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Asalto al coche

Asalto al coche, de Francisco de Goya.
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Asalto al coche, de Francisco de Goya.

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Curiosidades de la historia: episodio 178

El bandolerismo en la España del siglo XIX, más allá del Romanticismo

Más allá del tópico extendido por la literatura romántica, España vivió en el siglo XIX una plaga de bandolerismo, con forajidos que actuaban por todo el territorio ante la impotencia de las autoridades para frenar su actividad.

Más allá del tópico extendido por la literatura romántica, España vivió en el siglo XIX una plaga de bandolerismo, con forajidos que actuaban por todo el territorio ante la impotencia de las autoridades para frenar su actividad.

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Asalto al coche, de Francisco de Goya.

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TRANCRIPCIÓN DEL PODCAST

A principios del siglo XIX, España se había convertido, a ojos de muchos extranjeros, en «la tierra clásica de los bandoleros». Los relatos de viajes y la prensa habían popularizado la figura del bandido español de aspecto huraño y apodo inquietante, con su atavío característico y, cómo no, con el trabuco y la navaja al alcance de la mano, siempre al acecho en sus guaridas en los riscos. Turistas en busca de emociones se sentían decepcionados cuando al cruzar Sierra Morena o Despeñaperros nadie los asaltaba.

Se ha dicho a veces que esta imagen era una exageración literaria o un mero tópico. Pero lo cierto es que en esos decenios España vivió una auténtica plaga de bandolerismo. La cantidad de los asaltos y la insolencia con que se ejecutaron lo confirman, al igual que la profusión y dureza de las disposiciones tomadas para contenerlo.

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La formación de las cuadrillas

El bandolerismo fue uno de los resultados del empobrecimiento del medio rural a finales del siglo XVIII, que abocó a una parte de su población a buscar sustento fuera de la ley. Las cuadrillas estaban formadas en gran parte por jornaleros agrícolas –hasta un 40 por ciento en alguna zona de Castilla–, a los que se sumaban labradores, artesanos y vendedores ambulantes, así como desertores del ejército y soldados desmovilizados.

La necesidad de buscar sustento les empujaba a la delincuencia. Como decía un informe ministerial de 1786: «Si el jornalero y el artesano aun en los días que trabajen no pueden ganar lo que baste a mantener su persona y familia, ¿cuánto mayor será su necesidad en los muchos días en que no halla en qué ocuparse útilmente aunque lo solicite? [...]. Con este desconsuelo están expuestos a caer en una precipitada desesperación».

La bolsa o la vida

Las formas de iniciarse en el bandolerismo fueron variadas. Algunos se situaron al otro lado de la ley de forma ocasional, haciendo que los familiares protegieran su anonimato. Otros se iniciaron con el contrabando y acabaron enrolados en cuadrillas que lo practicaban junto al bandolerismo.

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El trato cotidiano que los malhechores mantenían con los campesinos entre sus asaltos les servía no sólo para estar informados y apoyados, sino también para reclutar nuevos compañeros. También los hubo que se pasaron al bandidaje tras cometer un delito que los obligaba a huir de la justicia. Por ejemplo, Anselmo Bermejo abatió en los vedados un ciervo reservado a la mesa del rey, por lo que fue condenado a diez años en el presidio de Puerto Rico.

Durante el traslado logró escapar y dio comienzo a su carrera de forajido, en la que llegaría a encabezar una numerosa cuadrilla que en la década de 1790 fue el terror de toda Castilla, tanto dentro de los pueblos como en lugares despoblados.

La forma más sencilla de bandolerismo era la de salteador de caminos y lugares despoblados y solitarios. Era la más practicada por las pequeñas cuadrillas familiares procedentes de los pueblos que jalonaban las rutas comerciales. Estos bandoleros se acercaban al camino y acechaban enmascarados el paso de carretas, diligencias, arrieros o viajeros solitarios a los que sorprendían al grito de «la bolsa o la vida».

Así actuaron los bandoleros de Zarzuela del Monte (Segovia) la mañana del 8 de mayo de 1804. Tras plantarse ante el carruaje del embajador extraordinario y ministro plenipotenciario portugués en la corte del zar de Rusia, desvalijaron a la comitiva en apenas media hora, sin más violencia que la impresión de los viajeros al verse encañonados. El botín superó los 12.000 reales, e incluyó joyas de oro macizo y la cesta con el desayuno del embajador, que les sirvió para celebrar su éxito.

La forma más extendida de bandolerismo era la de salteadores de caminos, practicada por pequeñas cuadrillas

Los principales caminos ofrecían posibilidades de botín a todas horas, pues el tráfico era abundante. Una muestra de la intensidad que podía alcanzar la actividad bandolera la ofrecen los Siete Niños de Écija, una de las más célebres cuadrillas andaluzas.

En el asalto que los hizo famosos, el 20 de agosto de 1814, detuvieron un convoy en el camino entre Écija y Marchena, y desvalijaron sus carruajes con relativo sosiego.

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Durante horas y a plena luz del día saquearon los vehículos mientras mantenían a sus víctimas maniatadas y ocultas en la espesura del monte. Era la misma técnica que había empleado una cuadrilla apostada en la venta nueva del Camino Real a Cartagena el 23 de abril de 1807, con un saldo de más de 200 personas robadas.

El historial criminal de algunos bandoleros podía ser muy largo. A Manuel Antonio Rodríguez, alias El rey de los hombres, y a su cuadrilla se les imputaron más de un centenar de asaltos que sumaron más de 500 víctimas en el entorno de Madrid. Durante la noche de Reyes de 1793 asaltaron a varios arrieros y transeúntes en el camino de Alcobendas, alguno de los cuales perdió la vida.

Los asaltos se desarrollaban en un ambiente violento y de intimidación, aunque las muertes no eran habituales

Las muertes a manos de los bandoleros no eran habituales, aunque la violencia y la intimidación eran parte inseparable de su oficio y las emplearon de múltiples formas durante sus asaltos.

En 1796, el temible Mateo Olmo, José Berros alias Mambrú, Pelayo León y una veintena de compañeros asaltaron los coches de varias personalidades en la Venta del Pozo (cerca de Villodrigo, Palencia); no sólo robaron todas su pertenencias sino que maltrataron a las víctimas de palabra y de obra, golpeando a algunas con sus trabucos.

La actividad salteadora se dirigió también contra las casas de ricos y de curas, así como contra monasterios y oficinas de recaudación de impuestos. Solían ser asaltos nocturnos, perpetrados por cuadrillas grandes y experimentadas, que irrumpían en los pueblos, tomando las calles, abriendo fuego intimidatorio con sus trabucos y lanzando carros contra las puertas de la casa que iban a robar, como hoy se lanzan coches para romper las puertas de las joyerías en los «alunizajes».

Algunos de estos robos fueron obra conjunta de varias cuadrillas, que se concertaban por carta o a través de sus colaboradores. En la madrugada del 14 al 15 de abril de 1795, una treintena de bandoleros de varias cuadrillas diferentes cercaron el pueblo Martín Muñoz de las Posadas (Segovia), tomaron las bocacalles y la iglesia y se dirigieron a la casa de un potentado local.

Tras abrir a balazos las tres puertas fuertes de la casa, el dueño, postrado de rodillas, debió entregarles más de 35.000 reales y algunas alhajas. Tras el asalto, que apenas les llevó 45 minutos, se marcharon con total tranquilidad.

Represión infructuosa

Las cuadrillas dedicadas al contrabando, que actuaban sobre todo en Andalucía y Extremadura, tenían un tamaño notablemente mayor, de varias decenas de miembros, incluso centenares.

El Consejo de Castilla describía en 1781 cómo en las estribaciones de Sierra Morena «solían presentarse en cuadrillas de doscientos, de cien, de ochenta y la menor, de cuarenta» y llegaban a entrar en ciertas localidades para liberar a sus presos y quemar los procesos abiertos contra ellos.

Las autoridades se vieron a menudo impotentes ante la proliferación de bandoleros. La sensación de impunidad de estos forajidos la expresó de forma provocativa uno de ellos en 1795, cuando se le dio el «Alto en el nombre del rey» en Otero de Bodas (Zamora), y replicó: «¡Yo me cago en el rey! ¡Aquí no hay más rey que nosotros!», para a continuación abrir fuego y escapar.

En 1784 se ordenó a los capitanes generales que persiguieran a los bandidos, pero pronto se comprobó que el ejército regular era inservible para esta misión y que los bandoleros gozaban de un extendido apoyo en los pueblos. Por ello, las autoridades recurrieron a patrullas que operaban en secreto o bien captaban a arrepentidos que, a cambio del indulto, les entregaban vivos o muertos a sus compañeros.

Sin embargo, los resultados de estas tácticas no eran siempre los esperados. Así, en 1793 se presentaron doce hombres montados y armados para ofrecer su colaboración al presidente de la Chancillería de Valladolid, a fin de limpiar el territorio de malhechores.

Alcanzaron un acuerdo extrajudicial y comenzaron a perseguir bandoleros. El problema era que no habían contado toda la verdad sobre ellos y, a la vez que simulaban cumplir lo prometido (practicando incluso alguna detención menor), siguieron robando e introduciendo contrabando.

Muerte del bandolero

El final más habitual del bandolero era la muerte violenta. La extensión de los asaltos, su insolencia y el limitado éxito de la persecución motivaron el endurecimiento de las penas. La vindicta pública se ensañó con ellos, y su ejecución se convirtió en un espectáculo horripilante.

Además de dar muerte al bandolero, su cuerpo era arrastrado y descuartizado, para luego fijar sus restos en estacas en los lugares donde había cometido sus principales fechorías. Todo bajo el pregón de «esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor en estos hombres por ladrones famosos: quien tal hace, así lo pague».

Los bandoleros sabían que el suyo era un camino sin retorno. De ahí la dramática resistencia que oponían para evitar ser atrapados. Por ejemplo, el riojano Vicente Melero, alias Cuatro ojos, protagonizó en la Navidad de 1796 un escopeteo contra sus perseguidores que se prolongó durante más de un día. De ahí también los asaltos a cárceles y planes de fuga para rescatar a compañeros presos.

Otro caso de resistencia y singular valor lo ofreció José García al ser ejecutado en Valladolid el 15 de diciembre de 1787. Había sido condenado a ser arrastrado, ahorcado y descuartizado y a que sus manos y cabeza se pusieran en palos separados. Tras rehusar la confesión, cuando ya le habían puesto los dogales al cuello, se arrojó él mismo para que no fuera el verdugo quien le diera muerte.

El bandolerismo fue durante décadas el principal problema de seguridad interior al que debieron enfrentarse las autoridades españolas. Las disposiciones y fuerzas desplegadas no consiguieron erradicar las cuadrillas que se regeneraban continuamente. Su ocaso llegó únicamente gracias a la confluencia de dos factores.

Por un lado, la mejora en la inmediatez de las comunicaciones que supuso la introducción del telégrafo, que permitió comunicar rápidamente las acciones de los bandoleros y acelerar la respuesta de las fuerzas de orden. Hacia 1880, el bandolero Joaquín Camargo, el Vivillo, sentenció: «Nos ha matado el alambre».

Por otro lado, la creación de la Guardia Civil en 1844 supuso el despliegue en todo el país de una policía disciplinada y profesionalizada que logró poner fin a la larga «edad de oro» del bandolerismo español, un fenómeno que prácticamente había desaparecido a finales del siglo XIX.