En 1968, el Festival de Cine de Cannes todavía se celebraba en el antiguo Palais. La alfombra roja se desplegaba desde las puertas del palacio hasta alcanzar el mismo paseo de La Croisette para recibir a las estrellas, que verían allí mismo sus películas. En el bulevar desembarcaron Jane Birkin, Sharon Tate, Grace Kelly... Hubo quien vio a dos Beatles bajar juntos de un coche, rodeándose los hombros con los brazos. Mientras las estrellas internacionales llenaban la Costa Azul de glamur, algunos de los más brillantes cineastas franceses planeaban un motín en solidaridad con los disturbios que estaban teniendo lugar en París, que ardía en pleno Mayo Francés. Aquel año, el principal festival de cine del mundo tuvo la edición más explosiva de su historia.

festival cannes 1968 godard
Gilbert TOURTE//Getty Images
Los cineastas Claude Lelouch, Jean Luc Godard, François Truffaut, Louis Malle y Roman Polanski en plena protesta.

"Nosotros estamos hablando de solidaridad con los estudiantes y los obreros y vosotros de travellings y primeros planos, imbéciles", gritaba Jean-Luc Godard, quizá el cineasta galo más relevante de todos los tiempos, a una audiencia cada vez más alterada. Algunas horas antes, François Truffaut —otra referencia de la nouvelle vague, la ola sesentera de artistas franceses jóvenes, preocupados y a disgusto con el cine de masas preexistente— había llamado a su habitación del hotel Martínez a Roman Polanski.

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El director, que estrenaría La semilla del diablo apenas un mes después, pensó que su amigo lo convocaba a otra rueda de prensa furibunda contra el maltrato de las instituciones francesas a Henri Langlois, el director de la Cinémathèque. Meses antes, el ministro de Cultura, André Malroux, lo había despojado de sus responsabilidades al frente de la entidad, vital para la evolución de la nouvelle vague y sus abanderados, y la reacción de Godard, Truffaut, Bazin, Varda, Rivette y otros había sido tan extrema que Langlois fue devuelto a su puesto casi inmediatamente.

Durante los primeros compases de la edición de 1968 del Festival de Cannes, el delegado, Robert Favre Le Bret, temía que aquella polémica volviera a prender los ánimos de los volubles cineastas de moda en la cinefilia francesa en cualquier momento. Pero, después de que la inauguración de la cita transcurriera sin sobresaltos, Favre Le Bret respiró aliviado. Al llegar a la sala Jean Cocteau del Palais, Polanski descubrió que Truffaut no lo había convocado para protestar de nuevo por el caso de Langlois, sino contra el festival mismo. El autor de Los 400 golpes, su amigo Godard —por entonces aún lo eran— y otros realizadores estaban decididos a detener el evento.

La localidad costera de Cannes todavía proyectaba algo de tranquilidad, pero en París ya ardían las barricadas. El Mayo del 68 francés estaba ocurriendo en tiempo real mientras en La Croisette las celebrities fingían que el mundo podría seguir su curso sin inmutarse después de las revueltas de la sociedad gala. A medida que avanzaba el festival —Favre Le Bret se resignó a retrasar unos cuantos días algunas proyecciones, pero no más—, los obreros ocupaban las fábricas, los estudiantes de la Sorbona se rompían los huesos con la policía y los trenes y autobuses dejaron de circular.

En la sala Jean Cocteau, algunos aún no entendían a qué venía el alboroto de Truffaut, Godard y su cuadrilla. Truffaut trataba de convencer al público —del que llegaban réplicas y protestas, y donde se amontanaban ya tanto miembros de la industria del cine como periodistas— de la necesidad de detener el curso del festival mientras medio país se estuviera partiendo la cara en las callas, en busca de la arena de playa que imaginaban encontrar bajo los adoquines. Godard, parapetado tras sus gafas de sol negras, fue menos conciliador.

Los primeros insultos del director de Al final de la escapada —conservados en grabaciones de vídeo— anticipan la desintegración de esa pretendida calma burguesa que el festival había querido mantener intacta mientras el país era sacudido por el descontento. Enseguida empezaron a llover las renuncias: de miembros del jurado, como Louis Malle, Monica Vitti o Polanski —que lo hizo sin estar demasiado convencido, asegurando que todo aquello le recordaba al estalinismo que había vivido en su Polonia natal—, y de cineastas, que retiraron sus estrenos de la competición.

Milos Forman, Alain Resnais y hasta el español Carlos Saura rechazaron que sus películas fueran exhibidas en aquella edición del festival. Saura pide a la organización que retire Peppermint frappé de la hoja de ruta, pero Favre Le Bret sigue en sus trece. Así, en la sobremesa de ese mismo 18 de mayo, el Festival de Cannes proyecta una película contra los deseos de su director; tan coherentemente con su compromiso político como Favre Le Bret con su decisión de fingir normalidad, el cineasta español, acompañado de Godard, Géraldine Chaplin y otros, echa a correr hacia la pantalla recién puesta en marcha la máquina. Varios se cuelgan del telón para impedir que la película se vea.

Desde ahí, la historia es confusa. Hay empujones, forcejeos y, de repente, un tumulto que acaba con unos pocos damnificados con nombres y apellidos: alguien da un puñetazo en la nariz a un productor, otra persona tira a Truffaut de espaldas, una bofetada le hace saltar por los aires a Godard sus características gafas. Mientras la industria del cine se zurra por los manifestantes, estudiantes y obreros que se zurran a su vez, a 900 kilómetros de distancia, por la idea de un mundo mejor, una extraña frase en castellano se proyecta para la historia sobre la turba: "Una producción de Elías Querejeta".