintió frío glacial, extraordinaria fatiga y una modorra que no pudo vencer evocando los recuerdos del épico combate. En su letargo, creyó sentir los lamentos de los heridos, mezclados con horrorosas imprecaciones. No tardaron en venir las madres, las hermanas, los tiernos hijos, sosteniéndose entre sí, porque el dolor aflojaba sus desmayados cuerpos, alumbrándose con triste linterna para buscar al padre, al hijo, al esposo, al hermano. Hombres horribles, tipo medio entre el sayón y el sepulturero, cavaban la profunda y holgada fosa, donde eran arrojados los infelices muertos de ambos ejércitos. Las santas mujeres buscaban aun entre aquellos despojos, mal cubiertos por la tierra, a los seres queridos, y hasta hubieran escarbado para sacarlos de nuevo, si las voces y los lamentos que más allá se oían no las dieran la esperanza de que en otro lugar estarían quizás los que buscaban. Graznando lúgubremente bajaron los buitres y demás aves que tienen su festín en los campos de batalla; la lluvia encharcó el piso amasando lechos de fango y sangre para los pobres difuntos, y el frío remató a los heridos que esperaban escapar a la muerte. ¡Tremenda noche! Volviendo de su letargo, pudo observar la pluma que cuanto había visto no era alucinación, sino realidad clarísima. Quiso huir, pero se detuvo sobrecogida porque en la cercana tienda del Rey sonaron gritos y juramentos y fuerte choque de armas. Varios hombres salieron de allí luchando, y una voz dijo: «muera el tirano, —y otras, exclamaron—: ¡han asesinado al Rey!». En efecto así era: el héroe victorioso había sido sacrificado por sus ambiciosos generales, ávidos de repartirse el botín y apoderarse del reino. —Viento querido, amigo mío, sácame de aquí —gritó la pluma agitando su fleco para volar—. Levántame; llévame por esos aires de Dios, que no quiero ver tantos horrores. ¡Maldita sea la gloria y malditos los pícaros que la inventaron! Parece mentira que me haya dejado alucinar por tan craso disparate. Ya ves que de la gloria no se saca cosa alguna, si no es la desesperación, el odio, la envidia y todas las bajezas de la ambición. ¡Cuánto más valen la dulce modestia y una apacible obscuridad! Gracias a Dios que he salido de las tinieblas del error. Tres veces me equivoqué; pero al fin la luz ha entrado en mi cabeza, y ya tengo la certeza de no equivocarme más. ¡Cuán claro veo ahora todo! ¡Qué bien considero y profundizo la verdad de las cosas! No, no volverá a incurrir en tales tonterías. Por supuesto, siempre es conveniente equivocarse para adquirir experiencia y estudiar y conocer la vida felizmente, ya sé a qué atenerme. Dichosos los que han pasado tantas amarguras y visto tantísimo mundo… Pero si no tengo telarañas en los ojos, amigo vientecillo, allá a lo lejos se distingue una altísima torre que debe de ser de alguna catedral. Sí, a medida que nos acercamos se va destacando la mole del edificio… No parece sino que Dios nos ha encaminado a este sitio para que nos arrepintamos de nuestras culpas y aprendamos de todas las cosas, consuelo de todas las aflicciones, asilo de todos los extraviados… ¡Ay!, vamos pronto, que ya tengo deseo de entrar allí: ¿no oyes el repicar de las campanas?, ¿no ves cómo el sol perfila con rayos de oro las mil estatuas erigidas en los pináculos y agujas que rematan el grandioso monumento por una y otra parte? Date prisa y lleguemos pronto, amiguito; ¡qué pesado te has vuelto! A ver si encontramos un agujerito por donde introducirnos. Canto cuarto D ieron vueltas alrededor del templo, que era ojival y de sorprendente hermosura, y al fin, hallando un vidrio roto, se colaron dentro sin pedir permiso al sacristán. Soberbio espectáculo se ofreció a las miradas de nuestros dos viajeros. La vasta nave y sus haces de columnas delicadísimas, que remataban en palmeras, entreteniéndose para formar la bóveda; las ventanas rasgadas en toda la extensión del pavimento y cubiertas con el diáfano muro de cristales de colores; la multitud de figuras representativas; la fauna, la flora; la riqueza de los altares, las luces, sus resplandecientes trajes de los sacerdotes, el incienso, formando azuladas nubes; el son del órgano, a veces suave y apagado como la respiración de un niño que duerme, después fuerte y estentóreo como el resoplido de un gigante colérico; el coro grave y los rezos quejumbrosos, todo esto impresionó de tal modo a nuestra viajera, que estuvo un buen rato pegada a la bóveda, sin atreverse a descender, sobrecogida de admiración, piedad y respeto. —Me falta poco para llorar, amigo vientecillo —dijo—. Aunque un poco tardío, mi arrepentimiento es seguro. ¡Con cuánto gozo abro mis ojos a la luz de la verdad! ¿Y habrá quien sostenga que puede haber dicha, reposo y paz fuera de la religión sacratísima? Santa y sublime fe: a ti vengo fatigada de las luchas del mundo, el alma llena de congoja y atormentada por el recuerdo de mis pasados extravíos. Inexperta y alucinada, juzgué que el mejor empleo y ocupación de mi ser era el amor, los goces o la incitante gloria, cosas ¡ay!, de liviana realidad, que se desvanecen pasada la ilusión primera. Mi alma está pura, y anhela reposarse en el bien. Aborrezco el mundo; pienso sólo en Dios, imán de nuestros corazones, fuente de toda salud, principio de toda inteligencia. Aquí, en este santo y bello asilo, creado por el arte y la fe, he de pasar lo que me resta de vida. Segurísima estoy ahora de no variar de inclinaciones ni de pensamiento. Aquí, siempre aquí. Dulce es, entre todas las dulzuras, zambullir el pensamiento en la idea de Dios, adorarle, contemplarle, confundirnos ante su presencia como granos de polvo frágiles plumas que somos las criaturas. Vientecillo, puedes marcharte, que yo me quedo aquí para toda la vida. ¡Cuán feliz soy! Calló la pluma y se acurrucó con devota compostura en la punta de una de las espinas que ceñían la frente del dorado Cristo suspendido en lo más alto del retablo. Cesaron cantos, apagáronse las luces. Rumores extraños de misales que se cierran, de goznes rechinantes, de papeles de música que se arrollan, de cortinas que se corren tapando un santo, de llaves que crujen en la enmohecida cerradura, de acólitos que tropiezan, corriendo hacia la sacristía, de rosarios que se guardan, sustituyeron a la imponente salmodia de antes; y las pisadas de los hombres y las faldas de las mujeres levantaron ligera nube de polvo que subió confundirse con los desgarrados celajes del incienso, vagabundos aun por las altas bóvedas, como los jirones de nubes que corren por el cielo después de una tempestad. Vino la noche, y los vidrios se obscurecieron, tomando tintas suaves y misteriosas. La gran nave quedó por fin en completa sombra; mas en lo alto de sus muros velaban, como espectros de moribundo resplandor, las pintadas efigies de cristal. En el centro del lóbrego santuario lucía un punto de luz: era la lámpara del altar, que como un alma despierta y vigilante oraba en el recinto. Su débil claridad apenas iluminaba los pies del Santo Cristo próximo, y el blanco cuerpo de un obispo de mármol que, tendido en su mausoleo, parecía como que a ratos abría la boca para bostezar. Pasaron horas y más horas, que por lo largas parecían noches empalmadas, sin días que las separasen, y la pluma acabo sus rezos y los volvió a empezar, y acabados de nuevo, y agotado todo el repertorio de oraciones, que sabía, dijo otras que sacaba de su cabeza, hasta que al fin, no nada, aburrida de aburrirse, se dejó decir: —Vientecillo, me alegro de que no te hayas ido. Ven acá un momento: ¿sabes que siento así como ganas de dar un paseíto por ahí fuera? No es que quiera abandonar este sitio; pues lo dicho, dicho: aquí he de estarme toda la vida. Es que, hablando con sinceridad, esto es bastante triste, y no sé, no sé… las horas tienen una longitud desmesurada. Si me apuras te diré con mi habitual franqueza que me aburro soberanamente. ¿Por qué no hemos de salir a refrescarnos la cabeza y a ver el cielo? Pues por mucha que sea nuestra devoción, no hemos de estar siempre reza que te reza, y conviene dar al ánimo esparcimiento para cobrar fuerzas y… ya me entiendes. Salgamos, que en realidad no tiene maldita gracia que nos estemos aquí hechos unos pasmarotes. Y repara que después que aquellos señores acabaron de cantar, esto está tan solo y obscuro que antes impone miedo que piedad. Larguémonos fuera un ratito, que una cosa es la fe y otra el saludable recreo del cuerpo y del alma. Canto quinto S alieron por donde habían entrado, y al hallarse fuera, la pluma prorrumpió en exclamaciones: —¡Oh, gracias a Dios que veo otra vez el profundo cielo, las altas estrellas y la luna! ¡Qué hermosura! Paréceme que hace años que no he visto este admirable espectáculo siempre nuevo y seductor. Mira, alarguemos nuestro paseíto, que en nada se admira tanto a Dios como en la naturaleza, ni nada es en ésta tan bello como la noche. Vaya, con franqueza, amigo viento: ¿no es esto más hermoso que el antro sombrío y estrecho de la catedral? Compara aquella lámpara con estas luminarias celestiales que tenemos encima de nuestras cabezas… Sigamos un poquitín más allá; que si no volviéramos, ya encontraríamos otra catedral en que meternos. Hay muchas, mientras que cielos no hay más que uno… ¡Cuánto se aprende viviendo! ¿Sabes lo que se me ha ocurrido? Pues que la religión es cosa admirable; pero que consagrarse enteramente a ella sin pensar en nada más, me parece una gran majadería. Ya voy teniendo experiencia, y veo todas las cosas con mucha claridad. Para alabar a Dios y honrarle, me parece a mí que antes que pasarnos la vida metidas en las iglesias, debemos las plumas emplear constantemente nuestro pensamiento en conocer y apreciar las leyes por el mismo Dios creadas. Yo, si quieres que te hable con el corazón en la mano, no tengo muchas ganas de volver a la catedral, fuera de que ya hemos perdido, el camino y no lo encontraremos fácilmente. ¿No te parece que debemos lanzarnos por esos espacios anchísimos buscando en ellos la razón de todas las cosas? Siento tal curiosidad que no sé qué haría por satisfacerla. ¡Saber! Ése es el objeto de nuestra vida; en saber consiste la felicidad. No negaré yo que la Fe es muy estimable; pero la Ciencia, amigo mío, ¡cuánto más estimable es! Por consiguiente, te confieso con toda ingenuidad que he variado de ideas; pero con el firme propósito de que sea ésta la última vez. Quiero, a fe de pluma de origen divino, examinar cómo y por qué se mueven esos astros, a qué distancia están unos de otros; qué tamaño y qué cantidad de agua tienen los mares; qué hay dentro de la tierra; cómo se hacen la lluvia, el rayo, el granizo; de qué diablos está compuesto el sol; qué cosa es la luz y qué el calor, etc., etcétera. Me da la gana de saber todas esas cosas. Gracias a Dios que he encontrado la verdadera y legítima ocupación de mi espíritu. Ni el amor pastoril, ni los placeres sensuales, ni la terrible y estúpida gloria, ni el misticismo estéril enaltecen al ser. ¡El conocimiento!, ahí tienes la vida, la verdadera vida, amigo vientecillo. Bendigo mis errores, de cuyas tinieblas saqué la luz de mi experiencia y la certeza del destino que tenemos las plumas. Llévame, amigo, llévame por ahí, pronto, que hay mucho que ver y mucho que estudiar. Corrieron, volaron, y la pluma no se cansaba de sus observaciones especulativas. Estudió la marcha de los astros y las distancias a que están de la tierra; atravesó el inmenso Océano de una orilla a otra; hízose cargo de la configuración y trazado de las costas; midió el globo, fijando la atención en la diversidad de sus climas y habitantes; penetró en las cavernas profundas, donde existen los indescifrables documentos de la Mineralogía, y leyó el gran libro Geológico, en cuyas páginas o capas hablan idioma parecido al de los jeroglíficos la multitud de fósiles, siglos muertos que tan bien saben contar el misterio de las pasadas vidas; todo lo estudió, lo conoció y se lo metió en el magín, y entretanto no cesaba de repetir: —¡Gran cosa es la Ciencia! ¡Y cuánto me felicito de haber entrado por este camino, el único digno de nuestro noble origen! Pero lo que me enfada es que nunca llegamos al fin: a medida que voy aprendiendo se me presentan nuevos misterios y enigmas. Yo quisiera aprendérmelo todo de una vez. Es mucho cuento éste, de que nunca se le ve el fondo al odre de la sabiduría. ¡Ay! Vientecillo perezoso, corre más, a ver si conseguimos llegar a un punto donde no haya más tierra, ni más mar, ni más cielo, ni más estrellas… Esto no se acaba nunca. Corramos, volemos, que no ha de haber cosa que yo no vea ni examine, ni arcano que no se me revele. He de saber cómo es Dios, cómo es el alma humana, de dónde salimos las plumas y a donde volvemos, después de dar nuestro último vuelo en el viaje de la existencia. *** Y así transcurrió un lapso de tiempo indeterminable, y ni se veía el fin de la Ciencia, ni la sed de saber encontraba donde saciarse por completo. Ya habían recorrido toda la atmósfera que rodea nuestro planeta; y la buena pluma, cansada y aburrida, sin fuerzas para avanzar más, giraba alrededor de su eje con desorden y aturdimiento, como un astro que se vuelve loco y olvida la ley de su rotación. —¡Ay!, vientecillo —exclamaba lánguidamente— ya estoy confusa, ya estoy mareada. ¿De qué vale la ciencia, si al fin, después de tanto investigar, más me espanta lo que ignoro que me satisface lo que sé? ¡Ay!, compañero mío, de desengaños, sólo sé que no sé una condenada palabra de nada. Esto es para volverse una loca. Llévame a un sitio recóndito donde encuentre el consuelo del olvido. Quiero aniquilarme; quiero reposar en completa calma, dando paz al pensamiento y a la imaginación siempre ambiciosa. ¡Cuántas equivocaciones en tan breve tiempo! Ni el amor, ni el placer, ni la gloria, ni la religión, ni la Ciencia me satisfacen. El lugar de paz y de contento perdurable con que soñaba para pasar la vida, no se encuentra en parte alguna. Experiencia lenta y dolorosa, ¿de qué sirves? Si ese lugar que busco no existe por aquí, forzosamente ha de exigir en alguna otra región. Busquémoslo, amigo leal y ya inseparable… Veo que no estás menos aburrido y desilusionado que yo. ¡Ay!, yo desfallezco; apenas puedo sostenerme en tus brazos; todo me desagrada, el aire, la luz, los árboles, la mar, el espacio; las estrellas, el sol. Fijaron la vista en la tierra, de la cual muy cerca estaban, y vieron una como procesión que se dirigía a un bosquecillo frondoso, entre cuya verdura se destacaban objetos de blanquísimo mármol. Era un cementerio, y la procesión un entierro. Observaron nuestros viajeros que sobre la tierra había sido colocado un ataúd pequeño y azul. Abriéronlo algunos de los circunstantes, y todos los demás se agruparon en derredor para ver las facciones de la muerta: era una niña como de diez años, coronada de flores, las manecitas cruzadas en actitud de rezar no se sabe qué, y semejante a un ángel de cera, tan bonito y puro, que al verle todos se admiraban de que se hubiera tomado el trabajo de vivir. —Aquí, aquí quiero estar siempre, querido vientecillo. Suéltame, déjame caer —dijo la pluma, desasiéndose de los brazos de su amado conductor, para caer dentro del ataúd. Éste se cerró, y el vientecillo, que empezaba a dar revoloteos para sacarla con maña, no pudo conseguirlo, y la pluma, quedó dentro. ¿Acabarán con esto tus paseos, oh alma humana? Aquel (1872). Esta narración formó parte de Los españoles de ogaño, una colección de cuadros costumbristas editado en 1872 y presentado como continuación de Los españoles pintados por sí mismos, que se había publicado treinta años antes. La propuesta de escritura es, por consiguiente, describir tipos diversos. El texto de Galdós, que figuró en el segundo tomo del proyecto, se alejó del resto de los allí recogidos por no referirse a un tipo definido y concreto, y por el tono ficcional que lo envuelve. El tipo es un aquel evanescente e inquietante («os persigue (…) parece el acreedor (…) el Banquo de todos los sustos») presentado desde la primera frase como imposible de identificar («¿Quién es aquél? ¡Enigma indescifrable!»). Pese a esto el narrador (así se presenta) apela directamente al tú del lector consiguiendo que, intrigado o sobrecogido, le siga en el relato itinerante de la búsqueda condenada a fracasar de su personalidad. En realidad el lector no sigue a Aquel sino al narrador que lo estimula a un sitio u otro: «miradle», «sigámosle», «ved como sale del cementerio», «se dirige al paseo»… En su aspecto formal el texto es breve y carece de indicaciones de organización en capítulos; sólo dos blancos de texto que, en efecto, consiguen aislar una primera parte con ejemplos («supongamos», «pongamos el ejemplo», indica en narrador) de dónde puede encontrarse «Aquél, —y una segunda de distintas identificaciones, todas posibles y ninguna cierta—: de los cual se deduce que nuestro hombre es todo el mundo», indica el narrador. «Luego es un tipo», piensa el lector: sin oficio ni caracteres propios; pero un tipo cuya posible descripción conviene a lo que llamamos genéricamente artículo costumbrista. Y sigue leyendo: sin marca alguna (¿habría aquí un nuevo blanco olvidado en la edición? —pensamos—; y lamentamos la inexistencia del manuscrito), el texto inicia el seguimiento mental de aquél para averiguar quién es observando a dónde se dirige y cómo actúa, animado por un convincente «Miradle, ¡oh curiosos lectores!», del narrador. Será inútil; porque «ha sido, es y continuará siendo indescifrable». En efecto —piensa el lector, convencido— es verdaderamente un tipo y no un individuo. Sin embargo sí que es un individuo, un protagonista de relato, ese narrador que cierra el texto explicando que «este artículo» debía haberse titulado «El Vago». Él es el vago que deambula curioso tras cualquier tipo urbano. Fácil es anotar dos posibles fuentes para la génesis de «Aquél». Una es de índole metaliteraria: en efecto —parece decirnos Galdós— muy sutiles pueden ser los límites entre un artículo costumbrista y un relato breve. La segunda tiene que ver con el sentido del humor galdosiano y con aspectos de su propia biografía, pues no es difícil atisbar al propio Galdós joven en el retrato de este observador curioso y paseante vago, que considera infausto el «sacrificio» del matrimonio, que ha leído a Shakespeare y conocido las doctrinas de Buffon, que «sabe» de alguien que va al Congreso para pasarse allí «las horas muertas (…) tomando apuntes para futuras obras», que consigue conquistar al lector con la habilidad de su escritura… Es más que una sospecha aventurada: así ha sabido verlo la crítica desde la edición del Madrid de Galdós que realizara Pérez Vidal en 1957. Esta edición de «Aquél» reproduce el texto que publicó en Los españoles de ogaño. Colección de tipos y costumbres la Librería de Victoriano Suárez, Madrid, en 1872. El relato aparece en el tomo II, págs. 266-274. ¿Quién es aquél? ¡Enigma indescifrable! Tengo para mí que todos los seres de la creación ignoran quién es aquél, y sin embargo, aquél existe y está en todas partes, os persigue como vuestra sombra por donde quiera que vais; parece el acreedor sempiterno que está reclamando constantemente una deuda inmortal; parece del Banquo de todos nuestros sustos, el ave agorera de todos nuestros presentimientos, la imagen óptima de todas nuestras alucinaciones. Supongamos que un día nefasto os veis en la necesidad de formar en las tristes filas de un entierro. Llegáis al cementerio, entráis en la capilla para asistir al oficio fúnebre, y entre la enlutada muchedumbre, está infaliblemente aquél. En otro día, quizás más nefasto, vais a un baile de máscaras; discurrís por el salón tratando de matar el fastidio. Supongamos que os divertís, que no; supongamos que os dan una broma pesada o una feliz sorpresa. Todo es accidental y está sujeto a mil contingencias. Lo invariable, lo categóricamente cierto, es que entrar, al salir, en todas las vueltas que, como mariposa atontada distéis por el salón, encaró con vosotros una persona cuyo semblante conocíais bien, y esta persona era aquél. Pongamos el ejemplo de que vais a una parada, a una ceremonia pública, a un meeting, y en el primer caso os causa perplejidad y admiración la variedad de uniformes, el guerrero ademán de las tropas, la estirada gravedad y deslumbrante entorchamiento de los generales, así como en el segundo nada os conmueve tanto como la elocuencia y ardor de los oradores políticos, que se quieren tragar unos a otros por un mendrugo de libertad más o menos. Pero en la parada y el meeting lo que os causará un asombro parecido al espanto es ver confundido entre el gentío… ¿a quién, cielos divinos?…, a aquél. Otro caso: un día que debe marcarse con piedra negra en vuestra mísera existencia, os prenden, por equivocación, en una calle de las más públicas, por haberos confundido (nuestra policía tiene un ojo…), con cierto sujeto célebre en los garitos, y al formarse en torno de vuestra persona el indispensable círculo de curiosos que mira con indignación al delincuente, observáis que entre todas aquellas caras se destaca una, la más insolente y desvergonzada de todas, y esa cara… no lo dudéis un momento, esa cara es la de aquél. Más ejemplos. Sentemos la atrevida hipótesis de que os casáis. Llega el infausto día. Os personáis en la iglesia: llega la novia, llegan los padrinos, llega el cura, llega el monaguillo, llegan los amigos; parece que no falta nadie. Como nada falta, principia la ceremonia: os dais la mano, el sacerdote os bendice, y cuando ya parece que está consumado el sacrificio, extendéis la presuntuosa mirada por todo el ámbito del templo para que la felicidad, estampada en vuestra cara, despierte envidias en el apiñado concurso, y… ¡oh sorpresa!, apoyado en una columna, con la vista fija en el novel matrimonio, está un hombre, en cuyo semblante reconoceréis al punto las aborrecidas facciones de aquél. En resumen, si vais al café, ahí está aquél tomando su brebaje; si vais al teatro, allí está aquél desde que se alza el telón; si viajáis en verano, al poner el pie en el coche veis una figura que se acurruca en el rincón y recorre las páginas del Indicador de los caminos de hierro, y al punto le conocéis… es aquél. Basta de ejemplos y meditemos. Todo el que se encuentra en presencia de este singularísimo fenómeno social, se pregunta: ¿quién es aquél? Como respondiendo que aquél no es nadie iríamos a parar a un absurdo, es fuerza convenir en que aquél es una persona que se encuentra en todas partes, lo mismo en los espectáculos gratuitos que en los de pago, lo mismo en los tristes, como en el entierro, que en los alegres, como el baile; figura decorativa de los cafés y de los teatros; parte alícuota de todo numeroso y escogido público en las reuniones y meeting; un hombre que siempre estamos viendo y nunca conocemos, el tipo de los tipos, raras veces simpático; por lo común, insoportable, ente aborrecido, que nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni qué hace, ni de qué vive. El ser misterioso que viene al mundo predestinado a ser el aquel de la sociedad, lleva en su enigmática ubicuidad el don de originar multitud de interpretaciones diversas acerca de su posición y persona. Por tanto, si un día preguntáis, ¿quién es aquél?, recibiréis respuestas tan diferentes que os dejarán más confusos. Quien abriese una información sobre este singular personaje y fuese apuntando en su cartera las diversas noticias que sobre él recibiría, había de formar el curiosísimo ramillete que va a continuación: Aquél es un hombre a quien se ve en todas partes. Yo tengo para mí que es un vago. Aquél es un marqués inmensamente rico que, como no tiene nada que hacer, se anda por ahí con las manos en los bolsillos. Me figuro que es persona extravagante. Aquél es un conde tronado que derrochó al juego su fortuna y ahora está tratando de distraerse. Aquél es un filósofo extravagante que se pasea. Aquél es un hombre de mucho talento, que se ocupa en estudiar la sociedad en sus varios aspectos y condiciones. Aquél es de la policía secreta. De lo cual se deduce que nuestro hombre es todo el mundo. Pero hagamos personalmente una indagación concienzuda, y fijémonos bien en él. Miradle, ¡oh curiosos lectores!, asistiendo con solícita puntualidad al relevo de la guardia que tiene lugar en palacio todas las mañanas. Es un hombre de mediana estatura, de mediana edad, de mediana decencia: todo mediano. Anda solo; no pasa junto a otra persona sin mirarla bien, y por su parte parece cuidarse poco de que le miren bien o mal. Antes de comenzar la música se acerca a los atriles para ver en el papel de música el nombre de la pieza que se va a tocar. Cuando suena el redoble se para oír mejor, y hasta se nos figura que se mueven sus pies como queriendo contradancear un poco en presencia del público. Concluye la fiesta musical y ésta es la ocasión de satisfacer nuestra mortificante curiosidad, pues le seguiremos, y viendo adonde va, averiguaremos quien es. Por ejemplo, si entra en una oficina, sabremos que es empleado; si se cuela en la universidad, tendremos la certidumbre de que es estudiante; si penetra en la iglesia no hay remedio sino que es secretario de alguna archicofradía; si se mete en la bolsa, cátate que es hombre de negocios; si se abren ante él las puertas de uno de esos santuarios de la opinión que se llama redacciones de los periódicos, es indudable que periodista ha de ser; si se introduce, hundiéndose a manera de espectro de teatro por uno de los agujeros de la alcantarilla, no hay duda de que es de la ronda nocturna, y por último, para que no se nos escape ningún conjetura en lo que se refiere a este ser extraordinario, si se desvanece ante nuestros ojos como el humo de un cigarro, será preciso confesar que es un espectro, enviado al mundo para nuestro tormento. Sigámosle, pues. Concluido el relevo de la guardia, aquél se dirige a la Puerta del Sol, y cuando esperábamos verle entrar en alguna parte, he aquí que comienza a pasearse con mucha calma, mirando cada poco tiempo al reloj de la casa de Correos. Pues con este dato, el menos listo comprenderá que aquél es un cesante. ¡Oh, desventurada porción del linaje humano! Si no se le conoce por su rancia costumbre de medir las aceras de la Puerta del Sol, fijando la vista en aquel reloj que parece contar los momentos en que se dan y se quitan los destinos, en aquel reloj, cuya inflexible manecilla hace como que está escribiendo credenciales y cesantías; si no se le conoce en este rasgo genuino y característico, ¿de qué sirven la filosofía y la zoología?, ¿para qué vino al mundo Buffon? No hay duda ya de que nuestro hombre es cesante; pero como el ser cesante es no ser nada, por fuerza nuestro interesante aquél ha de ser alguna otra cosa, y eso es lo que trataremos de averiguar. Atención. Por fin se cansó de pasear y entra en un café. ¿Será posible verlo para asegurar que va a tomarse un gran vaso de café con media tostada? No, seguramente; y si queréis cercioraros, a través de empañado cristal podéis contemplarle engullendo con voracidad leonina su frugal almuerzo. Como es fácil comprender, este dura poco, y al concluir, nuestro personaje lleva a efecto un acto de heroísmo, que despierta el dormido entusiasmo de nuestro positivista espíritu. ¡Acción inaudita! Aquel mete la mano en el bolsillo, y paga su café. ¿No os mueve este rasgo de sublime generosidad? Todos nuestros cálculos y conjeturas han venido a tierra como alcázar de utopías que destruye de un golpe el poderoso ariete del sentido común. Nuestro hombre no puede ser cesante. Ha pagado. Pero no desmayemos en nuestras pesquisas: no nos acobardemos por este contratiempo, y sigamos tras él. Ya sale, vuelve a pasear y a mirar el reloj. Sin duda espera una hora determinada para ir a alguna parte. Pero pasa un entierro lujoso: delante va el féretro arrastrado por los caballos de la funebridad; detrás, en lenta y simoniaca procesión, van los amigos, a quienes el recuerdo del que se fue obliga a cumplir el más fastidioso de los deberes. Todos los transeúntes miran el entierro, incluso aquél. Pero todos le dejan pasar, menos aquél, que lo sigue. Probablemente no será pariente del difunto; pero sigue el entierro a pie hasta el cementerio, oye con profunda atención el oficio de difuntos, acude solícito a ver el cadáver cuando se le destapa, y por último no quita los ojos del nicho hasta que el albañil no ha puesto el último ladrillo en aquella puerta de la eternidad. Pues no hay duda: nuestro interesante aquél ha de tener en la sociedad la misión de asistir a los entierros; y o mucho nos equivocamos, o existe una misteriosa liga de protección a los muertos, que impone a sus individuos la obligación de presenciar las tristes escenas del cementerio con objeto de que se nos trate allí con consideración y respeto. Siniestro oficio es éste, y si realmente existe, no se podía haber escogido para desempeñarle persona más a propósito que el ente singularísimo de quien nos ocupamos. Ved como sale del cementerio y pedibus andando se vuelve a Madrid. Nosotros le seguimos de cerca, espiando sus movimientos, observando si habla con alguno. Se para en los escaparates de las tiendas, examinando lo que hay allí como si fuera a comprar algo. Pero no: no compra nada y sigue su camino. De repente llama su atención cierta mujer, portadora de un recién nacido, cuya diminuta figura no se distingue bajo el follaje de lienzos blancos que le cubre. Esta mujer seguida de algunas personas más, entra en una iglesia, y acto continuo aquél se cuela también dentro. Tenemos bautizo. El incógnito asiste a esta patética ceremonia acercándose todo lo que puede a la santa pila, y ahora comprendemos que el oficio de aquél es velar por que los recién nacidos entren con pie derecho en nuestra católica Iglesia. Él sin duda ha recibido esa misión de algún comité protector de bautizos, y ved con cuánta solicitud la cumple. Gracias a Dios que hemos averiguado el papel que desempeña en el mundo este hombre, a ninguno otro parecido. De seguro que al salir de nuevo a la calle, va a situarse en punto a propósito para observar quién se bautiza. Pero no, anda y anda, nuevo judío errante, paseando siempre su voluble mirada por todas las tiendas sin hablar con nadie. No le abandonemos todavía, con tanto más motivo, cuanto que le estamos viendo llegar al Congreso, acercarse a la puerta del público, hacer su cola correspondiente y subir al fin, cuando le ha llegado el turno. ¡Tontos e imbéciles de nosotros! Hasta ahora no habíamos caído en la cuenta de que este ser incomprensible, no es ni inspector de muertos, ni vigilante de nacidos, sino simplemente un pensador consagrado a los problemas políticos; un hombre que se va a estudiar las grandes cuestiones del día en el candente terrero donde se debaten, como un geólogo que estudia la lava en el mismo cráter del volcán. Subamos tras él, si no con el cuerpo, con la imaginación, y veremos cómo se está allí las horas muertas, atendiendo a cuanto se dice, tomando apuntes para futuras obras, entre las cuales por fuerza ha de haber una en que se trata del origen y fin del hombre. ¿Pero cuál no sería nuestra sorpresa al ver que apenas está un cuarto de hora en la tribuna, al ver que baja y sale después, sin haber prestado atención a la edificante discusión del Congreso? Nos engañamos. Aquél no es ni cata-muertos, ni cata-nacidos, ni hombre político, ni filósofo. Por fuerza ha de ser otra cosa, y esta cosa es la que queremos averiguar, corriendo tras él, como soga tras el caldero. Se dirige al paseo. Suena la bandurria de un ciego, y ya lo tenéis abriéndose paso para ponerse en la primera fila del corro. Se desbocan los caballos de un coche, y es el primero que se apresura a informar de la gravedad del suceso. Sacan a un ahogado del estante del Retiro, y él es quien primero le toca y le examina y le registra. Se abre la verja de la casa de fieras, y él es el primero que entra a pasar revista, por ver si falta algún cuadrúmano o algún paquidermo. Se eleva un globo en punto lejano, y él es el primero que lo ve, y, mirado al cielo como un astrónomo sorprendido, hace converger hacia aquel punto los ojos de todos los circundantes. Por fin torna a Madrid después de sentarse cuatro veces y pasear otras tantas, y cuando ha descrito complicadísimas curvas y diagonales por cien calles, plazuelas, costanillas y recovecos, le vemos entrar en un portal y desaparece de nuestra vista. Ha entrado en su casa. Nuevo y más indescifrable enigma. Veamos si la mansión de aquél tiene algún rótulo en sus balcones que indique oficio o profesión. No hay muestra alguna. Preguntemos al portero. La casa no tiene portero. Entremos: es casi de noche y no hay luz en la escalera. Se ha perdido, se ha hundido como una sombra de la noche, que después de aterrar una comarca entera, se sumerge en su cueva o en su hoyo. En vano se pide a aquélla también ininteligible morada una letra, un signo, que manifiesten al aturdido pasajero la condición de los que la habitan. Su casa calla como una tumba sin epitafio. ¿Y estamos condenados a no saber nunca quién es aquél, quien es el hombre que encontramos en todas partes, por la mañana y por la noche, sombra de nuestro cuerpo, especie de sempiterno acreedor que está reclamando sin cesar una deuda inmortal? Sí. Aquél ha sido, es, y continuará siendo, indescifrable. Inclinemos con respeto la frente ante este misterio, y apartándonos de la casa en que parece habitar, demos fin a este artículo, que debía haberse titulado El vago. Una historia que parece cuento o cuento que parece historia (1873). «Una historia que parece un cuento…» reproduce el texto original publicado en «La Opinión» de Las Palmas espaciado entre los números de 17 y 21 de mayo de 1873 (salía el periódico sólo los miércoles y los sábados). En el porqué de su redacción reside el interés de Galdós por incorporar su opinión respecto a la actualidad sociopolítica de su ciudad natal; la opinión de Galdós y de los canarios que se reunían en el café Universal, a quienes agradece tal hecho el mismo periódico en un suelto del número 17 destinado «A nuestros conciudadanos residentes en Madrid». Entre estos conciudadanos figuraban dos referentes indudables y admirados del círculo local del periódico: don Benito, de firma reconocida en periódicos nacionales y ya reconocido escritor con dos novelas publicadas en su haber y la primicia de lo que sería una serie de Episodios Nacionales; y Fernando León y Castillo, flamante abogado ahora diputado a Cortes por Gran Canaria y muy pronto (1874) subsecretario en la cartera de Ultramar. Galdós, en efecto, dedica este escrito de «La Opinión» a contar desde un evidente buen humor una sesión madrileña del Universal dedicada a comentar las noticias de «La Opinión». Y organiza su relato no directamente sino subrayando la distancia irónica mediante el diálogo dramático que estructura su escrito. Nada le extraña tal modo técnico al lector galdosiano. Sabe que el autor (el joven y el maduro) prefiere expresar sus convicciones mediante la envoltura irónica que la retórica literaria le permite y que esconder opiniones tras el diálogo dramático fue recurrencia formal constante desde sus comienzos de escritor (en el segundo texto de este volumen, sin ir más lejos) hasta sus últimas novelas: a partir de El abuelo (1897), casi todas ellas. Una historia… se estructura en dos escenas rápidas y escuetas. El espacio del relato dialogado se adelanta en un oportuno subtítulo («La escena pasa en el café Universal de Madrid») y ejerce de entrada la broma del juego semántico que permite el sustantivo ´canario´. El lector comprueba durante su lectura lo que ya había leído respecto a las reuniones amistosas de los canarios en el Universal y sobre la personalidad de sus protagonistas; y admira el apunte temprano sobre idiosincrasias y caracteres, especialmente los retratos de «Benito» y de «Fernando»: parco en palabras, observador, enfrascado en dibujar caricaturas en la mesa, el primero; y ferviente orador, dinámico, batallador el segundo. Y aprecia la diligencia compositiva del manejador de los personajes para valerse del «mozo» como gracioso que interrumpe para decir siempre verdades, y de la escondida presencia de «un embozado» para ejercer de espía («Tengo que escribir a mi tío sobre todo esto;»). Ha de sonreír el lector porque sabe que en la realidad municipal canaria, el alcalde es cuñado del personaje «Benito» quien sólo interrumpió su mutismo en la discusión tertuliana para murmurar: «Veremos si eso tiene remedio; voy a escribir a mi pariente para ver de arreglar el cotarro»; el «embozado» debe de ser algunos de sus sobrinos. No poca información biográfica de Galdós pueden extraerse de este breve crónica-relato-pasillo teatral, tan atractivo. Esta edición de «Una historia que parece cuento o un cuento que parece historia» reproduce el texto original publicado en los números 62 y 64 (17 y 21 de mayo, respectivamente, de 1873) en el periódico «La Opinión» de Las Palmas de Gran Canaria. Escena I La escena pasa en el Café Universal de Madrid EL MOZO Limpiando una de las mesas. Aparte.— Ya es hora de que lleguen los canarios. Voy a arreglarles la jaula. BENITO Entrando y dirigiéndose al mozo.— Buenas noches, Pepe. EL MOZO.— Buenas las tenga el señorito. BENITO.— ¿No han llegado los amigos? EL MOZO.— Aún no señorito, pero no tardarán. El señorito Adán pasó por aquí esta tarde en compañía de aquel señorito que no es de su tierra y que fue diputado a Cortes el año pasado en tiempo de los radicales, y me dijo que le aguardaran ustedes, porque tenía que leerles un papel que se publica en Canaria y dice cosas muy buenas. BENITO.— Pues bien, le esperaré un poco. FERNANDO Desde la puerta.— Buenas noches querido compañero. BENITO.— Adelante querido Fernando. Te esperaba, y a los demás compañeros, porque según me ha dicho Pepe, esta noche pasaremos un buen rato leyendo cosas de nuestro país. ¿Tienes tú noticias de que allí se publique un nuevo periódico? FERNANDO.— Extraño que me preguntes eso, cuando debes saber tan bien como yo lo que pasa en Canaria; o no; no me extraña porque estás embebido en tus novelas, de nada más te ocupas. Pues qué, ¿no sabes que hace meses se publica La Opinión? Chico, ¡qué periódico!, ¡qué claridades y qué verdades dice! Yo creo que en Las Palmas no haya salido otro periódico hasta la fecha, que tan a fondo haya tratado los asuntos del país y que tantas verdades haya dicho. BENITO.— Pues hombre, no sabía semejante cosa, y extraño que no me hayan enviado ese periódico, porque siempre lo han hecho con los que se publican allí. Has despertado mi curiosidad y no me he de marchar antes de que venga Adán. ADÁN Entrando con D. Emilio.— Salud señores, ¿no han llegado los dos Pepes, Tomás, Eduardo y los otros paisanos? BENITO.— Ya vendrán: lo que interesa es que nos enseñes el periódico que has recibido de Canaria. ADÁN Mostrando el periódico.— Aquí está, pero es necesario que esperemos a que lleguen los otros para leerlo juntos. FERNANDO.— Leámoslo ahora nosotros, que ellos lo harán luego. (Entran los dos Pepes, Tomás y Eduardo). EL MOZO Aparte.— Ya están todos. Me da gusto de ver a estos canarios. Ellos serán unos republicanos y otros monárquicos, pero lo cierto es que nunca pelean y son buenos amigos. FERNANDO.— Tomad asiento, señores, que vamos a leer un periódico que tiene éste (señalando a Adán que acaba de recibir de Canaria). Yo lo leeré, pero que nadie me interrumpa, y cuando haya concluido entonces haréis las observaciones que tengáis por conveniente. Entre tanto, escuchad. TODOS.— Eso es, Fernando que lea. FERNANDO Toma el periódico, lo desdobla, le da una hojeada general y dice.— Señores, es fresquecito, del 10 de marzo, y empieza publicando los acontecimientos de esta Villa en el día 23. Esto no lo leeremos, porque nosotros lo sabemos antes que él. Viene ahora la Crónica municipal de la sesión del 5. «Presidencia de don José H. H. de Mendoza»… UNA VOZ.— ¿Quién presidía? FERNANDO.— Silencio, señores, si se me interrumpe, guardo el periódico y concluye la función. Lee…………………. FERNANDO Después de haber terminado la lectura.— ¿Qué os parece, compañeros? O somos republicanos o no somos. ¿No os divertís? EL MOZO.— ¡Cáspita, señorito, qué gente! UN PEPE.— Calla tú; yo no sé, señores, como puede haber canario que eche a la calle los despropósitos y barbaridades de sus conciudadanos. Conozco que obran mal, pero por amor a su país debieran ocultar estos defectos para que con ello no gocen los adversarios. TOMÁS.— No chico, ésos no son defectos, no son despropósitos ni barbaridades. Si es cierto lo que dice el periódico, en mi concepto son delitos. FERNANDO.— Te respondo que este periódico no dice una cosa por otra, porque yo, dudando como tú, he preguntado a mis amigos de Canaria y me dicen que todo es la verdad, y que en realidad pasa más de lo que se publica; y no por voluntad suya, sino porque muchas de las cosas se olvidan como es natural. D. EMILIO.— ¿Pero será posible que eso suceda según se halla escrito? FERNANDO.— Ya he dicho que según cartas autorizadas, La Opinión, en la redacción de las crónicas, se queda muy atrás de lo que pasa en las sesiones. OTRO PEPE.— Pero yo pregunto, ¿hay taquígrafos en Canaria? EDUARDO.— Hombre, lo que es taquígrafos no tengo entendido que haya ninguno, pero los que tales sesiones redactan, parece que lo son realmente. DON EMILIO.— ¿Pero quién es ese concejal que tira tan a fondo esas estocadas mortales? TOMÁS.— Es un monárquico… UN PEPE.— Sin monarca, se dice. TOMÁS.— Bueno…, el caso es que cumple con su deber. D. EMILIO.— ¡Ya lo creo!; bien se desprende por las banderillas que le pone al alcalde y a ese otro que llaman Calderín. ¿Han visto ustedes qué castellano habla? OTRO PEPE.— Sí, pero también deben ustedes convenir conmigo en que eso no está bien hecho. FERNANDO.— ¿Qué llama usted eso? PEPE.— Lo que hace La Opinión, es decir, publicar esas cosas. Yo conozco al alcalde, es un pobre hombre que se deja llevar por los consejos de lo que le dicen sus amigos y que por lo visto, no han hecho más que comprometerle. Conozco a D. Donato, es algo bilioso y testarudo como un aragonés, que tiene la manía de querer que la isla vuelva a los tiempos de los corregidores, y cuidado que es republicano neto; pero de todos modos, como señor anciano y por lo mismo respetable, no debiera sacarle a relucir esos defectos. Yo no estoy conforme con que se obre así, porque además redunda en desdoro de nuestra querida ciudad de Las Palmas. Si conociera a los redactores de La Opinión les escribiría por este correo para que abandonasen un asunto que, mirado cuando menos bajo el punto de vista nuestro, no nos pone en muy buen lugar, ni en nada nos favorece, por el contrario perjudica nuestro buen nombre como hijos de aquel país. ADÁN.— Te ha faltado el «he dicho». ¿Sabes que no harías mal Diputado a Cortes? EL MOZO.— Señoritos, yo soy gallego de nacimiento pero canario de corazón, porque he simpatizado con todos los señoritos canarios; y si no ya veis si tengo confianza con Vds. que me atrevo a hablar como uno de tantos; pero no puedo menos de decir mi opinión. Si esos señores del Ayuntamiento de su tierra no sabían para eso, que hubieran soltado las riendas; pero si por figurar están allí, el periódico hace bien en decir todo y clarito, así me gusta. Ya saben los señoritos el refrán de mi tierra: «En Jalicia, el que la jace la paja…». He dicho. FERNANDO.— Vamos Pepe, te has hecho todo un orador. A fe que merecías te hicieran diputado por… UNA VOZ Al fondo del café.— ¡¡Mozo!! EL MOZO.— Voy señorito. Gracias señor don Fernando. (Aparte, mientras iba a servir a otra mesa). Estos canarios valen mucho. FERNANDO.— Este Pepe es una perla. Pero volviendo a nuestro Ayuntamiento, y lo llamo nuestro por ser de nuestra ciudad, ¿qué te parece Benito?… ¿Qué haces, hombre? BENITO Que está entretenido pintando una caricatura sobre el mármol de la mesa.— Hombre, por Dios, no me hables de eso; cuidado que es atroz lo que pasa en Las Palmas. La Opinión hace mal en publicar esas barbaridades. FERNANDO.— Pero chico, si La Opinión no dice nada, habla, como suele decirse, «por boca de ganso»: todo eso lo dicen los individuos del municipio. En mi concepto, este periódico cumple con la misión que le impone la prensa; es hasta si se quiere, humanitario, pues se trata de que aquellos ciudadanos sepan quiénes les representan popularmente, y procuren para lo sucesivo evitarse los perjuicios que ahora pesan sobre ellos. Además, ¿qué hombre público se escapa de las garras de la prensa periódica? Me extraña que habléis así vosotros cuando tenéis aquí todos los días y a todas horas idénticas escenas; y aquí sí que es peor porque se censura con espada en mano. ¿Qué les hacen a los ministros los periódicos de la oposición?, ¿y a todos los demás hombres públicos? ¿Puede compararse a los hombres públicos de Madrid con los concejales de Las Palmas? Y sin embargo, ya veis. ¿Se rebajarán por eso los madrileños a los ojos de las demás provincias?, ja, ja, ja. Vaya, si el problema está resuelto; ¿quiénes han tomado la palabra en contra?, los dos Pepes que son republicanos y Benito que es… Señores. He dicho. EL MOZO.— He estado oyendo todo, señorito; ahora sí que digo yo que debían nombrarle a usted diputado por esta coronada villa… UN PEPE.— Calla, bruto. EL MOZO.— Me equivoqué, señorito; quería decir por esta villa sin corona; lo mismo da para lo que yo quiero decir al señor don Fernando. EDUARDO.— A pesar de todo no debía publicarse semejante cosa. TOMÁS.— Yo soy del parecer de Fernando. Esos señores antes de ocupar las poltronas municipales debieron aprender los deberes que les impone el puesto que se les ha confiado; deben discutir con mesura y con dignidad. De este modo aun cuando La Opinión copiase las sesiones, de seguro no nos avergonzaríamos de lo que allí sucede. Miren Vds. que los insultos de D. Donato a Santana, aquello de los trancazos, las palabras dirigidas al pobre secretario, la acción de no dejarle escribir, y qué sé yo cuántas cosas más, tiene tres bemoles, es un escándalo. EDUARDO.— Si al frente de la municipalidad hubiera una persona de carácter y energía todo se hubiera evitado, pero… D. EMILIO.— Pero señores, Vds. como los conocen pueden hacer apreciaciones, pero yo me fijo en la población de cuya importancia oí hablar varias veces. BENITO.— Veremos si eso tiene remedio; voy a escribir a mi pariente para ver de arreglar el cotarro. EDUARDO.— Sí, hombre, sí, escríbale usted a fin de que no se ponga tan en evidencia, que lo mejor en mi concepto sería que mandase la poltrona y las borlas a paseo. Escena II (Entran D. Manuel y Ramón). D. MANUEL Sonriendo.— Buenas noches, señores. ¡Hola Fernando! ¿Qué tal D. Benito? ¿Y tú Pepillo? Abur, D. Emilio. FERNANDO.— ¿Qué es esto por aquí? ¿Ha venido usted con licencia? ¿Cómo anda ese Valladolid? RAMÓN.— Sí, con licencia absoluta. TODOS.— ¿Le han dejado a usted cesante? D. MANUEL.— Hombre, sí; me había la oposición el gremio de obra prima, y me tienen Vds. en Madrid dispuesto a acompañarles a cenar unas perdices escabechadas. Viendo «La Opinión». ¡Hombre, qué coincidencia! Hoy he andado buscando este periódico y cuando menos lo pensaba tropiezo con él. (Lee). BENITO.— Pero a D. Manuel no le afectan las cesantías; siempre tan robusto y tan… RAMÓN Leyendo.— Todo es la costumbre. D. MANUEL Leyendo.— «Que de los fondos de las carnes se ha extraído cantidades por más de ochenta pesos, sin embargo de que yo no lo creo ni remotamente. —Aparte Este hombre es el demonio. Continua leyendo—, que se han hecho varias compras con ese dinero y que lo demás se ha perdido en la Gallera». ¡¡Canastos!!, esto es grave, señores, ¿pero qué pasa por allí? FERNANDO y ADÁN A la vez.— Siga usted leyendo. D. MANUEL Lee.— «Que se han pagado mil reales por un informe…; otros mil reales por otro informe…; y quinientos reales que se han pagado o se pagarán por la redacción de unos oficios…». Pero señores, si yo no puedo creerlo, esto es malversar los fondos públicos… EL MOZO.— Siga leyendo el señorito, que todavía hay más. D. MANUEL.— ¡Hola!…… Lee: «Haberse gastado catorce o dieciséis mil reales en las cloacas también por administración…». ¡¡Zape!!… ¿Cómo se hubieran gastado dos mil reales en coger unas cuántas gotas en los techos de este edificio?… EL MOZO.— ¡¡Canario, señorito!!, ¡¡qué gotas serían ésas!! DON MANUEL Aparte.— Vaya con este mozo, qué civilizado lo tienen los canarios. Dirigiéndose a Fernando. Pero chico, ¿será todo esto cierto? TOMÁS.— Lea, hombre, lea, que aún le queda lo mejor. DON MANUEL Continúa leyendo.— «… a no consentir que se hagan barbaridades… —Bien dicho—… son más que fielateros…». Oiga usted Eduardo, ¿qué significa esto de fielatero? EDUARDO.— Pues es muy claro; fielatero de fielato. Mire usted D. Manuel, allí hay unos cuantos que son partidarios de esa contribución onerosa que grava a los pueblos, especialmente al nuestro de Las Palmas, que tan vejado y esquilmado ha sido por administraciones anteriores; y esos cuantos son los que se han propuesto poner en evidencia a ese pobre Ayuntamiento porque no ha sabido manejarse con esto de las contribuciones. FERNANDO.— Y diga usted D. Eduardo, ¿no pretende el Ayuntamiento de Canaria imponer nuevamente esa contribución administrándola él mismo, según hemos leído en otros números de La Opinión? ¿Qué significa esto, amigo mío? ¿Estará mejor administrada de este modo? EDUARDO.— Se pretende hacerlo así, pero eso no es posible dada la situación en que se ha colocado el Ayuntamiento con el rematador… Y además, el pueblo canario, que tan vejado y esquilmado ha sido, no permitirá que se le siga vejando y esquilmando con contratos leoninos y onerosísimos como el celebrado por un ayuntamiento de allí (calamar). EL MOZO.— El señorito Eduardo quiere mucho a su pueblo. RAMÓN.— Calla, Pepe; eso no es más que política pura, es decir, pasioncillas de la política. Si tú estuvieras un par de meses en Canaria, te convencerías de lo que son las cosas. FERNANDO.— Aún le queda a usted lo mejor, D. Manuel. D. MANUEL Leyendo.— «Son todos unos farsantes…, unos enredadores…; yo no soy achacoso, yo no soy viejo…. —Ja, ja, ja. Esto es una comedia—… Vd. es un pérfido…». Oigan Vds., ¿qué serían las palabras omitidas? Debieron haberlas publicado porque habrían de ser magníficas… TOMÁS.— Hay ciertas cosas que la pluma se resiste a escribir y esas palabras habrían sido una de tantas. D. MANUEL.— Sea lo que fuere el cronista debe ser exacto, y escribir cuanto pasa; sea bueno o malo… FERNANDO.— Aún le queda a usted el final. D. MANUEL Continúa leyendo.— «¡Ojalá me hubiera muerto antes de venir aquí!… ¡Qué vergüenza, señores, qué vergüenza!…». (Ríe a mandíbula batiente y exclama:) ¡Sublime, arrebatador; qué final! Señores, ¿qué pasa por Canaria? FERNANDO.— Nada, hombre, nada; lo que usted ve; y si usted leyera las sesiones de la asamblea municipal provocadas por ese mismo Ayuntamiento queriendo obligarla a que todos los días esté arbitrando recursos, acabará de conocer el estado de nuestro pobre país. Con decirle a usted que hasta hubo un individuo que sin tocar pito ni flauta se ha mezclado en las decisiones de la Junta, sólo por ciertas influencias en aquella masa… D. MANUEL.— Pero diga usted, ¿no rigen allí las leyes nuestras? FERNANDO.— Es claro; anomalías de la situación y nada más. UN EMBOZADO (Aparte).— Tengo que escribir a mi tío sobre todo esto; y ya que a él le atribuyen el cotarro, debe de salir de allí lo más pronto posible, porque de lo contrario tiene en ese periódico un mal precursor. FERNANDO.— Señores, ¿qué? ¿No vais a la ópera? ADÁN.— Sí, vamos al momento. TOMÁS.— Iremos juntos. UN PEPE.— Yo tengo que estudiar. OTRO PEPE.— Pues yo voy esta noche a Variedades. EDUARDO.— Te acompañaré. FERNANDO.— ¿Viene usted D. Manuel? D. MANUEL.— No, gracias; necesito descansar. BENITO.— Yo voy a concluir unas cosillas que estoy escribiendo y me marcho a casa. RAMÓN.— Yo también me despido. Buenas noches exclaman entre sí. EL MOZO.— Hasta otra vista, señoritos. Segunda etapa La Mula y el Buey (Cuento de Navidad). (1876). Escrito «por encargo» para esas fiestas, «La mula y el buey» es el primero de los cuentos navideños de don Benito, y el más conocido y editado de todos. En vida del autor se publicó por vez primera en «La Ilustración española y americana», en 1876 y posteriormente se integró en el grupo que publicó la Guirnalda en 1889. Ninguno de los ingredientes tópicos del género navideño echa de menos el lector en este cuento: el nacimiento tradicional y la variedad de sus figurillas; el árbol y sus colorines; los villancicos, los regalos, la lotería… Y los niños: sus protagonistas principales. No falta el impacto de los contrastes, un recurso estructural que no falta en el cuento navideño tradicional tal vez porque parecen formar parte precisamente los contrastes residen en el sustrato de estas fiestas y en ellas aparecen magnificados: de la alegría a la pena, del bullicio regocijado al silencio lúgubre, de la riqueza estentórea a la suma pobreza. Organizado el texto en once capitulillos o momentos, se abre, casi in media res (aunque no exactamente), con el impacto de la muerte de una niña, Celinina, representada en la inmediatez dolorosa del hecho con detallismo despacioso: la mirada última, el color del rostro sin vida, el amortajamiento efectista. Y los llantos. Y el dolor de los padres. Se detiene el narrador omnisciente en los pensamientos de la madre; y siguiendo el recorrido de las imágenes dolorosas que ésta recrea, conduce al lector hacia las figurillas del belén que entretuvieron a Celinina («¡cómo lloraban aquellos pedazos de barro!»). La narración se vuelve entonces retrospectiva para explicar el protagonismo de dos de esas figuras, precisamente las que faltan en el pesebre y que la niña anheló en vida sin conseguirlas: la mula y el buey. La consecución de ese anhelo, apretados los «animalillos de barro» en las manos cadavéricas de la pequeña, va a cerrar el cuento cuando la narración alcanza su último momento; breve y certero el desenlace, como un destello. Todo había empezado a cambiar con la irrupción de lo maravilloso, en la mitad exacta del relato, el momento VI, cuando Celinina abre los ojos, se despereza y ríe, mientras «le nacen unas alitas cortas y blancas» y cuando, ¡oh, casualidad oportuna!, la última de las mujeres que velaban «tocó el pecho con la barba y se durmió, —en un sueño que, precisamente—, debía saberle a gloria». Desde este momento, la magia envuelve el relato. Hasta ahora, la presentación del asunto y el dolor de los padres centró la atención del lector; a partir de este momento, le sorprende la irrupción en la escena del estruendo de tambores, zambombas y panderos, el cascabeleo de las risas de los niños, el brillo del paisaje fantasioso del belén, el atractivo de las golosinas prendidas del árbol. Un trastorno especial, maravilloso, va a suceder, sin embargo, entre las figurillas del nacimiento cuando se acerquen a ellas «las almas de los niños muertos» que vienen a jugar. Coincide la crítica en apuntar que «La mula y el buey», es uno de los más atractivos de los cuentos galdosianos. Tal vez el mejor. Así puede ser. Contribuye a ello, la sencillez cuidada de la organización del relato, el acierto en la construcción, el juego bien resuelto de perspectivas y enfoques, la presencia natural de lo maravilloso; y, sin duda, la feliz construcción del personaje principal, el único con nombre propio, Celinina, que merced a la fuerza de lo maravilloso, pasa de ser objeto paciente del dolor de sus padres a sujeto de su propia peripecia, discutiendo hasta con los ángeles y logrando conseguir tras la muerte lo que no puedo tener en la vida: efectivamente, lo maravilloso, lo extraordinario, puede trastocar la vida. Esta edición de «La mula y el buey. (Cuento de Navidad)» reproduce el texto que publicó en Madrid, la Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales, en 1889, y comparte el volumen con Torquemada en la hoguera, «El artículo de fondo», «La pluma en el viento», «La conjuración de las palabras», «Un tribunal literario», «La princesa y el granuja» y «Junio». Anteriormente se había publicado en «La Ilustración española y americana», Madrid, 22 de diciembre de 1876. I C esó de quejarse la pobrecita, movió la cabeza, fijando los tristes ojos en las personas que rodeaban su lecho, extinguióse poco a poco su aliento, y espiró. El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el vuelo y se fue. La infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo rostro de Celinina se fue poniendo amarillo y diáfano como cera; enfriáronse sus miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de una muñeca. Entonces llevaron fuera de la alcoba a la madre, al padre y a los más inmediatos parientes, y dos o tres amigas y las criadas se ocuparon en cumplir el último deber con la pobre niña muerta. La vistieron con riquísimo traje de batista, la falda blanca y ligera como una nube, toda llena de encajes y rizos que la asemejaban a espuma. Pusiéronle los zapatos, blancos también y apenas ligeramente gastada la suela, señal de haber dado pocos pasos, y después tejieron, con sus admirables cabellos de color castaño obscuro, graciosas trenzas enlazadas con cintas azules. Buscaron flores naturales, mas no hallándolas, por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una linda corona con flores de tela, escogiendo las más bonitas y las que más se parecían a verdaderas rosas frescas traídas del jardín. Un hombre antipático trajo una caja algo mayor que la de un violín, forrada de seda azul con galones de plata, y por dentro guarnecida de raso blanco. Colocaron dentro a Celinina, sosteniendo su cabeza en preciosa y blanda almohada, para que no estuviese en postura violenta, y después que la acomodaron bien en su fúnebre lecho, cruzaron sus manecitas, atándolas con una cinta, y entre ellas pusiéronle un ramo de rosas blancas, tan hábilmente hechas por el artista, que parecían hijas del mismo abril. Luego las mujeres aquellas cubrieron de vistosos paños una mesa, arreglándola como un altar, y sobre ella fue colocada la caja. En breve tiempo armaron unos al modo de doseles de iglesia, con ricas cortinas blancas que se recogían gallardamente a un lado y otro; trajeron de otras piezas cantidad de santos o imágenes, que ordenadamente distribuyeron sobre el altar, como formando la corte funeraria del ángel difunto, y sin pérdida de tiempo encendieron algunas docenas de luces en los grandes candelabros de la sala, los cuales en torno a Celinina derramaban tristísimas claridades. Después de besar repetidas veces las heladas mejillas de la pobre niña, dieron por terminada su piadosa obra. II A llá en lo más hondo de la casa sonaban gemidos de hombres y mujeres. Era el triste lamentar de los padres, que no podían convencerse de la verdad del aforismo angelitos al cielo que los amigos administran como calmante moral en tales trances. Los padres creían entonces que la verdadera y más propia morada de los angelitos es la tierra; y tampoco podían admitir la teoría de que es mucho más lamentable y desastrosa la muerte de los grandes que la de los pequeños. Sentían, mezclada a su dolor, la profundísima lástima que inspira la agonía de un niño, y no comprendían que ninguna pena superase a aquella que destrozaba sus entrañas. Mil recuerdos o imágenes dolorosas les herían, tomando forma de agudísimos puñales que les traspasaban el corazón. La madre oía sin cesar la encantadora media lengua de Celinina, diciendo las cosas al revés, y haciendo de las palabras de nuestro idioma graciosas caricaturas filológicas que afluían de su linda boca, como la música más que puede conmover el corazón de una madre. Nada caracteriza a un niño como su estilo, aquel genuino modo de expresarse y decirlo todo con cuatro letras, y aquella gramática prehistórica, como los primeros vagidos de la palabra en los albores de la humanidad, y su sencillo arte de declinar y conjugar, que parece la rectificación inocente de los idiomas regularizados por el uso. El vocabulario de un niño de tres años, como Celinina, constituye el verdadero tesoro literario de las familias. ¿Cómo había de olvidar la madre aquella lengüecita de trapo, que llamaba al sombrero tumeyo y al garbanzo babancho? Para colmo de aflicción, vio la buena señora por todas partes los objetos con que Celinina había alborozado sus últimos días, y como éstos eran los que preceden a Navidad, rodaban por el suelo pavos de barro con patas de alambre, un San José sin manos, un pesebre con el niño Dios, semejante a una bolita de color de rosa, un Rey Mago montado en arrogante camello sin cabeza. Lo que habían padecido aquellas pobres figuras en los últimos días, arrastrados de aquí para allí, puestas en ésta o en la otra forma, sólo Dios, la mamá y el purísimo espíritu que había volado al cielo lo sabían. Estaban las rotas esculturas impregnadas, digámoslo así, del alma de Celinina, o vestidas, si se quiere, de una singular claridad muy triste, que era la claridad de ella. La pobre madre, al mirarlas, temblaba toda, sintiéndose herida en lo más delicado y sensible de su íntimo ser. ¡Extraña alianza de las cosas! ¡Cómo lloraban aquellos pedazos de barro! ¡Llenos parecían de una aflicción intensa, y tan doloridos que su vista sola producía tanta amargura como el espectáculo de la misma criatura moribunda, cuando miraba con suplicantes ojos a sus padres y les pedia que le quitasen aquel horrible dolor de su frente abrasada! La más triste cosa del mundo era para la madre aquel pavo con patas de alambre clavadas en tablilla de barro, y que en sus frecuentes cambios de postura había perdido el pico y el moco. III P ero si era aflictiva la situación de espíritu de la madre, éralo mucho más la del padre. Aquélla estaba traspasada de dolor; en éste el dolor se agravaba con un remordimiento agudísimo. Contaremos brevemente el peregrino caso, advirtiendo que esto quizás parecerá en extremo pueril a algunos; pero a los que tal crean les recordaremos que nada es tan ocasionado a puerilidades como un íntimo y puro dolor, de ésos en que no existe mezcla alguna de intereses de la tierra, ni el desconsuelo secundario del egoísmo no satisfecho. Desde que Celinina cayó enferma, sintió el afán de las poéticas fiestas que más alegran a los niños, las fiestas de Navidad. Ya se sabe con cuánta ansia desean la llegada de estos risueños días, y cómo les trastorna el febril anhelo de los regalitos, de los nacimientos y las esperanzas del mucho comer y del atracarse de pavo, mazapán, peladillas y turrón. Algunos se creen capaces, con la mayor ingenuidad, de embuchar en sus estómagos cuanto ostentan la Plaza Mayor y calles adyacentes. Celinina, en sus ratos de mejoría, no dejaba de la boca el tema de la Pascua, y como sus primitos, que iban a acompañarla, eran de más edad y sabían cuanto hay que saber en punto a regalos y nacimientos, se alborotaba más la fantasía de la pobre niña oyéndolos, y más se encendían sus afanes de poseer golosinas y juguetes. Delirando, cuando la metía en su horno de martirios la fiebre, no cesaba de nombrar lo que de tal modo ocupaba su espíritu, y todo era golpear tambores, tañer zambombas, cantar villancicos. En la esfera tenebrosa que rodeaba su mente no había sino pavos haciendo clau clau; pollos que gritaban pío pío; montes de turrón que llegaban al cielo formando un Guadarrama de almendras; nacimientos llenos de luces y que tenían lo menos cincuenta mil millones de figuras; ramos de dulce; árboles cargados de cuantos juguetes puede idear la más fecunda imaginación tirolesa; el estanque del Retiro lleno de sopa de almendras; besugos que miraban a las cocineras con sus ojos cuajados; naranjas que llovían del cielo, cayendo en más abundancia que las gotas de agua en día de temporal, y otros mil prodigios que no tienen número ni medida. IV E l padre, por no tener más chicos que Celinina, no cabía en sí de inquieto y desasosegado. Sus negocios le llamaban fuera de la casa; pero muy a menudo entraba en ella para ver cómo iba la enfermita. El mal seguía su marcha con alternativas traidoras: unas veces dando esperanzas de remedio, otras quitándolas. El buen hombre tenía presentimientos tristes. El lecho de Celinina, con la tierna persona agobiada en él por la fiebre y los dolores, no se apartaba de su imaginación. Atento a lo que pudiera contribuir a regocijar el espíritu de la niña, todas las noches, cuando regresaba a la casa, lo traía algún regalito de Pascua, variando siempre de objeto y especie; pero prescindiendo siempre de toda golosina. Trájole un día una manada de pavos, tan al vivo hechos, que no les faltaba más que graznar; otro día sacó de sus bolsillos la mitad de la Sacra Familia, y al siguiente a San José con el pesebre y portal de Belén. Después vino con unas preciosas ovejas a quien conducían gallardos pastores, y luego se hizo acompañar de unas lavanderas que lavaban, y de un choricero que vendía chorizos, y de un Rey Mago negro, al cual sucedió otro de barba blanca y corona de oro. Por traer, hasta trajo una vieja que daba azotes en cierta parte a un chico por no saber la lección. Conocedora Celinina, por lo que charlaban sus primos, de todo lo necesario a la buena composición de un nacimiento, conoció que aquella obra estaba incompleta por la falta de dos figuras muy principales, la mula y el buey. Ella no sabía lo que significaban la tal mula ni el tal buey; pero atenta a que todas las cosas fuesen perfectas, reclamó una y otra vez del solícito padre el par de animales que se había quedado en Santa Cruz. Él prometió traerlos, y en su corazón hizo propósito firmísimo de no volver sin ambas bestias; pero aquel día, que era el 23, los asuntos y quehaceres se le aumentaron de tal modo que no tuvo un punto de reposo. Además de esto, quiso el Cielo que se sacase la lotería, que tuviera noticia de haber ganado un pleito, que dos amigos cariñosos le embarazaran toda la mañana… en fin, el padre entró en la casa sin la mula, pero también sin el buey. Gran desconsuelo mostró Celinina al ver que no venían a completar su tesoro las dos únicas joyas que en él faltaban. El padre quiso al punto remediar su falta; más la nena se había agravado considerablemente durante el día; vino el médico, y como sus palabras no eran tranquilizadoras, nadie pensó en bueyes, mas tampoco en mulas. El 24 resolvió el pobre señor no moverse de la casa. Celinina tuvo por breve rato un alivio tan patente que todos concibieron esperanzas, y lleno de alegría dijo el padre: «Voy al punto a buscar eso». Pero como cae rápidamente un ave, herida al remontar el vuelo a lo más alto, así cayó Celinina en las honduras de una fiebre muy intensa. Se agitaba trémula y sofocada en los brazos ardientes de la enfermedad, que la constreñía sacudiéndola para expulsar la vida. En la confusión de su delirio, y sobre el revuelto oleaje de su pensamiento, flotaba, como el único objeto salvado de un cataclismo, la idea fija del deseo que no había sido satisfecho, de aquella codiciada mula y de aquel suspirado buey, que aún proseguían en estado de esperanza. El papá salió medio loco, corrió por las calles; pero en mitad de una de ellas se detuvo, y dijo: «¿Quién piensa ahora en figurillas de nacimiento?». Y corriendo de aquí para allí, subió escaleras, y tocó campanillas, y abrió puertas sin reposar un instante hasta que hubo juntado siete u ocho médicos, y les llevó a su casa. Era preciso salvar a Celinina. V P ero Dios no quiso que los siete u ocho (pues la cifra no se sabe a punto fijo) alumnos de Esculapio contraviniesen la sentencia que él había dado, y Celinina fue cayendo, cayendo más a cada hora, y llegó a estar abatida, abrasada, luchando con indescriptibles congojas, como la mariposa que ha sido golpeada y tiembla sobre el suelo con las alas rotas. Los padres se inclinaban junto a ella con afán insensato, cual si quisieran con la sola fuerza del mirar detener aquella existencia que se iba, suspender la rápida desorganización humana, y con su aliento renovar el aliento de la pobre mártir que se desvanecía en un suspiro. Sonaron en la calle tambores y zambombas y alegre chasquido de panderos. Celinina abrió los ojos, que ya parecían cerrados para siempre, miró a su padre, y con la mirada tan sólo y un grave murmullo que no parecía venir ya de lenguas de este mundo, pidió a su padre lo que éste no había querido traerle. Traspasados de dolor padre y madre quisieron engañarla, para que tuviese una alegría en aquel instante de suprema aflicción, y presentándole los pavos, le dijeron: «Mira, hija de mi alma, aquí tienes la mulita y el bueyecito». Pero Celinina, aun acabándose, tuvo suficiente claridad en su entendimiento para ver quo los pavos no eran otra cosa que pavos, y los rechazó con agraciado gesto. Después siguió con la vista fija en sus padres, y ambas manos en la cabeza señalando sus agudos dolores. Poco a poco fue extinguiéndose en ella aquel acompasado son, que es el último vibrar de la vida, y al fin todo calló, como calla la máquina del reloj que se para; y la linda Celinina fue un gracioso bulto, inerte y frío como mármol, blanco y trasparente como la purificada cera que arde en los altares. ¿Se comprende ahora el remordimiento del padre? Porque Celinina tornara a la vida, hubiera él recorrido la tierra entera para recoger todos los bueyes y todas, absolutamente todas las mulas que en ella hay. La idea de no haber satisfecho aquel inocente deseo era la espada más aguda y fría que traspasaba su corazón. En vano con el raciocinio quería arrancársela; pero ¿de qué servía la razón, si era tan niño entonces como la que dormía en el ataúd, y daba más importancia a un juguete que a todas las cosas de la tierra y del cielo? VI E n la casa se apagaron al fin los rumores de la desesperación, como si el dolor, internándose en el alma, que es su morada propia, cerrara las puertas de los sentidos para estar más solo y recrearse en sí mismo. Era Nochebuena, y si todo callaba en la triste vivienda recién visitada de la muerte, fuera, en las calles de la ciudad, y en todas las demás casas, resonaban placenteras bullangas de groseros instrumentos músicos, y vocería de chiquillos y adultos cantando la venida del Mesías. Desde la sala donde estaba la niña difunta, las piadosas mujeres que le hacían compañía oyeron espantosa algazara, que al través del pavimento del piso superior llegaba hasta ellas, conturbándolas en su pena y devoto recogimiento. Allá arriba, muchos niños chicos, congregados con mayor número de niños grandes y felices papas y alborozados tíos y tías, celebraban la Pascua, locos de alegría ante el más admirable nacimiento que era dado imaginar, y atentos al fruto de juguetes y dulces que en sus ramas llevaba un frondoso árbol con mil vistosas candilejas alumbrado. Hubo momentos en que con el grande estrépito de arriba, parecía que retemblaba el techo de la sala, y que la pobre muerta se estremecía en su caja azul, y que las luces todas oscilaban, cual si, a su manera, quisieran dar a entender también que estaban algo peneques. De las tres mujeres que velaban se retiraron dos; quedó una sola, y ésta, sintiendo en su cabeza grandísimo peso, a causa sin duda del cansancio producido por tantas vigilias, tocó el pecho con la barba y se durmió. Las luces siguieron oscilando y moviéndose mucho, a pesar de que no entraba aire en la habitación. Creeríase que invisibles alas se agitaban en el espacio ocupado por el altar. Los encajes del vestido de Celinina se movieron también, y las hojas de sus flores de trapo anunciaban el paso de una brisa juguetona o de manos muy suaves. Entonces Celinina abrió los ojos. Sus ojos negros llenaron la sala con una mirada viva y afanosa que echaron en derredor y de arriba abajo. Inmediatamente después, separó las manos sin que opusiera resistencia la cinta que las ataba, y cerrando ambos puños se frotó con ellos los ojos, como es costumbre en los niños al despertarse. Luego se incorporó con rápido movimiento, sin esfuerzo alguno, y mirando al techo, se echó a reír; pero su risa, sensible a la vista, no podía oírse. El único rumor que fácilmente se percibió era una bullanga de alas vivamente agitadas, cual si todas las palomas del mundo estuvieran entrando y saliendo en la sala mortuoria y rozaran con sus plumas el techo y las paredes. Celinina se puso en pie, extendió los brazos hacia arriba, y al punto le nacieron unas alitas cortas y blancas. Batiendo con ellas el aire, levantó el vuelo y desapareció. Todo continuaba lo mismo; las luces ardiendo, derramando en copiosos chorros la blanca cera sobre las arandelas; las imágenes en el propio sitio, sin mover brazo ni pierna ni desplegar sus austeros labios; la mujer sumida plácidamente en un sueño que debía saberle a gloria; todo seguía lo mismo, menos la caja azul, que se había quedado vacía. VII H ¡ermosa fiesta la de esta noche en casa de los señores de***! Los tambores atruenan la sala. No hay quien haga comprender a esos endiablados chicos que, se divertirán más renunciando a la infernal bulla de aquel instrumento de guerra. Para que ningún inhumano oído quede en estado de funcionar al día siguiente, añaden al tambor esa invención de Averno llamada zambomba, cuyo ruido semeja a gruñidos de Satanás. Completa la sinfonía el palmero, cuyo atroz chirrido de calderería vieja alborota los nervios más tranquilos. Y sin embargo, esta discorde algazara sin melodía y sin ritmo, más primitiva que la música de los salvajes, es alegre en aquesta singular noche, y tiene cierto sonsonete lejano de coro celestial. El Nacimiento no es una obra de arte a los ojos de los adultos; pero los chicos encuentran tanta belleza en las figuras, expresión tan mística en el semblante de todas ellas, y propiedad tanta en sus trajes, que no crean haya salido de manos de los hombres obra más perfecta, y la atribuyen a la industria peculiar de ciertos ángeles dedicados a ganarse la vida trabajando en barro. El portal de corcho, imitando un arco romano en ruinas, es monísimo, y el riachuelo representado por un espejillo con manchas verdes que remedan acuáticas hierbas y el musgo de las márgenes, parece que corro por la mesa adelante con plácido murmurio. El puente por do pasan los pastores es tal, que nunca se ha visto el cartón tan semejante a la piedra, al contrario de lo que pasa en muchas obras de nuestros ingenieros modernos, los cuales hacen puentes de piedra que parecen de cartón. El monte que ocupa el centro se confundiría con un pedazo de los Pirineos, y sus lindas casitas, más pequeñas que las figuras, y sus árboles figurados con ramitas de evónimus, dejan atrás a la misma Naturaleza. En el llano es donde está lo más bello y las figuras más características: las lavanderas que lavan en el arroyo; los paveros y polleros conduciendo sus manadas; un guardia civil que lleva dos granujas presos caballeros que pasean en lujosas carretelas junto al camello de un Rey Mago, y Perico el ciego tocando la guitarra en un corrillo donde curiosean los pastores que han vuelto del Portal. Por medio a medio, pasa un tranvía lo mismito que el del barrio Salamanca, y como tiene dos rails y sus ruedas, a cada instante le hacen correr de Oriente a Occidente con gran asombro del Rey Negro, que no sabe qué endiablada maquilla es aquélla. Delante del Portal hay una lindísima plazoleta, cuyo centro lo ocupa una redoma de peces, y no lejos de allí vende un chico La Correspondencia, y bailan gentilmente dos majos. La vieja que vende buñuelos y la castañera de la esquina son las piezas más graciosas de este maravilloso pueblo de barro, y ellas solas atraen con preferencia las miradas de la infantil muchedumbre. Sobre todo, aquel chicuelo andrajoso que en una mano tiene un billete de lotería, y con la otra le roba bonitamente las castañas del cesto a la tía Lambrijas, hace desternillar de risa a todos. En suma, el Nacimiento número uno de Madrid es el de aquella casa, una de las más principales, y ha reunido en sus salones a los niños más lindos y más juiciosos de veinte calles a la redonda. VIII P ues ¿y el árbol? Está formado de ramas de encina y cedro. El solícito amigo de la casa que lo ha compuesto con gran trabajo, declara que jamás salió de sus manos obra tan acabada y perfecta. No se pueden contar los regalos pendientes de sus hojas. Son, según la suposición de un chiquitín allí presente, en mayor número que las arenas del mar. Dulces envueltos en cáscaras de papel rizado; mandarinas, que son los niños de pecho de las naranjas; castañas arropadas en mantillas de papel de plata; cajitas que contienen glóbulos de confitería homeopática; figurillas diversas a pie y a caballo; cuanto Dios crió para que lo perfeccionase luego la Mahonesa o lo vendiese Scropp, ha sido puesta allí por una mano tan generosa como hábil. Alumbran aquel árbol de la vida candilejas en tal abundancia que, según la relación de un convidado de cuatro años, hay allí más lucecitas que estrellas en el cielo. El gozo de la caterva infantil no puede compararse a ningún sentimiento humano es el gozo inefable de los coros celestiales en presencia del Sumo Bien y de la Belleza Suma. La superabundancia de satisfacción casi les hace juiciosos, y están como perplejos, en seráfico arrobamiento, con toda el alma en los ojos, saboreando de antemano lo que han de comer, y nadando, como los ángeles bienaventurados, en éter puro de cosas dulces y deliciosas, en olor de flores y de canela, en la esencia increada del juego y de la golosina. IX M as de repente sintieron un rumor que no provenía de ellos. Todos miraron al techo, y como no veían nada, se contemplaban los unos a los otros, riendo. Oíase gran murmullo de alas rozando contra la pared y chocando en el techo. Si estuvieran ciegos, habrían creído que todas las palomas de todos los palomares del universo se habían metido en la sala. Pero no veían nada, absolutamente nada. Notaron, sí, de súbito, una cosa inexplicable y fenomenal. Todas las figurillas del Nacimiento se movieron, todas variaron de sitio sin ruido. El coche del tranvía subió o lo alto de los montes, y los Reyes se metieron de patas en el arroyo. Los pavos se colaron sin permiso dentro del Portal, y San José salió todo turbado, cual si quisiera saber el origen de tan rara confusión. Después, muchas figuras quedaron tendidas en el suelo. Si al principio las traslaciones se hicieron sin desorden, después se armó una baraúnda tal que parecían andar por allí cien mil manos afanosas de revolverlo todo. Era un cataclismo universal en miniatura. El monte se venía abajo, faltándole sus cimientos seculares; el riachuelo variaba de curso, y echando fuera del cauce sus espejillos, inundaba espantosamente la llanura; las casas hundían el tejado en la arena; el Portal se estremecía cual si fuera combatido de horribles vientos, y como se apagaron muchas luces, resultó nublado el sol y obscurecidas las luminarias del día y de la noche. Entre el estupor que tal fenómeno producía, algunos pequeñuelos reían locamente y otros lloraban. Una vieja supersticiosa las dijo: «¿No sabéis quién hace este trastorno? Hácenlo los niños muertos que están en el cielo, y a los cuales permite Padre Dios, esta noche, que vengan a jugar con los Nacimientos». Todo aquello tuvo fin, y se sintió otra vez el batir de alas alejándose. Acudieron muchos de los presentes a examinar los estragos, y un señor dijo: «Es que se ha hundido la mesa y todas las figuras se han revuelto». Empezaron a recoger las figuras y a ponerlas en orden. Después del minucioso recuento y de reconocer una por una todas las piezas, se echó de menos algo. Buscaron y rebuscaron; pero sin resultado. Faltaban dos figuras: la Milla y el Buey. X Y a cercano el día, iban los alborotadores camino del cielo, más contentos que unas Pascuas, dando brincos por esas nubes, y eran millones de millones, todos preciosos, puros, divinos, con alas blancas y cortas que batían más rápidamente que los más veloces pájaros de la tierra. La bandada que formaban era más grande que cuanto pueden abarcar los ojos en el espacio visible, y cubría la luna y las estrellas, como cuando el firmamento se llena de nubes. «A prisa, a prisa, caballeritos, que va a ser de día, —dijo uno—, y el Abuelo nos va reñir si llegamos tarde. No valen nada los Nacimientos de este año… ¡Cuando uno recuerda aquellos tiempos…! Celinina iba con ellos, y como por primera vez andaba en aquellas altitudes, se atolondraba un poco». —Ven acá, —le dijo uno—, dame la mano y volarás más derecha… Pero ¿qué llevas ahí? —Esto —repuso Celinina oprimiendo contra su pecho dos groseros animales de barro—. Son pa mí, pa mí. —Mira, chiquilla, tira esos muñecos. Bien se conoce que sales ahora de la tierra. Has de saber que, aunque en el Cielo tenemos juegos eternos y siempre deliciosos, el Abuelo nos manda al mundo esta noche para que enredemos un poco en los Nacimientos. Allá arriba se divierten también esta noche, y yo creo que nos mandan abajo porque les mareamos con el gran ruido que metemos… Pero si Padre Dios nos deja bajar y andar por las casas, es a condición de que no hemos de coger nada; y tú has afanado eso. Celinina no se hacía cargo de estas poderosas razones, y apretando más contra su pecho los dos animales, repitió: —Pa mí, pa mí. —Mira, tonta, —añadió el otro—, que si no haces caso nos vas a dar un disgusto. Baja en un vuelo, y deja eso, que es de la tierra y en la tierra debe quedar. En un momento vas y vuelves, tonta. Yo te espero en esta nube. Al fin Celinina cedió, y bajando, entregó a la tierra su hurto. XI P or eso observaron que el precioso cadáver de Celinina, aquello que fue su persona visible, tenía en las manos, en vez del ramo de flores, dos animalillos de barro. Ni las mujeres que la velaron, ni el padre, ni la madre, supieron explicarse esto; pero la linda niña, tan llorada de todos, entró en la tierra apretando en sus frías manecitas la Mula y el Buey. La princesa y el granuja (Cuento de Año Nuevo). (1876). «La princesa y el granuja» es un nuevo cuento maravilloso de Navidad que Pérez Galdós redactó para sus amigos santanderinos de la famosa tertulia «de la guantería» y la «Revista Cántabro-Asturiana». En realidad, es un cuento de Año Nuevo; y la precisión no es baladí, como veremos, pues ninguna relación con el elemento religioso aparece en él. Mediante la organización en dos unidades de relato (realidad/ lo maravilloso; descripción/acción; idealidad/realidad), Galdós narra la historia de un personajillo sin familia, Pacorrito Migajas (que «alzaba del suelo poco más de tres cuartas, y su edad apenas pasaba de los siete años»), que se enamora apasionadamente de una princesa a la que salvará de sus enemigos raptándola, y con la que, finalmente, se casará. Es Pacorrito un vendedor de fósforos abandonado y soñador, y la princesa «la más hermosa, la más alta, la más esbelta, la mejor vestida, la más señora» de la colección de damas de cara de cera y ojos de vidrio azul que el alemán del bazar ponía en sus escaparates «por Año Nuevo». Un narrador simpático, desenfadado y poco respetuoso, manipulador de la opinión del lector sumiso, logra envolver el relato en un humor fino, atrayente y eficaz. Precisará de una sucesión de catorce capitulillos para organizar la peripecia del pillete que acaba siendo muñequizado mágicamente para alcanzar su anhelo amoroso; mágicamente e irremisiblemente, también; porque la princesa resulta ser algo veleidosa y no poco artera, y el inocentón granujilla experimenta tarde la congoja de ser muñeco eterno, aunque, eso sí, muñeco caro: «Esto al menos le consuela a uno», expresa. El lector, que había sonreído a la caricatura atrayente del Pacorrito Migajas que abre el texto, vuelve a sonreírle en su cierre, pensando que se ha cumplido en Pacorrito aquello de que tal vez lo peor que puede sucedernos es que se cumplan nuestros más preciados sueños. El aroma de lo maravilloso domina el texto desde que la primera mirada amorosa de Pacorrillo a su amada-muñeca traspasa el cristal del escaparate y, en correspondencia, recibe de ella ardientes y expresivos mensajes de mudo asentimiento. Toda fantasía será incuestionada en adelante, aún sin necesidad del clímax del sueño de Pacorrito que señala el segundo tiempo del relato. Tan incuestionada esa fantasía que el lector sonríe ante el hecho de que el final del texto mantenga para siempre a Pacorrito en el dominio de lo maravilloso, petrificado allí. El texto aparece enriquecido con el atractivo de interesantes ataduras clásicas. El título mismo ya supone una llamada a la tradición cuentística. En el desarrollo del relato, pueden apreciarse, además de atractivos guiños mitológicos, la presencia intertextual de constantes tradicionales nada extrañas en el mundo del autor: Cervantes, Quevedo, la picaresca, la novela de caballerías, la literatura amorosa clásica o la más exagerada sentimental. Si la irrupción de lo maravilloso pudo tener su arranque en un sueño de Pacorrito en el clímax central del relato (de nuevo, como el cuento anterior, el motivo del sueño se erige como tópico útil para la desrealización), la impresión de irrealidad que ambienta el relato es absoluta. Sin duda, «La princesa y el granuja» es un cuento excelente. Esta edición de «La princesa y el granuja» reproduce el texto que publicó en Madrid, la Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales, en 1889, y comparte el volumen con Torquemada en la hoguera, «El artículo de fondo», «La pluma en el viento», «La conjuración de las palabras», «Un tribunal literario», «La princesa y el granuja» y «Junio». Anteriormente se había publicado con el subtítulo «Cuento de Año Nuevo» en la «Revista Cántabro-Asturiana», Santander, I, 1877, pp. 87-92, 126-128 y 137-145, y en «El Océano», Madrid, núms. 80 bis y 81, 10 de junio de 1879, pp. 1-2. I P acorrito Migajas era un gran personaje. Alzaba del suelo poco más de tres cuartas, y su edad apenas pasaba de los siete años. Tenía la piel curtida del sol y del aire, y una carilla avejentada que más bien le hacía parecer enano que niño. Sus ojos eran negros y vividores, con grandes pestañas como alambres y resplandor de pillería. Pero su boca daba miedo de puro fea, y sus orejas, al modo de aventadores, antes parecían pegadas que nacidas. Vestía gallardamente una camisa de todos colores, por lo sucia, y pantalón hecho de remiendos, sostenido con un solo tirante. En invierno abrigábase con una chaqueta que fue de su señor abuelo, la cual después de cortadas las mangas por el codo, a Pacorrito le venía que ni pintada para gabán. En el cuello le daba varias vueltas a manera de serpiente, un guiñapo con aspiraciones a bufanda, y cubría la mollera con una gorrita que afanó en el Rastro. No usaba zapatos, por serle esta prenda de grandísimo estorbo, ni tampoco medias, porque le molestaba el punto. La familia de Pacorrito Migajas no podía ser más ilustre. Su padre, acusado de intentar un escalo por la alcantarilla, fue a tomar aires a Ceuta, donde murió. Su madre, una señora muy apersonada que por muchos años tuvo puesto de castañas en la Cava de San Miguel, fue también metida en líos de justicia, y después de muchos embrollos, y dimes y diretes con jueces y escribanos, me la empaquetaron para el penal de Alcalá. Aún quedaba a Pacorrito su hermana; pero ésta, abandonando su plaza en la Fábrica de Tabacos, corrió a Sevilla en amoroso seguimiento de un cabo de artillería, y ésta es la hora, en que no ha vuelto. Estaba, pues, Migajas solo en el mundo, sin más familia que él mismo, sin más amparo que el de Dios, ni otro guía que su propia voluntad. II P ¿ero creerá el pío lector que Pacorrito se acobardó al verse solo? Ni por pienso. Había tenido ocasión, en su breve existencia, de conocer los vaivenes del mundo, y algo de lo falso y mentiroso que encierra esta vida miserable. Llenándose de energía, afrontó la situación como un héroe. Afortunadamente, tenía buenas relaciones con diversa gente de su estofa y aun con hombres barbudos que parecían dispuestos a protegerle, y bulle que bulle, aquí me meto y allí me saco, consiguió dominar su triste estado. Vendía fósforos, periódicos y algún billete de Lotería, tres ramos mercantiles que explotados con inteligencia podían asegurarle honradas ganancias; así es que a Pacorrito nunca le faltaban cuatro cuartos en el bolsillo para sacar de un apuro a un compañero, o para obsequiar a las amigas. No le inquietaban gran cosa ni las molestias del domicilio ni las exigencias del casero. Sus palacios eran el Prado en verano, y en invierno los portales de la casa Panadería. Varón sobrio y enemigo de pompas mundanas, se contentaba con un rincón cualquiera donde pasar la noche. Comía, como los pájaros, lo que encontraba, sin que jamás se apurase por esto, a causa de la conformidad religiosa que existía en su alma, y de su instintiva fe en los misteriosos auxilios de la Providencia, que a ningún ser grande ni chico desampara. Los que esto lean creerán que Migajas era feliz. Parece natural que lo fuese. Si carecía de familia, gozaba de preciosísima libertad, y como sus necesidades eran escasas, vivía holgadamente de su trabajo, sin deber nada a nadie; sin que le quitaran el sueño cuidados ni ambiciones; pobre, pero tranquilo; desnudo el cuerpo, pero lleno de paz sabrosa el espíritu. Pues a pesar de esto, el señor de Migajas no era feliz. ¿Por qué? Porque estaba enamorado hasta las gachas, como suelo decirse. Sí, señores, aquel Pacorrito tan pequeño y tan feo y tan pobre y tan solo, amaba. ¡Ley inexorable de la vida, que no permite a ningún ser, cualquiera que sea, redimirse del despótico yugo de amor! Amaba nuestro héroe con soñador idealismo, libre de todo pensamiento impuro, a veces con ardoroso fuego que en sus venas ponía un hervor de todos los demonios. Su corazón volcánico tenía sensaciones de todas clases para el objeto amado, ora dulces y platónicas como las de Petrarca, ora arrebatadas como las de Romeo. ¿Y quién había inspirado a Pacorrito pasión tan terrible? Pues una dama que arrastraba vestidos de seda y terciopelo con vistosas pieles, una dama de cabellos rubios, que en bucles descendían sobre su alabastrino cuello. La tal solía gastar quevedos de oro, y a veces estaba sentada al piano tres días seguidos. III S abed cómo la conoció Pacorro y quién era aquella celestial hermosura. Extendía el chico la esfera de sus operaciones mercantiles por la mitad de una de las calles que afluyen a la Puerta del Sol, calle muy concurrida y con hermosas tiendas, que de día ostentan en sus escaparates mil prodigios de la industria, y por las noches se iluminan con la resplandeciente claridad del gas. Entre estas tiendas, la más bonita es una que pertenece a un alemán, siempre llena de bagatelas preciosísimas destinadas a grandes y pequeños. Es el bazar de la infancia infantil y de la adulta. Por Carnaval se llena de caretas burlescas; en Semana Santa de figuras piadosas; hacia Navidad de Nacimientos y árboles cargados de juguetes, y por Año Nuevo de magníficos objetos para regalos. La pasión frenética de Pacorrito empezó cuando el alemán puso en su vitrina una encantadora colección de damas vestidas con los ricos trajes que imagina la fantasía parisiense. Casi todas tenían más de media vara de estatura. Sus rostros eran de fina y purificada cera, y ningún carmín de frescas rosas se igualaba al rubor de sus castas mejillas. Sus azules ojos de vidrio brillaban inmóviles con más fulgor que la pupila humana. Sus cabellos, de suavísima lana rizada, podían compararse, con más razón que los de muchas damas, a los rayos del sol; y las fresas de Abril, las cerezas de Mayo y el coral de los hondos mares, parecerían cosa fea en comparación de sus labios rojos. Eran tan juiciosas que jamás se movían de sitio en que las colocaban. Sólo crujía el gozne de madera de sus rodillas, hombros y codos, cuando el alemán las sentaba al piano, o las hacía tomar los lentes para mirar a la calle. Del resto, no daban nada que hacer, y jamás se les oyó decir esta boca es mía. Entre ellas había una ¡ay qué hembra!, la más hermosa, la más alta, la más simpática, la más esbelta, la mejor vestida, la más señora. Debía de ser mujer de elevada categoría, a juzgar por su ademán grave y pomposo, y cierto airecillo de protección que a maravilla le sentaba. —¡Gran mujer! —dijo Pacorrito la primera vez que la vio; y más de una hora estuvo plantado ante el escaparate, contemplando tan seductora belleza. IV N uestro personaje se hallaba en ese estado particular de exaltación y desvarío en que aparecen los héroes de las novelas amatorias. Su cerebro hervía; en su corazón se enroscaban culebras mordedoras; su pensamiento era un volcán; deseaba la muerte; aborrecía la vida; hablaba sin cesar consigo mismo; miraba a la luna; se remontaba al quinto cielo, etc. ¡Cuántas veces le sorprendió la noche en melancólico éxtasis delante del cristal, olvidado de todo, hasta de su propio comercio y modo de vivir!, no era por cierto muy desairada la situación del buen Migajas, quiero decir, que era hasta cierto punto correspondido en su loca pasión. ¿Quién puede medir la intensidad amorosa de un corazón de estopa o serrín? El mundo está lleno de misterios. La ciencia es vana y jamás llegará a lo íntimo de las cosas. ¡Oh, Dios!, ¿será posible algún día demarcar fijamente la esfera de lo inanimado? ¿Lo inanimado, dónde empieza? Atrás los pedantes que, deteniéndose delante de una piedra o de un corcho, le dicen: «Tú no tienes alma». Sólo Dios sabe cuáles son las verdaderas dimensiones de ese Limbo invisible donde yace todo lo que no ama. Bien seguro estaba Pacorrito de haber hecho tilín a la dama. Ésta le miraba, y sin moverse ni pestañear ni abrir la boca, decíale mil cosas deleitables, ya dulces como la esperanza, ya tristes como el presentimiento de sucesos infaustos. Con esto se encendía más y más en el corazón del amigo Migajas la llama que le devoraba, y su atrevidamente concebía dramáticos planes de seducción, rapto y aun de matrimonio. Una noche, el amartelado galán acudió puntual a la cita. La señora estaba sentada al piano, las manos suspendidas sobre las teclas y el divino rostro vuelto hacia la calle. El granuja y ella se miraron. ¡Ay! ¡Cuánto idealismo, cuanta pasión en aquella mirada! Los suspiros sucedieron a los suspiros, y las ternezas a las ternezas, hasta que un suceso imprevisto cortó el hilo de tan dulce comunicación truncando de un golpe la felicidad de los amantes. Fue como esas súbitas catástrofes que hieren mortalmente los corazones, originando suicidios, tragedias y otros lamentables casos. Una mano penetró en el escaparate, por la parte de la tienda, y cogiendo a la señora por la cintura se la llevó dentro. Al asombro de Migajas sucedió una pena tan viva que deseó morirse en aquel mismo instante. ¡Ver desaparecer al objeto amado, cual si se lo tragara la insaciable tumba, y no poder detener aquella existencia que se escapa, y no poder seguirla aunque fuera al mismo infierno! ¡Desgracia superior a las fuerzas de un mortal! Migajas estuvo a punto de caer al suelo; pensó en el suicidio; invocó a Dios y al diablo… —¡La han vendido! —murmuró sordamente. Y se arrancó los cabellos, y se arañó el rostro; y en las pataletas de su desesperación se le cayeron al suelo los fósforos, los periódicos y los billetes de Lotería. ¡Intereses del mundo, no valéis lo que un suspiro! V R epuesto al cabo de su violenta emoción, el rapaz miró hacia el interior de la tienda, y vio a unas niñas y a dos o tres personas mayores hablando con el alemán. Una de las chicas sostenía en sus brazos a la dama de los pensamientos de Migajas. Hubiérase lanzado éste con ímpetu salvaje dentro del local; pero se detuvo, temeroso de que viendo su facha estrambótica, le adjudicaran una paliza o le entregasen a una pareja. Fijo en la puerta, consideraba los horrores de la trata de blancos, de aquella nefanda institución tirolesa, en la cual unos cuantos duros deciden la suerte de honradas criaturas, entregándolas a la destructora ferocidad de niños mal criados. ¡Ay! ¡Cuán miserable le parecía a Pacorrito la naturaleza humana! Los que habían comprado la señora salieron de la tienda y entraron en un coche de lujo. ¡Cómo reían los tunantes! Hasta el más pequeño, que era el más mimoso, se permitía tirar de los brazos a la desgraciada muñeca, a pesar de tener él para su exclusivo goce variedad de juguetillos propios de su edad. Las personas mayores también parecían muy satisfechas de la adquisición. Mientras el lacayo recibía órdenes, Pacorrito, que era hombre de resoluciones heroicas y audaces, concibió la idea de colgarse a la zaga del coche. Así lo hizo, con la agilidad cuadrumana que emplean los granujas cuando quieren pasear en carruaje de un cabo a otro de la Villa. Alargando el hocico hacia la derecha, veía asomar por la portezuela uno de los brazos de la dama sacrificada al vil metal. Aquel brazo rígido y aquel puño de rosa hablaban enérgico lenguaje a la imaginación de Migajas, que en medio del estrépito de las ruedas oía estas palabras: —¡Sálvame, Pacorrito mío, sálvame! VI E n el pórtico de la casa grande donde se detuvo el coche, cesaron las ilusiones del granuja, porque un criado le dijo que si manchaba el piso con sus pies enlodados, le rompería el espinazo. Ante esta abrumadora razón, Migajas se retiró, lleno el corazón de un ardiente anhelo de venganza. Su fogoso temperamento le impulsaba a seguir adelante, arrojándose en brazos de la fortuna y en las tinieblas de lo imprevisto. Su alma se adaptaba a las ruidosas y dramáticas aventuras. ¿Qué hizo el muy pillo? Pues concertarse con los que iban a recoger la basura a la casa donde estaba en esclavitud su adorada, y por tal medio, que podrá no ser poético, pero que revela agudeza de ingenio y un corazón como la copa de un pino, Migajas se introdujo en el palacio. ¡Cómo le palpitaba el corazón cuando subía y penetraba en la cocina! La idea de estar cerca de ella le confundía de tal suerte, que más de una vez se le cayó la espuerta de la mano, derramándose en la escalera. Pero de ningún modo podía saciar la ardiente sed de sus ojos, que anhelaban ver a la hermosa dama. Sintió lejanos chillidos de niños juguetones, pero nada más. La gran señora por ninguna parte aparecía. Los criados de la casa, viéndole tan pequeño y tan feo, le hacían mil burlas; mas uno de ellos, que era algo compasivo, le daba golosinas. Una mañana muy fría, el cocinero ya fuese por lástima, ya por maldad, lo dio a beber de un vino áspero y picón como demonios. El granuja sintió dulcísimo calor en todo el cuerpo y un vapor ardiente que a la cabeza le subía. Sus piernas flaqueaban, sus brazos desmayados caían con abandono voluptuoso. Del pecho le brotaba una risa juguetona, que iba afluyendo de su boca, cual arroyo sin fin, y Pacorrito reía y se agarraba con ambas manos a la pared para no caer. Un puntapié vigoroso, aplicado en semejante parte, modificó un tanto la risa, y puesta la mano en la parte dolorida, Pacorrito salió de la cocina. Su cabeza seguía trastornada. Él no sabía a dónde le conducían sus pasos. Corrió tambaleándose y riendo de nuevo; pisó fríos ladrillos, y después suave entarimado, y luego tibias alfombras. De repente sus ojos se detuvieron en un objeto que en el suelo yacía. ¡Cielos!… Migajas exhaló un rugido de dolor, y cayó de rodillas. Allí, tendida como un cadáver, los vestidos rasgados y en desorden, partida la frente alabastrina, roto uno de los brazos, desgreñado el pelo, estaba la señora de sus pensamientos. ¡Lastimoso cuadro que partía el corazón! Nuestro héroe, durante un rato, no pudo articular palabra. La voz se ahogaba en su garganta. Estrechó contra su corazón aquel frío cuerpo inanimado, cubriéndolo de besos ardientes. La señora tenía abiertos los ojos, y miraba con melancólica dulzura a su fiel adorador. A pesar de sus horribles heridas y del lastimoso estado de su cuerpo, la noble dama vivía. Pacorrito lo conoció en la luz singular de sus quietos ojos azules, que despedían llamaradas de amor y gratitud. —Señora, ¿quién os trajo a tan triste estado? —exclamó en tono patético, angustioso. Pero pronto, al dolor agudísimo sucedió la ira, y Pacorrito pensó tomar venganza de aquel descomunal agravio. Como en el mismo instante sintiera pasos, cargó en sus brazos a la gentil dama echando a correr con ella fuera de la casa. Bajó la escalera, atravesó el patio, salió a la calle con tanta velocidad, que no se podía decir que corría, sino que volaba. Su carrera era como la del pájaro que al robar un grano, oye el tiro del cazador, y sintiéndose ileso, quiere poner entre su persona y la escopeta toda la distancia posible. Corrió por una, dos, tres, diez calles, hasta que, creyéndose bastante lejos, descansó, poniendo sobre sus rodillas el precioso objeto de su insensato amor. VII V ino la noche, y Pacorrito vio con placer las dulces sombras que envolvían el atrevido rapto, protegiendo sus honestos. Examinando atentamente las heridas del descalabrado cuerpo de su adorada, observó que no eran de gravedad, aunque por los agujeros del cráneo se le verían los sesos si los tuviera, y toda la estopa, del corazón se salía a borbotones por diferentes heridas. El traje estaba hecho jirones, y parte de la cabellera se había quedado en el camino durante la veloz corrida. Inundósele el alma de pena al considerar que carecía de fondos para hacer frente a situación tan apurada. Con el abandono de su comercio se le habían vaciado los bolsillos, y una mujer amada, mayormente si no está bien de salud, es fuente inagotable de gastos. Migajas se tentó aquella parte de su andrajosa ropa donde solía tener la calderilla, y no halló ni tampoco un triste chavo. —Ahora —pensó— ahora necesitaré casa, cama, la mar de médicos y cirujanos, modista, mucha comida, un buen fuego… y nada, tengo. Pero como estaba tan fatigado, recostó la cabeza sobre el cuerpo de su ídolo y se durmió como un ángel. Entonces, ¡oh prodigio!, la señora se fue reanimando, y levántandose al fin, mostró a Pacorrito su risueño semblante, su noble frente sin ninguna herida, su cuerpo esbelto sin la más leve rotura, su vestido completo y limpio, su cabellera rizosa y perfumada, su sombrero coquetón, que adornaban diminutas flores; en suma, se mostró perfecta y acabadamente hermosa, tal como la conoció el muchacho en la vitrina. ¡Ay! Migajas se quedó deslumbrado, atónito, suspenso, sin habla. Púsose de rodillas y adoré a la señora como a una divinidad. Entonces, ella tomó la mano al granuja, y con voz entera, más dulce que el canto de los ruiseñores, le dijo: —Pacorrito, sígueme, ven conmigo. Quiero demostrarte mi agradecimiento y el sublime amor que has sabido inspirarme. Has sido constante, leal, generoso y heroico, porque me has salvado del poder de aquellos vándalos que me martirizaban. Mereces mi corazón y mi mano. Ven, sígueme y no seas bobo, ni te creas inferior a mí porque estás vestido de pingos. Observó Migajas la deslumbradora apostura de la dama, el lujo con que vestía, y lleno de pena exclamo: —Señora, ¿a dónde he de ir yo con esta facha? La hermosa dama no contestó, y tirando de la mano a Pacorrito, le llevó por misteriosa región de sombras. VIII E l granuja vio al cabo una gran sala iluminada y llena de preciosidades, cuya forma no pudo precisar bien en el primer momento. Al poco rato, comenzó a percibir con claridad mil figurillas diversas, como las que poblaban la tienda donde había conocido a su adorada. Lo que más llamó su atención fue ver que salieron a recibirles, luciendo sus flamantes vestidos, todas las damas que acompañaban en el escaparate a la gran señora. La cual contestó con una grave y ceremoniosa cortesía a los saludos de todas ellas. Parecía ser de superior condición, algo como princesa, reina o emperatriz. Su gesto soberano y su gallardo continente sin altanería, revelaban dominio sobre las demás. Al instante presentó a Pacorrito. Éste se quedó todo turbado y más rojo que una amapola cuando la Princesa, tomándolo de la mano, dijo: —Presento a ustedes al Sr. D. Pacorro de las Migajas, que viene a honrarnos esta noche. Al pobre chico se le cayeron las alas del corazón cuando observó el desmedido lujo que allí reinaba, comparándolo con su pobreza, sus pies desnudos, sus calzones sujetos con un tirante y su chaqueta cortada por los codos. —Ya adivino lo que piensas —manifestó la Princesa con disimulo—. Tu traje no es el más conveniente para una fiesta como la de esta noche. En rigor de verdad, no estás presentable». —Señora, mi pícaro sastre —murmuró Pacorrito, creyendo que una mentirilla pondría a salvo su decoro—, no me ha acabado la condenada ropa. —Aquí te vestiremos —indicó la noble dama. Los lacayos de aquella extraña mansión eran monos pequeños y graciosísimos. De pajes hacían unos loros diminutos, de esos que llaman Pericos, y varias pajaritas de papel. Éstas no se apartaban un momento de la señora. La servidumbre se ocupó al punto de arreglar un poco la desgraciada figura del buen Migajas. Con unas fosforeras doradas y muy monas en forma de zapatos le calzaron al momento. Por gorguera le pusieron medio farolillo de papel encarnado, y de una jardinera de mimbres hiciéronle una especie de sombrerete, pastoril, con graciosas flores adornado. Al cuello le colgaron a modo de condecoraciones, la chapa de un kepis elegantísimo, una fosforera redonda que parecía reloj y el tapón de cristal de un frasquito de esencias. Las pajaritas tuvieron la buena ocurrencia de ponerle en la cintura, a guisa de espada o daga, una lujosa plegadera de marfil. Con estas y otras invenciones para ocultar sus haraposos vestidos, el vendedor de periódicos quedó tan guapo que no parecía el mismo. Mucho se vanaglorió de su persona cuando le pusieron ante el espejo de un estuche de costura para que se mirase. Estaba el chico deslumbrador. IX E nseguida principió el baile. Varios canarios cantaban en sus jaulas «walses» y habaneras, y las cajas de música tocaban solas, así como los clarinetes y cornetines, que se movían a sí mismos sus llaves con gran destreza. Los violines también se las componían de un modo extraño para pulsarse a sí propios sus cuerdas, y las trompetas se soplaban unas a otras. La música era un poco discordante; pero Migajas, en la exaltación de su espíritu, la hallaba encantadora. No es necesario decir que la Princesa bailó con nuestro héroe. Las otras damas tenían por pareja a militares de alta graduación, o a soberanos que habían dejado sus caballos a la puerta. Entre aquellas figuras interesantísimas se veía a Bismarck, al Emperador de Alemania, a Napoleón y a otros grandes hombres. Migajas no cabía en su pellejo de puro orgulloso. Pintar las emociones de su alma cuando se lanzaba a las vertiginosas curvas del «wals» con su amada en brazos, fuera imposible. La dulce respiración de la Princesa, y sus cabellos de oro acariciaban blandamente la cara de Pacorrito, haciéndole cosquillas y causándole cierta embriaguez. La mirada amorosa de la gentil dama o un suave quejido de cansancio acababan de enloquecerle. En lo mejor del baile, los monos anunciaron que la cena estaba servida, y al punto se desconcertó el cotarro. Ya nadie pensó más que en comer, y al bueno de Migajas se le alegraron los espíritus, porque, sin perjuicio de la espiritualidad de su amor, tenía un hambre de mil demonios. X E l comedor era precioso y la mesa magnífica; las vajillas y toda la loza de lo mejor que se ha fabricado para muñecas, y multitud de ramilletes esparcían su fragancia y mostraban sus colores en pequeños búcaros, en hueveras, y algunos en dedales. Pacorrito ocupó el asiento a la derecha de la Princesa. Empezaron a comer. Servían los pericos y las pajaritas tan bien y con tanta precisión como los soldados que maniobran en una parada a la orden de su general. Los platos eran exquisitos, y todos crudos o fiambres. Si la comida no disgustó a Migajas al comenzar, pronto empezó a producirle cierto empacho, aun antes de haber tragado como un buitre. Componían el festín pedacitos de mazapán, pavos más chicos que pájaros y que se engullían de un solo bocado, filetes y besugos como almendras, un rico principio de cañamones y un pastel de alpiste a la canaria, albóndigas de miga de pan a la perdigona, fricasé de ojos de faisán en salsa de moras silvestres, ensalada de musgo, dulces riquísimos y frutas de todas clases, que los pericos habían cosechado en un tapiz donde estaban bordadas, siendo los melones como uvas y las uvas como lentejas. Durante la comida, todos charlaban por los codos, excepto Pacorrito, que por ser muy corto de genio no desplegaba sus labios. La presencia de aquellos personajes de uniforme y entorchados le tenía perplejo, y se asombraba mucho de ver tan charlatanes y retozones a los que en el escaparate estaban tiesos y mudos cual si fuesen de barro. Principalmente el llamado Bismarck no paraba. Decía mil chirigotas, daba manotadas sobre la mesa, y arrojaba a la Princesa bolitas de pan. Movía sus brazos como atolondrado, cual si los goznes de éstos tuviese un hilo, y oculta mano tirase de él por debajo de la mesa. «¡Cómo me estoy divirtiendo! —decía el canciller—. Querida Princesa, cuando uno se pasa la vida adornando una chimenea, entre un reloj, una figura de bronce y un tiesto de begonia, estas fiestas le rejuvenecen y le dan alegría para todo el año». —¡Ay!, dichosos mil veces —dijo la señora con melancólico acento— los que no tienen otro oficio que adornar chimeneas y entredoses. Ésos se aburren, pero no padecen como nosotras, que vivimos en continuo martirio, destinadas a servir de juguete a los hombres chicos. No podré pintar a usted, señor de Bismarck, lo que se sufre cuando uno nos tira del brazo derecho, otro del izquierdo, cuando éste nos rompe la cabeza y aquél nos descuartiza, o nos pone de remojo, o nos abre en canal para ver lo que tenemos dentro del cuerpo. —Ya lo supongo —contestó el canciller abriendo los brazos y cerrándolos repetidas veces. —¡Oh, desgraciados, desgraciados! —exclamaron en coro los Emperadores, Espartero y demás personajes. Y menos desgraciada yo —añadió la dama—, que encontré un protector y amigo en el valeroso y constante Migajas, que supo librarme del bárbaro suplicio. Pacorro se puso colorado hasta la raíz del pelo. —Valeroso y constante —repitieron a una las muñecas todas, en tono de admiración. —Por eso —continuó la Princesa— esta noche, en que nuestro Genio Creador nos permite reunirnos para celebrar el primer día del año, he querido obsequiarlo, trayéndole conmigo, y dándole mi mano de esposa, en señal de alianza y reconciliación entre el linaje muñequil y los niños juiciosos y compasivos. XI C uando esto decía, el señor de Bismarck miraba a Pacorrito con expresión de burla tan picante y maligna, que nuestro insigne héroe se llenó de coraje. En el mismo instante, el tuno del canciller disparó una bolita de pan con tanta puntería que por poco deja ciego a Migajas. Pero éste, como era tan prudente y el prototipo de la circunspección, calló y disimuló. La Princesa le dirigía miradas de amor y gratitud. «¡Cómo me estoy divirtiendo! —repitió Bismarck dando palmadas con sus manos de madera—. Mientras llega la hora de volver junto al reloj y de oír su incesante tic-tac, divirtámonos, embriaguémonos, seamos felices. Si el caballero Pacorrito quisiera pregonar La Correspondencia, nos reiríamos un rato». —El señor de Migajas —dijo la Princesa mirándole con benevolencia—, no ha venido aquí a divertirnos. Eso no quita que lo oigamos con gusto pregonar La Correspondencia y los fósforos, si quiere hacerlo. Hallaba el granuja esta proposición tan contraria a su dignidad y decoro, que se llenó de aflicción y no supo qué contestar a su adorada. —¡Que baile! —gritó el canciller con desparpajo—, que baile encima de la mesa. Y si no lo quiere hacer, pido que se le quiten los adornos que se le han puesto, dejándole cubierto de andrajos y descalzo, como cuando entró aquí. Migajas sintió que afluía toda su sangre al corazón. Su cólera impetuosa no le permitió pronunciar una sola sílaba. No seáis cruel, mi querido Príncipe, —dijo la señora sonriendo—. Por lo demás, yo espero quitarle al buen Migajas esos humos que está echando. Una carcajada general acogió estas palabras, y allí eran de ver todas las muñecas, y los más célebres generales y emperadores del mundo, dándose simultáneamente cachiporrazos en la cabeza como las figuras de Guignol. «¡Que baile! ¡Que pregone La Correspondencia! —clamaron todos». Migajas se sintió desfallecer. Era en él tan poderoso el sentimiento de la dignidad, que antes muriera que pasar por la degradación que se le proponía. Iba a contestar, cuando el maligno canciller tomó una paja larga y fina, sacada al parecer de una cestilla de labores, y mojando la punta en saliva se la metió por una oreja a Pacorrito con tanta presteza, que éste no se enteró de la grosera familiaridad hasta que hubo experimentado la sacudida nerviosa que tales chanzas ocasionan. Ciego de furor, echó mano al cinto y blandió la plegadera. Las damas prorrumpieron en gritos y la Princesa se desmayó. Pero no aplacado con esto el fiero Migajas, sino, por el contrario, más rabioso, arremetió contra los insolentes, y empezó a repartir estacazos a diestra y siniestra, rompiendo cabezas que era un primor. Oíanse alaridos, ternos, amenazas: hasta los pericos graznaban, y las pajaritas movían sus colas de papel en señal de pánico. Un momento después, nadie se burlaba del bravo Migajas. El canciller andaba recogiendo del suelo sus dos brazos y sus dos piernas (caso raro que no puede explicarse), y todos los emperadores se hablan quedado sin nariz. Poco a poco, con saliva y cierta destreza ingénita se iban curando todos los desperfectos; que esta ventaja tiene la cirugía muñequil. La Princesa, repuesta de su desmayo con las esencias que en un casco de avellana la trajeron sus pajes, llamó aparte al granuja, y llevándole a su camarín reservado, le habló a solas de esta manera: XII Í «nclito Migajas, lo que acabas de hacer, lejos de amenguar el amor que puse en ti, lo aumenta, porque me has probado tu valor indómito, triunfando con facilidad de toda esa caterva de muñecos bufones, la peor casta de seres que conozco. Movida por los dulces afectos que me impulsan hacia ti, te propongo ahora solemnemente que seas mi esposo, sin pérdida de tiempo». Pacorrito cayó de rodillas. «Cuando nos casemos —continuó la señora—, no habrá uno solo de esos emperadorcillos y cancilleretes que no te acate y reverencie como a mí misma, porque has de saber que yo soy la Reina de todos los que en aquesta parte del mundo existen, y mis títulos no son usurpados, sino transmitidos por la divina Ley muñequil que estableciera el Supremo Genio que nos creó y nos gobierna». —Señora, señora mía —dijo, o quiso decir Migajas—; mi dicha es tanta que no puedo expresarla. —Pues bien —manifestó la señora con majestad—. Puesto que quieres ser mi esposo, y por consiguiente, Príncipe y señor de estos monigotiles reinos, debo advertirte que para ello es necesario que renuncies a tu personalidad humana. —No comprendo lo que quiere decir Vuestra Alteza. —Tú perteneces al linaje humano, yo no. Siendo distintas nuestras naturalezas, no podemos unirnos. Es preciso que tú cambies la tuya por la mía, lo cual puedes hacer fácilmente con sólo quererlo. Respóndeme pues. Pacorrito Migajas, hijo del hombre, ¿quieres ser muñeco? La singularidad de esta pregunta tuvo en suspenso al granuja durante breve rato. —¿Y qué es eso de ser muñeco? —preguntó al fin. —Ser como yo. La naturaleza nuestra es quizás más perfecta que la humana. Nosotros carecemos de vida, aparentemente; pero la tenemos grande en nosotros mismos. Para los imperfectos sentidos de los hombres, carecemos de movimiento, de afectos y de palabra; pero no es así. Ya ves cómo nos movemos, cómo sentimos y cómo hablamos. Nuestro destino no es, en verdad, muy lisonjero por ahora, porque servimos para entretener a los niños de tu linaje, y aun a los hombres del mismo; pero en cambio de esta desventaja, somos eternos. ¡Eternos! —Sí, nosotros vivimos eternamente. Si nos rompen esos crueles chiquillos, renacemos de nuestra destrucción y tornamos a vivir, describiendo sin cesar un tenebroso círculo desde la tienda a las manos de los niños, y de las manos de los niños a la fábrica tirolesa, y de la fábrica a la tienda, por los siglos de los siglos. —¡Por los siglos de los siglos! —repitió Migajas absorto. —Pasamos malísimos ratos, eso sí —añadió la señora—; pero en cambio no conocemos el morir, y nuestro Genio Creador nos permite reunirnos en ciertas festividades para celebrar las glorias de la estirpe, tal como lo hacemos esta noche. No podemos evadir ninguna de las leyes de nuestra naturaleza; no nos es dado pasar al reino humano, a pesar de que a los hombres se les permite venir al nuestro, convirtiéndose en monigotes netos. —¡Cosa más particular! —exclamó Migajas lleno de asombro. —Ya sabes todo lo necesario para la iniciación muñequillesca. Nuestros dogmas son muy sencillos. Ahora medítalo y respondo a mi pregunta: ¿quieres ser muñeco? La Princesa tenía unos desplantes de sacerdotisa antigua, que cautivaron más a Pacorrito. —Quiero ser muñeco —afirmó el granuja con aplomo. Y al punto la Princesa trazó unos endiablados signos en el espacio, pronunciando palabrotas que Pacorro no sabía si eran latín, chino o caldeo, pero que de seguro serían tirolés. Después la dama dio un estrecho abrazo al bravo Migajas, y le dijo: —Ahora, ya eres mi esposo. Yo tengo poder para casar, así como lo tengo para recibir neófitos en nuestra gran Ley. Amado Principillo mío, bendito seas por los siglos de los siglos. Toda la corte de figurillas entró de repente, cantando con música de canarios y ruiseñores: «Por los siglos de los siglos». XIII D iscurrieron por los salones en parejas. Migajas daba el brazo a su consorte. —¡Es lástima —dijo ésta—, que nuestras horas de placer sean tan breves! Pronto tendremos que volver a nuestros puestos. El Serenísimo Migajas experimentaba, desde el instante de su trasformación, sensaciones peregrinas. La más extraña era haber perdido por completo el sentido del paladar y la noción del alimento. Todo lo que había comido era para él como si su estómago fuese una cesta o una caja y hubiera encerrado en ella mil manjares de cartón que ni se digerían, ni alimentaban, ni tenían peso, sustancia, ni gusto. Además, no se sentía dueño de sus movimientos, y tenía que andar con cierto compás difícil. Notaba en su cuerpo una gran dureza, como si todo en él fuese hueso, madera o barro. Al tentarse, su persona sonaba a porcelana. Hasta la ropa era dura, y nada diferente del cuerpo. Cuando, solo ya con su mujercita, la estrechó entre sus brazos, no experimentó sensación alguna de placer divino ni humano, sino el choque áspero de dos cuerpos duros y fríos. Besola en las mejillas y las encontró heladas. En vano su espíritu, sediento de goces, llamaba con furor a la naturaleza. La naturaleza en él era cosa de cacharrería. Sintió palpitar su corazón como una máquina de reloj. Sus pensamientos subsistían, pero todo lo restante era insensible materia. La Princesa se mostraba muy complacida. «¿Qué tienes, amor mío? —preguntó a Pacorrito viendo su expresión de desconsuelo». —Me aburro soberanamente, chica —dijo el galán, adquiriendo confianza. —Ya te irás acostumbrando. ¡Oh, deliciosos instantes! Si durarais mucho, no podríamos vivir. —¡A esto llama delicioso tu Alteza! —exclamó Migajas—. ¡Dios mío, qué frialdad, qué dureza, qué vacío, qué rigidez! Tienes aún los resabios humanos, y el vicio de los estragados sentidos del hombre. Pacorrito, modera tus arrebatos o trastornarás con tu mal ejemplo a todo el muñequismo viviente. ¡Vida, vida, sangre, calor, pellejo! —gritó Migajas con desesperación, agitándose como un insensato—. ¿Qué es esto que pasa en mí? La Princesa le estrechó en sus brazos, y besándolo con sus rojos labios de cora, exclamó: —Eres mío, mío por los siglos de los siglos. En aquel instante oyóse gran bulla y muchas voces que decían: «¡La hora, la hora!». Doce campanadas saludaron la entrada del Año Nuevo. Todo desapareció de súbito a los ojos de Pacorrito: Princesa, palacio, muñecos, emperadores, y se quedó solo. XIV S e quedó solo y en obscuridad profunda. Quiso gritar y no tenía voz. Quiso moverse y carecía de movimiento. Era piedra. Lleno de congoja esperó. Vino por fin el día, y entonces Pacorrito se vio en su antigua forma; pero todo de un color, y al parecer de una misma materia, cara, brazos, ropa, cabello y hasta los periódicos que en la mano tenía. «Ya no me queda duda —exclamó llorando por dentro—. Soy mismamente como un ladrillo». Vio que frente a él había un gran cristal con algunas letras del revés. A un lado, multitud de figurillas y objetos de capricho le acompañaban. «¡Estoy en el escaparate!… ¡Horror!». Un mozo le tomó cuidadosamente en la mano, y después de limpiarle el polvo, volvió a ponerle en su sitio. Su Alteza Serenísima vio que en el pedestal donde estaba colocado, había una tarjeta con esta cifra: 240 reales. «Dios mío, es un tesoro lo que valgo. Esto al menos le consuela a uno». Y la gente se detenía por la parte afuera del cristal, para ver la graciosa escultura de barro amarillo representando un vendedor de periódicos y cerillas. Todos alababan la destreza del artista, todos se reían observando la chusca fisonomía y la chabacana figura del gran Migajas, mientras éste, en lo íntimo de su insensible barro, no cesaba de exclamar con angustia: ¡Muñeco, muñeco, por los siglos de los siglos! Theros (1877). El cuento que sigue en esta relación cronológica es «Theros, —título con el que se publicó en La Guirnalda 1890, y comparte volumen con La sombra—, Tropiquillos» y «Celín». Con el título de «El verano (Theros)» lo había recogido el «Almanaque de la Ilustración Española y Americana» para 1878, y «La Correspondencia de Canarias» de Las Palmas en 1883. Desde el primer párrafo se sentirá atraído el lector ante un tren humanizado por atractivas comparaciones en el que un imaginativo narrador en primera persona («nosotros») emprende un viaje desde el sur de España; y accederá con comodidad del principio realista a la fantasía que irrumpe en el capítulo II del relato. Ya en ella, el tren recorrerá su itinerario (necesitará nueve capítulos) atravesando España desde Cádiz, ciudad a ciudad —aunque sin mucho respeto a la geografía real— hasta llegar al norte pasando por Madrid. En el recorrer de ese camino, el narrador-protagonista habrá de sufrir los efectos de las variaciones climáticas propias de la canícula metaforizados en el comportamiento de una misteriosa dama («una mujer», «un endemoniada ninfa», «una repulsiva diosa», «una bendita señora», «una compañera y amiga») que subió al tren, precisamente, cuando el viajero soportaba los efectos de los maravillosos vinos de Jaén («Beberlo en tragarse un rayo de sol. Es el jugo absoluto de la vida, que lleva en sus luminosas partículas fuerzas, ingenio, alegría, actividad», se lee en el cp. II). Acomodando su apariencia y sus efectos a la climatología real, la dama aparecerá desnuda y desprendiendo un enorme y perturbante calor del que el narrador asfixiado querrá huir; o se volverá paulatinamente atractiva y reconfortante según el mágico tren se acerca al norte, tras sufrir las volubilidades de su carácter en las sequedades de Madrid y las inesperadas, turbadoras —y efímeras— tormentas que caracterizan la climatología veraniega de esa capital. Tan atractiva y reconfortante se muestra la dama mientras avanza el tren hacia el norte que al llegar a Santander el narrador le pedirá matrimonio. Todo es felicidad. Pero nada es para siempre; porque desaparecerá la atractiva dama cuando las aguas de la playa del Sardinero anuncien los finales de septiembre. Durante el viaje, el lector no sólo habrá seguido las vicisitudes de los protagonistas en su mundo metafórico, sino que mediante atractiva descripción, comprobará la existencia de un mundo real variado y extenso del cual conocerá detalles históricos, geográficos y sociales; y cae en la cuenta de que contrasta el detallismo de esa marcada realidad con la «nube» irreal de unos personajes que ni siquiera tienen nombre. «Theros» fue una obra de encargo para el almanaque que la ofreció como primicia. En la explicación redactada para el volumen de 1890 que la ofreció en libro el autor sitúa esos textos entre los de «literatura simpática, aunque de pie forzado, a la cual se aplica la pluma con más gusto que libertad». Efectivamente. Pero la alegoría que esconde Theros invita a la multiplicidad de lecturas y a descubrir espitas de significación tras el primero y más explícito significado. Lo más fácil (y no erraríamos) sería ver tras el relato autorreferencias del propio escritor, pues bien conocidas son sus quejas ante los asfixiantes veranos madrileños, de los que escapa siempre que puede yendo, precisamente, a Santander. Pero también aprecia el lector la llamada a la pequeñez de lo humano frente a la universalidad que le rodea; las inconsistencias de los caracteres; lo efímero de las situaciones… De nuevo una lectura abierta y atractiva. Esta edición de «Theros» reproduce el texto publicado en Madrid por la imprenta de La Guirnalda y Episodios Nacionales, en 1890, y comparte volumen con La sombra, «Tropiquillos» y «Celín». Con el título de «El verano (Theros)», se había publicado en el «Almanaque de la Ilustración Española y Americana» para 1878, Año V. Madrid, Imprenta Aribau y Cª (Sucesores de Rivadeneyra), 1877; lo recogería luego «La Correspondencia de Canarias», Las Palmas de Gran Canaria, el 14 de junio de 1883, y «La República de las Letras», Madrid, el 22 de julio de 1907. I E l tren partió de la estación, machacando con sus patas de hierro las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y a otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas o a demonio travieso. Ni siquiera volvía la cabeza para saludar a los empleados de la línea, ni a las señoras y caballeros que poblaban el andén. Descortés y sin otro afán que perderse de vista, dejó atrás los almacenes, los muelles y oficinas de la pequeña velocidad, el cocherón, los talleres, la casilla del guarda agujas, y se deslizó por la Cortadura, un brazo de tierra cuya mano tiene la misión de asir a Cádiz para que no se lo lleven las olas. Corriendo por allí, veíamos el mar de Levante, las turbulentas aguas y el nebuloso horizonte, que bien podríamos llamar el campo de Trafalgar, veíamos por otro lado la bahía, en cuya margen se asientan sonriendo alegres ciudades y villas; veíamos también a Cádiz, que daba vueltas lentamente cual fatigada bolera, y tan pronto se nos presentaba por la derecha como por la izquierda. Después, el tren pisó las charcas salobres de la Isla, abriéndose paso por entre montes de sal. Franqueó los famosos caños en cuyos bordes España y Francia han dirimido sus últimas contiendas; cruzó las célebres aguas en que flotó el manto del último rey de los godos, y se dirigió tierra adentro avivando el anhelante paso. Llevábale sin duda tan aprisa el exquisito olor de las jerezanas bodegas, que más cerca estaban a cada minuto, y por último, la inquieta maquinaria dio resoplidos estrepitosos, husmeó el aire, cual si quisiera oler el zumo almacenado entre las cercanas paredes, y se detuvo. Estábamos en la más colosal taberna que han visto los siglos, llena de lo más fino, delicado y corroborante que en materia de néctares existe. Al llegar a aquel punto del globo, ningún viajero puede permanecer indiferente. Ve un glorioso campo de batalla sembrado de despojos, los mutilados miembros de la sobriedad vencida y destrozada por su formidable enemigo. El triunfo de éste es completo. Su insolente orgullo ha poblado de emblemáticos trofeos el campo. Millones de vides coronan de verdes pámpanos la tierra. Toneles hacinados se alzan en pilas, o ruedan como borrachos que han perdido la cabeza. Todo es bulla, animación, mareo. No se puede resistir a la tentación del hijo de Noé. Es del color del oro y tiene el sabor de la lisonja. Beberlo es tragarse un rayo de sol. Es el jugo absoluto de la vida, que lleva en sus luminosas partículas fuerza, ingenio, alegría, actividad. Su delicado aroma se parece a un presentimiento feliz; su gusto estimula la conciencia corporal. Engaña al tiempo, borra los años y aligera las cargas que nos hacen doblar el fatigado cuerpo. Lleva en sí un espíritu poderoso que se une al nuestro, y juntos forman una especie de seráfico genio, el cual, si se ensoberbece, puede trocarse en demonio. Yo fui de los seducidos, y antes de que el tren partiera me llené el cuerpo de rayos de sol. Poco después admiraba las villas, respetables madres de aquel insigne vencedor de las naciones, cuando sentí que me tocaban el hombro. Sorprendióme esto, porque me creía solo en el coche; volvíme con presteza y, … II … en efecto, era una mujer; quiero decir, que al volverme vi a una mujer. Al partir de Jerez, hallábame solo en el coche. ¿Cómo, cuándo, por dónde había entrado aquella señora? He aquí un punto difícil de aclarar, mayormente cuando mi cabeza, forzoso es declararlo, no gozaba del beneficio de una perspicacia completa. —Caballero… A esta palabra siguieron otras que no pude entender bien. Tengo idea de haber dicho: —Señora… Pero no estoy seguro de lo que tras esta palabra balbucieron mis torpes labios, aunque debió ser alguna frase de cortesía. Es indudable que yo estaba aturdido, no sé en realidad por qué, como no fuera por el maldito zumo de oro que había alojado en mí. Hallábame cortado y absorto, y seguramente contribuiría mucho a esto el aspecto singularísimo y por mí nunca visto de aquella persona. Causábanme estupefacción indecible su persona y su traje, del cual no podía apartar los asombrados ojos: y en verdad, no es fácil imaginar atavíos más originales. No debía sostenerse que el traje de la dama fuese extravagante, sino que no tenía traje alguno. Tengo idea de haber dicho a medias palabras, teñida de rubor la cara y apartando los ojos: —Señora, tenga usted la bondad de vestirse… Eso traje, mejor dicho, esa desnudez no es lo más a propósito para viajar en pleno día dentro de un coche del ferrocarril. Echóse a reír. Era de una hermosura sobrehumana. Yo recordaba vagamente haberla visto en pintura, no sé dónde, en techos rafaelescos, en cartones, dibujos, quizás en las célebres Horas, en relieves de Thornwaldsen, en alguna región, no sé cuál, poblaba por la imaginación creadora de los dioses del arte. Nada de cuanto modelaron griegos, ni de cuanto cincelaron florentinos, puede superar a la incomparable estructura de su cuerpo. Su rostro era como el que la tradición artística da a todas las ninfas acuáticas y terrestres, a las diosas que fueron, a las jubiladas matronas simbólicas que durante siglos han representado en doradas techumbres el pensamiento humano. Más perfecta belleza no vi jamás; pero no era fácil contemplarla, porque sus ojos eran pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían quemando la vista, de tal modo que perdería la suya el observador si se obstinaba en mirar sin vidrios ahumados la hermosa imagen. De sus cabellos ni diré si no que me parecieron hilos del más fino oro de Arabia, perfumados de aroma campesino, y que en ellos se entretejían amapolas y espigas en preciosa guirnalda. Su vestido era, más que tal vestido, una especie de túnica caliginosa, una flotante neblina que la envolvía, ocultando o dejando ver, según las posturas de la dama, ésta o la otra parte de su cuerpo. No tenía yo noticia de aquella singularísima manera de presentarse en sociedad, y si he de hablar claro, el atavío de mi noble compañera de viaje parecióme en el primer momento escandalosa y desenvuelto en gran manera. Pero bastaron algunos minutos de observación para formar juicio más favorable. En las divinas formas, en la actitud graciosa y natural de la viajera, así como en sus palabras y ademanes, resplandecían la castidad más perfecta y la más irreprensible decencia. III Y eso que la señora, sino era el mismo fuego, lo parecía. Dígolo, porque echaba de su cuerpo un calor tan extraordinario, que desde su misteriosa entrada en el wagón empecé a sudar cual si estuviera en el mismo hogar de la máquina. —Señora —le dije respetuosamente, limpiando el copioso sudor de mi rostro —, permítame usted que me aleje todo lo posible de su persona, porque, o yo no entiendo de verano, o es usted la misma Canícula en cuerpo y alma. Sonrió con bondad, y rebuscando en cierto morralillo que a la espalda traía, ofrecióme un abanico. Felizmente yo llevaba espejuelos azules con los que pude resguardar mi vista de los flamígeros ojos de la señora. A pesar de estas precauciones, cuando el tren se precipitó por las llanuras de la izquierda del Guadalquivir, la irradiación calorífera de mi compañera aumentó de tal modo, que destrocé el abanico sin poder refrescarme. Las perspectivas, ora interesantes, ora comunes del viaje, aburríanme soberanamente. Los pinos valsaban en mareantes círculos ante mi vista; marchaban en columna cerrada los olivos de Utrera, como ordenados ejércitos que van al combate, sin que estos juegos de óptica, ni el variado espectáculo de las sucesivas estaciones, ni la cercana presencia de Sevilla, que desde el último confín visible nos saludaba con su Giralda, aplacaran mi mal humor. Sevilla nos vio llegar al fin junto a sus achicharrados muros, que quemaban como calderas puestas al fuego. Reposaba la placentera ciudad bajo mil toldos, adormeciéndose en la fresca umbría de sus patios. Las cien torres, presididas por la veleidosa mujer de bronce que da vueltas, a ciento veintidós varas del suelo, desafiaban al furioso sol. Cual condenados, cuyo itinerario de expiación ha sido invertido, subían a los infiernos. No pude contenerme, y dije a la dama: —Presumo que usted se quedará en esta estación que tan bien cuadra a su temperamento. —No señor —repuso con la timidez de una novicia—. Voy a Madrid. Y diciéndolo, se acercó a mí. Creí hallarme de súbito en la proximidad de un incendio, porque no era ya calor, sino llamaradas insoportables, lo que el misterioso cuerpo de la endemoniada ninfa despedía. —Señora, señora, por amor de Dios —exclamé—. Es muy doloroso para un caballero huir… Es un desaire, una grosería, pero… Me hubiera arrojado por la ventanilla si la rapidez de la locomoción no me lo impidiese. Felizmente, la misma que tan sin piedad me achicharraba, brindome con refrescos, que sacó no sé de dónde, y esto me hizo más tolerable su platónica respiración y aquel tufo de infierno que de su hermoso cuerpo emanaba. Íbamos por la alegre comarca que separa las Dos famosas Hermanas andaluzas a orillas del florido río, entre naranjales y olivos, saludando cada dos o tres leguas a un pueblo amigo, tal como Lora, Peñaflor, Palma. Ya cerca de Córdoba, mi sofocación puso a prueba mi paciencia, pues sintiendo que los sesos me burbujaban como si hirvieran, y que mi sangre se iba pareciendo a un metal derretido, tomé la resolución de librarme de la molesta compañera que desde Jerez traía, y al punto, una vez parado el tren, apresuréme a poner en ejecución mi pensamiento, dando parte del caso a los empleados de la vía. No sé por qué se reían de mí aquellos malditos, oyéndome formular mis justas quejas. Podría colegirse que yo me habría expresado en frases incongruentes y desatinadas. Era para reventar de cólera. El mismo jefe de la estación tratóme como a un loco cuando le dije: —Sí señor, sí señor. Va en mi coche una señora que echa fuego por los ojos, y por todo el cuerpo un calor tan vivo que se podrían asar chuletas y freír pescado sobre las palmas de sus manos. Esto no se debe permitir… Es un abuso, un escándalo. Me quejaré al inspector del Gobierno, al Gobernador, al Gobierno mismo. Movióles la curiosidad, más que otra cosa, a registrar el departamento. En él continuaba la dama. Yo la vi… era ella misma sin duda; pero no ya con aquellos ligerísimos ropajes que tanto llamaron mi atención, sino vestida con el habitual modo de nuestras damas. Sus ojos picarescos y vivos no deslumbraban ya; su cuerpo no tenía rastro de haber pasado por el infierno, llevaba en la cabeza el vulgar sombrerillo adornado de espigas, mas todo conforme al arte de las modistas, sin nada que trajese a la memoria el tocador de las diosas. IV M udo y perplejo la contemplé, y no es dudoso que me deshice en cumplimientos y excusas, achacando a desvanecimiento de mi cabeza la increíble equivocación en que había incurrido; mas apenas marchó el tren camino de las sierras, volvió la dama a presentarse en su primera forma y desnudez, con los mismos cendales vaporosos que contorneaban sus bellas formas, con el mismo ornato de rústicas espigas en la cabellera de oro, los mismos ojos que no se podían mirar, y la propia irradiación abrasadora de su cuerpo. El calor que despedía era ya un calor ecuatorial, intolerable, un fuego que derretía mi persona, como si fuese de cera. Quise saltar del coche, llamar, vocear, pedir socorro; mas ella me detuvo. Caí exánime, sin fuerzas, todo sudoroso, desmayado, sin aliento; creo que mis facultades se alteraron profundamente perdí la noción de todas las cosas, se nubló mi juicio, y apenas pude formular este pensamiento angustioso: «Estoy en las calderas infernales». Arrojado cual cuerpo muerto sobre los cojines aspiraba con ansia el rarificado aire. La diabólica aparición llegase a mí: sostuvo mi cabeza, diome a beber no sé qué delicado y refrigerante licor que facilitó el trabajo de mis pulmones, difundiendo cierta frescura por todo mi cuerpo, y entonces me sentí mejor; mis excitados nervios se dilataron, dándome algún reposo; y al aclarárseme los sentidos, pude oír el discurso que con dulce voz me dirigió la señora, y que si mi memoria no me es infiel, fue de este modo. V Y «o soy la plenitud de la vida, la cúspide del año natural; soy la ley de madurez que preside al cumplimiento de todas las cosas, la realización de cuantos conatos bullen en el seno infinito de la Naturaleza. Antes de mí, todo es germen, esfuerzo, crecimiento, aspiración; después de mí, todo decae y muere. Soy el logro supremo y la victoria que se llama fruto, victoria admirable de las múltiples fuerzas que luchan con la muerte. Por mí vive todo lo que vive. Sin mí la Creación sería en vez de gloria y triunfo, una especie de bostezo perenne, el fastidio de los elementos al verse sin objeto. En el hombre, soy la edad del discernimiento y del trabajo; en la mujer, la fecundidad y el amor conyugal; en la Naturaleza, el desarrollo de todos los seres que al verse completos se recrean en sí mismos, apreciando por su propia magnificencia la magnificencia del Creador. Mis cabellos son el sol; mis ojos la luz; mi cuerpo el ardoroso ambiente que al pasar reparte la existencia; mi sombra el rocío que bautiza las nuevas vidas; mi habitación es el cielo con sus admirables ritmos, mi trono, el zenit. Soy la sazón universal». »En mi curso infinito, guíame el dedo de Dios. Cuando aparezco, ya está todo preparado. Bástame sonreír para que el mundo se llene de frutos. El labrador me espera con ansia, porque mi benignidad o mi cólera deciden su suerte. Doyle abundantes mieses y regalados frutos; le anuncio los mostos que llenarán sus tinajas; multiplico sus ganados y sus colmenas; aumento para el pescador los inmensos rebaños de los mares, y al industrioso le ofrezco días largos, al enfermo alivio, al sano alborozo, expansión al rico, consuelo al miserable. »Celébranme los hombres de todas castas, y los que cultivan la tierra festejan mis clásicos días destinados al comercio, a la amistad, a los campesinos banquetes, a las regocijadas bodas. San Antonio, San Juan, San Pedro, el Carmen, Santiago, Santa Ana, San Lorenzo, la Virgen de Agosto, San Roque, la Virgen de Septiembre son en el orden religioso mis triunfales fechas. »Mis días son fecundos y la vida se duplica en ellos, porque avivo las pasiones de los hombres, y exaltando su entusiasmo, les llevo a las acciones más osadas. Acúsanme de incitar a las revoluciones y de seducir a las muchedumbres, agitando en mis manos ardientes la bandera roja de la emancipación. Me vituperan por triunfos populares, y yo, sin pronunciar sentencia sobre esto, tan sólo digo que derribé la Bastilla, que destruí al vencedor de Europa no lejos de estos sitios por donde vamos, que también aquí salvé al mundo cristiano de las huestes de Mahoma. Yo abolí la Inquisición de España; yo detuve a los turcos a las puertas de Viena; yo he realizado mil y mil altísimos hechos cuyo número no puede contarse, pues son más que las vueltas que en todo el curso de nuestro viaje dan las ruedas del coche en que velozmente caminamos». VI Y era la verdad que caminaba con rapidez, traspasando ya la fragosa sierra que es muro de Castilla. Había caído mansamente la tarde, y con la mudanza del cielo la señora aplacaba sus insoportables ardores, como fragua en que mueren durmiéndose las brasas. Sus ojos seguían brillando, mas no con el resplandor del sol, sino con claridad blanquecina semejante a la de la luna. Su cuerpo despedía tibieza grata, que poco a poco se iba trocando en frescura. De este modo, la repulsiva diosa, cuyo contacto sofocaba, se convertía en el ser más bello y amable que imaginarse puede, y todo convidaba a reposar a su lado con sosiego y descuido, viendo rodar las horas y los astros, sintiendo pasar el aire rico en fragancias. Sus miradas me cansaban dulce arrobamiento. Vi en sus pupilas algo semejante al plateado reflejo de un lago tranquilo, y su sonrisa me sumergía en dulce éxtasis. En sus labios observé no sé qué cosa semejante celestiales puertas que se abrían. Así pasamos toda la noche, recorriendo de un cabo a otro la tierra ilustre que sirvió de campo a la imaginaria contienda de lo ideal con el positivismo. Pero la noche recogía sus obscuridades para huir a punto que salían a saludarnos los primeros árboles de Aranjuez, no lejos de donde celebran pacto de amistad eterna Tajo y Jarama. Rueda que rueda y silba que silba, entre polvo y ruido, llegamos al fin a Madrid, donde mi compañera de viaje, profundamente aficionada a mi persona, no quiso dejarme, y me siguió en el coche, y se aposentó en mi mismo cuarto, y se sentó a mi mesa, vuelta ya a su primitivo estado, o sea a la desnudez abrasadora en que se apareció, pero conservando siempre aquel natural fantástico que la hacía invisible para todos, excepto para mí. Por el día, hízome sudar la gota gorda, y me sofocaba con sólo acercar a mí las yemas de sus candentes dedos; mas llegada la noche, recobró su constitución tibia y placentera, alcanzando de mí las amistades que no podía concederle a la luz del sol. Lo más extraño es que habiéndola invitado a comer en los Jardines del Buen Retiro, la bendita señora descubrió de súbito unas mañas que me pusieron en gran desasosiego, y fue que en mitad del yantar, pretextando que su naturaleza lo exigía, empezó a menudear copas y a vaciar botellas con tanta presteza, que aquella no era señora, sino más bien una bacante. VII N o bien hablamos concluido de comer, cuando la dama, enteramente transformada por todo aquel líquido que había metido entre pecho y espalda, empezó a hacer los más desaforados desatinos que pueden verse. Agitó primero las palmas de las manos, al modo de abanico, haciendo correr un aire cálido y seco que tostaba. Después rompió a reír con carcajadas estrepitosas de insensato, y cayó espantosa lluvia, que puso como nuevos a los parroquianos de aquel hermoso sitio, obligándoles a dispersarse. Corrió después la niña con tanta rapidez que parecía vendaval, rompiendo las bombas de vidrio, alzando las faldas a las señoras, arrebatando sus sombreros a los galanes, desgarrando el telón del teatro, doblando los árboles, haciendo gemir las ramas y cubriendo de hojas los mecheros del gas. No he visto dispersión tan precipitada, pánico tan horrible ni confusión más grande. ¡Y cómo reía la pícara al ver tales estragos! Yo procuraba calmarla, mas esto no era posible. Temí que la llevaran a la prevención por sus diabluras; pero la muy tunanta tuvo la suerte (como todos los pillos) de que no la viera la policía. Después que desató sobre Madrid la importuna lluvia que tanto molestó a los paseantes, sopló a diestro y siniestro, y he aquí que comienza un frío seco y displicente que hace tiritar a todo el mundo. Estirando los cuellos de sus ligeros gabancillos, y abrigándose con pañuelos de la mano a falta de otra cosa, los madrileños corrían a sus casas, y gruñendo murmuraban: «¡Qué demonio de clima! ¡Maldito sea Madrid y quien aquí puso la corte de España!». La misma autora de tantos desastres andaba con capa aquella noche burlándose de los cortesanos y de su cólera. Yo no pude contenerme y le eché en cara su conducta, diciéndole que no me parecía propio de personas bien educadas molestar al prójimo y turbar diversiones lícitas. Echose a reír de nuevo, y me dijo que en Madrid no pasaba semana sin hacer alguna travesura de aquel jaez; que la alegría de la capital y su constante humor de bromas era contagiosa, por lo cual ella no podía resistir a la tentación de dar chascos; que se complacía en deshacer la fiesta, en trastornar el tiempo, en soltar los fríos del Norte después de sofocantes horas, y que se divertía mucho viendo el descontento de la gente madrileña. Añadió que no pudiendo eximirse de asistir a francachelas y comilonas, la obligaban a empinar el codo, y que una vez alterado el sentido, hacia las mayores locuras, casi sin darse cuenta de ellas. Yo le dije que la veía camino de Leganés si se repetían sus pesadas bromas; pero ella, riendo de mi enfado, me contestó que al día siguiente el calor sería más insoportable. Así fue en efecto, por lo cual tomó las de Villadiego hacia el Norte, metiéndome en el tren al pie de la montaña del Príncipe Pío: y he aquí que no había andado dos metros la máquina, cuando mi compañera y amiga tomaba asiento junto a mí. VIII M — adrid es feliz —le dije—, si usted le abandona. —No, porque allí dejo mis delegados, que son como yo misma. Excuso decir que la señora, transformada por la noche, era la más grata compañera de viaje que puede concebirse. De tiempo en tiempo sus ojos despedían lívidos relámpagos, lo que me puso algo intranquilo; pero no pasó de ahí, y a la claridad que difundían sus miradas por todo el espacio, vi el Escorial, monte de arquitectura al pie de otro monte; vi los extensos pinares, cuyo bailoteo al paso de minueto me recordaba los olivos de Andalucía; traspasamos la alta sierra en cuyo término Santa Teresa ha dejado su imperecedera memoria sobre un caserío amurallado que parece montón de ruinas. Arévalo, Medina, los graneros y las eras de Castilla, nos vieron pasar, y sobre el suelo amarilleaba la paja recién separada del grano. Pasábamos por los dormidos pueblos, que ni al estrépito del tren despertaban, y cuando avanzó la noche y aumentó el silencio de los campos, nuestro inmenso vehículo articulado parecía un gran perro fantástico que corría ladrando de provincia en provincia. Valladolid la dormida se quedó a mano izquierda, obscura, grande, glacial, acariciada por su amante Pisuerga, que anhela y apenas lo consigue. Atravesamos luego los frescos viñedos y deliciosas huertas de Dueñas la troglodita, que vive en cuevas. Vino al poco rato Venta de Baños, que es un mesón puesto en una encrucijada de vías férreas en desierto campo. Torciendo ligeramente a la izquierda, tocamos en Palencia, ya inundada de sol, sin soltar jamás el manto de polvo que la cubre, y luego atravesamos la tierra de Campos, surcada por el arado de un cabo a otro, toda seca, llana, ardiente, verdadero mapa trazado sobre yesca. Ninguna montaña grande ni chica ha encontrado apetecibles aquellos sitios para fijar su residencia; ningún río caudaloso la ha escogido para pasearse en ella; ningún bosque arraiga en su suelo. Más allá, arroyos y lagunas, en cuyo espejo se miran hileras de chopos, anuncian la frescura de próximos montes cuyas primeras estribaciones acomete el tren sin que le estorben rocas ni pantanos. Venciendo las grandes masas de la cordillera, que convidan a la ascensión, el tren se empeña en subir a Reinosa, la encapotada vecina de las nubes, y lo consigue. Más allá un monte huraño se empeña en detenernos el paso. ¡Pueril terquedad! En castigo de su impertinencia es atravesado de parte a parte, y el tren pasa como la aguja por la tela. Después todo es fragosidad, aspereza, bosques en declive que se agarran a la tierra y a las rocas con sus torcidas raíces: arroyos que se precipitan gritando como chicos que salen de la escuela. Pero antes vimos el Pisuerga, un miserable hilo de agua, que describiendo más curvas que un borracho se dirige al Sur, y el Ebro, un niño que pronto será hombro, y marcha hacia Levante. Nosotros marchamos con las aguas que van hacia el Norte. A poco de salir de aquel largo túnel, que parece una pesadilla, se nos presenta a la derecha un chicuelo juguetón que marcha a nuestro lado brincando, haciendo cabriolas, riendo y echando bromitas a todas las piedras y troncos que en su camino encuentra. Es el Besaya, un modesto río que nos acompañará gran trecho. Mientras descendemos con no poco trabajo la gigantesca escalera de Cantabria, el pillete, en vez de trazar curvas como nosotros de monte a monte, baja a saltos, y le vemos en la hondura, riendo y jugando. Pero no quiere abandonarnos, y en Bárcena de pie de Concha se nos pone al lado izquierdo, y por todos aquellos valles y cañadas nos va dando conversación con mucha cortesía y sosegado estilo. En una garganta tapizada de lozano verdor, hallamos las Caldas, una gran tina entre dos montañas, y poco más allá, agujereando montes y franqueando precipicios, salimos a un ancho y hermoso valle. Allí el Sr. Besaya se despide cortésmente de nosotros, pues su amigo (El Saja) le espera en Torrelavega para ir juntos a tomar baños de mar. Lo damos las gracias por su atención y seguimos. Las praderas verdes y limpias a nada del mundo son comparadas en belleza; los bosques de castaños se extienden por las laderas, a cuya falda ricas huertas Y frondosos maizales recrean la vista y el ánimo con su lozanía. Atravesamos por entre rejas un gran río que dicen Pas, y poco después olemos el mar. Sin duda está cerca. Anúnciase en irregulares charcas, como dedos retorcidos; vemos después sus manos que agarran la tierra, y por último un enorme brazo que se introduce entre dos cordilleras. IX Y ¿ mi compañera de viaje? Al llegar aquí, mejor dicho, desde que dejamos aquellas fastidiosas llanuras castellanas, desaparecieron los accidentes caniculares que tan aborrecible me la habían hecho. Amenguóse el resplandor molesto de sus ojos, que brillaban, sí, pero empañados por tenues celajes; dejó de echar fuego como fragua su hermoso cuerpo, y pude acercarme libremente a ella, sintiendo, antes que calor, un dulce temple que a un tiempo confortaba cuerpo y alma. Despertóse de improviso en mi viva inclinación hacia ella. Hablamos, se animó mi conversación con requiebros y se salpimentó con suspiros, me entusiasmé, coqueteé, me entusiasmé más, me declaré, hícele proposiciones de matrimonio. ¡Ay!, humanos, ¿sois mortales porque sois débiles, o sois débiles porque sois hombres? Condújome la taimada a un delicioso lugar nombrado Sardinero, vecino al Océano, verde y cubierto de flores como un jardín, reuniendo en sí la suave tibieza de la tierra y la frescura del mar, un vergel con playa de doradas arenas, donde las holgazanas olas se extienden desperezándose al sol, un montecillo encantador, primaveral, compendio de todas las bellezas de la Naturaleza. Mi compañera, a quien desde aquel instante llamé mi esposa (porque consintió en serlo con pérfida complacencia), me sumergió en el mar, me invitó después a paseos y meriendas. ¡Oh, qué felices días pasamos! ¡Qué apacibles noches! ¡Cómo rodaban las horas sin que sus pasos sonaran sobre aquel césped florido ni sobre las cariñosas arenas de la playa! Yo era el hombre más feliz de la creación hasta que un día, ¡infausto día!… nunca había visto a mi compañera tan hermosa, ni tan alegre, ni tan amable… Nos bañamos juntos, disfrutando del halago de las olas, asidos de las manos, mirándonos el uno al otro, cuando de repente desapareció no sé cómo ni por dónde, dejándome lelo, lleno de desesperación. Busquéla por todos lados, dentro y fuera del agua. No estaba en ninguna parte. Me eché a llorar y sentí frío, un frío que penetraba hasta mis huesos. ¡Triste, tristísimo día, horrible fecha! La recuerdo bien. Era el 22 de Setiembre. Junio (1878). Ya nos hemos referido a la indefinición de términos en el asunto de los cuentos o relatos cortos que ahora nos ocupan. Y dijimos también que todos ellos presentaban dosis suficientes de narratividad como para formar parte de este volumen que reúne los cuentos de Galdós. Viene bien recordar todo ello a propósito del texto que sigue en la cronología de esta relación. En efecto: ¿«Junio», un cuento? El texto responde a un compromiso asumido por el autor para colaborar en una serie descriptiva de los meses del año que le propuso la «Ilustración Española y Americana» para su Almanaque de 1878, y posteriormente lo incluyó en el volumen de 1889 que encabeza Torquemada en la hoguera. Desde un aliento poético general sustentado en el fino y amable humor de un narrador observador y sabio, Galdós estructura su texto en dos unidades dispares. De más enjundia y peso es la primera, que comprende cuatro capítulos breves titulados de acuerdo con otras tantas perspectivas de observación: la naturaleza propia del mes en cuestión (las flores, el campo, los productos culinarios) y los festejos y motivos populares que les son propios a partir del pretexto de los «santos del mes». (San Antonio, San Juan, San Pedro). Tras un capítulo sin titular (su primera línea bien podría haber servido de título («Suspenso. Suspenso. Suspenso. Suspenso»)) en el que bromea el autor sobre las calabazas metafóricas que reparte el campo universitario y la alegría inconsciente de los que no las reciben (los recién licenciados), culmina su texto con un VI capitulillo rematado con apéndice final: «En la Historia» se titula; para recordar la «cosecha de grandes hombres» que junio ofreció (que nacieron en junio) y, en el apéndice, las personalidades que murieron en sus fechas. En el remate del texto Galdós añade un apunte juguetón a ese día 31 que el mes no tiene. Y consigue que el lector premie con una sonrisa el final del texto; y que lo relacione con otros finales semejante; como el de Miau o el de Torquemada y San Pedro. ¿Es «Junio» un cuento?, repetimos. Se trata, en efecto, de una descripción ampliamente humanizada, activa: las flores sonríen pletóricas o están mustias, se encaraman ágiles o se arrastran por el suelos, son sociables o prefieren la soledad En los campos, el espantapájaros vigila y el gorrión intenta hacerle burla; la jerarquía ensaladesca está dispuesta para dejarse comer y la familia ovina ofrece al labrador la riqueza de su ropero: el luengo capote, el gabán corto, la manteleta de la señora o el abrigo de astracán de los niños; en la cocina lucen los pavos sus corbatas vistosas, el salmón luce su apostura, los primeros lenguados traen afectuosos recaditos de las ostras que aguardan su mes con r,… etc., etc. ¿Alguna duda sobre su género? La autoridad del autor nos resuelve el problema: ninguno tenemos para convenir con él incluyéndolo, como él hizo, en un volumen de cuentos. Tal vez se refería a «Junio» cuando en ese prólogo aludió a una de esas «composiciones (…) que no me atrevo a calificar ahora, (…) como ensayos narrativos o descriptivos con un desarrollo artificioso que oculta la escasez de asunto real». Esta edición de «Junio» reproduce el texto que publicó en Madrid, la Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales, en 1889, y comparte volumen con Torquemada en la hoguera, «El artículo de fondo», «La mula y el buey», «La pluma en el viento», «La conjuración de las palabras», «Un tribunal literario» y «La princesa y el granuja». Al frente de la misma, nos explica Galdós en nota que el artículo fue escrito para la serie descriptiva de los doce meses del año, publicada por la «Ilustración Española y Americana» en su Almanaque de 1878. Ese mismo año de 1878 lo recogió «El Océano», de Madrid, el 12 y 17 de junio. Un fragmento con el título del capítulo primero, En un jardín, se había publicado con anterioridad (julio 1876) en la revista «La tertulia de Santander». I M En el jardín ayo se enojará, lo sé; pero rindiendo culto a la verdad, es preciso decírselo en sus barbas. Sí, el imperio de las flores en nuestro clima, no le corresponde. ¡Tunante! ¿Qué dirán de él en la otra vida las almas de aquellas pobrecitas a quienes dejó morir de frío después de abrasarlas con importunos calores? En cambio, junio, si alguna vez las calienta con demasiado celo (porque es algo brusco, llanote y toma muy a pechos sus obligaciones), también las orea delicadamente con abanico, no con el atronador fuelle de los vientos septentrionales; se desvive por tenerlas en templada atmósfera, las abriga y las refresca, todo con esmerado pulso y medida; dales savia fecunda, primorosa luz, sustento benéfico, frescas y transparentes aguas. Hay que ver cómo derrocha este capitalista sus tesoros, calor, luz, frescura y aire, humedad y lumbre. Se parecería a muchos ricos de la tierra si no empleara toda su fortuna en hacer bien. Aquí están sus obras. Ved los pensamientos, con sus caritas amarillas y sus caperuzas de terciopelo. Miran a un lado y a otro, mecidos por el delicado aliento de la mañana, y tiemblan de gozo contemplándose tan guapos, tan saludables, tan vividores. Los ojuelos negros de estos enanos, que a semejanza de los ángeles menores, no tienen sino cabeza y alas, nos miran con picaresca malicia, y hasta parece que se ríen, los muy pillos, cuando el viento les hace dar cabezadas unos contra otros, agitándolos en toda la extensión de su inmensa falange. Los hay pálidos y linfáticos, los hay sanguíneos y mofletudos; unos se calan el gorrito hasta las cejas; otros lo echan hacia atrás; éstos parecen calvos, de aquéllos se diría que gastan barbas, y todos están más alegres que unas pascuas, y en su charlar ignoto exclaman sin duda: «Compañeros, a vivir se ha dicho. ¡Buena panzada de aire, de luz y de agua nos estamos dando!». Más juiciosas son esas chiquillas que llaman minutisas, pues si las han puesto en compañía de tales granujas, saben ellas formar grupos encantadores, ramilletes que parecen corrillos, y jugando a la rueda sin admitir a ningún intruso, se entienden solas. Estas lindas estrellas de la tierra, que esmaltan los jardines con su púrpura risueña, son parientas lejanas del orgulloso clavel. ¡Nadie lo diría, porque son tan modestas…! Allí está. ¡Qué noblemente pliega el aromático turbante blanco y rojo de mil rizos! Salud al califa espléndido, magnífico, soberano. La embriagadora poesía que de él brota incita al sibaritismo, a las ardientes pasiones. ¡Ah calaverón!… Este vicioso es tan popular, que hasta los pobres más pobres lo crían, aunque sea en una olla rota. Parece que hace soñar, como el opio, felicidades imposibles. Su fuerte aroma sensual es como una visión. No son así las rosas, que aparecen en este mes en primoroso estado de madurez. Las de mayo eran niñas, éstas son damas, y en sus abiertas hojas ahuecadas, blandas, puras, tenues, hay no sé qué magistral arte del mundo. Si Dios les concediera un soplo más de vida, uno no más, hablarían seguramente; pero más vale que estén mudas. Una gracia infinita, una delicadeza incomparable, una hermosura ideal hacen de esta flor la sonrisa de la Naturaleza. Cuando las rosas mueren, el mundo se pone serio. Allá lejos, encaramado sobre la tapia o al arrimo de la antigua pared, buscando la soledad, buscando la altura, esperando con ansia la sosegada noche, está el galán, el poeta sentimental, el romántico jazmín, en una palabra. Pálido y pequeño, toda su vida es alma. Le tocan, y cae del tallo. Vive del sentimiento, ama la noche, y si los aromas fueran música, el jazmín sería el ruiseñor. Fijemos la vista en las gallardas peonías. No se necesitan ciertamente anteojos para verlas, según son de abultadas y presumidas. No merecen mis simpatías estas enfáticas señoras que todo lo gastan en trapos; y si está fuera de duda que son bellas, ello es que antes admiran que enamoran, y su hermosura más tiene de aparente que de real. Nada, nada; aquí hay algo postizo: estas señoras se pintan. Grande y vistosa es también aquélla. Saludemos a la magnolia, princesa india que ha venido de viaje y se ha quedado en nuestro clima. No está bien de salud la señora; pero ¡qué aristocrática, qué regia es esta amazona! No se contenta con ser fragante y deliciosa flor, sino que quiere ser árbol, es decir, hombre. Ved cómo cabalga en la alta rama, y atrevida mira cara a cara al olmo corpulento, al castaño de mil flores y al quijotesco eucaliptus. Por el suelo rastrea muchedumbre de pajes y espoliques, alelíes, espuelas de caballero, gentezuela menuda que vive de la adulación, a la sombra de los grandes señores, y el bíblico lirio, vestido siempre de nazareno. La madreselva, arisca y melancólica por la nostalgia que la perturba, busca el campo de donde contra su voluntad la han traído; mira ansiosa a todos lados para orientarse, se va arrastrando por los troncos, por las barandillas, por las escalinatas, hasta que logra tocar con su crispada mano la cerca; sube, va trepando, trepando, y se asoma para ver horizontes y el libre espacio, y hacerse la ilusión de que es libre. Esta flor, como muchas personas, no tiene más que manos, y son blancas, finas, aromáticas; pero, aunque contrae sus finos dedos, cual si fuera a coger alguna cosa, jamás coge nada. ¡Paso al pueblo! La inmensa república de geranios todo lo llena. Parece que no hay tierra bastante para estos gorros colorados que se reproducen con facilidad maravillosa, y crecen como la plebe, duran como la ignorancia, y resisten fríos y soles como la pobreza. Para que nada falte, hasta los cactus, caterva de repugnantes bufones, se engalanan con gorritos de vistosas plumas; otros se ponen gregüescos amarillos, y algunos se encargan vestidos completos de Mefistófeles, como estudiantes en Carnaval, y tienen el descaro de vestir con ellos sus ventrudos cuerpos. Otros, flacos y verrugosos, siguen con las manos en los bolsillos, riéndose de todo y agitando el bastón con borlas de escarlata. Pero a nadie hacen gracia estas caricaturas vegetales, flores que parecen lagartos, sapos que parecen plantas; y viven aislados, sin sociedad, visitados tan sólo de las abejas, que a menudo vienen a decirles mi secreto al oído. Si las violetas no hubiesen exhalado su último aroma en mayo; si los jacintos no estuvieran ya en el limbo de sus jóvenes cebolletas; si las dalias, por el contrario, no durmiesen aún en el vientre de sus batatas; si las petunias no se hallaran en estado de lactancia, y las campanillas dando los primeros pasos; si las francesillas no hubiesen bajado también al frío sepulcro de sus arañuelas, y las extrañas no estuvieran aún cortando sus múltiples gasas de bailarina para presentarse en el Otoño, el panorama floreal de junio sería completo. II U En el campo n monstruo, un gigante, un figurón, que parece hombre y no es más que espantajo, bracea y gesticula en medio del campo. Es el funcionario inamovible encargado de advertir a los gorriones que el trigo no se ha sembrado para ellos. ¡Ah, los gorriones, lo más canalla de la creación, la casta de pillos y rateros más desvergonzados que hay sobre la tierra! Cuando hicieron sus nidos, se metían en las casas para robar de los costureros de las señoras, hilachas y trapos, de que luego, con la mayor destreza hacían sábanas, almohadas y edredones para sus hijuelos. Ahora, estos graciosos bandidos andan por esos mundos ejerciendo su depravada rapacidad en los trigos y en las hortalizas. Todo se lo comen, todo lo pican, todo lo han de catar, como si fuese preciso que dieran su opinión sobre cuanto Dios cría en esta época. Si al menos fueran como las amapolas, que aunque se meten en todas partes, no toman nada… ¡Qué hermosos están los trigos! Llovió tan a tiempo que la espiga ha salido robusta y cuajada de corpulentos granos. Ya se está poniendo rubio, y como continúe el tiempo seco y tibio (pues la lluvia, por San Juan, quita vino y no da pan) pronto se le podrá meter la hoz. El labrador no le quita los ojos, sino para mirar al cielo. Éste es el mes crítico, el mes de las esperanzas, el resumen del año, la cifra adicional de esta larga cuenta de gastos y beneficios que doce meses dura. El labrador está contento, y espera pagar la contribución, los intereses del préstamo que le hizo el judío de la localidad, comprar aperos nuevos, remendar la casa, regalarse por San Juan, y aun guardar en el bolso tal cual pieza de a cinco duros para lo que pueda sobrevenir. Escarda los trigos y los garbanzos, las lechugas, las habas, aporca las patatas y todas las siembras de primavera. Pasa revista a los árboles frutales, a ver cómo van cuajando. Las cerezas abundan. En cuanto a los perales, todavía no se sabe a punto fijo lo que darán; pero esta noble familia, que es sumamente cortés y atenta, manda en este mes, como regalo extraordinario, unas peritas sabrosas, que aceptamos con júbilo. San Juan las trae, las apadrina y les da su nombre. El mismo santo, al venir con su puntualidad acostumbrada, ha traído en el morral excelentes brevas, y es tan fino y liberal, que dice que para el año que viene traerá lo mismo. El labrador azufra las villas, y después las aporca y arrodriga, dándoles unos bastoncitos para que se apoyen y estiren sus entumecidos brazos. Luego se ocupa en sembrar al aire libre zanahorias, perifollos, escarolas diversas, coles de Milán, rizadas, brécoles, malpicas, perejil y otras muchas clases que constituyen la jerarquía ensaladesca, y entre las cuales hay excelentes personas que nos acompañan a la mesa y se dejan comer. También atiende a una faena tan interesante como útil. Llama a las ovejas y les dice: «con el calor que se ha entrado, señoras, para nada necesitáis esos gabanes de invierno». ¡Es admirable el equipo de la muchedumbre pecuaria! Carnero hay que ostenta un carric con el cual se envanecerían muchos hombres: otros llevan luengo capote ruso de blanquísima y espesa lana. —«Venga todo eso, y al fresco, caballeritos, —añade el ganadero—, que vuestro próvido sastre os vestirá gratis el año que viene, mientras yo tengo que arreglarme con vuestra ropa de desecho». Suenan las tijeras y empieza la operación de descortar gabanes, paletós y bufandas. Hasta las ovejas más enseñoradas se quedan sin sus manteletas, y los corderillos pierden sus chaquetitas de astracán. En el corral aparece un día la gallina, muy satisfecha. Allá, como Dios le da a entender, con sus cacareos sonoros, le dice al amo que ya tiene veinte criados más que le sirvan. Y es buena casta de chicuelos; no será preciso ponerles ama de cría, que ya saben ellos buscarse la vida. Con el cuerpecillo cubierto de pelos y algo de cascarón adherido aún a semejante parte, corren alrededor de su madre, asombrados de todo, del cielo, de la luz, del aire, dándose el parabién por haber sabido escapar de aquel lóbrego huevo donde los tenían encerrados contra toda justicia y razón. Los patitos ven un charco, sienten bullir en su mente el genio de Colón, y ¡zas!… al agua. Cuando regresan, la gallina les echa una reprimenda por su osadía; pero son tan mal criados, que al poco rato vuelven a hacer lo mismo. Los pavos grandecitos se ponen las corbatas rojas y la monterilla, y se van al campo en manadas, sin juntarse con nadie más que con los de la familia, porque estos fatuos son muy linajudos, y andan a compás, gravemente, pronunciando palabrotas huecas y aun echando unos discursazos, como los de ciertos oradores, llenos de apóstrofes y epifonemas, pero sin pizca de sentido. Allá en el monte, entra las negras encinas y los tomillos, una escena lamentable ocurre. Millares de señoras enfurecidas zumban y pican, defendiendo el fruto de su maravillosa industria. Son las más diestras y más pulcras fabricantes de mermeladas, almíbares y caramelos que hay en la creación, y es por demás lastimoso que de la riquísima confitería con tanto afán y labor tan prolija formada en largos días venga a incautarse un zafio ganapán, que con sus manos lavadas (o sucias) se apropia el delicioso néctar. Y no trate de disculparse el desvergonzado gorrón diciendo que con la miel va a hacer medicinas y con la cera velas para los santos… «Aquí no se admiten subterfugios. Atrás, pillo, ladrón, descamisado, demagogo. Pero todo es inútil. Se lleva, se lleva nuestra cosecha, nuestro bienestar, nuestra riqueza. Pobres hermanas arruinadas ¿qué haremos para recobrar la perdida colmena?». Empezar otra. Más allá… Pero no; ya no se oye aquel persistente chasquido de hojas magulladas; ya no percibimos el rumor de los voraces dientes. ¡Silencio!… Industriales de la tierra, fabricantes, obreros, tejedores, artífices, todo el mundo de rodillas. El gusano de seda ha empezado su capullo. III C En la cocina omo los prados están tan apetitosos para los ganados, la carne de este mes es la mejor del año. La vaca y el carnero hacen honor a su alto renombre. Todavía hay fresa abundante, y las cerezas entran enredadas unas en otras, porque no les gusta ir solas; que bien se conoce su cortedad de genio en el vivo rubor que enciende sus mejillas. Las uvas y melones no vienen aún; pero Toledo nos manda sabrosos albaricoques. Los guisantes, los rabanitos y las alcachofas se presentan en la Plaza todos los días, acompañados de algún espárrago tardío, que pide mil perdones por no haber venido antes. Los pollos nuevos, que hasta ahora no servían más que para guisados, entran, y con mucha urbanidad nos piden que los asemos con setas. Galantemente recomiendan, previa presentación, a sus primos los patitos y a sus parientes las palomas silvestres. Un caballero, un prócer, un lord, aparece, sombrero en mano, suplicando que lo metan de una vez en la cazuela, sin olvidarse de advertir que aquélla ha de ser grande. Es talludo y obeso; viste impermeable blanco, y su rosada piel indica que tenemos en casa a un caballero inglés. Es el señor de Salmón. ¡Adelante! Tras él aparecen pidiendo fuego y aceite y aromáticas especias, los primeros lenguados, y traen afectuosos recaditos de las ostras, que no pueden venir mientras los meses carezcan de r; y también asoman algunos rodaballos y menudos pajeles. ¿Quién más llega? La señora anguila que viene en embajada de parte del agua dulce… ¡Adelante! IV P En la Religión or más prisa que se da el pobrecito no puede llegar hasta el día 13. Viene jadeante, fatigado, los desnudos pies llenos de sangre por los picotazos de las zarzas. En el camino ha estado predicando a las aves y a los peces, y por eso no ha podido venir más pronto. Además, trae gran pesadumbre sobre sus manos, que sustentan un libro, y sobre el libro un divino niño, que es el Redentor del mundo. Trae también una vara de azucenas. Su humilde hábito franciscano está lleno de remiendos, señal inequívoca de pobreza. Es su semblante juvenil, pálido, ardoroso, calenturiento, porque la devoción le inflama, y sublime, místico amor le espiritualiza. Tiénele preocupado y melancólico el sin número de matrimonios que le piden y que no puede dar, así como el mal éxito de los que concedió generosamente el año pasado. Prepárase a recibir cantidad mediana de solicitudes pidiendo novios y no pocas demandas de buenas novias. ¡Ay!, él es tan bueno que está dispuesto a darlas, y las daría si las hubiera. ¡Salve, santo de la juventud, de la inocencia, de los tiernos amores, de las esperanzas risueñas! ¡Salve, adorno preciosísimo de los cielos celestiales, joven sublime, gran soldado de Cristo, apóstol de la humanidad, amor del pobre, huésped cariñoso de las moradas modestas! ¡Salve, encarnación de la fe sencilla, de las creencias puras a que debieron paz y consuelo las edades todas! Al poner tu descalzo pie en el rústico altar del pobre, parece que las lóbregas estancias se llenan de celeste luz. Rosadas nubes te circundan, y de tus azucenas se desprenden finísimos aromas que embelesan el alma, dándole a conocer el puro ambiente que en la mansión de los justos se respira. Recibe las piadosas ofrendas del pobre, acepta el fulgor de esas luces de aceite, que palidecen entre los torrentes de claridad divina que traes contigo, y presta oídos a los ruegos, a las recomendaciones y solicitudes hechas con limpio corazón. En algunos pueblos son tan impíos, tan ingratos los labradores (esto lo he visto) que cuando San Antonio no accede al suministro de novios le vuelven de espaldas, en el altar, poniéndole con la cara hacia la pared, y sé que una doncella desesperada le metió en el pozo atándole una cuerda al cuello; pero estas excepciones irreverentes y sacrílegas no merman en general la devoción y popularidad del santo paduano, ideal figura del catolicismo, y uno de los seres más perfectos y menos imitados, mientras anduvo en carne mortal por la tierra. Tras él viene otro no menos grande. Se ha detenido administrando el primer sacramento; pero ya está ahí: sólo que no gusta de entrar hasta el día 24, y ni un solo año ha faltado a la costumbre. Recíbele, como a San Antonio, la hueste frescachona de albahacas, unas plantas humildes, olorosas, con olor de huerto más que de jardín, y muy frescas y diminutas. Las hay como avellanas, en tiestecillos del tamaño de almendras. Acompáñanle ciertos heraldos que se llaman las rosquillas de la tía Javiera, y a su paso, el suelo está empedrado de buñuelos. Blanquecinas hojas del árbol del Paraíso embalsaman la atmósfera en torno suyo. Todas las flores de la estación salen a relucir sus lindas personas en graciosos grupos que se llaman ramos. Matas diversas adornan las casas, y los altares parece que reverdecen y se cubren de vegetación. En las calles, en los campos, en el cerro, en la cabaña, en el monte, no se encuentra un medio bastante expresivo para declarar la alegría que inunda el mundo, y en vez de poner flores, encienden hogueras. Rosas y llamas saludan al enviado de Dios. Inefable contento llena los pueblos, lo que no es extraño, porque todo el mundo se llama Juan. La madrugada del 24 es la más poética de las 365 que hay en el año. No amanece, no, como en los demás días. Hay playas donde aparecen fantásticas ciudades. El sol no se presenta sobre el horizonte con la circunspección que parece inherente a sujeto de tanto peso y calidad, no. Su Majestad entra bailando, haciendo graciosas cabriolas y volteretas cual si hubiera perdido el juicio o empinado el codo. En las puertas de todas las casas, pucheros, palanganas, barreños llenos de agua reflejan las locuras del Rey de los astros, y los dibujos que la juguetona luz hace en el líquido espejo son representaciones más o menos claras del destino individual. El rocío de esta madrugada tiene una misión tan singular como interesante: sirve para conservar la belleza, y hasta las feas se lavan en él, seguras e hermosear durante el año. Una clara de huevo puesta en vaso de agua la noche anterior toma las más extrañas formas, y es jeroglífico cuyos signos hablan, cuyas figuras emblemáticas anuncian las contingencias de la vida. Si la caprichosa albúmina fabrica un ataúd, la muerte está cerca. El santo ha perdido mucho tiempo la noche anterior recorriendo a la calladita las casas para dejar juguetes en los zapatos de los chicos; después ha puesto ramos en las ventanas de las mozas; y como éstas son tantas y no es prudente desenojar a ninguna de ellas, el primo de Jesús llega un poco tarde a la iglesia. Verdad es que tenemos misa mayor, la cual no exige extraordinario madrugar. ¡Qué solemnidad, qué alegría, qué exaltado entusiasmo respira la iglesia! El sermón versa sobre la infancia de Jesús, asunto que no puede ser más bonito; y oyendo las palabras del cura, parece que es el santo quien habla, porque alza el dedo y su boca entreabierta expresa muy al vivo la emisión de la palabra. Como el año ha sido bueno, la procesión no deja nada que desear en punto a brincos, cohetes, vivas, cantares, piporrazos, aleluyas, flores, ramos, tortas, plegarias. Por la tarde, algunas cabezas dan en el suelo o se estrellan contra la esquina. Es el alcohol que sube al púlpito. De noche, sobre el negro cielo, surgen las más hermosas especies de una flora rutilante, tallos de fuego que se elevan rápidamente, y allá arriba echan de improviso cantidad de flores, de luz, que duran un momento y se deshojan cayendo en chispas: son los cohetes. Flores gigantescas dan vueltas, como las imágenes luminosas del sueño calenturiento; y torres fabricadas con arena de estrellas destácanse imponentes, hasta que un soplo las destruye, cual si fueran ilusiones, y todo queda más obscuro que antes. Una ráfaga luminosa flota en el negro espacio, última chispa de la pólvora moribunda, que sonríe al expirar. Es una cinta que pasa veloz, el gallardete de la cruz del santo. San Juan se marcha. Los días pasan alegremente, y el 29 aparecen dos grandes llaves, una mano que las empuña, tras de la mano un brazo, después una hermosa cabeza calva, un cuerpo robusto, un hombre con humilde saya y los pies desnudos. Es el Príncipe de los Apóstoles, el primero de todos los santos, el Pescador, Pedro, la piedra, el cimiento, la cabeza de la Iglesia. Mucho hay que decir de él, muchísimo: pero el mismo santo nos lo estorba, porque frunce el ceño, adelanta un paso, empuña la llave, da vuelta… ¡charrás!, y nos cierra este capítulo. V L Suspenso. Suspenso. Suspenso. Suspenso os campos se llenan de amapolas, el aire de mariposas, de flores el jardín y la Universidad de calabazas. Muchos rapaces, sin embargo, se inflan al recibir la nota de sobresaliente, señal de que han salido del aula hechos unos pozos de ciencia, y así se lo creen los papás. La estación da bachilleres en artes con más abundancia que trigo, y es un contento ver tanto sabio como sale a las anchas esferas del mundo. Por todas partes, matemáticos jugando al trompo, químicos que saltan en la comba, y filósofos que cabalgan en un palo. Los abogadillos en ciernes inundan los pueblos, y al verles, los autos agitan alegres sus macilentas hojas. Los mediquillos de veintiún años salen a tomar el pulso a la vida, con gran regocijo de la muerte. ¡Oh!, mes prolífico entre todos los meses, mes de los frutos, de las flores, de las colmenas, de los mosquitos, de los exámenes; principal delegado del Criador, porque todo lo crías, hasta los licenciados, falange infinita de donde sale el bullidor enjambre de los políticos, semillero de pretendientes, de empleados, cesantes y agitadores. VI P En la Historia ero también nos trajiste cosecha de grandes hombres. El día 3 nos diste al marqués de la Concordia (1743); el 5 al economista Adam Smith (1723); el 6 creaste al gran Corneille, príncipe de los trágicos franceses (1606) y bautizaste a Velázquez, rey de nuestros pintores (1599); el día 8 no te pareció bien dar uno solo, y nos echaste dos: el ingeniero inglés Stephenson (1781) y el orador español Olózaga (1805). El 10 vinieron un marino francés, Duguay-Trouin (1673) y el predicador Flechier (1632). El 11, entre la opulencia de la primavera andaluza, llena de luz, flores, aires tibios, arroyos murmuradores y poesía, Córdoba sonrió, y le diste a Góngora (1561). El 12 aumentaste con Arjona (1771) el número de los poetas menores. El 13 concediste a Young, melancólico cantor de las Noches (1773). Pero estos dones te parecían mezquinos, y el 15 dijiste con orgullo: «allá va eso», y nació en Holanda Rembrant (1606). Para que los españoles no nos enojáramos, nos regalaste el 17 a Espoz y Mina (1781). Los ingleses, que no querían ser menos, recibieron el 18 a Castelreagh (1769). Pero tú querías halagar a Francia en aquella semana, y en un solo día, el 19, le diste a su primer prosista, Pascal (1623), y a Lamennais (1782); y el 20 a Leconte (1812), y el 21 a Royer Collard (1763), y el 22 a Delille (1758). ¡Ay! Comprendiste que a Alemania no le habías dado nada, y el mismo día 22 la obsequiaste con Guillermo Humboldt (1767), Mehul (1763) y Malborough (1650) fueron regalitos del día 24; Carlos XII (1682) del 27. Reservabas, sin embargo, tus mejores dones para los últimos días, y el 28 dijiste a la humanidad: «Ahí tienes a Rousseau» (1712). En un solo día, el 29, ¡fecundidad asombrosa!, hiciste tres obras maestras, que, se llamaron: Rubens (1577), Leopardi (1798), y Bastiat (1801). El mundo insaciable pedía más, y el 30 le otorgaste un Emperador, Pedro el Grande (1672), y un artista, Horacio Vernet (1789). Problema: dada la fecundidad para producir grandes hombres, ¡oh junio!, si hubieras tenido 31 días ¿a quién nos hubieras dado en el último? Ese hombre que no ha nacido, ¿quién es?, o mejor, ¿quién sería? *** Pero también has matado gente. El 1.º te llevaste a Berthier; el 2 a D. Álvaro de Luna; el 4 a Laura, la novia de Petrarca; el 5 a Egmont y Horn, el 8 a Jorge Sand; el 10 a Camöens; el 11 a Bacon; el 12 a Xavier de Maistre, el 14 a Kleber; el 17 a D. Fermín Caballero; el 21 a Moratín; el 24 a Zumalacárregui; el 25 a monseñor D'Affre; el 26 a Pizarro; el 27 al Marqués del Duero, y el 28 Guillén de Castro. Has segado, hermanito, has segado bastante. Esto prueba que tienes días tristes. Muchos cayeron en ellos. En cuanto a mí, deseo que me dejes para tu 31. Trompiquillos (Fantasía de otoño). (1884). Continúa la temática del tiempo y sus simbolismos en el próximo texto, «Tropiquillos», aparecido como «Fantasía de otoño» en «La Prensa» de Buenos Aires en 1884 y reeditado con el nuevo título en el volumen citado de 1890. Engañado por la sugerencia de los dos sustantivos del título primitivo, el lector se dispone a conocer la aventura fantasiosa de un Zacarías Tropiquillos que regresa a su tierra en la estación otoñal para morir como mueren las hojas en aquélla. El hecho de que el asunto esté narrado en primera persona le avisa de la sobrevivencia del hablador protagonista que dedica los tres primeros capitulillos del relato a describir con atractiva minuciosidad el desolador panorama que encuentra: los campos abandonados, la casa derruida, la decrepitud y la muerte como única expectativa. Dará el lector un suspiro de alivio cuando, llegando al capítulo tercero del relato, la suerte de Zacarías empiece a cambiar de manera lógica y realista, capítulo a capítulo, merced a un tonelero simpático, vividor optimista, y su grata familia Al llegar al último capítulo, lejos ha quedado ya la soledad, la miseria, el pesimismo y la enfermedad. La fantasía a que aludió el autor en el primer título —piensa el lector— sólo fue un modo de denominar a la ficción ingeniosa, porque nada de fantasioso tiene la actual situación de Tropiquillos y su devenir. Sin embargo, sólo a tres párrafos del cierre del relato (final del capítulo VII) cae en la cuenta de que el personaje narrador había logrado engañarlo: todo era un sueño provocado por el vino tomado en demasía; y releyendo el texto descubre cuántos recursos técnicos prestó el sabio compositor al tal Zacarías para seducirlo con su relato tan eficazmente. Y aún se pregunta cuándo empezó verdaderamente el sueño (¿antes del principio del relato?) y quién es el tal Zacarías Tropiquillos. Y también qué significa todo ello. ¿Es un texto lineal, de mera evasión, con el atractivo de la sorpresa final? Entonces, ¿por qué lo publicó Galdós en las páginas de «La Prensa» entre «cartas» dedicadas en su mayoría a mostrar sus preocupaciones e intereses de hombre de su tiempo? Claro que cuando lo publicó allí se disculpó ante los lectores del diario (ejercicio de captatio) por echar «una cana al aire» dejándose llevar más del vicio que del deber; «mas no quiere decir esto decir que las presentes líneas carezcan en absoluto de oportunidad ni de actualidad», leemos también allí. Creemos que «la cana al aire» consistió en aprovechar la oportunidad de envolver en literatura la preocupación personal ante una etapa social decadente y sin planes realistas para salir de ella. El lector aún embrujado por el asunto de Tropiquillos se pregunta qué pasó con él cuando el criado le dio el café que iba a quitarle la borrachera. Y no acaba de entender cómo pudo recordar tan congruentemente una historia ensoñada entre vapores etílicos. Acabará concluyendo que Theros tiene mucha más «trastienda» de la que en principio creyó: un texto abierto a distintas interpretaciones que precisa lecturas reflexivas. Esta edición de «Tropiquillos» reproduce el texto publicado en Madrid por la imprenta de La Guirnalda y Episodios Nacionales, en 1890, y comparte volumen con La sombra, «Tropiquillos» y «Celín». Con el título de «El verano (Theros)». Como «Fantasía de otoño» se había publicado en «La prensa» de Buenos Aires el 12 de diciembre de 1884. Posteriormente apareció en «El Imparcial», Madrid, el 18 de diciembre de 1893. I F inalizaba Octubre. Agobiado por la doble pesadumbre del dolor moral y de la cruel dolencia que me aquejaba, arrastréme lejos de la ciudad ardiente, buscando un lugar escondido donde arrojarme como ser inútil, indigno de la vida, para que nadie me interrumpiese en mi única ocupación posible, la cual era contemplar mi propia decadencia y verme resbalar lento, mas sin tregua ni esperanza, hacia la muerte. Los campos eran para mí más tristes que el cementerio. Habíanme dicho los médicos: «Te morirás cuando caigan las hojas» y yo las veía palidecer y temblar en las ramas cual contagiadas de mi fiebre y de mi temor. El sereno cielo irradiaba demasiada luz para mis ojos, y cuando, tras el ardor húmedo del día, venían de las montañas, embozados en sombras y con la espada desnuda, los traidores vientecillos septentrionales, yo me arrebozaba también en mi pobre capa, y escondía la cabeza para que no me tocasen y pasaran de largo. El campo de mis padres y la humilde casa en que nací eran lastimoso cuadro de abandono, soledad, ruinas. Hierbas vivaces y plantas silvestres erizadas de púas cubrían el suelo sin señal ni rastro alguno de la acción del arado. Las cepas sin cultivo, o habían muerto, o envejecidas y cancerosas echaban algún sarmiento miserable, que, para sostenerse, se agarraba a los cercanos espinos. Árboles que antes protegían el suelo con apacible sombra, a cuyo amparo se reunía la familia, habíanse quedado en los puros leños, y secos, desnudos, abrasados de calor o ateridos de frío según el tiempo, esperaban el hacha y la paz de la leñera como espera el cadáver la paz del hoyo. Algunos, conservando un resto de savia escrofulosa en sus venas enfermas, se adornaban irrisoriamente el tronco con pobres hojuelas, semejantes a condecoraciones puestas sobre el pecho del vanidoso amortajado. Las cercas de piedra no resistían ya ni el paso resbaladizo de los lagartos, y se caían, aplastando a veces a sus habitantes. Por todas partes, veíase el rastro baboso de los caracoles, plantas mordidas por los insectos, enormes cortinajes de tela de araña, y nubes de seres microscópicos, ávidos de poseer tanta desolación. II D ominaba estas tristes cosas el esqueleto de la casa derrumbada, hendida por el rayo como por un lanzazo, renegrida por el incendio, con el techo en los cimientos, los cimientos hechos lodo por la humedad, las paredes trocándose lentamente en polvo. Al ver tanta cosa muerta, me pregunté si no estaría yo también desbaratado y descompuesto como las ruinas de aquellos objetos queridos, hallándome en tal sitio al modo de espectro, que a visitar venía la escena de los días reales y de la existencia extinguida. Esta consideración evocó mil recuerdos; representóme el semblante de todos los de casa, mis juegos infantiles en aquel mismo sitio, luego mi temprana ausencia de la casa paterna para correr en busca de locas aventuras, enardecido por la fiebre del lucro. Vi mis primeros pasos en el lejano continente donde el sol irrita el cerebro y envenena la sangre, mis luchas gigantescas, mis caídas y mis victorias, mi sed insaciable de dinero; sentí renovada la quemadura interna de las pasiones que habían consumido mi salud; me vi persiguiendo la fortuna y atrapándola casi siempre; recordé la ceguera a que me llevó mi vanidad y el valor que di a mis fabulosas riquezas, allegadas en los bosques de pimienta y canela, o bien sacadas del mar y de los ríos, así como de las quijadas de los paquidermos muertos; extraídas también del zumo que adormece a los orientales y de la hierba verdinegra que aguza el ingenio de los ingleses. Después de verme enaltecido por el respeto y la envidia, amado por quien yo amaba, rico, poderoso, vime herido súbitamente por la desgracia. Mi decadencia brusca pasó ante mis ojos envuelta en humo de incendios, en olas de naufragios, en aliento de traidores, en miradas esquivas de mujer culpable, en alaridos de salvajes sediciosos, en estruendo de calderas de vapor que estallaban, en fragancia mortífera de flores tropicales, en atmósfera espesa de epidemias asiáticas, en horribles garabatos de escritura chinesca, en una confusión espantosa de injurias dichas en inglés, en portugués, en español, en tagalo, en cipayo, en japonés, por bocas blancas, negras, rojas, amarillas, cobrizas y bozales. Ya no quedaba en mí sino el dejo nauseabundo de una navegación lenta y triste en buque de vapor cuya hélice había golpeado mi cerebro sin cesar día tras día; sólo quedaban en mí la conciencia de mi ignominia y los dolores físicos precursores de un fin desgraciado. Enfermo, consumido, ya no era más que un pábilo sediento, a cuyo tizón negro se agarraba una llama vacilante, que se extinguiría al primer soplo de las auras de Otoño. Y me encontraba en lo que fue principio del camino de mi vida, en mi casa natal, montón de ruinas, habitadas sólo por el alma ideal de los recuerdos. Mis padres habían muerto; mis hermanos también; apenas quedaba memoria de aquella honrada familia. Todo era polvo esparcido, lo mismo que el de la casa. Y yo, que existía aún como una estela ya distante que a cada minuto se borra más, perecía también de tristeza y de tisis, las dos formas características del acabamiento humano. El polvo, los lagartos, las arañas, la humedad, las alimañas diminutas que alimentaban su vida de un día con los despojos de la vida grande, me cercaban aguardándome famélica. —Ya voy, ya voy… —exclamé apoyando mi cabeza en una piedra a punto que la interposición de un cuerpo opaco entre la luz y mis ojos, hízome conocer la presencia de un… ¿Era un hombre? III S í; no podía dudar que era un hombre lo que vi delante de mí, aunque su redondez ventruda tenía algo de la vanidad del tonel, lleno de licor generoso. Vi una pipa de fumar que aparecía entre enmarañada selva de bigotes amarillentos. Cuando se disipaban las espesas nubes de humo que de la tal pipa salían, presentábanseme dos carrillos redondos, teñidos de un rosicler que envidiaría cualquier doncella, los cuales colindaban con unos ojuelos movedizos y extraordinariamente vivaces, fijos en mí, y que me examinaban con presteza desde la cara a los pies, y desde el capisayo raído a las manos trémulas. La descubierta cabeza de mi observador era redonda, con pelo tieso y duro, ligeramente salpicado de canas. Llevaba esa magnífica toga pretexta del trabajo, a quien llamamos delantal, y por debajo de la curva que formaba éste sobre el vientre, salían dos patas poderosas, digno cimiento de tan admirable arquitectura, y más arriba, junto a los tirantes, dos brazos enfundados en mangas de camisa, los cuales se abrieron en cruz, acompañando con un gesto de asombro y cordialidad estas palabras: —No, no me engaño; es Tropiquillos… Tropiquillos, ¿no es verdad que eres tú?… sí, el hijo mayor del señor Lázaro Tropiquillos que pasó a mejor vida en esta misma casa la víspera del incendio y antevíspera de la inundación, o lo que es lo mismo, el día después de la batalla de Zarapicos, en que perecieron sus hijos y sus hermanos, Baltasar y Cosme Tropiquillos. Es pasmoso cómo la desgracia refresca memorias de la niñez, y cómo reconocemos, en horas de angustias, cosas y fisonomías que parecían borradas para siempre de nuestra mente. Aquél era el maestro Cubas, tonelero, amigo y protegido de mi padre en días mejores, hombre excelente, trabajador, cariñosísimo, a quien en el pueblo llamábamos mestre Cubas. —Yo soy el que usted supone —dije—, y usted es mestre Cubas a cuyo taller iba yo a jugar. ¿Viven Ramoncilla y Belisarión? ¡Oh, mestre Cubas, cuántos recuerdos vienen a mi memoria! ¡Todo perdido, todo en ruinas, todo acabado! Yo que parezco vivo no soy más que un cadáver que se mueve y habla todavía. —Todo sea por Dios —exclamó el bonachón mestre Cubas, que usaba esta frase como estribillo—. Yo creí que no quedaba ya ningún Tropiquillos. Cuando estaba ya para cerrar el ojo el señor Lázaro, me dijo: —Yo soy el último, querido Cubillas, porque mi hijo Zacarías debe de estar allá en lo hondo, con todo el mar por losa. —No —repliqué sintiendo que mis ojos se llenaban de lágrimas—, aquí está enfermo el que ha sido sano y robusto, miserable el que ha sido rico. Yo, que he mirado los colmillos del elefante como podrías tú mirar las piedras de la cerca, he venido a Europa de limosna. —Todo sea por Dios… ¡Cómo cambian las cosas! Pues yo que era pobre, soy rico. Lo debo a mi trabajo, a la ayuda de Dios y a tu padre que me protegió grandemente. ¿Ves eso? Señaló con su mano atlética las lomas cercanas, llenas de viñas, cuyos pámpanos, dorados ya, dejaban ver el fruto negro. «Pues todo eso es mío». —¿Ve usted eso? —le respondí con amargura señalando mi capisayo—, pues ni siquiera esto es mío. Me lo prestaron al desembarcar para que no me muriera de frío. Tengo el fuego del trópico en mis entrañas, el tifón en mi cerebro, y mi piel se hiela y se abrasa alternativamente en el temple benigno de la madre Europa… IV G — racias, mil gracias, un millón de gracias, mestre Cubas —dije aceptando los obsequios que en la mesa me hacía aquella honrada familia, pues el buen tonelero me obligó a aceptar en hospitalidad rumbosa. Me había dicho: —El hijo del señor Lázaro es mi hijo. Si el pródigo no pudo llegar a la casa del padre, llega a la del amigo, y es lo mismo. Yo te acojo, Tropiquillos, y haz cuenta que estás en tu casa. Mi alma se inundaba de una paz celestial, fruto de la gratitud, y no sabía cómo corresponder a tanta generosidad. No hallando mi emoción palabras a su gusto, no decía nada. Mestre Cubas era una hermosa campesina, alta de pechos y ademán brioso, como Dulcinea. Su esposo tenía cincuenta años, ella cuarenta, y conservaba su belleza y frescura. Eran de admirar sus blanquísimos dientes y su porte sereno que parecía el lecho nupcial de los buenos pensamientos casados con las buenas acciones. Su hijo Belisarión estudiaba para Cura. Sus dos hijas Ramona y Paulina eran dos señoritas de pueblo muy bien educadas, muy discretas, muy guapas. Estaban suscritas a un periódico de modas, leían también obras serias y se vestían al uso de capital de provincia, mas con sencillez tan encantadora y tan libres de afectación, que, en ellas, por primera vez quizás, perdonó la tiesura urbana al donaire campesino. Hablaban recatadamente y no sin agudeza: tenían su habitación sobre la huerta, llena de fragancias de frutas diversas, de flores y de placentero murmullo de pájaros, y se sentaban a coser en el balcón protegido del sol por ancha cortina. Desde abajo, mientras Cubas me enseñaba sus frutales, las sentía riendo benévolamente de mi extraña facha, y cuando miraba hacia ellas para pedirles cuentas de sus burlas, decíanme: —No, Tropiquillos; no es por usted… no es por usted. Mi corazón palpitaba de gozo ante las atenciones de aquella honrada familia. Yo sentía mi pobre ser caduco y enfermo resurgir y como desentumecerse por la acción de manos blandas y finas empapadas en bálsamo consolador. Mestre Cubas comía como un lobo y quería que yo lo imitase, cosa difícil, a pesar del renacimiento gradual de mi apetito. —Mira, Tropiquillos —me decía—, es preciso que te convenzas de que no debe uno morirse. En este mundo, hijo, hay que hacer lo siguiente: El pensamiento en Dios, la tajada en la boca, y tirar todo lo que se pueda. Dejémonos de tristezas y de aprensiones. Tan tísico están tú como ese moral que nos sombrea y nos abanica con sus ramas. En ocho días has cambiado de color, has echado carnes, se te ha quitado aquel mirar siniestro ¿no es verdad, muchachas? Todavía hemos de hacer de ti un guapo mozo, y hemos de verte arrastrando una barriga como esta mía… Come más de este sabroso carnero. ¿Quieres que te eche un latín? Yo también sé mis latines. Oye éste: Omnis saturatio bona; pecoris autem optima. ¿Qué te parece, amigo Tropiquillos? Echa un buen trago de este divino clarete, plantado, cogido, prensado, fermentado, envasado, clarificado y embotellado por mí, en este propio sitio, sí señor, en estas tierras de Miraculosis, que son lo mejorcito del mundo. Yo dije que en efecto me sentía con más bríos, como si entrara progresivamente sangre nueva en mis venas; pero que no por eso dudaba de la gravedad de mi mal, y que tenía por segura mi muerte al caer de las hojas. Lo que, oído por mestre Cubas, fue como si quitaran la espita a un tonel dejando escapar a borbotones el vino: del mismo modo salía del cuerpo su reír franco, primero en carcajada ruidosa, después mezclado con alegres palabras en apacible chorro que salpicaba un poco a los circunstantes. —¡El caer de las hojas!… ¡vaya una simpleza! Todo sea por Dios… Entramos ahora en la época mejor del año, en la más sana, en la más alegre, en la más útil, en la más santa. De mí sé decir que vivo aburridísimo en las otras tres estaciones. Poco que hacer, el taller casi parado… compostura, echar alguna duela, aflojar y apretar los aros… Pero se acerca el otoño, se ve que la cosecha es buena y… “Mestre Cubas, que me haga usted veinte pipas…” “y a mí doce”. “Mestre Cubas, que no me olvide. Pienso envasar ochocientas arrobas…”. Luego, no necesito desatender lo mío. Cien Cubas, doscientas, nada me basta, porque Octubre llueve vino… cada año más. Desde que empieza Setiembre, mi taller es la gloria, y el martillo, golpeando sobre las barrigas de roble, hace la música más alegre que se puede imaginar. Pam, pum, pim… dime tú si has oído jerigonza de violines y flautas que a esto se iguale… Pues yo te pregunto si conoces nada tan grato como estar en el taller dando zambombazos, deseando acabar para ir a ver las uvas, si cuajan bien, si pintan o no, si las ha engordado la lluvia, si las ha rechupado el sol, y atender al sarmiento que se cae por el suelo y al que está muy cargado de hoja… Y luego viene el gran día, el… el Corpus Christi del campo, la vendimia, Tropiquillos, que es la faena para la cual hizo Dios el mundo. Como la has de ver, nada más te digo. Para mí la vida toda está en esta deliciosa madurez del año, en esta tarde placentera que al darnos el fruto de los trabajos de la mañana nos anuncia una noche tranquila, límite de la vida mortal y principio de la eterna y gloriosa. V C on estas y otras pláticas amenizaba la comida, mostrando en todo su natural honrado y su amor al trabajo, a cuyas virtudes debía su bienestar y la paz de su casa. En las tibias y hermosas tardes, más cortas cada día, mientras el gran Cubas se afanaba en su taller, y la mestre dirigía con infatigable diligencia los preparativos de la próxima vendimia, las niñas y yo recorríamos toda la hacienda para coger la fruta madura. Era de ver cómo hacíamos pilas de melocotones, cómo hacinábamos peras y sandías, apartándolas y clasificándolas para entregarlas a los vendedores de la ciudad, después de guardar lo mejor para la casa. Aquellas niñas tan simpáticas que en la soledad y desamparo intelectual del campo habían sabido darse un barniz de cultura, aprendiendo lo más elemental de las letras sociales, sabían también cómo se aporcan las hortalizas, cómo se conservan las frutas para el invierno, cómo se benefician las esparragueras, en qué punto y sazón se deben regar los pimientos, cuáles uvas dan mejor mosto, qué viento es el más propio para que cuajen las almendras, qué orientación debe tener un nidal de gallinas, y cual es el modo clásico, magistral, infalible de disponer una echadura de aves. Yo las acompañaba, por aprender algo de la incomparable doctrina del campo, que excede en belleza y bondad a todas las demás sabidurías humanas. Ramoncita se esforzaba en darme lecciones, y cuando íbamos a echar de comer a las gallinas, me decía: —«Es preciso no darles poco ni demasiado; y en caso de no poder medir bien, atiéndase más a la sobriedad que al exceso. La sabiduría consiste en dar a la vida, ya sea moral, ya física, un poquitito menos de lo necesario». Esta rara sentencia me probaba lo que ya sabía yo, y era que Ramoncita tenía un despejo sin igual, intuición de primer orden, perspicacia grandísima. De tales prendas resultaría, teniendo en cuenta las compensaciones de la Naturaleza, que no debía de ser bonita. Y sin embargo lo era. Ella y su hermana pedíanme que les contara mis aventuras. Yo hablaba, hablaba: referíales maravillas y sorpresas, describiendo países, pintando pueblos, ponderando riquezas que parecían fábulas; y después de tanto charlar, me recogía en mí mismo, creyendo no haber dicho nada. Un millón de palabras había salido de mi boca, y no obstante, mi corazón permanecía lleno y pletórico lo mismo que un tonel en cuya concavidad fermenta el mosto recién sacado de las uvas. VI L ¡a vendimia! Mestre Cubas se movía como un epiléptico y gritaba como un loco, mientras la señora daba pausadamente y sin atropellarse sus órdenes. Las cestas llenas de uvas no cabían en el patio del lagar. No lejos de allí, oíase un gargoteo hueco y profundo, cual enjuagadero de bocas de gigantes, que soltaban buches y revolvían entre el paladar y la lengua pequeñas olas. Era que estaban llenando las pipas. Por otro lado, Ramoncita y su hermana vigilaban la separación de las uvas, agrupándolas según su clase y su madurez, porque no se saca buen vino prensando a granel todo lo que se arranca de las parras. Pronto se vio que las prensas funcionaban, y un chorro obscuro, espumante, opaco recorría la canal para entrar en el estanquillo. Aquí, un hombre metido en mosto hasta las rodillas, lo sacaba en una gran cubeta, midiendo y contando a la vista del amo. Los mozos que hacían el trabajo de prensas, el medidor y los que transportaban el líquido a la bodega aparecían teñidos de un carmín virulento, como si sudaran pintura. Los chicos, soliviantados por febril alegría, cogían puñados de uvas ya estrujadas, y se frotaban la cara, y se pintaban rayas en ellas como los salvajes. Yo apuntaba las cántaras de mosto que entraban en la bodega, y sentía comunicarse a mi alma el gozo inquieto de mestre Cubas y la satisfacción prudente y circunspecta de su arrogante esposa. Las chicas, retirándose a la casa, cuidaban de que no faltase nada en la próxima comida que se había de dar a tanta gente. Y en tanto la bodega se llenaba. Las cubas decían con espumarajos de ira que ya no podían tragar más. Pero había toneles en abundancia, y además vasijas, tinajas, cántaros. Allí estaba recién nacido y ya bullicioso, turbulento, anunciando travesuras mil, el néctar de los dioses, el amigo de los reyes y de los pueblos, el gran demócrata, el gran nivelador, el que a un tiempo es retrógrado y revolucionario, sin dejar nunca de ser consecuente con sus altos principios salutíferos y embriagadores; el que no conoce la esquivez humana, porque le miran con ojos chispeantes el sano y el enfermo; el que preside los festines de la amistad y de la reconciliación, y disparando balas de corcho se presenta en los momentos del mayor regocijo, desbordándose en elocuencia, en cariño, en entusiasmo, en exaltada fe y esperanzas; el que en los altares es la sangre del cordero inmolado, y después de figurar junto al pan en la mesa divina, puede gloriarse de haber tenido por amigos a los más grandes hombres, Noe, Anacreonte, Horacio, Shakespeare y otros; el que ha sido adorado como Dios en Grecia, coronado de flores en Roma, cantado en Alemania, ensalzado por los bárbaros y llevado a las más remotas tierras por los conquistadores; el que se adapta con maravillosa flexibilidad al genio de cada país, siendo agrio y fino en Francia, dulce en Italia, grave en Hungría, seco y fogoso en España, delicado y pensativo en Alemania, popular en Inglaterra. Él ha encendido crueles guerras entre el Norte que lo desea y el Mediodía que lo produce; tiene parte en la melancolía del Oriente bíblico, en el estro armonioso de los helenos, en la ruda exaltación goda, en la valentía torca del Romancero, que viene a ser la épica contienda de dos razas que se disputan durante siglos unas cuantas llanadas de cepas. Tiene parte también en la donosa borrachera de la poesía del Rhin, y en las epopeyas colosales de los portugueses, buscadores de mundos, para acercar la copa divina a los labios amarillos del hijo de Confucio, y despertar de a su nirvana al bramín que tiene el mal gusto de emborracharse con agua y meditaciones. Suyo es el picor de las conversaciones francesas, impregnadas de travesuras; suya la fantasía de los artistas flamencos, el humorismo de Teniers, la gala de Rubens; suya es también esa seriedad cómica del inglés, esa fiebre de trabajo, esa excitabilidad discreta que a tantos y tan grandes éxitos conduce. En el Olimpo antiguo y el moderno, en la literatura y en la religión, en las costumbres y en las artes, en la vida toda, en fin, hallaréis la influencia poderosa de este inmenso colaborador del trabajo humano. VII V inieron días húmedos, y una lluvia fría y persistente azotaba los árboles, cuyas ramas se desnudaban a impulsos del viento. A pesar de esto, yo me sentía más fuerte, desaparecieron mis temores de una muerte próxima, y dejaba de inspirarme horror la estación otoñal. —Ya ves cómo no pasa nada —decíame en la mesa mi amigo, después de celebrar mi buen apetito con actos que al mismo tiempo daban testimonio del suyo—. Dos meses de campo y de tranquilidad laboriosa han disipado tus necias aprensiones, dándote salud, contento, esperanza… Todo sea por Dios. Y luego, tomando un tono más serio, no exento de cierta expresión contemplativa, añadió: —Estamos en la placentera tarde del año, ya cerca de ese crepúsculo a quien llamamos invierno. Querido Tropiquillos, celebremos el Otoño, que es la madurez de la vida y del año, la experiencia, el fruto, la cosecha cogida y apreciada, y no tomamos que esta noble estación nos anuncie el invierno, que es la decrepitud del año y de la vida. La idea de la muerte sólo causa tristeza a los tontos. Para mí, la muerte no es otra cosa que la siembra para las cosechas de tu inmortalidad. Después callamos todos. Yo observaba el rostro de Ramoncita, aún turbado del coloquio que poco antes habíamos tenido los dos al volver de la huerta. Cubas tomó de nuevo la palabra, y no ya con rostro grave, sino antes bien ligero y festivo, me dijo: —Casi todos los grandes hombres han nacido en otoño… ¡Ah!, ¿te ríes de mí? Soy hombre de medianas letras. Sí, ahí tienes esa pléyade augusta. Cervantes, Virgilio, Beethoven, Shakespeare nacieron en Otoño… Pues todos ellos fueron a morirse a la Primavera. Lee la estadística, querido Tropiquillos, y verás cómo nacemos en estos meses y nos morimos en los de Abril o Mayo… Ja, ja, ja… A los que me hablan mal de mi querido Otoño, les digo que es el papá del Invierno y el abuelo de esa fachendosa y presumida Primavera… Vamos a ver: A su vez, es el hijo del Verano, que al mismo tiempo viene a ser su biznieto… De modo que… Sin duda la cabeza hercúlea del buen tonelero se resentía del exceso de libaciones, motivado por su prurito de unir el ejemplo a la regla en aquel ardiente panegírico del Otoño. Aquella tarde la pasamos Ramona y yo entretenidos en dulces y honestas pláticas, ambos muy serios, muy proyectistas, muy atentos en mirar y remirar los horizontes del porvenir que empezaban a teñírsenos de rosa. Por la noche, pasada la hora de la cena, mestre Cuba, después de ahumarme con su pipa, me dijo: —Amado Tropiquillos, yo no me opongo; mestre Cubas no se opone tampoco; de modo que nadie, absolutamente nadie se opone. Y reposaba su carnosa mano en mi hombro, haciéndome inclinar bajo el peso de ella. —El hijo de mi amigo Lázaro —añadió—, debe ser mi hijo… A propósito, ahí están tus tierras que no son malas. Es preciso replantarlas. Las replantaremos. Dio varias vueltas como pipa que gira impulsada por las manos de los toneleros, y viniéndose otra vez a mí, y abrazándome con efusión sofocante, me dijo: —Reedificaremos la casa… Yo no tenía palabras; yo no decía nada, y me dejaba abrazar, sintiendo el contacto de la panza de mi generoso amigo y su rebote, semejantes uno y otro al de una gran pelota de goma. El tonelero llamó a su esposa, que vino prontamente, seria y afable. —Ramona, Ramona —gritó después mestre Cubas. Turbada, ruborosa, entró la doncella esquivando mis miradas. Sus bellos ojos mostraban singular empeño en examinar el suelo antes que mi rostro y el de sus bondadosos padres. ¿Cómo diré que todo quedó concertado aquella misma noche en palabras breves y expresivas? Mi felicidad era una nueva faz de mi salud recobrada. Ya era otro hombre, física y moralmente, y la vida me ofrecía encantos mil que jamás había conocido. ¡Sano, amado y amante, dueño otra vez del campo de mis padres y de la humilde casa en que nací, dueño también de un corazón puro y noble, de una mujer hechicera, discreta, buena, rica…! Tanta felicidad debía producir en mí uno de esos estallidos que nos trastornan para siempre. No sé bien cómo fue: no sé si fue en el momento de casarme o poco después, cuando sentí una sacudida en lo más profundo de mi ser… Yo tenía la mano de mi esposa entre las mías. ¿Tenía también su talle? No lo puedo decir. Sólo sé que todo cambió bruscamente ante mis ojos, que el mundo dio una rápida vuelta, que me encontré arrojado en el suelo debajo de una mesa, en un estado que sino era la misma estupidez se le parecía mucho. La efervescencia de mi pensamiento se iba apagando. Yo tocaba el suelo para cerciorarme de la realidad. Híceme cargo de tener delante una figura tosca que extendía hacia mí sus brazos, como queriendo alzarme del suelo… Creo que lo consiguió y que me puso sobre un sofá. Era mi criado que al verme entrar lentamente en posesión de mí mismo, trajo una taza humeante, y me dijo: «Eso va pasando. Se acabará de quitar con café muy fuerte». Celín (1887). Tras publicarse por vez primera en «La Correspondencia de Canarias» de Las Palmas, «Celín», el relato que sigue, compartió volumen con los relatos anteriores «Tropiquillos» y «Theros». Como en aquéllos, vuelve Galdós al motivo del sueño y el atractivo del vino para insuflar al texto no pocos caracteres maravillosos. Un narrador irónico y bastante irrespetuoso, (el lector galdosiano lo reconoce como familiar) interpreta con su voz la crónica de un tal Gaspar de Turris (nos dirá que no es muy de fiar y que gusta de beber en exceso) que refiere el asunto de la joven Diana de Pioz cuando, abrumada por la muerte de su prometido don Galaor, decide suicidarse. Total es el dominio de la fantasía desde que la joven, aprovechando el sueño de todos, escapa de su casa para buscar el río que rodea su ciudad de Turris para arrojarse en él. La empresa es complicada porque la urbe tiene la particularidad de mover sus calles (y su río) todas las noches. Intentando guiarse, pide ayuda a un pordioserillo llamado Celín que le sale al paso. Se hace de día en un descubrir sin tregua de espacios novedosos para Diana. En esa búsqueda y con el avanzar de la luz van transformándose Celín y la propia Diana: aquél acaba siendo un apolíneo joven y ella ve alterado su atuendo y desaparecidos sus pesares. Muy aligerada de ropa, retoza Diana en el campo mientras se alimenta de extraños manjares y hasta ocupa con Celín un nido en lo alto de un árbol oportuno. Cuando el clímax amoroso está a punto estallar, caen del árbol… y Diana despierta en su casa y en su cama (para el viaje ha necesitado el narrador cinco de los siete capítulos, cuidadosamente titulados, del relato). Ha vuelto a la realidad, al parecer. Sólo que un misterioso pichón que entra por su ventana se presenta como el Espíritu santo, patrón de su casa (en efecto, el narrador había hecho notar la representación de animalito simbólico en todos los elementos de la mansión, y a cuyo cuidado se había puesto la joven al creerlo inspirador de su sublime resolución de suicidio). Refiere el tal elemento simbólico que, encarnado en Celín, ha querido advertirle de la estupidez de un suicidio ante los placeres de la vida y mostrarle el camino del matrimonio para ser feliz en esta vida y en la otra. El lector hojea el texto. Se reencuentra con los modos librescos y clásicos tan del gusto del autor; con la abundante presencia de descripciones espaciales; con algunas incongruencias temporales y algunos anacronismos. Más allá de los aspectos formales, reflexiona ese lector sobre la significación del texto. No muy lejana —le parece— a la de la recién leída «Theros». Esta lectora ha de confesar ahora que le intrigó sobre manera este relato desde que supo que doña Emilia Pardo Bazán lo había definido ante don Benito como «cuento cursi con su Ateneo de San Luis Gonzaga y todo» en carta sin fecha, pero de febrero de 1889 con toda probabilidad. Difiere esta lectora de doña Emilia aunque entiende que no le haya gustado a la gran narradora de relatos breves y efectistas (excelentes, por otra parte) porque es muy distinto a los suyos y a los de la época. Sí que opina que es un cuento extraño y tal vez demasiado ambicioso y condensado. En él Galdós parece redactar un cuento maravilloso para enmascarar, resaltándolas mediante la ficción (la actitud profundamente irónica de siempre), constantes temáticas de siempre: a flor de página ahora (entre otras), la rebeldía necesaria ante las estrecheces sociales, la condena del espiritualismo exagerado y, por el contrario, la defensa de los placeres que la naturaleza y el arte ofrecen; y finalmente, la defensa del amor y la unión de los sexos frente a la soledad inútil del celibato. Esta edición de «Celín» reproduce el texto publicado en Madrid por la imprenta de La Guirnalda y Episodios Nacionales, en 1890, y comparte volumen con La sombra, «Tropiquillos» y «Theros». Se publicó por vez primera en «La Correspondencia de Canarias», Las Palmas de Gran Canaria, noviembre de 1887; luego en «Los meses», por Henrich y Cª editores, Barcelona, 1889. Capítulo I Que trata de las pomposas exequias del señorito Polvoranca en la movible ciudad de Turrisclass C uenta Gaspar Díez de Turris, cronista de las dos casas ilustres de Polvoranca y de Pioz, que el capitán D. Galaor, primogénito del marquesado de Polvoranca, murió de un tabardillo pintado el último día de Octubre, y le enterraron en una de las capillas de Santa María del Buen Fin el 1.º de Noviembre, día de Todos los Santos. El año de esta desgracia no consta en la Crónica, ni hay posibilidad de fijarlo, porque todo el documento es pura confusión en lo tocante a cronología, como si el autor hubiera querido hacer mangas y capirotes de la ley del tiempo. Tan pronto nos habla de cosas y persona que semejan de pasados siglos, como se nos descuelga con otras que al nuestro y a los días que vivimos pertenecen; por lo cual le entran a uno tentaciones de creer cierto run run que la tradición nos ha transmitido referente al tal Díez de Turris; y es que después de las comidas solía corregirse la flaqueza de estómago con un medicamento que no se compra en la botica, siendo tal su afición, que el codo lo tenía casi siempre en alto hasta la hora de la cena, y aun después de ésta, que era cuando escribía. Estaba, pues, el hombre tan inspirado, que hasta el manuscrito que a la vista tengo conserva todavía el olor. Pues, como decía, dieron tierra al capitán D. Galaor la víspera de los Difuntos, con tanta pompa y tan lucido acompañamiento de personas principales, que en Turris no se había visto nunca cosa semejante. Veinticinco años tenía el joven, gloria extinguida y esperanza marchita de sus papás. Había despuntado con igual precocidad en las armas y en las letras, y aunque no llegó a consumar ninguna sonante proeza con la espada ni con la pluma, sin duda estaba llamado a asombrar al mundo cuando la ocasión llegase. Su muerte fue muy sentida en todo el Reino, mayormente en aquella parte donde radican los estados de Polvoranca y de Pioz, casas un tiempo divididas por rencillas de caciquismo, después reconciliadas en bien de la República. Habitaban los dignos jefes de estas históricas familias en la opulenta ciudad de Turris, a quien baña el caudaloso Alcana, de variable curso, y fue prenda final de su concordia el concertado matrimonio de D. Galaor de Polvoranca con Diana de Pioz, hija única del marqués de Pioz, cuyos títulos, honores y preeminencias rebasaban el papel de la Crónica, si se pusiesen todos en ellas. La muerte, según dice Díez de Turris con patética elegancia, demolió en un día el sólido alcázar de estos planes. Ella y él habían nacido, como es uso decir, el uno para el otro. Era Dianita una chica (así lo reza el historiador) de prendas tan excelentes, que no se han inventado aún palabras con que deban ser encarecidas, pues si en hermosura daba quince y raya a todas las hembras del Reino, en discreción, saber y talento se las apostaba con los turriotas más ilustres, académicos, teólogos, oradores, publicistas calzados y pensadores descalzos que iban de tertulia al palacio de Pioz. El dolor de ésta sin par damisela, cuando le dieron la noticia del fallecimiento de su novio fue tan vivo, que no perdió el juicio por milagro de Dios. El marqués y su hija se abrazaron llorando, y las lágrimas de uno y otro se mezclaban, empapándoles la ropa. Al papá se le puso tan perdida la golilla que se la tuvo que quitar, y la falda de Diana se podía torcer. Entráronle a la niña convulsiones, y después una congoja tan fuerte, que pensaron se quedaba en ella. Gracias al pronto auxilio de los mejores médicos de Turris, que acudieron llamados por teléfono, y a los consuelos cristianos que echó por aquel pico de oro el capellán de la casa, filósofo de la Orden de Predicadores y hombre muy consolador, a la niña se le aplacaron los alborotados nervios. Metiéronla en el lecho sus doncellas, y en él siguió llorando, aunque resignada. Si las lágrimas fuesen perlas —dice muy serio Gaspar Díez—, conforme sienten y afirman los poetas, en aquel caso se habrían podido recoger entre las sábanas algunos celemines de ellas. Verificose el entierro con pompa nunca vista. Los periódicos de la mañana echaron en cuarta plana la papeleta con un rosario de títulos y honores, encerrados en negra orla. El carro fúnebre iba tirado por ocho caballos con negros caparazones bordados de oro. Los lacayos de la casa de Polvoranca, vestidos a la borgoñona, llevaban hachas, y los niños del Hospicio estrenaron las dalmáticas de luto que para tales casos les hizo por contrata la Diputación. Presidía el Capitán general, llevando a su derecha a dos señores senadores y a su izquierda a D. Beltrán de Pioz, que había sido virrey del Perú, al Inspector de la Santa Hermandad, y al licenciado Fray Martín de Celenque, subsecretario del Santo Oficio. Iban también todos los individuos de la Junta Directiva del Ateneo, presididos por el Prior de la Merced, la oficialidad del tercio de Sicilia, varios alcaldes de Corte, lo más granado de la Sociedad Protectora de los Peces, algunos consejeros de Indias y de órdenes, y toda la plana mayor del Consejo de Administración del Ferrocarril de Turris a Utopía. La venerada Archicofradía del A. B. C. iba completa, cubiertos los cofrades con ropa negra de penitente y capuchón colorado, y detrás seguían los masones, tan respetables con sus mandiles, que se confundían con los padres dominicos. Llevaban las cintas del féretro un teniente del tercio de Sicilia, a que pertenecía el finado, un caballero del hábito de Santiago el Verde, un socio del club de pescadores de Turris, un padre jesuita (por haber recibido el D. Galaor su educación primera en un falansterio de la Compañía), un jovencito de la Academia de Jurisprudencia, y otro de la Sociedad kantiana de San Luis Gonzaga, donde el malogrado Polvoranca había leído su memoria sobre la organización militar a la prusiana. Hubo gran funeral de cuerpo presente en Santa María, con mucha clerecía, canto llano y orquesta. Ofició el Obispo de la diócesis, que era también senador y del Consejo y Cámara de Castilla, y subió al púlpito el doctor Ramírez Cobos, lector en teología y presidente de la sección de Cánones del Ateneo, el cual pronunció la oración fúnebre. Los taquígrafos la tomaron puntualmente y salió en los periódicos de la noche. Después llevaron el cuerpo a la capilla del Espíritu Santo. La muerte había respetado las agraciadas facciones del joven, que más parecía dormido que difunto. Diósele sepultura junto a las tumbas de esclarecidos varones de las familias de Polvoranca y de Pioz, que en la tal capilla tienen desde tiempo inmemorial sus enterramientos. Allí está el Gran Maestro de Pioz, general de las galeras de S. M., terror del turco y del veneciano, y su estatua yacente, vestida con hábito de almirante, empuñando la estaca de mando, pone miedo a cuantos la contemplan; allí la ilustre doña Leonor de Polvoranca, casada en primeras nupcias con un hermano del palatino de Hungría y en segundos con D. Ataúlfo de Pioz, jefe superior de Administración y colector de espolios; allí el marmóreo busto del Adelantado de Hacienda, poeta excelso que compuso en octavas reales la epopeya de las Rentas, y recogió en su Flora selecta de rimas económicas toda la poesía del siglo de oro de nuestros financieros más inspirados; allí el gran D. Lope de Pioz, caballerizo mayor del Congreso y gentilhombre del Ayuntamiento constitucional de Turris; allí, en fin, empotrados en nichos murales o sepultados bajo losas con peregrinos epitafios, otros muchos varones y hembras tan insignes, que la Fama, cuando tiene que pregonarlos a todos, como dice galanamente el cronista, es queda, asmática para ocho días y con los labios hinchados de tanto soplar la trompa. En resolución, que somos polvo, aun siendo Polvoranca (ésta es también frase del escritor iluminado); y luego que pusieron sobre la removida tierra las coronas dedicadas al muerto por su familia y amigos, retiráronse estos afligidísimos a catar el espléndido lunch con que les obsequiaron el capellán y coadjutores de Santa María del Buen Fin. Y vino la noche sobre Turris, dejando caer antes un velo de neblina sutil, que mermaba y desleía el brillo de las luces de gas. Este vapor húmedo y fresco, condensándose en las aceras, las hacía resbaladizas, y los adoquines brillaban como si les hubieran dado una mano de negro jabón. Los caballos de los coches echaban por sus narizotas gruesos chorros de vapor luminoso: y todo se iba empañando, desvaneciendo; las líneas se alejaban, las formas se perdían. Poco después empezaron los chicos a vocear los periódicos de la noche con la llegada de los galeones de Indias. La gente acudía a los teatros a ver el D. Juan Tenorio, los cafés estaban llenos de parroquianos, y las tiendas de lujo apagaron el gas, porque los cristales de los escaparates estaban empañados y nada se podía ver de lo que dentro se exponía. Algunas rondas de penitentes circulaban por las principales calles, rezando en alta voz el Santo Rosario, y como era noche de Difuntos, había muchos puestos de castañas, y las campanas de todas las iglesias, así como las de las sociedades literarias y científicas, atronaban el aire con sus fúnebres lamentos. Capítulo II P La inconsolable rofundamente abatida, Diana de Pioz se resistía a tomar alimento y a pronunciar palabra. Su desconsolado papá, el egregio marqués, empleaba, para sacarla de aquella postración lúgubre, todos los recursos de su facundia parlamentaria. Era hombre que hablaba por siete, y en el Senado no había quien le echara el pie delante en ilustrar todas las cuestiones que iban saliendo. Su especialidad era la estadística, y con las resmas de números que llevaba en los bolsillos probaba todo cuanto quería. No había sesión en que no se le oyera un par de horas, siempre indignado, entreverando el largo discurso con repetidas tomas de rapé, y marcando las frases con la coleta de su peluca, que por detrás de la cabeza, extendíase a tan considerable distancia, que ningún senador podía sentarse a espaldas del marqués sin recibir algún zurriagazo. Cierro el paréntesis y sigo. Diana, fingiéndose más consolada para que su papá la dejara sola, dijo que quería dormir. Mandó retirar también a sus doncellas, y buen rato estuvo atenta al vocerío de las campanas, contando los segundos que mediaban entre son y son, y sintiendo como un goce terrible en el temblor que le producían las vibraciones del metal rasgando el aire. Prolongó una hora, dos horas aquella delectación de su mente extraviada, y cuando calculó quo todos los habitantes del palacio dormían, saltó resueltamente del lecho. Su irremediable pena le había sugerido la idea de quitarse la vida, idea muy bonita y muy espiritual, porque, hablando en plata, ¿qué iba sacando ella con sobrevivir a su prometido? ¡Ni cómo era posible tolerar aquel dolor inmenso que le atenazaba las entrañas! Nada, nada, matarse, saltar desde el borde obscuro de esta vida insufrible a otra en que todo debía de ser amor, luz y dicha. Ya vería el mundo quién era ella y qué geniecillo tenía para aguantar los bromazos de la miseria humana. Esta idea, mezcla extraña de dolor y orgullo, se completaba con la seguridad de que ella y su amado se juntarían en matrimonio eterno y eternamente joven y puro; ayuntamiento lleno de pureza y tan etéreo como las esferas rosadas y sin fin por donde entrambos volarían abrazados. Por su inexperiencia del mundo y por su educación puramente idealista, por la índole de sus gustos y aficiones artísticas y literarias, hasta la fecha aquella de su corta vida Diana consideraba la humana existencia en su parte más inmediatamente unida a la naturaleza visible, como una esclavitud cuyas cadenas son la grosería y la animalidad. Romper esta esclavitud es librarnos de la degradación y apartarnos de mil cosas poco gratas a todo ser de delicado temple. Abro otro paréntesis para decir que aquella gran casa de Pioz, de remotísima antigüedad, tenía por patrono al Espíritu Santo. La imagen de la paloma campeaba en el escudo de la familia y era emblema, amuleto y marca heráldica de todos los Pioces que habían existido en el mundo. La paloma resaltaba esculpida en las torres vetustas y en las puertas y ventanas del palacio, tallada en los muebles de nogal, bordada en las cortinas, grabada con cerco de piedras preciosas en la tabaquera del marqués, en los anillos de Diana, en todas sus joyas, y hasta estampada por el maestro de obra prima en las suelas de sus zapatos. Diana tenía costumbre de invocar a la tercera persona de la Trinidad en todos los actos de su vida, así comunes como extraordinarios, por lo cual en esta tremenda ocasión que acabo de mencionar, convirtió la niña su espíritu hacia la paloma tutelar de los ilustres Pioces, y después de una corta oración, se salió con esto: «Sí, pichón de mi casa, tú me has inspirado esta sublime idea, tuya es, y a ti me encomiendo para que me ayudes». En su desvarío cerebral, Diana, conservaba un tino perfecto para las ideas secundarias, y no se equivocó en ningún detalle del acto de vestirse: ni se puso las medias al revés, ni hizo nada que pudiera deslucir su gallarda persona, después de vestida. Veía con claridad todo lo concerniente al atavío de una dama que va a salir a la calle, atavío que el decoro y el buen gusto deben inspirar, aun cuando una vaya a matarse. El espejo la aduló, como siempre, y ambos estuvieron de consulta un ratito… Por supuesto, era una ridiculez salir de sombrero. Como el frío no apretaba mucho, púsose chaquetilla de terciopelo negro, muy elegante, falda de seda, sobre la cual brillaba la escarcela riquísima bordada de oro. En el pecho se prendió un alfiler con la imagen de su amado. Zapatos rojos (que eran la moda entonces) sobre medias negras concluían su persona por abajo, y por arriba el pelo recogido en la coronilla, con horquilla de oro y brillantes en la cima del moño. Envolvióse toda en manto negro, el manto clásico de las comedias, el cual la cubría de pies a cabeza, y ensayó al espejo el embozarse bien y taparse como una máscara, no dejando ver más que ojo y medio, y a veces un ojo sólo. ¡Qué bien estaba y qué gallardamente manejaba el tapujito! El misterioso rebozo marcaba en lo alto la cúspide puntiaguda del moño, y caía después, dibujando con severa línea el busto delicado, la oprimida cintura, las caderas, todo lo demás de la airosa lámina de la joven. En aquel tiempo se usaban muy exagerados esos aditamentos que llaman polisones, y el manto marcaba también, como es natural, el que Diana se puso, que no era de los más chicos, cayendo después hasta dos dedos del suelo, donde se entreparecían los pies menuditos y rojos de la enamorada y espiritual niña… Vamos: era la fantasma más mona que se podría imaginar. Cogió una llave que en su vargueño guardaba, y salió. Era la llave de la escalerilla de caracol que comunicaba la biblioteca y armería con el jardín. Tiqui, tiqui, se escurrió bonitamente Diana por un pasadizo, y luego atravesó dos o tres salas, a obscuras, palpando las paredes y los muebles, hasta que llegó a la biblioteca. Abrió, cuidando de no hacer ruido, la puerta de la escalera de caracol, y tiqui, tiqui, bajo los gastados escalones, hasta encontrarse en el jardín. Cómo pasó de éste al gran patio, y del patio a la calle burlando la vigilancia de la ronda nocturna del palacio, es cosa que no declara el cronista. Lo que sí expresa terminantemente es que en el tiempo que duró el largo tránsito por tenebrosas galerías, escaleras, terrazas, poternas y fosos hasta llegar a la calle, iba pensando la niña en la forma y manera de consumar la saludable liberación que proyectaba. Su mente descartó pronto algunos sistemas de morir muy usados entre los suicidas, pero que a ella no le hacían maldita gracia. Fácil le hubiera sido coger en la armería de su papá un mosquete o un revólver; pero ni sabía cargar estas armas, ni estaba segura de saber pegarse el tirito fatal. Puñal, daga o alfanje no le petaban, por aquello de que se puedo uno quedar medio vivo; y los venenos son repugnantes porque ponen el estómago perdido y quizás hay que vomitar… Nada, lo mejor y más práctico era tirarse al río. Cuestión de unos minutos de pataleo en el agua, y luego el no padecer y el despertar en la vida inmortal y luminosa. Capítulo III T Trátase de la ciudad movible y del río vagabundo omada la resolución de ahogarse, Diana pensó que debía ir antes a visitar el sepulcro de D. Galaor; pero al dar los primeros pasos en la calle se sobrecogió, pues la obscuridad de la noche y la extensión laberíntica de la gran ciudad de Turris, no le permitirían acaso encontrar la iglesia del Buen Fin sin que alguien la guiase. Miró a diestro y siniestro, pero como por todos lados viera techos negros, torres altísimas, almenados muros y pináculos góticos, la pobre niña no sabía a dónde volverse. La niebla no se había disipado, aunque era ya menos densa que al anochecer, y los edificios se dibujaban, entre la penumbra blanquecina, mayores de lo que realmente eran. La inconsolable discurrió que lo mejor era andar a la ventura, confiando en que su protector el Espíritu Santo la conduciría sin tropiezo al través de las dificultades permanentes y ocasionales de la topografía de la ciudad. Hay que hacer ahora una aclaración de carácter geográfico, que sorprenderá mucho al lector, y en la cual insiste mucho el cronista, asegurando en forma de juramento, que el día en que escribió esta parte de su relación no cometió exceso antes ni después de la cena. Pues ello es un fenómeno físico, peculiar de la ciudad de Turris, y que en ninguna otra parte del globo se ha manifestado nunca, como sienten Estrabón y dos graves autores más. La ciudad de Turris se mueve. No se trata de terremotos, no: es que la ciudad anda, por declinación misteriosa del suelo, y sus extensos barrios cambian de sitio sin que los edificios sientan la más ligera oscilación, ni puedan los turriotas apreciar el movimiento misterioso que de una parto a otra les lleva. Se parece, según feliz expresión del cronista, a un gran animal que hoy estira una calle y mañana enrosca un paseo. A veces la calle que anocheció curva, amanece recta, sin que se pueda fijar el momento del cambio. Los barrios del Norte se trasladan inopinadamente al Sur. Los turriotas, al levantarse todas las mañanas, tienen que enterarse de las variaciones topográficas ocurridas durante la noche, pues a lo mejor aparece el Tribunal de Cuentas al lado de la Plaza de toros, y el Congreso frente al Depósito de caballos padres. El centro de la ciudad se mueve poco y rara vez. Los radios son los que van de aquí para allí con movimiento tan inapreciable a los sentidos, directamente, cual la rotación cósmica del planeta. Las arterias radiales de la ciudad y sus extremidades son las que se revuelven, se cruzan y se enroscan como los rejos del pulpo. Lo más particular es que las líneas de tranvías sufren poco o nada, pues sus carriles se acomodan a la dirección del movimiento. El inaudito fenómeno se verifica casi siempre de noche. El Municipio tiene pregoneros que salen por las mañanas voceando la nueva topografía, y se ponen carteles diciendo, por ejemplo: «La cárcel se ha corrido al Oeste. Hay tendencias en el Sonado a derivar hacia los Pozos de nieve. La Bolsa firme (quiere decir que no se ha movido). El convento de Padres Capuchinos Agonizantes, unido a la Dirección de Infantería y al Hotel de Bagdad, marcha, costeando el barrio de los judíos, hacia la Fábrica del gas». Cierto que este fenómeno, único en el globo, tiene sus inconvenientes, porque no se sabe nunca, en tal ciudad, de quién es uno vecino y de quién no; pero hay que reconocer que no carece de ventajas, pues cuando un turriota sale, a altas horas de la noche, de una francachela, con la cabeza un poco mareada, no necesita fatigarse para ir a su casa, sino que se está quietecito, arrimado a un guardacantón, esperando a que pase la puerta de su vivienda para meterse en ella tan tranquilo. Es, pues, de saber que Diana tiró por la primera calle que a su vista se ofrecía. El lamentar de las campanas, en vez de intimidarla, le prestaba más ánimos, confirmando en lenguaje solemne sus propios pensamientos. Pasó por las calles céntricas y comerciales, bulliciosas de día, a tal hora casi desiertas. Ya había salido el público de los teatros, y en los cafés había bastante gente cenando o tomando chocolate. Los vendedores de periódicos voceaban perezosos, deseando vender los últimos ejemplares. Diana reparó en algunas mujeres con manto, que no parecían trigo limpio, y hombres que las seguían y alborotaban con ellas en animado grupo. Oyó ruido de espuelas, y vio caballos envueltos en capas negras o rojas, mostrando la espada a la manera de un rabo tieso que alzaba la tela. Paseando por barrios excéntricos, donde observó secreteos en las rejas, llegó a una calle donde había muchas tabernas y gente de malos modos y peores palabras que escandalizaba a ciencia y paciencia de los cuadrilleros de Orden público, los cuales, plantados en las esquinas, como estatuas, encajonada la cara en las golillas, tapándose la boca con el ferreruelo, más parecían durmientes que vigilantes. Atravesó después la niña un tenebroso parque, y hallose, por fin, en sitio solitario y abierto. Vio pasar una gran torre que iba de Norte a Sur, cual un fantasma, y como al mismo tiempo sonaban en ella las campanas, el eco de éstas se arrastraba por el aire a modo de cabellera. Fábricas monstruosas con altísimas chimeneas pasaron también como escuadrón que marcha al combate con los fusiles al hombro; después vio ante sí los resplandores de la Fábrica del gas. Pasaron algunos hombres encapuchados, que debían de ser la ronda del Santo Oficio. La inconsolable se ocultó en la sombra de una casa destechada. Pasaron, tras la ronda, penitentes que se daban de zurriagazos sin piedad; luego, empleados del resguardo que iban a relevarse en los puestos; en pos, un borracho que trazaba con inseguro paso rúbricas sin fin en el suelo húmedo. La joven, asustada de su soledad y sin esperanza de encontrar la iglesia del Buen Fin, no se atrevía a preguntar a nadie. Por último oyó una voz infantil que cantaba el himno da Riego, mejor dicho, lo silbaba con música semejante a la que aprenden los mirlos enjaulados a las puertas de las zapaterías. Aquella tierna voz le inspiró confianza. Un niño como de seis años avanzaba con marcial continente, marcando el paso doble y agitando un palito con la mano derecha, en perfecta imitación de los gestos de un tambor mayor al frente del regimiento. Discurrió la damisela que aquel gallardo rapaz podría darle informes mejor que cualquier gandul desvergonzado y… «¡Pst… chiquillo, ven acá!…». Parose en firme el muchacho al ver salir de la sombra la esbelta figura, y cuando reparó que era una dama, llevose la mano al andrajo que por gorra tenía. —Chiquillo —añadió ella— ¿quieres decirme si está por aquí Santa María del Buen Fin? Y si está lejos, ¿qué camino debo tomar? Te daré una buena propina si no me engañas. El muchacho se cuadró ante la señorita de Pioz, y con desenvuelta palabra y ademanes más desenvueltos todavía, le dijo: —¡El Buen Fin! Muy cerca está. ¿Ves aquella torre que acaba de parar?… Allí es. Yo te enseñaré el camino. —¡Ay!, hijo, ¡qué alegría me das!… Pero ponte la gorra que hace frío. Mira (sacando una moneda de su escarcela) ¿ves este ducadito de once reales? Pues es para ti si te portas bien. Los ojos del chico brillaron de tal modo al ver la moneda, que Diana creyó tener delante dos estrellas. Sin decir nada, el rapaz echó a andar, silbando otra vez su patriotera música, y marcando el paso vivo, con mucho meneo del brazo derecho, a estilo de cazadores. —Oye, niño —le dijo la inconsolable que no quería ser precedida por una banda militar—. Vale más que vayamos calladitos. No nos conviene llamar la atención… ¿Te parece? Callose el guía y dio dos o tres brincos u zapatetas con tanta ligereza, que la niña de Pioz no pudo menos de sonreír un poco. —Pobrecillo (poniéndole la mano en la cabeza), ¡y qué mal estás de ropa! Efectivamente, el chico llevaba unos gregüescos cortos, las piernas al aire, los pies descalzos. El cuerpo ostentaba un juboncillo con cuchilladas, mejor dicho, roturas por donde se le veían las carnes. Su gorra informe tenía por cintillo una cuerda de esparto, y otra prenda del mismo jaez le apretaba la cintura para que no se le cayesen los gregüescos. —¿No tienes frío? —le preguntó compadecida la señorita. —No tal —replicó el otro saltando un gran trecho; y se puso a dar vueltas de carnero tan repetidas y con tanta presteza, que mareaba verle. Tanta gracia y ligereza excitaron más la compasión de Diana, y siguiéndole por un callejón sombrío y tortuoso, le dijo: —Mayor recompensa de la que te ofrecí te daré, si te portas bien conmigo. ¿Cómo te llamas? —Celín, para servirte. —¿Tienes padre? —Sí; pero no está aquí. —¿Dónde? Celín, dando un gran brinco, señaló a una estrella. —¡Ah!, eres huérfano. ¿De qué vives? ¿Pides limosna? ¡Pobrecito! ¿Y quién te ampara? ¿Dónde vives? ¿Dónde duermes? Celín contestó dando brincos mayores, y Diana admiraba la extraordinaria agilidad del muchacho, que al levantar los pies del suelo, brincaba hasta alturas increíbles. —Chiquillo, pareces un pájaro… Cuéntame, ¿de qué vives tú? ¿Tienes hambre? Si pasáramos por una tienda te compraría pasteles… ¿Acaso vives tú, como otros niños vagabundos, de merodear en los mercados y de desbalijar a los caminantes? Eso es muy malo, Celín… Si yo no fuera adonde voy, te protegería… A propósito: después que me lleves al Buen Fin, me llevarás al río Alcana. ¿Sabes dónde está hoy? —El río estaba aquí esta tarde, pero se pasó ya a la otra banda. Le vi correr, levantándose las aguas para no tropezar en las piedras y echando espumas por el aire. Iba furioso, y de paso se tragó dos molinos y arrancó tres haciendas llevándoselas por delante con árboles y todo. —¡Huy, qué miedo! Iremos luego al río. Yo tengo confianza en ti, pues aunque me pareces alborotado, eres simpático y complaciente con las damas. Y aquí es preciso repetir la explicación que se dio referente a la ciudad. El río Alcana variaba de curso cuando le parecía. Unas veces corría por el Este, otras por el Oeste; mas la misteriosa ley determinante de su curso vagabundo le imponía la obligación de no inundar nunca la ciudad. Como depositaba en su cauce un sin número de arenas de oro, la variación era utilísima a los turriotas, y muchos se dedicaban a cosechar el valioso metal. Últimamente se formó una gran suciedad por acciones para la explotación de aquella riqueza. Los cambios de curso se anunciaban con hondos murmullos del agua, que parecían salmodia entonada por las invisibles ninfas del río, y desde que soltaba aquella música, los ribereños se preparaban, retirando sus ganados de las peligrosas orillas. En ocasiones, alejábase hasta una y dos leguas de la ciudad; otras se acercaba tanto, que lamía los muros de la Inquisición y de la Fábrica de tabacos, o se rascaba en los duros sillares del palacio de Pioz. Llevábase muy a menudo los corpulentos árboles que poblaban sus orillas, y se veían hermosas masas de verdura corriendo al través de los campos. Los chicos juguetones se montaban en las ramas nadantes y navegaban en ellas de una parte a otra. En cambio, las naves que surcaban el río, las potentes galeras de Indias, cargadas de plata, se quedaban en seco, con las hélices enterradas en fango, y era forzoso esperar a que el río volviera a pasar por allí. También solía acarrear el Alcana, de remotos confines, plantas rarísimas, desconocidas de los turriotas, y animales exóticos, y aun viviendas con hombres de razas muy diferentes de la nuestra en lengua, y color. Los peces le seguían siempre en sus caprichosas mudanzas, y desde que se percibían los primeros acentos de aquel canto de las ninfas acuáticas, se reunían en grandes caravanas con sus jefes a la cabeza, y tomaban el portante antes que mermase el caudal de aguas. Capítulo IV Y De la visita de Diana y Celín hicieron a la capilla del Espíritu Santo a llegaron la niña de Pioz y su guía a Nuestra Señora del Buen Fin. La puerta principal estaba cerrada. Las esculturas de ella dormían beatíficamente en sus nichos, la cabeza inclinada sobre el hombro. Por indicación del rapaz, dieron la vuelta, tropezando en el desigual piso, hasta acertar con una rinconada donde se veía claridad. Era el postigo de la sacristía. Celín delante, la señorita detrás, entraron, y el chicuelo guiaba mostrándose conocedor de los rincones del edificio. Como llegaran a un sitio obscuro, sacó Celín del seno su caja de cerillas y encendió una contra la pared, para alumbrar el tránsito. Cuando había que bajar dos o tres escalones, alargaba la mano con galantería para que la señorita se apoyase. Penetraron en una pieza abovedada y rectangular, mal alumbrada por un candilón cuya llama ahumaba la pared. Por un agujero del techo aparecían varias sogas, cuya punta tocaba al suelo. En éste había un ruedo y sobre él un hombre sentado a la turquesca, y entre sus piernas montones de castañas y dos botellas de aguardiente. Era el campanero, maese Kurda, y estaba profundamente dormido, la barba pegada al pecho, dando unos ronquidos que parecían truenos subterráneos. De rato en rato, sin salir de su sopor, conservando los ojos cerrados y la respiración de perfecto durmiente, estiraba el tal los brazos, y agarrando las cuerdas hacía un esfuerzo, cual si quisiera colgarse de ellas. Sonaban allá arriba las campanas con estruendo terrorífico y vibraba todo el edificio como si fuera de metal, mientras se desvanecían y alargaban en el aire las hondas del sonido. Luego, maese Kurda sepultaba nuevamente la barba en el pecho y seguía roncando, hasta transcurrir el tiempo exacto entre un doble y otro. Celín hizo provisión de castañas, metiéndose por las cuchilladas de su jubón todas las que cupieron, y enseguida indicó a la señorita la puerta que a la iglesia conducía. No tardaron en encontrarse en la nave principal, y respetuosamente pasaron a la capilla del Espíritu Santo. La primera impresión de Diana fue miedo de verse entre tantísimo sepulcro. Descollaba la estatua yacente del Gran Maestre de Pioz, terror de los turcos, y había más allá otra imagen marmórea, barbuda y en pie, mirando terroríficamente con sus ojos sin niñas a todo cristiano que osaba entrar allí. Los sepulcros de los Polvorancas tenían el emblema de la casa, que era un reloj de arena, y en las tumbas de los Pioces campeaba la paloma tutelar de la estirpe. Alumbraban la capilla los cirios encendidos junto a la sepultura de D. Galaor. Casi todos estaban ya en lo último del cabo, y sus pábilos negros se enroscaban como lenguas de la llama bostezante, mientras el lagrimeo de la cera derretida escurría por los blandones abajo, goteando sobre el suelo. Diana se sintió sobrecogida de respeto y religioso pavor. Sobre la tierra, aún no sentada, que cubría los restos de su novio, yacían las coronas que adornaron el féretro. Leyó las cintas con doradas letras que decían: «¡La oficialidad del tercio de Sicilia a su noble compañero…!. —Otra—: El Ateneo científico, literario y litúrgico, etc…». Las flores naturales dedicadas por ella se habían ajado ya, y las de trapo exhalaban ingrato aroma de tintes industriales. Sintió la joven, al arrodillarse, brusco impulso hacia la tierra, como si brazos invisibles desde ella la llamasen y atrajesen. Cayó, boquita abajo; besó el suelo, y aquí dice el ingenioso cronista que siendo la sepultura de secano, ella la hizo de regadío con el caudal fontanero de sus lágrimas. La idea de la muerte se afirmó entonces en su alma, a la manera de una voluptuosidad embriagadora. Ofrecióse a su espíritu la muerte, sucesivamente, en las dos formas eternas. Figurábase primero estar en esencia al lado de su amante, los brazos enlazados con los brazos, las caras juntitas. Pero no podía imaginar esta situación prescindiendo del bulto corpóreo. Sería su cuerpo todo lo sutil e impalpable que se quisiera; pero cuerpo tenía que ser, aunque con sólo medio adarme de materialidad, pues sin éste no podía verificarse el abrazo ni la sensación mutua y recíproca de estar juntos. La otra forma ideal de muerte consistía en suponerse toda huesos debajo de aquella tierra; el esqueleto de su amante desbaratado y confundido con el de ella, de modo que no se pudiese decir: «este huesito es mío y esto tuyo». Revueltas de este modo las piezas, se realizaba mejor el anhelo amoroso de ser los dos uno sólo. Los cráneos eran lo único que conservaba personalidad distinta, tocándose los frontales y la mandíbula inferior. Pero esta confusión de huesos no podía la joven concebirla sino admitiendo que los tales huesos debían de tener conciencia de sí mismos, que los cráneos se reconocían pensantes, y que todas las demás piezas óseas, bien barajadas, habían de experimentar la sensación del roce de unas con otras, pues si tal conciencia y sensación no existiesen, la común sepultura no tenía gracia. Estas ideas, sucediéndose con rapidez en su mente, le produjeron vértigo, el cual vino a parar en desesperación… ¡Qué no pudiera ella resucitar al que bajo aquella tierra estaba, darle vida con sus lágrimas y su aliento! Expresaba esta infantil desesperación hiriendo el suelo con las puntas de los pies (no se olvide que estaba boca abajo), y también clavó los dedos en la tierra blanda como queriendo revolverla. El cronista dice que consideraba a la tierra como a una rival y le arañaba el rostro. Mientras esto pasaba, no se oían en el triste panteón más rumores que el de los suspiros de Diana y el que producía Celín descascarando las castañas para comérselas. Estaba sentado en el escalón del altar, de espaldas a éste, mostrando soberana indiferencia hacia cuanto le rodeaba. La inconsolable se levantó decidida a abreviar el tiempo que la separaba de la muerte. —Chiquillo: ahora al río —dijo secándose el de sus lágrimas; y salieron por donde habían entrado, cruzando junto al dormido campanero, que tocó cuando pasaban. Al encontrarse en la calle, Diana dijo a su guía: —Celín, si te portas bien te daré más, mucho más de lo prometido. No has de decir a nadie que me has visto, ni que hemos ido al río, ni tienes que meterte en que yo haga esto o lo otro. Respondió el chico que el Alcana estaba un poquito lejos, y guió por torcida calle, en la cual había una imagen alumbrada por macilento farol. Pasaron por junto al cuartel de la Santa Hermandad, establecido en el desamortizado convento del Buen Fin. En la puerta estaba de centinela un cuadrillero con tricornio y capote. Dejaron atrás la Casa de locos y un barrio de gitanos. Costeando luego la inmensa mole de la Casa de los Jesuitas, rodeada de sombras, entraron en una plaza enorme con muchísimas horcas, de las cuales pendían los ajusticiados de aquel día. Eran salteadores de caminos, periodistas que habían hablado mal del Gobierno, un judaizante, un brujo y un cajero de fondos municipales, autor de varios chanchullos. Apretaron el paso, y al salir a un lugar más abierto, entre campo y ciudad, notó Diana que la obscuridad menguaba. —Pero qué, ¿ya viene el día? —dijo a su compañero—. Apresurémonos, hijo, que esto debe concluir antes que amanezca. Entonces se fijó en Celín, creyendo advertir que su simpático amigo era menos chico que cuando le tomó por guía. —O es que la claridad agranda los objetos, o tú, Celinillo, has crecido. Cuando te encontré, tu cabeza no me pasaba de la cintura, y ahora, ahora… Acércate. ¡Jesús, que cosa tan rara!… ¡Qué estirón has dado, hijo! Si casi casi me llegas al hombro. Celín se reía. Como aumentaba la claridad, Diana creyó observar en las pupilas de su guía algo penetrante y profundo que no es propio del mirar de los niños. Eran sus ojos negros y de expresión jovial; pero cuando se ponían serios, Diana no podía menos de humillar ante ellos su mirada. De repente, Celín se restregó sus heladas manos, y recurriendo a la gimnasia para entrar en calor, dio un sin fin de volteretas con agilidad pasmosa. A pesar del estado de su espíritu, la niña de Pioz se echó a reír. Celín se le puso delante, y con picaresco acento le dijo: —Sé volar. Para probarlo agitó los brazos y fue de una parte a otra con increíble presteza. Diana no podía apreciar la razón física de aquel fenómeno, y atónita contempló las rápidas curvas que Celín describía, ya rastreando el suelo, ya elevándose hasta mayor altura que las puertas de las casas; tan pronto se deslizaba por un petril ornado de macetas, como se dejaba caer de considerable altura, subiendo luego por un poste telegráfico y saltando desde la punta de él a un balcón próximo, para deslizarse hacia el suelo, rozando su cuerpo con un farol. —No te canses, hijo; ya veo que vuelas —gritó la señorita corriendo hacia él, porque con aquellos brincos fenomenales, Celín se había puesto a considerable distancia. Avanzaron más, y hallándose junto a unas tapias rojizas que eran las de los corrales de la Plaza de toros, Celín se paró y dijo: —¿Oyes, oyes? Es el río. —Pero qué, ¿viene hacia acá? —No; está aquí desde ayer. A la vuelta de esta tapia lo veremos. —Corramos —dijo la señorita impaciente—. Esto debe concluir pronto. Cuidado, hijo, como das cuenta a nadie de lo que me veas hacer. Capítulo V Refiérense las increíbles travesuras de Celín, y cómo fueron él y la inconsolableen seguimiento del río Alcana Y corrieron tanto, que Diana, fatigada, se detuvo junto a un grueso pilar de sillería. Hallábanse bajo el viaducto del ferrocarril, y pronto, a la luz del naciente día, vieron la fila de pilares y encima el inmenso tubo de hierro por donde el tren pasaba. Diana no podía respirar y tuvo que sentarse; Celín permaneció en pie. Oyóse un ruido lejano y sordo que crecía a cada instante. Era el tren que se aproximaba silbando, y embestía el viaducto como un toro. Oyeron sus pisadas y el rumor de su resuello. Cuando penetró en la inmensa viga metálica, parecía que el mundo se venía abajo. —Esto me da miedo, Celín —dijo la señorita apartándose sobresaltada—. ¡Si esto se cae y nos coge debajo…! Y luego que el tren pasó, hablaron un instante de cosas completamente extrañas al motivo de aquella insensata correría de la marquesita de Pioz. —Este es el tren de recreo —dijo Celín recostándose junto a ella—. Dentro de media hora viene otro, y después otro, y el correo y el expreso. Mucha gente, muchísima, con billete de ida y vuelta, para ver el auto de fe de mañana. —Sí, he oído que sólo de la parte de Utopía vendrán más de ocho mil personas; todo para ver un auto, y los Toros que habrá después. Por bonito que sea un auto, no comprendo que se agolpe tanta gente para presenciarlo. —En el de esta tarde achicharrarán sesenta, entre judíos, blasfemos, sargentos y falsificadores. Y como también hay toros y cucañas, música por las calles, discursos y carreras de tortugas, viene gente y más gente. —¡Qué tristeza me dan la animación y la alegría de Turris! La suerte mía es que no viviré esta tarde, y así me libro del suplicio de la felicidad ajena. Tú eres un niño y no comprendes esto; tú, inocente y travieso Celín, gozas viendo el tropel de la gente bulliciosa que se agolpa ante las hogueras, y quizá, quizá, lo digo sin ofenderte, vives de los descuidos de la multitud, aligerando bolsillos y distrayendo algún pañuelo o tal vez cosa de más peso. Por eso te gusta el gentío, y que los trenes de Utopía y Trebisonda arrojen a millares los forasteros sobre las calles de Turris… Pero estamos aquí descuidados como dos tontos. Vamos, vamos pronto al río, y cúmplase mi destino. Ya era día claro. Ligera niebla posaba sobre la tierra, y los términos lejanos no se distinguían bien. Corría un fresquecillo tenue, por lo que Diana, envolviéndose en su manto, avivó el paso. Celín había perdido toda idea de formalidad, y su ratonil inquietud aturdía a la señorita. Cuando pasaba un pájaro, saltaba tras él, y superando en rapidez al ave misma, la cogía, y mostrándola a la señorita la soltaba al instante. Lo mismo hacía con las mariposas y con insectos pequeñitos casi inaccesible a la mirada humana. Diana no había visto nunca cazar de aquella manera. Atravesaron un prado, en el cual se destacaban algunos olmos que aún no habían perdido la hoja, pero la tenían amarilla. A los reflejos del sol entre la neblina, parecían árboles vestidos de lengüetas de oro. De un brinco se subió Celín al tronco del mayor de ellos y trepó maravillosamente hasta la rama última. Diana le miraba asustada. —Te vas a matar. Cayó de golpe, y la señorita, creyendo que se había estrellado, lanzó un grito de terror. Celín se le plantó delante tan risueño como siempre, diciéndole: —Todavía sé caer de mucho más alto, pero de mucho más. Dianita le puso la mano sobre la cabeza, mirándole tan sorprendida como antes. —Celín, me parece que tú has crecido más. ¿Qué es esto? El muy pillo se reía, y con sus pies desnudos aplastaba las ramitas secas y los espinos, sin hacerse daño. —Pero qué, ¿tus pies son de bronce? ¿Cómo no te clavas esas tremendas púas…? Y otra cosa noto en ti. ¿Dónde pusiste la gorra? La has perdido, bribón. Di una cosa. ¿No tenías tú, cuando te encontré, unos gregüescos en mal uso? ¿Cómo es que tienes ahora ese corto faldellín blanco con franja de picos rojos, que te asemeja a las pinturas pompeyanas que hay en el vestíbulo de mi casa y a las figuras pintadas en los vasos del Museo? ¿No tenías tú un juboncete con más agujeros que puntadas? ¿Dónde está? Ahora te veo una tuniquilla flotante que apenas te tapa. ¡Qué brazos tienes tan fuertes!, ¡qué musculatura! Vas a ser un buen mozo. Por entre aquellos cendales veía la joven el bien contorneado pecho del adolescente, de color rosa tostado, signo de la más vigorosa salud. La cabeza de Celín era de una hermosura ideal: la tez morena, por la acción constante del sol; los ojos expresivos, grandes y luminosos; la boca siempre risueña; la dentadura blanca como la leche y fuerte como el hierro, pues Celín ponía entre ella un mediano palo, y lo partía como si fuera una pajita. No satisfizo el gracioso chico las dudas de la dama, y la guió por vereda guarnecida de matorrales, hasta que llegaron a divisar el Alcana. Abarcó ella de una ojeada toda la anchura del voluble río, de orilla a orilla, sereno y murmurante. Eran tan claras las aguas, que se veían perfectamente las piedras del fondo, pececillos de varios colores, cangrejos, algas y zoófitos. —¡Qué poco fondo tiene! —murmuró Diana, llegando hasta tocar con sus pies la corriente—. Aquí no podría ahogarme. Vamos Celín, pareces tonto. Llévame adonde el río sea muy profundo. ¿No sabes que quiero morir, que necesito matarme prontito, y que no es cosa de estar dando pataletas en el agua, y salvándose una cuando menos gana tiene de ello?… Celín guió hacia otra parte, tomando por entre breñas y ásperas rocas. El camino era penoso, y la inconsolable se fatigó sobremanera. —¿Tienes hambre? —le dijo Celín de pronto, deteniéndose. —Francamente, estoy desfallecida. Pero ¿qué importa?… ¡para lo que me queda de vivir! Adelante, hijo. —Es que yo no me he desayunado. —Pues estás fresco. No pretenderás que encontremos por aquí un restaurant. —Pero encontraremos moras de zarza. Sin decir más, trepó por una peña en la cual se enredaba zarza corpulentísima, y desde arriba empezó a dar gritos: —¡Hay michas y qué ricas! ¿Quieres? Pon el manto, para recoger lo que yo tire. La señorita no quiso hacerse de rogar, y conforme iban cayendo moras en el manto, se las iba comiendo, y en verdad que le sabían a gloria. Eran dulces como la miel. Celín bajó con tanta presteza como había subido, y conduciendo a su compañera por angosta encallada, le dijo: —¿Quieres probar ahora la fruta del árbol del café con leche? —Chiquillo, ¿qué disparates estás diciendo ahí? —¡Qué tonta!, ¡y no lo cree! Verás… Nosotros los pilletes, que vivimos como los pájaros, de lo que Dios nos da, tenemos en estos salvajes montes nuestras despensas. Aquí está el árbol del café con leche, que tú no conoces, ni los turriotas tampoco. Sí, para ellos estaba. Miralo allá. Lo trajo el Alcana de una tierra muy distante, y ahí lo dejó cuando se fue de aquí. Da unas bellotas ricas, pero muy ricas. Era un árbol bastante parecido al roble. Celín trepó a sus ramas, y pronto empezaron a caer bellotas sobre el manto de la marquesita de Pioz. ¡Vaya si eran buenas!, y su sabor lo mismito que el del café con leche. —¡Vamos, Celín, que eres tú de lo más célebre…! ¿Y este árbol no lo conoce nadie más que tú? ¡Ay!, si mi papá tuviera noticia de esta encina cafetera, ya habría armado un escándalo en el Senado para que el Gobierno ordenara la propagación de un vegetal tan útil. De veras que esta fruta es de lo más rico que se conoce. Baja, baja ya, y no eches más, que otros infelices habrá que lo aprovechen. Celín bajó, trayendo ración bastante para almorzar en toda regla. Díjole Dianita que abreviase la marcha, y siguieron ambos saltando por entre breñas y matorrales, él dándole la mano en los pasos difíciles, y ella recogiendo sus faldas en los sitios intrincados y espinosos. La confianza se iba estableciendo entre ambos, hasta el punto de que Celín, olvidando la humildad de su condición ante la ilustre descendiente de los Pioces, se permitía decirle: —Chica, pareces boba; a todo tienes miedo. Dame la mano y salta sin reparo. Pasó un aldeano conduciendo dos vacas, y dio con agrado los buenos días a los vagabundos sin sorprenderse de su extraña catadura. Una mujer que pasaba con un cántaro de agua les interpeló de este modo: —Eh, chicos, que os perdéis. Por ahí no hay salida. ¡Y cómo brinca la moza! Diana sentía simpatía misteriosa hacia su compañero. Oye, tontín: no me has dicho quiénes son tus padres. —Mis padres no están aquí —replicó él sin mirarla. —¿Pues dónde? —En ninguna parte del mundo. —¡Ah!, eres huérfano. No tienes a nadie. Ya me explico que estés tan mal de ropa. ¿Y hermanos no tienes tampoco? —Tampoco. Soy solo. —¡Solo! (la señorita sintió que su resolución la apretase tanto, pues de lo contrario recomendaría a Celín a su papá para que lo protegiese). Tú eres un salvaje, pero eres listo y… simpático. Si yo pudiera volverme atrás, te protegería; pero no puedo, no hay que hablar de eso… Paréceme que hemos llegado a un sitio muy a propósito. Subamos a esta peña que está sobre el río. ¡Virgen del Carmen, qué hondo es aquí, qué hondo! —Muy hondo, sí —afirmó el muchacho, inclinando el cuerpo sobre la corriente. —Bueno, pues queda elegido definitivamente este sitio —dijo la inconsolable quitándose el manto—. Celín, debo ser explícita contigo. Ha salido de mi casa con la inquebrantable resolución de matarme, porque he tenido un disgusto, pero un disgusto muy gordo. No vayas a creerte que es cualquier niñería. De modo que ahora, tú te pones allí, apartadito, y dices: «una, dos, tres», y al decir tres y dar la palmada, yo me tiro, y adiós miserable vida humana. Pero cuidado como te entra lástima de mí y te tiras detrás a sacarme… que tú eres muy pillo y te creo capaz de hacer cualquier tontería. Si lo haces, perderemos las amistades… ¡Ah!, te dejo mi escarcela con todo el dinero que traigo, para que te compres botas y te vistas como las personas decentes. Otra cosa tengo que encargarte, y es que no se te pase por la cabeza ir a Turris con el cuento de que me he tirado al agua. Tú te callas, y cuando salga mi cuerpo por ahí, lo sabrán. Conque ¿estamos? ¿Te has enterado bien? Ahora, asegúrame que es bastante hondo el río por esta parte; no vaya a resultar que hay poca agua, y todo se reduce una zambullida y a una mojadura que me constipará sin poderme ahogar. —Pues como hondura, no hay nada que pedir —declaró Celín dentándose tranquilamente—. Aquí había unas grandes canteras de donde se sacó mucho mármol, todo el mármol del coro de la catedral. Cuando viene el río y llena estas cámaras sin fin, los peces tienen ahí una condenada república, y no bajan de cien mil millones de docenas los que hay. Cuando una persona se echa a nadar aquí, o cuando algún pastor de cabras se cae, se lo meriendan los peces en un abrir y cerrar de ojos, y al minuto de caído no queda de él ni una hebra de carne, ni una migaja así de hueso, ni nada. —¡Ave María purísima, qué miedo! —exclamó la señorita llevándose las manos a la cabeza—. Francamente, yo quiero morir, puedes creérmelo; pero eso de que me coman los peces antes de ahogarme, no me hace maldita gracia. Afortunadamente habrá más abajo un lugar hondo donde una pueda acabar tranquilamente. Llévame, y te prohíbo que digas palabra alguna con el fin de quitarme esta idea de la cabeza. Tú eres un niño y no entiendes de esto. Feliz tú que no conoces la infinita tristeza de la viudez del alma. Capítulo VI C Prosiguen los retozos juvenilespor charcos, praderas y vericuetos uando se pusieron de nuevo en camino, Diana reparó que Celín tenía ligero bozo sobre el labio superior, vello finísimo que aumentaba la gracia y donosura de su rostro adolescente, tirando a varonil. Como observara al propio tiempo que la voz de su guía había mudado, la joven sintió cierto estupor. —Celín, tú has crecido. No me lo niegues —dijo con sobresalto—. ¿Qué virtud tienes en ti para crecer por horas? Muchas maravillas he visto, pero ninguna como ésta. No te achiques, no te achiques. Ya me das por encima del hombro… Si eres casi tan alto como yo… ¿Qué es esto? —Yo soy así —replicó Celín con gravedad humorística—. Crezco de día y menguo por la noche. Y también notó Diana que el mancebo había adquirido cierto aplomo en sus modales y andadura, aunque su agilidad y ligereza eran las mismas. Tomaron por una vereda, y entraron en terreno fangoso salpicado de piedras. La niña de Pioz saltaba de una en otra procurando evitar el mojarse los pies. Llegaron por fin a un charco, que comunicaba sus aguas con las del Alcana, y allí sí que no era posible pasar sin ponerse los zapatos perdidos. Celín no le dio tiempo a pensarlo, y sin decir nada intentó llevarla a cuestas. —Quita ahí —dijo ella—. ¿Cómo vas a poder conmigo? No seas bruto. Busquemos otro camino. Pero Celín no hizo caso, y quieras que no, la levantó en brazos como si fuera una pluma. —Vaya, hijo, que tienes una fuerza… No lo creí. Ni siquiera te fatigas. Cuidado que yo peso… —Te llevaría de esta manera hasta la noche, sin cansarme —afirmó él—. Pesas menos que una caña para mí. Diana se sentía en los brazos de su acompañante como en un aro de hierro. De este modo anduvo el muchacho con su preciosa carga una buena pieza, metiéndose en el agua hasta las rodillas; y Diana se veía acometida de fuertes ganas de reír cuando las desigualdades del suelo del arroyo obligaban a Celín a hundirse, elevando los brazos para que ni los pies ni el borde del manto de la señorita se mojaran. Al dejarla en tierra, no se conocía en la respiración del misterioso chico la más leve fatiga. —Vaya que eres fuerte —dijo ella dando un suspiro—. Si yo viviera, que no viviré, y te recomendara a mi papá, podrías ser nuestro palafrenero, y se te pondría una librea con la cual estarías muy majo. Celín, sin hacer caso de lo que la señorita decía, empezó a coger piedras y a tirarlas con presteza y empuje increíbles en dirección al río. Su brazo era como inflexible honda, y las piedras salían silbando, a manera de balas, perdiéndose de vista. —Pero ¿qué haces, chiquillo? ¿Apedreas el río? Mira que se enfadará. Oíase un lejano murmullo del agua, y en el mismo instante empezaron a caer gotas. —Llueve, Celín, ¿dónde nos metemos? —dijo la damita echándose el manto por la cabeza. Pero el otro, por toda respuesta, tornó a cogerla en brazos y entró con ella en una gruta. Desde allí vieron que el río se alborotaba, encrespando sus aguas. Celín volvió a tirar piedras, y lo que más pasmaba a Diana fue verle coger cantos enormes y dispararlos cual si fueran los tejuelos con que se juega a la rayuela. Cuando aquellos pedruscos caían en la undosa corriente, oíase un mugido profundo exhalado por las aguas, y además un rumor dulce y misterioso como sonido de arpas distantes. —¿Qué es esto, Celinito?… ¡Ah!, me parece que el río se va. Sí, las aguas merman, ¡pero cómo! El cauce se queda seco… Mira, mira… Las aguas corren hacia arriba y las olas se atropellan. Pero tú, ¿por qué tiras piedras? ¡Qué malo eres! Ya ves, lo has espantado, y ahora nos quedaremos sin río. Y emprenda usted ahora otra caminata para ir a buscarle. ¡Pero qué cosas tienes! ¿Crees que estoy yo para perder el tiempo de esta manera? El río se desecaba rápidamente, mejor dicho, se retiraba inquieto y murmurante a otras regiones. Al llegar a este punto, dice muy serio Gaspar Díez de Turris que aquel enojo de la señorita por la desaparición del Alcana era más bien estratagema de su amor propio que sentimiento sincero y veraz, y que para suponerlo así se apoya en documentos irrecusables encontrados en el archivo de la casa de Pioz. Después cuenta que como continuase lloviendo, el travieso Celín salió de la cueva y empezó a arrojar piedras contra el cielo. Era cosa de ver cómo los proyectiles herían las nubes, perdiéndose en ellas. —¡Oh!, chico, ¿también tiras al cielo? —le dijo Diana asustadísima—. Eso es pecado. Al cielo no, al cielo no. Y entonces se verificó el más grande prodigio de aquella prodigiosa jornada, a saber, que las nubes, heridas por las piedras, corrieron presurosas, y pronto se despejó el firmamento. Diana miraba las nubes empujándose unas a otras, como las reses de un rebaño a quienes el pánico hace correr a la desbandada. El sol inundó entonces con sus rayos picantes toda la comarca, y cielo y tierra sonrieron. La joven y Celín pudieron andar por lo que un rato antes era lecho del río, sorteando los charcos; que habían quedado aquí y allí. Como el sol picaba bastante, a Diana le daba calor el manto y se lo quitó, entregándolo a Celín para que se lo llevase. Y cuando se vio libre de aquel estorbo, sintió infantil deseo de saltar y agitarse. La risa le retozaba en los labios. Sus ideas habían variado, determinándose en ella algo que lo mismo podría ser consuelo que olvido. Lo pasado se alojaba, lo presente adquiría a sus ojos formas placenteras, y había perdido la noción del tiempo transcurrido y del momento u ocasión en que lo presente sucedía. Después de dar muchos brincos de peña en peña, apoyada en la firme mano de su guía, le entró a la niña un caprichoso anhelo de descalzarse para meter los pies en el agua. Ni ella misma podía decir en qué punto y hora lo hizo; pero ello es que zapatos y medias desaparecieron, y Dianita gozaba extraordinariamente agitando con su blanco y lindísimo pie el agitando con su blanco y lindísimo pie el agua de los charcos, en alguno de los cuales había pececillos de todos colores, abandonados por sus padres, crustáceos y caracoles monísimos. Las arenas de oro se mezclaban con el limo blando y verde, y en algunos sitios brillaban al sol como polvo luminoso. También vieron y admiraron ejemplares peregrinos de la flora acuática. Todo era motivo de algazara y risa para la saltona y vivaracha señorita de Pioz, que de cuando en cuando se acordaba de su propósito de matarse, como de un sueño, y su orgullo rezongaba entonces como una fiera que se ladea durmiendo, y decía: —Sí, me mataré. Quedamos en que me mataría, y no me vuelvo atrás. Pero hay tiempo para todo. Llegaron de esta manera a la otra orilla del vacío cauce, y para subir a la ribera, Celín se agarró a la rama de un sauce, y cogiendo a la señorita con un solo brazo, la suspendió en el aire y trepó con ella hasta ponerla sobre el verde ribazo. De allí pasaron a un campo hermosísimo, cubierto de menudo césped y salpicado de olorosas hierbas. Bandadas de mariposas volaban trazando graciosas curvas en el aire. Celín las cogía a puñados y las volvía a soltar soplando tras ellas para que volasen más aprisa. La agilidad del gallardo mancebo, la misma de antes, aunque su cuerpo era mucho mayor. Diana no cesaba de admirar la elegancia de sus movimientos varoniles y las airosas líneas de aquel cuerpo, en el cual la poca ropa, rayana en desnudez, no excluía la decencia. La marquesita había visto algo semejante en el Museo de Turris, y Celín le inspiraba la admiración pura y casta de las obras maestras del Arte. De repente ¡ay!, saltó una liebre, y más pronto que la vista brincó Celín tras ella, la agarró por una pata, y suspendiéndola en el aire para mostrarla a su amiga, le aplicó en el hocico ligera bofetada y la soltó. Diana palmoteaba viéndola correr precipitada y temerosa. No recordaba la joven haber respirado nunca un aire tan balsámico y puro, tan grato a los pulmones, tan estimulante de la vida y de la alegría y paz del espíritu. De repente notó increíble novedad en su atavío. Recordaba haberse quitado botas y medias; pero su chaquetilla de terciopelo con pieles, ¿cuándo se la había quitado?, ¿dónde estaba? —Celín, ¿qué has hecho de mi manto? La señorita se vio el cuerpo ceñido con jubón ligero, los brazos al aire, la garganta idem per idem. Lo más particular era que no sentía frío. Su falda se había acortado. —Mira, hijo, mira: estoy como las pastoras pintadas en los abanicos. ¡Es gracioso! ¿Y cómo me he puesto así? La verdad es que no comprendo cómo usa botas la gente ilustrada. ¡Qué tonta es la gente ilustrada, Celín! ¡Cuán agradable es posar el pie sobre la hierba fresca! Y allá, en Turris, usamos tanto faralá inútil, tanto trapo que sofoca, además de desfigurar el cuerpo. Avisa cuando veas una fuente para mirarme en ella. Quiero ver cómo estoy así, aunque desde luego se me figura que estaré bien, mejor que con las disparatadas invenciones de las modistas de Turris. Dicho esto, se lanzó en alegre carrerita tras de Celín, quien corría como el viento. ¡Qué le había de alcanzar! Pero él, cuando la veía fatigada, se dejaba coger, y enlazados de las manos proseguían su camino. Lo más particular era que Dianita sentía su corazón lleno de inocencia, y no le pasó por la cabeza que era inconveniente mostrar parte de su bella pierna a los ojos de su amigo. El recato se conservaba entero o inmaculado en medio de aquellos retozos inocentes, antes condenados por la civilización que por la Naturaleza. Celín arrancó de un matorral dos o tres cañitas, y poniéndoselas en la boca, empezó a tocar una música tan linda, pero tan linda y animada, que a Diana le entraron ganas de bailar, y antes de que las ganas se trocaran en vivo deseo, los pies bailaron solos. Y la danza aquella se compuso, según afirma el cronista, de los vaivenes más gallardos que podría idear la honestidad. Después del baile, dijo Celín: —Tengo hambre. ¿Y tú? —Yo, tal cual. Pero ¿dónde encontraremos aquí qué comer? Por aquí no hay nada. —¿Que no? Verás. Cerca de aquí debe estar el árbol de los pollos asados. Diana soltó una carcajada. —¿Te ríes? ¡Qué tonta! Es una planta parecida a la que da los melones. La trajo también el Alcana, y la dejó aquí. Yo sólo la he descubierto, y no lo digo a nadie, porque vendrían los hosteleros de Turris y se llevarían toda la fruta. Y metiéndose por entre el espeso ramaje, volvió al instante con uno al parecer melón. Partiolo sin trabajo. Dentro tenía una pulpa blanquecina, que Diana extrajo con los dedos para probarla. ¡Caso más raro! Era lo mismo que pechuga de pollo fiambre. ¡Qué cosa tan rica! Ambos comieron y se hartaron, bebiendo después agua cristalina en una fuente próxima. La señorita daba de beber a Celín en el hueco de su mano, como es uso y costumbre de los idilios inocentes. Capítulo VII A Donde se narra lo que verá el que leyere, y el que no, no travesaron una carretera muy bien cuidada por donde iba mucha gente en dirección a Turris: aldeanos con sus hatos a la espalda, gente acomodada, en carricoches o en borriquillos, mendigos de ambos sexos. Unos saludaban a la gentil pareja, otros no. Pero todos la miraban sin asombro, señal de que nada encontraban en ella digno de atención o comentario. Todo aquel gentío iba a gozar las fiestas de la ciudad, y pasaban también diligencias atestadas de viajeros alegres que cantaban y reían; el tren silbaba a lo lejos. En las primeras casas de una aldea próxima vieron enormes carteles fijados por las empresas de ferrocarriles. Celín y Diana se pararon a leerlos, ella apoyada en el hombro del mancebo, él marcando las letras con una ramita que en la mano llevaba. Decían así: «Espléndidos Autos de fe en Turris, los días 2 y 5 brumario. Sesenta víctimas a la parrilla. Toros el 3, de la ganadería de Polvoranca. Congreso de la Sociedad de la Continencia. Juegos Florales. Torneo. Velada con Manifiesto en el Ateneo. Regatas. Iluminación y Tinieblas. Gran Rosario de la Aurora, con antorchas, por las principales calles, etc., etc.». La lectura del cartel, despertando en la mente de la niña de Pioz algunas de las ideas dormidas, produjo en ella cierta perplejidad. Parecía que la realidad del pasado la reclamaba, disputando su alma a la sugestión de aquel anómalo estado presente. Pero esto no fue más que una vacilación momentánea, algo como un resplandor prontamente extinguido, o más bien como el sentimiento fugaz de una vida anterior que relampaguea en nosotros en ciertas ocasiones. El olvido recobró pronto su imperio de tal modo, que Diana no se acordaba de haber usado nunca zapatos. Dejando la carretera y la aldea, penetraron en un bosque, y por allí también encontraron aldeanas y pastores que les saludaban con esa cordialidad candorosa de la gente campesina. Las vacas mugían al verles pasar, alargando el hocico húmedo y mirándoles con familiar cariño. Las ovejas se enracimaban en torno a ellos no permitiéndoles andar, y los pajarillos se arremolinaban sobre sus cabezas girando y piando sin tregua. Pero lo que más saca de quicio al cronista, haciéndole prorrumpir en exclamaciones de admiración, fue que un cerdito chico de pelo blanco y rosada piel vino corriendo a ponérseles delante, en dos patas; hizo con el hocico y las patas delanteras unas monadas muy graciosas, y después marchó delante de ellos parándose a cada instante a repetir sus gracias. Diana sentía una alegría loca. A veces corría tras de Celín hasta fatigarse, a veces se sentaban ambos sobre la hierba junto a un arroyo, a ver correr el agua. Pasaba el tiempo. La tarde caía lentamente; por fin Diana se sintió fatigada, y los párpados se le cerraban con dulce sopor. Celín la cogió en brazos y subió con ella a un árbol. ¡Pero que árbol tan grande! Blandamente adormecida, Diana experimentó la sensación extraña de que los brazos de Celín eran como alas de suavísimas plumas. Sin duda su compañero tenía otros brazos para trepar por el árbol, pues si no, no podía explicarse aquel subir rápido y seguro. Respecto al tiempo, a Diana le parecía que la ascensión duraba horas, horas, horas… Sentía calor dulce y un bienestar inefable. Por fin parecía que llegaban a una rama que debía de estar a enorme distancia del suelo, a una altura cien veces mayor que las más elevadas torres. Con sus ojos entreabiertos y dormilones, pudo apreciar Diana que aquello era como un gran nido. Un hueco en el ramaje, el piso muy sólido, las paredes de apretado y tibio follaje. El cielo no se veía por ningún resquicio. Todo era hojas, hojas y un techo de pimpollos, apretados y olientes. Celín no la soltaba de sus brazos, alas o lo que fueran, y cuando los ojos de la inconsolable se cerraron, sus oídos conservaron por bastante tiempo un rumor de arrullo como el de las palomas. Durmióse profundamente y, cosa inaudita, el sueño le llevó a la olvidada realidad de la vida anterior. Díez de Turris dice que en este pasaje no responde de la seguridad de su cerebro para la ideación, ni que funcionaran regularmente los nervios que transmiten la idea a los aparatos destinados a expresarla; ¡tan extraño es lo que refiere! Soñó, pues, la dama que estaba con dos o tres amiguitas suyas en la tribuna del Senado, oyendo a su papá pronunciar un gran discurso en apoyo de la proposición para el encauzamiento y disciplina del río Alcana. El marqués pintaba con sentido acento los perjuicios que ocasionaba a la gran Turris el tener un río tan informal, y proponía que se le amarrase con gruesas cadenas o que se le aprisionase en un tubo de palastro. El sueño de Diana era de esos que por la intensidad de las impresiones y la viveza del colorido imitan la pura realidad. Veía perfectamente en los verdes escaños a los senadores amigos, los maceros, la mesa. Y el marqués de Pioz, obeso y apoplético, dando puñetazos en el pupitre, forzaba su persuasiva oratoria para convencer al Senado, y la enorme coleta de su peluca marcaba las inflexiones del discurso, la puntuación, y el subrayado y hasta las faltas de gramática con fidelidad maravillosa. El Presidente se había quedado dormido; algunos senadores de la clase episcopal habíanse entregado también al buen Morfeo, con la mitra calada hasta los ojos; y otros, que vestían armadura completa, hacían con el frecuente mover de los brazos impacientes un ruido de quincalla que distraía al orador. A ratos entraban los porteros y despabilaban todas las luces, que eran gruesos cirios colocados en blandones. La voz vibrante del marqués sonaba como envuelta en murmullo suave, algo como el rorró de una paloma; y en las breves pausas del orador, aquel rorró crecía de un modo terrorífico, y el Presidente, sin abrir los ojos, extendía con pereza su brazo hacia la campanilla como para decir: «orden». Diana experimentaba fastidio mortal, un fastidio al cual se asociaba la idea de que hacía tres años que su papá había empezado a hablar. Contó Diana los vasos de agua con azucarillos que trajo un paje, y eran quinientos veintiocho, cifra exacta. De repente el marqués pide que se le den tres semanas de descanso, y nadie contesta, y aparece en medio del salón el cerdito aquel que hacía piruetas, y todos los senadores, incluso los obispos, se sueltan a reír… Diana despertó riendo también. Hallose tendida en el hueco de espesa verdura. Celín dormía a su lado, enlazándola con sus brazos. Entonces reapareció súbitamente en el alma de Diana la conciencia de su ser permanente, y se sobrecogió de verse allí. La estatura de Celín superaba proporcionadamente a la de la joven. El mancebo abrió los ojos, que fulguraban como estrellas, y la contempló con cariñoso arrobamiento. Al verse de tal modo contemplada, sintió Diana que renacía en su espíritu, no el pudor natural, pues éste no lo había perdido, sino el social hijo de la educación y del superabundante uso de la ropa que la cultura impone. Al notarse descalza, sin más atavío que el rústico faldellín, desnudos hasta el hombro los torneados brazos, vergüenza indecible la sobrecogió, y se hizo un ovillo, intentando en vano encerrar dentro de tan poca tela su cuerpo todo. La hermosura y arrogancia de su compañero dejaron de ofrecerse a sus ojos revestidas de artística inocencia, y la cuasi desnudez de ambos le infundió pánico. La decencia, en lo que tiene de ley de civilización y de ley de naturaleza, alzose entre Celín y la señorita de Pioz, que aterrada de la fascinación que su amigo lo producía, no quería mirarle; mas la misma voluntad de no verle la impulsaba a fijar en él sus ojos, y el verle era espanto y recreo de su alma. En esto Celín la estrechó más, y ella, cerrando los ojos, se reconoció transfigurada. Nunca había sentido lo que entonces sintiera, y comprendió que era gran tontería dar por acabado el mundo, porque faltase de él D. Galaor de Polvoranca. Comprendió que la vida es grande, y admirose de ver los nuevos horizontes que se abrían a su ser. Celín dijo algo que ella no comprendió del todo. Eran palabras inspiradas en la eterna sabiduría, cláusulas cariñosas y profundas con ribetes de sentimiento bíblico. «Yo soy la vida, el amor honesto y fecundo, la fe y el deber…». Pero Diana estaba turbadísima, y con terror le contestó: —Déjame, Celín. Me has engañado. Tú eres un hombre. Y al decir esto, ambos vacilaron sobre las ramas y cayeron horadando el follaje verde. Los pájaros que en aquella espesura dormían huyeron espantados, y la abrazada pareja destrozaba, en su veloz caída, nidos de aves grandes y chicas. Las ramas débiles se tronchaban, doblándose otras sin hacerles daño y la masa de verdura se abría para darles paso, como tela inmensa rasgada por un cuchillo. La velocidad crecía, y no acababa de caer, porque la altura del árbol era mayor que la de las torres y faros; más, muchísimo más. La copa de aquél lindaba con las estrellas. Diana empezó a desvanecerse con la rapidez vertiginosa, y al caer a tierra… plaf, ambos cuerpos se estrellaron rebotando en cincuenta mil pedazos. Al llegar aquí, Gaspar Díez de Turris suelta la pluma y se sujeta la cabeza con ambas manos; su cráneo iba a estallar también. En una de las manotadas que el exaltado cronista diera poco antes, derribó al suelo con estrépito media docena de botellas vacías que en su revuelta mesa estaban. El chasquido del vidrio al saltar en pedazos le sugirió sin duda la idea de que los cuerpos de Celín y Diana habían rebotado en cascos menudos como los botijos que se caen de un balcón a la calle. Luego se serenó un poco el gran historiógrafo y pudo concebir lo que sigue: Diana despertó en su lecho y en su propia alcoba del palacio de Pioz, a punto que amanecía. Dio un grito, y se reconoció despierta y viva, reconociendo también con lentitud su estancia, y todos los objetos en ella contenidos. Parece que aquí debía terminar lo maravilloso que en esta Crónica tanto abunda; pero no es así, porque la señorita Diana se incorporó en el lecho, dudando si fue sueño y mentira el encuentro de Celín, el árbol y la caída, o lo eran aquel despertar, su alcoba y el palacio de Pioz. Por fin vino a entender que estaba en la realidad, aunque la desconcertó un poco el escuchar un rumorcillo semejante al arrullo de las palomas. Mira en torno, y ve un gran pichón que, levantando el vuelo, aletea contra el techo y las paredes. —Celín, Celín —grita la inconsolable obedeciendo a la inspiración antes que al conocimiento. Y el pichón se le posa en el hombro y le dice: —¿No me reconoces? Soy el Espíritu Santo, tutelar de tu casa, que me encarné en la forma del gracioso Celín, para enseñarte, con la parábola de Mis edades y con la con contemplación de la Naturaleza, a amar la vida y a desechar el espiritualismo insubstancial que te arrastraba al suicidio. He limpiado tu alma de pensamientos falsos, frívolamente lúgubres, como antojos de niña romántica que juega a los sepulcritos. Vive, ¡oh Diana!, y el amor honesto y fecundo te deparará la felicidad que aún no conoces. Estáis en el mundo los humanos para gozar con prudente medida de lo poquito bueno que hemos puesto en él, como proyección o sombra de nuestro Ser. Vive todo lo que puedas, cuida tu salud; cásate, que Yo te inspiraré la elección de un buen marido; ten muchos hijos; haz todo el bien que puedas, y tiempo tendrás de morirte en paz y entrar en Nuestro reino. Adiós, hija mía; tengo mucho que hacer. Sé buena y quiéreme siempre. Diole por fin dos tiernos picotazos en la mejilla, y salió como una bala, horadando la pared de la estancia en su rápido vuelo. ¿Dónde está mi cabeza? (1892). El narrador del primero de estos cuentos, «¿Dónde está mi cabeza?», relata, desolado, cómo al despertarse (luego, ¿dormía?: anotemos el dato) descubre que ha perdido su cabeza. ¿La ha perdido la noche anterior en el transcurso de los fuertes dolores que le supuso la redacción de una memoria aritmética-políticosocial para la Academia?; ¿o tal vez la dejó en casa de alguna dama poco conveniente para su equilibrio mental, como supone el más renombrado de los médicos galdosianos, Augusto Miquis? El caso es que no hay manera de encontrarla, y el descabezado ve hundirse sus expectaciones felices en el mundo de los sabios eruditos. Todo ha quedado en el aire, como la mano de la peluquera que se le acerca con un peine. ¿Un peine? En efecto, ha perdido la cabeza; aunque la física continúa en su lugar. Y en el momento de asombro y tensión que tal descubrimiento genera, se termina el cuento. ¿Se «curó» el narrador que ahora cuenta su propia historia como pasada? El breve texto, estructurado en seis unidades igualmente breves, responde a los caracteres más generales del género: carácter ficticio, intensidad de acción, concreción de elementos, rapidez de ejecución y final sorpresivo como una revelación; violenta en este caso, como lo fue el de algunos de los cuentos anteriores. Final abierto además. (¿Hasta «el número de Navidad del año que viene», como en guiño humorístico se lee tras la firma del autor?). Ningún elemento externo refiere en este cuento navideño a lo proverbial del género; tal vez sólo el contraste básico de una personalidad angustiada entre las gentes que transitan por la calle (¿es esto muy extraño en Navidad?). Esta personalidad que, además —lo comprobamos por el desenlace de «su caso»— no discierne entre la realidad y lo que imagina su mente (¿es esto muy extraño en las lecciones sociales que Galdós entrevera en sus textos; en muchos de los que aquí recogemos?). Claro que es un erudito agobiado, un filósofo, pariente tal vez de aquel que acabó en la jaula II del «Manicomio» de nuestro cuento séptimo; o tal vez uno de los amigos del marido («bibliófilo, anticuario y rebuscador de papeles viejos») de «La mujer del filósofo»: aquellos académicos que la aburrían tanto. (¿Será oportuno recordar que cuando el autor redacta este cuento la cabeza propia no debería estar muy serena intentando armonizar sus relaciones amorosas entre Concha Morell, Pardo Bazán y Lorenza Cobián —su hija María había nacido en 1891). Galdós sonríe y nos hace sonreír. Aceptamos la complicidad de su gesto. Esta edición de «¿Dónde está mi cabeza?», reproduce el texto publicado en «El Imparcial», de Madrid, en el número especial de Navidad de 30 de diciembre de 1892. I A ntes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento… Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno… la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí… metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo… recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza. II L argo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido. En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada… no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama… y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror. No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad. Pero no había más remedio: llamé… Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio. —Ya ves, Pepe —le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía—; ya lo ves, no tengo cabeza. El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación. Cuando se apartó de mí, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud: —Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada. A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía. III L a mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí. —¡Ah! —pensé— de fijo que mi cabeza está en mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso–memoria sobre la Aritmética filosófico–social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron sobremanera… Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado, y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello… me la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan fresco. IV E ste recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines…, pero la cabeza no la vi. Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada… ¡Tampoco allí! Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi Discurso–memoria sobre la Aritmética filosófico–social; ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representación literaria…! ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre. V L a desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren. La resolución de verle me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta. Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi… ¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en Museos anatómicos. Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí. Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle. —Ya ves, querido Augusto —le dije, dejándome caer en un sillón—, ya ves lo que me pasa… —Sí, sí —replicó frotándose las manos y mirándome atentamente—: ya veo, ya… No es cosa de cuidado. —¡Que no es cosa de cuidado! —Quiero decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este… —¡El viento frío es la causa de…! —¿Por qué no? —El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un procedimiento latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana. Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras. —No es tan grave el caso como parece —me dijo— y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el problema. Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó prohibiéndome en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética filosófico–social, y al fin, como quien no dice nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto reconocí la claridad de su talento. ¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era público y notorio que mis visitas a la Marquesa viuda de X… traspasaban, por su frecuencia y duración, los límites a que debe circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la próxima vuelta? Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no personarme en casa de la Marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar. VI L a esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no. Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi… Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña… era, en fin, mi cabeza, mi propia y auténtica cabeza… ¡Ah!, cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del conocimiento… Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca. Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame usted el favor de decirme si es esa mi cabeza». Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por último, comprar la cabeza a cualquier precio… Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré… Dado el primer paso, detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano, en la cual tenía un peine. El pórtico de la gloria (1896). La antesala placentera de la Gloria, los Campos Elíseos, es el espacio mítico de la próxima narración, como hace suponer su título. Por allí se pasean, gozando sin tregua ni fin de la calma, del silencio, de la armonía eterna, los elegidos (paganos y cristianos, en mezcla sin revoltura) en un capítulo I titulado «Sublime hastío», tan despacioso en la reiteración de sus descripciones como la eternidad «eterna» que representa. El más inquieto entre tanta paz parece ser el atractivo narrador omnisciente tan familiar para el lector galdosiano, que se permite en tres momentos del relato unos de sus tics preferidos: el «Bueno señor…» resignado. Mientras la consciencia humanizada asoma progresivamente, a las alturas del cierre del capítulo I ya el lector está sobre aviso: no sólo ha aparecido un rey «malcarado» con nombre propio (Criptoas) sino que cierra el capítulo con esta frase: «Marchemos, y yo el primero, por la senda humana». «¡Dios mío!, Fernando VII», exclamará entre sonrisas el lector. En efecto, el capítulo II ve comenzar una guerra celestial con todos los ardides y suspicacias de las terrenas, que se desarrolla en el III con la indispensable «Transacción» (es su título) y se resuelve en el IV: «… O pesadas, o no darlas», es su suspicaz título. El final no puede ser más frustrante: la disensión suprema entre las artes y los tiempos, igualmente sojuzgados por el poder… Criptoas, astuto, ignorante y prepotente aparece auxiliado (o legitimado) por la mirada vigilante de la reina Ops y la amenaza eterna del poder de los «angelotes semidivinos (…) en la disciplina, en el espionaje y en diversas artes militares y policíacas». Una vez más Galdós arroja un dardo de crítica social y política envuelto en la celeridad certera de un cuento rico, con enmarque irónico y salidas humorísticas que consiguen restar negritud al cuadro sin encubrir nada de su dureza. De especial dureza, diríamos, ya que los males que denuncia alcanzan no sólo a la política sino a la presión del poder sobre lo artístico, sobre lo literario; y además son eternos. El Galdós de los finales de los noventa, por propia experiencia, lo sabe muy bien. El pórtico de la Gloria, pues, es un nuevo y atractivo relato fantástico-maravilloso de Galdós que se localiza en la Gloria con pilares sólidos en la tierra. Esta edición de «El pórtico de la gloria», reproduce el texto publicado en «Apuntes», Madrid, I, el 22 de marzo de 1896. I E Sublime hastío s cosa averiguada que en aquella excelsa región que designaron los antiguos con el nombre de Campos Elíseos reinaba desde el origen de los tiempos un fastidio clásico, y que las almas de artistas inmortales confinadas en ella se aburrían de su vagar sin término por las soledades umbrosas, sin frío ni calor, espacios tan primorosamente tapizados de nubes, que nadie supo allí lo que son roces de vestiduras, ni ruidos de pasos, ni ecos de humanas o divinas voces. Allí, la media luz desvanecía las imágenes en opacas tintas; allí, la suprema calma fundía todos los rumores en una sordina uniforme, sin principio ni fin, semejante al monólogo de las abejas. Confundidos el aquí y el más allá, atenuadas las relaciones de cerca y lejos, la distancia era la tristeza vagamente expresada en la perspectiva. Todo estaba en sí mismo y alrededor de sí mismo. Era la claridad obscura, la sombra luminosa, silencioso el ruido, el movimiento inmóvil, y el tiempo… un presente secular. Bueno, señor… pues falta decir que allí moraban por designio de la divinidad que llamaron Zeus o Theos, no sólo los que en el mundo gentílico cultivaron las artes de la forma visible, sino los que hicieron lo propio en todo el tiempo que llevamos de ciclo cristiano. Al principio se estableció, con pudibundos temores, una separación decente entre las almas paganas y las cristianas (porque la humanidad vestida no se escandalizara de la desnuda); pero al fin los dioses, más tolerantes que nosotros, mandaron destruir los linderos entre una y otra casta de almas, y allá las tenéis juntas, no por eso menos aburridas. Los poetas y artistas de la palabra gozan de un cielo más divertido en otra parte de la inmensidad ultraterrestre. Bueno, señor… debe añadirse que aquellas señoras almas no se hallaban en estado o condición puramente espectral. Disfrutaban de una naturaleza pericorpórea o peri-materiosa, de tal suerte que su diafanidad y ligereza locomotriz no las privaba de una discreta vida sensoria, vagos deseos y remembranzas, vislumbres de pasiones. Procediendo en conocimiento de las cosas con la lentitud propia del medio en que residían, los inmortales tardaron un par de siglos en tener conciencia clara de su aburrimiento. Cinco o seis siglos emplearon luego en convencerse de que les agradaría volver a poner en ejercicio sus facultades creadoras y plasmantes. Hasta los diez siglos, largos de talle, no se determinó en ellos la nostalgia con caracteres de irresistible pena. Catorce siglos, transcurridos perezosamente, produjeron el anhelo de protesta, los propósitos de emancipación. Llegó un día, mejor será decir semana de siglos, en que la gloriosa muchedumbre no hacía más que maldecir su destierro; y por fin las almas se concordaron en una idea firme, en un propósito fuerte y voluntarioso: sublevarse. En los celestiales aposentos estalló toda la rebeldía compatible con la naturaleza de aquellas almas, de tan pobre corteza corporal vestidas. Dos siglos más de incubación revolucionaria, y un día (largo como rosario de años), estalló la formidable revolución, con susurro tumultuoso y aleteo de formas opalinas. «Rómpanse los velos de la eternidad —decían en aquella lengua que en lo humano no tiene expresión posible—, desgárrense los senos blandos de esta mansión vaporosa. Que nos traigan el fuego para restaurar con él en nuestras almas la vida de las pasiones; que nos traigan el barro para amasarnos de nuevo en la miseria humana. Queremos vivir, luchar; queremos goces y sufrimientos. Queremos perseguir la gloria en las ansias del trabajo, buscar la esperanza en el fondo mismo del desaliento. Abajo el descanso y esta inmortalidad insípida. Reclamamos el derecho a la existencia bruta. ¡Vivan los animales y mueran los dioses!». Dicen las historias que gobernaba aquellos ámbitos un divino varón, por no decir divinidad, esposo morganático de la diosa Ops, y que por tanto venía a ser el padrastro de los dioses. Y añaden que el tal, llamado Criptoas, por otros Rapsa, hijo y nieto de Titanes, persona corajuda y malcarada, temeroso de que su autoridad se menoscabara con una inconsiderada resistencia, pensó en componendas y transacciones. Poniendo en su rostro máscara benévola, trató de apaciguar a los amotinados, con estas razones: «Calma, caballeros. Marchemos, y yo el primero, por la senda humana». II P La guerra elísea oco menos de medio siglo transcurrió desde las primeras manifestaciones revolucionarias hasta que el descontento de las almas rebeldes se tradujo en hechos que pusieron en peligro real la dignidad del severo Criptoas. Arremetían las almas al dios y su corte con grave tumulto, como de airecillos que van y vienen jugueteando en corrientes opuestas. Vértigo de sombras corría de una parte a otra. El solio de la autoridad iba de aquí para allí dando vueltas, como vacío cucurucho de papel arrebatado del viento. Y así pasaron tiempos de tiempos. Claro, como allí no había días ni noches, ni ayer ni hoy, sino que todo era un hoy de padre y muy señor mío, un hoy continuo y sin demarcaciones, los sublevados tardaron un ratito, no menor que sesenta y tantos años, en darse cuenta de los formidables elementos de resistencia que Criptoas (por otro nombre Rapsa), juntó y organizó contra ellos. Eran los angelotes semidivinos, almas de artistas también, educados en la disciplina, en el espionaje y en diferentes artes militarescas y policíacas. Autores hay que señalan el origen de este batallón disciplinario en la raza de los Kristeriotas, del tiempo en que Saturno se desayunaba con sus hijos, de la cual raza se derivaron los zoozoilos. Sea de esto lo que quiera, en la guerra elísea el dios gobernante quiso enaltecer a sus defensores y robustecer en ellos el espíritu corporativo, para lo cual, lo primero que se le ocurrió, antes que uniformarlos y someterlos a ordenanzas, fue darles su propio nombre, y de aquí que les llamó Rapsitas. Los cuales defendían el principio de autoridad con fiereza no inferior a la de los rebeldes, y con extraordinaria rapidez de movimientos. Entre el ataque y la represión no transcurrían espacios de tiempo mayores de medio siglo, y entre golpe y golpe apenas mediaba la vista de tres o cuatro generaciones de las nuestras, las cuales, como sabemos, pasan y pasan tan fugaces, que los viejos nos decimos a cada instante: «nacimos ayer». Por último transcurrió un lapso de tiempo incalculable, durante el cual mil encuentros reñidísimos conmovieron toda la región. Mas no puede decirse que la lucha ensangrentaba el suelo, porque allí no había suelo propiamente, y lo que es sangre, tampoco existía en las venas de los inmortales. Cadáveres no resultaban tampoco, ni siquiera heridas o contusiones, y al vencido se le conocía por una vaga chafadura de las líneas peri-corpóreas o por ligeras atenuaciones de la luz que los envolvía. Para no cansar: los rebeldes fueron vencidos, y de sus alardes de emancipación no quedó más que una impotencia desesperada. La historia de esta guerra nos la ha transmitido Clío en dos docenas de palabras espaciadas por décadas. Entre letra y letra, bostezan los lustros. III Y Transacción añade la Musa que no teniéndolas todas consigo el bárbaro Criptoas, y deseando prevenirse contra nuevos desmanes, pensó muy cuerdamente que para el sostenimiento definitivo de la paz elísea, convenía transigir, en parte, con alguna de las ideas de la espiritualidad rebelde. Allá, como aquí, las revoluciones inspiradas en honrados móviles, acaban por imponer a la, tiranía parte de su el caso de ser ruidosamente vencidas. Un par de centurias estuvo el feo Criptoas con el dedo indice clavado en la sien, y de su meditación profunda salió una idea que no tardó en consultar con Ops, la cual en su vejez de eternidades empalmadas, vivía soñolienta debajo del trono, tumbada sobre pardas nubes, sin darse cuenta de lo que en aquellos reinos ocurría. Comunicáronse marido y mujer sus pensamientos, echándose el uno al otro monosílabos como truenos y miradas como relámpagos, y firme al cabo en su resolución el tirano, llamó a los principales de su guardia rapsita, y les ordenó que buscasen entre la muchedumbre vencida a los más señalados como instigadores de motín. Revolviendo por aquí y por allá, no tardaron los de la guardia en encontrar una docena de ellos, entre cuales escogieron dos, que habían sido, durante la pasada guerra, los más bravos y revoltosos, verdaderos caudillos o capitanes de la tumultuosa hueste. Cogidos y bien asegurados, fueron llevados a la fosca presencia del soberano. Era el uno un gallardo mocetón, que en su rostro, fachada y porte, revelaba la estirpe helénica, hermoso como Júpiter, sin más vestido que el estrictamente necesario para dejar a salvo el principio de decencia; arrogante en sus andares, atlético de formas, el mirar dulce, la palabra rítmica y grave como un verso de Homero. El otro, radicalmente distinto en lo visible y lo invisible, era un vejete díscolo y regañón, de ojos vivarachos, boca burlona, mal rapadas barbas y ademanes inquietos. Poco se veía de su cuerpo, siempre envuelto en una capa parda, que sabe Dios los siglos que tendría, y ni delante de los dioses se quitaba el sombrero peludo, encasquetado hasta el cogote. Diferentes como pueden serlo el cielo y la tierra, algo no obstante había de común entre los dos, y era un cierto aire de orgullo, más bien costumbre o resabio de sostener la propia independencia en, sobre y contra todas las cosas divinas y humanas. ¡Y qué cosa tan rara!, aunque ambos habían acaudillado formidables cuadrillas de almas en la pasada guerra, no se conocían. Al verse juntos y conducidos, que quieras que no, a la presencia del dios, se miraron, y recíprocamente se despreciaron… En las gradas del trono, ambos esperaron con olímpica dignidad la resolución de aquel bárbaro a quien las realidades del Gobierno habían enseñado a ser hábil político. Criptoas les agració con una sonrisa, queriendo ser paternal y tolerante. «Hijos míos —les dijo con toda la pausa que en los discursos de aquella gente se usaba, pues no sonaba un vocablo hasta que no se perdían en las soledades infinitas los ecos del anterior—, hijos míos… venís en representación de todas las almas que viven bajo mi amoroso gobierno, y lo que voy a deciros, lo transmiteréis a toda la falange que los siglos han traído a esta mansión gloriosa. Sabed que la reina Ops vuestra madre, y yo, Criptoas, hijo de Titanes, hemos pensado un poco en vuestro programa. Salvado el principio de autoridad, y restablecida la paz, no vacilamos en concederos algo de lo que nos pedíais. De los hombres hemos aprendido este sistema. Rechazamos lo que se nos pide tumultuariamente; aceptamos lo que por las vías de la razón se nos manifiesta… Bueno, señor; se acepta el principio de la limitación de vuestro aburrimiento. Ops y yo acordamos, después de maduro examen, abrir en las grandiosas eternidades de este recinto algunos paréntesis de vida temporal. ¿Veis aquel fondo obscuro de los Campos? Pues allí está el misterioso muro que nos separa de la humanidad a que pertenecisteis. En ese muro abriremos una puerta por la que podréis comunicaros con el llamado mundo de los rizos. Saldréis, cuando os llame fuera la inquietud; tornaréis, cuando de dentro os atraiga el descanso. Pero hemos de establecer premáticas que regulen así la entrada como la salida, para que esto no parezca taberna o casino, y conservemos todos la dignidad que nuestra condición seres inmortales nos impone». Calló el ladino Criptoas, y acariciándose las barbas cerdosas que desde su cara hasta más abajo de las rodillas le colgaban, observó en la cara de los dos inmortales el estupor que sus palabras producían. «Ante todo —les dijo después de una pausa, acerca de cuya duración no hay dato ninguno en nuestra ciencia cronológica—, quiero saber quién sois, cómo os llamasteis en el mundo, cuáles fueron y son vuestras aptitudes, pues en ellas he de fundar la idea que me propongo realizar. Si en la guerra trabajasteis ambos fieramente contra mí, en la paz habréis de trabajar por vosotros mismos y por vuestros hermanos bajo mis paternales auspicios». No se atrevían a desplegar sus labios los dos inmortales; pero instigados a romper el silencio por los rapsitas que los custodiaban, habló primero el que parecía helénico, diciendo con voz entera: «Señor, yo soy Fidias… Fidias, señor. ¡Por Júpiter! Creo que basta». Y el otro, poniendo en su cara toda la displicencia humana, y acompañando su palabra de un mohín impertinente, declaró en esta forma: «Yo soy Goya… Goya, señor… ¡Ajo! Me parece que dicho bastante». III F … O pesadas, o no darlas «¡idias, Goya…! —repetía el Dios peinándose la barba con los dedos—. Dos nombres que me suenan, sí, señor, me suenan… No extrañéis que no os distinga como sin duda merecéis. Entre tanta gente inmortal como aquí tenemos, entre tantísimo nombre, yo me confundo… Fidias, Goya… Sí, sí… ya voy recordando. La memoria flaquea en esas eternidades de olvido… Bien». Ops, asomó por debajo del trono, arrastrándose como un gato; se desperezó, abrió los ojos, y mirando a los inmortales enroscóse otra vez sobre sí misma, buscando en el sueño el descanso de aquel esfuerzo de observación. Fidias, Goya… Los rapsitas, que todo lo saben, ayudaron la memoria del Dios, refiriéndole casos y cosas referentes a los inmortales. «Ya sé, ya… —decía Criptoas—. Tú brillaste en aquella dichosa Atenas, y por tu arte de la escultura fuiste considerado como pariente de los dioses. Tú luciste en la región occidental un ratito después que tu compañero. Entre uno y otro apenas median algunos siglos. Tú, con pedazos de mármol, hiciste imágenes de dioses en figura humana; tú pintaste graciosas mujeres, bellezas picantes, pueblo maleante… Ya me acuerdo… ¡Goya, Fidias!, pueblo maleante…». «Ambos debierais ser inolvidables, y lo sois sin duda. Pues bien; atendedme ahora. Quedamos en que mando abrir la puerta que nos comunicará con la humanidad. Se compondrá de dos gruesos pilares unidos en lo alto por un frontón. Cada uno de vosotros me ha de hacer un pilar, poniendo en la obra todo su ingenio y maestría. Ni a ti, Fidias, te pido obra de escultura exclusivamente, ni a ti, Goya, te pido pintura. Fundidme las dos artes; arreglaos de modo que contorno y modelado, color y anatomía, aparezcan en perfecta síntesis. ¿Me entendéis? ¿Entendéis bien esto?». Los dos inmortales no dijeron nada. Parecían estatuas. «Y hay más —prosiguió Criptoas—. Es condición, sine qua non, que entre los dos pilares, después que hayáis expresado en ellos todo vuestro sentir, resulte una armonía perfecta cual si ambas obras fueran de una misma mano. Enseñaos el uno al otro, haced cambio feliz de vuestras aptitudes y conocimientos, casad y unificad vuestras almas de suerte que Fidias posea todo lo bueno de Goya, y Goya todo lo bueno de Fidias, y ponedme ahí la estética ideal y suprema…». Los dos inmortales continuaban perplejos mirando a lo infinito. Volvió a asomar por debajo del trono la cara de Ops, semejante a la de un gato paleontológico, y les miró con sus ojos de esmeralda, relamiéndose el hocico. «Y hechos ambos pilares —prosiguió el Dios con sublime socarronería—, y aceptados por mí como buenos, conforme al canon que acabo de manifestaros, me haréis el frontón que ha de coronar la incomparable obra. En él trabajaréis unidos y en perfecta concordia, repartiéndoos la tarea. Os dejo en libertad para elegir las formas que creáis más propias. Sólo os exijo que vuestras ideas se produzcan con una concordia absoluta de ambas personalidades. La obra de arte que espero de vosotros ha de resplandecer por su belleza, por su armonía, por su unidad… y no digo más, pues todo está dicho. Hechos los dos pilares y el frontón, se abrirá la salida. Inmortales, podréis daros una vuelta por la vida terrestre y tornar al descanso cuando gustéis». Viendo que las dos almas no se movían ni expresaban cosa alguna, Criptoas las mandó retirarse, diciéndoles por despedida: «Comenzad ahora mismo, haraganes. Ops y yo no cesaremos de alentaros con nuestras miradas. No os tasamos el tiempo. Aunque tardarais tantos siglos como pelos tengo yo en mis barbas, no os daríamos prisa, ni mostraríamos impaciencia. Manos a la obra. Toda la falange de inmortales os contempla». Al retirarse Fidias y Goya, encaminándose lentamente hacia el espacio, donde debían emprender su tarea, se miraron ¡ay!, con supremo rencor. Rompecabezas (Cuento). (1897). «Rompecabezas» fue escrito para un número extraordinario de «El Liberal» dedicado a los niños. Narra en tres unidades o capitulillos, una parcela de historia extraída de un papirus (así; en latín) que tiene su centro en la travesura que remata sus tres capítulos: la de un niño con «poder sobrenatural» que, tras multiplicar maravillosamente el número y la variedad de las figurillas que son sus juguetes y la del «enjambre de chiquillos» con quienes los comparte, «cambia las cabezas de todos ellos sin que nadie lo notase», con la confusión cómica consiguiente: las caudillos son religiosos, los sacerdotes empuñan espadas, las monjas tocan cítaras… El niño es el protagonista más destacado de una familia de fugitivos del antiguo Egipto que viaja con un borriquillo; la madre es «una hermosa joven que llevaba un niño en brazos», y el padre «un anciano grave, empuñando un palo». El niño, difícil de describir, era «divino humanamente [y] sus ojos compendiaban todo el universo». Sobra ahora advertir la claridad de las alusiones evangélicas a pasajes de la vida de Jesús que el texto presenta; y también el juego de verdad y mentira con que estas alusiones están recreadas, pues la desrealización mágica envuelta en retóricas de humor e ironía son ingredientes del relato desde sus primeras líneas. Ha de llamar la atención del lector (aunque no tiene problema alguna en aceptarlas) algunas suspicacias que presenta el relato: incongruencias en torno a la edad supuesta del niño, revoltillo cronológico en los caudillos que son juguetes: en este orden, Gengis Kan, Cambises, Napoléon, Anibal… ¿Juntos?; ¿en un papiro egipcio? Un nuevo relato maravilloso, pues (el primero de asunto bíblico), dominado por un narrador involucrado en la historia que cuenta y a la que parece manejar a su gusto. Que una intención alegórica maneja los hilos de esa historia real es igual de evidente. Por si acaso no cayéramos en ello, avisa el autor de que su «notoria insignificancia» deja de serlo si «el lector (…) restregándose [en el texto] los ojos por espacio de un par de siglos [consigue] descubrir el meollo que contiene»; es decir que —avisa— el cuento permite una lectura ingenua y superficial y otra significativa y honda. Un nuevo texto, pues, preñado de significaciones extratextuales que apuntan con bastante negatividad pero con humor a un mundo social alocado donde nadie es lo que debería ser. ¿Alguna duda respecto a la realidad a que refiere? El parrafillo final no tiene desperdicio: «A un niño de Occidente, morenito y muy picotero, [sólo le faltó añadir “español”] le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza». El lector cómplice ha de sonreír: de nuevo Galdós arroja envuelta en humor e ironía, una puntualización intencionada sobre la actualidad política «occidental» que le interesa. Aludíamos páginas antes al todo coherente y unitario que significa el corpus de la creación galdosiana; sus cuentos incluidos, naturalmente. Y este «Rompecabezas» podría servirnos de ejemplo: lo redacta un autor consagrado y maduro (en enero de ese año de 1897 ha leído su discurso de ingreso en la Academia); que ha dado un quiebro en aquel discurso académico a propuestas antiguas influido por los aires del fin del siglo; que está en plena etapa «espiritualista»; que el cuento anterior («El pórtico de la gloria») y éste coinciden con la aventura de espiritualidad que es su novela Misericordia; y que de forma inmediata va a volver a la redacción de Episodios Nacionales (a la Historia) para plasmar en ellos la desilusión política de los últimos tiempos. Por otra parte, si muy temprano fue el asomar de la figura de Cristo en la literatura galdosiana (desde Gloria reaparece con intermitencia), más temprano aún es el gusto por la alegoría; y la alegoría de fondo histórico, para apoyar y engrandecer su literatura. «Rompecabezas» es, formalmente, un cuento «clásico», que presenta de modo impecable todos los caracteres del género. Cuando decíamos al principio de estas páginas que son los cuentos «espitas de imaginación capaces de atrapar la atención del oyente o del lector en sus entresijos agudos, certeros y rápidos como flechas; esencias dinámicas para seducir, conmover, sobrecoger por el terror o por la ilusión quimérica, —podríamos haber estado hablando de este relato—. Rompecabezas», un texto eficazmente directo y breve, es un perfecto reflejo de la significación del género en el mundo literario galdosiano. Esta edición de «Rompecabezas. Cuento» reproduce el texto publicado en «El Liberal» de Madrid, el 3 de enero de 1897. No volvió a publicarse en vida de Galdós. I A yer, como quien dice, el año Tal de la Era Cristiana, correspondiente al Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la cronología egipcia, sucedió lo que voy a referir, historia familiar que nos transmite un papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal historia o sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe pasar de las exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en éste los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir el meollo que contiene. Pues señor… digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban por los llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit (seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso. Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras refugio contra perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo preciso para reparar las fuerzas, escogían para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas solitarias, o bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres. Imposible reproducir aquí la intensidad poética con que la escritura muñequil describe o más bien pinta la hermosura de la madre. No podréis apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas, que tostada y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso nene, sólo puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos compendiaban todo el universo, como si ellos fueran la convergencia misteriosa de cielo y tierra. Andaban, como he dicho, presurosos, esquivando los poblados y deteniéndose tan sólo en caseríos o aldehuelas de gente pobre, para implorar limosna. Como no escaseaban en aquella parte del mundo las buenas almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su cautelosa marcha, y al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de gigantescos muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y suspendía el ánimo de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de ponderar tanta maravilla; la joven y el niño las admiraban en silencio. Deparóles la suerte, o por mejor decir, el Eterno Señor, un buen amigo, mercader opulento, que volvía de Tebas con sinfín de servidores y una cáfila de camellos cargados de riquezas. No dice el papirus que el tal fuese compatriota de los fugitivos; pero por el habla (y esto no quiere decir que lo oyéramos), se conocía que era de las tierras que caen a la otra parte de la mar Bermeja. Contaron sus penas y trabajos los viajeros al generoso traficante, y éste les albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con excelentes manjares, y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y relatos de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba con gravedad sonriente, como oyen los grandes a los pequeños, cuando los pequeños se saben la lección. Al despedirse asegurándoles que en aquella provincia interna del Egipto debían considerarse libres de persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y en la mano del niño puso una de oro, que debía de ser media pelucona o doblón de a ocho, reluciente, con endiabladas leyendas por una y otra cara. No hay que decir que esto motivó una familiar disputa entre el varón grave y la madre hermosa, pues aquél, obrando con prudencia y económica previsión, creía que la moneda estaba más segura en su bolsa que en la mano del nene, y su señora, apretando el puño de su hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que aquellos deditos eran arca segura para guardar todos los tesoros del mundo. II T ranquilos y gozosos, después de dejar al rucio bien instalado en un parador de los arrabales, se internaron en la ciudad, que a la sazón ardía en fiestas aparatosas por la coronación o jura de un rey, cuyo nombre ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una plaza, que el papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una de nuestras provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o mercado. Componíanlo tiendas o barracas muy vistosas, y de la animación y bullicio que en ellas reinaba, no pueden dar idea las menguadas muchedumbres que en nuestra civilización conocemos. Allí telas riquísimas, preciadas joyas, metales y marfiles, drogas mil balsámicas, objetos sin fin, construidos para la utilidad o el capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos, estimulantes y venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el dolor placentero y el gozo febril. Recorrieron los fugitivos parte de la inmensa feria, incansables, y mientras el anciano miraba uno a uno todos los puestos, con ojos de investigación utilitaria, buscando algo en que emplear la moneda del niño, la madre, menos práctica tal vez, soñadora, y afectada de inmensa ternura, buscaba algún objeto que sirviera para recreo de la criatura, una frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han existido en todo tiempo, y en el antiguo Egipto enredaban los niños con pirámides de piezas constructivas, con esfinges y obeliscos monísimos, y caimanes, áspides de mentirijillas, serpientes, ánades y demonios coronados. No tardaron en encontrar lo que la bendita madre deseaba. ¡Vaya una colección de juguetes! Ni qué vale lo que hoy conocemos en este interesante artículo, comparado con aquellas maravillas de la industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se podía ver lo que contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y de hombres como pájaros, esfinges que no decían papá y mamá, momias baratas que se armaban y desarmaban; en fin… no se puede contar. Para que nada faltase, había teatros con decoraciones de palacios y jardines, y cómicos en actitud de soltar el latiguillo; había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes, bueyes de la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto, sacerdotisas en paños menores, y militares guapísimos con armaduras, capacetes, cruces y calvarios, y cuantos chirimbolos ofensivos y defensivos ha inventado para recreo de grandes, medianos y pequeños, el arte militar de todos los siglos. III E n medio de la señora y del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto y juguetón al mesurado andar de las personas mayores. Y en verdad que bien podía ser tenido por sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste, gravemente risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y desvanecimiento. Puestos al fin de acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?. —Y el anciano le ayudaba también, diciéndole—: ¿Quieres ángeles, sacerdotes, pastorcitos?». Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo un concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo mucho». Como las figurillas eran baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la preciosa colección había de todo mucho, según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan, Cambises, Napoleón, Anibal; santos y eremitas barbudos, pastores con pellizos y otros tipos de indudable realidad. Partieron gozosos hacia su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que por ser tan grande se repartía en las manos de los tres forasteros. El niño llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la humanidad. El hijo de la fugitiva les invitó a jugar en un extenso llano frontero a la casa… Y jugaron y alborotaron durante largo tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche, vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora, usando del poder sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación total de los juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo notase; de modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con cabeza militar. Vierais allí también héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto de incongruente pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil, la cual había llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados reinos. A un chico de Occidente, morenito, y muy picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza. Fumándose las colonias (1898). V einticinco años separan el texto anterior del que ahora sigue, «Fumándose las colonias», que publicó «Vida Nueva» en algo más de dos columnas de la primera página del segundo número, el 19 de junio de 1898. 1898 y «Vida Nueva»: anotemos que el semanario se gestó y nació en el ambiente de preocupación general por los hechos políticos de la España del momento. El primer número (12 de junio) anunció que pretendía «propagar y defender lo nuevo» y figuraron articulistas como Eusebio Blasco, Castelar, Pablo Iglesias, Manuel Bueno, Eugenio Selles… Distintas generaciones dejarían su firma en sus páginas: junto a los ya citados, y Costa, Galdós, Pardo Bazán o Clarín publicarían Baroja, Unamuno, Valle-Inclán o Juan Ramón Jiménez. Llegaría a ser la revista más representativa de lo que podríamos llamar «espíritu del 98». Para expresar su opinión sobre el candente tema político de esa actualidad, Galdós redacta, con la eficacia del directo de un narrador en primera persona, el relato retrospectivo de una conversación imaginada entre Fernando VII y sus ministros. Bajo el título del escrito, y tras un espacio de expectación, el subtítulo señala el tiempo y, enseguida, el espacio de la acción: «1815. Pisaba yo la Cámara real…». Se sitúa pues, el autor no en la actualidad del problema del 98 sino en sus precedentes: en los hechos, situaciones y personas que la motivaron con el funesto Fernando VII en el centro de la inventada escena. Galdós no había perdido ocasión literaria para expresar su aversión hacia esta personalidad histórica desde la temprana caricatura que dibujó a zarpazos en La Fontana de Oro; y bromeó con una posible solución histórica cuando su personaje Juan Santiuste, Confusio, a las alturas de las páginas históricas de Prim, decidió fusilarle tras las Cortes de Cádiz: un ejemplo episódico de la clarividente Historia lógico-natural de España que el Confusio está redactando. El narrador maduro de «Fumándose…» pincela con eficaz impresionismo el ambiente: las miradas contrapuestas de la historia detrás de los borrachos de Velázquez o el rosario de Felipe II, el salir y entrar de los lacayos, el humo de los cigarros caros y de las mentes regias haciendo cabriolas en «los oscuros ámbitos del techos» como las ninfas del pintor. Sin embargo todo es brutalmente real; incluso aumenta la impresión de realidad los nombres de aquellos lacayos históricos y los apuntes certeros de sus personalidades: el rigor serio de Pérez Villaamil, el optimismo de Ceballos, la ligereza de Ugarte; incluso la presencia del yo narrativo como testigo. Galdós logra expresar su crítica con gran sobriedad de medios literarios. El lector ha de quedar sobrecogido en el final abrupto; un final sin final. Nunca se había publicado (que sepamos) este relato como tal. Y más de un lector pensará que se trata de un artículo «político» de los muchos de Galdós. En efecto; así es. Pero, como explicamos al principio de estas páginas, encaja perfectamente en aquellos que la imaginación del autor envuelve en narratividad para aumentar el atractivo y la eficacia del contenido. Excepto unos poemas (Campoamor y Balart), sólo artículos políticos directos figuraron en el primer número de «Vida Nueva»; en el segundo, sin embargo, sigue a este relato de Galdós en la primera página un cuento de Blasco Ibáñez en la segunda, de idéntica extensión: «Hombre al agua. Cuento», se titula. P … isaba yo la Cámara real, aquella deslumbradora cuadra, colgada y ornada de amarillo, en cuyas paredes los más hermosos productos del arte (todavía no se había formado el Museo del Prado), recibían, diariamente, como gentil holocausto, el humo de los mejores cigarros del mundo… Casi en el centro de los testeros, media docena de hombres desvergonzados, sucios, casi desnudos y haraposos, otros con semblante estúpido y ademanes incultos, todos se reían de la tertulia constantemente embrutecidos por el vino. Eran los Borrachos de Velázquez… En un rincón junto al hueco de la ventana, refugiado en la sombra y casi invisible, estaba un hombre lívido, exangüe, cuya mirada oblicua lo atacaba todo desde el ángulo oscuro. Vestía de negro, en una de sus manos llevaba un rosario. Era Felipe II pintado por Pantoja. Su majestad don Fernando VII, estaba sentado en un sillón a poca distancia de la chimenea encendida; tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que miraba al techo, dirigiendo había él el humo del cigarro. —Artieda —ordenó bruscamente Fernando—, trae cigarros. El lacayo dio al rey lo que éste pedía, y habiéndonos ofrecido a todos los presentes, fumamos. El humo de los cortesanos juntábase con el del rey en los oscuros ámbitos del techo, donde hacían de cabriolas media docena de ninfas, pintada por Rayeu. Un lacayo anunció la visita de dos personajes, diciendo. —D. Pedro Ceballos, don Juan Pérez Villamil. Pocos minutos después, en la tertulia y placentero corrillo, junto a la chimenea, y alrededor de nuestro Rey, éramos siete; ocho, contando con el astro hispano de que éramos satélites. Villamil hablaba poco y era hombre muy serio. Ceballos, por el contrario, gustaba de recrearse con sus palabras y era festivo. ………… —España es pobre, pobrísima —dijo Villamil—, necesita los caudales de América para vivir con decoro. —Y esos caudales de América, ¿dónde están? —preguntó el Rey. —¡Ay, eso es lo que a todos nos contrista! Fácil sería gobernar la hacienda si América nos enviase los tesoros que aquí nos hacen falta. Esa gran canonjía de nuestra nación no ha durado todo lo que debiera. Reflexione Vuestra Majestad, como rey previsor, sobre la gravedad de esta situación. La América está toda sublevada y las juntas rebeldes funcionan en Buenos Aires, Caracas, en Valparaíso, en Bogotá, en Montevideo. Si México está aún libre del contagio, los americanos [ilegible-media línea de la columna] de trastornar también del mismo modo que el Brasil nos trastorna el Uruguay, e Inglaterra nos revuelve a Chile. La insurrección americana exige un gran esfuerzo. Es preciso mandar allí un ejército, pero para esto se necesitan tres cosas: hombres, dinero y barcos. —¡Hombres, dinero y barcos! —Lo primero no falta: pero ¿cómo los equiparemos y, sobre todo, en qué buques los lanzaremos al mar? Vuestra Majestad no tiene en su marina un solo navío que valga dos cuartos y los arsenales carecen de elementos para la construcción. —¡Risueño cuadro acabas de trazar! —dijo Fernando hundiendo la barba en el pecho. —Risueño no, pero sí verdadero —afirmó don Juan Pérez—. Si ocultase a mi rey la verdad sería indigno del afecto que Vuestra Majestad me profesa. —Y que te profesaré siempre. Has hablado como un buen ministro. Nada de fantasías ni de palabras bonitas Así me gusta a mí… Pues es preciso buscar dinero, y buscar hombres, y buscar barcos… Estudiad un plan —añadió Fernando con dulzura— que mejore la situación. A uno y otro os sobra talento. Discurrid un plan basto, que nos proporcione recursos para sofocar la insurrección americana, sea creando impuestos, bien pidiendo dinero a los holandeses o a los judíos de Francfort, bien logrando los buenos oficios de alguna nación poderosa… En fin, ya me entendéis. —Ya manifestaré más adelante a vuestra majestad algo de lo mucho que he meditado sobre el particular —dijo Ceballos. – Y tú, Villamil, discurre, trabaja, proponme algo. – Señor… —Hablaremos más despacio mañana… Puedes irte tranquilo y seguro de que sé apreciar tu lealtad. ¡Oh, Villamil!… No abundan los hombres como tú… Vamos otro cigarrito. Diciendo esto, Su Majestad, con aquella bondad peculiar que indicaba tanta honradez y nobleza en su carácter, ofreció un cigarro a don Juan Pérez Villamil. —Gracias, señor, acabo de fumar —respondió éste. —Enciéndelo para salir. Como este habrás fumado pocos… Mira, puedes llevarte todo el mazo añadió ofreciéndoselo galantemente. —Señor… —Que vengas mañana temprano —repitió el rey—. A ver si discurres algo. Y tú Ceballos, si ves a Pepita… en fin, ya sabes: una superintendencia de provincia o la bandolera vacante… lo que ella prefiera… Los ministros salieron. Fernando se levantó y con las manos en los bolsillos dio algunos pasos por la habitación. Ugarte le miraba sonriente. El silencio se prolongó hasta que el mismo soberano se dignara romperlo, preguntando: —¿Qué dices a esto, Ugarte? —Que admiro la paciencia de Vuestra Majestad. Según el señor Juan Pérez ya no hay colonias, ya no hay soldados, ya no hay barcos, ya los españoles no tienen alma para vencer las dificultades. —La verdad es —dijo Fernando deteniéndose meditabundo ante la chimenea — que no estamos en Jauja. Y luego, dando un suspiro, añadió: —Hay que despedirse de las Américas. —¿Por qué, señor? —dijo bruscamente Ugarte—. Se exagera mucho. Persona venida hace poco de allá me ha dicho que toda la insurrección americana se reduce a cuatro perdidos que gritan en las plazuelas. —Lo mismo me ha escrito a mí un amigo —añadí yo—; unos cuantos presidiarios con algunos ingleses y norteamericanos echados por tramposos de sus respectivo países sostienen la alarma en aquellos lejanos reinos. —Pues id vosotros a reducir a la obediencia a esas dos docenas de facciosos… Ahora dime si vas a enviar a América a esos soldados en cáscara de nuez. —No, señor, que los mandaré en magníficos navíos y barcos de transporte — repuso el arbitrista. —Pero sabes que no los tenemos. —Se compran. —¡Se compran!… Y dice «se compran» como si costaran dos pesetas. Ciudades viejas: El Toboso (1915). H a de corresponde el cierre de los relatos de Galdós al último que publicó, que es, además, el único del Galdós del siglo XX. «Ciudades viejas. El Toboso» apareció en los números 86 y 87 de «La Esfera» de Madrid en agosto de 1915, bellamente recuadrado y con artísticas ilustraciones. El anciano escritor escribe al dictado la bella evocación literaria de un lugar y de un motivo para él entrañables. Desde siempre había estado dialogando con don Quijote, y desde siempre ha experimentado con él la fuerza real de un ideal soñado. Además, había reverdecido esos principios recientemente, cuando seis años antes visitó El Toboso, la patria de la añorada Dulcinea, con motivo de la campaña electoral por la Conjunción republicano-socialista. Tras unos párrafos iniciales de descripción impresionista, el lector se encontrará sin saber cómo en el mundo del «todo es posible» de lo maravilloso que va a dominar en adelante la pintura que se convierte en relato, entreverado éste por la voz del componedor cuando se «asoma» para reflexionar, recordar o puntualizar. Escuchará ese lector el diálogo entre don Quijote y Sancho (diálogo dramático, para darle más énfasis) y comprobará la habilidad literaria del autor en el juego intertextual con escenas de Don Quijote (capítulos VIII y IX de la segunda parte) y la medio caricaturización para la ficción literaria de las personas reales que conoció en su visita: el caballero del verde gabán, y el amante pertinaz de otro ideal que no llega: la república. Todo es atractivo en este cuadro ambiental de hidalgos, patanes y loquinarios quiméricos cuyas espitas intertextuales premiarán con sus hallazgos la curiosidad intelectual del lector. También le complacerá descubrir la intencionalidad del pertinaz preocupado de la realidad social española que es Galdós en el apunte irónico sobre lo buen «ministro habilísimo y político sutil» que sería Sancho Panza «en los tiempos que corren» y el quiebro final del apunte de las prácticas caciquiles de la España de siempre. El relato tiene vigor y frescura. Es una lástima que no cumpliera Galdós el propósito de continuar sus descripciones literarias con Tordesillas, Villalar, Olmedo… como indica. Y no fue por falta de insistencia por parte de «La Esfera», como prueban dos cartas de su director don Francisco Verdugo de 1916 y 1917; se tranquiliza éste con la promesa del comienzo de la redacción para su revista de «Memorias de un desmemoriado». Era Galdós muy mayor y estaba ciego. Pero de haber proseguido redactando la serie de ciudades ninguna le habría de inspirar un texto más cercano que este dedicado a El Toboso. Empezamos estas narraciones «viajando» con el bachiller Sansón Carrasco y lo terminamos haciendo lo propio con don Quijote y su gran escudero Sancho Panza. Empezamos y terminamos con relatos fantasiosos. Empezamos y terminamos con intertextualidades. ¿Podría haber sido de otro modo? I P eregrino infatigable, he corrido de una parte a otra por los senderos menos trillados y las regiones más bravías y solitarias de esta vieja Península, persiguiendo la nota de color, el dejo de castizo, los resabios característicos de la vida española en ciudades viejas, en villas y lugares desmantelados que tuvieron grandezas y hoy sólo guardan, entre sus escombros, miseria y desolación. Espero contar lo que vi y admiré en Tordesillas, Villalar, Olmedo, Osma (la vieja Uxama), Madrigal de las Altas Torres y otros lugares interesantísimos que la Historia ha querido hacer memorables. Pero a la cabeza de estas semblanzas de pueblos he de poner la de El Toboso, porque al entrar en esta que Cervantes llamó gran ciudad, sentí tan intensa emoción que no acierto a describirla. ¡Y esto sentía yo junto a las tapias de un pueblo donde jamás ocurrió nada, históricamente hablando! Lectores míos, preguntad a un ciudadano de Noruega, de Rusia, de Norte América, del Brasil o de Australia qué piensan de las grandes cosas acaecidas en Tordesillas, en Toro, en Valladolid y en Zamora y alzarán los hombros, dando a entender que no les importa nada de lo que allí ha pasado. Pero nombradles El Toboso y exclamarán: ¡Oh, El Toboso! La patria de Dulcinea, la metrópoli del ideal más hermoso que vieron los siglos, la suma perfección femenina que mueve al hombre a colosales empresas. Claro es que la exaltación de los caballeros enamorados puede terminar en desengaño amarguísimo. Pero esto no importa; tal es la fuerza de la peregrina hermosura, excelsas virtudes y discreción de la dama, que ésta no tarda en ganar la devoción caballeresca y mística de otros adalides. Los caballeros aman, luchan y son devorados por la muerte. Dulcinea es eterna, y aquí la tenéis en sus alcázares del Toboso, ahechando piedras preciosas y labrando ricas telas de oro, sirgo y perlas contestas y tejidas. Desde Quintanar de la Orden, donde asistí a una reunión política con varios amigos, fui a El Toboso en cómoda tartana de un rico hidalgo tobosino, de quien hablaré más adelante. El pueblo me pareció alegre, destartalado, grandón, de una irregularidad deliciosa. Por calles que empezaban en plazoletas y concluían en recodos tortuosos, me lancé solo en busca del lugar cervantino, que es aquél donde se alza la iglesia parroquial, de maciza construcción y elevada torre, lindero entre el caserío y los campos manchegos por occidente o medio día. Por aquí entraron, al filo de medianoche, Don Quijote y Sancho, viniendo de Argamasilla. Ansioso de reproducir la incomparable escena, aguardé la noche, y solito, sin compañía de amigos ni curiosos, me planté frente a la iglesia, para que fuera completa la ilusión. Oí los desaforados ladridos de todos los perros del lugar, el rebuzno de algún burro, el gruñir de cerdos y el mayido de los gatos. Inmediatamente sentí a mi espalda las pisadas de Rocinante y del rucio. «Aquí están» —pensé—, y al punto me sentí estremecido por la voz del grave Caballero de la Triste Figura, que así decía: —Sancho, hijo, guía al palacio de Dulcinea; quizás podrá ser que la hallemos despierta. Contestó Sancho con evasivas marrulleras, temeroso de que su amo descubriera los enredos y mentiras que le contó en Sierra Morena. Don Quijote habló así: —Hallemos primero una por una el alcázar, que entonces yo te diré, Sancho, lo que será bien que hagamos: y advierte, Sancho, que o yo veo poco, o aquel bulto grande y sombra que desde aquí se descubre, la debe de hacer el palacio de Dulcinea. Avanzó unos pasos el Caballero y viendo el bulto que hacía la torre, reconoció que estaba enfrente de la parroquia del pueblo y dijo: —Con la iglesia hemos dado, Sancho amigo. SANCHO.— Ya lo veo, y plegue a Dios que no demos con nuestra sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales horas, y más habiendo yo dicho a vuesa merced, si mal no me acuerdo, que la casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida. DON QUIJOTE.— Maldito seas de Dios, mentecato: ¿a dónde has tú hallado que los alcázares y palacios reales estén edificados en callejuelas sin salida? Disputan un rato con gran donaire el señor y el escudero sobre los dichosos alcázares, y Sancho le dice que cómo ha de encontrar él a medianoche el tal palacio si el mismo Don Quijote, que lo ha visto de día, no sabe dar con él. DON QUIJOTE.— Tú me harás desesperar, Sancho. Ven acá, hereje, ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta? SANCHO.— Ahora lo oigo, y digo, que pues vuesa merced no la ha visto, ni yo tampoco… Así sé yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo. Estando amo y criado en estas pláticas vieron llegar a un mozo de labranza con sus mulas, el cual venía cantando el conocido romance: Mala la hubisteis, franceses… Con su habitual gentileza y cortesía le interrogó Don Quijote sobre los consabidos palacios de la sin par señora. Contestóle el mancebo lo que consta en el libro inmortal y arreando sus mulas se fue a donde su obligación le llamaba. En esto, Sancho, hombre muy ladino de sutiles trazas, propuso a su señor que se retirase hacia un bosque cercano donde aguardarían la salida del sol. Anhelaba Sancho sacar del pueblo a su señor porque no averiguase la mentira de la respuesta que de parte de Dulcinea le había llevado a Sierra Morena. Y yo digo ahora que el gran Panza sería un ministro habilísimo y político sutil en los tiempos que corren. Véase aquí su ingenioso razonamiento, «Llevo a mi amo al bosque; le dejo allí; me vuelvo yo al Toboso con la encomienda de buscar el palacio y ver a mi señora. Desta manera, y estirando el tiempo a fin de dar espacio a mi diligencia, con la ayuda de Dios encontraré una linda fábula para engañar a mi señor Don Quijote. Este amo mío, que es el caballero más valiente del mundo y habla como los propios ángeles cuando se pone a ello, tiene en el caletre un agujerito por donde se cuelan los desatinos más gordos que cabe imaginar y dentro se quedan trastornándole el seso, mayormente si los desatinos vienen de algún mágico encantador de estos que alborotan y sacan de quicio a la caterva de caballeros andantes». Así, o en parecidos términos, discurrió Sancho, y de sus cavilaciones hubo de salir la ingeniosa máquina que le sacó de su aprieto al siguiente día. Dejo a Don Quijote y a su escudero camino de la floresta y me pierdo en las oscuras calles del Toboso. Pues Señor, amaneció el nuevo día y pude ver y observar en la patria de Dulcinea cosas que no parecerán quijotescas, pero en cierto modo lo son… A media mañana me encontraba descansando en la casa del generoso amigo que me llevó al Toboso, la cual está situada junto al convento de las Trinitarias, en aquella parte de la ciudad por donde entramos viniendo de Quintanar de la Orden. Era la casa grandísima, muy cómoda y holgada, de un solo piso, al ras de la calle, y el dueño de ella era el tipo del rico hidalgo campestre, de donde vino que le llamáramos el caballero del verde gabán. Éste y los amigos que me acompañaron desde Quintanar lleváronme al visiteo de varias familias del pueblo y a ver lo que en éste había de notable. A mi parecer poco encerraba el Toboso digno de ser visto. En diferentes casas acomodadas entramos de visita y en ellas vi caballeros y señoras de Madrid, que nada me interesaban. En ninguno de estos sitios se habló de Dulcinea ni para nada la mentaron. Por las calles iba tras de nosotros un grupo de curiosos. Entre ellos distinguí a un hombre de traza lugareña, el cual, a ratos, se confundía con los señores tobosinos que nos acompañaban, como queriendo entrar en conversación. Tanto se movía en torno mío que hube de fijarme en él. Era zanquilargo y enjuto, de más que mediana edad, pelo entrecano, cara risueña, ojos muy vivos, reveladores de un carácter apacible y alegre. A una pregunta mía, el tobosino, que iba a mi lado, me dijo: —Pero ¿no conoce usted a Jesús?… ¡Eh! Jesús, ven aquí, que quiero presentarte a estos señores, tus colegas de Madrid. Mientras el tal Jesús me saludaba, extremando su entusiasmo con abrazos y estrujones, otro de mis acompañantes exclamó: —Aquí tiene usted la primera celebridad del Toboso; Jesús del Campo, es el único republicano que existe en esta villa y contornos. A esto siguió la sentida invitación de Jesús para que honráramos con nuestra visita su morada humilde. Caminando hacia ésta me contaron que Jesús, no hallando en el Toboso ciudadanos que quisieran ayudarle a formar el comité republicano, lo formó con sus propios hijos. Al mayor de éstos, cuando sólo tenía seis años, le nombró secretario. Los demás, a medida que iban creciendo, ingresaban en la plana mayor del republicanismo tobosino. Tenía una hija a quien puso el nombre de Marsellesa. En la fecha de este relato, los hijos eran mayores de edad y ganaban un jornal como carreteros o mozos de labranzas. Marsellesita servía en la casa de un vecino acomodado del Toboso. Llegamos a la modesta casa de Jesús y éste y su mujer, anciana, vivaracha y hacendosa, me introdujeron en una salita muy limpia, cuyas paredes vi totalmente tapizadas con retratos de celebridades republicanas, recortados de los periódicos. Allí estaban todos, desde Pi y Margall, Orense y Castelar, hasta Castrovido, Menéndez Pallarés y Sol y Ortega. Hablando con Jesús, en su propio albergue, pude hacerme cargo de la honrada convicción, de la fe ardiente y del fervor político de aquel hombre sin semejante. Fuera de la República no había más que desdichas y fieros males. Dentro de ella, cuando viniera, y tenía que venir, de grado o por fuerza, estarían todos los bienes. Confiaba ciegamente en que vendría pronto, y buena falta hacía. Afirmándolo así el bueno de Jesús iba enumerando con potente voz reformas que acometer, entuertos que enderezar, injusticias que destruir, malandrines que vencer, cuentas que ajustar y otras mil desventuras que no tendrían remedio hasta que trajéramos la niña bonita. La mujer de Jesús, apoyando a su marido con firmeza un tanto socarrona, me dio a entender que el jefe del republicanismo tobosino estaba un poquito ido de la cabeza; pero que convenía dejarle con su tema. Mi visita a la modesta vivienda de Jesús, me fue más grata que las que hicimos al señorío de la burguesía madrileña y manchega, gente por lo común encopetada y desaborida. De regreso a mi hospedaje hablé largamente con Jesús, que a mi lado iba. A las preguntas que le hice acerca de sus propagandas contestóme que no había podido hacer ningún prosélito en aquel vecindario; pero que él no descansaba y seguía laborando. No dudaba del éxito, que había de venir por caminos invisibles e inesperados acontecimientos. —Cuando menos se pensara —me dijo— España se acostará monárquica y se levantará republicana. Para creerlo así me fundo en la fuerza de mi querer, la cual es tan grande que movería las montañas del Toboso, si aquí las hubiera. Yo, señor mío, llevo la República en mi alma, y a solas hablo con ella y le digo: «Señora de mi alma y de mis pensamientos, cuando vengas no te pediré nada para mí. Pobre soy y pobre seré toda la vida. Componte como puedas para nombrar tus ministros y toda la alcahuetería política que ha de servirte. Para mí nada, nada». A esto le dije yo que su persona me recordaba la de un caballero manchego que asombró al mundo con sus hazañas, y añadí: —Como usted, amigo Jesús, lleva en su alma a su señora, la República, llevaba en la suya Don Quijote a la sin par Dulcinea, cifra y compendio de la hermosura y discreción. A esta Dulcinea debió usted conocerla, don Jesús, porque era del Toboso. Respondióme Jesús que no la había conocido porque la tal señora era de pasados tiempos; pero que noticias tenía de ella y de su nunca vista hermosura, garbo y gentileza. Finalmente, llegando a la casa de mi generoso huésped, dije al corifeo de los republicanos tobosinos que tendría yo mucho gusto en conocer a su hija Marsellesa. La respuesta de Jesús del Campo fue como sigue: —La conocerá usted, señor; vendré a buscarle esta tarde y la veremos. Aunque mi hija es de condición humilde y sirve en una casa, llevando el cántaro a la fuente, quedará usted pasmado de su arrogancia, donosura y salero. No cambiara yo a mi Marsellesa por aquella moza gentil Aldonza Lorenzo, a quien los antiguos pusieron el mote de Dulcinea del Toboso. II E l generoso hidalgo que nos trajo de Quintanar nos obsequió aquel día en su amplia morada. Aunque no dominaba el color verde en su vestido y arreos, dime en llamarle el caballero del verde gabán por la buena vida que se daba en relación con su hacienda copiosa. Sólo por esto y por su esmerada cortesía y vasta ilustración, le hallamos parecido con el don Diego de Miranda, a quien Don Quijote encontró pocos días después de salir del Toboso. Nuestro amigo no era casado, ni tenía un hijo poeta. La mesa en que comimos no la presentara mejor el más nombrado repostero de los Madriles. Mozos diligentes y criadas muy guapas nos servían. Los ricos manjares competían con los vinos excelentes. De sobremesa platicamos alegremente de lo humano y lo divino. Se me olvidaba decir que antes de la comida nos enseñó toda su casa, que era tan grande como un mediano pueblo; los patios sucedían a los patios y no tenían fin los aposentos en que guardaba sus cosechas, graneros, bodegas, almacenes de quesos, y, por último, las cuadras, donde se alojaban el sinnúmero de mulas destinadas al transporte y labranza. Las aves de corral no se podían contar, ni menos los perros, gatos y otras alimañas, que completaban la rústica familia. Y ahora, complacientes lectores, doy un brinco en mi relato y vuelvo junto a Sancho Panza, a quien dejé en el camino del Toboso, discurriendo el arbitrio que usar podría para salir airoso del aprieto gravísimo en que su amo le puso. Hombre de refinada astucia y conocedor del genio de su amo, sacó de su mollera la invención peregrina de hacer creer a Don Quijote que tres aldeanas puercas, montadas en borricas, eran Dulcinea y sus damas, que salían a recibir al caballero, radiantes de hermosura y eclipsando al mismo sol con el brillo de sus galas principescas y el arreo suntuario de las hacaneas que montaban. Perdóneme la mezcolanza cronológica que les hago refiriendo a un mismo día la reproducción de la visita de Don Quijote y Sancho al Toboso y las cosas insignificantes que me ocurrieron en la patria de Dulcinea. Tres siglos median entre aquello y esto. La escena del bromazo que el escudero dio a su trastornado señor es de tal belleza en el texto cervantino, que no me atrevo a reproducirla y menos a extractarla. ¡Nadie la mueva, vive Dios! Si los cuadros de índole humorística pueden igualarse a los de carácter épico y entonado estilo, sostendría yo que el pasaje del encantamiento de Dulcinea a la salida del Toboso es digno del padre Homero. Si bien se mira la escena no es enteramente cómica, sino más bien una feliz amalgama de burla y duelo, una mueca que deriva en emoción intensísima. ¿Quién no se siente hondamente afligido ante la desolación y amargura del bravo Caballero, al ver hecho polvo su ideal y pisoteadas, por las borricas, sus altas ilusiones? Ya era media tarde cuando Jesús del Campo fue en busca mía, como me propuso, para llevarme a la presencia de su hija Marsellesa. Tales eran mis ganas de conocer a la hembra que ostentaba nombre tan simbólico dentro del idealismo republicano, que cogí del brazo a Jesús y le obligué a marchar de prisa por encrucijadas y plazuelas. —Ya estamos cerca, señor —me dijo el buen Jesús—, al fin de esta calle está la casa en que sirve la chica. Su amo es un tal Cernudas, que se dedica al negocio de cerería, hijo de otro Cernudas, que comerciaba en lanas, y nieto del Cernudas más famoso, que tuvo en las afueras, junto a la ermita de Santa Ana, un alfar donde se fabricaban las renombradas tinajas tobosinas, algunas con cabida de sesenta arrobas… No ha mucho que volvió de la fuente con el cántaro lleno, y ahora debe estar fregando en la cocina. Mi Marsellesa es limpia, como los chorros del oro… y ahora viene a pelo decirle que el nombre de Marsellesa es invención mía, pues cuando la llevamos a bautizar el cura don Liborio se negó a ponerle un nombre tan hereje y de ello resultó el denominarla conforme al almanaque de aquel día, que reza el Dulce Nombre de María. Por la Iglesia se llama mi hija Dulce Nombre que viene a ser, fíjese usted, lo mismo que Marsellesa y por este nombre la conoce y designa todo el pueblo. En este punto salté yo, diciendo que, pues su nombre de pila era de tanta dulzura, yo había de llamarla Dulcinea del Toboso. Así hablábamos cuando salió del portal cercano una moza de buena estampa, esbelta, garrida, de gracioso palmito, alta de pechos y ademán brioso que vino a saludarnos risueña y un tantico ruborizada. —Marsellesa hija mía —dijo el padre— aquí tienes al caballero de Madrid, que quiere conocerte. —Alto ahí —exclamé yo, llegándome a la moza y cogiéndole la mano, que era bien formada, gordezuela y áspera como de fregatriz— protesto de ese nombre exótico y le aplico el que le pusieron en la pila del bautismo, que es Dulzuras, Dulzuritas o mejor aún el de Dulcinea, que es el que mejor encaja en el lugar donde estamos. —Quite allá, señor —replicó la moza, retirando su mano— Marsellesa me llamo y así me llamaré mientras viva… y dígame ahora, caballero: ¿es verdad que ahora va a venir la República? Mi padre me ha dicho que usted y los caballeros que han venido de Madrid la van a traer enseguida. —Sí, sí, guapa moza; la traeremos a escape —afirmé yo, sintiendo que en mi cabeza se iniciaba un ligero trastorno, alteración de las formas visibles—. Dime otra cosa. ¿Te has enterado de lo que pasó esta tarde a corta distancia de la salida del Toboso, por la parte de allá, donde está la parroquia? Pues salió una hermosísima princesa, alta y garrida como tú, acompañada de dos damas… Montadas las tres en briosas hacaneas, luciendo sus mejores galas y cubiertas de pedrería iban al encuentro de un famoso Caballero llamado el de la Triste Figura… Pero permitió el cielo que un rústico malicioso, que sin duda tenía pacto con el demonio, echó un infernal conjuro sobre la princesa y sus damas convirtiéndolas en tres zafias y mal olientes labradoras, montadas en borricas. Al oír tales despropósitos, Marsellesa miró al padre y el padre a la hija, sin pronunciar palabra. Comprendí que me tenían por falto de seso al decir lo que dije… Recobrándome de mi desvarío rectifiqué prontamente, en esta forma: —Dejen que me explique mejor. Lo que os he contado, o sea el encantamiento de Dulcinea no es cosa de hoy, ni de ayer, ni de la semana pasada; ocurrió el suceso hace tres siglos; pero es de tal transcendencia en la historia humana y en la vida manchega que ningún hijo del Toboso puede ignorarlo. —Algo y aun algos sé yo de esa historia, señor mío —indicó Jesús—. Pero a mi Marsellesa no le saque usted estas retóricas, que ella no entiende. Háblenos del cómo y cuándo van ustedes a traernos la República. —Eso lo diría yo de buena gana si lo supiera —contesté—. Pero tu hija es quien lo sabe, tu hija, la llames Marsellesa, ora le des el nombre de la sin par Aldonza Lorenzo. Y al decir esto, ni corto ni perezoso la agarré fuertemente de ambos brazos, como para llevármela conmigo. Protestó Jesús, sorprendido y enojado, y Marsellesa con vigoroso tirón, se desprendió de mis manos, gritando: —Téngase allá, señor, y no abuse de que soy una pobre. Apártese nora tal y déjeme ir a mi obligación, lo que te estrego burra de mi suegro. Miren con que se vienen ahora los señoritos a hacer burla de las aldeanas. Diciendo esto echó a correr y, como una flecha, se metió en su casa; dejándonos al padre suspenso y a mí un tanto corrido. Suspirando fuerte, Jesús me dijo: —Señor, como usted ve, mi hija tiene muy mal genio. —Así lo sospeché —respondile—; mas para comprobarlo le di aquel estrujón y sacudimiento que viste, no con ánimo de ofender su recato, ni para llevármela conmigo, ni para atentar a su preciosa libertad. Hícelo por darme cuenta exacta de su fiereza. Y ahora, después de la experiencia que acabo de hacer en tu hija, te digo, gran Jesús, que República sin coraje no es tal República, sino un tarro de dulce destinado a que se lo coman los reaccionarios y absolutistas. —¡No es tarro de dulce, vive Cristo! —exclamó Jesús fuera de sí—, sino embutido de materias sabrosas, con mucha pimienta, pólvora y azufre. A fe que tiene buenas pulgas la niña. —Sosiéguese el buen Jesús —le contesté yo—. Ya he visto y comprobado que Marsellesa es la ideal República; pero… está encantada y hay que esperar, hay que esperar… —¿A qué, señor? —A que Dios o los más sabios encantadores del mundo nos la desencante. Y aquí acaba mi cuento. No acaba todavía, falta un poquito. Al día siguiente me volví a Madrid, y al mes o mes y medio recibí una carta de Jesús del Campo, rogándome intercediese con mi amigo don Antonio (don Antonio es el digno caballero que llamábamos el del verde gabán para que éste le diera una plaza de guarda en cualquiera de sus grandes posesiones). Hícelo yo, de bonísima gana. Don Antonio se portó como quien es, y todavía está Jesús del Campo, esperando tranquilamente, el advenimiento de la República. Y pasados no pocos años de estas fugaces aventuras, pregunto a los historiadores arábigos o manchegos: —¿La hermosísima Marsellesa, se ha casado con un príncipe o con un gañán? BENITO PÉREZ GALDÓS (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920). Novelista, dramaturgo y articulista español. Benito Pérez Galdós nació en el seno de una familia de la clase media de Las Palmas, hijo de un militar. Recibió una educación rígida y religiosa, que no le impidió entrar en contacto, ya desde muy joven, con el liberalismo, doctrina que guió los primeros pasos de su carrera política. Cursó el bachillerato en su tierra natal y en 1867 se trasladó a Madrid para estudiar derecho, carrera que abandonó para dedicarse a la labor literaria. Su primera novela, La sombra, de factura romántica, apareció en 1870, seguida, ese mismo año, de La fontana de oro, que parece preludiar los Episodios Nacionales. Dos años más tarde, mientras trabajaba como articulista para La Nación, Benito Pérez Galdós emprendió la redacción de los Episodios Nacionales, poco después de la muerte de su padre, probablemente inspirado en sus relatos de guerra —su padre había participado en la guerra contra Napoleón—. El éxito inmediato de la primera serie, que se inicia con la batalla de Trafalgar, lo empujó a continuar con la segunda, que acabó en 1879 con Un faccioso más y algunos frailes menos. En total, veinte novelas enlazadas por las aventuras folletinescas de su protagonista. Durante este período también escribió novelas como Doña Perfecta (1876) o La familia de León Roch (1878), obra que cierra una etapa literaria señalada por el mismo autor, quien dividió su obra novelada entre «Novelas del primer período» y «Novelas contemporáneas», que se inician en 1881, con la publicación de La desheredada. Según confesión del propio escritor, con la lectura de La taberna, de Zola, descubrió el naturalismo, lo cual cambió la manière de sus novelas, que incorporarán a partir de entonces métodos propios del naturalismo, como es la observación científica de la realidad a través, sobre todo, del análisis psicológico, aunque matizado siempre por el sentido del humor. Bajo esta nueva manière escribió alguna de sus obras más importantes, como Fortunata y Jacinta, Miau y Tristana. Todas ellas forman un conjunto homogéneo en cuanto a identidad de personajes y recreación de un determinado ambiente: el Madrid de Isabel II y la Restauración, en el que Galdós era una personalidad importante, respetada tanto literaria como políticamente. En 1886, a petición del presidente del partido liberal, Sagasta, Benito Pérez Galdós fue nombrado diputado de Puerto Rico, cargo que desempeñó, a pesar de su poca predisposición para los actos públicos, hasta 1890, con el fin de la legislatura liberal y, al tiempo, de su colaboración con el partido. También fue éste el momento en que se rompió su relación secreta con Emilia Pardo Bazán e inició una vida en común con una joven de condición modesta, con la que tuvo una hija. Un año después, coincidiendo con la publicación de una de sus obras más aplaudidas por la crítica, Ángel Guerra, ingresó, tras un primer intento fallido en 1883, en la Real Academia Española. Durante este período escribió algunas novelas más experimentales, en las que, en un intento extremo de realismo, utilizó íntegramente el diálogo, como Realidad (1892), La loca de la casa (1892) y El abuelo (1897), algunas de ellas adaptadas también al teatro. El éxito teatral más importante, sin embargo, lo obtuvo con la representación de Electra (1901), obra polémica que provocó numerosas manifestaciones y protestas por su contenido anticlerical. Durante los últimos años de su vida se dedicó a la política, siendo elegido, en la convocatoria electoral de 1907, por la coalición republicano-socialista, cargo que le impidió, debido a la fuerte oposición de los sectores conservadores, obtener el Premio Nobel. Paralelamente a sus actividades políticas, problemas económicos le obligaron a partir de 1898 a continuar los Episodios Nacionales, de los que llegó a escribir tres series más. Notas [a] En la presente edición se han mantenido las normas ortográficas de la edición de 1900, a partir de la cual se ha realizado ésta. (N. del E. D.). << [1] excelententes en el original. (N. del E. D.). << [2] molzalvete en el original. (N. del E. D.). << [3] Falta el signo de final de interrogación en el original. (N. del E. D.). << [4] Falta el signo de inicio de interrogación en el original. (N. del E. D.). << [5] Falta el signo de final de interrogación en el original. (N. del E. D.). << [6] envenenda en el original. (N. del E. D.). << [7] Falta el signo de inicio de interrogación en el original. (N. del E. D.). << [8] peseguir en el original. (N. del E. D.). <<