Nina (2024), de Andrea Jaurrieta

Nina regresa en una noche lluviosa a su pueblo natal, y escopeta en ristre entra en una finca y acecha en la oscuridad a un grupo que departe amigablemente en una terraza. Más tarde acude a un pequeño motel pidiendo alojamiento, y es reconocida como antigua lugareña que marchó a Madrid y se convirtió en actriz de cine y televisión. El reencuentro con amigos de la infancia y los consiguientes recuerdos pugnan con los pensamientos oscuros de su corazón que le han llevado hasta allí reclamando venganza. Y es que esos días actúa como pregonero de las fiestas Pedro Triguero, famoso escritor que la fascinó en la adolescencia, pero que mató para siempre su inocencia y la pureza de sus sueños.

Adaptación libre de la obra de teatro homónima de José Ramón Fernández a cargo de Andrea Jaurrieta, logra intrigar en su arranque, y combina bien los flash-backs con el tiempo del presente. Cocinada a fuego lento, una vez quedan claros los motivos que han traído a Nina a su pueblo, la película se desinfla y se vuelve tremendamente morosa. Ya sea el motivo recurrente de la sangre y la regla descontrolada, la leyenda de la Virgen y el faro, o la mención a los furtivos con consideraciones sobre la caza, todos son elementos que lastran la película, por mucho subtexto que pretendan ofrecer. Cuesta creerse el modo en que se desarrolló en el pasado la relación entre Nina y Pedro. Y el desenlace no acaba de resultar satisfactorio, jugando con la intriga para optar por una solución que no lo es en absoluto.

Maneja bien la cámara Jaurrieta, y logra momentos intensos, como el de la procesión de la Virgen, muy padrinesco. Y están bien traídas las citas cinéfilas, con Patricia López Arnaiz convertida en una suerte de Joan Crawford en Johnny Guitar. Realiza una buena interpretación la actriz, o Aina Picarolo dando vida a la versión juvenil de su personaje, al igual que Darío Grandinetti, el escritor “encantador de serpientes”, o Iñigo Aranburu, como tipo buenazas, amigo de los viejos tiempos.