CVC. Carolus. Alfonso X, Emperador de España, por Manuel González.
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Literatura

Carolus

Alfonso X, Emperador de España

Manuel González Jiménez
Universidad de Sevilla

A fines de 1274, Alfonso X abandonaba Barcelona donde había celebrado la Navidad junto a su suegro Jaime I. En su camino hacia el Ródano, pernoctó en Perelada, en casa del padre del gran cronista catalán Ramón Muntaner. Iba a la villa de Belcaire, donde debía entrevistarse con el Papa Gregorio X de quien esperaba que, por fin, le coronase Emperador. El cronista catalán, que sigue paso a paso del viaje de Alfonso X, desde su entrada casi triunfal, procedente de Murcia, en Valencia, hasta su llegada a Francia, nada dice del regreso, no tan triunfal, del monarca castellano a su reino. Tras varias entrevistas con el Papa, sólo pudo conseguir ciertos privilegios de no mucho valor político. Pero Muntaner intuyó, con gran perspicacia que lo que Alfonso X buscaba en realidad no era la gloria de un Imperio lejano y difícil de gobernar sino lograr, a través del título imperial, su verdadera ambición y sueño: esser emperador d'Espanya.

El imperio hispánico, un sueño irrealizable

El sueño de Imperio acabó esfumándose en medio de una sensación de fracaso personal, Alfonso había tratado, retomando un viejo proyecto de su padre, dar nueva vida al viejo y caduco Imperio Hispánico, del que había sido titular uno de sus más prestigiosos antepasados. Lo había intentado ya su padre Fernando III. En efecto, a raíz de la unión definitiva de Castilla y León en 1230, en la corte castellana comenzó a considerarse la posibilidad de restaurar el antiguo Imperio Hispánico, fundado en 1135 por Alfonso VII el Emperador. Aquellos eran ciertamente otros tiempos. La muerte del rey aragonés Alfonso I el Batallador había provocado un vacío de poder; Navarra intentaba emerger como reino independiente de Aragón; Portugal estaba dando también los primeros pasos por el camino de su independencia y en al-Andalus habían vuelto a resurgir los reinos de taifas al socaire del hundimiento del poder almorávide. Sólo el reino castellano-leonés ofrecía garantías de estabilidad y de poder en una España convulsionada por los recientes acontecimientos políticos. En estas circunstancias, Alfonso VII se erigió como el monarca hegemónico y como tal fue reconocido por Aragón, Navarra, por algunos caudillos andalusíes y por el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV.

Pero el Imperio de Alfonso VII no sobrevivió a su reinado. Sin embargo que subsistió la idea. De forma que, cuando en 1230, Fernando III se convirtió en rey de León, la idea imperial volvería a abrirse paso entre los consejeros del monarca que acababa de reunificar los reinos de Castilla y León restaurando así la situación política alterada en 1157 por el testamento de Alfonso VII el Emperador. El joven rey castellano-leonés era, sin duda, muy consciente de lo que significaba titularse rey de León, como lo habían sido sus antepasados Fernando I, Alfonso VI y Alfonso VII.

Estas consideraciones debieron ser expuestas en más de una ocasión en el entorno del joven rey castellano-leonés. La recuperación de la unidad perdida y los recientes éxitos militares en Andalucía, que recordaban los que había protagonizado un siglo antes Alfonso VII, debieron suscitar más de un comentario acerca del paralelismo existente entre ambas situaciones. De ahí a la sugerencia de intentar resucitar el antiguo «Imperium» leonés había sólo un paso. Y ese paso se dio o, por lo menos, se intentó dar en los años que siguieron a la reunificación de León y Castilla.

Sabemos de ello en uno de los textos más interesantes y personales impulsados por Alfonso X: el libro Sertenario. Al final del encendido elogio que de su padre Fernando III, Alfonso X deja caer, como de pasada, esta sorprendente afirmación:

En razón del imperio, [el rey don Fernando] quisiera que fuese así llamado su sennorío e non regno, e que fuese él coronado por emperador segunt lo fueron otros de su linage.

En los párrafos anteriores a éste, Alfonso X había destacado el carácter imperial de Sevilla donde, a su entender, solían antiguamente coronarse los emperadores. Ahora vuelve a hablar de imperio pero insertándolo en un contexto histórico más cercano a su tiempo, enlazando probablemente con una de sus pretensiones más queridas y uno de sus más dolorosos fracasos. En su opinión —que seguramente debieron compartir muchos de los contemporáneos de Fernando III—, ¿qué le faltaba a un rey pacificador, conquistador y unificador de reinos, como Fernando III, para expresar su dominio sobre al-Andalus y su preeminencia de facto sobre los otros reyes cristianos? Evidentemente, el título de emperador.

En contra de lo que pudiera pensarse, no estamos ante una ensoñación de un rey que demostró a lo largo de toda su vida una devoción fuera de lo común por la memoria de su padre. Ni, desde luego, estamos ante una reinvención interesada de la historia. Estamos, por el contrario, ante un hecho perfectamente documentado. Según el historiador Alberico de Troisfontaines, en 1234, «Fernando, rey de Castilla, presentó ante la Curia romana una petición en la que manifestaba que deseaba tener el título de emperador tal como lo habían tenido algunos de sus antecesores y recibir la bendición pontificia,». La respuesta del papa Gregorio IX fue, seguramente, negativa o, por lo menos, dilatoria, ya que, lo que menos convenía entonces al papado, envuelto en una dura pugna con el emperador Federico II, era bendecir la restauración o la creación de un nuevo imperio.

Alfonso X conocía muy bien este acontecimiento, ya que tenía trece años cuando Fernando III solicitó del papa la restauración del Imperio leonés. Por ello —y también, claro está, por su vinculación directa con el linaje imperial de los Staufen— aceptó de muy buena gana la oferta que le hicieron los embajadores de Pisa cuando en marzo de 1256 le ofrecieron en nombre de la ciudad, de toda Italia y casi de todo el mundo la corona imperial que le correspondía legítimamente por herencia. La maquinaria propagandista y el oro del rey castellano se pusieron de inmediato en acción, consiguiendo convencer al papa Alejandro IV, con quien mantenía muy buenas relaciones a raíz de la puesta en marcha de la Cruzada ad partes Africanas o fecho de allende. Y al hilo de su candidatura al título de rey de Romanos y Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico Alfonso X dejaría seguramente caer la idea de que el Imperio era una forma de asentar sobre bases nuevas la antigua hegemonía peninsular ejercida en su tiempo por Alfonso VII el Emperador.

Y así fue percibido por el único monarca cristiano que estaba en condiciones de oponerse a esta pretensión. Me refiero a Jaime I de Aragón, que seguramente había presenciado la embajada pisana en Soria, donde acababa de entrevistarse con Alfonso X, su yerno, para recomponer sus relaciones dañadas por la reciente sublevación del infante don Enrique, hermano del rey castellano. Años más tarde, en enero de 1259 Alfonso X convocó Cortes en Toledo para recabar fondos para el fecho del Imperio y entonces pudo explicar el sentido de su proyecto: resucitar las viejas pretensiones imperiales de los reyes de León.

Estas declaraciones debieron muy pronto oídos de Jaime I de Aragón, suegro de Alfonso X. Sabía muy bien, porque conocía el carácter y las ideas de su yerno al respecto, lo que para él implicaba y significaba ser emperador: ejercer la hegemonía sobre todos los reinos peninsulares. Y nada mejor para ello que ser investido por el Papa como emperador del Sacro Romano Imperio. Pero no se trataba sólo de sospechas: el rey aragonés acababa de recibir una embajada de Alfonso X en la que éste le exponía sus planes hegemónicos sobre Aragón. Es una pena que la carta del rey castellano a su suegro no haya llegado a nosotros. Sí se ha conservado un escrito de Jaime I a su procurator o representante, encargándole que preparase una respuesta jurídica a la pretensión de Alfonso X al Imperio de España. Y entre las cuestiones que le planteaba estaba la siguiente:

«que el rey de Castilla fuese Emperador de España, o que Nos o nuestros reinos y tierras estemos sometidos a algún tipo de sometimiento por razón del Imperio».

Ignoramos en qué pararon esta iniciativa de Alfonso X y la contraofensiva de Jaime I. Probablemente la cosa no pasó a mayores y, al menos públicamente, el monarca castellano dio marcha atrás en sus pretensiones hegemónicas, no sin antes reprochar a su suegro no haberle querido acompañar en sus deseos de convertirse en Emperador de España. En 1260 se le quejó amargamente de la traición de la que se consideraba víctima afirmando, a propósito de su alianza con Manfredo, príncipe de Benevento y tutor de su sobrino Conradino, nieto de Federico II, que ningún omne del mundo tan grande tuerto recibió de otro como nos recibiemos de vos.

Alfonso X, olvidándose, de momento, del Imperio hispánico, centró sus esfuerzos en la obtención del Imperio, para el que había sido elegido en 1257, que es lo más, como confesó a su hijo el infante don Fernando de la Cerda en una carta preciosa escrita en 1274 a punto de emprender el viaje definitivo a Belcaire, para entrevistarse con el papa, de donde regresaría derrotado y con las manos vacías.

A su vuelta a Castilla se encontró con un reino invadido por los benimerines y con una opinión pública soliviantada, hasta el punto de que EL monarca no se atrevió a entrar en Toledo. La Crónica de Alfonso X deja caer la afirmación al narrar el regreso del rey a Castilla de que éste auía sabido que en fecho del Imperio que le traían en burla. Si esto es verdad, la certeza de estar en boca de todos, sumada a la protesta general por los muchos impuestos pagados durante tantos años para satisfacer su vanidad y sus pujos de grandeza debieron producirle una gran depresión y, a más largo plazo, sus muchas dudas y vacilaciones, sumadas al convencimiento de que estaba rodeado de traidores y desagradecidos, como se trasluce en la Cantiga 235 en la que refiere su regreso de la entrevista con el Papa:

«Y después que entró en Castilla, vinieron allí todas las gentes de la tierra, que le decían así: 'Señor, sed bienvenido'. Pero después, creedme, nunca fue así vendido el rey don Sancho en Portugal».

En este final tan amargo pararon las pretensiones imperiales de Alfonso X. Con la renuncia al Imperio —a pesar de que durante algún tiempo siguió titulándose rey de Romanos– se iniciaban los años de la decadencia física, moral y política del Rey Sabio. Con su muerte el 4 de abril de 1284 en Sevilla —ciudad que junto con Murcia y Badajoz se mantuvieron fieles al monarca en los meses finales de su vida– concluía la biografía de un rey que había sido testigo y protagonista del momento más brillante de la reconquista y que había hecho posible el mayor y más generoso esfuerzo de síntesis cultural hasta entonces conocido en España.

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