La vida de un santo es siempre evangelizadora. Basta con su ejemplo para ofrecer un impactante testimonio apostólico. Cuando además se da la rara ocasión de que tenemos una buena película de su vida, ese mismo testimonio nos puede tocar de nuevas formas.  A man for all seasons (Un hombre para la eternidad), la clásica película sobre Santo Tomás Moro y su fidelidad a la Iglesia —y a sí mismo— sigue hoy en día tocando los corazones de quienes la ven, incluso a cincuenta años de su estreno.

Ya desde las primeras escenas nos vamos encontrando con la personalidad de Tomás Moro: un hombre íntegro, con un alto sentido del deber, bondadoso pero no ingenuo, astuto y a la vez fiel a principios que se nutren de la fe —combinación nada fácil de alcanzar— y, sobre todo, un hombre de oración. Gran mérito de esta producción —basada en una obra de teatro— es la de presentarnos con unos breves pincelazos la madera de la que está hecho un santo.

La historia de Santo Tomás Moro y su conflicto con el rey Enrique VIII es conocida y no es necesario repetirla. Su negación a someterse a los caprichos de un rey le llevará a un juicio inicuo y a una condena más injusta aún. Sorprende la astucia con la que intentará defenderse, pues es claro que no busca un martirio innecesario. Los cristianos no tienen porqué ser tontos, ni dejarse intimidar por los poderes del mundo. Será él quien con mayor justicia apela a la ley, pero sabe que su juicio es solo una pantomima. El silencio de Tomás Moro —tan parecido al de Jesús en su Pasión— no será solo una astucia legal, sino un eco del mismo comportamiento de su Maestro.


Su vida misma es una condena a la mundanidad de una época, pero no a las estructuras humanas inherentes a nuestro peregrinar por la tierra. Su inserción en el mundo es total, pero no forma parte del aquel “mundo” que se caracteriza por el rechazo a Dios y su Plan. Como Canciller se rige por las leyes humanas y conoce de estrategias, pero no cae en una mirada política de la vida ni entiende de un fin que justifique cualquier medio. Comprende su alta posición como un servicio, y no como fuente de vanidad o búsqueda de beneficio personal.

En este sentido, uno de los aspectos que más brillan en esta película es la personalidad de Tomás Moro. Hay en la persona de este santo, una solidez que impacta y que se manifiesta a lo largo de toda la obra. Algo que permanece inalterado en medio de las tormentas que vivió. No solo es virtud y fuerza para hacer lo que cree correcto, que ciertamente la tuvo, sino también una paz interior que se percibe profundamente arraigada en su fe y en la fidelidad a una conciencia recta y bien formada.

Poco a poco se le irá despojando de todo, hasta de lo que es para él más preciado —las amistades y su familia— y le quedará lo esencial: su amor a Dios y a la Iglesia. En todo momento ha sido un signo de contradicción, y con su sentido común, mesura y elocuencia ha removido la mediocridad de un estado —y también de una clerecía— anquilosada,  acomodada y servil. La última escena es conmovedora, pues le agradece al verdugo la labor con la cual le enviará al cielo. Tal es la conciencia de la rectitud de su vida y, sobre todo, del amor de Dios por él.

Un hombre para la eternidad es realmente una película fuera de serie, como es la vida de todo santo, incluso de aquellos en cuya vida —a ojos del mundo— no acontece nada de extraordinario. No hizo milagros, ni tuvo experiencias místicas, ni aunó una gran cantidad de seguidores. Sin todo esto, pero con gran amor por Dios y por el prójimo, su vida fue igualmente asombrosa, profundamente humana, y precisamente por ser profundamente humana, nos abre —incluso siglos después— ventanas nuevas al amor de Dios y al Cielo.

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