Harold Nicolson y una historia de la Primera Guerra Mundial - Grupo Milenio
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  • Antonio Nájera Irigoyen

Hay sucesos que asientan un silencio en el tiempo como las blancas en una notación musical. Pero estas notas, a diferencia de las de una partitura, no gozan de valores finitos. Así los pueblos y las naciones entran en guerra, sin saber cuándo saldrán de ella.

En 1914, tocó a un jovencísimo Harold Nicolson entregar la última nota diplomática entre Inglaterra y el Segundo Reich antes de entrar en beligerancia. Faltaban años para que el mundo conociera al gran diarista, al divertido autor de Some people, al fino historiador de las grandes conferencias de paz. Tenía 28 años y era un tercer secretario más en el Foreign Office. La suerte, sin embargo, sonríe algunas veces a los afortunados —y aquella vez la suerte decidió que el afortunado fuera Harold Nicolson.

La noche del 4 de agosto Nicolson llevó al príncipe Lichnowsky, embajador alemán en Londres, el ultimátum donde se advertía que, de invadir Bélgica, Inglaterra honraría sus compromisos y declararía la guerra al Reich. Pasaba la medianoche y el príncipe, que sabía de antemano el contenido de la carta, se limitó a recibir el documento. Instantes después, con la solemnidad que lo distinguía aún en pijama, musitó: “Por favor despídame de su padre, seguramente no tendré oportunidad de verlo antes de mi despedida”.

Los hechos sucedáneos son harto conocidos. Se acabó la guerra. Murieron millones de almas y un consejo de cinco movió límites y fronteras y ríos como si se tratara de piezas de ajedrez. Mientras tanto, Harold igualmente siguió con su vida: publicó una o dos biografías reputadas, se hizo de un nombre como diplomático, forjó los más felices años de su matrimonio con Vita Sackville-West. Entonces llegó 1926, y el Foreign Office dispuso que Harold sirviera en su embajada en Berlín.

A diferencia de Christopher Isherwood, Harold encontró detestable la República de Weimar. Padeció —aseguran sus biógrafos— su miseria, su mala comida y la vulgaridad de sus espectáculos. Y así se encontró por algunos meses hasta que se le instruyó visitar al príncipe Lichnowsky. El noble había perdido todo —palacios, propiedades y trabajo—, salvo las ganas de vivir. Para él, tal parece, la Primera Guerra Mundial no comportó más que un breve silencio en esa extraña notación musical que es el mundo. Por eso, cuando apenas el príncipe se encontró con Harold, mencionó: “cuénteme, pues, cómo me decía el otro día que se encontraba su padre”.

El otro día había sido casi quince años atrás.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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