Es difícil imaginar una vida más turbulenta y rocambolesca que la de Andrónico Comneno, emperador bizantino y último de su dinastía. Carismático, contradictorio, amante de los placeres mundanos, experto militar, su fuerte carácter y la carencia de escrúpulos le llevaron a experimentar situaciones límite, entre las que cabría destacar doce años de cautiverio, numerosas campañas bélicas, escandalosas relaciones amorosas, varias conspiraciones, exilio y una violenta toma del poder. Su propia muerte, espeluznante, resultó acorde a esa convulsa existencia.

Andrónico nació en Constantinopla en torno al año 1118 y era de estirpe imperial: su padre, Isaac Comneno, era sebastocrátor, título honorario para designar a alguien muy cercano al trono, que estaba ocupado por el hermano de éste, Juan II. Eso no quiere decir que fuera una familia bien avenida, ya que Isaac no aceptó de buen grado la decisión de su progenitor, Alejo I, de que Juan le sucediera y por eso fue acusado de traición, teniendo que huir, aunque al final recibió un perdón.

En cambio, el hermano mayor de Andrónico, también llamado Juan, decidió unirse a los otomanos y hasta se convirtió al Islam.

Andrónico tendría ocasión de tratar con él en esa nueva vida porque en el año 1141 cayó en una emboscada turca durante una cacería y pasó un año preso en Iconio. Su primo Manuel, el menor de los vástagos del basileus (el emperador, en la terminología bizantina), con quien se había criado, pagó su rescate. Poco después, tres de los hermanos de éste fallecieron de una enfermedad, quedando dos: Isaac y él, aunque, sorprendentemente, el emperador nombró heredero al segundo y cuando también murió en 1143, Manuel ascendió al trono. Todo pintaba bien para Andrónico pero su fuerte personalidad iba a torcer las cosas.

Ocurrió cuando Manuel otorgó a su sobrino Juan Comneno los cargos de protovestiarios (encargado del vestuario del emperador) y protosebasto (dignidad para los parientes cercanos del emperador) para compensarle el haber quedado tuerto en un torneo. Andrónico se sintió ofendido porque su relación con Juan era peor que mala y desde entonces el vínculo afectivo que tenía con Manuel, del que se consideraba favorito, se quebró.

Quizá para vengarse de ambos, sedujo a Eudoxia, la hermana de su enemigo, estableciendo un paralelismo con la relación que otra hermana de éste, Teodora, mantenía con el propio basileus.

Manuel I y su segunda esposa, María de Antioquía/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El escándalo llevó a Manuel a designarlo gobernador de Cilicia en 1152, donde varios señores armenios se habían rebelado. Andrónico sitió la fortaleza de Mopsuestia pero las juergas nocturnas le hicieron levantar la guardia y el enemigo realizó una salida por sorpresa, derrotándole y saqueando el campamento. Él logró escapar a Antioquía, aunque Manuel no sólo no le regañó en demasía sino que le regaló un ducado y le puso al frente del ejército que debía pacificar Hungría. Allí sobrevivió a un atentado organizado por los hermanos de Eudoxia que le hizo sospechar que acaso el mismo emperador estuviera implicado.

Es probable que fuera entonces cuando empezara a maquinar un golpe de estado, solicitando para ello la ayuda del monarca húngaro Géza II y del titular del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico I Barbarroja. El plan incluía el asesinato de Manuel a manos del propio Andrónico, pero fue descubierto; aunque se le perdonó la vida, dio con sus huesos en prisión durante doce años, tiempo que pasó rumiando un profundo resentimiento. En 1165, tras varios intentos de evasión tan intrépidos (deslizarse por una letrina, emborrachar a los guardias, descolgarse por los muros con una cuerda…) como fallidos, que supusieron la condena también para Eudoxia (la encerraron con él y allí concibieron un hijo), logró escapar.

Unos valacos le reconocieron y capturaron en los Cárpatos pero los burló una noche dejando un muñeco tapado con mantas y llegó a Kiev, donde se puso bajo la protección del príncipe Yaroslav Osmomysl de Rutenia, con quien hizo buenas migas. A su lado pasó una década tranquila hasta que le llegó un mensaje inesperado y sorprendente: Manuel le ofrecía el indulto a cambio de que lograse el apoyo de Rutenia contra los húngaros, con quienes volvía a haber guerra. Andrónico aceptó y se puso personalmente al frente de un cuerpo de caballería, participando en varias batallas y retornando a Constantinopla en loor de multitud tres años más tarde.

Recreación de Constantinopla en la época bizantina/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Pero volvieron a aparecer nubarrones. Manuel sólo tenía hijas y quería un sucesor varón para el trono, así que adoptó como tal al príncipe Béla, hijo de Géza II, al que además concedió la mano de su hija María Comnena. Andrónico lideró las protestas casi unánimes de la nobleza bizantina, negándose a jurarle fidelidad.

Eso le supuso el alejamiento de la corte, siendo destinado otra vez a Cilicia, donde los armenios estaban de nuevo alzados en armas. Los venció reiteradamente pero sin poder acallar la rebelión de forma definitiva y, aburrido, marchó a Antioquía, entablando una relación afectiva pública con la princesa Filipa, cuñada del emperador.

A éste, obviamente, no le hizo ninguna gracia y menos cuando Andrónico la abandonó sin más; deliberadamente, porque en realidad lo que quería era molestar a su madre, esposa de Manuel, a la que no soportaba. Para evitar su ira, peregrinó a Tierra Santa llevándose el tesoro cilicio y ganándose en destino el favor del rey Amalarico I de Jerusalén, quien le concedió el señorío de Beirut.

Al final, el hijo de Géza II se convertiría en Béla III de Hungría (litografía de Joseph Kriehuber)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Allí, y a pesar de que ya tenía cincuenta y seis años, volvió a las andadas seduciendo a Teodora, la joven viuda del rey Balduino III y sobrina del emperador. Manuel estalló por fin y exigió que se lo entregaran pero los dos amantes huyeron a Damasco primero y al Cáucaso después para refugiarse en la corte de Jorge III de Georgia, cuya hermana había sido la primera esposa de Andrónico.

Desde allí encabezó varias incursiones contra intereses bizantinos en Trebisonda hasta que el ejército provincial logró aprehender a Teodora y sus hijos, enviándolos a Constantinopla. Temiendo por sus vidas, Andrónico suplicó clemencia, aceptando hacer un sometimiento público cargado de cadenas.

Manuel se la concedió pero prefirió alejarlo de la corte nombrándolo duque de Paflagonia, una ciudad situada en la costa del Mar Negro, entre Bitinia y el Ponto, donde no dio más problemas pero su rencor fue incrementándose.

Tierra Santa y Asia Menor a mediados del siglo XII/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Manuel murió en 1180 y le sucedió su hijo Alejo II, pues por fin había podido engendrar un varón, aunque todavía era un niño de once años y por eso se formó un consejo de regencia encabezado por su madre, María. Ésta no sólo abandonó el convento al que se había retirado sino que se echó como amante al protosebastos Alejo, sobrino del difunto emperador, que sería quien gobernase en la práctica. El escándalo era múltiple por la relación amorosa -considerada incestuosa-, porque aquel hombre era tenido por un advenedizo, por el nepotismo que practicó y porque dirigía los asuntos de estado de forma autocrática.

Para colmo, practicaba una política pro-occidental -latinizante, se decía entonces- que no gustaba nada entre la aristocracia bizantina porque eximía de tributos a sus mercaderes, que controlaban la economía en perjuicio de la burguesía local, lo que provocó que se extendiera entre la población un odio irracional a todo lo de origen italiano que tendría graves consecuencias en poco tiempo. No tardó en surgir una conspiración y Andrónico, viendo la gran oportunidad, se sumó a ella. La dirigía la princesa María, una hija del primer matrimonio de Manuel que estaba casada con Rainiero de Monferrato, quien tenía el cargo de césar (en esa época un rango inferior al de antaño). El patriarca Teodosio Boradiotes les apoyaba.

Todo se desató en 1182, al incitar los implicados a la revuelta popular contra el consejo de regencia y una sublevación de las provincias. Sin embargo, la trama fue descubierta y tuvieron que atrincherarse en Santa Sofía. El intento de Alejo de asaltar el templo, una profanación, exasperó al pueblo y hubo que concederles una amnistía; a cambio, el patriarca fue destituido, lo que no ayudó a disipar el malestar. Tampoco que los húngaros aprovecharan la ocasión para recuperar sus territorios perdidos, los turcos arrebataran al imperio regiones fronterizas en disputa o que serbios y armenios se rebelaran.

El Imperio Bizantino en 1180/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Así estaban las cosas mientras Andrónico marchaba hacia Constantinopla a la cabeza de un ejército que engrosaba cada poco con los descontentos; lo hacía con deliberada lentitud para que la situación se degradase lo más posible y aparecer como providencial salvador. De hecho, el único que trató de detenerle, un primo de Manuel llamado Andrónico Ángelo, cayó derrotado y se pasó a su bando. Poco después, la flota bizantina se le unía y Alejo se quedó solo; tanto que la Guardia Varega le traicionó, deponiéndole.

Ante la ausencia de autoridad, se precipitaron los acontecimientos hacia la tragedia. Las masas populares dieron rienda suelta a su fobia y desataron una sanguinaria persecución contra los mercaderes italianos (sobre todo genoveses y pisanos), sacerdotes y, en general, católicos, sin respetar a sus familias ni en edad ni en sexo. Es lo que se conoce como Masacre de los Latinos, en la que alrededor de sesenta mil personas perdieron la vida o se vieron obligadas a huir, quedando únicamente unos cuatro mil que fueron vendidos como esclavos al Sultanato de Rum. Si bien Andrónico compartía ese odio, no tomó parte en los hechos porque aún no había llegado a Constantinopla. Cuando por fin entró aclamado en la ciudad, bastó su presencia para calmar los ánimos.

Aplastó los últimos rescoldos de resistencia y, asumiendo labores de tutor, coronó a Alejo II. Uno tras otro, todos los que podían hacerle sombra fueron cayendo. María y Rainiero murieron envenenados, según los rumores por orden suya; la reina regente volvió a ser recluida en un convento y terminó ajusticiada por estrangulamiento, acusada de conspirar; fue el mismo cargo aplicado a Andrónico Ángelo y el almirante de la flota, que tuvieron que huir; otros presuntos enemigos sufrieron peor suerte y acabaron cegados, mutilados y/o ejecutados. El futuro del basileus adolescente no parecía muy esperanzador.

En púrpura, los barrios habitados por latinos, donde se desarrollaron las matanzas/Imagen: Cplakidas en Wikimedia Commons

Y no lo fue. Supuestamente atendiendo una demanda de la corte y el clero, Andrónico culminó su vieja ambición autocoronándose co-emperador, según dijo para afrontar las difíciles circunstancias y proteger a Alejo II. Pero éste, claro, fue el siguiente en caer: dos meses más tarde era asesinado y su tío, por fin, se convertía en emperador abiertamente.

Hasta se casó con Inés de Francia, la viuda, que era aún más joven que su difunto marido, trece años; eso sí, Andrónico, que tenía sesenta y cinco, conservó a su lado a Teodora. Para eso había nombrado un nuevo patriarca afín que, además, le perdonó oficialmente todo cuanto hubiera hecho con anterioridad ilegal o inmoralmente.

El flamante basileus tuvo un reinado tan corto como cruento: de septiembre de 1183 a septiembre de 1185. Un bienio durante el cual obtuvo apreciables logros: firmó la paz con los selyúcidas de Saladino para poder centrar su atención en recuperar lo perdido ante Hungría, cosa que consiguió; puso fin a la piratería italiana, a la que se habían lanzado Génova y Pisa tras la Masacre de los Latinos, pactando el pago de indemnizaciones y la liberación de los cautivos venecianos que aún quedaban; reprimió a sangre y fuego una insurrección en Bitinia; y restableció las relaciones con el Papa.

Alejo II en una ilustración de Guillaume Rouille (siglo XVI)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Asimismo, acabó de forma tajante con la generalizada corrupción estableciendo la meritocracia en la administración y mejorando los sueldos de los funcionarios, lo que supuso una mejora notable en los ingresos hacendísticos. Por otra parte, trató de ganarse al pueblo limitando el feudalismo y recortando los privilegios de la aristocracia, difundiendo una populista iconografía suyo como simple campesino. Es más, impulsó medidas para aliviar la existencia de las clases humildes, lo que, combinado con lo anterior, le granjeó la oposición de los mismos nobles a los que antaño había defendido.

Por eso los éxitos exteriores quedaron ensombrecidos ante los problemas internos y, sobre todo, su incapacidad para gobernar sin violencia. No tardó en brotar una oposición a su figura que él decidió cortar de raíz, sumiendo al imperio en una ola de muertes sumarias. Cada conspiración descubierta o sospechada era respondida con ejecuciones, realizadas además con una brutalidad escalofriante, y el carácter ya de por sí difícil de Andrónico fue volviéndose cada vez más desorbitado, viendo enemigos por doquier y actuando en consecuencia. Las ejecuciones masivas de nobles sembraron el miedo pero dieron paso a la indignación y pronto el objetivo fue quitarle de en medio. Lo malo para él estaba en que el pueblo también le dio la espalda al ver sus concesiones a Venecia y el Papa.

Chipre, importante fuente de ingresos, se independizó sin poder evitarlo porque no había flota para ello, ya que la muerte de los nobles había segado la base del ejército. Alejo Comneno, sobrino de Manuel I, convenció a los normandos para organizar una invasión desde Sicilia, isla que controlaban entonces: Epidamno, Corfú, Cefalonia, Zante, Tesalónica… una tras otra, fueron conquistando plazas, a veces sin que los defensores pusieran demasiado empeño. A esas alturas, Andrónico parecía haber tirado la toalla y ya sólo dedicaba su atención a las fiestas que montaba en su refugio de Propóntide entre la firma febril de sentencias de muerte.

Un áspero acuñado por Andrónico I; se ve a Cristo coronándole/Imagen: Classical Numismatic Group en Wikimedia Commons

Esa aparente indiferencia pudo deberse, acaso, a que un oráculo le profetizó que el peligro estaba en alguien cuyo nombre empezaba por «Is» y él creyó poder solucionarlo exterminando a todo aquel posible enemigo que se llamase Isaac. Uno de ellos fue Isaac Ángelo un noble menor que pudo escapar a los sicarios y se refugió en Santa Sofía, convertida en punto de concentración de todos los descontentos. Estalló así un motín en el que las masas coronaron al prófugo, liberaron a los presos y asaltaron el palacio, saqueándolo. Andrónico, que acababa de llegar, ofreció abdicar en su hijo Manuel pero ante el rechazo optó por embarcar rumbo a Crimea con su familia. No llegaría lejos.

La meteorología fue adversa y le dieron alcance, llevándolo de vuelta a Constantinopla, donde los aristócratas le apalearon. Sólo era el principio de la agonía que le esperaba: paseado por las calles a lomos de una cabalgadura poco lustrosa, recibió todo tipo de humillaciones, golpes y agresiones hasta llegar al Hipódromo, donde le amputaron las manos y le arrancaron cabello, dientes y un ojo, para ser luego colgado por los pies y aporreado por todo el que quisiera. Un soldado puso fin al sufrimiento matándolo con su espada, aunque se prohibió enterrar el cuerpo. Sus hijos, Manuel y Juan, también tuvieron mal final, el primero cegado por la turbamulta y el segundo asesinado por sus tropas al saberse lo de su padre; el resto de la familia pudo escapar.

Fue el final de la dinastía Comnena y el comienzo de la de los Ángeles, encarnada en el citado Isaac II y que no llegaría a durar veinte años.


Fuentes

Georg Ostrogorsky, Historia del Estado Bizantino | Antonio Bravo García, Bizancio | Paul Magdalino, The Empire of Manuel Komnenos 1143-1180 | David Barreras Martínez y Cristina Durán Gómez, Breve historia del Imperio bizantino | Franz Georg Maier, Bizancio | Emilio Cabrera, Historia de Bizancio | Andrew Stone, Andronicus I Comnenus(A.D. 1183-1185) | Wikipedia


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