Cien a�os de soledad (1967), Gabriel Garc�a M�rquez (1928-2014)

Gabriel Garc�a M�rquez
(Aracataca, Colombia 1928 - M�xico DF, 2014)


Cien a�os de soledad
(1967)


[I]

      Muchos a�os despu�s, frente al pelot�n de fusilamiento, el coronel Aureliano Buend�a hab�a de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llev� a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y ca�abrava construidas a la orilla de un r�o de aguas di�fanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehist�ricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carec�an de nombre, y para mencionarlas hab�a que se�alarlas con el dedo. Todos los a�os, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daba a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el im�n. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorri�n, que se present� con el nombre de Melqu�ades, hizo una truculenta demostraci�n p�blica de lo que �l mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes met�licos, y todo el mundo se espant� al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se ca�an de su sitio, y las maderas cruj�an por la desesperaci�n de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hac�a mucho tiempo aparec�an por donde m�s se les hab�a buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detr�s de los fierros m�gicos de Melqu�ades. �Las cosas tienen vida propia �pregonaba el gitano con �spero acento�, todo es cuesti�n de despertarles el �nima�. Jos� Arcadio Buend�a, cuya desaforada imaginaci�n iba siempre m�s lejos que el ingenio de la naturaleza y aun m�s all� del milagro y la magia, pens� que era posible servirse de aquella invenci�n in�til para desentra�ar el oro de la tierra. Melqu�ades, que era un hombre honrado, le previno: �Para eso no sirve�. Pero Jos� Arcadio Buend�a no cre�a en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, as� que cambi� su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. �rsula Iguar�n, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio dom�stico, no consigui� disuadirlo. �Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa�, replic� su marido. Durante varios meses se empe�� en demostrar el acierto de sus conjeturas. Explor� palmo a palmo la regi�n, inclusive el fondo del r�o, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melqu�ades. Lo �nico que logr� desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de �xido, cuyo interior ten�a la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando Jos� Arcadio Buend�a y los cuatro hombres de su expedici�n lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
       En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa del tama�o de un tambor, que exhibieron como el �ltimo descubrimiento de los jud�os de Amsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la gente se asomaba al catalejo y ve�a a la gitana al alcance de su mano. �La ciencia ha eliminado las distancias�, pregonaba Melqu�ades. �Dentro de poco, el hombre podr� ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de su casa�. Un mediod�a ardiente hicieron una asombrosa demostraci�n con la lupa gigantesca: pusieron un mont�n de hierba seca en mitad de la calle y le prendieron fuego mediante la concentraci�n de los rayos solares. Jos� Arcadio Buend�a, que a�n no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes, concibi� la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melqu�ades, otra vez, trat� de disuadirlo. Pero termin� por aceptar los lingotes imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. �rsula llor� de consternaci�n. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su padre hab�a acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella hab�a enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasi�n para invertirlas. Jos� Arcadio Buend�a no trat� siquiera de consolarla, entregado por entero a sus experimentos t�cticos con la abnegaci�n de un cient�fico y aun a riesgo de su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa enemiga, se expuso �l mismo a la concentraci�n de los rayos solares y sufri� quemaduras que se convirtieron en �lceras y tardaron mucho tiempo en sanar. Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo c�lculos sobre las posibilidades estrat�gicas de su arma novedosa, hasta que logr� componer un manual de una asombrosa claridad did�ctica y un poder de convicci�n irresistible. Lo envi� a las autoridades acompa�ado de numerosos testimonios sobre sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un mensajero que atraves� la sierra, se extravi� en pantanos desmesurados, remont� r�os tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperaci�n y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos que imposible, Jos� Arcadio Buend�a promet�a intentarlo tan pronto como se lo ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones pr�cticas de su invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las complicadas artes de la guerra solar. Durante varios a�os esper� la respuesta. Por �ltimo, cansado de esperar, se lament� ante Melqu�ades del fracaso de su iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le devolvi� los doblones a cambio de la lupa, y le dej� adem�s unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegaci�n. De su pu�o y letra escribi� una apretada s�ntesis de los estudios del monje Hermann, que dej� a su disposici�n para que pudiera servirse del astrolabio, la br�jula y el sextante. Jos� Arcadio Buend�a pas� los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito que construy� en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones dom�sticas, permaneci� noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y estuvo a punto de contraer una insolaci�n por tratar de establecer un m�todo exacto para encontrar el mediod�a. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noci�n del espacio que le permiti� navegar por mares inc�gnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relaci�n con seres espl�ndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la �poca en que adquiri� el h�bito de hablar a solas, pase�ndose por la casa sin hacer caso de nadie, mientras �rsula y los ni�os se part�an el espinazo en la huerta cuidando el pl�tano y la malanga, la yuca y el �ame, la ahuyama y la berenjena. De pronto, sin ning�n anuncio, su actividad febril se interrumpi� y fue sustituida por una especie de fascinaci�n. Estuvo varios d�as como hechizado, repiti�ndose a s� mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar cr�dito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, solt� de un golpe toda la carga de su tormento. Los ni�os hab�an de recordar el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sent� a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginaci�n, y les revel� su descubrimiento:
       �La tierra es redonda como una naranja.
       �rsula perdi� la paciencia. �Si has de volverte loco, vu�lvete t� solo�, grit�. �Pero no trates de inculcar a los ni�os tus ideas de gitano�. Jos� Arcadio Buend�a, impasible, no se dej� amedrentar por la desesperaci�n de su mujer, que en un rapto de c�lera le destroz� el astrolabio contra el suelo. Construy� otro, reuni� en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostr�, con teor�as que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia el oriente. Toda la aldea estaba convencida de que Jos� Arcadio Buend�a hab�a perdido el juicio, cuando lleg� Melqu�ades a poner las cosas en su punto. Exalt� en p�blico la inteligencia de aquel hombre que por pura especulaci�n astron�mica hab�a construido una teor�a ya comprobada en la pr�ctica, aunque desconocida para entonces en Macondo, y como una prueba de su admiraci�n le hizo un regalo que hab�a de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia.
       Para esa �poca, Melqu�ades hab�a envejecido con una rapidez asombrosa. En sus primeros viajes parec�a tener la misma edad de Jos� Arcadio Buend�a. Pero mientras �ste conservaba su fuerza descomunal, que le permit�a derribar un caballo agarr�ndolo por las orejas, el gitano parec�a estragado por una dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de m�ltiples y raras enfermedades contra�das en sus incontables viajes alrededor del mundo. Seg�n �l mismo le cont� a Jos� Arcadio Buend�a mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo segu�a a todas partes, husme�ndole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y cat�strofes hab�an flagelado al g�nero humano. Sobrevivi� a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipi�lago de Malasia, a la lepra en Alejandr�a, al beriberi en el Jap�n, a la peste bub�nica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que dec�a poseer las claves de Nostradamus, era un hombre l�gubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asi�tica que parec�a conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verd�n de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabidur�a y de su �mbito misterioso ten�a un peso humano, una condici�n terrestre que lo manten�a enredado en los min�sculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufr�a por los m�s insignificantes percances econ�micos y hab�a dejado de re�r desde hac�a mucho tiempo, porque el escorbuto le hab�a arrancado los dientes. El sofocante mediod�a en que revel� sus secretos, Jos� Arcadio Buend�a tuvo la certidumbre de que aquel era el principio de una grande amistad. Los ni�os se asombraron con sus relatos fant�sticos. Aureliano, que no ten�a entonces m�s de cinco a�os, hab�a de recordarlo por el resto de su vida, como lo vio aquella tarde, sentado contra la claridad met�lica y reverberante de la ventana, alumbrando con su profunda voz de �rgano los territorios m�s oscuros de la imaginaci�n, mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. Jos� Arcadio, su hermano mayor, hab�a de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. �rsula, en cambio, conserv� un mal recuerdo de aquella visita, porque entr� al cuarto en el momento en que Melqu�ades rompi� por distracci�n un frasco de bicloruro de mercurio.
       �Es el olor del demonio �dijo ella.
       �En absoluto �corrigi� Melqu�ades�. Est� comprobado que el demonio tiene propiedades sulf�ricas, y esto no es m�s que un poco de solim�n.
       Siempre did�ctico, hizo una sabia exposici�n sobre las virtudes diab�licas del cinabrio, pero �rsula no le hizo caso, sino que se llev� los ni�os a rezar. Aquel olor mordiente quedar�a para siempre en su memoria, vinculado al recuerdo de Melqu�ades.
       El rudimentario laboratorio �sin contar una profusi�n de cazuelas, embudos, retortas, filtros y coladores� estaba compuesto por un atanor primitivo; una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitaci�n del huevo filos�fico, y un destilador construido por los propios gitanos seg�n las descripciones modernas del alambique de tres brazos de Mar�a la jud�a. Adem�s de estas cosas, Melqu�ades dej� muestras de los siete metales correspondientes a los siete planetas, las f�rmulas de Mois�s y Z�simo para el doblado del oro, y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que permit�an a quien supiera interpretarlos intentar la fabricaci�n de la piedra filosofal. Seducido por la simplicidad de las f�rmulas para doblar el oro, Jos� Arcadio Buend�a cortej� a �rsula durante varias semanas, para que le permitiera desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible subdividir el azogue. �rsula cedi�, como ocurr�a siempre, ante la inquebrantable obstinaci�n de su marido. Entonces Jos� Arcadio Buend�a ech� treinta doblones en una cazuela, y los fundi� con raspadura de cobre, oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente m�s parecido al caramelo vulgar que al oro magn�fico. En azarosos y desesperados procesos de destilaci�n, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el mercurio herm�tico y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo a falta de aceite de r�bano, la preciosa herencia de �rsula qued� reducida a un chicharr�n carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
       Cuando volvieron los gitanos, �rsula hab�a predispuesto contra ellos a toda la poblaci�n. Pero la curiosidad pudo m�s que el temor, porque aquella vez los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase de instrumentos m�sicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibici�n del m�s fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melqu�ades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus enc�as destruidas por el escorbuto, sus mejillas fl�ccidas y sus labios marchitos se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano. El pavor se convirti� en p�nico cuando Melqu�ades se sac� los dientes, intactos, engastados en las enc�as, y se los mostr� al p�blico por un instante �un instante fugaz en que volvi� a ser el mismo hombre decr�pito de los a�os anteriores� y se los puso otra vez y sonri� de nuevo con un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio Jos� Arcadio Buend�a consider� que los conocimientos de Melqu�ades hab�an llegado a extremos intolerables, pero experiment� un saludable alborozo cuando el gitano le explic� a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareci� a la vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la ma�ana perdi� todo inter�s en las investigaciones de alquimia; sufri� una nueva crisis de mal humor, no volvi� a comer en forma regular y se pasaba el d�a dando vueltas por la casa. �En el mundo est�n ocurriendo cosas incre�bles�, le dec�a a �rsula. �Ah� mismo, al otro lado del r�o, hay toda clase de aparatos m�gicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros�. Quienes lo conoc�an desde los tiempos de la fundaci�n de Macondo se asombraban de cu�nto hab�a cambiado bajo la influencia de Melqu�ades.
       Al principio, Jos� Arcadio Buend�a era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de ni�os y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo f�sico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Ten�a una salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un casta�o gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde viv�an en comunidad pac�fica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los �nicos animales prohibidos no s�lo en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
       La laboriosidad de �rsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ning�n momento de su vida se la oy� cantar, parec�a estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de sus pollerines de ol�n. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros de barro sin encalar, los r�sticos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de albahaca.
       Jos� Arcadio Buend�a, que era el hombre m�s emprendedor que se ver�a jam�s en la aldea, hab�a dispuesto de tal modo la posici�n de las casas, que desde todas pod�a llegarse al r�o y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y traz� las calles con tan buen sentido que ninguna casa recib�a m�s sol que otra a la hora del calor. En pocos a�os, Macondo fue una aldea m�s ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus trescientos habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta a�os y donde nadie hab�a muerto.
       Desde los tiempos de la fundaci�n, Jos� Arcadio Buend�a construy� trampas y jaulas. En poco tiempo llen� de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no s�lo la propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos p�jaros distintos lleg� a ser tan aturdidor, que �rsula se tap� los o�dos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que lleg� la tribu de Melqu�ades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se sorprendi� de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ci�naga, y los gitanos confesaron que se hab�an orientado por el canto de los p�jaros.
       Aquel esp�ritu de iniciativa social desapareci� en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los imanes, los c�lculos astron�micos, los sue�os de transmutaci�n y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, Jos� Arcadio Buend�a se convirti� en un hombre de aspecto holgaz�n, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que �rsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No falt� quien lo considerara v�ctima de alg�n extra�o sortilegio. Pero hasta los m�s convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se ech� al hombro sus herramientas de desmontar, y pidi� el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
       Jos� Arcadio Buend�a ignoraba por completo la geograf�a de la regi�n. Sab�a que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en �pocas pasadas �seg�n le hab�a contado el primer Aureliano Buend�a, su abuelo� sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a ca�onazos, que luego hac�a remendar y rellenar de paja para llev�rselos a la reina Isabel. En su juventud, �l y sus hombres, con mujeres y ni�os y animales y toda clase de enseres dom�sticos, atravesaron la sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintis�is meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque s�lo pod�a conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ci�naga grande, que seg�n testimonio de los gitanos carec�a de l�mites. La ci�naga grande se confund�a al occidente con una extensi�n acu�tica sin horizontes, donde hab�a cet�ceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perd�an a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de alcanzar el cintur�n de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los c�lculos de Jos� Arcadio Buend�a, la �nica posibilidad de contacto con la civilizaci�n era la ruta del norte. De modo que dot� de herramientas de desmonte y armas de cacer�a a los mismos hombres que lo acompa�aron en la fundaci�n de Macondo; ech� en una mochila sus instrumentos de orientaci�n y sus mapas, y emprendi� la temeraria aventura.
       Los primeros d�as no encontraron un obst�culo apreciable. Descendieron por la pedregosa ribera del r�o hasta el lugar en que a�os antes hab�an encontrado la armadura del guerrero, y all� penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al t�rmino de la primera semana, mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los pr�ximos d�as. Trataban de aplazar con esa precauci�n la necesidad de seguir comiendo guacamayas, cuya carne azul ten�a un �spero sabor de almizcle. Luego, durante m�s de diez d�as, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvi� blando y h�medo, como ceniza volc�nica, y la vegetaci�n fue cada vez m�s insidiosa y se hicieron cada vez m�s lejanos los gritos de los p�jaros y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvi� triste para siempre. Los hombres de la expedici�n se sintieron abrumados por sus recuerdos m�s antiguos en aquel para�so de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hund�an en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar, avanzaron como son�mbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por una tenue reverberaci�n de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante olor de sangre. No pod�an regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volv�a a cerrar en poco tiempo, con una vegetaci�n nueva que casi ve�an crecer ante sus ojos. �No importa�, dec�a Jos� Arcadio Buend�a. �Lo esencial es no perder la orientaci�n�. Siempre pendiente de la br�jula, sigui� guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir de la regi�n encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada traves�a, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de fascinaci�n. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la ma�ana, estaba un enorme gale�n espa�ol. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las piltrafas escu�lidas del velamen, entre jarcias adornadas de orqu�deas. El casco, cubierto con una tersa coraza de r�mora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parec�a ocupar un �mbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los p�jaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no hab�a nada m�s que un apretado bosque de flores.
       El hallazgo del gale�n, indicio de la proximidad del mar, quebrant� el �mpetu de Jos� Arcadio Buend�a. Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obst�culo insalvable. Muchos a�os despu�s, el coronel Aureliano Buend�a volvi� a atravesar la regi�n, cuando era ya una ruta regular del correo, y lo �nico que encontr� de la nave fue el costillar carbonizado en medio de un campo de amapolas. S�lo entonces, convencido de que aquella historia no hab�a sido un engendro de la imaginaci�n de su padre, se pregunt� c�mo hab�a podido el gale�n adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero Jos� Arcadio Buend�a no se plante� esa inquietud cuando encontr� el mar, al cabo de otros cuatro d�as de viaje, a doce kil�metros de distancia del gale�n. Sus sue�os terminaban frente a ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merec�a los riesgos y sacrificios de su aventura.
       ��Carajo! �grit�. Macondo est� rodeado de agua por todas partes.
       La idea de un Macondo peninsular prevaleci� durante mucho tiempo, inspirada en el mapa arbitrario que dibuj� Jos� Arcadio Buend�a al regreso de su expedici�n. Lo traz� con rabia, exagerando de mala fe las dificultades de comunicaci�n, como para castigarse a s� mismo por la absoluta falta de sentido con que eligi� el lugar. �Nunca llegaremos a ninguna parte�, se lamentaba ante �rsula. �Aqu� nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la ciencia�. Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio, lo llev� a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar m�s propicio. Pero esta vez, �rsula se anticip� a sus designios febriles. En una secreta e implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. Jos� Arcadio Buend�a no supo en qu� momento, ni en virtud de qu� fuerzas adversas, sus planes se fueron enredando en una mara�a de pretextos, contratiempos y evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusi�n. �rsula lo observ� con una atenci�n inocente, y hasta sinti� por �l un poco de piedad, la ma�ana en que lo encontr� en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sue�os de mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio. Lo dej� terminar. Lo dej� clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un hisopo entintado, sin hacerle ning�n reproche, pero sabiendo ya que �l sab�a (porque se lo oy� decir en sus sordos mon�logos) que los hombres del pueblo no lo secundar�an en su empresa. S�lo cuando empez� a desmontar la puerta del cuartito, �rsula se atrevi� a preguntarle por qu� lo hac�a, y �l le contest� con una cierta amargura: �Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos�. �rsula no se alter�.
       �No nos iremos �dijo�. Aqu� nos quedamos, porque aqu� hemos tenido un hijo.
       �Todav�a no tenemos un muerto �dijo �l�. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
       �rsula replic�, con una suave firmeza:
       �Si es necesario que yo me muera para que se queden aqu�, me muero.
       Jos� Arcadio Buend�a no crey� que fuera tan r�gida la voluntad de su mujer. Trat� de seducirla con el hechizo de su fantas�a, con la promesa de un mundo prodigioso donde bastaba con echar unos l�quidos m�gicos en la tierra para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se vend�an a precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero �rsula fue insensible a su clarividencia.
       �En vez de andar pensando en tus alocadas noveler�as, debes ocuparte de tus hijos �replic�. M�ralos c�mo est�n, abandonados a la buena de Dios, igual que los burros.
       Jos� Arcadio Buend�a tom� al pie de la letra las palabras de su mujer. Mir� a trav�s de la ventana y vio a los dos ni�os descalzos en la huerta soleada, y tuvo la impresi�n de que s�lo en aquel instante hab�an empezado a existir, concebidos por el conjuro de �rsula. Algo ocurri� entonces en su interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraig� de su tiempo actual y lo llev� a la deriva por una regi�n inexplorada de los recuerdos. Mientras �rsula segu�a barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en el resto de su vida, �l permaneci� contemplando a los ni�os con mirada absorta, hasta que los ojos se le humedecieron y se los sec� con el dorso de la mano, y exhal� un hondo suspiro de resignaci�n.
       �Bueno �dijo�. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los cajones.
       Jos� Arcadio, el mayor de los ni�os, hab�a cumplido catorce a�os. Ten�a la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el car�cter voluntarioso de su padre. Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza f�sica, ya desde entonces era evidente que carec�a de imaginaci�n. Fue concebido y dado a la luz durante la penosa traves�a de la sierra, antes de la fundaci�n de Macondo, y sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no ten�a ning�n �rgano de animal. Aureliano, el primer ser humano que naci� en Macondo, iba a cumplir seis a�os en marzo. Era silencioso y retra�do. Hab�a llorado en el vientre de su madre y naci� con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo mov�a la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes se acercaban a conocerlo, mantuvo la atenci�n concentrada en el techo de palma, que parec�a a punto de derrumbarse bajo la tremenda presi�n de la lluvia. �rsula no volvi� a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un d�a en que el peque�o Aureliano, a la edad de tres a�os, entr� a la cocina en el momento en que ella retiraba del fog�n y pon�a en la mesa una olla de caldo hirviendo. El ni�o, perplejo en la puerta, dijo: �Se va a caer�. La olla estaba bien puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el ni�o hizo el anuncio, inici� un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un dinamismo interior, y se despedaz� en el suelo. �rsula, alarmada, le cont� el episodio a su marido, pero �ste lo interpret� como un fen�meno natural. As� fue siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la infancia como un per�odo de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quim�ricas.
       Pero desde la tarde en que llam� a los ni�os para que lo ayudaran a desempacar las cosas del laboratorio, les dedic� sus horas mejores. En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas inveros�miles y gr�ficos fabulosos, les ense�� a leer y escribir y a sacar cuentas, y les habl� de las maravillas del mundo no s�lo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos incre�bles los l�mites de su imaginaci�n. Fue as� como los ni�os terminaron por aprender que en el extremo meridional del �frica hab�a hombres tan inteligentes y pac�ficos que su �nico entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Sal�nica. Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los ni�os, que muchos a�os m�s tarde, un segundo antes de que el oficial de los ej�rcitos regulares diera la orden de fuego al pelot�n de fusilamiento, el coronel Aureliano Buend�a volvi� a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpi� la lecci�n de f�sica, y se qued� fascinado, con la mano en el aire y los ojos inm�viles, oyendo a la distancia los p�fanos y tambores y sonajas de los gitanos que una vez m�s llegaban a la aldea, pregonando el �ltimo y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.
       Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres j�venes que s�lo conoc�an su propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y m�sicas sembraron en las calles un p�nico de alborotada alegr�a, con sus loros pintados de todos los colores que recitaban romanzas italianas, y la gallina que pon�a un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, y el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la m�quina m�ltiple que serv�a al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar los malos recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de invenciones m�s, tan ingeniosas e ins�litas, que Jos� Arcadio Buend�a hubiera querido inventar la m�quina de la memoria para poder acordarse de todas. En un instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macondo se encontraron de pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria.
       Llevando un ni�o de cada mano para no perderlos en el tumulto, tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de seis brazos, sofocado por el confuso aliento de esti�rcol y s�ndalo que exhalaba la muchedumbre, Jos� Arcadio Buend�a andaba como un loco buscando a Melqu�ades por todas partes, para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa. Se dirigi� a varios gitanos que no entendieron su lengua. Por �ltimo, lleg� hasta el lugar donde Melqu�ades sol�a plantar su tienda, y encontr� un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe para hacerse invisible. Se hab�a tomado de un golpe una copa de la sustancia ambarina, cuando Jos� Arcadio Buend�a se abri� paso a empujones por entre el grupo absorto que presenciaba el espect�culo, y alcanz� a hacer la pregunta. El gitano lo envolvi� en el clima at�nito de su mirada, antes de convertirse en un charco de alquitr�n pestilente y humeante sobre el cual qued� flotando la resonancia de su respuesta: �Melqu�ades muri�. Aturdido por la noticia, Jos� Arcadio Buend�a permaneci� inm�vil, tratando de sobreponerse a la aflicci�n, hasta que el grupo se dispers� reclamado por otros artificios y el charco del armenio taciturno se evapor� por completo. M�s tarde, otros gitanos le confirmaron que en efecto Melqu�ades hab�a sucumbido a las fiebres en los m�danos de Singapur, y su cuerpo hab�a sido arrojado en el lugar m�s profundo del mar de Java. A los ni�os no les interes� la noticia. Estaban obstinados en que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, seg�n dec�an, perteneci� al rey Salom�n. Tanto insistieron, que Jos� Arcadio Buend�a pag� los treinta reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde hab�a un gigante de torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser destapado por el gigante, el cofre dej� escapar un aliento glacial. Dentro s�lo hab�a un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crep�sculo. Desconcertado, sabiendo que los ni�os esperaban una explicaci�n inmediata, Jos� Arcadio Buend�a se atrevi� a murmurar:
       �Es el diamante m�s grande del mundo.
       �No �corrigi� el gitano�. Es hielo.
       Jos� Arcadio Buend�a, sin entender, extendi� la mano hacia el t�mpano, pero el gigante se la apart�. �Cinco reales m�s para tocarlo�, dijo. Jos� Arcadio Buend�a los pag�, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo puesta por varios minutos, mientras el coraz�n se le hinchaba de temor y de j�bilo al contacto del misterio. Sin saber qu� decir, pag� otros diez reales para que sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El peque�o Jos� Arcadio se neg� a tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la retir� en el acto. �Est� hirviendo�, exclam� asustado. Pero su padre no le prest� atenci�n. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se olvid� de la frustraci�n de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melqu�ades abandonado al apetito de los calamares. Pag� otros cinco reales, y con la mano puesta en el t�mpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado, exclam�:
       �Este es el gran invento de nuestro tiempo.



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