Las penalidades de Cervantes, "puesto ya el pie en el estribo"
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Las penalidades de Cervantes, “puesto ya el pie en el estribo”

Imagen de la Casa Cervantes.

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Por una serie de avatares personales, me dejé en el tintero –como se decía en el pleistoceno superior– el obligado homenaje de todo escribidor a don Miguel de Cervantes en el Día del Libro. Pero como todos los santos tienen octava, los maestros pueden tener veintena, de modo que, para terminar con los tópicos, nunca es tarde si etcétera. Proceda, Morales (uno más, el último).

El 22 de abril de 1616, hace 408 años, mueren Inca Garcilaso de la Vega y Cervantes y no el 23, que dice Wikipedia del peruano y muchos del autor del Quijote para hacer coincidir su muerte con la de Shakespeare (quien, además de no saberse muy bien quién es, falleció el 4 de mayo de 1616, según el calendario corregido, el gregoriano). Pero vale, el 23 de abril, Día del Libro.

Al “desocupado lector”, como dice Cervantes en el prólogo del Quijote, le propongo para la ocasión una triple lectura: sobre el Quijote apócrifo del autobautizado Alonso Fernández de Avellaneda; sobre la Segunda Parte escrita por don Miguel y sus últimos tiempos y el pasaje que más me emociona de toda la obra: el singular combate en las playas de Barcelona entre el Caballero de la Triste Figura y el bachiller Sansón Carrasco, el Caballero de la Luna Blanca.

Diez años después de dar a la imprenta El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, hace 419 años, el 30 de marzo de 1615 se da licencia de impresión y venta de la Segunda Parte: El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Cervantes, “puesto ya el pie en el estribo”, sólo está interesado en rematar su obra más ambiciosa, Los Trabajos de Persiles y Sigismunda, que, dice en la Dedicatoria de la Segunda Parte al conde de Lemos, “según la opinión de mis amigos ha de llegar al estremo de bondad posible” –“La más cósmica carcajada jamás escrita”, para el profesor Julio Baena, de la Universidad de Colorado Boulder–.

Dice el biógrafo de Cervantes Francisco Navarro y Ledesma (1869- 1905): “(...) desde que publica la Primera Parte del Quijote, ya no es de éste ni del otro sitio, sino que es de toda España, y aun de la humanidad entera. Por eso, el Ingenioso Hidalgo sesentón trata poco o nada con literatos”.

Ha hecho la concesión de ingresar en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento, en 1609, porque ahí tiene amigos y puede relacionarse con otros escritores, pero está en su mundo. Se siente dueño de una escritura y un talento literario completamente maduros y tiene prisa por escribir lo mejor de su obra: no hay más que comparar ambas partes del Quijote para comprobarlo: la Segunda Parte es de una modernidad deslumbradora –aunque a contracorriente, diré que, por mi parte, amo la belleza de la espontaneidad, la sencillez ingenua de la Primera Parte–. Es posible aquí mantener la opinión de quienes dicen que, sin la excitación del apócrifo perpetrado por el incógnito Avellaneda en 1614, Cervantes no hubiera escrito la Segunda Parte del Quijote, impresa en 1615, tanto como que si la hubiera escrito sin necesidad de enfrentar al apócrifo quizá el resultado hubiera sido aún más luminoso, aunque, eso sí, nos hubiéramos perdido la rica y entretenida historia sobre Avellaneda y su Segundo tomo de las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas,. Quizá el escribir ésta le animó a escribir la Segunda Parte de La Galatea, proyecto que no pudo llevar a cabo.

Don Miguel está desengañado de todo, de la familia –conoce la traición de su mujer y le obliga a introducir cambios en el testamento clandestino en favor de las mujeres de su familia–, de la “amistad o enemistad. El olor de admiraciones y de odios que en pos deja, como perfume de su hábito, don Luis de Góngora no le marea como al mismo Lope mareó a veces”, dice Navarro y Ledesma, quien lo retrata moralmente en la última etapa de su vida: “Al crecer las devociones, habían crecido las maledicencias y las hablillas. Quien muchas absoluciones y penitencias ha menester, será porque peque mucho, y este sencillo razonamiento lo hacía todo el que observase la gran olla podrida de la corte, cuyo hervor, con todos sus olores y sabores (...) Por eso, Cervantes, en el período en que mayor fue su actividad pensadora y productiva, no hizo ni pensó hacer obra importante que en la corte aconteciera. ¿No es digno de atención esto? Por ningún estilo puede afirmarse que fuera Miguel un ingenio de esta corte, ni de la otra, y en este sentido aventaja a Lope y a Quevedo [y a tantos más...], quienes no olvidan jamás que son caballeros de hábito y que en la corte se les agasaja, se les teme o se les envidia”.

Quizá porque, como dice el hispanista Daniel Eisenberg, profesor de la Florida State University, “los hombres y mujeres normales y felices no escriben las grandes obras. Cervantes fue el autor de la historia de un loco, un gran loco”.

Ser o no ser Avellaneda

Y Avellaneda perpetra una segunda parte de las aventuras de ese loco no sólo con la intención de ganar “tanta fama como dineros, y tantos dinero cuanta fama” –le reprocha Cervantes en el prólogo a su Segunda Parte– sino de saldar viejas cuentas. Pues, en efecto, quien Cervantes supone –él dice “que bien sé”– que se oculta tras el pseudónimo no es otro que Jerónimo de Pasamonte (o Gerónimo de Passamonte, 1553-post 1605), un soldado de su mismo tercio “en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros”, la batalla de Lepanto (1571), en la que éste perdió la movilidad de la mano izquierda, y otras batallas contra el turco. Pasamonte había hecho circular un manuscrito, Vida y trabajos de Jerónimo de Pasamonte (1593), con objeto de reclamar una pensión al rey y en ella se apropiaba de la actitud heroica de Cervantes para disimular la suya, temerosa, cuando no cobarde, en la batalla, por lo que el Manco de Lepanto lo caricaturiza y ridiculiza en el Quijote, bajo el nombre de Ginés de Pasamonte o Ginesillo de Parapilla (Para pillar: ladrón), uno de los galeotes liberado por Don Quijote. Además, según le acusa Avellaneda en el prólogo a su Quijote apócrifo, Cervantes le plagió diversas descripciones de hechos militares “con la copia de fieles relaciones que a su mano llegaron”, el manuscrito de su Vida, por lo que Avellaneda se sentía moralmente autorizado a proceder de igual manera con el personaje cervantino.

Desde el nombre tras el que se enmascara el autor del apócrifo: Alonso Fernández de Avellaneda. Alonso, ¿por Alonso Quijano, don Quijote?; Fernández, ¿por 'Juan Español', diríamos hoy, el 'Pedro Fernández' que firma el soneto insultante para Cervantes de los paratextos del apócrifo, nombre de su protector Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos? ¿Y Avellaneda? El profesor José Luis Pérez López, de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Castilla-La Mancha dice: “Es probable que el nombre le fuera sugerido al 'autor fingido y tordesillesco' por la paronomasia con el término 'avellanado', que aparece en el primer párrafo del prólogo del Don Quijote de 1605”:

“Desocupado lector (...) ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”.

“Don Quijote y Sancho afirman enérgicamente su independencia de todo autor, incluso del autor verdadero”, añade el señalado cervantista Edward C. Riley, de la Universidad de Edimburgo: “Dice don Quijote en alguna ocasión que éste [Avellaneda] es un 'ignorante hablador' y Sancho lo llama 'hideperro'. En otra ocasión, don Quijote declara con más flema: 'Retráteme el que quisiere (…) pero no me maltrate'. Dice esto después de enterarse de que había sido publicada la versión del Quijote de Avellaneda. De hecho, varias circunstancias se conspiran para que don Quijote y Sancho salgan como dos de los personajes al parecer más autónomos de la literatura”. Otro mérito literario...

El filólogo medievalista Martí de Riquer i Morera (1914- 2013) fue de los primeros en argumentar y documentar la autoría de Jerónimo de Pasamonte, en 1969, tras la intuición del romanista alemán Alois Achleitner en 1950, y lo siguió el profesor Eisenberg, apasionado cervantista e incansable investigador cuyos descubrimientos de textos anónimos ha conseguido atribuir con solidez filológica a Cervantes. Tras ellos, una legión de filólogos ha aportado nuevos argumentos en favor de la identificación Pasamonte-Avellaneda. Y, de contrario, otra parva de cervantistas enfrentan sus razones para achacar el apócrifo a, por una u otra razón, un sinfín de autores: desde fray Luis de Granada a Lope de Vega, fray Luis de Aliaga, Juan Blanco de Paz, Alonso del Castillo Solórzano, Guillén de Castro, fray Alonso Fernández, fray Cristóbal de Fonseca, Alfonso Lamberto, Bartolomé Leonardo de Argensola, su hermano Lupercio y el hijo de éste, Gabriel Leonardo Albión Argensola, Liñán de Riaza, Juan Martí, Mira de Amescua, Tirso de Molina, Baltasar de Navarrete, fray Félix Hortensio de Paravicino, fray Andrés Pérez, Ginés Pérez de Hita, Quevedo, Ruiz Alarcón, el duque de Sessa y el alemán Gaspar Schöpe...

Otros, como José Martínez Ruiz, 'Azorín', le dio vida verdadera a Avellaneda y lo presentó como firmante del apócrifo a petición del verdadero autor, un gran amigo de la familia, naturalmente: anónimo, a la que había auxiliado en la necesidad y prometido dotar a la hija para su matrimonio y facilitarle la vida (en Con Cervantes, 1947). No fue el primero: el bibliógrafo Tomás Tamayo de Vargas (1588-1641) incluye a Avellaneda como autor verdadero en su Junta de libros (1636).

Lo que decía el profesor Ángel Valbuena y Prat (Barcelona 1900-Madrid 1977): “Hasta no falta la peregrina idea que fue el autor el mismo Cervantes”. Aunque lo cierto es que la Segunda Parte de Cervantes es, a su vez, una imitatio “correctiva, burlesca o meliorativa de la de Avellaneda”, dice el profesor de la Universidad de Valladolid Alfonso Martín Jiménez, en la que don Miguel vuelve a satirizar a Pasamonte, aquí bajo la figura de Maese Pedro, un titiritero tuerto, como lo era su viejo compañero de armas.

Si por una de esas volteretas que da la vida –hay tanta tómbola suelta...–, obligaran al ignorante a pasar por listo y yo tuviera que decidir –que ‘no lo quiera el rey del Cielo/ ni su madre soberana’– sobre la personalidad de Avellaneda, me inclinaría a pensar, por pensar: como hablar por hablar, a fantasear que si Jerónimo de Pasamonte hubiera podido ser el autor –o el primer autor, en el lenguaje literario de Francisco de Rojas y su La Celestina–, dada la escasa calidad de su Vida y trabajos en comparación con la notable altura literaria del Quijote apócrifo, le parecería que el último manuscrito, el que llegó al taller del impresor barcelonés Sebastián de Cormellas en 1614, ya llevaba sumados al original de Pasamonte trabajo e imprimátur de Lope de Vega, amigo del impresor, y no creería que fuera aventurado suponer que en él habían intervenido, además de la suya, las plumas de Pedro Liñán de Riaza (1557–1607), amigo íntimo y colaborador literario de Lope, y de otros secuaces del dramaturgo en su bullying contra Cervantes, quien definió a su acosador con sutileza como “monstruo de naturaleza” y no, como se repite a menudo, “monstruo de la naturaleza”.

Hoy se sabe –saben quienes tienen capacidad de discernirlo– que varias obras de Lope fueron de Liñán, cedidas graciosamente o, lógicamente, vendidas por éste a quien se sabía que cualquier estreno suyo era un éxito –y como, seguramente, hacían para él otros escritores notables pero sin su reconocimiento–, pues por muy “monstruo de” o “monstruo de la” naturaleza que fuera Lope, en ‘aquella época’ el día ya tenía veinticuatro horas; éstas, sesenta minutos y etcétera el etcétera. Y como la vida de Lope también tiene las horas contadas, ¿cuál no?, y ha de atender tantas vanidades como quiere servir –unas por si le abren las puertas de la corte, que va a ser que no; otras porque se las pagan, en forma de genealogías que sirven a causas judiciales espurias o de comedias a mayor gloria del ‘pagano’, y, desde luego, las que le exige su numen literario–, no hay vida humana ni varias que justifiquen tal suma y sigue, como no sea con ayudas externas o ‘taller’. Es lástima que el memorial autobiográfico –el diario–, por el simple gusto de hacerlo, aún no sea costumbre en una sociedad de criaturas necesitadas –de trabajo, de alimento, de reconocimiento, de privilegio...–: nos llevaríamos tantas sorpresas...

Aunque, quién sabe: las jarchas andalusíes del siglo IX que inauguran la historia de la poesía clásica española, aparecieron en 1948, once siglos después de haber sido escritas en Andalucía y fueron halladas, por el hispanista Samuel Stern, hebreo nacionalizado inglés, a miles de kilómetros de donde se escribieron, en la geniza –especie de pudridero de textos sagrados– de la sinagoga Ben Ezra de al-Fostat, El Cairo. Hay que mantener la esperanza hasta la gran esperanza: hasta cuando se acabe el cuento y ya no quede nadie a quien le importe nada...

Si el cervantista cubano José de Armas y Cárdenas (1866-1919) decía desesperado que “Avellaneda es un enigma indescifrable”, el sevillano Francisco Rodríguez Marín (1855-1943), que también hizo sus apuestas por uno u otro autor del apócrifo, ya un poco harto, dice que muy bien podía haber sido “algún estudiante famélico” y que todo será especular mientras no se halle el documento que declare “a la clara luz del día, con sencillez y laconismo cómo se llamaba el autor de ese libro malhadado que desveló a Cervantes y trae sin sueño, tres siglos después [ya cuatro] de dado a la estampa, a los cervantistas de ambos mundos”.

Es lo único que está claro del enredo. Mientras no haya pruebas, todo son conjeturas. Pero preciosas, “¿no’verdá?”, que dicen en mi pueblo. El Siglo de Oro de las letras españolas es lo más parecido a un Saloon Parnaso donde relucen más las navajas que los versos; está habitado por exquisitos camorristas y, parafraseando a don Miguel, en el que toda traición tiene asiento y toda puñalada, habitación (Tome nota el ‘desocupado lector’: volveremos a él).

La moralidad de lo sublime

Quien quiera meterse en honduras, no tiene, pues, más que hacerlo: pues si hay otros enigmas en el mundo que, por lo visto, acaparan atención y méritos para ser despejados por la humanidad –por ejemplos, el secreto del triángulo de las Bermudas, cómo se construyeron las pirámides, ¿era una holografía de la extraterrestridad la virgen de Fátima...?–, no dejan de ser sino peanuts en comparación con los que plantea el Quijote, no digo ya Avellaneda sino desde el robo del rucio de Sancho –por el Capitán Cautivo, otra caricatura de Pasamonte– y su reaparición a la decisión de Don Quijote, consciente y erizada de vectores psíquicos, de que su escudero detenga la autoflagelación, los “tres mil açotes y trescientos” –el número de millas náuticas de ida y vuelta entre España y el Nuevo Mundo–, que proporcionaría un cuerpo real, una realidad de carne, es decir exigente y ‘pecadora’, a la quimérica, tan manejable y cómoda por ello, Dulcinea...

De manera que, ya digo: quien quiera meterse en honduras, puede dejar el bingo, el alcohol, el tabaco, las pipas de girasol y las pin balls y dedicar el resto de su vida, como el humilde fraile de la Trapa que ha de ser, a los dos dones: don Quijote y don Miguel; nadie se lo agradecerá, es verdad –recordemos la amarga queja de Eisenberg–, tanto como tampoco se lo reprocharán si decide ignorarlos y continuar con sus rutinas. Uno ha de ver, uno verá...

Pero conviene, para las cábalas, leer un párrafo del citado cervantista Edward C. Riley sobre lo que entiende como ironía máxima del Quijote: “El destino póstumo de don Quijote ha sido el de ganar mayor fama como héroe literario de lo que jamás pudo haber soñado. Ya no como héroe de tipo tradicional, como triunfador glorioso, sino como el prototipo de un héroe nuevo, moderno y democrático. Con esto trasciende su condición de héroe meramente cómico, burlesco o patético. Aunque no puede resistir las fuerzas adversas, y fracasa en la lucha desigual, su fracaso está imbuido de cierto espíritu indomable, llama que no se apaga en la derrota física. Es un héroe de nuestros tiempos. El momento climático se encapsula cuando don Quijote se halla postrado a los pies del Caballero de la Blanca Luna, quien le ha vencido en combate singular y ha exigido que confiese que la señora de su adversario, sea quien sea, es sin comparación más hermosa que Dulcinea del Toboso; y que si no, que ha de morir”. Pero:

“Don Quijote, molido y aturdido, sin alzarse la visera, como si hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma, dijo: 'Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad'” (Segunda Parte, cap. LXIV).

Ella es la mujer más hermosa del mundo y yo soy el más desdichado caballero de la tierra y sería una deslealtad impropia de ambos que mi debilidad traicionara la verdad... No sé si hay otros fragmentos de la literatura universal –aunque es verdad, como suelo repetir, que mi ignorancia es enciclopédica– más sublimes que las líneas escritas por Cervantes para reivindicar de manera tajante de la grandeza moral de su personaje caricaturesco: la lealtad a sus principios, aunque sean imaginados, los del “cel setè que has engendrat dins del teu cap”, que cantó Jaume Sisa.

Y, en todo caso, sería dedicarse a la belleza.

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