La única mujer jesuita de la historia

La única mujer jesuita de la historia

San Ignacio de Loyola consintió que Juana de Austria profesara los votos de la Compañía de Jesús ante los ruegos de San Francisco de Borja

La única mujer jesuita de la historia museo del prado

m.arrizabalaga

Jacoba Pallavicini deseaba tan fervorosamente ser jesuita que añadía a su firma «de la Compañía de Jesús» y Juana de Cardona escribió dos cartas encendidas de fervor a San Ignacio de Loyola con su pretensión de ingresar en la orden, como también pretendió Guiomar Coutinho, pero ninguna de estas solicitudes se atendió favorablemente. Solo Juana de Austria profesó los votos, convirtiéndose en la única mujer jesuita que ha habido en la historia.

El 26 de octubre de 1554 se reunieron en Roma el P. Nadal, el P. Olave, Luís Gonçalves da Câmara, Juan Alfonso de Polanco y el doctor Cristóbal y, correspondiendo a la petición de Francisco de Borja, aceptaron en la Compañía de Jesús a la hija de Carlos V. «El mismo Ignacio de Loyola comunica a Juana por escrito su admisión, aunque lo hace veladamente, sin hacer alusiones a su nombre real», señala Antonio Villacorta Baños, autor del libro «La jesuita» (Editorial Ariel).

La Regente española había sido admitida bajo el nombre de «Mateo Sánchez» (luego «Montoya») y emitió un «voto simple» de castidad, pobreza y obediencia por el que se incorporaba plenamente a la Compañía, pero de forma revocable. Villacorta apunta que «antes hubo que obtener dispensa de Roma, pues al parecer Juana después de enviudar había hecho voto de ingresar como franciscana».

La petición de Francisco de Borja, defensor de los deseos de Juana de Austria, «fue algo que incomodó a Ignacio de Loyola», pero «se vio obligado a aceptar dada la significación social de la solicitante», considera el escritor especializado en la Edad Moderna de España y Portugal. La Compañía era una institución religiosa naciente y «precisaba de apoyatura» para la creación de centros de enseñanza, justifica Villacorta, que señala además otras razones «que tienen que ver incluso con su consolidación en Roma».

Había habido varios intentos de formar una rama femenina en España, «como la de Isabel Roser y otras dos compañeras o como la de las barcelonesas Teresa Rajadell y Jerónima Oluja que, siendo clarisas, querían reformar su convento bajo la obediencia de Ignacio». También hubo iniciativas en Italia y Portugal, pero sin éxito. San Ignacio «siempre se negó a que la Compañía tuviese una rama femenina como tenían las Órdenes religiosas más venerables», recordó el cardenal Ángel Suquía en su ingreso en la Real Academia de Historia en 1988.

Unos votos secretos

Solo Juana de Austria, madre del rey Sebastián de Portugal, murió como jesuitisa, destacaba entonces Suquía, aunque su caso «se llevó tan en secreto que los datos no se registraron en ninguna parte», según Villacorta. Solo quedó el registro de la reunión que hubo en Roma para tratar sobre su admisión, aunque «el hecho se afirma entre líneas, con frases que lo dan a entender, en la relación epistolar entre los religiosos jesuitas que entonces tenían responsabilidades en la Compañía», según añade el investigador.

«Tampoco se conocen escritos de Juana de Austria en los que reivindicara explícitamente la formación de una rama femenina en la Compañía de Jesús, pero es evidente que la situación no complacía a la gobernadora, dada su resolutiva personalidad y su temperamento proactivo», sostiene Villacorta.

Ignacio de Loyola y Juana de Austria no llegaron a conocerse en persona, pero sí se trataron por escrito e incluso tuvieron sus «desencuentros», según relata el escritor: «Ignacio, a toda costa, quería desvincular a sus hijos de los oficios "cortesanos" y Juana, por el contrario, reivindicaba su derecho a servirse de ellos». La regente llegó a prohibir que salieran de España el padre Antonio de Araoz y Francisco de Borja porque precisaba de sus servicios, pese a que el fundador de la Compañía de Jesús había previsto para ellos otros destinos y funciones. Sin embargo, «es obvio que Ignacio de Loyola y Juana de Austria mantuvieron una relación provechosa para ambos», afirma Villacorta citando un escrito de San Ignacio a Nadal: «La voluntad tan buena del Príncipe (Felipe) y la Princesa su hermana (Juana de Austria) para con la Compañía, nos consuela en el Señor, esperando se servirá de tales medios su divina Majestad para algunas buenas obras de su servicio y bien común».

El ingreso en la Compañía de Jesús no modificó la vida de Juana de Austria, al menos de cara al exterior, por lo que nadie se enteró de su secreto. Para Villacorta Baños, su forma de gobernar «habría tenido las mismas improntas» si no hubiese sido jesuita, «pues su religiosidad era ya patente». En el siglo XVI la religión impregnaba por completo la vida de un cristiano.

La influencia de Francisco de Borja

Sí resulta evidente para el investigador que «Francisco de Borja influyó en su vida de manera determinante» y su amistad dio pie a habladurías en la época. La princesa lo conocía desde bien pequeña. Duque de Gandía, marqués de Lombay, Grande de España y Virrey de Cataluña, Francisco de Borja había renunciado a todos sus títulos en favor de su hijo Carlos para ingresar en la Compañía de Jesús tras la muerte de su mujer Leonor.

Su encuentro más decisivo con Juana de Austria para toda su relación posterior se produjo en abril de 1551, cuando acudió a Toro para darle unos ejercicios espirituales por Semana Santa . Francisco de Borja era entonces un miembro destacado de la naciente Compañía de Jesús y la infanta Juana una adolescente de 16 años que pronto marchará a Portugal para casarse con el príncipe heredero, don Juan Manuel.

En 1553, el jesuita acudiría a verla a Lisboa por petición expresa de los reyes portugueses Juan III y Catalina de Austria. Meses después, Juana se quedó viuda aunque se le ocultó el fallecimiento de su esposo para no perjudicar su embarazo. En enero de 1554 dio a luz a su hijo Sebastián, al que tuvo que abandonar a los pocos meses de nacer para regresar a Castilla. Su hermano Felipe II marchaba a Londres para contraer matrimonio con María Tudor («Las cuatro esposas de Felipe II», Rialp 2011) y ella debía gobernar los reinos españoles en su ausencia, dejando en Lisboa al futuro rey portugués al que nunca más volvería a ver.

Sus restos reposan en el Convento de las Descalzas Reales de Madrid que fundó en 1557 y encomendó a las clarisas.. «Es de suponer que de haber existido una rama femenina, Juana hubiese fundado un convento de monjas jesuitas», considera Villarcorta, para quien «la alternativa es lógica, pues se conoce su afición a Francisco de Asís y a Clara de Asís».

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