El matiz de las centurias | Tierra Adentro
Tierra Adentro
"Retrato de un caballero en su estudio", Lorenzo Lotto, circa 1527. Obra de dominio público.
“Retrato de un caballero en su estudio”, Lorenzo Lotto, circa 1527. Obra de dominio público.

A Herlinda Talavera con profundo agradecimiento

Marguerite Yourcenar en Cuaderno de notas a las ‘Memorias de Adriano’ señala que toda novela es histórica —el novelista no hace más que interpretar, mediante los procedimientos de su época, cierto número de hechos pasados, de recuerdos conscientes o no, personales o no, tramados de la misma manera que la Historia— y, en efecto, visto así, aplicar el adjetivo histórico a la novela resulta tautológico —para nosotros, ciertamente, lectores en 2024, es histórico Don Quijote de la Mancha y el Genji Monogatari, lo son también En busca del tiempo perdido y Pedro Páramo, lo son Orlando, La más recóndita memoria de los hombres, Ellas hablan, Paradiso y La gente de July—, sin embargo, la ficción histórica se refiere a cierta recuperación del tiempo y del mundo interior de quienes lo vivieron —Yourcenar era muy consciente de ello, en nuestro ámbito Verónica Murguía acaba de lograrlo a través de El cuarto jinete—. Es un género que ha gozado de popularidad en la escritura en lengua española desde mediados del siglo XX —ciertamente bajo el influjo de Memorias de Adriano traducida nada menos que por Julio Cortázar—, una de sus obras destacas es Bomarzo, la recuperación, en primera persona, de la vida del duque Pier Francesco Orsini escrita por el argentino Manuel Mujica Lainez. 

En este punto cabe recuperar algunas de las palabras que Roberto Bolaño escribió allá por 2001 en el prólogo de la edición de Bomarzo de ese año:

A simple vista Bomarzo se asemeja a una novela de resistencia, a una novela de supervivencia, a una novela histórica, a una novela de intriga, a un folletón. Puede que sea, efectivamente, todas esas cosas. Pero también es muchas cosas más: es una novela sobre el arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela. También es, entre líneas, el comentario o el epílogo jocoso que Mujica Láinez hace de sí mismo y de su familia. Y también es, por supuesto, una novela para leer en voz alta y en familia, aunque esta última posibilidad siempre conlleva el riesgo de que los niños huyan en tropel.

¿Qué es esta novela que se recomienda lean todos, incluso los niños, aunque huyan en tropel? Es la vida de noble de la Italia del renacimiento. En el siglo XVI italiano un duque no llama la atención entre otros duques emparentados con papas, mecenas de las artes y condotieros, en esa época hubo muchos; la razón por la que Pier Franceso Orsini llama la atención entre sus contemporáneos, que a fin de cuentas es la que llevó a Mujica Lainez a escribir una novela sobre su vida, es que mandó construir un parque de monstruos —su propiedad, posterior a él, se identifica con su obra:  las esculturas monstruosas que adornan el bosque alrededor del que fuera su castillo—; obra que, probablemente, está relacionada con el hecho de que Orsini tuvo una joroba y problemas de movilidad —es esta la hipótesis que la novela sigue—.

Manuel Mujica Lainez, luego de una visita al Parque de los monstruos, se decidió recuperar la vida de ese hombre de un siglo terrible, hermoso y atroz. Para ello se aboca en una profunda investigación que le permite devolverle no solo el rostro al duque de Bomarzo —que, a fin de cuentas, se conoce por una pintura— sino, y sobre todo, su voz. Para ello procede de acuerdo con lo planteado por Marcel Schowb en el prefacio a Vidas imaginarias

El arte del biógrafo consiste precisamente en la elección. No debe preocuparse en ser verídico; debe crear en un caos rasgos humanos. Leibniz dice que para hacer el mundo Dios eligió lo mejor entre los posibles. El biógrafo, como una divinidad inferior, sabe elegir entre los posibles humanos, el que es único. No debe equivocarse ya sobre el arte como Dios no se equivocó sobre la bondad.

Mujica Lainez crea desde un caos rasgos humanos, elige lo que hizo único a Pier Francesco. Utiliza el mismo procedimiento creativo que Marguerite Yourcenar realizó para dotar de cuerpo y voz a su emperador —Con un pie en la erudición, otro en la magia, o más exactamente y sin metáfora, sobre esa magia simpática que consiste en transportarse mentalmente al interior de otro—.

Queda de manifiesto cuando el mismo narrador, expresa lo que su autor está haciendo, en un juego meta-narrativo que es parte del encanto de Bomarzo

El biógrafo arma su puzzle a conciencia, valiéndose de los incoherentes, deshilvanados testimonios escritos que el capricho del azar preservó, y el resto, la intimidad del personaje y a menudo sus rasgos y datos esenciales, se le escapan. Cree haber apresado en las redes de la erudición y de la exégesis a alguien con quien lo vincula cierta incalculable afinidad, muerto hace muchos años, y no hace más que recoger los fragmentos heteróclitos de un naufragio. Si el inspirador de ese estudio pudiese apreciar el fruto de las investigaciones, estupefacto, no se reconocería. Yo soy una prueba de ello…

El Pier Franceso Orsini que vivió en el siglo XVI es más que probable que no se reconocería en el personaje que nos narra su vida, sin embargo, esa especulación es vacua. Lo importante es esta recreación que nos ofrece Mujica Lainez, la forma en la que su vida se recrea a través de un prolijo lenguaje, sin por ello caer en el desparpajo. Mujica Lainez conoce la lengua y la moldea a su gusto mientras construye la voz del duque de Bomarzo, al tiempo que recrea la vida de ese hombre que murió —o no, si aceptamos la premisa de la inmortalidad que desde las primeras páginas nos plantea— en el mismo sitio donde nació; un estilo que le permite dar noticias del tiempo y el mundo desde los que narra, así como de la vida y avatares de Orsini: 

Vine al mundo en tiempos de violencia. Ese año de 1512, el viejo Julio II, el papa terrible, infatigable, que a pesar del mal gálico y la gota que lo retorcían, arrastraba a cardenales, a príncipes y a jefes en cabalgatas furiosas, y que vivía entre soldados, mugrienta de sangre y lodo la piel de carnero que llevaba sobre la coraza, cambió las armas de la guerra por las de la astucia y fingió estar muerto, con un ardid de zorro que pasa de la rigidez al mordisco, para atraer a la trampa de Roma a los prelados hostiles que, obedeciendo a la política extranjera, se habían reunido en concilio, en Pisa. Cuando los tuvo en su poder, los aterrorizó y los redujo a obediencia. Ese año falleció Pandolfo Petrucci, déspota de Siena, sin que nadie lo llorara, porque su vida estaba atestada de crímenes. Después de un largo interregno republicano, los Médicis volvieron a Florencia, también ese año, con sus dos futuros papas y sus dos duques anodinos y apuestos, el Pensieroso y su tío, que se contemplan eternamente en los sepulcros de Miguel Ángel, y Maquiavelo, a regañadientes, se retiró a meditar sobre las décadas de Tito Livio y a planear su retrato del Príncipe, breviario de sabia perfidia. Ese año ascendió al trono el sultán Selim I, el poeta parricida que asesinó a su familia entera y vivió para guerrear. Y Europa se erizó de pánico. El más insigne de los antepasados del pobre Toulouse-Lautrec (quien heredó, si no su porte, su despectiva audacia señoril), Odet de Foix, vizconde de Lautrec, en cuyas filas se batió mi padre, fue herido peligrosamente en Rávena, ese año. Ese año murió Gastón de Foix, un muchacho sobrino de Luis XII, con quince tajos en el rostro, y el rey perdió Italia. Toda Italia resonaba y chisporroteaba con el fragor de las chocadas armaduras. 

Todas estas noticias en un primer momento banales, así lo pueden parecer al lector, son consignadas porque cobran significación a lo largo de la novela, no solo la presencia del padre, sino la mención de Toulouse-Letrec, con quien el narrador compara; los conflictos en Italia y el desarrollo de ellos; los dos papas Medici a quienes el narrador-protagonista llegará a conocer cuando lo envían a formarse en la corte florentina; el mal gálico; la amenaza turca, Orsini participa en la batalla de Lepanto, incluso Mujica Lainez hace que tenga una conversación con el joven Miguel de Cervantes. Todo narrado con pericia, con el embrujo de un contador de historias que sabe que, ante todo, hay que mantener a los escuchas atentos a lo que se va contando. 

La idea de la narración como un embrujo no es casual, el narrador de Bomarzo conoce de artes oscuras —por algo labra monstruos en las peñas de su bosque— y si en un punto inicia la encantación es, justamente, a través de la palabra. Mujica Lainez, a través de la voz inmortal —¿de ultratumba?— de Pier Franceso, nos lleva al siglo XVI italiano, ese siglo y esa península colmados de prodigios. 

Baste para demostrarle la llegada del joven Pier Francesco a la ciudad del Arno, que no es ya la de Lorenzo el Magnífico, pero todavía sigue siendo uno de los centros culturales de Italia y Europa —su decadencia ha empezado, pero todavía en ese momento hay un papa Medici, el primero, en Roma—: 

Se sentía en Florencia, más que en ninguna otra parte, la fuerza de la vida. Se sentía latir y vibrar y estremecerse a la ciudad de puerta en puerta. Y se sentía al arte también, la presencia permanente, vital, del arte. 

No por nada la novela está ambientada en pleno Renacimiento. El arte y la observación juegan un papel fundamental en la construcción de Bomarzo, lo contrahecho no ha perdido la capacidad de ser bello, plantea el narrador, que con su joroba crece en desventaja de sus hermosos y atléticos hermanos, y al resto de los jóvenes con los que se relaciona. Aprende a sobreponerse a su condición y observar, a preservar en sus objetivos a pesar de las contrariedades, que constantemente se le presentan —Mujica Lainez logra un entramado que sostiene muy bien la novela, los episodios de tensión y distensión se entretejen de manera que mantienen a su lector deseando saber qué va a ocurrir a continuación; pero que están tan bien construidos que no resultan aburridos en una segunda lectura—.

El narrador es un hombre de acción, como la mayoría de las personas con las que se relaciona —como la abuela que lo ayuda a sobrevivir a sus hermanos y a convertirse en el heredero de su padre; como los personajes históricos a los que ve—, pero, debido a su condición, primero que nada, es un observador. Aprendió a aguardar y a calcular, para hacer sus calculaciones le fue indispensable la observación. 

Le pedí que aclarara su pensamiento, pero lo único que obtuve fue que murmurara que dentro de la familia es donde menos se vislumbra la individualidad de quienes la integran, porque los prejuicios y los pequeños intereses personales (cuando no el ciego amor) nublan la visión profunda.

Esa visión profunda es la que posee el narrador, es la que le permitió a Mujica Lainez construir este jardín de monstruos hecho de palabras que es la novela Bomarzo. Para lo cual también resulta de gran utilidad que el duque hable a través de los siglos —a diferencia del emperador de Yourcenar, quien justifica su vida a ojos de sus herederos en una carta [resulta interesante que por la misma época en la que Mujica Lainez escribía y publicó Bomarzo,  Marguerite Yourcenar estaba abocada en la escritura de una novela que abordaba el mismo periodo histórico: Opus nigrum, publicada en 1968, aunque su protagonista es originario de Flandes y, a diferencia de Orsini, no es ningún noble.

Esa capacidad de observación se manifiesta a lo largo de toda la novela, el personaje aprende a ver el mundo, primero, porque por su cuerpo se le juzga incapaz de poseerlo, como sus hermanos, como la mayoría de los hombres que conoce —como Tyron Lannister de la serie de George R. R. Martin Canción de hielo y fuego y de la serie de televisión Juego de Tronos, pertenece a la élite, pero su cuerpo le recuerda constantemente que no pertenece del todo—. Pero Pier Francesco no es un observador pasivo, empieza a tomar las riendas de su vida, y llega a hacerlo demostrando su poder sobre otros, como con los mellizos  —Porzia y Juan Bautisma eran muy hermosos, rubios, finos, tan idénticos que se los confundía cuando cambiaban sus trajes por broma.— a quienes seduce, en compañía de su amigo y mentor Sylvio, y hace caer en desgracia. Pier Francesco, como buen hijo de su siglo, es capaz de cualquier cosa con tal de satisfacer sus deseos. 

Este personaje se agiganta y no solo para ser una mirada del siglo XVI italiano, sus conjuras en los conflictos europeos en los que Italia no fue sino uno de los galardones de los contendientes —sobre todo de los reyes franceses y de Carlos V, a cuya coronación asiste Pier Francesco—. Mujica Lainez logra condensar en su personaje los apetitos, las pasiones y el zeitgeist de ese siglo —al menos como Mujica Lainez lo entendía, pero lo logra con tal dominio que quien lee lo acepta como el espíritu de la época— en su personaje.

De lo anterior es que la narración, con sus largas oraciones llenas de subordinadas no es semejante a la prosa del barroco —movimiento que la novela no toca, puesto que los eventos narrados en ella no alcanzan sino hasta la muerte del duque en 1572— sino del manierismo. Este movimiento le interesaba profundamente a Mujica Lainez, recuérdese que tiene un hermoso relato sobre la vida de Doménikos Theotokópoulos, La viuda del Greco, y Pier Francesco en la novela se hace amigo de Benvenuto Celini. La prosa no aspira al abigarramiento, ni denota el horror vacui propios del barroco, lo que hace es estilizar, agrandar, deformar, en un conocimiento muy profundo por parte de Mujica Lainez del mundo que narra y del espacio que está construyendo. Para ello Pier Francesco, en tanto a narrador, le resulta fundamental, sabe que no hay una única forma de observar, que puede deformar con la mirada —en una visión propia del tiempo narrado, las verdades comienzan a tambalearse, ni la tierra, ni dios, pueden seguir considerándose los centros, el dogma comienza a ser cuestionado—: 

¿Quería decir que, frente a la verdad que creemos poseer como única, existen otras verdades; que frente a la imagen que de un ser nos formamos (o de nosotros mismos), se elaboran otras imágenes, múltiples, provocadas por el reflejo de cada uno sobre los demás, y que cada persona —como ese pintor, Lorenzo Lotto— por ejemplo al interpretarnos y juzgarnos nos recrea, pues nos incorpora algo de su propia individualidad, de tal suerte que cuando nos quejamos de que alguien no nos comprende, lo que rechazamos, no reconociéndolo como nuestro, es el caudal de su esencia más sutil, que él nos agrega involuntariamente para ponernos a tono con su visión de lo que para él representamos de la vida? ¿No existimos como entidades particulares, independientes?

El narrador que es el protagonista es muy consciente del juego de máscaras que su autor establece para contar la novela, su voz viene a nosotros desde el pasado, pero está viva, ha perdurado, como en los secretos del bosque que el duque Orsini mandó erigir, como con la armadura de Bomarzo:

Las cosas, de las cuales se afirma que carecen de alma, son dueñas de secretos profundos que se imprimen en ellas y les crean un modo almas, especialísimo. Desbordan de secretos, de mensajes, y, como no pueden comunicarlos sino a los seres escogidos, se vuelven, con el andar de los años, extrañas, irreales, casi pensativas. Hablamos de pátina, de pulimento, del matiz de las centurias, al referirnos a ellas, y no se nos ocurre hablar de alma. La armadura de Bomarzo tiene alma. 

Es ese matiz de las centurias con el que Mujica Lainez construye la novela, logra, con una prosa del siglo XX, que la pátina de siglos sea visible. En un territorio específico, el hombre al que dota de voz vivió en un tiempo específico, hijo de un condotiero y nieto de un cardenal que nunca alcanzó el solio pontificio, un hombre que murió tras levantar una monumental obra de esculturas monstruosas en medio de sus bosques. 

Me estiré, gimiendo. Quería besar el rosario de Don Juan, el rosario bendito por San Pío V, que colgaba de mi yerta muñeca, y mis labios quedaron inmóviles a mitad de camino, entre la sarta de cuentas negras y el anillo de Benvenuto Cellini, el de acero puro, lo último, en mi meñique crispado, que mis ojos vieron, antes de que la noche implacable los cegara y me arrastrase, pobre monstruo de Bomarzo, pobre monstruo pequeño, ansioso de amor y de gloria, pobre hombre triste, hacia el bosque de los verdaderos monstruos y de la postrera, invencible, apaciguadora luz.

Mujica Lainez construye su propio bosque, no con piedra, sino con palabras, con la única materia de un hombre que vivió hace siglos y al que hace hablar más allá de su muerte, por ello no es casual la repercusión que la novela tuvo en su momento —tanto así que se adaptó en una ópera que se estrenó en Washington, D.C., en 1967, apenas cuatro años después de la publicación de la novela—.

Portada de "Bomarzo", de Manuel Mujica Lainez. Editorial Seix Barral, 2000.
Portada de “Bomarzo”, de Manuel Mujica Lainez. Editorial Seix Barral, 2000.

Fuentes 

Manuel Mujica Lainez. Bomarzo vol. I y II. Prol. Roberto Bolaño. Biblioteca El Mundo, 2001. 

Marcel Schowb. Vidas imaginarias/La cruzada de los niños. Trad. y prol. José Emilio Pacheco. Editorial Porrúa, 2009.

Marguerite Yourcenar. Memorias de Adriano. Trad. Julio Cortázar. Cuaderno de notas a ‘Memorias de Adriano’, trad. Marcelo Zapata. Debolsillo, 2014.