La montaña sagrada

Machu Picchu, el gran santuario del Imperio Inca de los Andes

En 1911, Hiram Bingham localizó las ruinas de una espléndida ciudad inca entre los abruptos macizos andinos. En ella se ha encontrado tanto un lugar reservado a las vírgenes del sol como una residencia del inca Pachacuti o un singular centro sagrado.

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El nido de águilas de los incas. En las estribaciones de los Andes peruanos, a 2.438 metros de altura, se alzan las ruinas de Machu Picchu, la imponente fortaleza erigida por el Inca Pachacuti en 1450.

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No conozco otro lugar en el mundo que pueda compararse en la variedad de sus encantos y en el poder de su hechizo». Hiram Bingham definía Machu Picchu con estas palabras al relatar el descubrimiento científico de esta majestuosa ciudadela erigida por los incas en los Andes orientales. Era un 24 de julio de 1911 y el joven explorador americano –hijo de misioneros y licenciado por la Universidad de Yale– había pasado la noche acampado junto al río Urubamba, al pie de imponentes macizos graníticos cubiertos de frondosa vegetación. Las laderas montañosas, tapizadas de una exuberante selva nubosa andina, le recordaban los afelpados acantilados de su Hawai natal. Aquella mañana, al contemplar las paredes verticales de roca elevándose más de mil metros sobre el nivel del río, le habían parecido inverosímiles los rumores acerca de la existencia de unas enigmáticas ruinas enclavadas en tan inexpugnables alturas. Presas de la incredulidad, el naturalista y el médico que lo acompañaban en aquella primera expedición habían preferido quedarse a juntar mariposas y lavar ropa en su campamento en Mandor Pampa, sin sospechar que aquel sería un día clave en la historia de la arqueología andina. 

Movido por la curiosidad y sin la compañía de sus compatriotas, Bingham partió al encuentro de su destino acompañado de Melchor Arteaga, un poblador local de etnia quechua que actuaba como guía. Tras un peligroso cruce del cauce del Urubamba y una penosa ascensión por las lluviosas laderas de la montaña, Hiram Bingham pudo, al fin, contemplar una fabulosa vista, que le quitó el aliento. En su libro La ciudad perdida de los Incas, Bingham contó los pormenores de una expedición financiada por la Universidad de Yale y por National Geographic Society, en la que el explorador llegó al Perú en busca de Vilcabamba, el refugio de los últimos Incas. Así se llamaban los reyes de aquel pueblo andino, a cuyos súbditos conocemos como incas por el nombre de sus soberanos. 

Machu Picchu y los últimos Incas 

Cinco siglos atrás, desde una «sagrada planicie» o vilcapampa, oculta por la tupida vegetación de los contrafuertes andinos, los últimos Incas –Manco Capac, Sayri Tupac, Titu Cusi y Tupac Amaru– habían logrado mantener viva su resistencia frente a los conquistadores europeos, hasta que en 1572 Tupac Amaru fue finalmente capturado y llevado a la plaza principal de Cusco para ser decapitado. Sin embargo, la abrupta topografía de Machu Picchu, enclavado en un angosto desfiladero entre dos montañas, en nada se asemeja a la de una planicie o «pampa». 

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La ciudad, desde lo alto. La fotografía muestra las ruinas de Machu Picchu desde la cima del Huayna Picchu («pico joven», de 2.667 metros de altura), cuya mole granítica domina este enclave inca.

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Esta característica del terreno debería haber encendido una luz de alerta en la mente de Bingham. Pero, arrastrado por su inicial entusiasmo y presionado por el objetivo formal de la expedición, el explorador no dudó en asociar su espectacular hallazgo con Vilcabamba. Hoy en día, los estudiosos identifican el último bastión de la resistencia inca con otro asentamiento de localización aún más remota: las ruinas de Espíritu Pampa, ubicadas unos cien kilómetros al noroeste de Machu Picchu. 

En el invierno de 1912, Bingham condujo una segunda expedición a Machu Picchu, durante la cual tomó alrededor de quinientas fotografías del lugar y realizó las primeras excavaciones arqueológicas científicas, que a continuación publicó de acuerdo con los estándares de la época. Los planos resultantes de los primeros levantamientos arquitectónicos de las ruinas aún sorprenden a los arqueólogos por su calidad y precisión. Naturalmente, ha sido necesaria una revisión crítica de sus contribuciones, a la luz de los avances científicos. 

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Vaso inca de cerámica policromada. Siglo XV. Museo Etnológico, Berlín.

Foto: Bridgeman

Por ejemplo, las observaciones efectuadas por George Eaton –el osteólogo que acompañó a Bingham– resultaron finalmente desacertadas. La grácil apariencia de los esqueletos excavados en numerosas grutas funerarias indujo a la equivocada conclusión de que Machu Picchu fue un refugio habitado casi exclusivamente por mujeres consagradas al servicio de la religión, las acllas y mamacunas, a las que los conquistadores europeos llamaban «vírgenes del sol». En realidad, el número de mujeres que residían en el lugar estaba muy próximo al de los hombres. La población total de Machu Picchu era de aproximadamente mil habitantes, distribuidos entre los dos centenares de estructuras erigidas en el sitio. Entre las actividades productivas principales se contaba el cultivo del maíz y de la hoja de coca para uso ceremonial por parte del Imperio. 

Entre la aventura y la ciencia 

Los errores cometidos no deberían empañar la valiosa y titánica obra documental realizada por Bingham y sus colaboradores. No puede dejar de ponderarse el esfuerzo que significó despejar las construcciones de su densa cobertura vegetal, trabajando en condiciones de calor agobiante, humedad constante y con los riesgos físicos que entrañan las cumbres andinas. Kenneth Heald, el topógrafo del grupo, con habilidades de escalador, dejó un relato dramático y hasta escalofriante de la primera ascensión exploratoria al pico Huayna Picchu. Las espinas se clavaban en las carnes de los expedicionarios y los tendones de sus hombros prácticamente se desgarraban en su esfuerzo para evitar una caída potencialmente fatal hacia uno de los precipicios que rodean a la montaña. La aguja de granito que enmarca a la ciudadela de Machu Picchu no pudo ser «coronada» hasta que los exploradores norteamericanos dieron finalmente con unas escalinatas hábilmente labradas por los incas en la roca viva de la montaña.

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La importancia del mai´z. El mai´z era un cultivo principal en machu Picchu. de e´l se obteni´a una bebida ceremonial, la chicha. Trabajo de la tierra en la Cro´nica de Poma de Ayala. siglo XVII.

Foto. Bridgeman

Machu Picchu comenzó a ser construido a mediados del siglo XV, en tiempos de Pachacuti, el primer Inca del que se encuentran referencias históricas, quien fuera responsable de cimentar las bases del Tahuantinsuyu, el imperio de las Cuatro Regiones del Sol. La ciudad fue erigida, habitada y abandonada en menos de cien años. Su estilo arquitectónico es claramente «imperial tardío», y no se han descubierto indicios de ocupaciones anteriores a los incas o posteriores a la conquista europea. La virtual ausencia de elementos metáicos de uso ceremonial sugiere que el abandono del sitio se llevó a cabo de forma planificada. 

La enigmática localidad cuenta con un sector ceremonial, otro de uso residencial y conjuntos de terrazas de cultivos. Es posible que la monumentalidad arquitectónica y la cualidad escenográfica de Machu Picchu, con sus empinadas terrazas que penden sobre los abismos, respondiesen al objetivo de causar una admiración reverencial entre los pueblos vecinos de los incas, en particular entre los chancas, sus tradicionales enemigos. En las estribaciones orientales de los Andes se encuentran numerosos conjuntos de ruinas que parecen corresponder a «ciudadelas» vinculadas a la vigilancia territorial, y que combinan características ceremoniales y defensivas. Sin embargo, en el caso de Machu Picchu, la función defensiva habría sido sólo secundaria a juzgar por la proporción y calidad de su arquitectura religiosa. 

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Una tierra escasa. En los andes hay poca tierra llana y cultivable; de ahi´ que machu Picchu este´ rodeada de terrazas artificiales de cultivo, conocidas como andenes.

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En 1993, los arqueólogos Richard L. Burger y Lucy Salazar propusieron interpretar Machu Picchu como una residencia real de uso temporal para la familia extendida del Inca Pachacuti: la panaca, compuesta por todos los hijos del soberano excepto su heredero. En este espectacular enclave, situado aproximadamente a una semana de marcha de la capital del Imperio, Cusco, el emperador y sus allegados podían disfrutar de las bellezas del entorno paisajístico y del benigno clima de la selva. Para llegar hasta allí en peregrinación desde las frías alturas serranas de Cusco había que recorrer un camino ceremonial jalonado por numerosos conjuntos arquitectónicos que compiten en majestuosidad. 

Un centro sagrado 

Hoy en día, los turistas que llegan a Machu Picchu siguiendo el famoso «camino del Inca» tienen la posibilidad de seguir los pasos de Pachacuti a lo largo de más de cuarenta kilómetros de antiguos senderos pavimentados, en los que pueden admirar la impactante belleza de Runku Rakay, Sayacmarca y Phuyupatamarca, conjuntos de ruinas explorados todos ellos por Hiram Bingham y sus colaboradores entre 1912 y 1915. Cada uno de estos yacimientos atestigua la pericia constructiva de los incas y su inigualable don para fundir la arquitectura de piedra con las formas del paisaje montañoso de los Andes. 

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Un enclave en lo más alto. Emplazada en una superficie con fuertes pendientes, en machu Picchu abundaban las escaleras de piedra y las terrazas que actuaban como muros de contención.

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La clave de la ubicación de Machu Picchu viene dada por su relación con las montañas circundantes, a las que los incas veneraban intensamente. Así lo interpreta el antropólogo estadounidense Johan Reinhard, explorador residente de National Geographic, quien ha definido las ruinas como un auténtico «centro sagrado». La ciudadela habría constituido un lugar privilegiado para la iniciación de los expertos rituales incas, en virtud de la proximidad a los picos montañosos que la rodean. 

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El señor del mundo. En este óleo del siglo XVIII se representa a Pachacuti, el primer gran soberano del Tauhantinsuyu, «las cuatro regiones», como llamaban los incas a su imperio.

Foto: Bridgeman

Para empezar, la ciudad está enclavada en una cresta entre dos montes claramente vinculados en el plano simbólico y lingüístico: el pico viejo o Machu Picchu (2.900 metros) y el pico nuevo o Huayna Picchu (2.600 metros). Ambos forman parte de las últimas estribaciones del nevado Salcanta y que, con más de 6.000 metros de altitud, es una de las montañas más veneradas desde tiempos antiguos. Además, la cresta donde se extienden las ruinas de Machu Picchu se encuentra circundada, casi en su totalidad, por el cauce del Urubamba, el río sagrado cuyas aguas descienden del lejano Ausangate, el monte más destacado y sagrado en el corazón del territorio inca. Los nevados de Pumasillo y Verónica, que se pueden ver desde el sector ceremonial de Machu Picchu, también eran homenajeados ritualmente a escala local. 

En época de equinoccios y solsticios, por ejemplo, los sacerdotes incas se debían de congregar en el escenario ceremonial del intihuatana, una roca labrada que actuaba como gnomon o reloj solar, empleado para observaciones astronómicas y calendáricas. Desde allí, en el recinto más sagrado de la ciudadela, habrían podido observar la salida y la puesta del sol por los cerros de San Miguel y San Gabriel, entre otras elevaciones prominentes visibles en el horizonte. 

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El principio del fin: 1532. El inca Atahualpa (arriba) marcha al encuentro de Francisco Pizarro en Cajamarca, donde el conquistador español lo tomará prisionero. grabado del siglo XVII.

Foto: Bridgeman

Ha transcurrido más de un siglo desde el gran descubrimiento científico que protagonizó Hiram Bingham. Más allá de las controversias académicas sobre la función originaria del yacimiento es indudable que este explorador logró transmitir al mundo occidental la fascinación por el magnífico legado de los incas que es Machu Picchu.

Numerosos arqueólogos peruanos y extranjeros continúan el estudio de esta antigua ciudad en las nubes. Junto a ellos, cada año llegan a Machu Picchu más viajeros, entre los cuales se cuentan amantes del turismo místico y de la Nueva Era, que han actualizado el papel de Machu Picchu como centro de peregrinaje e iniciación religiosa. De este modo, en pleno siglo XXI, la ciudad que supo permanecer secreta en el corazón de los Andes vuelve a cumplir el papel de centro sagrado que los incas le asignaron hace medio milenio.