Sólo para malos fumadores | Tierra Adentro
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Todavía recuerdo con mucha precisión cuando leí aquel cuento de Julio Ramón Ribeyro, Sólo para fumadores. Venía justo a la mitad de la edición de sus cuentos reunidos. Ese relato (quienes lo conozcan pueden obviar lo que sigue) es una relación de su vida amorosa con el cigarro. Cuenta, por ejemplo, cómo fue que se decidió por fumar únicamente tabaco negro, ya que su abuelo le había dicho que el tabaco rubio lo dejaría ciego. Rememora tantas complicidades con los cigarrillos que a mí, a aquel adolescente que era, me dieron ganas no sólo de fumar sino de tener las mismas experiencias entrañables.

Mi historia con el cigarro es nítida y comparativamente breve. La primera vez que fumé fue en un parque junto al campanario de una iglesia cuando tenía catorce años. Me pareció asqueroso el sabor de aquellos cigarros Fiesta. No volví a fumar hasta aquella vez que, animado por las memorias de un escritor peruano venido a menos, entré a la universidad y encontré una nueva marca de tabaco. Allí fue que le tomé cariño a los Popular con filtro que vendían en algunos de los pasillos sobrepoblados de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Los cigarros Popular eran de tabaco negro, con más alquitrán que prestigio, tal y como lo dictaba mi consejero literario. Si algo iba a ganar con ese hábito no era experiencia, sino una voz de marinero. Mi vozarrón, que era más bien la voz del norteño propenso a gritar hasta los buenos días, fue adquiriendo un tono dolido. Luego mi voz se volvió más grave, pero de salud. Alguna vez, luego de regresar de un viaje invernal por Durango, por allá de 2009, llegué al DF con fiebre y una laringitis aguda.

Me convertí entonces en el ladrón que nunca puede robar porque siempre es descubierto o neutralizado. Me convertí en esos raros pero existentes ladrones que nunca se han salido con la suya. Me convertí en un fumador frustrado por su propia debilidad. Apenas estaba por conquistar un ritmo, apenas estaba por fumar la misma cantidad de cajetillas al mes, en los mismos lugares y de la misma manera, cuando la vida me obligó a interrumpir un vicio (gesto que no es de caballeros). Y me ha obligado a seguir interrumpiéndolos hasta ahora.

El problema con la salud es que no nos pertenece sólo a nosotros, sino a todas las personas que se preocupan por que estemos bien. Cuando me recuperé del primer atraco a mi garganta, volví a las andadas con los Popular. Un año más tarde, en 2010, algún día de octubre, mi ex novia me vio tomando mis maletas rumbo a casa de mi mamá porque me había enfermado, ahora de una faringitis aguda. Por supuesto, no supo al principio si la estaba dejando o si se trataba de algo terrible que había pasado y que me obligaba a regresar a casa. Yo pedí un taxi afiebrado y al día siguiente fui con el médico de cabecera de mi familia, un tal Filiberto Morales. Frente a él me dio por pensar en dejar el tabaco fumado por el rapé. Su uso era común en el siglo XVIII y había gozado de un prestigio que pasó indemne por el siglo XIX. ¿De dónde ese gusto por incinerar?, me dije, ¿por qué no volver a aspirar el tabaco? Gracias a los antibióticos me recuperé muy pronto, no sin prometerle a unas tres personas que no iba a volver a fumar nunca.

Cumplí mi promesa mucho tiempo justamente porque soy un fumador fraudulento. Soy un fumador fracasado. Lo dejé hasta que, gracias a la clase y donaire del gran Eliot Weinberger, descubrí los Nat Sherman MCD. De pronto, como un mito reinventado, el antiguo motivo de la prótesis de la personalidad ficticia que era para mí el cigarro, retomó todo su valor simbólico. Pero, ¿cómo hacerse de una cajetilla de unos cigarros que sólo venden en Estados Unidos, elaborados en Virginia con celulosa de tabaco, de un tabaco dominicano orgánico y más negro que el tabaco de los Popular? Bueno, siempre hay alguien que nos debe favores. Un amigo me trajo, sólo porque eso le pedí, 25 cajetillas, por allá de julio de 2013.

Por fin descubrí en los Nat Sherman el amor por el tabaco. No se trataba de cualquier clase de planta envuelta con el vulgar papel blanco: era un cigarro que no sólo era aromático y agresivo, sino que causaba concretamente un estado anímico, físico, de embriagamiento, casi mareo. Aquellos meses de mi vida son incomprensibles sin los Nat Sherman MCD: me fumaba dos cigarros cada tarde y la realidad parecía franqueable. Nunca había sentido un aprecio legítimo, auténtico, por el tabaco. Me percaté de que, hasta aquellas cajetillas café oscuro, mi tabaquismo había sido impostado, afectado, fingido y, como una revelación, había llegado a desear plenamente seguir fumando.

Por suerte, logré seguirme haciendo de cajetillas Nat Sherman MCD hasta mayo de 2014. Aquel día en que se me terminaron los cigarros-amuleto, tuve que agachar la cabeza y hacer de tripas corazón, y por un tiempo fumé en la clandestinidad de mi propio lavadero todo tipo de tabaco de ínfima calaña. Se volvió una extraña rutina la de pararme a un lado del bóiler, en calzones, a contemplar estúpidos autos por la estúpida ventana. Un día, sin embargo, me dio asco fumar y dejé de hacerlo.

Siempre me imaginé que los tipos duros no fumaban. Nadie en mi familia fumó nunca, pero escuché de alguno de mis abuelos historias de forajidos que hilaban tabaco para hacerse cigarros de hoja, cigarros que encendían con yesca mientras los asediaban coyotes, allá, refugiados en los peñascos. Escuché historias de bragados revolucionarios que traían la media libra de tabaco en la culata de sus carabinas; también las anécdotas de campesinos que gustaban de mascar tabaco en los maizales y escupirlo al calor de tarde, porque la vida es difícil.

Bueno, a mí me dio por comprar habanos, cuya sofisticación podía avergonzarme: es como rasurarse con rastrillo junto a alguien que usa navaja. Me compré un par de habanos no hace mucho tiempo y me los fumé en calzones justamente, con la compañía del lavadero. La duración del puro, sumado a que estaba descalzo, desembocó en una dificultad faríngea. El martes de la semana pasada, 3 de marzo, sintiéndome inmortal, quise acabar con ese último habano que quedaba en mi librero, un Hoyo de Monterrey nada desdeñable. Creí merecerme unas buenas bocanadas tan sólo por haber llegado a una conclusión que yo consideré intelectual. Amanecí con faringitis aguda que el jueves se agravó con fiebre y dolor de oído. Creo que nunca en mi vida, al menos que yo recuerde, me había dolido tanto la garganta. Fue como comer agujas cada vez que tragaba saliva.

He pensado seriamente esta semana en dejar de fumar definitivamente, pero es demasiado romántica esa idea de pensar que algo puede ser definitivo.

Ésta es, pues, mi ridícula historia con el cigarro, de interés sólo para malos fumadores.