El «viejo loco» de Blücher que aplastó a Napoleón en Waterloo con 73 años y esquizofrenia

El «viejo loco» de Blücher que aplastó a Napoleón en Waterloo con 73 años y esquizofrenia

El Gobierno prusiano dudó de si este mariscal ninguneado por los historiadores era el adecuado para dirigir a su Ejército en la crucial batalla contra Bonaparte, por su avanzada edad y por un excéntrico comportamiento que rozaba la locura

El secreto de la gigantesca ciudad ambulante que Napoleón llevó a la conquista de Rusia

El mariscal Blücher, tras una caída en la batalla de Waterloo, pintado por Otto Fikentscher
Israel Viana

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El personaje interpretado por Tim Faulkner en la película de 'Napoleón', Gebhard Leberecht von Blücher, no muestra ni una pequeñísima parte de la extraordinaria y sorprendente vida que tuvo este mariscal prusiano en la realidad. El director Ridley Scott ni siquiera ha querido profundizar en lo insólito que fue su actuación en la batalla de Waterloo a una edad, 73 años, en la que todos sus compañeros del Ejército ya se habían retirado. Ni mucho menos en sus alucinaciones en plano combate. Tan solo unos planos al final del filme, con el gesto serio y orgulloso dando órdenes a sus soldados, y ya esta.

Quizá no sea el retrato más justo de un militar del que el propio Napoleón dijo en Santa Elena, la isla a la que fue desterrado tras su derrota definitiva en la batalla de Waterloo: «Sin el mariscal Blücher, no sé dónde estaría ahora Su Gracia [el general Wellington], pero con seguridad yo no estaría aquí». En realidad, lo que ha hecho Ridley Scott es lo mismo que han hecho muchos libros de historia en los que su nombre fue relegado a un segundo plano, a pesar de que muchos expertos militares sostienen que, sin su aparición por sorpresa en medio de la gigantesca batalla, Francia habría barrido a Inglaterra.

El historiador italiano Alessandro Barbero defiende esta misma teoría en su libro 'La batalla. Historia de Waterloo' (Destino, 2004): sin el refuerzo de los más de 117.000 soldados del mariscal en un momento crucial del combate, los 100.000 hombres de Wellington jamás habrían podido vencer por sí solos a los 124.000 de Napoleón. Nunca habría cambiado el inglés el equilibrio mundial sin la milagrosa y salvadora aparición de Blücher a lomos de su caballo, animando a sus soldados en primera línea de combate con 73 años.

El orgulloso Wellington lo sabía y así lo expresó alguna vez en la intimidad, pero la historiografía británica se empeñó desde aquel momento en sepultar la figura del valiente y excéntrico anciano que, a esas alturas de su vida, abusaba del alcohol, había dado muestras de deterioro de su salud mental y hasta había experimentado episodios de esquizofrenia. Es más. cuando se celebró en 2015 el 200 aniversario de la batalla de Waterloo, tanto gran Bretaña como Francia se zambulleron en infinidad de homenajes, exposiciones y retrospectivas. Miles de publicaciones y reportajes se centraron en el apocalíptico enfrentamiento entre Napoleón y Wellington. Se realizaron todo tipo de semblanzas sobre ellos, analizaron sus personalidades y valoraron el papel que habían jugado ambos en el nacimiento de la Europa contemporánea. Todo ello como si Blücher hubiera tenido poco que ver.

El primer enfrentamiento contra Napoléon

La batalla de Auerstädt, en 1806, fue el primer enfrentamiento de Blücher contra Bonaparte dentro de la Cuarta Coalición contra el Imperio francés. Lo hizo en seis ocasiones, más que la mayoría de los generales de su tiempo. Esta primera vez, sin embargo, combatió bajo las órdenes del duque de Brunswick contra el francés Davout, donde el veterano mariscal hizo gala de su insensato ímpetu. Lanzó valientes cargas de caballería contra el enemigo, pero Prusia resultó igualmente derrotada. Berlín fue ocupada por Napoleón, la Familia Real tuvo que huir y nuestro protagonista fue hecho prisionero tras ser arrinconado cerca de Dinamarca.

En ese momento comenzaron los preparativos para que el Ejército prusiano renaciera de sus cenizas y se vengara, pero el mariscal entró en una fase de profunda depresión facilitada por su abuso del alcohol y por los episodios, cada vez más frecuentes, de esquizofrenia. Aquel deterioró aún más sus facultades mentales, un problema que arrastró gran parte de su vida.

En los años siguientes llegó a creer, incluso, que estaba embarazado de un elefante merced a un soldado francés. Se lo llegó a comentar a Wellington en uno de sus encuentros, el cual no daba crédito a sus oídos. Mientras que en otras ocasiones parecía convencido de que sus criados conspiraban contra él en apoyo de los franceses, hasta el punto de calentarle el suelo de sus estancias bajo las órdenes del mismo Napoleón con el objetivo de que se quemara los pies. No pocas veces le vieron luchar contra enemigos imaginarios, destrozando el mobiliario de su propia casa, como si se tratara del Quijote contra los molinos.

Enfermedades mentales

El mariscal vivía preocupado por su hijo Franz, que también sufría enfermedades mentales. Aquello no ayudaba a que el mariscal se recuperara, mientras los problemas iban en aumento. Durante la campaña de 1814, estos reveses psicológicos le dejaron incapacitado para el combate, lo que provocó que el general prusiano Yorck se negara a acatar sus órdenes. Le habían llegado a través del también general Gneisenau, pero este aducía que estaban firmadas al revés. «Se ve que el viejo está de nuevo loco, por lo que es Gneisenau quien manda nuevamente, algo que no podemos tolerar», argumentó.

Muchos altos mandos del Gobierno prusiano dudaron de si Blücher era el militar adecuado para dirigir a su Ejército en Waterloo. En primer lugar, por su avanzada edad, y, en segundo, por ese excéntrico comportamiento que rozaba la locura. Finalmente accedieron por el apoyo mostrado por el general Scharnhorst, pero las críticas no cesaron: le veían como un militar salvaje y errático. El conde Louis Langeron, uno de los principales generales de Napoleón, le describió así: «Su energía era prodigiosa. Su ojo para el terreno era excelente, su heroico coraje inspiraba a las tropas, pero su talento como general quedaba limitado por dichas cualidades. Tenía poco conocimiento de la estrategia, no podía ubicar donde se encontraba en el mapa y era incapaz de elaborar un plan de campaña o la disposición de sus tropas».

Natural de Rostock, ciudad de la costa Báltica, se había unido de joven a un regimiento húsar reclutado por el Ejército sueco, en 1758, en su localidad. Dos años después fue capturado en una escaramuza con húsares prusianos y su comandante le convenció para que se uniera a ellos. Ese fue el principio de una carrera tormentosa que, tras durísimas experiencias, afectó claramente a su salud mental, a pesar de ser uno de los soldados más dotados de Europa.

«brusco e inculto»

«Era brusco, inculto, honesto y honrado», según le califica el historiador Peter Hofschröer en 'Waterloo' (Ariel, 2015). Sus sentimientos eran tan intensos que, a veces, alteraban su equilibrio emocional. Sintió una gran angustia cuando su país fue humillado y saquedado por los vecinos. Después se tomó la derrota afligida a Prusia por Napoleón, en 1806, como una cuestión personal y, cuando este se escapó de su exilio en la isla de Elba años después, el mariscal ardió en deseos de empuñar de nuevo la espada contra él. Defendía con uñas y dientes la idea de que, como su patria había sido expoliada y empobrecida por Bonaparte, había que llevar la guerra hasta Francia y arrasar todo aquello que quedara a su alcance. Su odio rozaba lo psicótico, hasta el punto de que muchos historiadores creen que Wellington no habría obtenido el apoyo de los prusianos si no es por ese sentimiento, ya que el general Gneisenau, que le acompaña en 1815, detestaba a los ingleses tanto como al emperador francés y no hubiese colaborado con ellos de estar solo.

A pesar de la críticas, aquel «viejo loco» fue quien decidió la histórica victoria de Waterloo el 18 de junio de 1815. Puso fin al sueño imperial de Bonaparte, tras campar a sus anchas por Europa durante muchos años. Desde entonces, todo lo que rodeó aquella jornada despierta una enorme fascinación que trasciende a los aficionados a la historia militar: 217.000 soldados de la alianza formada por ingleses, prusianos, holandeses, belgas y alemanes, contra los 124.000 franceses. Una especie de pequeña guerra mundial librada en un solo día, que acabó con el mito de Napoleón y estableció otro, el de Wellington, dejando injustamente a Blücher como una especie de actor secundario.

¿Qué hubiera ocurrido sin él? A lo largo de la mañana, la batalla se inclinaba del lado de Bonaparte, hasta el punto de que su impetuoso mariscal Michel Ney estaba convencido de que los ingleses iban a retirarse. Entonces se lanzó a lomos de su caballo dirigiendo otra carga contra Wellington, cuyos hombres tuvieron que blindarse en formación de cuadros y disparar a los jinetes galos como podían. Napoleón llamó entonces a la vieja guardia, lo más granado y veterano de su Guardia Imperial, para asestar el golpe de gracia.

El factor sorpresa

Todo pendía de un hilo, cuando, a las 14.00 horas, los franceses escucharon en su flanco derecho, entre la humareda, el ruido de los disparos y los tambores. Era tal la agitación y el tumulto que Bonaparte se pensó que eran las propias tropas del mariscal Emmanuel de Grouchy regresando en su ayuda. Pero no, eran los 30.000 soldados con Blücher al frente. Ahí está el viejo mariscal, con su pelo cano y su poblado bigote, vestido de negro, apareciendo en el momento exacto. Sabía que si no llegaba a tiempo a ayudar a Wellington, Napoleón subyugaría a Europa una vez más. Por eso aceleró la marcha desde Wavre, atravesando todo tipo de caminos maltrechos y llenos de barro, después de las tormentas de la noche anterior.

El desconcierto y el miedo cundió entre los franceses al ver aparecer a los hombres de Blücher atacando desde los flancos. Bonaparte no tardó en retroceder, algo que nunca habían hecho en su historia. Por vez primera en la jornada los británicos tomaron la iniciativa y avanzaron con la ayuda de los prusianos, que estaban más frescos. El signo de la batalla cambió, los galos comenzaron su huida y nuestros protagonista los persiguió hasta el anochecer. Todo ello, con terreno sembrado de miles de cadáveres.

Bonaparte abdicó cuatro días después. Había perdido 30.000 hombres. Wellington, 15.000, y Blücher, 6.700. A pesar de ello, nunca fue digno de tantos homenajes como sus compañeros de armas, como si hubiera tenido poco que ver en desmoronamiento del imperio francés y el cambio del liderazgo en el orden mundial en favor de Gran bretaña. A día de hoy, de hecho, no encontramos ninguna biografia del mariscal en español, a diferencia del gran número de novelas y películas que se han publicado y estrenado de los otros dos. «Es un excelente soldado, un buen sableador. Es como un toro que cierra los ojos y se precipita adelante sin ver ningún peligro. Es obstinado, infatigable y no tema nada», escribió Napoelón antes de morir.

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