Observación de Luis Fernández
La exposición del pintor asturiano en el Museo de Bellas Artes muestra al creador que retornó a sí mismo después de una larga temporada cautivado por las vanguardias del XX, que superó por su sed de realidad y de una nueva luz
Luis Fernández (Oviedo, 1900-París, 1973) fue un pintor singular, y lo es, pues su obra perdura y tal vez se acrecienta. No parece haber estado en su ánimo la búsqueda de la originalidad, ese terrible camino yermo. Parece, al contrario, que esta vino después de dejarse llevar o envolver primero por los excitantes movimientos artísticos del París donde encajó y participó activamente según nos cuenta en su interesante ensayo Alfonso Palacio, estudioso del pintor, obras y escritos. El Museo Bellas Artes de Asturias ahora le dedica esta amplia muestra retrospectiva.
La exposición recorre todas sus etapas artísticas y ahí pueden verse sus influencias, sus saltos, sus aciertos y errores que quedan a la interpretación de cada uno. También se ven, explícitas o soterradas, sus cualidades constantes que afloran incluso cuando están amenazadas por estéticas fuertes pero ajenas, surrealismo y picassismo sobre todo.
Si Luis Fernández hubiese cesado su actividad a los cuarenta años, con lo hecho, hubiese sido un pintor más, interesante y encuadrable en la escuela de París, lugar y momento al que otros se adscribieron sin llegar a una obra más personal como, en cambio, sí pudo hacer Fernández valiéndose de una exigente reflexión hacia su entorno artístico de inmediato pasado y también hacia sí mismo, acompañado en ello de variadas inquietudes intelectuales y de la escritura.
Este hombre nuevo que se propuso ser a partir de los años cuarenta, implicaba un distanciamiento de aquellas corrientes que lo absorbieron y de las que, sin duda, tuvo que aprender muchas cosas artísticas y humanas. Pero, a juzgar por lo visto en la exposición y vuelto a contemplar en el hermoso libro que la acompaña, vemos a un Luis Fernández ya muy orientado de joven hacia una esencialidad constructiva y una finura realizadora claras, que dan alma a la sencillez de sus primeros cuadros de finísimas líneas y parquedad cromática. A mi modo de ver, todo eso fue recuperado, reencontrado y, con los años, profundizado en sus etapas de madurez y singularidad creativa.
Hay en la exposición un precioso dibujo, realizado a los quince años, de una paloma que, inevitablemente se relaciona con sus intensos cuadros de palomas que pintó cuando ya contaba sesenta años.
Tenemos pues a un pintor que retornó a sí mismo después de una larga temporada cautivado por aquellos ismos pero, en el fondo, sujeto de esa unidad de la persona que siempre aflora aunque se niegue, aunque incluso se desee ser otro. Quizá todo esto implique algo de derrota, de aceptación de los propios límites pero, a la vez, es la apertura a otra estancia que, aún siendo conocida, parezca nueva en su acceso y en su luz. Estaba sediento de esa realidad y de esa nueva luz.
Con esa serenidad abstraída como él aparece en las fotografías, encaró un trabajo silencioso y delicado concentrado en unos pocos temas cotidianos, casuales o insignificantes hasta que se ven como revelaciones trascendentes que iluminan el arte
En su nueva etapa de distanciamiento crítico apreció un algo incompleto o parcial en los movimientos de vanguardia, y él ansiaba una unidad de sentido, una unidad clásica que aquellas estéticas rompedoras, combativas y antiserenas que incluso llegaban a aborrecer los museos, podían ver como involucionistas o reaccionarias. Él amaba a los clásicos y los cita o los rememora. Ahora bien, amar lo clásico, su hondura conceptual y maneras, no es querer copiarlo o imitarlo, tampoco revivir las circunstancias de su tiempo más o menos remoto, sino atraerlo al hoy, beber en sus fuentes con sed de orígenes como terrenos fértiles de los que retornar con algo nuevo y claro a nuestros ojos de observadores.
Siempre hace falta una fe para adentrarse en una intuición. Una fe no necesariamente religiosa pero sí sustentada en el sentido último que uno pueda darle a incansables horas de trabajo en soledad.
Y es así, con esa serenidad abstraída como él aparece en la fotografías, como encaró un trabajo silencioso y delicado concentrado en unos pocos temas cotidianos, incluso casuales o previamente insignificantes hasta que se observan y se ven como revelaciones trascendentes que iluminan el arte.
Sus métodos de trabajo quedan igualmente representados por los calcos y plantillas que, muy elaborados, dieron lugar a variaciones como las que los músicos abordan otorgando al mismo tema distintas coloraturas y ambientación; un acto de magia donde se demuestra que los temas ni se repiten ni se agotan si en ellos hay, insisto, una observación reveladora y una técnica, minuciosa la suya, que los ahonde cada vez que vuelve a plantearlos.
Una rosa es un laberinto, un cráneo un objeto lunar, la cabeza del animal es un ángel dormido, quietud inabarcable para el horizonte, la luz viste silenciosamente a las manzanas, un vaso es un océano, el caballo te espera, la llama de la vela nunca se extingue.
Melquiades Álvarez (Gijón, 1956) es artista plástico y uno de los representantes más destacados de la generación de pintores asturianos que ha marcado el periodo de entresiglos
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