Madame de… | Crítica | Película

Madame de…

En búsqueda de la perfección estética Por Stephan Enríquez

Max Ophüls es el cineasta esteta por excelencia. Sus obras, particularmente las de su etapa francesa, podrían ser catalogadas de lienzos realistas en continuo movimiento. La belleza de lo efímero, el amor como martirio inminente e inalcanzable, la banalidad de las sociedades aristócratas, y, sobre todo, la introspección de las relaciones humanas, haciendo énfasis en el rol de la mujer, son sus principales tópicos. Todos realzados con los decorados barrocos-preciosistas, la elegancia del manejo de cámara y los planos secuencia que tanto lo caracterizan. Ophüls, al lado de Mizoguchi y Naruse, es el director que mejor ha reflejado la psicología del sexo femenino en toda su complejidad. Sus ilusiones, sus tormentos, sus metas, sus preocupaciones, sus conductas en determinadas circunstancias, su intimidad.

El director alemán logra representar con mayor destreza todos los temas propios de su cine en Madame de…, su obra maestra.

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Fines del siglo XIX, La Belle Époque, Francia. La película empieza con un plano secuencia que muestra un par de aretes, los cuales definirán casi por completo los encuentros entre los protagonistas, para pasar inmediatamente a una breve e intensa introducción de Louise (Daniell Darrieux), Madame de…, que es a la vez el reflejo del desencanto de todo una época y que se le podría emparentar con aquel personaje mítico de Flaubert: Madame Bovary. Una mujer fría, calculadora, superficial, que solo busca cubrir sus deudas. Así decide vender aquellas pertenencias, que habían sido un obsequio de parte de su esposo justo después de haberse casado, en una joyería. El joyero las venderá y regresarán a él, como un círculo vicioso. Lo mismo le sucederá a Louise. Pero esta vez se aferrará a los pendientes. Ya no es André (Charles Boyer), su esposo, quien se los regala, sino Fabrizio (Vittorio de Sica), quien será su futuro amante.

El vaivén de los aretes hace hincapié en la puerilidad de la sociedad francesa, pero es a la vez la manifestación del estado de ánimo de la protagonista. Louise no ama a su pareja y viceversa. Lo que los une es una relación de compañerismo, complacencia y costumbre. Los dos duermen en camas separadas. La comunicación entre ellos es escasa. André le es infiel. Louise permanece casi siempre en su hogar. Cuando participan en alguna celebración, Louise siempre es el centro de atención. Las miradas y cumplidos se desvían hacía ella. Louise corresponde a todo aquel que le hable, pero a modo de juego. El cortejo es su pan de cada de día. Todo esto hasta que, casi por el azar, conoce a Fabrizio, un diplomático italiano.

Así empieza una de las relaciones más puras, tortuosas y memorables que nos ha dado el séptimo arte. Entre ellos basta una palabra, un gesto, una caricia, una mirada, para comunicar la añoranza de permanecer uno al lado del otro. Louise, la mujer fría y calculadora, se convierte en una adolescente enamorada e indefensa. Fabrizio, el caballero distinguido y aparentemente inalterable, se convierte en un joven romántico, en el sentido artístico de la palabra, dispuesto a luchar por el amor de su amada. El clímax de esta relación, y la mejor escena de la película para quien suscribe estas líneas, se da en el baile de vals, que transcurre en varias ocasiones, pero parece que sucediese en una noche. Aquí se da el enamoramiento continuo entre ellos y se puede apreciar con mayor intensidad la comunicación íntima y silenciosa que solo dos personas que se aman pueden sostener.

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Por otro lado, más crítico y agudo, se puede notar la cotidianidad estática del matrimonio entre Louise y André. No hay muestras de afecto, no hay confidencias entre ellos, no hay nada que renueve o avive su relación. Solo hay respeto. André ya está al tanto de la infidelidad de su esposa, pero ninguno se atreve a dejar al otro. Están encadenados en su falsa actuación. Su prestigio está en juego. Deben seguir manteniendo las apariencias. Así, la relación entre los cónyuges es fría, estática y distante. Mientras que la relación clandestina entre los amantes es pasional, dinámica y cercana. Fiel representación de los límites impuestos por la sociedad y la búsqueda del libre albedrío de la naturaleza humana.

La película no podría finalizar de otra manera: un duelo entre los protagonistas hombres. El amor contra la costumbre. La pasión contra el respeto. La sociedad contra la naturaleza humana. Una época en decadencia contra otra que está a punto de surgir. La indecisión de la protagonista. Sus plegarias con el fin de que su amado no perezca, pues su esposo es un general reconocido. Se oye el disparo. Final trágico e inesperado. Aparecen los pendientes en la iglesia donde Louise le rezaba, en ocasiones puntuales, a una virgen. Se cierra el círculo.

Las interpretaciones de los tres protagonistas son insuperables. De Sica, inmenso y entrañable; Boyer, con quizá el personaje más complejo, logra el equilibrio entre las dos realidades que se contraponen; Darrieux, con el mejor papel de su carrera, logra dar la talla a los otros dos ya celebrados actores. Aquí cabe resaltar el hecho de que Vittorio de Sica fue también cineasta, uno de los más importantes de Italia, y que Ophüls supo compenetrar con él, logrando un trabajo perfecto. Magistral de inicio a fin, ahondando en cada detalle de forma y fondo con una minuciosidad estética propia de su director, con un halo de misterio y una incesante presencia onírica, Madame de… se muestra como un filme de obligado visionado.

Admirado por los miembros de la Nouvelle Vague y principal maestro del otro gran esteta del séptimo arte, Stanley Kubrick, el director alemán aún no ha sido reconocido en su justa medida. Películas como Madame de…, Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), La Ronde (1950), Le Plaisir (1952) o Lola Montès (1955), jamás pasarán desapercibidas ante los ojos de quien las vea. Está en nuestras manos revalorar sus obras y ubicarlo en el lugar que se merece, como uno de los más grandes directores de toda la historia.

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