Berlín, oso o pantano | Tierra Adentro
Tierra Adentro
Detalle. Ilustración de Édgar MT (Guadalajara, 1988).

 

David Bowie dijo alguna vez que Berlín era la mayor extravagancia cultural que uno podría imaginar. En este ensayo, el narrador, a la manera de Virgilio, conduce al lector por calles y barrios de esta ciudad para ofrecer una visión construida como una cadena que eslabona fotografías instantáneas, postales, recuerdos y sueños.

 

BÚNKER

Penetré hoy en el búnker de la Colección Boros, una fortaleza nazi del centro de la Welthauptstadt Germania (la Berlín imperial de Adolf Hitler), que fue cárcel de guerra después de la toma de la capital alemana por el Ejército Rojo, y luego, durante la era socialista, almacén de frutas tropicales que provenían de los satélites soviéticos, y más tarde, con el Muro derrumbado, un antro de música techno, en cuyas celdas oscuras cientos de berlineses se extraviaban.

El búnker ha condensado como pocos edificios de Berlín cada una de las eras desde la última guerra mundial: hoy está privatizado, según la gentrificación más exquisita, y funciona como una prisión de Piranesi particular sobre la que el capital de Christian Boros, un magnate de los medios de comunicación, erigió un refugio para su arte —y encima de él un penthouse aeróbico, donde vive. El giro hacia la elegancia era el destino del búnker: los nazis ya planeaban recubrirlo de mármol cuando ganaran la guerra. Este fortín sobrevivió los raids del siglo XX, pero Boros supo sitiarlo y obtuvo permiso para horadar el techo. Tres meses tardaron en perforar la techumbre, cuyo grosor era casi el mismo que la altura del propio Muro de Berlín —tres metros con sesenta centímetros.

TRES METROS CON SESENTA CENTÍMETROS
Mi amigo Juaritos tiene complejo de Dante Alighieri, y yo, en consecuencia, elegí como un Virgilio la vía purgativa, la vía mística, el ascenso. Salimos de Boxhagener Straße, una calle de Berlín Oriental, para cruzar las aguas del Spree y encontrar a la mujer de Juaritos.

Iba dándole a mi amigo, que es poeta, los signos para que pudiera regresar, en caso de que yo me devolviera antes que él. La tensión pasaba por el infiernillo de los antros de la Warschauer Straße, por los orines y los pordioseros. No abandonamos toda esperanza, porque había probabilidad de comedia. Sin ninguna advertencia hice que el poeta cruzara por el Muro. Lo llevé a tientas y lo dejé frente a los tres metros y sesenta centímetros de cemento con varilla y aerosol, para que llegara erizado al Chatel y encontrara su Finlandia en carne y hueso. No hubo tiempo de enseñarle el beso soviético de Brézhnev y Honecker: el muchacho dantesco estaba en ascuas. Vi su cara excitarse ante el Ángel de la Historia y esbocé una mueca y le guardé escombro como souvenir. El paso del infierno comunista al purgatorio capitalista, vigilado por la Mercedes Benz Arena y el mall laxante, requirió de catarsis.

Ilustración de Édgar MT (Guadalajara, 1988).

Ilustración de Édgar MT (Guadalajara, 1988).

Fuimos desde la Colina de Federico hasta la Montaña de la Cruz. Almitas del Purgatorio penaban en el Berghain y el Tresor y en el resto de los antros electrónicos; hasta nosotros llegaba la radiación de sus tachas. Caminamos sobre las aguas del Spree, dejamos atrás el Leteo. Del otro lado torcimos a la izquierda a fin de buscar el Chatel. Pasamos por las tierras eslavas, por los canales de Treptow, y olí en el aire los mármoles con el nombre de Stalin grabado en letras doradas, tanto en el alfabeto cirílico como en el latino. Había animación en los bares: la Berolina twerkeaba. Llegamos al Empíreo, pero no teníamos señal. El guardián nos impidió el paso por no parecer de este rumbo, pero pude pronunciar algunas señas en la lengua del siglo. Dije: «Mi amigo tiene una muchacha dentro», y el cadenero accedió. Entramos al club de techno, que festejaba su quinto aniversario. Afuera había fogatas: el cielo también olía a ceniza. Dentro nos dividimos, a fin de buscar el agua, la mujer y los venenos. Yo iba a la barra; Juaritos encontró a Beátrix en un resplandor de láser y hielo seco y disco de los años noventa. Ella venía con Rami, un geógrafo finés con cara de viejito que me escupía en la oreja cada vez que me hablaba al oído para superar el volumen de la música electrónica. Nos apartamos. Los dejamos disfrutando la anagnórisis. Nos reunimos cuando dio la hora precisa y dejamos el Chatel.

Volvimos sin Rami por los tres sectores, Paraíso, Purgatorio, Infierno, y el tufo de Warschauer Straße dejó de importar porque se había visitado el Empíreo. Caminamos hacia el origen del Infierno, la Stalin-Allee —y llegamos al hotel Best Western de la Frankfurter Allee, donde la finesa temporalmente hibernaba.

FRANKFURTER ALLEE
Esta vez no me quedo en la Pequeña Estambul, sino en una Suave Moscú. De Boxhagener Straße, donde rento un cuarto, camino unas cuadras y de pronto parece que estoy en la perspectiva Kutuzovsky de Moscú o en la Plaza Konstytucji de Varsovia: es la Frankfurter Allee de Berlín, de arquitectura estalinista que, algunas cuadras monumentales más lejos, yendo hacia Alexanderplatz, se vuelve la Karl-Marx-Allee, aunque el estilo arquitectónico se mantiene.

Ambos tramos recibieron el nombre de Stalin (Stalin-Allee) hacia finales de los años cuarenta. Al regalo posbélico para el Padrecito de los Pueblos («una avenida en ruinas», dice cierta placa) pronto se le imprimió el estilo imperial del eclecticismo de Moscú: los colores crudos, los órdenes romanos, la discreta adición por aquí y por allá de dos masones de yeso que sostienen, uno, el mazo, y otro, el ladrillo, y que prefiguran las labores para crear el Muro de Berlín una década más tarde y dividir ambos mundos. Hoy el capitalismo hace negocios con la Ostalgie: DDR Limited, una tienda de la Strausberger Platz, ofrece decoración soviética a precios cosmonáuticos: mil seiscientos euros por una mesita esquinera fabricada con un medallón de la Stalin-Allee.

Ilustración de Édgar MT (Guadalajara, 1988).

Ilustración de Édgar MT (Guadalajara, 1988).

La gran huelga de la República Democrática Alemana del 17 de junio de 1953, a unos meses de la muerte de Stalin, explotó justo entre los masones que levantaban esta avenida a imagen y semejanza de Moscú, y recibió su respectiva matanza. Esa sublevación se conmemora actualmente en la misma vía donde se erigió el monumento a los hombres soviéticos caídos durante la toma de Berlín —la Calle del 17 de Junio, que parte de las Puertas de Brandenburgo y atraviesa hacia el oeste el Jardín de las Fieras.

EL JARDÍN DE LAS FIERAS ROSADAS
(A PARTIR DE BORGES)

Venía de las Puertas de Brandenburgo, donde me había protegido de la lluvia entre contingentes de turistas y camaradas LGBT. Todos estábamos empapados. Cuando paró la lluvia, caminé contracorriente del desfile del orgullo, hacia la Columna de la Victoria, atravesando el Jardín de las Fieras. En las orillas circulaban la cerveza y los cocteles. En la parte final del desfile, en la Calle del 17 de Junio, vi a un hombre encuerado con un anillo de metal que asfixiaba sus genitales. El diámetro de su pene sería de tres o cuatro centímetros, pero ahí atrás había doscientos millones de espermatozoides sin tacha como para poblar de vikingos la Tierra. Vi el bosque alemán, vi sus osos, vi valquirias. Vi un avatar en tacones. Vi que el Oriente Cercano mandaba belleza hacia el norte. Vi los efectos atroces del sol del sur en la piel albina. Vi carros alegóricos como naves de los locos de Alemania. Vi los tráileres de los turcos, de los sadomasoquistas, de los seropositivos, de los osos. Vi músculos al aire. Vi una mujer rapada sin chichis. Vi un hombre blanco vestido de Aladino con una esvástica tatuada en el pecho. Vi quince de los rostros más hermosos de mi vida. Vi un pene tremendo del tamaño del tuyo erecto, pero estaba flácido. Vi un lubricante de última generación que producen en Berlín. Vi cómo un chaparrito reconocía a su gigante y saltaba de un camión para treparse en él. Vi dos o tres paquetes inmamables. Vi tatuajes enteros que sólo había visto parcialmente. Vi a dos locas que bailaban para el fin del mundo. Vi a un hombre con máscara de perro que saludó a otros hombres con aullidos (era BDSM). Vi una sinécdoque que llevaba el sustantivo Wurst. Vi pasar plataformas gigantes con música pop y techno, con sus séquitos de hombres en trance y en tacha. Vi que existía el pasto pelirrojo. Vi un hombre en tanga que twerkeaba contra el suelo como bestia. Vi la quimera feroz de lo que había sido en otra vida una Beátrixxx, hoy efebo. Vi otros testículos, y en los testículos me volví a figurar las hordas de la Tierra, y en la Tierra los testículos, los pitos, las vulvas y las tetas que esos testículos a su vez producirían. Vi su cara, me dio un mareo y chillé, pues había visto en su cara bronceada y en sus ojos la belleza inconseguible que angustia, y quise ser los matorrales del Jardín de las Fieras Rosadas para que todos esos borrachos preciosos me orinaran encima —e hiciéramos del Jardín un pantano.

PANTANOS Y BRUMA
El sábado a la medianoche fui a ver Octubre de Serguéi Eisenstein en el cine Babylon: cumplía cien años la Revolución bolchevique. La proyección combinaba el ciclo sobre esa revolución con uno de películas mudas, musicalizadas en vivo, que se exhibían con cooperación voluntaria cada sábado a esa hora, en ese lugar. Antes de tomar el tranvía hacia la Rosa-Luxemburg-Platz, le expliqué a mi vecino el finlandés que su broma sobre que no era oportuno ver una película llamada Octubre en pleno noviembre no funcionaba si se tomaba en cuenta que el cañonazo del buque de guerra Avrora (o Aurora) y el asalto al Palacio de Invierno ocurrieron el 7 de noviembre, según el calendario gregoriano, mientras que en Rusia todavía era el 25 de octubre, según el calendario juliano. En un clima menos radical que el del Golfo de Finlandia (donde erigieron hace tres siglos San Petersburgo), los revolucionarios franceses le dieron a este mes el nombre meteorológico de brumario por la brume, o bruma, que encaminaba al invierno. A estas alturas del año en Berlín oscurece a media tarde. Para la medianoche del sábado yo ya llevaba varias horas en la oscuridad recorriendo de arriba abajo los barrios de Prenzlauer Berg, Mitte, Kreuzberg, Weißensee.

El cine Babylon fue construido en los años veinte con el estilo de la nueva objetividad y ni la Segunda Guerra Mundial pudo destruirlo. Me metí a la película muda de Eisenstein como a una especie de sueño espectral, valga la redundancia. Las figuras de los revolucionarios de Petrogrado se me introducían como los fantasmas de la medicina griega después de la digestión (el pneuma de Aristóteles, que Giorgio Agamben estudia en Estancias y que conocí en las clases de literatura medieval, cuando hacíamos ensayos de crítica textual sobre el Tratado del dormir y despertar y del soñar y de las adevinanças y agüeros y profeçía de Lope de Barrientos, con la doctora Laurette Godinas). En la película, el claroscuro casi tenebrista y la contrapicada de la marcha popular revolucionándose, a la manera de Ródchenko, cimbraba porque fue pánico el suceso y aparecía representado con una tecnología hoy primitiva, que otorga a las imágenes un peso luciferino, es decir, un peso angélico. Miles de trabajadores padecieron ese frío brumoso, húmedo, cuando tuvieron que cimentar con troncos la capital del Imperio ruso sobre pantanos para tener la prometida ventana a Occidente, dos siglos antes de la Revolución rusa, por decreto de Pedro el Grande. (Quizá por un atavismo, Tarkovski hijo se enfrasca obsesivamente por aquí y por allá con la inmersión en el agua con todo y capote.)

Ilustración de Édgar MT (Guadalajara, 1988).

Ilustración de Édgar MT (Guadalajara, 1988).

Estaba yo tan cansando, y ya era tan tarde, que caí al sueño por instantes y lo mezclé con las escenas del asalto al Palacio de Invierno y la música de Shostakóvich, en una sucesión entrecortada, que oscilaba entre espectros mentales y espectros ópticos. Salí del cine con mareo, en parte por culpa de Eisenstein y Shostakóvich, en parte por culpa de la cruda (era sábado).

Hoy, en el centenario de la Revolución rusa, volvieron las imágenes, porque llegó la niebla densa y bajó el clima: esta noche andamos a dos grados centígrados y se alarman los fantasmas de Berlín Oriental: vivo frente a un cementerio protestante y el otoño desnuda los árboles y expone las tumbas. También en el mes de brumario, pero de hace cinco siglos, Martín Lutero comenzó otra revolución. 1517, 1917, 2017 —número, número, número y bruma.

NÚMERO Y BRUMA (TRIGÉSIMA REFUTACIÓN
DEL TIEMPO)

Soñé un sueño realista: visitaba San Petersburgo con mi hermano Mauricio. Llegábamos a la casa de un ruso, Víktor, que vestía con ropa femenina y peluca, aunque en la vida real es homófobo y odia a Chaikovski, y es alto y hermoso y por eso lo apodan «Jirafa». De acuerdo con el sueño, San Petersburgo también era Moscú, y en planos aéreos subsecuentes mis ojos visitaban oníricamente el parque Gorki y la iglesia del Cristo Salvador. Luego nos dirigíamos todos al Museo del Hermitage; nos llevaba Víktor en su coche. Las afueras de San Petersburgo se parecían a las aldeas de Vladímir y Súzdal, que conocí hace cinco años: pueblos típicos rusos con mucha vegetación descuidada e iglesias de cebollas ortodoxas. Al llegar al centro de San Petersburgo, dejaba de ser Súzdal o Vladímir y se empezaba a parecer a la calzada Zaragoza de la Ciudad de México.

El sueño que soñé era tan realista que desperté con la convicción de que estaba en Rusia y no en mi cuarto de Berlín. Salí del sueño. Luego recordé que cumplía treinta años: me estaba hablando una señora en alemán al celular para decirme que me traía flores y que le abriera la puerta. Tardé mucho en poderle responder porque la lengua era ajena y yo venía de Rusia. Las flores llegaban por encargo desde México y formaban un ramo de lilis, gerberas y crisantemos. En la cocina estaba Diana, que es tártara y nació en Ufá —una ciudad rusa en la cordillera de los Urales, donde colindan Asia y Europa. Le dije que cumplía treinta años y me abrazó. Luego le conté que había soñado que estaba en Rusia y hablamos con extrañeza de su patria, y entonces la confusión de Chuang Tzu —entre ser hombre que sueña que es mariposa o ser mariposa que sueña que es hombre— se erigió en parábola cardinal.


Autores
(Veracruz, 1987) es ensayista y traductor. Estudió la licenciatura y la maestría en la Universidad Nacional Autónoma de México; actualmente realiza el doctorado en Postdam. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Es autor de Gótica del búho. Sobre el Insomnio tercero de José Gorostiza (Siglo XXI, 2018), libro ganador del 15 Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI.

Ilustrador
Édgar MT
(Guadalajara, 1988) es ilustrador y artista visual. Ha exhibido sus dibujos en diferentes ciudades del país y del extranjero.
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