23 de Abril
Adalberto de Praga
Adalberto
Franquesa
Mercab�, 23 abril 2024
Naci� el 956 en Libice (Bohemia), de la estirpe
checa de los Slavnikos. Recibi� el bautismo bajo nombre de Vojtech, y
poco despu�s fue colocado por sus padres sobre el altar de la Virgen, ante una temprana
enfermedad y bajo promesa de consagrarlo a Dios si curaba. Cosa que sucedi�.
En
su ni�ez fue capaz Vojtech (Adalberto) de aprender de memoria el Salterio, y �ste pas� a
convertirse en el
alimento de toda su vida. Durante sus estudios con el obispo de Magdeburgo
aprendi� a ejercer la piedad, la limosna y el resto de virtudes. Y mientras los dem�s jugaban
en el patio, �l se
deleitaba leyendo las haza�as del rey David. El d�a de su confirmaci�n, el obispo le impuso su propio nombre:
Adalberto.
Un hecho
de este tiempo demuestra la extremada simplicidad de su
alma. Volviendo un d�a de la escuela, un compa�ero, jugando,
le hizo caer sobre una muchacha. Adalberto llora amargamente, creyendo que aquel simple contacto le relaciona ya para
siempre con aquella ni�a. "Este me ha hecho casar", exclama el c�ndido adolescente, ante
unos compa�eros que quedaban sorprendidos ante tanta simplicidad.
Terminados
sus estudios y fallecido su maestro y arzobispo de Magdeburgo, vuelve
Adalberto a Praga, donde
ingresa en el estado clerical. All� asiste a la terrible muerte del
obispo Dietmaro (ca. 983), que le impresiona profundamente. El pr�ncipe y el pueblo
se re�nen en seguida para elegir un sucesor, y el voto un�nime designa a
Adalberto.
El
29 junio 983 es consagrado en la Catedral de Praga por el obispo de
Maguncia. Y �l, en honor del m�rtir San Wenceslao, entra descalzo en su sede,
siendo aclamado por todo el pueblo.
En su di�cesis de Praga redobla sus esfuerzos Adalberto en los ayunos y limosnas, y sobre todo en su continua y ferviente oraci�n a trav�s del Salterio. Y con ello trata de conseguir la conversi�n de sus fieles, pues se da cuenta de que no puede hacerlo a trav�s de la predicaci�n. Asustado ante el pecado y perversi�n de los suyos, Adalberto llega a desesperar de la salvaci�n de las almas (de las que �l es el responsable), y teme por la suya propia.
Por todo ello abandona Adalberto su sede de Praga y marcha a Roma, donde se postra ante Juan XV y le comenta:
�Mi grey no quiere escucharme, mis palabras no echan ra�ces en aquellos corazones, y all� la justicia es la fuerza, y la ley su voluntad.
Ante lo cual, le contesta el papa:
�Hijo, ya que no te quieren seguir, deja lo que te da�a. Y si no puedes aprovechar a los dem�s, no te pierdas a ti mismo".
Con
esas palabras y la
bendici�n del papa, se dispone Adalberto a peregrinar hacia Jerusal�n.
Al llegar a la Abad�a de Montecasino, su abad le desaconseja tan largo
viaje, aunque no consigue retenerlo.
Tras
alojarse en la Abad�a de Grottaferrata, su abad San Nilo le da una carta para el abad
Le�n (del Monasterio de San Bonifacio y San Alejo, situado en el Monte
Aventino). Al llegar al Monasterio de Monte Aventino, es recibido calurosa
y afectivamente, y con aquella comunidad decide Adalberto quedarse en
adelante, profesando junto a su hermano Gaudencio en la noche pascual del 990.
Ha logrado, por fin, su vehemente deseo, y en su mente ha desaparecido del
todo el pesado episcopado, vi�ndose a s� mismo como lo que siempre quiso
ser: humilde monje, servidor de la cocina, encargado de traer
agua, de lavar la vasija, de "servir a los hermanos en todo".
Pero poco dur� su felicidad. Pues a instancias del obispo de Maguncia, y de sus volubles diocesanos, el papa le ordena volver a su sede (ca. 992). Adalberto se despide con l�grimas y profundo dolor de sus hermanos, y logra llevarse consigo a 12 monjes (con los que fundar� el Monasterio de Brevnov, cerca de Praga). A su llegada a Praga promete solemnemente la enmienda, y los suyos le reciben en triunfo.
Vuelve otra vez
a trabajar, llorar, exhortar y, sobre todo, a orar sin tregua. �Todo in�til!
Las costumbres paganas y la crueldad de sus s�bditos le abruman, le
aturden, y, transcurrido poco m�s de un a�o, no pudiendo resistir m�s,
se fuga otra vez a su querido monasterio. All� es recibido por el abad y
los monjes con un gozo inmenso. "Es verdaderamente un santo" se
dec�an los monjes, que expresando un deseo general de todos los que tend�an
a la perfecci�n, a�ad�an: "S�lo le falta el martirio". En
efecto, el Se�or se lo iba preparando.
Instigado
por diversas partes, y sobre todo por una solemne delegaci�n de Bohemia,
Gregorio V (que hab�a sucedido a Juan XV) manda de nuevo al monje-obispo
emprender el camino de su patria.
Las
guerras, disensiones y cr�menes en que est� sumida la Bohemia obligan a
Adalberto a refugiarse en Maguncia, en la corte de Ot�n III de Alemania, con quien
hab�a contra�do una �ntima amistad en Roma. No pierde el tiempo en
aquella forzosa espera. Se convierte en ap�stol de aquella corte y
platica largas horas con el emperador. Visita a San Mart�n en Tours, a
San Benito en Fleury y a San Dionisio en Par�s. Y en r�pida excursi�n
apost�lica se llega hasta Hungr�a para predicar a Cristo.
Por fin recibe una misi�n de los suyos que le dice paladinamente que no quieren recibirle. Los males y disensiones contin�an, y sus ancianos padres y todos sus hermanos han sido vilmente asesinados en una refriega con el Partido de los Premislidos. Al verlo llegar, los emisarios le dicen imprudentemente:
��A qu� quieres venir? �Es que, so capa de santidad, o quieres vengarte de los tuyos? No te queremos, somos pecadores, gente de dura cerviz".
Adalberto, lleno de gozo, exclama:
�Se�or, has roto
todos mis lazos. Te inmolo la gloria y el sacrificio de alabanza.
Ya nada
le detiene. El celo de las almas y la sed de martirio le empujan. Ayudado
por el duque Boleslao de Polonia pasa a Polonia (donde funda el Monasterio de
Meseritz), y de all� a Prusia. Se detiene en Danzig, donde convierte a una
ingente multitud, predica, bautiza y celebra los divinos misterios.
Despide luego el acompa�amiento que le ha prestado el duque, y con s�lo
su hermano Gaudencio y otro monje se adentra m�s y m�s hacia aquellas
regiones inh�spitas y feroces del Septentri�n, predicando a Cristo sin
cesar.
Un d�a,
mientras est� cantando sus salmos en una isla, cerca de Fischausen, es
derribado por un terrible golpe en la espalda que recibe como un feliz
presagio. "Poco, a la verdad, es esto (exclama levant�ndose),
pero, por lo menos, he merecido recibir un golpe por mi Crucificado".
Pasa al
otro lado, y entra en una poblaci�n. Re�nense en torno suyo las gentes y
con gritos y amenazas le preguntan qui�n es y qu� quiere. El responde
sereno e imperturbable: "Soy un hijo de Bohemia, de nombre Adalberto,
monje de profesi�n, antes obispo y ahora vuestro ap�stol".
Enloquecidas aquellas gentes no le dejan continuar, golpean el suelo con
sus b�culos, vomitan blasfemias y le obligan a abandonar su pa�s si
quiere salvar la vida.
Se
embarcan de nuevo. Gaudencio tiembla con sue�os de martirio. Cantando
salmos (dice el bi�grafo) van abreviando el camino. Llegan una ma�ana
a una pradera. Gaudencio celebra la misa. Adalberto comulga y luego,
murmurando otra vez un salmo, quedan profundamente dormidos. Una turba de
paganos se les echa encima cerca de Elbing. Son atados fuertemente a unos
�rboles. "No os entristezc�is (dice Adalberto a sus compa�eros);
�puede haber cosa m�s grande, m�s bella, m�s dulce que ofrecer la vida
por el dulc�simo Jes�s?".
El sacerdote de los �dolos que dirige la horda da la se�al blandiendo el 1� dardo, y los dem�s sacan sus lanzas, desat�ndose la situaci�n. Adalberto extiende los brazos y ora por sus perseguidores. Y de pie, como su padre San Benito, muere murmurando una oraci�n:
�Se�or, ay�dame,
escucha mi oraci�n. Perd�nalos, pues no saben lo que hacen. Pero que no
sea infructuosa mi pasi�n, ni para m� ni para ellos.
Era el viernes 23 abril 997, y Adalberto contaba tan s�lo 40 a�os. Su cuerpo, rescatado por el duque Boleslao de Polonia, fue trasladado con gran pompa a Gnesen, donde su amigo y admirador Ot�n III de Alemania vino a venerarle. M�s tarde, sus restos fueron trasladados a Praga, descansando hoy en su catedral.
Adalberto fue obispo de Praga, ap�stol de Hungr�a y gran evangelizador de Polonia y Prusia. Pero �l hab�a nacido para el silencio y la contemplaci�n, y s�lo fue plenamente feliz cuando pudo llevar en el claustro una vida monacal, en medio del convulso mundo que le toc� vivir (la peor etapa de la historia de la Iglesia, junto a los inicios del s. XI).
Act: 23/04/24 @santoral mercab� E D I T O R I A L M E R C A B A M U R C I A