"Stalker" de Tarkovski: La poesía del agua y el viaje | Código Cine

"Stalker": la poesía del agua y el viaje

26/03/2022

En 1979, el director ruso Andréi Tarkovski realizó Stalker, un largometraje cuyo guion es una adaptación de Roadside Picnic, una novela rusa de 1972 escrita por los hermanos Strugatsky.

Comencemos por revisar su propuesta. En el relato fílmico, el Stalker, término utilizado para designar a un guía clandestino de la Zona, lleva a un Escritor y a un Profesor a este lugar peligroso y enigmático adonde se dice que un cuarto cumple los más profundos deseos de quienes allí entren. La Zona es un lugar cuya letra mayúscula la distingue de lo que podría ser cualquier otra zona, cualquier otro lugar. Esta es particularmente peligrosa —con alcances metafísicos y comportamientos de alta presencia actancial en el relato.

Las locaciones de grabación fueron varias en las Repúblicas Soviéticas de la época. Sobresale Estonia y los alrededores de su capital, Tallin, en donde varias plantas de energía eléctrica y los ríos Jägala y Piritia sirvieron como telón de fondo para la mise-en-scène de esta película.

Sin embargo, y aunque el de la Zona es un país innombrado, es como si el poder atribuido a este lugar ficticio no se hubiese confinado a los límites de la diégesis. Anatoly Solonitsyn (el Profesor), Andrei Tarkovski y Larisa Tarkóvskaya, esposa y asistente del director, fallecieron algunos años después de las grabaciones a causa de cáncer de pulmón adjudicado a los desechos que una planta química arrojaba al río Jägala. Vladimir Sharun, sonidista de la película, dijo “incluso está esa toma en Stalker: nieve cayendo en verano y espuma flotando río abajo. De hecho, se trataba de un horrible veneno”.

Esta referencia al poder del agua no es ajena al relato que abordaremos. Al fin y al cabo, se trata de la Zona, un lugar líquido que muta y hace mutar. Desde el inicio, se sabe que este sitio es el responsable de que la hija del Stalker sea una “mutante” o “víctima de la Zona”, como cuenta el Profesor.

Así que la Zona y sus elementos, más que un ‘telón de fondo’, como antes fueron nombrados, son de hecho el escenario mismo que sostiene la obra. En palabras de Serge Daney en su Ciné journal (1981), “Stalker es un filme que impacta por la presencia física de los elementos, su terca existencia, su manera de estar presentes” (p. 89). De estos elementos, el foco será entonces en el agua y sus configuraciones, que no son pocas. Niebla, charcos, lodazales, sitios anegados, pozos, estanques, cascadas, ríos, riachuelos, canales, goteras, lluvia. Se muestra en todas sus formas y colores —literalmente—, siendo virtualmente omnipresente en la cinta.

El agua, en su abundancia, produce una herrumbre que tiñe todo lo que alcanza. Incluso la cámara, que se escabulle fuera y dentro de la Zona cual Stalker precavido, cubre su lente de un tono sepia. Esta paleta monocroma la vemos en todo cuanto no es la Zona e, incluso, adentro de la misma volvemos por momentos a sentir el óxido y el moho que estos colores sugieren. Inevitable entonces ignorar el agua que humedece la imagen, pero que no se detiene allí, pues gotea insistente en el relato como pista de que oculta más que una presencia meramente estética.

Se trata de una presencia poética del agua; una imagen artística que intensifica los sentimientos del espectador gracias a sus interacciones con otros signos. Esta imagen artística, argumenta Tarkovski, “[…] está siempre basada en una unidad orgánica entre idea y forma” (1987, p. 26). De modo que el agua no solo está en el relato, ella es el relato. No es de extrañar en Tarkovski, quien hace un uso constante e importante del agua en cintas como El espejo (1975), La infancia de Iván (1962), Sacrificio (1986) y, evidentemente, Stalker, donde adquiere protagonismo. Aquí, el agua como “mediación e higiene espiritual, como forma bautismal o de sacrificio” (Corro Pemjean, 2006) salta a la vista, pues se trata de un relato de renovación o metamorfosis espiritual de los viajeros. Así como el agua solo se limpia y cambia cuando es expuesta al movimiento y a la mutación de un viaje cíclico, así también viajan y se transforman el Profesor y el Escritor en esta narrativa anegada. Corro Pemjean, ratifica que el agua es “el elemento que administra el cambio y que disuelve las formas, que lava, decae y refunda” en este relato donde “[…] nada es estable y según el ángulo y el tiempo de observación, todas las materias parecen engañosas […]”.

El pozo de los deseos

La razón misma es engañosa: una voz que parece venir de la nada, como si la Zona hablase, detiene al Profesor a puertas del Cuarto que pretendía penetrar inadecuadamente.

La razón muta: la Zona parece haber hecho que el profesor cuestionase el motivo original de su visita —su deseo de inspiración.

Su epifanía se da camino al Cuarto, en una antesala desértica que contiene un pozo profundo rodeado por agua al que el Stalker considera la parte más terrible de la Zona: “la picadora de carne”.

Para llegar allí, dos escaleras contrapuestas preludian el ingreso; una baja hacia el agua estancada en este pasadizo y la otra sube hacia una puerta que no se ve, pero cuya luz sí resplandece sobre este espacio y quien lo atraviesa primero, el Escritor. La distancia entre ambas escaleras obliga a sumergirse en el agua desde una para alcanzar la otra, empapando casi enteramente al Escritor en guisa de bautismo, preparándolo a él y sus compañeros para el siguiente paso: la epifanía. Al otro extremo del pasadizo, se asciende hacia la luz literal y metafóricamente, pues debemos entender la luz como la verdad que le será revelada.

Esta verdad yace al fondo de la sala desértica a la que el Escritor se aventura solo. Dunas de esquina a esquina, excepto por un pozo ligeramente fuera del centro, rodeado por agua y cercano al rayo de luz que entra por el costado derecho.

En una cinta marcada por lo líquido, el desierto contrasta enormemente, pues su simbología como ausencia del agua pone en relieve lo que esta última hace en los personajes: dar nueva vida —esperanza, como dice el Stalker— al modo del viajero que encuentra un oasis. Además, dos referencias a figuras bíblicas enfrentando el desierto y la sed (ausencia de agua) se hacen presentes: Jesús, quien, según el Nuevo Testamento, fue tentado por el diablo en su viaje al desierto, y quien además en la quinta de sus siete palabras en la cruz dijo: “Tengo sed”. Y el Judío Errante, un judío que justamente negó agua a Jesús camino al Calvario y fue entonces condenado a errar por la Tierra hasta la Parusía.

De vuelta al desierto en Stalker, un destello repentino enceguece al Escritor, quien acaba de ascender a este sitio de luz.

Permítase aquí un paréntesis para mencionar cómo la idea de la luz como elemento poético iluminador se ha venido cultivando desde el inicio mismo del relato. La luz que no es constante como la lámpara intermitente en el bar.

La luz que es guía como las que marcan el camino y las entradas: la entrada a la Zona, las puertas a la sala desértica y la ubicación del pozo de los deseos.

La luz que resalta al Stalker recitando el poema “Ya se fue el verano” de Arseni Tarkovski cual monólogo teatral.

La luz cegadora, fugaz y potente como la bombilla cerca al Cuarto y la luz de la sala desértica —momentánea y violenta.

Tras este último destello, el Profesor, tirado empapado sobre el agua que yace alrededor del pozo, se para lenta y torpemente. Vuelve en sí cual criatura recién nacida o, en su caso, renacida en esta bella confluencia de agua y luz. Y así, el alumbramiento —dar a luz— no podría haberse configurado de mejor manera.

La sutil alusión, voluntaria o no, al mito de la Caverna es inevitable: la luz cegadora de una nueva verdad. El Escritor confiesa una realidad que solía serle esquiva: no buscaba inspiración para él mismo; realmente buscaba seguir complaciendo a sus lectores, a los críticos y a los editores, a ellos que le “devoraban” pues él se había entregado a su apetito; se había vendido y su búsqueda de inspiración era mentira.

Como es de esperarse en el desmantelamiento de tal falacia, el hombre queda desamparado, decepcionado, vacío. ¿Se esperaba acaso menos del viaje a un lugar tan lejano, misterioso y engañoso como el interior de uno mismo?

Recordemos que un poco antes en la narrativa, con una voz en off, el Stalker pide un deseo por sus clientes mientras una roca cae a un pozo negro de agua turbia. El pozo entonces como inevitable símil de una fuente de los deseos.

Que todo lo planeado se vuelva realidad. Que ellos crean. Y que puedan reírse de sus pasiones. Porque lo que ellos llaman pasión, en realidad no es una energía emocional, solo la fricción entre sus almas y el mundo exterior. Y aún más importante, que ellos crean en sí mismos, que queden desamparados como niños, porque la debilidad es algo maravilloso y la fortaleza no es nada. (Stalker).

Tiempo y espacio

En este deseo está justamente la frase “Que queden desamparados como niños, porque la debilidad es algo maravilloso y la fortaleza no es nada”, que nos remite al alumbramiento del que fuimos testigos hace poco, así como a instancias anteriores en que también aparecen como niños desamparados —tendidos en el piso, sus extremidades recogidas, sus ojos cerrados y rodeados de agua.

Esta es la secuencia del sueño. Los tonos sepia reaparecen. En un travelling sobre una corriente de avance parsimonioso y de poca profundidad, se nos expone una mezcolanza de agua, moho, objetos viejos y algunos animales. Todo yace allí, aparentemente inconexo y surreal, como si se tratase no de un flujo de agua, sino de un flujo de consciencia. Un sueño, al fin y al cabo.

Varias figuras sobresalen por su relación poética: un caracol, una página de calendario, un espejo, un reloj, una fotografía —una imagen.

Maneras distintas de medir el tiempo condicionadas por el agua, cuya presencia actancial no empapa solo los objetos, sino también las personas. En la medida en que los viajeros están más y más en contacto con el agua de la Zona, el cambio interno es más evidente, hasta llegar al punto de la iluminación —o alumbramiento— que ya tratamos.

La cámara avanza a contracorriente, como dirigiéndose a la fuente —al origen del sueño. Pero el agua, cíclica, nos lleva al punto de partida inicial.

Algo similar ocurre en un momento previo. La condición laberíntica de la Zona se hace aún más evidente cuando el Stalker y el Escritor avanzan, creyendo perdido al Profesor, solo para regresar al punto exacto donde hay una tuerca pendida de una tela marcando el lugar y verlo allí sentado, tomando una bebida caliente al lado de un fuego que visiblemente lleva ya un tiempo ardiendo.

En los interludios del sueño, lo que ocurre es que los personajes aparecen unas veces aquí, otras allá; unas veces solos, otras juntos; primero en una posición y al instante en otra. Todo mientras ellos no hacen más que dormir.

En ambos casos, la Zona muta tiempo y espacio, y el agua es la perfecta imagen artística para ponerlo en escena. Dos días del calendario, el 29 y 27 de un mes ilegible, sobrenadan lejos de su antes y su después, el 28, que se sumerge solo en otro afluente. El agua deforma el tiempo y lo desmigaja en este espacio cambiante.

A merced de un elemento tan potente, el viaje no es físico; es metafísico. No hay pues necesidad de entrar al Cuarto. Hacerlo sería redundante e inútil. Desde adentro, en un doble encuadre —de esos que tanto gustaban a Tarkovski—, los personajes enmarcados en el umbral de la puerta parecen atestiguar su propio relato: de nuevo los tonos sepia, después el color y el agua, siempre el agua.

¿Cómo no terminar entonces con un haiku que justamente refleja este momento —y tantos más— del relato?

Larga noche
el sonido del agua
dice lo que pienso

(Gochiku Nakabayashi)

Licenciado en lenguas extranjeras nacido en Colombia (1997). Es docente de la Alianza Francesa de Medellín, tutor del Grupo de Acompañamiento Tutorial e investigador del Grupo de Estudios Fílmicos, ambos de la Universidad de Antioquia. Es coautor de los vídeo-ensayos El intérprete en el cine: entre la participación política y la lucha bélica (2020) y Una mirada a profesores y alumnos desde el cine: todo es cuestión de transferencia (2021).

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