El fin del camino

Santiago de Compostela: la ciudad del apóstol

iStock francisco crusat

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La basílica de Santiago. La antigua estructura románica de la sede compostelana se ha mantenido en sus elementos básicos, pero el paso del tiempo ha modificado su aspecto con la adición de elementos como el claustro renacentista, la fachada barroca de la plaza del Obradoiro y la fachada neoclásica de la Azabachería.

Foto: iStock, francisco crusat

Quién es éste a quien la multitud de los cristianos sigue con tanta devoción? ¿Quién es éste tan grande y tan importante a quien innumerables cristianos de uno y otro lado de los Pirineos se dirigen para orar? Tanta es la multitud de los que van a él y vienen, que apenas nos dejan libre el camino hacia occidente». Ésta era la pregunta que hacían unos embajadores musulmanes de paso por Castilla, según una  crónica del siglo XII. La respuesta no podía ser más que una: «Es el bienaventurado Santiago, apóstol del Señor y Salvador nuestro, hermano del apóstol y evangelista Juan y uno de los hijos del Zebedeo, cuyo cuerpo está enterrado en tierras de Galicia, a quien Francia, Inglaterra, Italia, Alemania y todas las provincias cristianas, y especialmente España, veneran como patrono y protector». 

El diálogo y toda la historia de los embajadores marroquíes en Castilla es, seguramente, fantasioso, uno más de los «milagros» asociados a Santiago y su sepulcro; de hecho, termina con el poco creíble propósito de los embajadores de divulgar los hechos del apóstol en su país de origen. En cambio, el pasaje muestra muy bien la resonancia que tuvo el culto a Santiago en la Edad Media, la marcha de gentes de todos los países hacia aquella ciudad situada en el confín de la Cristiandad, donde se alzaba una catedral maravillosa –seguían diciendo los embajadores, según la crónica– a la que acudían innumerables fieles para implorar el auxilio del santo. Compostela, con su sepulcro apostólico, irradiaba  en toda la Cristiandad, donde aparecía al mismo nivel que las otras ciudades santas para los cristianos: Roma, con su doble sepulcro de Pedro y Pablo, y Jerusalén, tumba del Salvador. 

La tumba del apóstol 

Sin embargo, todo aquello que se describía en la crónica del siglo XII tenía un origen relativamente reciente. Fue tan sólo en torno al año 830 cuando, en un lugar cercano a Iria Flavia (Padrón), al fondo de la ría de Arosa, un ermitaño llamado Pelayo vio una noche unas luminarias que refulgían en un bosque próximo a su celda. Los fieles de una iglesia próxima observaron el mismo fenómeno. Advertido, el obispo de Iria, Teodomiro, acudió al lugar, donde se encontraban los restos de una necrópolis de época romana; tras tres días de ayuno, dio con una pequeña construcción o espacio abovedado en el que, según se afirmó, encontró la tumba del apóstol Santiago

En realidad, el hallazgo no fue casual. Desde hacía unas décadas, entre las comunidades de cristianos del norte de la Península que resistían el dominio islámico se había difundido la creencia de que el apóstol Santiago había predicado antiguamente en Hispania, por lo que cabía invocarlo como «patrón» del país; se creía, además, según algunos testimonios de época visigoda, que su cuerpo estaba enterrado en un lugar de Galicia llamado Acha Marmarica. El descubrimiento del monje Pelayo era la oportuna confirmación de todas aquellas noticias. Por los Hechos de los Apóstoles se sabía que el apóstol Santiago había sufrido martirio en Jerusalén, donde siempre se había pensado que estaba enterrado; pero ahora se creía que sus discípulos trasladaron el cuerpo a Galicia, y pronto surgieron explicaciones maravillosas sobre cómo se hizo este traslado. 

Apóstoles del Pórtico de la Gloria

Apóstoles del Pórtico de la Gloria

Pórtico de la Gloria. El maestro Mateo labró las esculturas de la entrada principal de la catedral románica. 

Foto: Wikimedia Commons

Los reyes asturianos comprendieron de inmediato el interés político que podría tener el hallazgo del sepulcro, que les proporcionaba una legitimidad adicional en un momento crítico del desarrollo de la Reconquista. Por ello, Alfonso II (791- 842) ordenó edificar una pequeña iglesia supra corpus apostoli, «encima del cuerpo del Apóstol», junto a un baptisterio y otra iglesia dedicada al Salvador, y le otorgó un territorio con las rentas correspondientes. Los obispos de Iria se vincularon al nuevo «lugar santo» y se vieron favorecidos por monarcas como Alfonso III (866-910). El mismo Alfonso III emprendió también, en el lugar que todavía se llamaba simplemente Archis Marmoricis, la construcción de una basílica, el edificio de mayores dimensiones del arte asturiano. 

La sensacional noticia del hallazgo del sepulcro del apóstol se difundió por toda Europa. En 906, por ejemplo, desde la iglesia francesa de San Martín de Tours se preguntaba a Alfonso III quién era ese Santiago al que se veneraba en Galicia, y el rey lo explicó en una carta. Empezaron a llegar peregrinos. El primero que conocemos por su nombre es Godescalco, obispo de Le Puy. Su viaje quedó registrado hacia 950 en una crónica escrita por un monje del cenobio riojano de Albelda: «Por motivo de oración, saliendo de la región de Aquitania, con una gran devoción y acompañado de una gran comitiva, se dirigía apresurado a los confines de Galicia para implorar humildemente la misericordia de Dios y el sufragio del apóstol Santiago». 

La meta de los peregrinos 

En adelante, el flujo de peregrinos no se detendría: entre ellos hubo individuos ilustres y gentes humildes, laicos y religiosos, sobre todo hombres, pero también mujeres, personas piadosas y simples aventureros. Los peregrinos se confundían a menudo con comerciantes y emigrantes en busca de oportunidades: las gentes que hicieron del Camino de Santiago un eje del desarrollo económico peninsular. Es significativo que en 1072, Alfonso VI, rey de León y Castilla, suprimiera el peaje que se cobraba en Autares, en la frontera entre Galicia y León, a los peregrinos que venían «de Italia, Francia y Alemania», a quienes se consideraba abusivamente mercaderes para hacerles pagar. 

Santiago 27 37a, igrexa das Orfas

Santiago 27 37a, igrexa das Orfas

Santiago Peregrino, escultura en la Iglesia de las Huérfanas de Santiago de Compostela.

Foto: Wikimedia Commons

En unas décadas, Santiago, centro de un amplio señorío en manos de sus obispos, dejó de ser simplemente un «lugar santo» para convertirse en una ciudad propiamente dicha. En 915, Ordoño II, rey de León, otorgó franquicias a los nuevos habitantes que se instalaron en las calles en torno a la basílica, y unas décadas después se erigió una primera muralla urbana, de la que se han localizado algunos restos en excavaciones recientes en el sector de la Azabachería y La Senra. 

La terrible expedición de Almanzor, en 997, arrasó la población hasta sus cimientos, excepto el sepulcro del apóstol, que el caudillo cordobés decidió respetar, pero la reconstrucción no se hizo esperar. A mediados del siglo XI, el obispo Cresconio hizo erigir una nueva muralla en torno a la población, que empezó a llamarse Compostela (término seguramente relacionado con la idea de cementerio, por la necrópolis en que se halló el cuerpo de Santiago). A finales de ese mismo siglo, coincidiendo con el traslado oficial de la sede episcopal de Iria a Santiago, el obispo Diego Peláez impulsó la erección de la catedral románica. 

Santiago, no menos que Roma 

Pero fue bajo el obispo Diego Gelmírez, en la primera mitad del siglo XII, cuando Compostela alcanzó su primer gran momento de esplendor. Convertida en arzobispado en 1120, Santiago reivindicó por entonces su preeminencia en la Iglesia hispana, por encima de Toledo o Tarragona, sedes primadas tradicionales. El propio Gelmírez, en comunicación directa con el papa o los abades de Cluny, reorganizó el protocolo de la Iglesia compostelana siguiendo el modelo de Roma, en un intento de equiparar Santiago, como sede apostólica, con la capital de la Cristiandad (los obispos compostelanos mantenían ahora que sus antecesores se remontaban en una serie ininterrumpida hasta los orígenes del cristianismo). En las festividades solemnes, las dignidades eclesiásticas se cubrían la cabeza dentro del templo con mitras adornadas con piedras preciosas, «como lo hacen los cardenales presbíteros o diáconos de la sede apostólica». Gelmírez creó también siete cardenales presbíteros, «según la costumbre de la iglesia romana», y adoptó el uso de la rota papal, símbolo circular para la firma de los documentos. 

iStock JoseIgnacioSoto

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La catedral del apóstol. Fernando Casas y Novoa proyectó, en el siglo XVIII, una nueva fachada barroca, que da paso al pórtico de la Gloria y a la catedral románica.

Foto: iStock, Jose Ignacio Soto

Algunos lo acusaron de comportarse como un papa, por el tipo de vestiduras que lucía y por la gran cantidad de ofrendas de peregrinos que recolectaba el cabildo. El poder económico de la sede compostelana, ciertamente, no tenía rival, y suscitó la codicia de los monarcas leoneses; así, Alfonso VII intervino los cepos de limosnas de la catedral y el arca de la obra, hasta que Gelmírez aceptó pagar 500 marcas de plata y ponerse bajo la protección del soberano. Al mismo tiempo, Gelmírez se cuidó de acumular reliquias que realzaran el prestigio de la catedral: en 1117, por ejemplo, logró trasladar a Santiago la cabeza del apóstol, que poco antes Mauricio de Coimbra había traído de Jerusalén para depositarla en León. 

El largo gobierno de Gelmírez coincidió, asimismo, con uno de los períodos más turbulentos de la historia de la ciudad. Desde hacía décadas se habían desarrollado en Santiago unos grupos sociales que no siempre aceptaban de buen grado el dominio del obispo, titular del señorío compostelano. Junto a los canónigos y el clero urbano, con intereses diferenciados de Gelmírez, podía verse un conjunto de caballeros feudales que tenían casa en la ciudad y, sobre todo, un patriciado urbano que había sido el más beneficiado por el progreso económico posterior al año Mil. El propio Gelmírez era hijo de un caballero que regía una fortaleza en nombre de la mitra compostelana y controlaba un amplio dominio. Las tensiones acumuladas estallaron en 1117, en una gran revuelta urbana que conocemos en detalle gracias a un documento excepcional: la Historia compostelana, extensa crónica patrocinada por el propio Diego Gelmírez. 

Lucha en la catedral 

El detonante del conflicto fue una disputa dinástica en la corte leonesa entre la reina Urraca y los partidarios de su hijo Alfonso Raimúndez, el futuro Alfonso VII, rey de León y Castilla. Gelmírez tomó partido por este último, a quien recibió en la propia Santiago; pero un grupo de canónigos y notables compostelanos formaron una hermandad y prometieron fidelidad a Urraca, a la que nombraron Señora y Abadesa. Tras recibirla a su vez en Compostela, los conjurados forzaron a Gelmírez, a quien por un momento habían pensado en destituir, a que les cediera el gobierno de la ciudad. Unos meses después, sin embargo, cuando Urraca y Gelmírez llegaron a un entendimiento y estaban entrevistándose en el palacio episcopal, los ciudadanos, sintiéndose traicionados, protagonizaron una violenta rebelión. 

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Interior de la catedral Corazón de la ciudad de Santiago, el templo conserva en su cripta los restos atribuidos al apóstol. La espléndida ornamentación de la basílica refleja la riqueza de la sede.

Foto: iStock, Imaxe Press

El palacio fue asaltado, y también la catedral, donde se habían refugiado Urraca, Gelmírez y sus acompañantes respectivos. El cronista, hostil a los sublevados, relataba: «Vuelan las piedras, las flechas, los dardos sobre el altar y se llevan a cabo sacrílegos combates por parte de los traidores. ¿A qué no se atreverán manos infames? Los perversísimos atacantes pegan fuego a la iglesia de Santiago y la incendian por uno y otro lado... ¡Oh maldad! La llama de la iglesia del Apóstol sube a lo alto y por todas partes se ofrece un horrendo espectáculo». 

La reina y el obispo buscaron refugio en una nueva torre que se estaba construyendo para la catedral, pero los rebeldes también la incendiaron. La reina, aterrorizada, se vio obligada a salir, y entonces se produjo una escena extraordinaria: «Cuando la turba la vio salir, se abalanzaron sobre ella, la cogieron y la echaron en tierra en un lodazal, la raptaron como lobos y desgarraron sus vestidos; con el cuerpo desnudo del pecho abajo, y delante de todos, quedó en tierra durante mucho tiempo vergonzosamente». El obispo Gelmírez, en cambio, logró abrirse paso protegido por un crucifijo que alzó en sus manos y se ocultó en una iglesia, adonde también llegó la reina poco después «con los cabellos desgreñados, el cuerpo desnudo y cubierto de fango». Varios de sus servidores murieron en la refriega. 

San martin pinario   panoramio

San martin pinario panoramio

San Marti´n Pinario. Este monasterio benedictino, fundado en el siglo X, se convirtio´ en el mayor complejo religioso de Santiago despue´s de la catedral. Arriba, su fachada, del siglo XVII.

Foto: Wikimedia Commons, panoramio

Urraca y Gelmírez lograron escapar de la ciudad y unirse a sus partidarios, encabezados por el conde Froilaz, quienes seguidamente se volvieron hacia Compostela para reprimir la revuelta. Es significativo del poder que la ciudad tenía entonces el que, pese a la gravedad de la ofensa sufrida por la reina, el episodio se saldara con tan sólo cien condenas de destierro y una multa colectiva. No fue el último conflicto; hasta el siglo XV, los clanes de Santiago y su comarca se alzaron en diversas ocasiones contra el poder de los arzobispos, alguno de los cuales murió violentamente. 

Grande, espaciosa, clara 

El autor de la Historia Compostelana, al relatar la revuelta de 1117 y los daños a la catedral y el palacio episcopal, comenta también: «¡Oh, cuánto era el llanto de los peregrinos que desde diversas regiones habían venido a venerar el cuerpo del apóstol!». La peregrinación, en efecto, no se interrumpió en ningún momento. Otro documento de la misma época, el Códice Calixtino, o Liber Sancti Jacobi, una suerte de «guía del peregrino» del siglo XII, refleja la impresión que causaba la catedral y la ciudad a los que llegaban a ella. La sede románica resultaba impactante: «En esta iglesia, en fin, no se encuentra ninguna grieta ni defecto; está admirablemente construida, es grande, espaciosa, clara, de conveniente tamaño, proporcionada en anchura, longitud y altura, de admirable e inefable fábrica, y está edificada doblemente, como un palacio real». 

iStock Lux Blue

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Plaza de las Platerías. Este espacio (a la izquierda), situado
en la fachada sur de la catedral, era lugar de reunión de orfebres y plateros, que proliferaron con al auge comercial de la ciudad.

Foto: iStock, Lux Blue

Pero sobre todo el autor del Códice destacaba la presencia de los peregrinos: «Florece por el brillo de los milagros de Santiago, pues en ella se concede la salud a los enfermos, se les devuelve la vista a los ciegos, se les suelta la lengua a los mudos, se les abre el oído a los sordos, se les da sana andadura a los cojos, se otorga la liberación a los endemoniados, y lo que es más grande, se atienden las preces de las gentes fieles, se abre al cielo a los que a él llaman, se da consuelo a los tristes y todos los pueblos extranjeros de todos los climas del mundo acuden allí a montones, llevando ofrendas en alabanzas del Señor».

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