Yo Cuba, isla de corcho | Tierra Adentro
Tierra Adentro
Lettering: Vanessa Zuniga (Ecuador, 1977)

Desde Cuba, la poeta Jamila M. Ríos reflexiona sobre el sitio que ocupa su isla natal en el mapa americano. Si hay quienes viajan para «conocer su geografía» y quienes lo hacen para «perder países», según el dictum pessoa-vilamatiano, Jamila recorre aquí su propia escritura para trazar un mapa donde el centro está en todas partes, y cualquier verso puede ser una isla.

I

Mar afuera. Tierra adentro. Insular. Continental. Lengua de tierra. Tierra firme… Determinaciones en que la voz subraya un lugar de enunciación, una disparidad. Aunque entre glocalización y migraciones (de m/patria-lengua-cuerpo-imaginario), dizque giramos desasidos; mientras otros se desmarcan transfronterizos para discursar de América, ¿por qué soy llamada yo, en mi Cuba a la deriva? ¿Será que localizada (isla adentro im-presa), hay una mar-ca de salitre que en la voz impregnan el mar y los altos malecones?

Me anonado, mas me ganan el continente y un trasunto de orgullo nacional… Aprieto el lápiz. Si es cierto que Cuba es, o parece (en el microscopio de cubanólogos, cubafóbicos y cubafílicos): una isla (geográfica) dentro de una isla (política) dentro de una isla (social) dentro de otra isla (utópica) que estaría fuera de…, ¿es ese mi centro, literalmente, de gravedad? ¿Estoy-soy un islote de escrivencias amardazado?
Parto la punta, mordisqueo la goma, hago un borrón. Acometo en mi menor no la escritura desde sino de mi cayerío (cachaza de archipiélago). ¿Zona de playa, pues, y dienteperro y ciénaga y solazo y contra-viento-y-marea? ¿Y monte arribabajo, cañaveral y guardarraya, pal-mar, mar-abuzal? ¿Cómo rehuir estereotipos si soy por una etiqueta (#cubana de Cuba) con-minada? Pero, ¿mis trabajos y mis días de Huecos de araña a Primaveras cortadas a Anémona a «País de la siguaraya» no son un recorrido de des-tierro a la matriz? Migraciones, reencarnaciones. Vado y crecida espiritual. Regresando con ellos me recuento insular…

II

Con Huecos de araña (2009), los agujeros del patio de mis abuelos se propagaron como determinaciones: sexo-género-lenguacuerpo-familia-afinidades-boca y país amante. Bordeándolos con vértigo, sin sembrarme ni caer, me pinté desligada del hierro de la res. En «Disidencia», la rebeldía es clara: «Si pudiéramos tener otra muerte/ desmarcarnos/ escoger otro modo de llegar// ya nos han dicho que cada cual es el resultado/ pero haber podido tener otros padres/ otra tierra en circunstancia/ otra podrida mueca al levantarnos// […] cuando rompa la luz no vayas a perder esa única puerta/ de voltear tu blasfemia hacia la llaga/ injuriar tus raíces/ los marbetes en la piel/ la sangre de los muertos que te tocara en suerte» (2009: 55). La resonancia del Virgilio Piñera de «La isla en peso» (y su «agua por todas partes») va del mar al terruño y vuelve en «Campo de amapolas en Hatia». Unas fotos (mi abuelo en Holguín, 1942, en un trabajo voluntario por «la derrota de Hitler»; mi padre en la urss, 1989, avistando monumentos de la Segunda Guerra Mundial: la colina de la victoria, la estatua del abuelo) me instan a recrear ese reticulado donde descansarían (confundidas por mí) las urnas con tierra de 614 aldeas soviéticas destruidas por Alemania: un de(s)rrame que relativiza la veneración por el suelo patrio. La maldición del archipiélago es reasumida como ansia al ver en otra «demasiada hambre de costa»; y es al fin dádiva: «los aislados no sabemos calcular palmo a palmo (de paño) el privilegio del mar/ de la carencia/ no conocemos el grito la incertidumbre del agua —por ninguna parte el ahogo del círculo—/ pequeña muerte lo llaman: al síndrome de las fronteras al estigma de su estrechez acorralando». Al cierre, entre inversiones brota la ahogadura del mar adentro; concentrada en ser yo la nieta que acune al abuelo, percibo: «mis venas han enflaquecido encanecido/ han ido secándose como un lago cercado como una mar negro o rojo extirpado de fondo/ en una amputación definitiva» (2009: 65). Si tal alusión respondía más a la fascinación por los mares interiores continentales y a dibujar el debilitamiento de las herencias, es innegable que el paso del océano (su tachadura) puede rastrearse.

En «P(ie)lagada» la amenaza cruza el aire: «Una isla es un estrecho en tajo/ la gente se arremolina a sus costados a saborear el infinito/ la peor enfermedad de sus habitantes/ sobreviene cuando añoran volar» (2009: 68); y en «Noria» la alegoría naturaliza la emigración (y su nost-algia) con el ciclo de ida y vuelta de las aves: «Algo inquietante se tiende sobre el pájaro / hiende su carne blanda / muerde en el agua de su canto. / Un ala se alza y otra y otra / se les oye llamarse a cada uno por su muerte. / […] Las bocas curvas y duras son estiradas hacia arriba con una mueca de dolor […] Hay un silbido inexplicable reptando en el fondo de sus cuerpos de armiño/ […] Las patas se niegan a estar pegadas a la costa/ la arena tampoco alcanza a sostenerlas:/ […] sobre la espalda el misterioso ciclo de la tierra» (2009: 60-61). Esa melancolía de la vuelta al hogar se desarma en Anémona (2013), al hibridar el Caribe con «Caribdis»: «la isla dragada y bojeada/ masticando moliéndonos/ hasta s/vaciarnos/ de recuerdos/ los huesos» es monstruo «que nos deja zombis», y que regula al yo en sus circunstancias: «La patria […] c/pulpa jaula corsé:/ el terco buey de su pe/aso/ coartando el reír/ el hablar/ el dimequé-hay del caminar/ la puñalada y la caricia». Enemigos del yugo, cuerpo y querer se encabritan contra esa «isla (a)pegada al corazón/ como hez a la suela del zapato/ caracola metida en los oídos:/ tambor del mar/ ululando/ entre la vaharada del sol…», castigándola con el desmoronamiento de su imperio: «Quién creería que al regresar a las caletas/ sería solo tu cuerpecito roto de libélula/ :/ su/ cru-/ ji-/ do» (2013: 51-52).

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Disentir de país y familia varía su brújula al desembocar en la capital: «Emigro. Hay algo ahí con la desposesión:/ raíces sin tener dónde agarrar./ […] Mi padre y mi madre./ Vienen descoronados./ Por ver si pongo un huevo/ apretujo mis raíces en un hueco de araña y/ asegurándolas con caca y con saliva/ les prometo crecer.// […] Padres/ los he traído a La Vana/ traigo también la cabeza descubierta/ la postal de esta ciudad/ […] no se va a sostener dentro de mí/ allá está el oro de mis pies/ recuerdos nítidos que puedo sin equivocarme repasar/ […] (IrakEgiptoBaguaníSanctispíritusCanadáMadridChecoslovaquiaHolguín Rusias de mi cabeza)./ Parpadeo/ cierro los ojos enrollada en mis raíces como en un velo denso/ para dormir y regresar» (2009: 69, 72). Así, la cepa arrancada se trasmuta en cielo protector, y el cuerpo (pájaro aovado) sueña que recomienza su ciclo.

La inmovilidad familiar y sus tentáculos perennifolios resurgen en Primaveras cortadas (2011). Concentrada en mudanzas y despedidas, la sección «Anatopia» suscribe (en intercambiable archipiélago) los reclamos filiales. En «Hanami», la hija, vista al cielo, a punto de man/rcharse (¿alzando el vuelo?) con un (cieno) desconocido, es dibujada taciturna: «¿qué fuiste a buscar entre las ramas/ más allá de las islas del Japón?», ignorando que su tierra es su «columna vertebral» y que el cerezo de su pie «quedará unido a [su] tobillo-por infinitos pedúnculos de seda» contra toda poción del olvido (2011: 69). En «Sakurazensen», so pena de ir de boca en boca como guisante de sangre, piden al hijo no partir a la guerra… hasta el deshielo: «No vayas lejos a contemplar el mar de leva/ quédate en Okinawa// qué suave mece/ el ondulante rosa del cerezo» (2011: 70), como si ese florecimiento sobre las islas lo pudiera detener, de camino a la muerte. Los vástagos encarnan, otra vez, ese disentir de lo heredado.

Con dejo ensayístico, «Hojarasca» trenza la pesadilla de La isla que se repite de Antonio Benítez Rojo. Las hojas-islas, «infinita[s] como un eco», y su blandura «bajo el pie» (2009: 48) confirman la subalternidad del retratado: «femenino/ negro/ joven/ caribeño» —como dirá «El código binario explicado a los niños» (2013: 45-46). A la sazón, «Hojarasca» —en «Cuerpo de reina»— se refiere sólo a dos, sin obviar el continente (ni su antípoda): «América el otro opuesto a Europa/ o Europa dibujándose sobre un campo de rizomas/ contra el Lejanoriente impenetrable/ contra el Cercanoriente irracional/ el Caribe bahína conquistada/ la mujer el otro/ ambas inasibles desiguales sobretodos en su humedad calibán, caribe, caribú» (2009: 47-48). Pespuntea la inclinación a explorar las relaciones mujer-líquido, y el desprendimiento de lo patriarcal por la isla al pairo (ríos de otro libro-ambiente-paisaje: Anémona). Zahieren las memorias del (sub)desarrollo y del bello sexo, su tributo a la entronización: «La mujer como un agua se desborda se desangra en partar modernidad/ […] hongos, islas de corcho, islas sonantes, islas solamente sostenidas por los corales/ que van entrando dolorosos en el mar» (2009: 48). Esa conexión in(di)soluta con los piélagos retorna en «Tragaluz», panorama donde la isla (chupadora-trepa[na]dora-carnívora —como acuso en «Caribdis»—) es asaltada por otra hojarasca (foránea, disímil), mientras devuelve oleadas de oriflamas. Así, la Plaza de la Revolución, de míticos discursos y manifestaciones, dominada por el Memorial José Martí que el populus llama la raspadura[1] (estrella que desde arriba semeja una lucerna), se embrolla en un mar picado (azul-blanco-rojo, rojinegro, verdeolivo), uniforme como la sola voz desplegada por el país, al irradiar su ideología. La tensión trema como un pendón de guerra a la intemperie, anunciando el peligro: «Rumorean/ que la hojarasca entra despacio por la tierra/ si se apagan de noche las banderas./ (Particularmente he pedido un intermezzo;/ no quiero alentar la fácil respuesta que soñé o he visto ayer en mi ventana:/ el viento cortaba a contraluz/ y andanadas tricolor, enrojecidas,/ se combaban entrando por el mar.)» (2009: 17).

Mis simbologías en torno al caguayo-isla (distanciamiento, feminidad, expropiación) se afilian a corrientes descolonizadoras consabidas (un rizoma ya árbol). Tales esencialismos aprovecharán a la liberación de letra y ego, al apostar por la «Hungulación y [las] bondades de la anémona»: «Una escritura que persigue la descentración, lo inefable. De ahí la isla, su espejismo, y la persistencia en ser una balsa de hojas secas, una barcaza hacia el país del sol, o una banquisa defendida por los hielos. De ahí el estrecho cortado: un deseo de ligereza que tampoco puede alcanzarse —como el goce. Cebada en su aligeramiento, la mujer casquivana […] desconectado el cerebro hasta límites inexplorables […] que lleguen por fin a generar paz» (2013: 98). Por esa vía de emancipación, la soledad del yo «descoronado» (ya en «Langustia», 2009) y el apego a la juventud se habían enhebrado a lo insular en Primaveras… Tras el florilegio de escritoras suicidas segadas y congeladas («Utopia»), tras revoluciones y amores abortados («Ectopia»), coronando lo familiar, sella el poemario «Islarmadillo», hibridación que calma un par de anhelos. Entre el campo de islas, el tatuaje de mi antebrazo, antídoto contra dependencias: «Hay una isla fugando/ imitativa/ isla girándula:/ […] el armadillo gordo como un cerdo/ que baja/ por galerías en la tierra/ su cueva en espiral como sus huesos/ —un hueco redondo, un huevo—/ es su blasón en la corteza./ […] La cópula […]/ solo el esfuerzo de un suave tirón/ de carne/ trunca.// Bajo la luz ultravioleta/ que ennegrece la plata/ mirándose en las aguas de lavanda/ quién pudiera pescar la joya blanca de la primavera» (2011: 71-72). Y la metamorfosis se agiganta cuando me sueño, fallida y sucesivamente: anemonarmadillo, hongo…, contra las ca/ondenas del amor. Ineficaz en lo reproductivo, la mutación sirve a la obsesión por mudar de espacio, incluso arrejuntada: «El cangrejo ermitaño a veces fija una anémona sobre su caparazón. Y algunas anémonas se convierten en parásitas de ciertas especies de medusas. La decisión de anemonarse antes de hungular […] permite este lujo de diáspora […], esta vocación de archipiélago que […] deja escoger […] su mascarón de proa al vagab/mundo”. Aún más radical es transformarse en el «hongo talofítico (como el sargazo)», que asegura la perennidad al proliferar en materias orgánicas descompuestas (2013: 100-101).

Luego la insularidad se abre al hongo en «Hueso, surco y dinamita» para pelear contra el «imaginario» y vivir «sin tanta ansia por el o(t)ro», sin vigilar «boquiabierto […]/ lo que entra y sale por los puertos». «Mutar [pues] del archipiélago/ al país intramontano…/ de la cárcel de agua/ —fondo de útero y de ojo/ de huracán—/ al territorio entrerríos/ centro de firmes/ […] con fronteras por toda playa» (2013: 55-56). Si «Fur(n)ia» asume la diferencia femenina como surplus de la escritura: «Lecho de arena y concha para ser des(h)ollado. Playa, puerto, embarcadero, varadero, abrevadero, aliviadero, bebedero» (2013: 6), en cambio, aquí todo es insurrección: «Desabriga/ desarma el ser ahogado en amnios./ No seas más bahía penetrada» (2013: 56). Pariendo hábitats por normalizar la otredad y liberar el pensamiento de moldes contextuales, se conjura un aluvión: raíces, tentáculos, puentes, pedraplenes, chinampas, telar de «araña que zurce con cien patas/ híbrido de catapulta y tiovivo», musgo, alga y hongo por fin: «Así empenachado/ no habrá ecosistema que se te resista. Una lengua/ un cerebro crecido/ en forma de liquen/ es de una imaginación incomparable» (2013: 60).

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Existen además metamorfosis insulares levemente piñerianas (mas huérfanas de humor), como esas en que me niego a ser «isla encallada/ el tronco hundido entre dos placas que emergen/ para formar en el brote una ilusión de continente», y me prefiero velero que surca las aguas-malas, amansadas como cocuyos («Me han visitado marineros», 2013: 17), aunque otras me pregunten por la (in)utilidad del desarraigo: «Seca la rosa náutica/ […] ¿qué goce/ halla una isla-navío sin gobernalle/ aleteando/ coleteando a la deriva/ arrancada del agua?» («Sin gobernalle», 2013: 48). Herida de medusa, la huella de isla se repite, ya convertida en balsa-mujer, en las muertes de Ofelia («Yo sé la infinitud del Psalterio de Utrech», 2009) y Alejandra Pizarnik («1936-1972/ Grand Prismatic Spring», 2011), o «En la botadura de mi plataforma insular», al reunirnos a «proyectar el vaciamiento gozoso de la tierra/ que agarra este cayerío por el moño/ [… para] inaugurar nuestros b(ill)ares/ […] en la huerta de los cala-mares/ entre la arena ya suelta del fara(ll)ón» (2013: 64), sino en el cruce «a nado [d]el Mar de los Sargazos» de un pez sin bicicleta que practica en el mangle «su propia rebelión» (2013: 46). El amnios evoca el mar: en el formol donde floto, de niña y coloreada («Hermosas patologías de cuello», 2013); y en la serenidad de que «Al fin […] y al cabo todo es agua», como ese líquido «en que dormimos sin mirar» (2013: 95)… Entremezclados el mundo y el yo, el océano y sus islas, juego a ser cosmos recreándolos, y «escupo un mar y un archipiélago:/ flores sanguinolentas consteladas/ […] estrellas expandidas por el agua/ […] tiovivos de risa» («La nebulosa de Andrómeda», 2013: 73).

En el confín del viaje, barril y barrilete, de pleamar a bajamar, los vientos me posan bamboleante en tierra, un poquitico ebria de mí. Mañana volveré país(aje) adentro: a esas acuarelas donde recorro la Isla saltando la suiza entre pita y ola. Mas hoy la reencarnación asoma su cresta y Cuba juega a incorporarme a su tierral, hasta la próxima vendimia: «Pa(r)ís de la siguaraya. Quietecita en tu raíz, dando rueda por tu vientre, envuelta en periódicos […], recorriendo tus campos promisorios, me desvelo todavía, esperando ser talada. Si me quedo al fin dormida, si me dejo engullir, dime (en) qué floreceré. ¿Alcohol de madera, raspadura, panqué, gordos de leche, hojas de papel manufacturado, estantes pequeñitos de bagazo?» («Ánimas-Mayabeque», 2012: 49).

[1] Dulce que se prepara a partir de la solidificación de la melaza, extraída luego de procesar la caña de azúcar (N. de la A.)

 

*Textos de la autora referidos en el texto: Huecos de araña. La Habana: Ediciones Unión, 2009; Primaveras cortadas. Proyecto Literal: México D.F., 2011; Del corazón de la col y otras mentiras. La Habana: Sureditores, 2013; Anémona. Santa Clara: Sed de Belleza, 2013; «País de la siguaraya». La Gaceta de Cuba, julioagosto de 2012.

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