La reina de Inglaterra y los negros “argentinos” - La Nueva

Bahía Blanca | Viernes, 31 de mayo

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La reina de Inglaterra y los negros “argentinos”

Ana Estuardo fue reina de Inglaterra desde marzo de 1702 y se convirtió en la primera soberana de la Gran Bretaña e Irlanda desde mayo de 1707. Hace poco más de 300 años firmó un acuerdo con España que adjudicó a los ingleses el comercio de esclavos con el Río de la Plata.
Ana Estuardo.

Ricardo De Titto

Especial para La Nueva.

El 1 de mayo de 1707 los reinos de Inglaterra y Escocia se unieron dando origen a la nueva Gran Bretaña. Ana asumió el poder de la mano de su amado esposo, Jorge de Dinamarca, con quien, a pesar de haber quedado embarazada en casi veinte ocasiones, no consiguió dar estabilidad a la nueva corona. Jefa de un imperio mundial en plena expansión... ¿Qué relación guarda la naciente Gran Bretaña con los negros del Río de la Plata?

La South Sea Company

En 1713 la corona española firmó un acuerdo con la reina de Inglaterra por un término de treinta años. En ese lapso los encargados de los “asientos” debían traer a América un mínimo de 144.000 “piezas de Indias”, a razón de cerca de 5.000 por año. Y Buenos Aires quedó como uno de los puertos habilitados donde podrían introducirse, “repartidas en cuatro navíos, hasta 1.200 piezas anuales, de las cuales 400 podrían internarse en las provincias de arriba (Córdoba, Tucumán, el Alto Perú) o en el reino de Chile, quedando facultados a servirse de navíos de la Real Armada de Inglaterra o de particulares ingleses o españoles […] y podían partir de puertos de España o de Inglaterra, indicando a Su Majestad Católica el puerto de su destino”.

Y así es cómo, en septiembre de 1713 --hace 303 años exactamente--, la reina Ana puso el asiento en manos de la South Sea Company, a la que anteriormente se le había entregado el monopolio del tráfico con Sud América for ever. Para concretar este gran negocio se apoyó en la Royal African Co., que poseía una cadena de importantes factorías en África, centrada en un fuerte en Costa de Oro (hoy Ghana), y extendida por otros puntos apropiados para la trata de personas. Los agentes de la South Sea Co. compraban en África los negros disponibles a la Royal African Co. y a negreros particulares. Más adelante la Compañía de la Mar del Sur también adquirió esclavos a la Guinea Company y a la East India Company, que vendía “piezas” de Madagascar.

Como es sabido, los traslados constituían un verdadero calvario. Las personas apresadas eran engrilladas y encerradas bajo cubierta con muy escasa ventilación, estibados y hacinados en las bodegas; mal alimentados y con agua racionada, era habitual la presencia de ratas; eran habituales las enfermedades propias de esas condiciones, de rápido contagio, como el escorbuto, las dermatosis y las oftalmias. Cuando se declaraba una epidemia, la máxima medida de higiene era limpiar la cubierta con vinagre y, en lo posible, separar a los enfermos. En algunos casos, las cifras fueron realmente estremecedoras. Según refiere Vicente Sierra el buque George, que llegó al puerto en 1717, de su carga inicial de 594 esclavos, 351 murieron por viruela, 125 de los cuales fallecieron durante la cuarentena, en la Banda Oriental. Las posteriores travesías por tierra eran también penosas: en los 36 días que duró uno de los viajes a Mendoza, murieron nueve esclavos varones adultos, tres mujeres y tres pequeños.

Los “angola” y los “guinea”

Hombres de raza negra hubo en Buenos Aires desde su primera fundación. Posiblemente, la primera venta pública de personas es una que se realizó en Buenos Aires en 1539, cuando se puso en almoneda pública a dos esclavos durante nueve días. También la capitulación de Pedro de Mendoza, de 1534, lo obligaba ya a trasladar 200 esclavos negros, hombres y mujeres por igual pero, alegando que no podía llevar esclavos a una región aún no “pacificada”, se vendieron antes de partir.

La introducción de negros se hizo, originalmente, con la idea de destinarlos a las actividades agrarias, extractivas e industriales y el pretexto más utilizado era el “de asegurar el buen trato de los indios” como lo hizo el gobernador del Tucumán, Juan Ramírez de Velasco, que solicitó la introducción de mil esclavos de Guinea para trabajar en los ingenios de metales. Y el primero en cumplir ese objetivo fue el obispo de Tucumán, fray Francisco de Victoria, que organizó una expedición al Brasil en busca de mercaderías y ornamentos en la que consiguió comprar y trasladar 60 esclavos. Se considera, sin embargo, que la primera inmigración “genuina” de tres esclavos negros se produjo en 1588. Cinco años después, cada familia porteña poseía un sirviente negro y en 1594, el contingente de ingresados sumó 64.

El puerto de Buenos Aires recibió miles de esclavos que eran rápidamente acaparados por los mercados del Alto Perú, en especial por Potosí, lo que trajo no pocos conflictos con los poderes de Lima.

La mayoría de los primeros contingentes provenía de Angola, Mauritania y Guinea, más próximas al puerto de Buenos Aires, aunque algunos cargamentos provenían de Salvador de Bahía y Río de Janeiro. Las “piezas” se pagaban, además de metálico, con vacunos, caballos y cuero y cebo. Las colas de caballo se enviaban como obsequio para los jefes nativos de la costa africana, que capturaban y sometían a otras tribus. Los viajes, por supuesto, se aprovechaban también para sacar clandestinamente oro y plata.

El circuito incluía también a las empresas británicas. Los orfebres ingleses fabricaban por entonces candados y collares de plata para negros y perros. Irónicamente, muchos esclavos fueron trasladados con esos collares hasta los mismos socavones del Potosí donde se extraía la plata con la que estaban hechos...

Los “negreros”

Desde 1595, la Corona celebró sucesivos asientos con personas que, mediante el pago de dinero, asumieron el papel de intermediarios con los negreros. El primero de ellos fue el portugués Pedro Gomes Reynel, autorizado a introducir por Buenos Aires hasta seiscientos negros anuales.

En 1640, los reinos de Portugal y España se separan y los portugueses pasan a ser enemigos; la Corona española pacta, en 1662, un contrato con una pareja de esclavistas genoveses. En él, por primera vez, se habla de “piezas de Indias” en lugar de “cabezas de esclavos” como se usaba hasta entonces. La descripción era minuciosa: “negros de siete cuartas de altura como mínimo, que no fuesen ciegos, tuertos o tuviesen otros defectos. Los bajos y defectuosos eran computados por una parte variable de ella, de acuerdo al defecto”.

Para entonces, la Primera Audiencia de Buenos Aires estimaba que era necesario introducir unos quinientos negros anuales y que, dada la escasez, la cifra debía elevarse a mil en los dos o tres primeros años. Se atribuía el abandono de las estancias a la falta de esclavos y se piden negros de Guinea para convertirlos en pastores y mozos de labranza.

En 1680, los portugueses fundan Colonia do Sacramento, en las narices mismas de Buenos Aires y, desde allí, organizan el tráfico ilegal como un verdadero “puerto de escape” del comercio porteño. Como España carecía de bases africanas, estaba obligada a entregar la trata de negros a empresas o intermediarios extranjeros. Francia, Inglaterra, Holanda y otros países europeos utilizarán Colonia para introducir mercaderías de contrabando y, entre ellas, partidas de negros.

Francia fundó la Compañía de Guinea y propuso a España el envío anual de dos navíos a Buenos Aires con una carga que comenzó por 700 y 800 “piezas” de ambos sexos que se redujo después a 500 y, con problemas para asegurar esas cifras, recurrieron a holandeses y británicos a fin de cumplir con los cupos comprometidos, aunque no legaron ni a la mitad. A esos problemas de aprovisionamiento se añadía la mortandad: el crudo invierno porteño era fatal para personas mal vestidas y peor alimentadas provenientes de regiones tropicales.

Y fue entonces que se produjo el acuerdo con Gran Bretaña. La South Sea Company compró a la familia Morón una estancia a orillas del Riachuelo para abastecerse de carne y lácteos, con una barraca donde alojaba a las “piezas” recién llegadas y que también usaba como depósito de cueros; asimismo adquirió un amplio caserón de 32 habitaciones en el Retiro, que destinó a la administración y residencia de los directivos. En Carmelo, Uruguay, había otra estancia con barracas. Así, el número de ingleses residentes creció de un modo imprevisto para los españoles. Veinte años después del comienzo de las operaciones, había ya sesenta y cinco ingleses “afincados”, todos ellos con posiciones expectables en la sociedad.

Su presencia experimentó todos los sobresaltos típicos de una situación mundial que, varias veces, puso en guerra a los Estados británico y español. Frecuentemente se cancelaron contratos o se decidió embargar sus bienes, luego restituidos. La autorización para operar otorgada a los buques esclavistas sería la llave maestra para el contrabando, a tal punto que se dispuso calar toda pieza o barril de sebo que cargaran los ingleses en sus barcos para evitar la salida clandestina de metálico.

El soborno a las autoridades locales se convirtió en moneda corriente y, como reaseguro frente a imprevistos, Colonia, en manos portuguesas, ofrecía depósitos seguros. En octubre de 1750 se canceló definitivamente el manejo británico del comercio de esclavos a cambio de una indemnización de 100.000 libras esterlinas que España canceló en tres meses. En adelante, el comercio negrero quedó en manos de españoles y criollos. Se formó, entonces, con planes para toda América, la Compañía Gaditana de Negros; en Buenos Aires, los desembarcos no cesaron, aunque se mantuvieron encubiertos bajo el piadoso manto de los “arribos forzosos”. Sin embargo, el control de este infame negocio por parte de España chocó siempre con su carencia de puertos en África, lo que la hizo eterna dependiente de empresas extranjeras.

La reina Ana estuvo en el poder de ambos reinos durante siete años aunque, desde 1708 quedó viuda y sin descendencia directa. El 1º de agosto de 1714, con cuarenta y nueve años, excesivamente obesa y aquejada de varias enfermedades, falleció en el palacio de Kensington. Su cuerpo fue enterrado con todos los honores en la abadía de Westminster en un ataúd más grande de lo habitual para poder acoger su gran cuerpo sin vida.