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Mientras tantoMagnífica obsesión

Magnífica obsesión

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

                                                  todas las pasiones, aunque inextinguibles, prometo

                                                          apagar

                                                 mientras la cerveza se va glú glú por la garganta

                                                mientras, yo me deslizo por la resbaladilla de mi destino

                                                en mi sitio en la rueda

                                                de mi karma sagrado que no me atrevo a romper

                                                que no me atrevo a romper

                                                (Ruptura de la disciplina, Sergio Mondragón)

 

Un amigo entrañable con quien comparto el gusto, la admiración, en ocasiones el pasmo y el asombro por la mejor cultura de los Estados Unidos y quien también vivió −y sobrevivió− una respetable pila de años en la tierra prometida, me hizo una sana advertencia hace otra vida: no incurrir, o al menos en lo humanamente posible, en la muy humana práctica de la nostalgia.

En concreto, mi amigo se refería a seguir escuchando la National Public Radio en línea, una vez de vuelta en su terruño. Cualquiera que haya pasado un tiempo den los USA sabe que la tentación de abandonarse entre los placenteros brazos de doña Nostalgia es altísima: cada ciudad, cada región de ese inmenso país −yo prefiero el calificativo de civilización− difunde contenidos nacionales y mantiene a su vez una programación específica, única. Así que si quiero saber qué pasa en Austin, Texas; en Chicago, Illinois; en Yellow Springs, Ohio; en Sewanee, Tennessee; en Grand Rapids, Michigan, no hay más sintonizar, gracias a los milagros de la tecnología digital, la estación local respectiva.

Pero soy un tipo testarudo así que aquí estoy, aplastado en mí mismo, pleno domingo −ese día tan propenso a provocarnos melancolías apócrifas, a ponernos en la ruta de fatuos cuestionamientos acerca del sentido de la vida, de caminatas pensativas, la mirada puesta en la acera, los zapatos arrastrándose uno detrás de otro, dizque para resolver cierto desasosiego, aquella maldita contrición que, así lo queremos creer, nos consume las entrañas−, decía que aquí ando, sumido y al mismo tiempo como arrojándome de cabeza al pozo de la melancolía.

Menos mal que mi amigo es muy mi amigo, de lo contrario no tendría cara −ni pluma− para escribir lo que sigue.

Un domingo, serían las cinco o seis de la mañana, desperté en un piso que habité durante un par de años en Chicago. Hablo del tiempo de las cavernas: la gente todavía prendíamos un rudimento llamado radio, estirábamos un brazo y girábamos con la yema del dedo la perilla con la que se sintonizaban las estaciones radiales. No quiero parecer un tonto exquisito, no lo soy quizá para mí propia infortuna, pero hay que aclarar que las estaciones de Chicago, fuesen de música o noticiosas, eran todas chatarra en su estado más puro y pestífero. Así que mi pequeño radio de buró siempre estuvo en la posición del radiante que correspondía al 91.5 del FM, WBEZ Chicago Public Radio.

Tenía ganas de seguir dormido, inconsciente a los problemas del mundo, pero también sentía el gusto de estar acompañado esa solitaria mañana de invierno −tengo mala memoria para los nombres, jamás para los lugares ni los momentos: ese domingo mi barrio de Lincoln Park amaneció tapizado de nieve. Así que puse la radio en la estación referida. De estar perdido entre las brumas del ensueño y el alba elevándose lentamente, a poca distancia de la orilla del lago Michigan, regresé a la vida, si es que esto es posible en domingo a deshoras, sobrecogido por las historias que emitía la radio y que yo escuchaba, todavía tendido en la cama, acerca de caídas y recaídas en los abismos de la droga y el alcohol. La inserción de piezas musicales de diverso género entre cada fragmento testimonial, volvía la experiencia un poco más alucinante, como si todo mundo estuviera convocado a escuchar Magnificent Obsession, el programa de radio con el peor horario del planeta. Su director, Jim Nayder, justificaba esa posición en la tabla de programación no por falta de audiencia, sino porque sabía que era a esas horas infaustas y tempranas, cuando el demonio de la adicción acecha sin compasión a sus víctimas, invitándolos a inmolarse en el infierno con tal de sentirse mejor por un momento.

Comencé yo mismo a convertirme en seguidor, sin importar la desgracia de abrir el ojo a las cinco o seis de la mañana en domingo, en un yonki irredento, consumidor puntual e infaltable y de Magnificent Obsession. También aprendí que, gracias a las patadas que nos regala el paso del tiempo, solamente alguien cuya profunda imbecilidad es proporcional a su falta de humanidad, es capaz de juzgar a una persona extraviada, con o sin remedio, en el laberinto de las adicciones, cualesquiera que estas sean.

Yo mismo, desde que descubrí Magnificent Obsession, consumí a deshoras kilómetros de este programa de radio como una droga, cada domingo del tiempo restante que viví en Chicago. Era la mejor y la peor manera de comenzar el día: escuchando los testimonios de quienes voluntaria y anónimamente se ofrecían a rendir cuenta de sus desgracias, la caída y recaída de imperios, una auténtica carnicería sufrida por ejércitos de alcohólicos y drogadictos, algunos de ellos sobrevivientes, otros reincidentes.

Nunca olvidaré −¿cómo podría?− aquella tarde lejana, crepuscular, escena típica del sur de la ciudad de México, en que Alejandro Rossi se confesó largo conmigo, como si estuviéramos en el borde mismo de la extinción:

“Todos mis actos han sido un pretexto para fumar. Fumar no es un pequeño agregado a la vida, un adorno o una satisfacción sin importancia. Fumar es una Weltanschauung, una manera de estar en el mundo. Dejar de hacerlo es terrible, como pasar de una civilización a otra. Así me encuentro ahora, en ese trance difícil que yo equiparo al del hombre a quien se le desbarata el Imperio Romano. ¿Una exageración graciosa? No estés tan seguro. Fumar es una durísima adicción y las adicciones duras crean escenarios sorprendentes.”

Y vaya que si los vicios generan situaciones extremas, de risa, de llanto, la mayoría de las veces de espanto. Basta escuchar algunos de los episodios de Magnificent Obsession que sobreviven en la noche profunda del ciberespacio. Basta poner atención, combinada con una espeluznante, mórbida y a la vez esperanzadora curiosidad −el ser humano es esa bestia que no cede, que nunca se cansa− en los testimonios de Tricia, alcohólica; de Don Shannon, también alcohólico no por decisión propia desde luego sino por la putrefacta herencia que recibió de su familia; de Randy, adicto a cuanto le pusieran enfrente: cocaína, crack, trago, heroína, speed

Y así avanzan sus historias, retrocediendo, cayendo, volviéndose a levantar para recaer más tarde. Son, a no dudarlo, historias más interesantes que la última noticia acerca del político tal, de las elecciones tales: esas sí que son pasto para consumo obsesivo-compulsivo de millones de idiotas.

Por cierto, la única adicción que censuro es la de quienes, enajenados hasta la mentecatez, no pueden apartar la vista de su móvil mientras uno intenta mantener una conversación o compartir la mesa: confío más en un clochard perdido en la selva de su desamparo etílico que en esos salvajes del siglo XXI, prendidos de su telefonito.

Quien fuera el creador de Magnificent Obsession, Jim Nayder, nativo de Chicago, DJ y bon-vivant, el tipo más amigable, generoso y empático de la gran ciudad americana según el recuento de familiares, de las personas que lo conocieron y trabajaron con él, durante años mantuvo bajo secreto su propio alcoholismo, un demonio que exorcizaba haciendo su programa dominical, convocando a cuantos ángeles se cruzaban en su camino, fueran ángeles caídos o en camino de la redención.

Por algo afirma su hija, no sin razón, que a su padre le habría encantado ser un invitado en su propio programa de radio en tanto ello habría significado la recuperación de la sobriedad y, en el último de los casos, quizá su salvación ante la que fue una muerte esperada pero prematura a los cincuenta y siete años de edad. No importaron el éxito, los apoyos ni los múltiples ingresos en programas de rehabilitación.

Hay quien necesita, de manera urgente, o poco a poco, administrarse la muerte poco a poco para soportar el largo, o corto, camino a recorrer ante sí.

De eso, como de la nostalgia, nadie está a salvo. Y mejor que así sea.

 

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