La influencia de Grecia en Roma: explorando mitos y realidades

La influencia de Grecia en Roma: explorando mitos y realidades

La relación entre la antigua Grecia y Roma ha sido objeto de debate a lo largo de la historia. ¿Copió Roma a Grecia, o se trató de una influencia más sutil? En este artículo, desmitificaremos esta cuestión y exploraremos en profundidad cómo la cultura y el legado griego influyeron en la evolución de la sociedad y la civilización romana.

La influencia de Grecia en Roma: explorando mitos y realidades
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Jaime TajueloHistoriador

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Uno de los tópicos más extendidos de la Edad Antigua afirma que Roma se apropió de la cultura griega. Autores como Paul Veyne han llegado a afirmar que no podemos hablar de una civilización romana en sentido estricto, sino de una civilización griega aderezada con aportes latinos. Sin embargo, un análisis detallado de los ritmos históricos e influencias políticas y culturales entre ambas regiones permite matizar tal afirmación.

Grecia no fue una unidad política y cultural en la Antigüedad. En territorio heleno existieron reinos, como el de Epiro y Macedonia, polis de naturaleza tan diferente como Atenas, Esparta o Corinto y colonias que, si bien eran dependientes de su metrópoli, gozaban de diferentes grados de autonomía. Esta variedad es aplicable a los planos artístico, literario, filosófico y religioso. Resulta difícil determinar, por lo tanto, de qué clase de influencia hablamos y cuándo comenzó a ser decisiva, si lo fue, para la historia de Roma.

Primeros contactos entre la Antigua Grecia y la Antigua Roma

Los primeros contactos se remontan a la época micénica (del siglo XV al XIII a.C.). Se trata de intercambios comerciales atestiguados por la arqueología (Tapso, Termitito o Broglio di Trebisacce), pero no de colonias. Sin continuidad en la llamada Edad Oscura, debieron servir para marcar el camino a los futuros pobladores helenos. 

Las fundaciones más antiguas, del siglo VIII a.C., fueron Pitecusa, Cumas y Naxos. Desde entonces, surgieron varias ciudades que rivalizaron en prosperidad económica y cultural con las metrópolis griegas e incluso llegaron a fundar subcolonias. Así, se fue tejiendo una tupida red de poblaciones que en zonas como Calabria o Sicilia llegaron a ocupar prácticamente todo el territorio.

El origen de estas gentes era heterogéneo: Eubea, Corinto, Megara, Lócride, Esparta, Acaya, Rodas o Creta. En el siglo VI a.C. se produciría una segunda oleada, sobre todo de Samos y Focea. Aunque los asentamientos obedecían a intereses agrícolas y metalúrgicos, también establecieron redes comerciales con los indígenas, que se convirtieron en los principales proveedores de materias primas y en los compradores básicos de productos manufacturados. 

Pese a todo, sería un error comparar, como ha indicado Domínguez Monedero, la Magna Grecia y Sicilia con Grecia. Ambas son partes del mundo griego, pero cada una sujeta a su propio ritmo histórico. Las palabras de Hermócrates de Siracusa son reveladoras: “No privaremos ahora a Sicilia de dos bendiciones: librarse de los atenienses y de la guerra civil; y en el tiempo venidero la habitaremos nosotros solos, libre ya y menos expuesta a las asechanzas de los extraños” (Tucídides, IV, 64).

Aunque colonias griegas, sería un error comparar la Magna Grecia y Sicilia con la misma Grecia. Foto: ASC

Aunque colonias griegas, sería un error comparar la Magna Grecia y Sicilia con la misma Grecia. Foto: ASC

Influencias fundamentales en la génesis de Roma

La intensidad de los contactos entre los colonos y las poblaciones indígenas era de tal magnitud que resulta impensable que no hubiera intercambios culturales. Uno de estos pueblos vecinos eran los etruscos. Llamados tyrshenoi o tyrrhenoi por los griegos, pero conocidos comúnmente por su nombre latino, tusci o etrusci, habitaban el amplio territorio entre las cuencas del río Arno, al norte, y del Tíber, al este y al sur. El halo de misterio que les rodeaba se ha ido disipando gracias a la arqueología.

Casi con toda seguridad, eran un pueblo autóctono, como defendía Dionisio de Halicarnaso. Su desarrollo es fruto de la dinámica histórica propia de la península itálica entre la Edad del Bronce y la Edad del Hierro. Surgieron en el contexto del área de influencia de la cultura de Villanova y adoptaron un alfabeto de tipo calcídico a partir del siglo VIII a.C. 

Su arte se vio claramente influenciado por el griego, como se manifiesta en obras como el Apolo de Veyes o el Marte de Todi. Su riqueza en recursos mineros, sobre todo en la costa tirrénica (Populonia y Volterra), propició el interés de las colonias de la Magna Grecia, que intensificaron su relación con la rica aristocracia etrusca.

Roma, que había emergido justo al sur de Etruria, dentro del área de control de los latinos, no fue ajena a estas influencias. Los orígenes de la ciudad del Tíber se pierden en las farragosas arenas del mito. Dos son las tradiciones fundacionales más importantes. 

Una parece de origen local: la de los gemelos Rómulo y Remo, nacidos en la vecina Alba Longa, pero llegados a Roma tras una azarosa aventura en la que fueron amamantados por la Loba Capitolina. La otra relaciona a los romanos con los troyanos a través de la peripecia de Eneas, que emigró con su padre Anquises y un nutrido grupo en busca de una mejor vida en Occidente.

El vínculo entre Eneas y Rómulo: forjando la identidad de Roma

Entre ambas historias hay un gran lapso de tiempo que los eruditos romanos no tardaron en explicar estableciendo lazos genealógicos: se consideró a Rómulo nieto de Eneas y se introdujo una serie de reyes míticos que cubrían ese vacío.

Es interesante observar que la epopeya de Eneas, escrita por Virgilio bajo el gobierno de Augusto y la tutela de Mecenas, sigue los cánones de la épica homérica. La literatura romana se concibe tomando como base la griega, aunque utilice el latín. Eneas es el arquetipo de la pietas, un concepto que define el sentido del deber del ciudadano romano para con sus dioses, el Estado y su familia. 

A diferencia de Aquiles u Odiseo, que buscan un objetivo personal, Eneas dirige a su pueblo hacia una tierra prometida. Como es evidente, este ideal es encarnado en su mayor grado de compromiso por el propio Augusto, luego no deja de haber en estos relatos fundacionales cierta propaganda.

Pero antes que Augusto y antes que la República, Roma fue una monarquía. Los nombres de sus reyes quizá sean lo único verdadero que sepamos de ellos: los relatos que nos hablan de sus gobiernos parecen más legendarios que reales. Entre ellos nos encontramos a tres de posible origen etrusco: Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio, cuyo comportamiento tiránico provocó el fin de la monarquía. Pero es difícil inferir de la presencia etrusca un control efectivo de estos sobre Roma.

Discóbolo de Mirón, British Museum. Copia romana de original griego encontrada en la Villa Adriana. Foto: Mario Agudo

Discóbolo de Mirón, British Museum. Copia romana de original griego encontrada en la Villa Adriana. Foto: Mario Agudo

Mary Beard ha apuntado la posibilidad de que se tratara de señores de la guerra que buscaban acomodo en el lugar que se ponía más a tiro. En todo caso, tratándose de élites. Así, en el germen de esta tendríamos un sustrato latino fusionado con elementos culturales etruscos e influencias griegas. En el área comprendida entre el Capitolio y el Tíber se han encontrado estatuillas de barro del siglo VI a.C. que representan a Atenea o Heracles. 

Corresponden al reinado de Servio Tulio, al que la tradición atribuía la creación de un ejército romano al estilo griego, basado en hoplitas. Sin embargo, Roma mantuvo siempre una cierta autonomía cultural. La escritura etrusca solo se utilizó en el ámbito privado. En los documentos públicos se emplea el latín arcaico, como atestigua la inscripción del Lapis Niger. Cuando los romanos aparecen en el panorama histórico lo hacen con una cultura, un ordenamiento social y una religión claramente latinos.

Roma se expande

En el proceso de anexión de la Campania, hacia el siglo IV a.C., Roma entabla una serie de guerras contra los samnitas, pueblo profundamente helenizado. El avance romano hacia el sur será imparable, pese a la resistencia de los tarentinos, apoyados por el rey Pirro del Epiro, uno de los generales más brillantes posterior a Alejandro Magno. 

Tras una dura campaña militar en la que Pirro estuvo a las puertas de Roma, llegó la capitulación en el año 272 a.C. El control total de la península estaba casi asegurado y con ello se intensificó el contacto con la cultura griega. Durante la guerra pírrica se generalizó, por ejemplo, la circulación monetaria (introducida por los griegos en suelo itálico a finales del siglo IV a.C.).

Por otra parte, con las Guerras Púnicas (264-241 a.C., 218-201 a.C. y 149-146 a.C.) se produciría un punto de inflexión definitivo. Este conflicto apuntaló el dominio de Roma en el Mediterráneo, pero también terminó de abrir las puertas a la influencia griega. La toma de Siracusa por Marcelo provocó el expolio de innumerables objetos artísticos que despertarían la admiración por la cultura helena. 

En este contexto se producirá el salto definitivo a la Hélade. Los romanos intervinieron en una exitosa campaña contra los piratas ilirios, pero su presencia no tardaría en suscitar los recelos de Filipo V de Macedonia, que inició una tenaz resistencia que desembocaría en las largas Guerras Macedónicas, cuyo fin, en 148 a.C. se saldó con el sometimiento definitivo de Grecia a Roma.

Algunos griegos veían con buenos ojos la llegada de Roma para poner fin a los conflictos internos. Los romanos interpretaron esta postura como una oportunidad y enarbolaron la bandera de la “libertad de Grecia”, idea desarrollada por Cayo Flaminio. Los generales romanos asentados en la Hélade comenzaron a asimilar costumbres griegas, lo que no tardaría en generar recelos entre los sectores más conservadores, que se erigieron como los defensores del mos maiorum (la costumbre de los ancestros) y se enfrentaron a los prohelenos. 

La voz más destacada fue la de Catón el Viejo, el azote del lujo y la ostentación del mundo helenístico que comenzaba a penetrar en Roma. Catón no odiaba la cultura griega, de la que era un profundo conocedor, sino que pensaba que los propios griegos habían traicionado su pasado: la Grecia clásica había sucumbido ante el desbordante mundo helenístico, y semejante degradación de valores podía poner en jaque los pilares de la sociedad romana.

Vista lateral de la Biblioteca Adriano. Foto: MARIO AGUDO

Vista lateral de la Biblioteca Adriano. Foto: MARIO AGUDO

Pero los desvelos de Catón cayeron en saco roto. No solo se importaron objetos artísticos, sino también esclavos y prisioneros bien formados que hicieron de tutores de los jóvenes romanos. Es el caso de Polibio, el gran historiador griego que trató de entender y dar a conocer la historia de Roma con la protección del influyente Emilio Paulo. Además, no fueron pocos los jóvenes pudientes que viajaron a Grecia para formarse.

Mitos y culto: influencia griega

Estamos acostumbrados a la equivalencia entre dioses griegos y romanos, como si fueran la misma entidad con nombre diferente. No es así. Los habitantes del Lacio rendían culto al cielo y a la tierra, a los bosques, los ríos y las cuevas. Plantas, seres vivos e, incluso, objetos inanimados estaban dotados de un espíritu propio, una suerte de presencia (numen). El ser humano, como en todas las sociedades arcaicas, estaba inserto en lo sagrado. El consenso de los dioses era fundamental para la supervivencia y la prosperidad. Conocer la voluntad divina era una necesidad de primer orden.

En la casa y en la explotación agrícola pervivieron mucho tiempo estas concepciones animistas. La casa y la familia eran protegidas por los lares, mientras que los antepasados del grupo eran venerados como manes. Cada hombre tenía un protector personal, el genius, en cuyo culto participaba toda la familia. Las imágenes de estos dioses domésticos se colocaban en el atrio de la casa, en un pequeño altar (larario). El responsable de oficiar estos cultos era el pater familias, que recibía la tradición cultural de sus antepasados y la transmitía a sus descendientes.

La religión tradicional fue modificándose a medida que Roma se abría a nuevos pueblos. Marte era una divinidad muy difundida en el mundo osco-umbro y etrusco. Su esposa, Belona, pudo tener origen etrusco. Ceres, venerada entre los marsos, se asoció en Roma a la Bona Dea y se asimiló a la griega Deméter. Las diosas sabinas Flora, Feronia, Vacuna y Vesuna, vinculadas con la fertilidad de la naturaleza, fueron integradas con la conquista de la Campania.

Roma importó figuras míticas griegas, como la de los dióscuros, Cástor y Pólux, cuyo culto se constata hacia el siglo VI a.C. Es posible que entraran en el Lacio desde Cumas o Tarento. Y un recorrido similar pudo tener Heracles, quien se enfrentó a Caco, un ser monstruoso que vivía en el Aventino y le había robado el ganado de Gerión. 

Tanto un caso como el otro no parecen copias, sino asimilaciones sincréticas con divinidades o héroes ya existentes en estas tierras. La trinidad primitiva de Júpiter, Marte y Quirino, correlativa a la división social en tres clases (sacerdotes, guerreros y agricultores y ganaderos), fue reemplazada por la tríada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva.

Según la tradición, su culto fue trasladado del Quirinal al Capitolio en el año 509 a.C. Júpiter se ha equiparado al etrusco Tin (o Tinia) y al griego Zeus, pero es un dios que tiene atribuciones particulares. Es óptimo, en sentido de abundancia, y máximo soberano divino y humano. También se le venera como stator, el que mantiene firmes a los hombres. Juno es una divinidad ctónica, una especie de evolución de la diosa madre mediterránea. Se asimila a la etrusca Uni y a la griega Hera. Así, son sincretismos, no copias.

A principios del siglo V a.C., en los primeros años de la República, se erigieron en Roma templos consagrados a dioses griegos, pero para cultos locales. No se ubican en el pomerium, el recinto sagrado de la ciudad, sino en sus límites. Es el caso del templo a Hermes Empolaios cerca del Circo Máximo, asimilado a Mercurio. Hasta el siglo III a.C. no se consagra el primer templo dedicado a una divinidad que venga directamente desde Grecia. Con motivo de una penosa epidemia, los romanos enviaron una delegación a Epidauro para consultar al santuario de Asclepio.

Apolo de Veyes, magnífica escultura de terracota policromada datada en el siglo VI.

Apolo de Veyes, magnífica escultura de terracota policromada datada en el siglo VI.

A su vuelta, se dedicó un templo a Esculapio, su nombre latino, en la isla Tiberina. Años después, el sagrado pomerium acogería por primera vez un culto extranjero. En el año 204 a.C. se levantó un templo en el Palatino consagrado a la Magna Mater para albergar la roca de Cibeles traída de Frigia. Se trata de uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad, pues allí había estado, según la tradición, la casa de Rómulo. Puro sincretismo.

Forjando una identidad única: la cultura de la Antigua Roma

Pese a la atracción que las élites romanas sentían por lo griego no podemos decir que renunciaran a su cultura tradicional, ni mucho menos. Como ha señalado Robin Lane Fox, poseer objetos y esclavos griegos era una cosa, pensar en griego y asimilar el fondo de la cultura griega es otra muy distinta.

Es indudable que el elemento cultural heleno tiene un peso profundo en el desarrollo de la historia de Roma (emperadores como Adriano fueron abiertamente filohelenos), pero Roma supo mantener su esencia al tiempo que asimilar rasgos culturales de los pueblos conquistados. Roma no fue solo una heredera cultural de Grecia. Su historia y su huella posterior merecen un análisis más riguroso. 

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