Vivien Leigh —ella misma aquejada de una enfermedad mental como la bipolaridad— realizó una suprema interpretación de un personaje inolvidable.

Un tranvía llamado deseo: una confluencia genial

Vivien Leigh y Marlon Brando en un "Un tranvía llamado deseo"
Vivien Leigh y Marlon Brando en un "Un tranvía llamado deseo".

Nacida de una obra teatral de Tennessee Williams, Elia Kazan dirige esta adaptación sin apenas ampliar escenarios.

Un tranvía llamado deseo: una confluencia genial

He vuelto a ver Un tranvía llamado deseo (1951), y ha sido esta vez cuando más me ha impactado. He regresado a esa atmósfera tensa, en la que la luz no puede con las sombras, donde la voz se impone en su cometido de crear orígenes que, pese a tantas pistas, resultan esencialmente ilocalizables, de imponer distancias que hacen de cada extremo la representación de la miseria humana. Nacida de una obra teatral de Tennessee Williams, Elia Kazan dirige esta adaptación sin apenas ampliar escenarios. Los personajes se turnan en desaparecer para que otros puedan desencontrarse en esa casa asfixiante en la que se ha hecho obligatoria y terrible la convivencia.

El personaje de Blanche Dubois (Vivien Leigh) es el de una joven ya marchita. Es la hermana de Stella (Kim Hunter), una mujer que vive en Nueva Orleans, casada con un hombre de extrema rudeza, de recalcitrante machismo, de obtusa, limitada,  perniciosa lucidez. Ese hombre, Stanley Kowalski (Marlon Brando), de procedencia polaca —que él quiere minimizar—, visceralmente se rebela contra la llegada de Blanche, que parece dispuesta a instalarse de forma indefinida en ese pequeño hogar. Su carácter irascible, aumentado por el consumo alcohólico, se revela en cada paso que lo enfrenta a esa mujer que no acepta, a la que recrimina hasta la más inocente voluntad de su ser.

Blanche pronto se muestra como una mujer extraña, insegura, infantil, fantasiosa. Stanley cree que su cometido patriarcal le obliga a defender los intereses de su matrimonio. Y lo hace a su manera, desde la agresividad, mostrándose implacable en la  exhibición de unas razones que pueden ser tan verdaderas como despiadadas, porque no tiene ninguna empatía, porque sus juicios sumarísimos no contienen la compasión, no contemplan la posibilidad de que las actitudes vergonzosas, insoportables, sean el alarido de una mente enferma.

En ningún momento veremos la luz del día. Y la casa, los pocos emplazamientos exteriores que salen, están dominados por las sombras, por un blanco y negro muy poco contrastado. Además, Blanche ha comprado un farolillo para ponerlo en una bombilla que podría revelar su rostro, al que tan ajado considera, delator de una edad que detesta. Sus movimientos son los de una bailarina casi estática que se arrastra atrapada por un suelo infernal. Sus gestos expresan un intimidado dolor, una conmovida fragilidad. Su mirada se cae por la pendiente de su enajenamiento. Vivien Leigh —ella misma aquejada de una enfermedad mental como la bipolaridad— realizó una suprema interpretación de un personaje inolvidable.

Curiosamente, es Blanche, esa mujer perturbada, la que anima a su hermana Stella a superar el ambiente tosco en el que vive. Le recuerda la existencia de aquello que eleva al hombre, como es el arte, la poesía o la música. Y acaba rogándole: “No te quedes atrás con las bestias”. Blanche trabajó como maestra, pero ahora su enfermedad la ha apartado de todo lo que pudo ser.

Completa el trío de grandes personajes Mitch (Karl Malden), ese mejor amigo de Stanley, el hombre solterón que vive con su madre y cree ver en Blanche la oportunidad de acceder a una mujer que lo quiera. Pero el problema es que antepone el espejismo que se ha creado a la mujer inestable y esquiva que ocupa la realidad que obvia con obstinación.

Tennessee Williams impone en cada escenario el arsenal de palabras con que dota a sus personajes; las que nacen airadas, violentas, de Stanley, pero también las evasivas, encantadoras y timoratas de Blanche, las esperanzadas de Mitch, las sumisas de Stella. Blanche ha caído en el peor refugio, en una jaula por la que continuamente reaparece una fiera personificada. Y es que Stanley se siente oprimido por la presencia de una intrusa que trastoca su orden, aquel en el que prevalecían las imposiciones consentidas, las bajezas homologadas en un ámbito casero propio de una sociedad en la que el sojuzgamiento de la mujer está bendecido incluso por unas víctimas sufrientes que apenas se creen con derechos, y solo aspiran a la piedad de sus dominadores, labrándose su opresiva permanencia con cada alegre reconciliación.  

El gran Elia Kazan, estupendo retratista de caracteres acorralados, se juntó con Tennessee Williams, magnífico creador de diálogos explosivos, de gritos con preciso contenido, de personajes que no saben alzar su vista sobre su propia degradación. Juntos crearon una película sin mácula, de una potencia arrolladora, que denunciaba la feroz intransigencia ante cualquier asomo de bondad humilde, el brutal desprecio de lo ecuánime y la actitud insensible ante la notoria enfermedad mental. @mundiario

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