Mamma Roma | Pier Paolo Pasolini | Cine Divergente

Mamma Roma

El caminar de los que tienen rumbo Por Damián Bender

Hay algo en el andar de Ettore. En su errático caminar, cada movimiento manifiesta un indicio tan visible como las huellas grabadas en la tierra. La cámara lo sigue atentamente, consciente de su aura y de la inevitabilidad que lo rodea. Sigue sus pasos, incapaces de seguir una línea recta, las direcciones, rodeos y giros que no buscan un destino particular. Observa con detenimiento cómo se agitan sus delgados brazos al caminar, descoordinados de sus piernas y dando la impresión de estar a punto de desarmarse a cada paso. Presta atención a cómo parece tropezarse en su andar debido a la fuerza con que sus pies apoyan el suelo. La cámara, observadora imparcial que no tiene control sobre sí misma, muestra cómo camina un muchacho flacucho por un terreno polvoriento y plagado de ruinas; el ojo, observador parcial decodificador de mecanismos, interpreta el caminar.

En esos pasos errantes se esconde no sólo una descripción precisa de la personalidad de Ettore, sino también el núcleo de Mamma Roma: el inevitable destino de los desprotegidos en la Italia de la posguerra, de una clase social que por mucho que trate de apartar las piedras del camino siempre encuentra otra más adelante. Y más grande. La lucha de clases que es una derrota permanente en las afueras de Roma. Al igual que en Accattone, un muchacho de Roma (Accattone, 1961), Pasolini, pone todas las cartas sobre la mesa desde el principio y nos fuerza a mirar cómo se desarrolla la catástrofe. El aura que genera remueve cualquier noción de esperanza, y eso es lo que la convierte en una película tan sobrecogedora y escandalosa para su época. A las clases acomodadas no les gusta que le echen las realidades en la cara, y eso es lo que el italiano hizo desde un principio, funcionando –al menos en esta primera etapa– como el reverso de Antonioni. Por cada Eclipse hay un Accattó, mostrando las ruinas de los estratos de la sociedad italiana. La diferencia, claro está, reside en las formas: no es lo mismo mostrar el vacío del espíritu burgués con elegancia formal y sofisticación estética, que el hambre y las penurias de la calle a través de un muchacho atado a una mesa que hace referencia a un cuadro renacentista de Cristo muerto. Esa falta de sutileza es lo que se le ha achacado a Pasolini a lo largo de los años, sin embargo, en este caso la contundencia es amiga de la urgencia. Pasolini provoca porque quiere ser motor de cambio, porque hablar de ciertos temas es necesario para que la sociedad reaccione. Incomodar para reflexionar, sacudir para revolucionar.

 Mamma Roma

Pero no nos confundamos. Cuando se iguala la figura de Ettore con la de Cristo a través de la representación pictórica de la pintura de Andrea Mantegna el punto no es que los fascistas tardíos se arranquen las pieles por “mancillar” una obra de arte –o al menos no es el más importante–. Lo relevante es que simboliza la pérdida de una vida, sacraliza su importancia. Pone en el mismo nivel la vida del más santo con la del que perdió el camino y se lamenta de su destino. Pasa lo mismo con la boda de Carmine y la última cena de Leonardo da Vinci: las nivela porque estos seres también son hijos de Dios. Es plausible interpretarlo al revés, que Pasolini en realidad busca desacralizar las obras y con ello ridiculizar la importancia de la figura religiosa cristiana, pero considero que sería una simplificación. Él sacraliza a sus personajes a través de estas obras porque entiende perfectamente los valores morales de la sociedad en la que vive, valores morales que colisionan ante los supuestos de la religión, y expone la hipocresía miope de ambos al recordarles que los abandonados por el sistema también merecen misericordia en lugar de desprecio.

Este concepto también aplica al uso de la música. En sus primeras tres películas la banda sonora está estrictamente limitada a música previamente compuesta y no por piezas pensadas exclusivamente para el filme. La preferencia por los trabajos de Bach y Vivaldi en Accattone y Mamma Roma respectivamente, se condice con el concepto antes mencionado e impregnan la cinta de un aire trágico, de esa aura de inevitabilidad. Basta pensar en los títulos de Mamma Roma para entenderlo: el uso del Concierto en Re Menor de Vivaldi mientras se suceden las placas de presentación ya marca el tono de lo que va a seguir, un tono triste y melancólico. El drama del primer Pasolini se palpa desde el momento en que suena la primera nota. Y justamente por eso el quiebre de Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966) es drástico y comienza justamente en los títulos: pasa de lo trágico a lo satírico, tiene música original –compuesta por el gran Ennio Morricone– en detrimento de las piezas clásicas e incorpora un carácter autorreferencial impensable en sus primeras obras.

Mamma Roma Magnani

A pesar de todo esto, de cada uno de los sellos que distinguen el trabajo y el genio creativo de Pasolini, no puedo dejar de pensar en qué sería de Mamma Roma sin Ella. Ella –que no es Fitzgerald- se adueña de la película, la eleva y la redefine completamente. Ella, la Nannarella, es el factor que diferencia esta obra de Accattone y la convierte en obra maestra. El personaje que encarna Anna Magnani sostiene al resto del reparto de no-actores y permite que estos puedan desempeñar roles más definidos y de menor complejidad dramática. La intensidad de la Magnani contagia y transforma todo a su alrededor en la mejor actuación de su carrera. No es la más icónica –ese título se lo lleva Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945)– pero sí es la que pone todas sus virtudes en la mesa y la deja tomar las riendas de la puesta en escena, a tal punto que Pasolini parece subordinarse a ella. Pensemos en la escena de la boda, en la que Anna proclama su libertad a los gritos con un júbilo incontrolable. ¿Sería lo mismo sin ella, sin sus cantos y su risa atronadora? ¿Alguien podría encarnar a una prostituta con tanto carácter? De hecho, ¿ese carácter proviene del guión o sólo de ella? Siempre he pensado que los grandes actores son capaces de poner una parte de sí mismos en sus papeles, de volcar su esencia y acercarlos un poco más al mundo de lo verdadero. Anna era capaz de eso, y Mamma Roma le debe ese ímpetu y pasión.

Pasolini, ni lento ni perezoso, fue capaz de notar esto y crear momentos sólo para ella. Los monólogos de trasnoche en la penumbra son un testamento de la capacidad de Anna para hacerse dueña del espacio cinematográfico: siempre en el centro del cuadro y con la cámara embelesada, las palabras de Mamma Roma nos cuentan historias al mismo tiempo que clientes y compañeras van y vienen, pasando cerca de una estrella que es reina y prisionera de este sistema solar que ilumina a todo el que se le acerca pero del que quiere escapar. El ritmo con que entran y salen los personajes para que la escena sea dinámica, la iluminación y el encuadre para que Anna tome el centro y siempre este bañada por la luz, los diálogos tan anecdóticos como punzantes, todo eso tiene el sello de Pasolini. Sin embargo, cuando Mamma Roma levanta la mirada al cielo y desangelada, dice “Explícame por qué no soy nadie y tú eres el rey de reyes”, el momento es de Anna, solo de Anna.

El valor de Mamma Roma se encuentra en estos momentos tan íntimos y personales que chocan directamente con la influencia neorrealista y la cruda descripción de la realidad. Hay una cierta traición al espíritu neorrealista en estas situaciones pero también un enriquecimiento emocional en el relato que lo diferencia del carácter aséptico de su ópera prima, realzando su valor. Al fin y al cabo, Pasolini –al igual que Antonioni- es un neorrealista tardío. Más personal y más alegórico. Por eso en el final, cuando Mamma Roma se entera de la muerte de Ettore y mira por la ventana, la misma ventana por la que Ettore miraba curioso anteriormente, su mirada –la lente- se vuelca hacia el horizonte en el que sobresale una basílica, un templo del Señor. Para ellos, los parias de la sociedad, tan lejos y tan cerca. Como la misma Iglesia, imperturbable en su quietud, en su silencio. En su conformidad. Porque para estos reyes de reyes impasibles, ellos no son nadie.

“Questo tango è d’amor,

ma il mio amore è lontano.

Suona, suona per me

pur se piango con te,

oh violino tzigano…” 1

 Mamma Roma 1962.jpg

  1.  “Este tango es de amor, pero mi amor está muy lejos. Juega, juega por mí Incluso si lloro contigo, Oh, violín gitano…”
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