(PDF) Funes el memorioso: Escritura y olvido en Borges y Derrida | Antonio Baeza Henríquez - Academia.edu
Funes el memorioso: escritura y olvido en Borges y Derrida Antonio Baeza-Henríquez 1. INTRODUCCIÓN: UN PUENTE ENTRE DERRIDA Y BORGES Superar la oposición entre literatura y filosofía –“las dos actividades del intelecto que son, a la vez, las más cercanas e impenetrables la una para la otra” (de Man 103)– es lo que se intenta en este artículo al leer a Jacques Derrida y a Jorge Luis Borges. Para ello, se ha optado por un razonamiento que no recoge referencias mutuas sino que las hace acercarse sin tocarse, manteniéndolos a una distancia que obligue a construir el puente entre ellos, contando así con una discontinuidad generadora que, a su vez, abordará la cuestión misma de la productividad de la discontinuidad. Se busca con esto sostener que esta brecha no tiene carácter disciplinar, sino estrictamente retórica. No es que uno se mueva en la filosofía y otro en la literatura, pero asumir tal separación da oportunidad de centrar el foco en el puente que se ha planteado como objetivo y que consiste en el vínculo Variaciones Borges 55 » 2023 Antonio Baeza-Henríquez 122 que se necesita hacer emerger entre estos dos autores en cuanto unidades significantes. Ahora, si la posibilidad de este y de todo puente, permitida a su vez por una diferencia en cuanto distancia, es también el tema que se aborda en el presente texto, resulta especialmente fructífero que sean Derrida y Borges los elegidos para ser re-escritos, dado que este artículo inspecciona sus propias implicancias, el método basado en la discontinuidad que usa para ello y el lenguaje que le permite hacerlo. El reto, no obstante, es implicar el afuera en el adentro, tal como invita Derrida en De la grammatologie (1967), aplicando ello en una reflexión sobre las condiciones que otorgan a una experiencia la posibilidad de ser escrita. Para ello, es necesario trabajar sobre un texto donde se escriba del dominio del resto que no está disponible a lo que Derrida toma por escritura, del resto de lo que se resbala a los sistemas operativos de signos. Para poner a prueba el dispositivo descrito, se propone en este artículo una lectura del cuento de Borges “Funes el memorioso”, publicado originalmente en el diario La Nación, en 1942, y luego incluido en Artificios, dentro de Ficciones (1944). La historia de quien, debido a un accidente, adquiere una memoria extremadamente superior en extensión y detalle y que, debido a ello, accede a una continuidad inaccesible para los otros mortales, viendo como pierden sentido los límites que distinguen tanto la cultura como el lenguaje, comprometiéndose la integridad de la identidad y de la existencia. Esto está desarrollado en el cuento a modo de una semblanza luego de la muerte de tal persona, Ireneo Funes, joven sencillo de fines del siglo XIX en Fray Bentos, Uruguay. Esta referencia de otra persona, alimentada lateralmente por otras versiones y destinada, de acuerdo a lo expresado por su autor –el narrador creado para esta ocasión por Borges–, sirve para unirse a otras voces en una recopilación de testimonios. Así, la memoria sobre Ireneo Funes, de una naturaleza distinta a la que él podría ostentar –como se desarrolla más adelante–, se constituye mediante el acopio y organización de unidades distinguibles como tales, con patrones propios que, no obstante, contienen en sí la posibilidad de operar con otros describiendo juntos otros niveles emergentes. Se puede extraer un esbozo de biografía del difunto joven memorioso a partir de un conjunto de diversas autorías, distintas voces que cobijan brechas entre ellas y en ello invitan a quien las lee a hacerse cargo del sentido con el que las sutura, precisamente porque son los ojales de los signos los que contienen 2. SOBRE LA DIFERENCIA: LA DISEMINACIÓN COMO PRESERVACIÓN DE LA TENSIÓN RETÓRICA En un momento anterior a la dialéctica, la diferencia aparece como un indecible emergente anterior a la síntesis, conteniendo, en contraste con la segunda, la tensión acumulada, un proceso irreversible que aún no se ha desencadenado y que, por tanto, contiene un valor prístino, retóricamente hablando. La diseminación propuesta por Derrida es también lo que el narrador del cuento de Borges presenta como inevitable: la exposición retórica de una discontinuidad, de una carencia de resolución que expone la disponibilidad de elementos arrojados, de ojales sin suficientes hilos que llevan inscritos en sí, sin embargo, algunas, quizá varias, de las rutas en las que les es posible participar. Desde las dudas e inexactitudes, ese narrador de Borges extrae un potencial particularmente provechoso para referirse a 123 Funes el memorioso: escritura y olvido la posibilidad de algún hilo que les articule como sucesiones operativas. Vale esto para autores como para palabras, pues, como se repetirá más adelante, el lenguaje se escribe a sí mismo. Este texto, en ese sentido, se suma a la semblanza abierta en memoria de Funes, cooperando con analizar densamente la recuperación que el narrador del cuento de Borges da como ofrenda, al mismo tiempo que se acopla a la faena de deconstrucción desbloqueada por Derrida. Se encuentran, así, dos hebras de sentido en un nodo en el que se explora las condiciones mismas de constitución de las mismas. En las siguientes páginas, el argumento se estructura en una línea de profundización que parte desde los elementos filosóficos en torno a la necesidad de la diferencia para la viabilidad del sujeto y la subjetividad, especificando luego los modos en que esto condiciona la actividad cognitiva. Acto seguido, en diálogo con Derrida, se complementa lo anterior con la revisión de las implicaciones semióticas que no sólo son condicionadas por la situación cognitiva sino que participan activamente en configurar la resultante relación entre sujeto y realidad mediante el conocimiento, la memoria y el lenguaje. Tomando como eje a Funes, esta línea argumental se expresa en negativo, caracterizando la incompetencia cognitiva, luego nominativa y finalmente diacrítica –en dos grados de profundidad– del joven de Fray Bentos. El olvido, esquivo para él, se revela aquí como motivo de la escritura derridiana y como estructurante de la misma. Antonio Baeza-Henríquez 124 aquel cuya memoria era extraordinaria, abriendo la puerta a los beneficios del contraste y, además, de la desarticulación entre cúmulos de información incompleta. Recuerdo y olvido, como figura y fondo respectivamente, posibilitan el fiel retrato impresionista del memorioso. La duda derivada del asedio del olvido al recuerdo es la que detiene el advenimiento esterilizador de la síntesis y mantiene el estado de diseminación que sostiene la retórica, la que de Man ve aparecer en el espacio de liminalidad entre lo literal y lo figurado, aberración referencial donde se deja en suspenso la lógica de modo permanente o al menos indefinido, lo que resulta incluso más tenso y taxativo en cuanto a la no resolución. En “Funes el memorioso”, la impronta lógica extraída de la revisión de la pregunta de Locke por un lenguaje nominalista genuino permanece como base de comprensión, calzando cada frase escrita con lo que el razonamiento nos permite esperar de un caso hipotético como el de Funes, quizá similar al que en la realidad aparece en viajes psicodélicos; del aumento extremo de la memoria se siguen las implicancias que relata tal narrador de Borges, imperfecto, sin el grado importante de omnisciencia distinguible en “La biblioteca de Babel” o “Las ruinas circulares”, pero consistente. Su fuente es el encuentro mismo con Ireneo Funes cuando va a recuperar sus libros de latín para volver a la ciudad. El caso es explicado y ejemplificado con claridad. Sin embargo, la situación de Funes lleva todo lo anterior a una posición intrascendente, pobre, con respecto a la experiencia. Borges expone así la pequeñez de las instancias lógicas de entendimiento frente a un mar de fondo de una verdad intransferible, no posible de poner en palabras debido a las limitaciones de estas por causa de su base conceptual. Por ello, el tono del narrador es modesto, casi pidiendo disculpas, asumiendo una inferioridad de su abordaje frente a la inmensidad perceptual abierta para Funes, aunque Álvarez (63) nota en ello una ironía, dado que el narrador, a pesar de haber dicho que no tenía derecho a pronunciar el verbo sagrado, lo usa repetida y explícitamente en su semblanza. Lo que para nosotros es un panorama compacto, aunque consistente, del caso del joven uruguayo, es en realidad un archipiélago tal como lo es la sensación perceptual de los mortales comunes. No obstante, podemos llegar al menos a esa idea, a la conciencia de que el cerco de la finitud está más cerca que lejos y que es ello lo que nos permite vivir con un monto al menos promedio de sentido. La continuidad –en cuanto lo opuesto a “lo discreto”–, en cuanto idea, funda ante nuestras percepciones limitadas la brecha teleológica que describe un monto finito y quizá escaso de retorno de lo real a la experiencia del sujeto. Paradójicamente, para dar soporte al concepto de continuidad requerimos que ella sólo se manifieste mediada por las ranuras de lo que aparece ante nosotros como discreto. Requerimos de su interrupción para dibujar su marco formal. Moreiras profundiza en este asunto respecto de “Funes el memorioso”: La necesidad de la diferencia para mantener la estructura de la memoria encontrará en las siguientes páginas una armonía particular con el pensamiento de Derrida a la hora de examinar el don e infortunio de Funes, quien se ve inundado por la totalidad sin hallar en ella ranura alguna para sujetarse, para quedar sujeto de alguna manera frente a ella. El retorno de lo real en su grado absoluto cancela la brecha teleológica pues cierra las posibilidades de suposición dada la certeza total, desmantelando todo sentido posible del pensamiento, la percepción y la conciencia, dispositivos que se justifican precisamente en la necesidad de gestionar vacíos y dudas. Nada es posible de comunicar tampoco, pues los objetos de referencia no son accesibles, ya que su posibilidad misma depende de una estabilización de los mismos, de una permanencia que les permita ser distinguidos por quien observa y de una discontinuidad que funcione como límite entre ellos y el resto de las cosas. Nada de eso está disponible en la continuidad. No obstante, como bien indica Moreiras, Borges configura el estado de Ireneo como un “casi”, evitando lidiar con que la percepción total y la memoria total son situaciones contradictorias, dado que la primera “nos hunde en el instante y no hace lugar a la memoria” mientras que la segunda “excluye la 125 Funes el memorioso: escritura y olvido Funes lograría absoluta identidad personal en el acceso a la absoluta plenitud del tiempo, en total memoria [...] porque la memoria total es el don susceptible de lograr un retorno infinito de lo real, donde lo azaroso de la multiplicidad de acontecimientos singulares encuentra un orden capaz de producir identidad y así dotar al mundo de estabilidad ontológica. Desde esta perspectiva Funes aparece como maestro del retorno teleológico, maestro del propósito de la existencia. Pero no hay memoria sin olvido [...] En el límite, la memoria total es indistinguible del total olvido [...] Ireneo descubrirá la necesaria función de la diferencia entre olvido y memoria en el devastador proceso de perder esa diferencia. También para él la realidad se anunciará últimamente en la retirada de lo real [...] es el don de la impresentabilidad de lo real. (57) temporalidad presentativa de la percepción” (54). El “casi” de Borges es lo que permite a Ireneo encontrar agujas de comunicación y sentido en un pajar de caos subjetivo. Un mínimo de discontinuidad se conserva para permitir que Funes converse con el narrador de Borges. En esto, el papel de la escritura en cuanto juego de signos merece una revisión detallada, a la que se contribuye en los siguientes apartados. Antonio Baeza-Henríquez 126 3. LA DISCONTINUIDAD COMO CONDICIÓN DEL TIEMPO Y DEL PENSAMIENTO: EL OLVIDO COMO MOTIVO DE LA ESCRITURA La combinación entre presencias y ausencias, entre silencio y habla, entre ojos abiertos y cerrados, es lo que permite el pensamiento. Las discontinuidades, filtros y vacíos, así como la omisión de detalles en aras de una selectividad útil es lo que hace emerger la abstracción y, por tanto, la conceptualización. La cognición tiene mucho de economía en su operar; el diseño del ser humano está optimizado para lidiar con su parcela de realidad y la cultura, con sus artefactos; es el complemento que permite horizontes más amplios y que ha propiciado los avances de las civilizaciones. Pero, precisamente, la necesidad de cultura se funda en la modesta finitud de la capacidad de acumulación de saberes y datos en una mente individual. Algunos casos privilegiados, como el de Borges, son, sin embargo, resultado de entrenamiento, estimulación de un ambiente propicio y sumergimiento en la biblioteca de la cultura. Literalmente se trata de bibliotecas en Borges, elemento que no deja de ser problemático respecto a los intelectos, en particular los obsesionados con su propio crecimiento; la búsqueda del libro que es catálogo de todos los otro libros ofrece una frustración que no pocos resolvieron con el suicidio, lanzándose a la caída libre eterna por la fosa central en la Biblioteca de Babel. Tal preciado catálogo trata del documento maestro que vuelve accesible lo ominoso –la inmensa biblioteca– tra(ns)duciéndolo desde un registro continuo a uno discreto. De una grandeza indiferenciada a una extensa lista de elementos distinguibles, identificados y organizados. Con las mentes brutas individuales pasa algo similar: se requiere formar catálogos de las cosas que están en el mundo para gestionar el impacto constante de lo que se propone llamar “sopa sensorial”, experiencia indiferenciada cuando nacemos y apenas atenuada en ello desde el momento del ingreso al lenguaje. Los años van formando el catálogo mental y van cerrando los diques a la estimulación, organizando Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez. (133) Este tema se trata en “Funes el memorioso” desde más allá de Locke, incluso; lo que para el liberal inglés era un idioma imposible, que nombra a cada objeto del universo sin recurrir a clases o abstracciones, para Funes resultaba algo muy vago. Castillo y Granda hallan en los poemas “Everness” y “Ewigkeit” (OC 928), así como en “Anverso”, en (La cifra 68), otras ideas acerca de la condena a recordar, el olvido inexistente o fuera de alcance como agente de purificación y auto-redención, y la memoria como una facultad de elegir y re-escribir. Sobre esto, Stewart profundiza 127 Funes el memorioso: escritura y olvido la realidad para poder vivir en ella. Ello requiere poner serias riendas a la sensibilidad y también contar con la posibilidad de olvidar, de soltar datos y recuerdos desde la memoria tal como un globo aerostático arroja bolsas de arena. En este proceso, a partir de la repetición, algunos elementos antes indiferenciados del fondo de la realidad –del pleroma– pasan a ser unidades (creatur) sin relación, luego objetos relacionados, luego parecidos y finalmente análogos, contenidos en una clase. Los signos pueden hacer lo suyo gracias a ello; trabajan en equipo, con los otros signos inscritos en cada uno de ellos como traza. Necesitan constituir sistemas al alcance de los seres humanos que participan en los juegos de lenguaje. Un catálogo de signos que cuente con uno para cada objeto individual en el mundo sería simplemente intrabajable; la sucesión de los niveles de abstracción reduce el número de referentes a una cantidad amasable por las comunidades humanas para comunicarse con un grado suficiente de efectividad y significatividad. Al respecto, en “Funes el memorioso”, Borges toma el cuestionamiento de Locke al nominalismo apelando al lector a razonar; el cuento opera como reductio ad absurdum dentro de un argumento contra una postura filosófica, el nominalismo: Antonio Baeza-Henríquez 128 en que Locke, en su ejemplo de lenguaje nominalista extremo, implica la incapacidad de tener ideas compartidas, pues las palabras imaginadas para nombrar objetos no se compartirían en un universo o catálogo común y la memoria humana individual no podría soportar vivir manejando una porción tan baja de los nombres de todas las cosas. La diversidad de experiencias haría que gran parte de las palabras que se manejan fueran solipsistas. “Knowledge is not merely a catalogue of particulars, but rather general rules of relations and categorization of individual things. The point of Borges’s story, ʻFunes the Memorious,’ is to demonstrate precisely this” (73). Sobre lo anterior, puntualiza Martin que no puede afirmarse que Borges sea antinominalista basándose sólo en este categórico ejemplo, pues en “De las alegorías a las novelas” se encuentra literal una refutación a ello –“El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente; su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa” (OC 2: 124)–, lo que lleva al crítico a concluir que ello en muestra, más bien, que “parecería que el escritor se entretiene señalando las deficiencias de las dos posturas extremas” (“Borges: ¿nominalista o antinominalista?” 187). Tal como lo desarrolla Kreimer, la de Funes se asimila a la constante experiencia de lo sublime, un bombardeo constante de experiencias que cancelan el curso de lo organizable, representable o decible. Constante, además de continuo, sin pausas, sin intersticios, sin un espacio de vacío para que las percepciones se aglutinen en objetos en el espacio mental. Dicho en términos cognitivos: no hay permanencia del objeto, porque lo que desaparece y vuelve a aparecer ha vivido tantos cambios en el instante de su ausencia ante los ojos que se vuelve imposible, para Funes, identificar dos instancias como correspondientes a un mismo elemento. “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)” (133; cursivas del autor). En la figura de este perro se detiene Johnson, considerando que Borges lo toma prestado de Kant, quien en la Crítica de la razón pura lo toma para ejemplificar el modo en que los objetos pueden cobrar existencia aperceptiva. El tiempo, para estos efectos, es una manifestación de la sensibilidad interna que, en el dominio trascendental, intuye la identidad entre dos o Pero desde un punto de vista macroscópico, es mucho (muchísimo) más probable el pasaje entre configuraciones de menor a mayor multiplicidad que al revés: es mucho más probable pasar de “mancha de tinta en la parte superior” a “agua uniformemente azulada” que al revés, y es mucho más probable pasar de “naipes acomodados por palos” a “baraja desordenada” que al revés. La asimetría del tiempo está en la síntesis macroscópica que hacemos de la multiplicidad del mundo microscópico. Pero esa multiplicidad es, al fin y al cabo, una limitación de nuestro lenguaje y de nuestra accesibilidad a cada estado íntimo de la naturaleza. Si pudiéramos darle un nombre distinto a cada orden de la baraja, no habría motivo para preferir un orden sobre otro y no tendría sentido decir que al mezclar desordenamos. (49) Rojo sostiene que Funes no asiste al estado perceptual de síntesis que permite la asimetría que hace andar el tiempo. No hay, en su experiencia, momento distinguible del anterior pues no existe entre tales la brecha necesaria. La pérdida de detalle y resolución da pie forzado a la cognición para reemplazar la falta por extrapolación, posibilitando así la existencia de objetos mentales formales. Martin (“Borges, Funes y… Bergson” 20405) se apoya en Matiére et mémoire. Essai sur la relation du corps à l’esprit, de Henri Bergson, para distinguir este tratamiento necesario de la memoria por parte del intelecto, basado en el descarte de la información inútil para lo práctico –en términos de Bergson, el tratamiento con la matería–, de la memoria que ostenta Funes, conceptualizada en este marco como “percepción pura”, libre de la resistencia que opone la materia al lidiar con ella. Martin recoge así un elemento explicativo de la experiencia mnémica de Funes que es distinto al accidente en caballo: el aislamiento, debido a su incapacidad física. Funes, en términos estrictamente bergsonianos, se sustrae de la materia. Esto es importante porque abre el campo de aproximaciones al problema expuesto por Borges en el cuento: no sólo los hitos 129 Funes el memorioso: escritura y olvido más estados de la experiencia y, a partir de ello, determina para sí la permanencia de un objeto formal. Rojo lleva esta centralidad de la discontinuidad a la argumentación respecto a la sensación del paso del tiempo, cuyo sentido unidireccional y transcurso son posibles precisamente porque el observador no conoce la totalidad de los cambios, a escala ínfima y macro, del sistema que está mirando para tratar de constatar dicho el paso del tiempo. El crítico explica la asimetría entre pasado y futuro de manera muy clara: Antonio Baeza-Henríquez 130 históricos sino también las condiciones del habitar cotidiano resultante –tal como Funes se incapacita debido al accidente–, arrojan al sujeto a adolecer su condición. Que Ireneo Funes pase días y noches en un cuarto oscuro puede entenderse no sólo como una consecuencia, un modo necesario de afrontamiento ante la invivible percepción precisa y ominosa, sino también como una condición que permite y favorece tal estado subjetivo, contribuyendo a perpetuarlo. Sin embargo, e incluso yendo más allá, la condición adquirida por Ireneo Funes a los 19 años no se explica sólo por lo que en su cuerpo le ha llevado a no poder olvidar o por la suspensión del contacto con la materia: algo en las características del lenguaje coopera para que esto ocurra. El plástico juego de los signos pierde jurisdicción cuando no hay una discontinuidad en la experiencia, cuando no hay necesidad de construir un puente sobre un abismo entre dos elementos para coser hebras de sentido. No se trata, no obstante, de que los signos no puedan “representar” –indirectamente– un referente continuo; ello deja de ser un problema pues ambos dominios, el perceptual y el del lenguaje, no se corresponden. Los signos son resbalosos entre ellos y también respecto a los referentes posibles. El punto es que el malogrado joven de Fray Bentos –más allá de que “llevara la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado” (Ficciones 127)– no encuentra en el lenguaje un símil para expresar lo que transcurre en su experiencia carente de discontinuidad, motivo que le haría saltar el abismo desde el dominio de lo real al de los juegos del lenguaje donde, de acuerdo a Derrida, toda oralidad es una escritura. Al respecto, Rodríguez observa que Derrida subvierte el fonologo-centrismo mediante el planteamiento de la diferencia entre signos inscrita en el modo de traza en cada signo, el que contiene su incompletitud precisamente para jugar a significar con los otros signos, sin posibilidad de encontrar origen ni una conciencia ulterior, cuyo significante sería la palabra hablada y, en segundo lugar, como significante de significante, la palabra escrita. La textualidad de Borges se inscribe de un modo complejo en este acto subversivo. Es evidente que hay en Borges un privilegio del significante y no hay, por lo tanto, una represión de la escritura. Sus textos más definitivos no se muestran como la producción de un sujeto (autor, creador, vate) sino como la transformación de otros textos. Ningún texto [de Borges] […] es comprensible sino en cuanto remite a otro texto, en cuanto se constituye a partir de la traza de él en otros elementos de la serie textual. (82) Il y a des choses, des eaux et des images, un renvoi infini des unes aux autres mais plus de source. Il n’y a plus d’origine simple. Car ce qui est reflété se dédouble en soi-même et non seulement comme addition à soi de son image. Le reflet, l'image, le double dédouble ce qu'il redouble. L’origine de la spéculation devient une différence [...] Oubli parce que médiation et sortie hors de soi du logos. Sans l’écriture, celui-ci resterait en soi. L’écriture est la dissimulation de la présence naturelle et première et immédiate du sens à l’âme dans le logos. Sa violence survient à l’âme comme inconscience. Aussi, déconstruire cette tradition ne consistera pas à la renverser, à innocenter l’écriture. Plutôt à montrer pourquoi la violence de l’écriture ne survient pas à un langage innocent. Il y a une violence originaire de l’écriture parce que le langage est d’abord, en un sens qui se dévoilera progressivement, écriture. L’“usurpation” a toujours déjà commencé. Le sens du bon droit apparaît dans un effet mythologique de retour. (55) 131 Funes el memorioso: escritura y olvido En “Funes el memorioso”, sin embargo, más allá de la protuberancia ficcional extraída de An Essay Concerning Human Understanding de Locke y del antecedente directo –mas no confirmado biográficamente– que Benítez encuentra en Sobre la utilidad y el perjuicio para la vida de Nietzsche respecto a la capacidad de olvidar –“Imaginemos el caso extremo de un hombre al que se le hubiera desposeído completamente de la fuerza de olvidar […] no sería capaz de creer más en en su propia existencia, ya que vería todas las cosas fluir separadamente en puntos móviles” (42)–, estamos ante el caso de una persona a la que el lenguaje se le escapa entre los dedos. Es cierto, no hay referentes ulteriores a los que remite el juego de signos, pues todos ellos se refieren a su conjunto y se llevan inscritos unos a otros en ello, pero, a partir de Ireneo Funes, además aparece una duda sobre si existe referente alguno, un conjunto de al menos dos elementos diferenciados del pleroma que amerite la transducción entre experiencia y lenguaje. No hay nada a lo que referirse precisamente porque está todo absorbido en el todo. Es, por tanto, la finitud la que lleva a una economía donde el olvido es el despojo necesario, condición para el sentido. La escritura es posible gracias al olvido; sin embargo, Derrida advierte sobre la necesidad de definir qué se olvida y qué naturaleza se funda al olvidar: Antonio Baeza-Henríquez 132 El planteamiento del olvido como motivo de la escritura, implicado en el fono-logo-centrismo que Derrida invita a deconstruir, trae a la base una sustracción de esencialidad a la escritura –en cuanto puesta en práctica de juegos de signos y no necesariamente el acto físico de escribir– frente a la que se considera como pureza comunicativa en el habla. Esa distinción se pulveriza al enfrentarnos al caso de Ireneo Funes, dado que el suplemento de la escritura no es el habla sino un dominio no configurable, un excedente de significado que es precisamente la experiencia no disponible para compartir: en su caso abarca una porción decididamente mayoritaria dentro del total de la experiencia, encontrando sólo islas de pensamientos y vivencias transferibles, con dificultad para hilar o crear un mapa en el que el sentido se sostenga. En ese sentido, el narrador, que recuerda a Funes al escribir-se, en su falibilidad asumida, evoca islas que, de todos modos, son muestra representativa de un discurso que parece más una suma de diseminaciones que un tronco del que se sostengan ideas mediante relaciones de jerarquía. No se escribe para paliar el olvido de lo que se habla, sino que se escribe –a veces hablando– como consecuencia producto del olvido del fondo de la experiencia. Puede, en ese sentido, sostenerse lo que Derrida critica –el olvido como motivo de la escritura– teniendo como ejemplo suplementario la situación de Ireneo, donde lo continuo tiende su manto sobre lo discreto, borrando o ensombreciendo los baches y los quiebres entre las losas. Si se ve aumentada la zona en que la diferencia se desdibuja, se disminuye la posibilidad de que lo vivido sea posible de ser escrito. 4. LA INCOMPETENCIA DIACRÍTICA DE IRENEO FUNES: EL OLVIDO COMO SUCESO ESTRUCTURANTE DE LA ESCRITURA En sus últimos años, inmerso en la continuidad, el joven de Fray Bentos apenas habría accedido a juegos de signos que inviten a su nombre, Ireneo Funes, a ser parte de cadenas de significación. La propia continuidad de su identidad se ve seriamente comprometida al estar inmerso en su memoria y sensibilidad aumentadas, en tanto apenas logra mantenerse sostenido del lenguaje de modo residual, disminuido y casi desprovisto de sentido. No obstante, el signo de su nombre opera también en la memoria y el pensamiento de otras personas: el narrador, Bernardo Haedo –primo de quien habla; asimismo, Haedo es el segundo apellido de la madre de Borges, Leonor Acevedo Haedo– y doña María Clementina Funes, madre de Ireneo. Una vez muerto Funes, la semblanza que del narrador recoge lo que a su recuerdo modesto ha nutrido: Un pequeño trazo de recuerdo del narrador le permitió apreciar al joven aún desprovisto de su nombre. Los signos para gestionar el impacto provocado por este peculiar personaje van ingresando paulatinamente, primero sólo como “Ireneo” y después revelándose el apellido, para construir ambos un tercer significante que sólo contextualmente los contiene. Dos cruciales facultades manejaba Funes antes del accidente, descritas por Haedo de inmediato: “saber siempre la hora” y saber con exactitud los nombres. Ambas operaciones tratan acerca de pasar a modo discreto lo continuo, de sostenerse en una rejilla de diferencias para señalar aquello que se distingue en el todo. En términos de Derrida, estas habilidades pueden entenderse sintetizadas en el acceso, mediante el juego de signos, a la escritura, que no es signo del signo que es la palabra hablada sino la sustancia de la misma, sistema que hace posible el poner los asuntos sobre la mesa de la revisión compartida y, por tanto, de la episteme, de toda posibilidad del conocimiento: “et l’écriture n’est pas seulement un moyen auxiliaire au service de la science — et éventuellement son objet — mais d’abord, comme l’a en particulier rappelé Husserl, dans L’origine de la géométrie, la condition de possibilité des objets idéaux et donc de l’objectivité scientifique. Avant d’être son objet, l’écriture est la condition de l’epistémè” (42-43). Ireneo Funes, en ese sentido, inmerso y ahogado en la continuidad de lo real, se ve impedido de acceder a los objetos ideales que permiten no sólo el diálogo mediante conceptos comunes sino la historicidad misma. El joven no se percibe a sí mismo, sin embargo, como alejado de la verdad, sino al revés: el juego de lenguaje le parece insalvablemente insuficiente 133 Funes el memorioso: escritura y olvido Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: “¿Qué horas son, Ireneo?”. Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: “Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco”. La voz era aguda, burlona. […] Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. (126-27) Antonio Baeza-Henríquez 134 como para referirse a lo que percibe y experimenta; el conocimiento, en ese sentido, es fútil para expresar lo real. Cabe preguntarse si sería distinto de haber Funes compartido con alguna tribu o colectividad con la misma situación sensorial y experiencial, habiéndose incluso criado así. La importancia de esta duda radica en que nos traslada de inmediato a otra cuestión más sustancial: la imposibilidad de Ireneo de participar en el lenguaje, ¿se debe a que nadie más comparte lo que a él le pasa o a que las discontinuidades son necesarias para toda comunicación mediante signos? ¿Sería la hipotética tribu de hiperestésicos e hipermnésicos –una va de la mano con la otra, sin duda, pues el percibir es subsidiado segundo a segundo por el recordar– un grupo de seres inhabilitados para participar de todo tipo de escritura como, por ejemplo, la oralidad? Inclinarse por la primera opción requiere admitir una reducción de la base del lenguaje a un carácter social, de lo compartido del código, en perjuicio de una revisión de las condiciones que hacen que algo sea posible de ser escrito, de lo que posibilita el salto sobre el abismo entre lo real y lo lingüístico. La segunda, más plausible, requiere aceptar la fatal condición extralingüística –o más precisamente, en los márgenes del lenguaje, quizás decible como “peri-lingüística”– de la experiencia vital de Funes, lo que también le expulsa de la historicidad. Todo lo anterior, pese a haber aprendido el latín gracias a los libros prestados por el narrador, a su bella caligrafía, su manejo de la ortografía de acuerdo a la norma de Andrés Bello, a la perfecta reproducción de períodos de tiempo y a la referencia a todo esto con exactitud usando, por cierto, el idioma: Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: “Más recuerdos tengo yo solo de los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”. Y también: “Mis sueños son como la vigilia de ustedes”. Y también, hacia el alba: “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo. (131) 135 Funes el memorioso: escritura y olvido Gran parte de la robusta descripción es obra del narrador y no de Funes. Es el visitante quien, años después, logra articular este trozo para la semblanza a partir de su recuerdo. La reconstrucción de un día entero mediante el mismo lapso de tiempo es algo mencionado, pero no transcrito, pues ello ocurrió fuera del lenguaje, sólo en la evocación interior de combinaciones de sensaciones, proceso continuo no traducible a esquemas de signos. Queda abierta la pregunta de cómo Funes pudo, entonces, leer las obras en latín que pidió prestadas, sin perderse en los detalles de la tipografía o, al mirar una “r”, perderse rememorando otras similares. Más allá de ello, se sugiere que, para el joven, la única forma de acceder a un trozo significativo de escritura es memorizándolo, tratándolo como objeto y no como trozo significante o, de otro modo, tratando con significantes vacíos, con la escritura sin más sentido que sí misma, saltando efectivamente el abismo ya mencionado pero quitando los anclajes con lo real. No es que Funes haya aprendido latín: memorizó un alucinante número de palabras en ese idioma, conjunto que a quien lo hable le hará sentido, como al estudioso narrador. Ni siquiera con un abultado libro de traducción latín-español habría podido el joven llegar a aprender genuinamente el idioma. Ello, pues a lo que no accede Funes es precisamente a la diacrisis, a los rasgos distintos internos de la lengua, la oposición entre rasgos relevantes y no relevantes que también operan como signo pero no están cristalizados en objetos o eventos perceptuales, sino en la danza entre diferencias que funden información y similitudes que funden conceptualización. Es lo que el narrador le puntualiza siendo ignorado –“no me entendió o no quiso entenderme”– por Funes: que poner nombres individuales a cada número, a cada cantidad, “era precisamente lo contrario a un sistema de numeración” (132), dado que el sistema decimal, por ejemplo, existe el valor posicional como propiedad que altera el valor de los dígitos y que produce sentido desde el amalgamiento de signos. Un sistema de expresión, más que un catálogo de nombres lo suficientemente amplio. Un principio que no se centre en catastrar elementos sino en producir sistemas de signos que Antonio Baeza-Henríquez 136 sean operativos unos gracias a los otros y viceversa, comportándose emergentemente como dispositivos de aprehensión y acción que accedan a mayores niveles de complejidad, logro y, por cierto, economía. El olvido es un despojo necesario también en un sentido económico de los propios sistemas de signos pues les obliga a configurarse en combinaciones significantes de pocas unidades de longitud, basándose, por tanto, más en la eficacia de las reglas del juego de lenguaje que en la correspondencia entre la unicidad del referente y la propia del significante. El olvido estructura la escritura. Si esto es así y, como ya se dijo, la escritura es un método para olvidar, se sigue que el olvido estructura su propio método. La memoria que sí puede ser escrita es, por tanto, escrita para olvidar. Puede leerse en clave fúnebre; una instancia de duelo, una constatación de que algo que estaba se ha ido, una ayuda para asumir una partida y olvidar el dolor y la esperanza de remedio de lo irreversible. Referida a la ausencia, no la remedia, sino que hace presente la falta de presencia. De Bona y Bressan, en su lectura de “Funes el memorioso”, destacan el papel de la afectividad en el ejercicio del recuerdo, dado que ello es el bálsamo que posibilita la construcción colectiva del mismo. Más allá de que “el narrador es consciente de la falibilidad de su memoria” (496) y de la modestia con que asume ello –“Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto […] Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador” (Ficciones 125)–. La imagen a la que accede quien lee emerge de la interacción de seres en duelo. Funes no podría haber transmitido, en su estado, una semblanza como la que comparte el narrador: ello habría requerido que su texto sobre sí mismo refiriera a los textos de otros para otorgar sentido a su biografía. Se requieren los respaldos que permitan corroborar contenido entre distintas unidades significantes y es precisamente el monto de diferencia entre las versiones interactuantes las que otorgan el sabor al corte final que se ha seleccionado o obtenido. Estamos allí ante un suplemento de una naturaleza distinta al que se ha descrito más arriba para el caso del excedente de significado en Funes; no se trata, en este caso, de la incomodidad que brota del contraste entre lo decible y lo no decible, sino de un suplemento que sí se encuentra en el lenguaje mismo, alojado en la diacrisis pero no sólo en sí-misma, sino en los contrastes entre distintas maneras en que esta ocurre dentro de un trozo de texto, indicio de las distintas voces 137 Funes el memorioso: escritura y olvido que actúan como fuente en el hilo. Cada voz da su testimonio con distintos perfiles de diferencias internas, patrones que a su vez son agrupables por similitud y también complementariedad –diacrisis de la diacrisis, si se quiere–, provocando la sensación en quien lee de que se está identificando un elemento emergente desde el texto, uno que puede ser llamado y distinguido como voz. Es por ello que una biografía –subráyese la partícula grafía– que encadena varias versiones termina siendo, aunque sea por perseverancia y con demora, más completa y más fiel que la que se escribe sólo desde una autoría cerrada, sobre todo si es autorreferida. El narrador de “Funes el memorioso” viene a complementar, en el modo de la memoria posible de ser escrita, otra clase de memoria que es la que se manifiesta en Ireneo Funes, una que opera frente a los signos, mirándoles desde un peñasco, abismo mediante, fuera de aquello a lo que le concierne ser escrito. La escritura, como bien sugiere Derrida en su crítica a Rousseau en De la grammatologie, no es un medio mnemotécnico, un remedio ante la que se consideró una trágica enfermedad: olvidar lo que se habla. Al contrario, tal como se indica más arriba, la escritura es un método para olvidar. Método, en cuanto se funda como ejecución deliberada ante el apremio de la necesidad del olvido. Sólo una memoria disminuida puede ser escrita. Se requieren ranuras para el ensamblaje entre piezas en la articulación de una estructura. Esas ranuras, como en un mueble, aparecen luego de la sustracción de un pedazo e invitan, luego, a que una protuberancia diferenciada de otra ranura logre aprovechar la cavidad de algún modo oportuno que permita el acople. La diferencia abre la posibilidad de ensamblaje y, por otro lado, el desnivel permite la posterior nivelación. La discrepancia y la discontinuidad entre distintas voces en el texto son, respectivamente, formas de tales fenómenos. El olvido permite ambas y, para la situación de duelo en que ya Ireneo ha fulminado toda esperanza de que hable por sí mismo, sólo se contará con memorias disminuidas para registrar la cadena significante de fin indefinido que va tejiendo la lectura y crítica de la semblanza de un difunto. Ni las modestas porciones no posibles de ser escritas de las memorias de los mortales comunes ni la exuberante que tenía Ireneo Funes son incluidas en la memoria fúnebre y luego histórica, pues al no poder escribirse no tienen manos para tomar las manos de otras de su misma especie. No acceden a la propiedad de ser eslabones de cadena alguna. Los hablantes operan como signos porque, de hecho, el 138 lenguaje se habla a sí mismo. Es su propio ejecutor. Lo interesante es que en Borges no sólo se ha tejido una notable semblanza desde la memoria posible de ser escrita sino que también se accede a que el lenguaje pueda hablar de lo que le es incompatible. Esa es la experiencia que enfrenta al narrador de Borges a lo ominoso, a lo que resplandece más allá del alcance de lo inteligible, que le lleva a señalar que le “pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y las pirámides” (135). Antonio Baeza-Henríquez 5. CONCLUSIONES: UNA CONTINUIDAD RELATIVA “Funes el memorioso” no sólo opera como buen reductio ad absurdum del lenguaje nominalista extremo hipotético de Locke, sino que también otorga la posibilidad de ser leído en modo crítico y filosófico al acompañarse o acercarse a la diseminación deconstruccionista de Derrida, dada su prueba límite de autonomía o autorreferencia de los sistemas de signos. La pregunta por la disponibilidad de referente alguno, planteada más arriba, no nos permite obviar el importante trozo de experiencia que queda fuera de la zona de significación en el caso de Ireneo Funes, quien no tiene otra opción que memorizar para armar cadenas que, para un interlocutor, gocen de sentido. Entiéndase goce como suplemento, como un emergente ya contenido, una tímida y dosificada liberación de la tensión contenida en la retórica. Memorizar como Funes es acostumbrarse a grandes significantes y extensos catálogos, pasando por alto la fase del trabajo de la articulación, donde el movimiento del ensamblaje entre unidades significantes raspa sus ranuras y libera el suplemento. El goce, la constatación de la emergencia de un nuevo sentido desde otros anteriores, es inaccesible para quien ha aprehendido las estructuras finales terminadas, tal como lo hizo Funes con el Thesaurus. No obstante, no pierde valor la pregunta respecto a si el joven se habrá, al menos, preguntado sobre la posibilidad de hablar –en cuanto hablar implica escribir, tejer texto– sobre la inmensa experiencia que le asedia. ¿Y si pensó que sólo le faltaba la destreza para llevar esto a lenguaje de una mejor manera? No fue poco lo que le contó al narrador de Borges, si evaluamos ese “poco” desde nuestro modesto vivir en el dominio de lo discreto. En rigor, su experiencia es relativamente continua, no absolutamente. Tiende decididamente hacia la continuidad y se escabulle burlesca entre las amplias rendijas entre un instante y otro para el caso 139 Funes el memorioso: escritura y olvido de la percepción normal. Como se ha señalado, su situación no es sólo extra-lingüística sino que también describe un borde peri-lingüístico, en el perímetro liminal entre lo que se puede escribir y lo que no. Si bien no podemos sino asumir que una inmensa porción de esa experiencia continua se resbala del lenguaje, sí es válida la hipótesis de que los esfuerzos de Funes por participar de los juegos del lenguaje podrían haber sido un poco más fructíferos, finita y modestamente. De todos modos, le habría sido difícil entregarse a la corriente autónoma del lenguaje; le habría costado dejarse hablar, precisamente por su sensación de aberrante imprecisión en el desempeño de los signos de una cultura cuyos participantes no cuentan con sus cualidades. Esta incomodidad es plausible de esperar pues tiene base en el desajuste del acoplamiento entre dos estándares disímiles de diferencia, patrones de brechas que difieren, si se quiere, en frecuencia. Esta diferencia entre diferencias tiene una consecuencia capital: que los signos no sólo se fundan en diferencia, sino que no todas las frecuencias o patrones de diferencias son tierra fértil para la significación. Un catálogo de nombres individuales como el que intentó Funes e imaginó Locke puede resultar más correspondiente a la hipermnesia e hiperestesia, pero no constituye un sistema de signos, un conjunto interrelacionado de elementos que no sólo ejercen en presencia sino que, al mismo tiempo, actúan en ausencia de otros y en función de esa ausencia. Un nombre es apenas un signo. Puede fácilmente no serlo y requeriría un par de credenciales para volver a ostentar significar. Así, se ha aportado aquí a deconstruir otras oposiciones adicionales a las clásicas literatura/filosofía, presencia/ausencia y oralidad/escritura. El cruce entre Derrida y Borges ha arrojado material para cuestionar los binomios discreto/continuo, lingüístico/extralingüístico y memoria/olvido. Lo continuo es tal de un modo relativo, emergiendo la frecuencia como tasa de cambios, dominando fatalmente lo discreto. Lo que está fuera de la lengua es asible, sin embargo, por la frase reciente, dado que los signos permiten que el afuera esté contenido en el adentro como propiedad bajo la forma de traza. Asimismo, no toda memoria tiene cerrado el acceso al lenguaje y no sólo eso: hay memorias, como la que recuerda a Funes en ausencia, que necesitan del juego de signos para ocurrir a distintas escalas: en la letra, el morfema, la palabra, la frase, la oración, el párrafo, el texto, el libro, la obra completa, el testigo, el autor, la voz contingente, incluso Antonio Baeza-Henríquez 140 una serie desfragmentada de entidades que hablan o de hablas a secas. Todas estas unidades emergen en una jerarquía exuberante, generándose los niveles superiores por juegos de signos en las etapas precedentes. Son hablas a secas, irremediablemente. Tales unidades son emergentes de la complejidad producida por juegos de signos diseminados sobre un fondo de percepciones inmediatas (cf. Bergson). Escrituras a secas; en su emergente, posibilitan el olvido en cuanto son el método del mismo. Son condición de la episteme, además, pues permiten articular un pensamiento que piense sobre sí mismo y sobre el lenguaje que usa para ello y, a su vez, para pensarse a sí el ser humano. Escrituras discretas, dado que las continuidades relativas son series discretas pero de frecuencias muy extremas, distintas a las tasas de cambio que los sistemas de signos humanos acostumbran a transcribir a escritura. Se requieren, necesariamente, sucesiones de ajuste entre frecuencias para dar lugar a cadenas de escritura. Los simples mortales tienen calibrado ello, o bien, entraron al lenguaje con las frecuencias de toda la vida. Funes, en una psicodelia sin alucinación, accede a los contenidos experienciales que están prohibidos para el lenguaje en un sentido formal; el lenguaje no cuenta con las llaves ni las credenciales, simplemente, para homologar sentido en esos casos. No es asunto, de todos modos, de los juegos de signos. 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