Este es un capítulo de La historia de los griegos, de Hélène Adeline Guerber (1859-1929). Si vas a usar estos materiales, echa un vistazo a la licencia 📝.
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A lo largo de todas las batallas, el botín de guerra ganado por los griegos había sido dividido entre los caudillos y sus soldados, y en una ocasión a Agamenón y Aquiles les tocaron en el reparto unas muchachas troyanas como esclavas.
Estas muchachas no habían nacido esclavas, sino que eran prisioneras de guerra que habían sido hechas esclavas, como era la costumbre por aquel entonces, pues, mientras que los hombres y los niños solían ser ejecutados, las mujeres y las niñas eran reducidas a la esclavitud.
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Resulta que la esclava entregada a Agamenón, llamada Criseida, era la hija de un sacerdote de Apolo, que ofreció grandes sumas de dinero a cambio de rescatarla. Sin embargo, Agamenón no estaba dispuesto a liberarla por todo el dinero del mundo y trató de malas formas al sacerdote, que, encolerizado, pidió a Apolo que vengara aquella afrenta enviando una peste al campamento griego.
El dios lo oyó y cumplió la plegaria, y no pasó mucho tiempo cuando los soldados del campamento griego estaban sufriendo una terrible enfermedad, de la que muchos murieron.
Como no había ningún remedio para aquella peste, los líderes griegos consultaron un oráculo para averiguar cómo podían parar la terrible enfermedad. Entonces se enteraron de que Apolo estaba enfadado con Agamenón porque se había negado a devolver a su esclava, y los griegos continuarían sufriendo hasta que se decidiera a entregársela a su padre.
Obligado de esta forma a devolver a Criseida para salvar a sus hombres de la destrucción y la muerte, Agamenón dijo que en su lugar se quedaría con la esclava de Aquiles, Briseida, e hizo que se la trajeran a su tienda de campaña.
Aquiles, que quería salvar a los griegos de la peste, permitió que se llevaran a la muchacha, pero advirtió a Agamenón de que no lucharía más por un general tan egoísta e injusto. Por tanto, en cuanto la muchacha se hubo marchado, dejó a un lado su magnífica armadura y, aunque oía las llamadas al combate y el fragor de la batalla, no acudía, sino que se quedaba en su tienda.
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Mientras Aquiles permanecía quieto día tras día, sus compañeros luchaban valientemente, pero, a pesar de su bravura, los troyanos iban ganándoles terreno, pues, ahora que Aquiles no participaba en la batalla para llenar de terror sus corazones, luchaban con renovado coraje.
Los griegos, al perder al joven líder que siempre los había conducido en medio de la refriega, iban poco a poco cediendo ante los troyanos, que empujaban cada vez más e incluso llegaron a incendiar algunas de las naves griegas.
Patroclo, el amigo de Aquiles, que también había combatido junto a los griegos, ahora veía que los troyanos pronto destruirían el ejército al completo, por lo que fue corriendo a la tienda de Aquiles a rogarle que saliera a ayudarles una vez más.
Sin embargo, sus súplicas fueron en vano. Aquiles se negó a mover un pie, pero finalmente le permitió a Patroclo salir a pelear con su armadura y, disfrazado de esa forma, podría al menos inspirar valor a los griegos para rechazar a los troyanos.
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Así, Patroclo se pertrechó con las armas de Aquiles y, cuando los troyanos vieron la famosa armadura, empezaron a replegarse aterrorizados, pues temían a Aquiles más que a ningún otro griego. Pero pronto se dieron cuenta del error, y Héctor, avanzando por el campo de batalla, mató a Patroclo, le despojó de la armadura, y se retiró a colocársela en honor a su victoria.
Entonces tuvo lugar un terrible forcejeo entre los troyanos y los griegos para hacerse con el cuerpo de Patroclo. Las noticias de la muerte de su amigo llegaron raudas a oídos de Aquiles, que salió de su estado de indiferencia. Alzándose sobre la muralla que rodeaba el campamento, dio un terrible grito, ante el que los troyanos huyeron, y Áyax y Odiseo le trajeron el cuerpo de Patroclo.
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