El coronel no tiene quien le escriba, Gabriel Garc�a M�rquez (Aracataca, Colombia 1928 - M�xico DF, 2014)

Gabriel Garc�a M�rquez
(Aracataca, Colombia 1928 - M�xico DF, 2014)


El coronel no tiene quien le escriba


         El coronel destap� el tarro de caf� y comprob� que no hab�a m�s de una cucharadita. Retir� la olla del fog�n, verti� la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo rasp� el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las �ltimas raspaduras del polvo de caf� revueltas con �xido de lata.
         Mientras esperaba a que hirviera la infusi�n, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud confiada e inocente expectativa, el coronel experiment� la sensaci�n de nac�an hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una ma�ana dif�cil de sortear, a�n para un hombre como �l que hab�a sobrevivido a tantas ma�anas como esa, durante cincuenta y seis a�os �desde cuando termin� la �ltima guerra civil� el coronel no hab�a hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
         Su esposa levant� el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el caf�. Esa noche hab�a sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorpor�a para recibir la taza.
         �Y t� �dijo.
         �Ya tom� �minti� el coronel�. Todav�a quedaba una cucharada grande.
         En ese momento empezaron los dobles. El coronel se hab�a olvidaddo del entierro. Mientras su esposa tomaba el caf�, descolg� la hamaca en un extremo y la enroll� en el otro, detr�s de la puerta. La mujer pens� en el muerto.
         �Naci� en 1922 �dijo�. Exactamente un mes despu�s de nuestro hijo. El siete de abril.
         Sigui� sorbiendo el caf� en las pausas de su respiraci�n pedregosa. Era una mujer construida apenas en cart�lagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible. Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando termin� el caf�e todav�a estaba pensando en el muerto.
         �Debe ser horrible estar enterrado en octubre�, dijo. Pero su marido no le puso atenci�n. Abri� la ventana. Octubre se hab�a instalado en el patio. Contemplando la vegetaci�n que reventaba en verdes intensos, las min�sculas tiendas de las lombr�ces en el barro, el coronel volvi� a sentir el mes aciago en los intestinos.
         �Tengo los huesos h�medos �dijo.
         �Es el invierno replic� la mujer�. Desde que empez� a lloverte estoy diciendo que duermas con las medias puestas.
         �Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.
         Llov�a despacio pero sin pausas. El coronel habr�a preferido envolverse en una manta de lana y meterse otra vez en la hamaca Pero la insistencia de los bronces rotos le record� el entierro �Es octubre�, murmur�, y camin� hacia el centro del cuarto. S�lo entonces se acord� del gallo amarrado a la pata de la cama Era un gallo de pelea.
         Despu�s de llevar la taza a la cocina dio cuerda en la sala a un reloj de p�ndulo montado en un marco de macera labrada. A diferencia del dormitorio demasiado estrecho para la respiraci�n de una asm�tica, la sala era limpia con cuatro mecedoras de fibra en torno a una mesita con un tapete y un gato de yeso. En la pared opuesta a la del reloj, el cuadro de una mujer entre tules rodeada de amorines en una barca cargada de rosas.
         Eran las siete y veinte cuando acab� de dar cuerda al reloj. Luego llev� el gallo a la cocina, lo amarr� a un soporte de la hornilla, cambi� el agua al tarro y puso al lado un pu�ado de ma�z. Un grupo de ni�os penetr� por la cerca desportillado. Se sentaron en torno al gallo, a contemplarlo en silencio.
         �No miren m�s a ese animal �dijo el coronel�. Los gallos se gastan de tanto mirarlos.
         Los ni�os no se alteraron. Uno de ellos inici� en la arm�nica los acordes de una canci�n de moda. �No toques hoy�, le dijo el coronel. �Hay muerto en el pueblo�. El ni�o guard� el instrumento en el bolsillo del pantal�n y el coronel fue al cuarto a vestirse para el entierro.
         La ropa blanca estaba sin planchar a causa del asma de la mujer. De manera que el coronel tuvo que decidirse por el viejo traje de pa�o negro que despu�s de su matrimonio s�lo usaba en ocasiones especiales. Le cost� trabajo encontrarlo en el fondo del ba�l, envuelto en peri�dico y preservado contra las polillas con bolitas de naftalina. Estirada en la cama la mujer segu�a pensando en el muerto.
         �Ya debe haberse encontrado con Agust�n �dijo�. Pueda ser que no le cuente la situaci�n en que quedamos despu�s de su muerte.
         �A esta hora estar�n discutiendo de gallos �dijo el coronel.
         Encontr� en el ba�l un paraguas enorme y antiguo. Lo hab�a ganado la mujer en una t�mbola pol�tica destinada a recolectar fondos para el partido del coronel. Esa misma noche asistieron a un espect�culo al aire libre que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. El coronel, su esposa y su hijo Agust�n �que entonces ten�a ocho a�os� presenciaron el espect�culo hasta el final, sentados bajo el paraguas. Ahora Agust�n estaba muerto y el forro de raso brillante hab�a sido destruido por las polillas.
         �Mira en lo que ha quedado nuestro paraguas de payaso de circo �dijo el coronel con una antigua frase suya. Abri� sobre su cabeza un misterioso sistema de varillas met�licas�. Ahora s�lo sirve para contar las estrellas.
         Sonri�. Pero la mujer no se tom� el trabajo de mirar el paraguas. �Todo est� as�, murmur�. �Nos estamos pudriendo vivos�. Y cerr� los ojos para pensar m�s intensamente en el muerto.
         Despu�s de afeitarse al tacto �pues carec�a de espejo desde hac�a mucho tiempo� el coronel se visti� en silencio. Los pantalones, casi tan ajustados a las piernas como los calzoncillos largos, cerrados en los tobillos con lazos corredizos, se sosten�an en la cintura con dos leng�etas del mismo pa�o que pasaban a trav�s de dos hebillas doradas cosidas a la altura de los ri�ones. No usaba correa. La camisa color de cart�n antiguo, dura como un cart�n, se cerraba con un bot�n de cobre que serv�a al mismo tiempo para sostener el cuello postizo. Pero el cuello postizo estaba roto, de manera que el coronel renunci� a la corbata.
         Hac�a cada cosa como si fuera un acto trascendental. Los huesos de sus manos estaban forrados por un pellejo l�cido y tenso, manchado de carate como la piel del cuello. Antes de ponerse los botines de charol rasp� el barro incrustado en la costura. Su esposa lo vio en ese instante, vestido como el d�a de su matrimonio. S�lo entonces advirti� cu�nto hab�a envejecido su esposo.
         �Est�s como para un acontecimiento �dijo.
         �Este entierro es un acontecimiento �dijo el coronel�. Es el primer muerto de muerte natural que tenemos en muchos a�os.
         Escamp� despu�s de las nueve. El coronel se dispon�a a salir cuando su esposa lo agarr� por la manga del saco.
         �P�inate �dijo.
         �l trat� de doblegar con un peine de cuero las cerdas color de acero. Pero fue un esfuerzo in�til.
         �Debo parecer un papagayo �dijo.
         La mujer lo examin�. Pens� que no. El coronel no parec�a un papagayo. Era un hombre �rido, de huesos s�lidos articulados a tuerca y tornillo. Por la vitalidad de sus ojos no parec�a conservado en formol.
         �As� est�s bien�, admiti� ella, y agreg� cuando su marido abandonaba el cuarto:
         �Preg�ntale al doctor si en esta casa le echamos agua caliente.
         Viv�an en el extremo del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de cal desconchadas. La humedad continuaba pero no llov�a. El coronel descendi� hacia la plaza por un callej�n de casas apelotonadas. Al desembocar a la calle central sufri� un estremecimiento. Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo estaba tapizado de flores. Sentadas a la puerta de las casas las mujeres de negro esperaban el entierro.
         En la plaza comenz� otra vez la llovizna. El propietario del sal�n de billares vio al coronel desde la puerta de su establecimiento y le grit� con los brazos abiertos:
         �Coronel, esp�rese y le presto un paraguas.
         El coronel respondi� sin volver la cabeza.
         �Gracias, as� voy bien.
         A�n no hab�a salido el entierro. Los hombres �vestidos de blanco con corbatas negras� conversaban en la puerta bajo los paraguas. Uno de ellos vio al coronel saltando sobre los charcos de la plaza.
         �M�tase aqu�, compadre �grit�.
         Hizo espacio bajo el paraguas.
         �Gracias, compadre �dijo el coronel.
         Pero no acept� la invitaci�n. Entr� directamente a la casa para dar el p�same a la madre del muerto. Lo primero que percibi� fue el olor de muchas flores diferentes. Despu�s empez� el calor. El coronel trat� de abrirse camino a trav�s de la multitud bloqueada en la alcoba. Pero alguien le puso la mano en la espalda, lo empuj� hacia el fondo del cuarto por una galer�a de rostros perplejos hasta el lugar donde se encontraban �profundas y dilatadas� las fosas nasales del muerto.
         All� estaba la madre espantando las moscas del ata�d con un abanico de palmas trenzadas. Otras mujeres vestidas de negro contemplaban el cad�ver con la misma expresi�n con que se mira la corriente de un r�o. De pronto empez� una voz en el fondo del cuarto. El coronel hizo de lado a una mujer, encontr� de perfil a la madre del muerto, y le puso una mano en el hombro. Apret� los dientes.
         �Mi sentido p�same �dijo.
         Ella no volvi� la cabeza. Abri� la boca y lanz� un aullido. El coronel se sobresalt�. Se sinti� empujado contra el cad�ver por una masa deforme que estall� en un vibrante alarido. Busc� apoyo con las manos pero no encontr� la pared. Hab�a otros cuerpos en su lugar. Alguien dijo junto a, su o�do, despacio, con una voz muy tierna: �Cuidado, coronel�. Volte� la cabeza y se encontr� con el muerto. Pero no lo reconoci� porque era duro y din�mico y parec�a tan desconcertado como �l envuelto en trapos blancos y con el cornet�n en las manos. Cuando levant� la cabeza,para buscar el aire por en cima de los gritos vio la caja tapada dando tumbos hacia la puerta por una pendiente de flores que se despedazaban contra las paredes. Sud�.'Le dol�an las articulaciones. Un momento despu�s supo que estaba en la calle porque la llovizna le maltrat� los p�rpados y alguien lo agarr� por el brazo y le dijo:
         �Ap�rese, compadre, lo estaba esperando.
         Era don Sabas, el padrino de su hijo muerto, el �nico dirigente de su partido que escap� a la persecuci�n pol�tica y continuaba viviendo en el pueblo. �Gracias, compadre�, dijo el coronel, y camin� en silencio bajo el paraguas. La banda inici� la marcha f�nebre. El coronel advirti� la falta de un cobre y por primera vez tuvo la certidumbre de que el muerto estaba muerto.
         �El pobre �murmur�.
         Don Sabas carraspeo. Sosten�a el paraguas con la mano izquierda, el mango casi a la altura de la cabeza pues era m�s bajo que el coronel. Los hombres empezaron a conversar cuando el cortejo abandon� la plaza. Don Sabas volvi� entonces hacia el coronel su rostro desconsolado, y dijo:
         �Compadre, qu� hay del gallo.
         �Ah� est� el gallo �respondi� el coronel.
         En ese instante se oy� un grito:
         ��A d�nde van con ese muerto?
         El coronel levant� la vista. Vio al alcalde en el balc�n del cuartel en una actitud discursiva. Estaba en calzoncillos y franela, hinchada la mejilla sin afeitar. Los m�sicos suspendieron la marcha f�nebre. Un momento despu�s el coronel reconoci� la voz del padre Angel conversando a gritos con el alcalde. Descifr� el di�logo a trav�s de la crepitaci�n de la lluvia sobre los paraguas.
         ��Entonces? �pregunt� don Sabas.
         �Entonces nada �respondi� el coronel�. Que el entierro no puede pasar frente al cuartel de la polic�a.
         �Se me hab�a olvidado �exclam� don Sabas�. Siempre se me olvida que estamos en estado de sitio.
         �Pero esto no es una insurrecci�n �dijo el coronel�. Es un pobre m�sico muerto.
         El cortejo cambi� de sentido. En los barrios bajos las mujeres lo vieron pasar mordi�ndose las u�as en silencio. Pero despu�s salieron al medio de la calle y lanzaron gritos de alabanzas, de gratitud y despedida, como si creyeran que el muerto las escuchaba dentro del ata�d. El coronel se sinti� mal en el cementerio. Cuando don Sabas lo empuj� hacia la pared para dar paso a los hombres que transportaban al muerto, volvi� su cara sonriente hacia �l, pero se encontr� con un rostro duro.
         �Qu� le pasa, compadre �pregunt�.
         El coronel suspir�.
         �Es octubre, compadre.
         Regresaron por la misma calle. Habia escampado. El cielo se hizo profundo, de un azul intenso. �Ya no llueve m�s, pens� el coronel, y se sinti� mejor, pero continu� absorto. Don Sabas lo interrumpi�.
         �Compadre, h�gase ver del m�dico.
         �No estoy enfermo �dijo el coronel�. Lo que pasa es que en octubre siento como si tuviera animales en las tripas.
         �Ah�, hizo don Sabas. Y se despidi� en la puerta de su casa un edificio nuevo de dos pisos, con ventanas de hierro forjado. El coronel se dirigi� a la suya desesperado por abandonar el traje de ceremonias. Volvi� a salir un momento despu�s a comprar en la tienda de la esquina un tarro de caf� y media libra de ma�z para el gallo.


         El coronel se ocup� del gallo a pesar de que el jueves habr�a preferido permanecer en la hamaca. No escamp� en varios d�as. En el curso de la semana revent� la flora de sus v�sceras. Pas� varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de la asm�tica. Pero octubre concedi� una tregua el viernes en la tarde. Los compa�eros de Agust�n �oficiales de sastrer�a, como lo fue �l, y fan�ticos de la gallera � aprovecharon la ocasi�n para examinar el gallo. Estaba en forma.
         El coronel volvi� al cuarto cuando qued� solo en la casa con su mujer. Ella hab�a reaccionado.
         �Qu� dicen �pregunt�.
         �Entusiasmados �inform� el coronel�. Todos est�n ahorrando para apostarle al gallo.
         �No s� qu� le han visto a ese gallo tan feo �dijo la mujer�. A m� me parece un fen�meno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas.
         �Ellos dicen que es el mejor del Departamento �replic� el coronel�. Vale como cincuenta pesos.
         Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinaci�n de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir informaci�n clandestina. �Es una ilusi�n que cuesta caro�, dijo la mujer. �Cuando se acabe el ma�z tendremos que alimentarlo con nuestros higados�. El coronel se tom� todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero.
         �Es por pocos meses �dijo�. Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero. Despu�s podemos venderlo a mejor precio.
         Los pantalones estaban sin planchar. La mujer los estir� sobre la hornilla con dos planchas de hierro calentadas al carb�n.
         �Cu�l es el apuro de salir a la calle �pregunt�.
         �El correo.
         �Se me hab�a olvidado que hoy es viernes�, coment� ella de regreso al cuarto. El coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observ� sus zapatos.
         �Ya esos zapatos est�n de botar �dijo�. Sigue poni�ndote los botines de charol.
         El coronel se sinti� desolado.
         �Parecen zapatos de hu�rfano � protest�. Cada vez que me los pongo me siento fugado de un asilo.
         �Nosotros somos hu�rfanos de nuestro hijo �dijo la mujer.
         Tambi�n esta vez lo persuadi�. El coronel se dirigi� al puerto antes de que pitaran las lanchas. Botines de charol pantal�n blanco sin correa y la camisa sin el cuello postizo, cerrada arriba con el bot�n de cobre. Observ� la maniobra de las lanchas desde el almac�n del sirio Mois�s. Los viajeros descendieron estragados despu�s de ocho horas sin cambiar de posici�n. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y la gente del pueblo que hab�a viajado la semana anterior y regresaba a la rutina. La �ltima fue la lancha del correo. El coronel la vio atracar con una angustiosa desaz�n. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada, descubri� el saco del correo. Quince a�os de espera hab�an agudizado su intuici�n. El gallo hab�a agudizado su ansiedad. Desde el instante en que el administrador de correos subi� a la lancha, desat� el saco y se lo ech� a la espalda, el coronel lo tuvo a la vista.
         Lo persigui� por la calle paralela al puerto, un laberinto de almacenes y barracas con mercanc�as de colores en exhibici�n. Cada vez que lo hac�a, el coronel experimentaba una ansiedad muy distinta pero tan apremiante como el terror. El m�dico esperaba los peri�dicos,en la oficina de correos.
         �Mi esposa le manda preguntar si en la casa le echaron agua caliente, doctor �le dijo el coronel.
         Era un m�dico joven con el cr�neo cubierto de rizos charolados. Hab�a algo incre�ble en la perfecci�n de su sistema dental. Se interes� por la salud de la asm�tica. El coronel suministr� una informaci�n detallada sin descuidar los movimientos del administrador que distribu�a las cartas en las casillas clasificadas. Su indolente manera de actuar exasperaba al coronel.
         El m�dico recibi� la correspondencia con el paquete de los peri�dicos. Puso a un lado los boletines de propaganda cient�fica. Luego ley� superficialmente las cartas personales. Mientras tanto, el administrador distribuy� el correo entre los destinatarios presentes. El coronel observ� la casilla que le correspond�a en el alfabeto. Una carta a�rea de bordes azules aument� la tensi�n de sus nervios.
         El m�dico rompi� el sello de los peri�dicos. Se inform� de las noticias destacadas mientras el coronel �fija la vista en su casilla � esperaba que el administrador se detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El m�dico interrumpi� la lectura de los peri�dicos. Mir� al coronel. Despu�s mir� al administrador sentado frente a los instrumentos del tel�grafo y despu�s otra vez al coronel.
         �Nos vamos �dijo.
         El administrador no levant� la cabeza.
         �Nada para el coronel �dijo. El coronel se sinti� avergonzado.
         �No esperaba nada �minti�. Volvi� hacia el m�dico una mirada enteramente infantil�. Yo no tengo quien me escriba.
         Regresaron en silencio. El m�dico concentrado en los peri�dicos. El coronel con su manera de andar habitual que parec�a la de un hombre que desanda el camino para buscar una moneda perdida. Era una tarde l�cida. Los almendros de la plaza soltaban sus �ltimas hojas podridas. Empezaba a anochecer cuando llegaron a la puerta del consultorio.
         �Qu� hay de noticias �pregunt� el coronel.
         El m�dico le dio varios peri�dicos.
         �No se sabe �dijo�. Es dif�cil leer entre l�neas lo que permite publicar la censura.
         El coronel ley� los titulares destacados. Noticias internacionales. Arriba, a cuatro columnas, una cr�nica sobre la nacionalizaci�n del canal de Suez. La primera p�gina estaba casi completamente ocupada por las invitaciones a un entierro.
         �No hay esperanza de elecciones �dijo el coronel.
         �No sea ingenuo, coronel �dijo el m�dico�. Ya nosotros estamos muy grandes para esperar al Mes�as.
         El coronel trat� de devolverle los peri�dicos pero el m�dico se opuso.
         �Ll�veselos para su casa �dijo�. Los lee esta noche y me los devuelve ma�ana.
         Un poco despu�s de las siete sonaron en la torre las campanadas de la censura cinematogr�fica. El padre Angel utilizaba ese medio para divulgar la calificaci�n moral de la pel�cula de acuerdo con la lista clasificada que recib�a todos los meses por correo. La esposa del coronel cont� doce campanadas.
         �Mala para todos �dijo�. Hace como un a�o que las pel�culas son malas para todos.
         Baj� la tolda del mosquitero y murmuro: �El mundo est� corrompido�. Plero el coronel no hizo ning�n comentario. Antes de acostarse amarr� el gallo a la pata de la cama. Cerr� la casa y f�mig� insecticida en el dormitorio. Luego puso la l�mpara en el suelo, colg� la hamaca y se acost� a leer los peri�dicos.
         Los ley� por orden cronol�gico y desde la primera p�gina hasta la �ltima, incluso los avisos. A las once son� el clar�n del toque de queda. El coronel concluy� la lectura media hora m�s tarde, abri� la puerta del patio hacia la noche impenetrable, y orin� contra el horc�n, acosado por los zancudos. Su esposa estaba despierta cuando �l regres� al cuarto.
         �No dicen nada de los veteranos �pregunt�.
         �Nada �dijo el coronel. Apag� la l�mpara antes de meterse en la hamaca�. Al principio por lo menos publicaban la lista de los nuevos pensionados.
         �Pero hace como cinco a�os que no dicen nada.
         Llovi� despu�s de la medianoche. El coronel concili� el sue�o pero despert� un momento despu�s alarmado por sus intestinos. Descubri� una gotera en alg�n lugar de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trat� de localizar la gotera en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbal� por su columna vertebral. Ten�a fiebre. Se sinti� flotando en c�rculos conc�ntricos dentro de un estanque de gelatina. Alguien habl�. El coronel respondi� desde su catre de revolucionario.
         �Con qui�n hablas �pregunt� la mujer.
         �Con el ingl�s disfrazado de tigre que apareci� en el campamento del coronel Aureliano Buend�a �respondi� el coronel. Se revolvi� en la hamaca, hirviendo en la fiebre�. Era el duque de Marlborough.
         Amaneci� estragado. Al segundo toque para misa salt� de la hamaca y se instal� en una realidad turbia alborotada por el canto del gallo. Su cabeza giraba todav�a en c�rculos conc�ntricos. Sinti� n�useas. Sali� al patio y se dirigi� al excusado a trav�s del minucioso cuchicheo y los sombr�os olores del invierno. El interior del cuartito de madera con techo de zinc estaba enrarecido por el vapor amoniacal del bacinete. Cuando el coronel levant� la tapa surgi� del pozo un vaho de moscas triangulares.
         Era una falsa alarma. Acuclillado en la plataforma de tablas sin cepillar experiment� la desaz�n del anhelo frustrado. El apremio fue sustituido por un dolor sordo en el tubo digestivo. �No hay duda�, murmur�. �Siempre me sucede lo mismo en octubre�. Y asumi� su actitud de confiada e inocente expectativa hasta cuando se apaciguaron los hongos de sus v�sceras. Entonces volvi� al cuarto por el gallo.
         �Anoche estabas delirando de fiebre �dijo la mujer.
         Hab�a comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El coronel hizo un esfuerzo para recordar.
         �No era fiebre �minti�. Era otra vez el sue�o de las telara�as.
         Como ocurr�a siempre, la mujer surgi� excitada de la crisis. En el curso de la ma�ana volte� la casa al rev�s. Cambi� el lugar de cada cosa, salvo el reloj y el cuadro de la ninfa. Era tan menuda y el�stica que cuando transitaba con sus babuchas de pana y su traje negro enteramente cerrado parec�a tener la virtud de pasar a trav�s de las paredes. Pero antes de las doce hab�a recobrado su densidad, su peso humano. En la cama era un vac�o. Ahora, movi�ndose entre los tiestos de helechos y begonias, su presencia desbordaba la casa. "Si Agust�n tuviera su a�o me pondr�a a cantar", dijo, mientras revolv�a la olla donde herv�an cortadas en trozos todas las cosas de comer que la tierra del tr�pico es capaz de producir.
         �Si tienes ganas de cantar, canta �dijo el coronel�. Esto es bueno para la bilis.
         El m�dico vino despu�s del almuerzo. El coronel y su esposa tomaban caf� en la cocina cuando �l empuj� la puerta de la calle y grit�:
         �Se murieron los enfermos.
         El coronel se levant� a recibirlo.
         �As� es doctor, �dijo dirigi�ndose a la sala�. Yo siempre he dicho que su reloj anda con el de los gallinazos.
         La mujer fue al cuarto a prepararse para el examen. El m�dico permaneci� en la sala con el coronel. A pesar del calor su traje de lino intachable exhalaba un h�lito de frescura. Cuando la mujer anunci� que estaba preparada, el m�dico entreg� al coronel tres pliegos dentro de un sobre. Entr� al cuartel, diciendo: �Es lo que nos dec�an los peri�dicos de ayer�.
         El coronel lo supon�a. Era una s�ntesis de los �ltimos acontecimientos nacionales impresa en mime�grafo para la circulaci�n clandestina. Revelaciones sobre el estado de la resistencia armada en el interior del pa�s. Se sinti� demolido. Diez a�os de informaciones clandestinas no le hab�an ense�ado que ninguna noticia era m�s sorprendente que la del mes entrante. Hab�a terminado de leer cuando el m�dico volvi� a la sala.
         �Esta paciente est� mejor que yo �dijo�. Con un asma como �sa yo estar�a preparado para vivir cien a�os.
         El coronel lo mir� sombr�amente. Le devolvi� el sobre sin pronunciar una palabra, pero el m�dico lo rechaz�.
         �H�gala circular �dijo en voz baja.
         El coronel guard� el sobre en el bolsillo del pantal�n. La mujer sali� del cuarto diciendo: �Un d�a de �stos me muero y me lo llevo a los infiernos, doctor�. El m�dico respondi� en silencio con el estereotipado esmalte de sus dientes. Rod� una silla hacia la mesita y extrajo del malet�n varios frascos de muestras gratuitas. La mujer pas� de largo hacia la cocina.
         �Esp�rese y le caliento caf�.
         �No, muchas gracias �dijo el m�dico. Escribi� la dosis en una hoja del formulario�. Le niego rotundamente la oportunidad de envenenarme.
         Ella ri� en la cocina. Cuando acab� de escribir, el m�dico ley� la f�rmula en voz alta pues ten�a conciencia de que nadie pod�a descifrar su escritura. El coronel trat� de concentrar la atenci�n. De regreso a la cocina la mujer descubri� en su rostro los estragos de la noche anterior.
         �Esta madrugada tuvo fiebre �dijo, refiri�ndose a su marido�. Estuvo como dos horas diciendo disparates de la guerra civil.
         El coronel se sobresalt�.
         �No era fiebre�, insisti�, recobrando su compostura. �Adem�s �dijo� el d�a que me sienta mal no me pongo en manos de nadie. Me boto yo mismo en el caj�n de la basura�.
         Fue al cuarto a buscar los peri�dicos.
         �Gracias por la flor �dijo el m�dico.
         Caminaron juntos hacia la plaza. El aire estaba seco. El bet�n de las calles empezaba a fundirse con el calor. Cuando el m�dico se despidi�, el coronel le pregunt� en voz baja, con los dientes apretados:
         �Cu�nto le debemos, doctor.
         �Por ahora nada �dijo el m�dico, y le dio una palmadita en la espalda�. Ya le pasar� una cuenta gorda cuando gane el gallo.
         El coronel se dirigi� a la sastrer�a a llevar la carta clandestina a los compa�eros de Agust�n. Era su �nico refugio desde cuando sus copartidarios fue ron muertos o expulsados del pueblo, y �l qued� convertido en un hombre solo sin otra ocupaci�n que esperar el correo todos los viernes.
         El calor de la tarde estimul� el dinamismo de la muerte. Sentada entre las begonias del corredor junto a una caja de ropa inservible, hizo otra vez el eterno milagro de sacar prendas nuevas de la nada. Hizo cuellos de mangas y puf�os de tela de la espalda y remiendos cuadrados, perfectos, aun con retazos de diferente color. Una cigarra instalo su pito en el patio. El sol madur�. Pero ella no lo vio agonizar sobre las begonias. S�lo levant� la cabeza al anochecer cuando el coronel se volvi� a la casa. Entonces se apret� el cuello con las dos manos, se desajust� las coyunturas; dijo: �Tengo el cerebro tieso como un palo�.
         �Siempre lo has tenido asi �dijo el coronel, pero luego observ� el cuerpo de la mujer enteramente cubierto de retazos de colores�. Pareces un p�jaro carpintero.
         �Hay que ser medio carpintero para vestirte �dijo ella. Extendi� una camisa fabricada con g�nero de tres colores diferentes, salvo el cuello y los pu�os que eran del mismo color�. En los carnavales te bastar� con quitarte el saco.
         La interrumpieron las campanadas de las seis. �El �ngel del Se�or anunci� a Mar�a, rez� en voz alta, dirigi�ndose con la ropa al dormitorio. El coronel convers� con los ni�os que al salir de la escuela hab�an ido a contemplar el gallo. Luego record� que no hab�a ma�z para el d�a siguiente y entr� al dormitorio a pedir dinero a su mujer.
         �Creo que ya no quedan sino cincuenta centavos �dijo ella.
         Guardaba el dinero bajo la estera de la cama, anudado en la punta de un pa�uelo. Era el producto de la maquina de coser de Agust�n. Durante nueve meses hab�an gastado ese dinero centavo a centavo, reparti�ndolo entre sus propias necesidades y las necesidades del gallo. Ahora s�lo hab�a dos monedas de a veinte y una de a diez centavos.
         �Compras una libra de ma�z �dijo la mujer�. Compras con los vueltos el caf� de ma�ana y cuatro onzas de queso.
         �Y un elefante dorado para colgarlo en la puerta �prosigui� el coronel�. S�lo el ma�z cuesta cuarenta y dos.
         Pensaron un momento.
         �El gallo es un animal y por lo mismo puede esperar�, dijo la mujer inicialmente. Pero la expresi�n de su marido la oblig� a reflexionar. El coronel se sent� en la cama, los codos apoyados en las rodillas, haciendo sonar las monedas entre las manos. �No es por m�, dijo al cabo de un momento. "Si de m� dependiera har�a esta misma noche un sancocho de gallo. Debe ser muy buena una indigesti�n de cincuenta pesos�. Hizo una pausa para destripar un zancudo en el cuello. Luego sigui� a su mujer con la mirada alrededor del cuarto.
         �Lo que me preocupa es que esos pobres muchachos est�n ahorrando.
         Entonces ella empez� a pensar. Dio una vuelta completa con la bomba de insecticida. El coronel descubri� algo de irreal en su actitud, como si estuviera convocando para consultarlos a los esp�ritus de la casa. Por �ltimo puso la bomba sobre el altarcillo de litograf�as y fij� sus ojos de color de alm�bar en los ojos color de alm�bar del coronel.
         �Compra el ma�z �dijo�. Ya sabr� Dios c�mo hacemos nosotros para arreglarnos.


         �Este es el milagro de la multiplicaci�n de los panes�, repiti� el coronel cada vez que se sentaron a la mesa en el curso de la semana siguiente. Con su asombrosa habilidad para componer, zurcir y remendar, ella parec�a haber descubierto la clave para sostener la econom�a dom�stica en el vac�o. Octubre prolong� la tregua. La humedad fue sustituida por el sopor. Reconfortada por el sol de cobre la mujer destin� tres tardes a su laborioso peinado. �Ahora empieza la misa cantada�, dijo el coronel la tarde en que ella desenred� las largas hebras azules con un peine de dientes separados. La segunda tarde, sentada en el patio con una s�bana blanca en el regazo, utiliz� un peine m�s fino para sacar los piojos que hab�an proliferado durante la crisis. Por �ltimo se lav� la cabeza con agua de alhucema, esper� a que secara, y se enroll� el cabello en la nuca en dos vueltas sostenidas con una peineta. El coronel esper�. De noche, desvelado en la hamaca, sufri� muchas horas por la suerte del gallo. Pero el mi�rcoles lo pesaron y estaba en forma.
         Esa misma tarde, cuando los compa�eros de Agust�n abandonaron la casa haciendo cuentas alegres sobre la victoria del gallo, tambi�n el coronel se sinti� en forma. La mujer le cort� el cabello. �Me has quitado veinte a�os de encima�, dijo �l, examin�ndose la cabeza con las manos. La mujer pens� que su marido ten�a raz�n.
         �Cuando estoy bien soy capaz de resucitar un muerto �dijo.
         Pero su convicci�n dur� muy pocas horas. Ya no quedaba en la casa nada que vender, salvo el reloj y el cuadro. El jueves en la noche, en el �ltimo extremo de los recursos, la mujer manifest� su inquietud ante la situaci�n.
         �No te preocupes �la consol� el coronel�. Ma�ana viene el correo.
         Al d�a siguiente esper� las lanchas frente al consultorio del m�dico.
         �El avi�n es una cosa maravillosa �dijo el coronel, los ojos apoyados en el saco del correo�. Dicen que puede llegar a Europa en una noche.
         �As� es�, dijo el m�dico, abanic�ndose con una revista ilustrada. El coronel descubri� al administrador postal en un grupo que esperaba el final de la maniobra para saltar a la lancha. Salt� el primero. Recibi� del capit�n un sobre lacrado. Despu�s subi� al techo. El saco del correo estaba amarrado entre dos tambores de petr�leo.
         �Pero no deja de tener sus peligros �dijo el coronel. Perdi� de vista al administrador, pero lo recobr� entre los frascos de colores del carrito de refrescos�. La humanidad no progresa de balde.
         �En la actualidad es m�s seguro que una lancha �dijo el m�dico�. A veinte mil pies de altura se vuela por encima de las tempestades.
         �Veinte mil pies �repiti� el coronel, perplejo, sin concebir la noci�n de la cifra.
         El m�dico se interes�. Estir� la revista con las dos manos hasta lograr una inmovilidad absoluta.
         �Hay una estabilidad perfecta �dijo.
         Pero el coronel estaba pendiente del administrador. Lo vio consumir un refresco de espuma rosada sosteniendo el vaso con la mano izquierda. Sosten�a con la derecha el saco del correo.
         �Adem�s, en el mar hay barcos anclados en permanente contacto con los aviones nocturnos �sigui� diciendo el m�dico�. Con tantas precauciones es m�s seguro que una lancha.
         El coronel lo mir�.
         �Por supuesto �dijo�. Debe ser como las alfombras.
         El administrador se dirigi� directamente hacia ellos. El coronel retrocedi� impulsado por una ansiedad irresistible tratando de descifrar el nombre escrito en el sobre lacrado. El administrador abri� el saco. Entreg� al m�dico el paquete de los peri�dicos. Luego desgarr� el sobre de la correspondencia privada, verific� la exactitud de la remesa y ley� en las cartas los nombres de los destinatarios. El m�dico abri� los peri�dicos.
         �Todav�a el problema de Suez �dijo, leyendo los titulares destacados�. El occidente pierde terreno.
         El coronel no ley� los titulares. Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su est�mago. �Desde que hay censura los peri�dicos no hablan sino de Europa�, dijo. �Lo mejor ser� que los europeos se vengan para ac� y que nosotros nos vayamos para Europa. As� sabr� todo el mundo lo que pasa en su respectivo pa�s�.
         �Para los europeos Am�rica del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un rev�lver �dijo el m�dico, riendo sobre el peri�dico�. No entienden el problema.
         El administrador le entreg� la correspondencia. Meti� el resto en el saco y lo volvi� a cerrar. El m�dico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los sobres mir� al coronel. Luego mir� al administrador.
         ��Nada para el coronel?
         El coronel sinti� el terror. El administrador se ech� el saco al hombro, baj� el and�n y respondi� sin volver la cabeza:
         �El coronel no tiene quien le escriba.
         Contrariando su costumbre no se dirigi� directamente a la casa. Tom� caf� en la sastrer�a mientras los compa�eros de Agust�n hojeaban los peri�dicos. Se sent�a defraudado. Habr�a preferido permanecer all� hasta el viernes siguiente para no presentarse esa noche ante su mujer con las manos vac�as. Pero cuando cerraron la sastrer�a tuvo que hacerle frente a la realidad. La mujer lo esperaba.
         �Nada �pregunt�.
         �Nada �respondi� el coronel.
         El viernes siguiente volvi� a las lanchas. Y como todos los viernes regres� a su casa sin la carta esperada. �Ya hemos cumplido con esperar�, le dijo esa noche su mujer. �Se necesita tener esa paciencia de buey que t� tienes para esperar una carta durante quince a�os�. El coronel se meti� en la hamaca a leer los peri�dicos.
         �Hay que esperar el turno �dijo�. Nuestro n�mero es el mil ochocientos veintitr�s.
         �Desde que estamos esperando, ese n�mero ha salido dos veces en la loter�a �replic� la mujer.
         El coronel ley�, como siempre, desde la primera p�gina hasta la �ltima, incluso los avisos. Pero esta vez no se concentr�. Durante la lectura pens� en su pensi�n de veterano. Diecinueve a�os antes, cuando el congreso promulg� la ley, se inici� un proceso de justificaci�n que dur� ocho a�os. Luego necesit� seis a�os m�s para hacerse incluir en el escalaf�n. �sa fue la �ltima carta que recibi� el coronel.
         Termin� despu�s del toque de queda. Cuando iba a apagar la l�mpara cay� en la cuenta de que su mujer estaba despierta.
         ��Tienes todav�a aquel recorte?
         La mujer pens�.
         �S�. Debe estar con los otros papeles.
         Sali� del mosquitero y extrajo del armario un cofre de madera con un paquete de cartas ordenadas por las fechas y aseguradas con una cinta el�stica. Localiz� un anuncio de una agencia de abogados que se compromet�a a una gesti�n activa de las pensiones de guerra.
         �Desde que estoy con el tema de que cambies de abogado ya hubi�ramos tenido tiempo hasta de gastarnos la plata �dijo la mujer, entregando a su marido el recorte del peri�dico�. Nada sacamos con que nos la metan en el caj�n como a los indios.
         El coronel ley� el recorte fechado dos a�os antes. Lo guard� en el bolsillo de la camisa colgada detr�s de la puerta.
         �Lo malo es que para el cambio de abogado necesito dinero.
         �Nada de eso �decidi� la mujer Se les escribe diciendo que descuenten lo que sea de la misma pensi�n cuando la cobren. Es la �nica manera de que se interesen en el asunto.
         As� que el s�bado en la tarde el coronel fue a visitar a su abogado. Lo encontr� tendido a la bartola en una hamaca. Era un negro monumental sin nada m�s que los dos colmillos en la mand�bula superior. Meti� los pies en unas pantuflas con suelas de madera y abri� la ventana del despacho sobre una polvorienta pianola con papeles embutidos en los espacios de los rollos: recortes del �Diario Oficial� pegados con goma en viejos cuadernos de contabilidad y una colecci�n salteada de los boletines de la contralor�a. La pianola sin teclas serv�a al mismo tiempo de escritorio. El coronel expuso su inquietud antes de revelar el prop�sito de su visita.
         �Yo le advert� que la cosa no era de un d�a para el otro�, dijo el abogado en una pausa del coronel. Estaba aplastado por el calor. Forz� hacia atr�s los resortes de la silla y se abanic� con un cart�n de propaganda.
         �Mis agentes me escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse.
         �Es lo mismo desde hace quince a�os �replic� el coronel�. Esto empieza a parecerse al cuento del gallo cap�n.
         El abogado hizo una descripci�n muy gr�fica de los vericuetos administrativos. La silla era demasiado estrecha para sus nalgas oto�ales. �Hace quince a�os era m�s f�cil�, dijo. �Entonces exist�a la asociaci�n municipal de veteranos compuesta por elementos de los dos partidos�. Se llen� los pulmones de un aire abrasante y pronunci� la sentencia como si acabara de inventarla.
         �La uni�n hace la fuerza.
         �En este caso no la hizo �dijo el coronel, por primera vez d�ndose cuenta de su soledad�. Todos mis compa�eros se murieron esperando el correo.
         El abogado no se alter�.
         �La ley fue promulgada demasiado tarde �dijo�. No todos tuvieron la suerte de usted que fue coronel a los veinte a�os. Adem�s no se incluy� una partida especial, de manera que el gobierno ha tenido que hacer remiendes en el presupuesto.
         Siempre la misma historia. Cada vez que el coronel la escuchaba padec�a un sordo resentimiento. �Esto no es una limosna�, dijo. �No se trata de hacernos un favor. Nosotros nos rompimos el cuero para salvar la rep�blica�. El abogado se abri� de brazos.
         �As� es, coronel �dijo�. La integridad humana no tiene l�mites.
         Tambi�n esa historia la conoc�a el coronel. Hab�a empezado a escucharla al d�a siguiente del tratado de Neerlandia cuando el gobierno prometi� auxilios de viajes e indemnizaciones a doscientos oficiales de la revoluci�n. Acampado en torno a la gigantesca ceiba de Neerlandia un batall�n revolucionario compuesto en gran parte por adolescentes fugados de la escuela, esper� durante tres meses. Luego regresaron a sus casas por sus propios medios y all� siguieron esperando. Casi sesenta a�os despu�s todav�a el coronel esperaba. Excitado por los recuerdos asumi� una actitud trascendental. Apoy� en el hueso del muslo la mano derecha �puros huesos cosidos con fibras nerviosas� y murmur�:
         �Pues yo he decidido tomar una determinaci�n.
         El abogado qued� en suspenso.
         ��Es decir?
         �Cambio de abogado.
         Una pata seguida de varios patitos amarillos entr� al despacho. El abogado se incorpor� para hacerla salir. �Como usted diga, coronel�, dijo, espantando los animales. �Ser� como usted diga. Si yo pudiera hacer milagros no estaria viviendo en este corral�. Puso una verja de madera en la puerta del patio y regres� a la silla.
         �Mi hijo trabaj� toda su vida �dijo el coronel�. Mi casa est� hipotecada. La ley de jubilaciones ha sido una pensi�n vitalicia para los abogados.
         �Para m� no �protest� el abogado�. Hasta el �ltimo centavo se ha gastado en diligencias.
         El coronel sufri� con la idea de haber sido injusto.
         �Eso es lo que quise decir �corrigi�. Se sec� la frente con la manga de la camisa�. Con este calor se oxidan las tuercas de la cabeza.
         Un momento despu�s el abogado revolvi� el despacho en busca del poder. El sol avanz� hacia el centro de la escueta habitaci�n construida con tablas sin cepillar. Despu�s de buscar in�tilmente por todas partes, el abogado se puso a gatas, bufando, y cogi� un rollo de papeles bajo la pianola.
         �Aqui est�.
         Entreg� al coronel una hoja de papel sellado. �Tengo que escribirles a mis agentes para que anulen las copias�, concluy�. El coronel sacudi� el polvo y se guard� la hoja en el bolsillo de la camisa.
         �R�mpala usted mismo �dijo el abogado.
         �No�, respondi� el coronel. �Son veinte a�os de recuerdos�. Y esper� a que el abogado siguiera buscando. Pero no lo hizo. Fue hasta la hamaca a secarse el sudor. Desde all� mir� al coronel a trav�s de una atm�sfera reverberante.
         �Tambi�n necesito los documentos �dijo el coronel.
         �Cu�les.
         �La justificaci�n.
         El abogado se abri� de brazos.
         �Eso s� que ser� imposible, coronel.
         El coronel se alarm�. Como tesorero de la revoluci�n en la circunscripci�n de Macondo hab�a realizado un penoso viaje de seis d�as con los fondos de la guerra civil en dos ba�les amarrados al lomo de una mula. Lleg� al campamento de Neerlandia arrastrando la mula muerta de hambre media hora antes de que se firmara el tratado. El coronel Aureliano Buend�a �intendente general de las fuerzas revolucionarias en el litoral Atl�ntico� extendi� el recibo de los fondos e incluy� dos ba�les en el inventario de la rendici�n.
         �Son documentos de un valor incalculable �dijo el coronel�. Hay un recibo escrito de su pu�o y letra del coronel Aureliano Buend�a.
         �De acuerdo �dijo el abogado�. Pero esos documentos han pasado por miles y miles de manos en miles y miles de oficinas hasta llegar a qui�n sabe qu� departamentos del ministerio de guerra.
         �Unos documentos de esa �ndole no pueden pasar inadvertidas para ning�n funcionario �dijo el coronel.
         �Pero en los �ltimos quince aiios han cambiado muchas veces los funcionarios �precis� el abogado�. Piense usted que ha habido siete presidentes y que cada presidente cambi� por lo menos diez veces su gabinete y que cada ministro cambi� sus empleados por lo menos cien veces.
         �Pero nadie pudo llevarse los documentos para su casa �dijo el coronel�. Cada nuevo funcionario debi� encontrarlos en su sitio.
         El abogado se desesper�.
         �Adem�s, si esos papeles salen ahra del ministerio tendr�n que someterse a un nuevo turno para el escalaf�n.
         �No importa �dijo el coronel.
         �Ser� cuesti�n de siglos.
         �No importa. El que espera lo mucho espera lo poco.


         Llev� a la mesita de la sala un bloc de papel rayado, la pluma, el tintero y una hoja de papel secante, y dej� abierta la puerta del cuarto por si ten�a que con sultar con su mujer. Ella rez� el rosario.
         ��A c�mo estamos hoy?
         �27 de octubre.
         Escribi� con una compostura aplicada, puesta la mano con la pluma en la hoja de papel secante, recta la columna vertebral para favorecer la respiraci�n, como le ense�aron en la escuela. El calor se hizo insoportable en la sala cerrada. Una gota de sudor cay� en la carta. El coronel la recogi� en el papel secante. Despu�s trat� de raspar las palabras disueltas, pero hizo un borr�n.
         No se desesper�. Escribi� una llamada y anot� al margen: �derechos adquiridos�. Luego ley� todo el p�rrafo.
         ��Qu� d�a me incluyeron en el escalaf�n?
         La mujer no interrumpi� la oraci�n para pensar.
         �12 de agosto de 1949.
         Un momento despu�s empez� a llover. El coronel llen� una hoja de garabatos grandes, un poco infantiles, los mismos que le ense�aron en la escuela p�blica de Manaure. Luego una segunda hoja hasta la mitad, y firm�.
         Ley� la carta a su mujer. Ella aprob� cada frase con la cabeza. Cuando termin� la lectura el coronel cerr� el sobre y apag� la l�mpara.
         �Puedes decirle a alguien que te la saque a m�quina.
         �No �respondi� el coronel�. Ya estoy cansado de andar pidiendo favores.
         Durante media hora sinti� la lluvia contra las palmas del techo. El pueblo se hundi� en el diluvio. Despu�s del toque de queda empez� la gota en alg�n lugar de la casa.
         �Esto se ha debido hacer desde hace mucho tiempo �dijo la mujer�. Siempre es mejor entenderse directamente.
         �Nunca es demasiado tarde �dijo el coronel, pendiente de la gotera�. Pueda ser que todo est� resuelto cuando se cumpla la hipoteca de la casa.
         �Faltan dos a�os �dijo la mujer.
         �l encendi� la l�mpara para localizar la gotera en la sala. Puso debajo el tarro del gallo y regres� al dormitorio perseguido por el ruido met�lico del agua en la lata vac�a.
         �Es posible que por el inter�s de ganarse la plata lo resuelvan antes de enero �dijo, y se convenci� a s� mismo�. Para entonces Agust�n habr� cumplido su a�o y podremos ir al cine.
         Ella ri� en voz baja. �Ya ni siquiera me acuerdo de los monicongos�, dijo. El coronel trat� de verla a trav�s del mosquitero.
         ��Cu�ndo fuiste al cine por �ltima vez?
         �En 1931 �dijo ella�. Daban �La voluntad del muerto�.
         ��Hubo pu�os?
         �No se supo nunca. El aguacero se desgaj� cuando el fantasma trataba de robarle el collar a la muchacha.
         Los durmi� el rumor de la lluvia. El coronel sinti� un ligero malestar en los intestinos. Pero no se alarm�. Estaba a punto de sobrevivir a un nuevo octubre. Se envolvi� en una manta de lana y por un momento percibi� la pedregosa respiraci�n de la mujer �remota� navegando en otro sue�o. Entonces habl�, perfectamente consciente.
         La mujer despert�.
         ��Con qui�n hablas?
         �Con nadie �dijo el coronel�. Estaba pensando que en la reuni�n de Macondo tuvimos raz�n cuando le dijimos al coronel Aureliano Buend�a que no se rindiera. Eso fue lo que ech� a perder el mundo.
         Llovi� toda la semana. El dos de noviembre �contra la voluntad del coronel�, la mujer llev� flores a la tumba de Agust�n. Volvi� del cementerio con una nueva crisis. Fue una semana dura. M�s dura que las cuatro semanas de octubre a las cuales el coronel no crey� sobrevivir. El m�dico estuvo a ver a la enferma y sali� de la pieza gritando: �Con un asma como �sa yo estar�a preparado para enterrar a todo el pueblo�. Pero habl� a solas con el coronel y prescribi� un r�gimen especial.
         Tambi�n el coronel sufri� una reca�da. Agoniz� muchas horas en el excusado, sudando hielo, sintiendo que se pudr�a y se ca�a a pedazos la flora de sus v�sceras. �Es el invierno�, se repiti� sin desesperarse. �Todo ser� distinto cuando acabe de llover�. Y lo crey� realmente, seguro de estar vivo en el momento en que llegara la carta.
         A �l le correspondi� esta vez remendar la econom�a dom�stica. Tuvo que apretar los dientes muchas veces para solicitar cr�dito en las tiendas vecinas. �Es hasta la semana entrante�, dec�a sin estar seguro �l mismo de que era cierto. �Es una platita que ha debido llegarme desde el viernes�. Cuando surgi� de la crisis la mujer lo reconoci� con estupor.
         �Est�s en el hueso pelado �dijo.
         �Me estoy cuidando para venderme �dijo el coronel�. Ya estoy encargado por una f�brica de clarinetes.
         Pero en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta. Agotado, los huesos molidos por la vigilia, no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus necesidades y del gallo. En la segunda quincena de noviembre crey� que el animal se morir�a despu�s de dos d�as sin ma�z. Entonces se acord� de un pu�ado de habichuelas que hab�a colgado en julio sobre la hornilla. Abri� las vainas y puso al gallo un tarro de semillas secas.
         �Ven ac� �dijo.
         �Un momento �respondi� el coronel, observando la reacci�n del gallo�. A buena hambre no hay mal pan.
         Encontr� a su esposa tratando de incorporarse de la cama. El cuerpo estragado exhalaba un baho de hierbas medicinales. Ella pronunci� las palabras, una a una, con una precisi�n calculada:
         �Sales inmediatamente de ese gallo.
         El coronel hab�a previsto aquel momento. Lo esperaba desde la tarde en que acribillaron a su hijo y �l decidi� conservar el gallo. Hab�a tenido tiempo de pensar.
         �Ya no vale la pena �dijo�. Dentro de tres meses ser� la pelea y entonces podremos venderlo a mejor precio.
         �No es cuesti�n de plata �dijo la mujer�. Cuando vengan los muchachos, les dices que se lo lleven y hagan con �l lo que les d� la gana.
         �Es por Agust�n �dijo el coronel con un argumento previsto�. Imag�nate la cara con que hubiera venido a comunicarnos la victoria del gallo.
         La mujer pens� efectivamente en su hijo.
         �Esos malditos gallos fueron su perdici�n�, grit�. �Si el tres de enero se hubiera quedado en la casa no lo hubiera sorprendido la mala hora�. Dirigi� hacia la puerta un �ndice escu�lido y exclam�:
         �Me parece que lo estuviera viendo cuando sali� con el gallo debajo del brazo. Le advert� que no fuera a buscar una mala hora en la gallera y �l me mostr� los dientes y me dijo: �C�llate, que esta tarde nos vamos a podrir de plata�.
         Cay� extenuada. El coronel la empujo suavemente hacia la almohada. Sus ojos tropezaron con otros exactamente iguales a los suyos. �Trata de no moverte�, dijo, sintiendo los silbidos dentro de sus propios pulmones. La mujer cay� en un sopor moment�neo. Cerr� los ojos. Cuando volvi� a abrirlos su respiraci�n parec�a m�s reposada.
         �Es por la situaci�n en que estamos �dijo�. Es pecado quitarnos el pan de la boca para ech�rselo a un gallo.
         El coronel le sec� la frente con la s�bana.
         �Nadie se muere en tres meses.
         �Y mientras tanto � qu� comemos �pregunt� la mujer.
         �No s� �dijo el coronel�. Pero si nos fu�ramos a morir de hambre ya nos hubi�ramos muerto.
         El gallo estaba perfectamente vivo frente al tarro vac�o. Cuando vio al coronel emiti� un mon�logo gutural, casi humano, y ech� la cabeza hacia atr�s. �l le hizo una sonrisa de complicidad:
         �La vida es dura, camarada.
         Sali� a la calle. Vag� por el pueblo en siesta, sin pensar en nada, ni siquiera tratando de convencerse de que su problema no ten�a soluci�n. Anduvo por las calles olvidadas hasta cuando se encontr� agotado. Entonces volvi� a casa. La mujer lo sinti� entrar y lo llam� al cuarto.
         ��Qu�?
         Ella respondi� sin mirarlo.
         �Que podemos vender el reloj.
         El coronel hab�a pensado en eso. �Estoy segura de que Alvaro te da cuarenta pesos en seguida�, dijo la mujer. �F�jate la facilidad con que compr� la m�quina de coser�.
         Se refer�a al sastre para quien trabaj� Agust�n.
         �Se le puede hablar por la ma�ana �admiti� el coronel.
         �Nada de hablar por la ma�ana �precis� ella�. Le llevas ahora mismo el reloj, se lo pones en la mesa y le dices: �Alvaro, aqu� le traigo este reloj para que me lo compre�. �l entender� en seguida.
         El coronel se sinti� desgraciado.
         �Es como andar cargando el santo sepulcro �protest�. Si me ven por la calle con semejante escaparate me sacan en una canci�n de Rafael Escalona.
         Pero tambi�n esta vez la mujer lo convenci�. Ella misma descolg� el reloj, lo envolvi� en peri�dicos y se lo puso entre las manos. �Aqu� no vuelves sin los cuarenta pesos�, dijo. El coronel se dirigi� a la sastrer�a con el envoltorio bajo el brazo. Encontr� a los compa�eros de Agust�n sentados a la puerta.
         Uno de ellos le ofreci� un asiento. Al coronel se le embrollaban las ideas. �Gracias�, dijo. �Voy de paso�. Alvaro sali� de la sastrer�a. En un alambre tendido entre dos horcones del corredor colg� una pieza de dril mojada. Era un muchacho de formas duras, angulosas, y ojos alucinados. Tambi�n �l lo invit� a sentarse. El coronel se sinti� reconfortado. Recost� el taburete contra el marco de la puerta y se sent� a esperar a que Alvaro quedara solo para proponerle el negocio. De pronto se dio cuenta de que estaba rodeado de rostros herm�ticos.
         �No interrumpo �dijo.
         Ellos protestaron. Uno se inclin� hacia �l. Dijo, con una voz apenas perceptible:
         �Escribi� Agust�n.
         El coronel observ� la calle desierta.
         ��Qu� dice?
         �Lo mismo de siempre.
         Le dieron la hoja clandestina. El coronel la guard� en el bolsillo del pantal�n. Luego permaneci� en silencio tamborileando sobre el envoltorio hasta cuando se dio cuenta de que alguien lo hab�a advertido. Qued� en suspenso.
         ��Qu� lleva ah�, coronel?
         El coronel eludi� los penetrantes ojos verdes de Germ�n.
         �Nada �minti�. Que le llevo el reloj al alem�n para que me lo componga.
         �No sea bobo, coronel�, dijo Germ�n, tratando de apoderarse del envoltorio. �Esp�rese y lo examino�.
         �l resisti�. No dijo nada pero sus p�rpados se volvieron c�rdenos. Los otros insistieron.
         �D�jelo, coronel. �l sabe de mec�nica.
         �Es que no quiero molestarle.
         �Qu� molestarle ni qu� molestarle �discuti� Germ�n. Cogi� el reloj�. El alem�n le arranca diez pesos y se lo deja lo mismo.
         Entr� a la sastrer�a con el reloj. Alvaro cos�a a m�quina. En el fondo, bajo una guitarra colgada de un clavo, una muchacha pegaba botones. Hab�a un letrero clavado sobre la guitarra: �Prohibido hablar de pol�tica�. El coronel sinti� que le sobraba el cuerpo. Apoy� los pies en el travesa�o del taburete.
         �Mierda, coronel.
         Se sobresalt�. �Sin malas palabras�, dijo.
         Alfonso se ajust� los anteojos a la nariz para examinar mejor los botines del coronel.
         �Es por los zapatos �dijo�. Est� usted estrenando unos zapatos del carajo.
         �Pero se puede decir sin malas palabras �dijo el coronel, y mostr� las suelas de sus botines de charol�. Estos monstruos tienen cuarenta a�os y es la primera vez que oyen una mala palabra.
         �Ya est�, grit� Germ�n adentro al tiempo con la campana del reloj. En la casa vecina una mujer golpe� la pared divisoria; grit�:
         �Dejen esa guitarra que todav�a Agust�n no tiene un a�o.
         Estall� una carcajada.
         �Es un reloj.
         Germ�n sali� con el envoltorio.
         �No era nada �dijo�. Si quiere lo acompa�o a la casa para ponerlo a nivel.
         El coronel rehus� el ofrecimiento.
         ��Cu�nto te debo?
         �No se preocupe, coronel �respondi� Germ�n ocupando su sitio en el grupo�. En enero paga el gallo.
         El coronel encontr� entonces una ocasi�n perseguida.
         �Te propongo una cosa �dijo.
         ��Qu�?
         �Te regalo el gallo �examin� los rostros en contorno�. Les regalo el gallo a todos ustedes.
         Germ�n lo mir� perplejo.
         �Ya yo estoy muy viejo para eso�, sigui� diciendo el coronel. Imprimi� a su voz una severidad convincente. �Es demasiada responsabilidad para m�. Desde hace d�as tengo la impresi�n de que ese animal s� est� muriendo�.
         �No se preocupe, coronel �dijo Alfonso�. Lo que pasa es que en esta �poca el gallo est� emplumando. Tiene fiebre en los ca�ones.
         �El mes entrante estar� bien �confirm� Germ�n.
         �De todos modos no lo quiero �dijo el coronel.
         Germ�n lo penetr� con sus pupilas.
         �Dese cuenta de las cosas, coronel �insisti�. Lo importante es que sea usted quien ponga en la gallera el gallo de Agust�n.
         El coronel lo pens�. �Me doy cuenta�, dijo. �Por eso lo he tenido hasta ahora�. Apret� los dientes y se sinti� con fuerzas para avanzar:
         �Lo malo es que todav�a faltan tres meses.
         Germ�n fue quien comprendi�.
         �Si no es nada m�s que por eso no hay problema �dijo.
         Y propuso su f�rmula. Los otros aceptaron. Al anochecer, cuando entr� a la casa con el envoltorio bajo el brazo, su mujer sufri� una desilusi�n.
         �Nada �pregunt�.
         �Nada �respondi� el coronel�. Pero ahora no importa. Los muchachos se encargar�n de alimentar al gallo.


         �Esp�rese y le presto un paraguas, compadre.
         Don Sabas abri� un armario empotrado en el muro de la oficina. Descubri� un interior confuso, con botas de montar apelotonadas, estribos y correas y un cubo de aluminio lleno de espuelas de caballero. Colgados en la parte superior, media docena de paraguas y una sombrilla de mujer. El coronel pens� en los destrozos de una cat�strofe.
         �Gracias, compadre�, dijo acodado en la ventana. �Prefiero esperar a que escampe�. Don Sabas no cerr� el armario. Se instal� en el escritorio dentro de la �rbita del ventilador el�ctrico. Luego extrajo de la gaveta una jeringuilla hipod�rmica envuelta en algodones. El coronel contempl� los almendros plomizos a trav�s de la lluvia. Era una tarde desierta.
         �La lluvia es distinta desde esta ventana �dijo�. Es como si estuviera lloviendo en otro pueblo.
         �La lluvia es la lluvia desde cualquier parte �replic� don Sabas. Puso a hervir la jeringuilla sobre la cubierta de vidrio del escritorio�. Este es un pueblo de mierda.
         El coronel se encogi� de hombros. Camin� hacia el interior de la oficina: un sal�n de baldosas verdes con muebles forrados en telas de colores vivos. Al fondo, amontonados en desorden, sacos de sal, pellejos de miel y sillas de montar. Don Sabas lo sigui� con una mirada completamente vac�a.
         �Yo en su lugar no pensar�a lo mismo �dijo el coronel.
         Se sent� con las piernas cruzadas, fija la mirada tranquila en el hombre inclinado sobre el escritorio. Un hombre peque�o, voluminoso pero de carnes fl�ccidas, con una tristeza de sapo en los ojos.
         �H�gase ver del m�dico, compadre �dijo don Sabas�. Usted est� un poco f�nebre desde el d�a del entierro.
         El coronel levant� la cabeza.
         �Estoy perfectamente bien �dijo.
         Don Sabas esper� a que hirviera la jeringuilla. �Si yo pudiera decir lo mismo�, se lament�. �Dichoso usted que puede comerse un estribo de cobre�. Contempl� el peludo env�s de sus manos salpicadas de lunares pardos. Usaba una sortija de piedra negra sobre el anillo de matrimonio.
         �Asi es �admiti� el coronel.
         Don Sabas llam� a su esposa a trav�s de la puerta que comunicaba la oficina con el resto de la casa. Luego inici� una adolorida explicaci�n de su r�gimen alimenticio. Extrajo un frasquito del bolsillo de la camisa y puso sobre el escritorio una pastilla blanca del tama�o de un grano de habichuela.
         �Es un martirio andar con esto por todas partes �dijo�. Es como cargar la muerte en el bolsillo.
         El coronel se acerc� al escritorio. Examin� la pastilla en la palma de la mano hasta cuando don Sabas lo invit� a saborearla.
         �Es para endulzar el caf� �le explic�. Es az�car, pero sin az�car.
         �Por supuesto �dijo el coronel, la saliva impregnada de una dulzura triste�. Es algo as� como repicar pero sin campanas.
         Don Sabas se acod� al escritorio con el rostro entre las manos despu�s de que su mujer le aplic� la inyecci�n. El coronel no supo qu� hacer con su cuerpo. La mujer desconect� el ventilador el�ctrico, lo puso sobre la caja blindada y luego se dirigi� al armario.
         �El paraguas tiene algo que ver con la muerte �dijo.
         El coronel no le puso atenci�n. Hab�a salido de su casa a las cuatro con el prop�sito de esperar el correo, pero la lluvia lo oblig� a refugiarse en la oficina de don Sabas. A�n llov�a cuando pitaron las lanchas.
         �Todo el mundo dice que la muerte es una mujer�, sigui� diciendo la mujer. Era corpulenta, m�s alta que su marido, y con una verruga pilosa en el labio superior. Su manera de hablar recordaba el zumbido del ventilador el�ctrico. �Pero a m� no me parece que sea una mujer�, dijo. Cerr� el armario y se volvi� a consultar la mirada del coronel:
         �Yo creo que es un animal con pezu�as.
         �Es posible �admiti� el coronel�. A veces suceden cosas muy extra�as.
         Pens� en el administrador de correos saltando a la lancha con un impermeable de hule. Hab�a transcurrido un mes desde cuando cambi� de abogado. Ten�a derecho a esperar una respuesta. La mujer de don Sabas sigui� hablando de la muerte hasta cuando advirti� la expresi�n absorta del coronel.
         �Compadre �dijo�. Usted debe tener una preocupaci�n.
         El coronel recuper� su cuerpo.
         �As� es comadre �minti�. Estoy pensando que ya son las cinco y no se le ha puesto la inyecci�n al gallo.
         Ella qued� perpleja.
         �Una inyecci�n para un gallo como si fuera un ser humano �grit�. Eso es un sacrilegio.
         Don Sabas no soport� m�s. Levant� el rostro congestionado.
         �Cierra la boca un minuto �orden� a su mujer. Ella se llev� efectivamente las manos a la boca�. Tienes media hora de estar molestando a mi compadre con tus tonter�as.
         �De ninguna manera �protest� el coronel.
         La mujer dio un portazo. Don Sabas se sec� el cuello con un pa�uelo impregnado de lavanda. El coronel se acerc� a la ventana. Llov�a implacablemente. Una gallina de largas patas amarillas atravesaba la plaza desierta.
         ��Es cierto que est�n inyectando al gallo?
         �Es cierto �dijo el coronel�. Los entrenamientos empiezan la semana entrante.
         �Es una temeridad �dijo don Sabas�. Usted no est� para esas cosas.
         �De acuerdo �dijo el coronel�. Pero �sa no es una raz�n para torcerle el pescuezo.
         �Es una temeridad idiota�, dijo don Sabas dirigi�ndose a la ventana. El coronel percibi� una respiraci�n de fuelle. Los ojos de su compadre le produc�an piedad.
         �Siga mi consejo, compadre �dijo don Sabas�. Venda ese gallo antes que sea demasiado tarde.
         �Nunca es demasiado tarde para nada �dijo el coronel.
         �No sea irrazonable �insisti� don Sabas�. Es un negocio de dos filos. Por un lado se quita de encima ese dolor de cabeza y por el otro se mete novecientos pesos en el bolsillo.
         �Novecientos pesos �exclam� el coronel.
         �Novecientos pesos.
         El coronel concibi� la cifra.
         ��Usted cree que dar�n ese dineral por el gallo?
         �No es que lo crea �respondi� don Sabas�. Es que estoy absolutamente seguro.
         Era la cifra m�s alta que el coronel hab�a tenido en su cabeza despu�s de que restituy� los fondos de la revoluci�n. Cuando sali� de la oficina de don Sabas sent�a una fuerte torcedura en las tripas, pero ten�a conciencia de que esta vez no era a causa del tiempo. En la oficina de correos se dirigi� directamente al administrador:
         �Estoy esperando una carta urgente �dijo�. Es por avi�n.
         El administrador busc� en las casillas clasificadas. Cuando acab� de leer repuso las cartas en la letra correspondiente pero no dijo nada. Se sacudi� la palma de las manos y dirigi� al coronel una mirada significativa.
         �Ten�a que llegarme hoy con seguridad �dijo el coronel.
         El administrador se encogi� de hombros.
         �Lo �nico que llega con seguridad es la muerte, coronel.
         Su esposa lo recibi� con un plato de mazamorra de ma�z. �l la comi� en silencio con largas pausas para pensar entre cada cucharada. Sentada frente a �l la mujer advirti� que algo hab�a cambiado en la casa.
         �Qu� te pasa �pregunt�.
         �Estoy pensando en el empleado de quien depende la pensi�n �minti� el coronel�. Dentro de cincuenta a�os nosotros estaremos tranquilos bajo tierra mientras ese pobre hombre agonizar� todos los viernes esperando su jubilaci�n.
         �Mal s�ntoma�, dijo la mujer. �Eso quiere decir que ya empiezas a resignarte�. Sigui� con su mazamorra. Pero un momento despu�s se dio cuenta de que su marido continuaba ausente.
         �Ahora lo que debes hacer es aprovechar la mazamorra.
         �Est� muy buena �dijo el coronel�. �De d�nde sali�?
         �Del gallo �respondi� la mujer�. Los muchachos le han tra�do tanto ma�z, que decidi� compartirlo con nosotros. As� es la vida.
         �As� es �suspir� el coronel�. La vida es la cosa mejor que se ha inventado.
         Mir� al gallo amarrado en el soporte de la hornilla y esta vez le pareci� un animal diferente. Tambi�n la mujer lo mir�.
         �Esta tarde tuve que sacar a los ni�os con un palo �dijo�. Trajeron una gallina vieja para enrazarla con el gallo.
         �No es la primera vez �dijo el coronel�. Es lo mismo que hac�an en los pueblos con el coronel Aureliano Buend�a. Le llevaban muchachitas para enrazar.
         Ella celebr� la ocurrencia. El gallo produjo un sonido gutural que lleg� hasta el corredor como una sorda conversaci�n humana. �A veces pienso que ese animal va a hablar�, dijo la mujer. El coronel volvi� a mirarlo.
         �Es un gallo contante y sonante �dijo. Hizo c�lculos mientras sorb�a una cucharada de mazamorra�. Nos dar� para comer tres a�os.
         �La ilusi�n no se come �dijo ella.
         �No se come, pero alimenta �replico el coronel�. Es algo as� como las pastillas milagrosas de mi compadre Sabas.
         Durmi� mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al d�a siguiente al almuerzo la mujer sirvi� dos platos de mazamorra y consumi� el suyo con la cabeza baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sinti� contagiado de un humor sombr�o.
         �Qu� te pasa.
         �Nada �dijo la mujer.
         �l tuvo la impresi�n de que esta vez le hab�a correspondido a ella el turno de mentir. Trat� de consolarla. Pero la mujer insisti�.
         �No es nada raro �dijo�. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y todav�a no he dado el p�same.
         As� que fue a darlo esa noche. El coronel la acompa�� a la casa del muerto y luego se dirigi� al sal�n de cine atra�do por la m�sica de los altavoces. Sentado a la puerta de su despacho el padre Angel vigilaba el ingreso para saber qui�nes asist�an al espect�culo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la m�sica estridente y los gritos de los nii�os opon�an una resistencia f�sica en el sector. Uno de los ni�os amenaz� al coronel con una escopeta de palo.
         �Qu� hay del gallo, coronel �dijo con voz autoritaria.
         El coronel levant� las manos.
         �Ah� est� el gallo.
         Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del sal�n: �Virgen de medianoche�. Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el muslo. El coronel sigui� vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y rel�mpagos remotos. Entonces volvi� por su mujer.
         No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calcul� que faltaba muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esper�, sintiendo avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se dispon�a a salir de nuevo cuando su mujer entr� a la casa.
         Llev� el gallo al dormitorio. Ella se cambi� la ropa y fue a tomar agua en la sala en el momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para poner la hora.
         ��D�nde estabas? �pregunt� el coronel.
         �Por ah�, respondi� la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y volvi� al dormitorio. �Nadie cre�a que fuera a llover tan temprano�. El coronel no hizo ning�n comentario. Cuando son� el toque de queda puso el reloj en las once, cerr� el vidrio y coloc� la silla en su puesto.
         Encontr� a su mujer rezando el rosario.
         �No me has contestado una pregunta �dijo el coronel.
         �Cu�l.
         ��D�nde estabas?
         �Me qued� hablando por ah� �dijo ella�. Hac�a tanto tiempo que no sal�a a la calle.
         El coronel colg� la hamaca. Cerr� la casa y fumig� la habitaci�n. Luego puso la l�mpara en el suelo y se acost�.
         �Te comprendo �dijo tristemente�. Lo peor de la mala situaci�n es que lo obliga a uno a decir mentiras.
         Ella exhal� un largo suspiro.
         �Estaba donde el padre Angel �dijo�. Fui a solicitarle un pr�stamo sobre los anillos de matrimonio.
         ��Y qu� te dijo?
         �Que es pecado negociar con las cosas sagradas.
         Sigui� hablando desde el mosquitero. �Hace dos d�as trat� de vender el reloj�, dijo. �A nadie le interesa porque est�n vendiendo a plazos unos relojes modernos con n�meros luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad�. El coronel comprob� que cuarenta a�os de vida com�n, de hambre com�n, de sufrimientos comunes, no le hab�an bastado para conocer a su esposa. Sinti� que algo hab�a envejecido tambi�n en el amor.
         �Tampoco quieren el cuadro �dijo ella�. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve hasta donde los turcos.
         El coronel se encontr� amargo.
         �De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre.
         �Estoy cansada �dijo la mujer�. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos d�as de no poner la olla.
         El coronel se sinti� ofendido.
         �Eso es una verdadera humillaci�n �dijo.
         La mujer abandon� el mosquitero y se dirigi� a la hamaca. �Estoy dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa�, dijo. Su voz empez� a oscurecerse de c�lera. �Estoy hasta la coronilla de resignaci�n y dignidad�.
         El coronel no movi� un m�sculo.
         �Veinte a�os esperando los pajaritos de colores que te prometieron despu�s de cada elecci�n y de todo eso nos queda un hijo muerto �prosigui� ella�. Nada m�s que un hijo muerto.
         El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones.
         �Cumplimos con nuestro deber �dijo.
         �Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos mensuales en el senado durante veinte a�os �replic� la mujer�. Ah� tienes a mi compadre Sabas con una casa de dos pisos que no le alcanza para meter la plata, un hombre que lleg� al pueblo vendiendo medicinas con una culebra enrollada en el pescuezo.
         �Pero se est� muriendo de diabetes �dijo el coronel.
         �Y t� te est�s muriendo de hambre �dijo la mujer�. Para que te convenzas que la dignidad no se come.
         La interrumpi� el rel�mpago. El trueno se despedaz� en la calle, entr� al dormitorio y pas� rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras. La mujer salt� hacia el mosquitero en busca del rosario.
         El coronel sonri�.
         �Esto te pasa por no frenar la lengua �dijo�. Siempre te he dicho que Dios es mi copartidario.
         Pero en realidad se sent�a amargado. Un momento despu�s apag� la l�mpara y se hundi� a pensar en una oscuridad cuarteada por los rel�mpagos. Se acord� de Macondo. El coronel esper� diez a�os a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixi�ndose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. �Me voy�, dijo entonces el coronel. �El olor del banano me descompone los intestinos�. Y abandon� a Macondo en el tren de regreso, el mi�rcoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesit� medio siglo para darse cuenta de que no hab�a tenido un minuto de sosiego despu�s de la rendici�n de Neerlandia.
         Abri� los ojos.
         �Entonces no hay que pensarlo m�s �dijo.
         �Qu�.
         �La cuesti�n del gallo �dijo el coronel�. Ma�ana mismo se lo vendo a mi compadre Sabas por novecientos pesos.


         A trav�s de la ventana penetraron a la oficina los gemidos de los animales castrados revueltos con los gritos de don Sabas. �Si no viene dentro de diez minutos, me voy�, se prometi� el coronel, despu�s de dos horas de espera. Pero esper� veinte minutos m�s. Se dispon�a a salir cuando don Sabas entr� a la oficina seguido por un grupo de peones. Pas� varias veces frente al coronel sin mirarlo.
         S�lo lo descubri� cuando salieron los peones.
         ��Usted me est� esperando, compadre?
         �S�, compadre �dijo el coronel�. Pero si est� muy ocupado puedo venir m�s tarde.
         Don Sabas no lo escuch� desde el otro lado de la puerta.
         �Vuelvo en seguida �dijo.
         Era un mediod�a ardiente. La oficina resplandec�a con la reverberaci�n de la calle. Embotado por el calor, el coronel cerr� los ojos involuntariamente y en seguida empez� a so�ar con su mujer. La esposa de don Sabas entr� de puntillas.
         �No despierte, compadre �dijo�. Voy a cerrar las persianas porque esta oficina es un infierno.
         El coronel la persigui� con una mirada completamente inconsciente. Ella habl� en la penumbra cuando cerr� la ventana.
         ��Usted sue�a con frecuencia?
         �A veces �respondi� el coronel, avergonzado de haber dormido�. Casi siempre sue�o que me enredo en telara�as.
         �Yo tengo pesadillas todas las noches �dijo la mujer�. Ahora se me ha dado por saber qui�n es esa gente desconocida que uno se encuentra en los sue�os.
         Conect� el ventilador el�ctrico. �La semana pasada se me apareci� una mujer en la cabecera de la cama�, dijo. �Tuve el valor de preguntarle qui�n era y ella me contest�: Soy la mujer que muri� hace doce a�os en este cuarto�.
         �La casa fue construida hace apenas dos a�os .�dijo el coronel.
         �As� es �dijo la mujer�. Eso quiere decir que hasta los muertos se equivocan.
         El zumbido del ventilador el�ctrico consolid� la penumbra. El coronel se sinti� impaciente, atormentado por el sopor y por la bordoneante mujer que pas� directamente de los sue�os al misterio de la reencarnaci�n. Esperaba una pausa para despedirse cuando don Sabas entr� a la oficina con su capataz.
         �Te he calentado la sopa cuatro veces �dijo la mujer.
         �Si quieres cali�ntala diez veces �dijo don Sabas�. Pero ahora no me friegues la paciencia.
         Abri� la caja de caudales y entreg� a su capataz un rollo de billetes junto con una serie de instrucciones. El capataz descorri� las persianas para contar el dinero. Don Sabas vio al coronel en el fondo de la oficina pero no revel� ninguna reacci�n. Sigui� conversando con el capataz. El coronel se incorpor� en el momento en que los dos hombres se dispon�an a abandonar de nuevo la oficina. Don Sabas se detuvo antes de abrir la puerta.
         ��Qu� es lo que se le ofrece, compadre?
         El coronel comprob� que el capataz lo miraba.
         �Nada, compadre �dijo�. Que quisiera hablar con usted.
         �Lo que sea d�gamelo en seguida �dijo don Sabas�. No puedo perder un minuto.
         Permaneci� en suspenso con la mano apoyada en el pomo de la puerta. El coronel sinti� pasar los cinco segundos m�s largos de su vida. Apret� los dientes.
         �Es para la cuesti�n del gallo � murmur�.
         Entonces don Sabas acab� de abrir la puerta. �La cuesti�n del gallo�, repiti� sonriendo, y empuj� al capataz hacia el corredor. �El mundo cay�ndose y mi compadre pendiente de ese gallo�. Y luego, dirigi�ndose al coronel:
         �Muy bien, compadre. Vuelvo en seguida.
         El coronel permaneci� inm�vil en el centro de la oficina hasta cuando acab� de o�r las pisadas de los dos hombres en el extremo del corredor. Despu�s sali� a caminar por el pueblo paralizado en la siesta dominical. No hab�a nadie en la sastrer�a. El consultorio del m�dico estaba cerrado. Nadie vigilaba la mercanc�a expuesta en los almacenes de los sirios. El r�o era una l�mina de acero. Un hombre dorm�a en el puerto sobre cuatro tambores de petr�leo, el rostro protegido del sol por un sombrero. El coronel se dirigi� a su casa con la certidumbre de ser la �nica cosa m�vil en el pueblo.
         La mujer lo esperaba con un almuerzo completo.
         �Hice un fiado con la promesa de pagar ma�ana temprano �explic�.
         Durante el almuerzo el coronel le cont� los incidentes de las tres �ltimas horas. Ella lo escuch� impaciente.
         �Lo que pasa es que a ti te falta car�cter �dijo luego�. Te presentas como si fueras a pedir una limosna cuando deb�as llegar con la cabeza levantada y llamar aparte a mi compadre y decirle: �Compadre, he decidido venderle el gallo�.
         �As� la vida es un soplo �dijo el coronel.
         Ella asumi� una actitud en�rgica.
         Esa ma�ana hab�a puesto la casa en orden y estaba vestida de una manera ins�lita, con los viejos zapatos de su marido, un delantal de hule y un trapo amarrado en la cabeza con dos nudos en las orejas. �No tienes el menor sentido de los negocios�, dijo. �Cuando se va a vender una cosa hay que poner la misma cara con que se va a comprar�. El coronel descubri� algo divertido en su figura.
         �Qu�date as� como est�s �la interrumpi� sonriendo�. Eres id�ntica al hombrecito de la avena Quaker.
         Ella se quit� el trapo de la cabeza.
         �Te estoy hablando en serio �dijo�. Ahora mismo llevo el gallo a mi compadre y te apuesto lo que quieras que regreso dentro de media hora con los novecientos pesos.
         �Se te subieron los ceros a la cabeza �dijo el coronel�. Ya empiezas a jugar la plata del gallo.
         Le cost� trabajo disuadir�a. Ella habla dedicado la ma�ana a organizar mentalmente el programa de tres a�os sin la agon�a de los viernes. Prepar� la casa para recibir los novecientos pesos. Hizo una lista de las cosas esenciales de que carecian, sin olvidar un par de zapatos nuevos para el coronel. Destin� en el dormitorio un sitio para el espejo. La moment�nea frustraci�n de sus proyectos le produjo una confusa sensaci�n de verg�enza y resentimiento.
         Hizo una corta siesta. Cuando se incorpor�, el coronel estaba sentado en el patio.
         �Y ahora qu� haces �pregunt� ella.
         �Estoy pensando �dijo el coronel.
         �Entonces est� resuelto el problema. Ya se podr� contar con esa plata dentro de cincuenta a�os.
         Pero en realidad el coronel hab�a decidido vender el gallo esa misma tarde. Pens� en don Sabas, solo en su oficina, prepar�ndose frente al ventilador el�ctrico para la inyecci�n diaria. Ten�a previstas sus respuestas.
         �Lleva el gallo �le recomend� su mujer al salir�. La cara del santo hace el milagro.
         El coronel se opuso. Ella lo persigui� hasta la puerta de la calle con una desesperante ansiedad.
         �No importa que est� la tropa en su oficina �dijo�. Lo agarras por el brazo y no lo dejas moverse hasta que no te d� los novecientos pesos.
         �Van a creer que estamos preparando un asalto.
         Ella no le hizo caso.
         �Acu�rdate que t� eres el due�o del gallo �insisti�. Acu�rdate que eres t� quien va a hacerle el favor.
         �Bueno.
         Don Sabas estaba con el m�dico en el dormitorio. �Aprov�chelo ahora, compadre�, le dijo su esposa al coronel. �El doctor lo est� preparando para viajar a la finca y no vuelve hasta el jueves�. El coronel se debati� entre dos fuerzas contrarias: a pesar de su determinaci�n de vender el gallo quiso haber llegado una hora m�s tarde para no encontrar a don Sabas.
         �Puedo esperar �dijo.
         Pero la mujer insisti�. Lo condujo al dormitorio donde estaba su marido sentado en la cama tronal, en calzoncillos, fijos en el m�dico los ojos sin color. El coronel esper� hasta cuando el m�dico calent� el tubo de vidrio con la orina del paciente, olfate� el vapor e hizo a don Sabas un signo aprobatorio.
         �Habr� que fusilarlo �dijo el m�dico dirigi�ndose al coronel�. La diabetes es demasiado lenta para acabar con los ricos.
         �Ya usted ha hecho lo posible con sus malditas inyecciones de insulina�, dijo don Sabas, y dio un salto sobre sus nalgas fl�ccidas. �Pero yo soy un clavo duro de morder�. Y luego, hacia el coronel:
         �Adelante, compadre. Cuando sal� a buscarlo esta tarde no encontr� ni el sombrero.
         �No lo uso para no tener que quit�rmelo delante de nadie.
         Don Sabas empez� a vestirse. El m�dico se meti�'en el bolsillo del saco un tubo de cristal con una muestra de sangre. Luego puso orden en el malet�n. El coronel pens� que se dispon�a a despedirse.
         �Yo en su lugar le pasar�a a mi compadre una cuenta de cien mil pesos, doctor �dijo�. As� no estar� tan ocupado.
         �Ya le he propuesto el negocio, pero con un mill�n �dijo el m�dico�. La pobreza es el mejor remedio contra la diabetes.
         �Gracias por la receta�, dijo don Sabas tratando de meter su vientre voluminoso en los pantalones de montar. �Pero no la acepto para evitarle a usted la calamidad de ser rico�. El m�dico vio sus propios dientes reflejados en la cerradura niquelada del malet�n. Mir� su reloj sin manifestar impaciencia. En el momento de ponerse las botas don Sabas se dirigi� al coronel intempestivamente.
         �Bueno, compadre, qu� es lo que pasa con el gallo.
         El coronel se dio cuenta de que tambi�n el m�dico estaba pendiente de su respuesta. Apret� los dientes.
         �Nada, compadre �murmur�. Que vengo a vend�rselo.
         Don Sabas acab� de ponerse las botas.
         �Muy bien, compadre �dijo sin emoci�n�. Es la cosa m�s sensata que se le pod�a ocurrir.
         �Ya yo estoy muy viejo para estos enredos �se justific� el coronel frente a la expresi�n impenetrable del m�dico�. Si tuviera veinte a�os menos ser�a diferente.
         �Usted siempre tendr� veinte a�os menos �replic� el m�dico.
         El coronel recuper� el aliento. Esper� a que don Sabas dijera algo m�s, pero no lo hizo. Se puso una chaqueta de cuero con cerradura de cremallera y se prepar� para salir del dormitorio.
         �Si quiere hablamos la semana entrante, compadre �dijo el coronel.
         �Eso le iba a decir �dijo don Sabas�. Tengo un cliente que quiz� le d� cuatrocientos pesos. Pero tenemos que esperar hasta el jueves.
         ��Cu�nto? �pregunt� el m�dico.
         �Cuatrocientos pesos.
         �Hab�a o�do decir que val�a mucho m�s �dijo el m�dico.
         �Usted me hab�a hablado de novecientos pesos �dijo el coronel, amparado en la perplejidad del doctor�. Es el mejor gallo de todo el Departamento.
         Don Sabas respondi� al m�dico.
         �En otro tiempo cualquiera hubiera dado mil�, explic�. �Pero ahora nadie se atreve a soltar un buen gallo. Siempre hay el riesgo de salir muerto a tiros de la gallera�. Se volvi� hacia el coronel con una desolaci�n aplicada:
         �Eso fue lo que quise decirle, compadre.
         El coronel aprob� con la cabeza.
         �Bueno �dijo.
         Los sigui� por el corredor., El m�dico qued� en la sala requerido por la mujer de don Sabas que le pidi� un remedio �para esas cosas que de pronto le dan a uno y que no se sabe qu� es�. El coronel lo esper� en la oficina. Don Sabas abri� la caja fuerte, se meti� dinero en todos los bolsillos y extendi� cuatro billetes al coronel.
         �Ah� tiene sesenta pesos, compadre �dijo�. Cuando se venda el gallo arreglaremos cuentas.
         El coronel acompa�� al m�dico a trav�s de los bazares del puerto que empezaban a revivir con el fresco de la tarde. Una barcaza cargada de ca�a de az�car descend�a por el hilo de la corriente. El coronel encontr� en el m�dico un hermetismo ins�lito.
          ��Y usted c�mo est�, doctor?
         El m�dico se encogi� de hombros.
         �Regular �dijo�. Creo que estoy necesitando un m�dico.
         �Es el invierno �dijo el coronel�. A m� me descompone los intestinos.
         El m�dico lo examin� con una mirada absolutamente desprovista de inter�s profesional. Salud� sucesivamente a los sirios sentados a la puerta de sus almacenes. En la puerta del consultorio el coronel expuso su opini�n sobre la venta del gallo.
         �No pod�a hacer otra cosa �le explic�. Ese animal se alimenta de carne humana.
         �El �nico animal que se alimenta de carne humana es don Sabas �dijo el m�dico�. Estoy seguro de que revender� el gallo por los novecientos pesos.
         ��Usted cree?
         �Estoy seguro �dijo el m�dico�. Es un negocio tan redondo como su famoso pacto patri�tico con el alcalde.
         El coronel se resisti� a creerlo. �Mi compadre hizo ese pacto para salvar el pellejo�, dijo. �Por eso pudo quedarse en el pueblo�.
         �Y por eso pudo comprar a mitad de precio los bienes de sus propios copartidarios que el alcalde expulsaba del pueblo�, replic� el m�dico. Llam� a la puerta pues no encontr� las llaves en los bolsillos. Luego se enfrent� a la incredulidad del coronel.
         �No sea ingenuo �dijo�. A don Sabas le interesa la plata mucho m�s que su propio pellejo.
         La esposa del coronel sali� de compras esa noche. �l la acompa�� hasta los almacenes de los sirios rumiando las revelaciones del m�dico.
         �Busca en seguida a los muchachos y diles que el gallo est� vendido �le dijo ella�. No hay que dejarlos con la ilusi�n.
         �El gallo no estar� vendido mientras no venga mi compadre Sabas �respondi� el coronel.
         Encontr� a Alvaro jugando ruleta en el sal�n de billares. El establecimiento herv�a en la noche del domingo. El calor parec�a a m�s intenso a causa de las vibraciones del radio a todo volumen. El coronel se entretuvo con los n�meros de vivos colores pintados en un largo tapiz de hule negro e iluminados por una linterna de petr�leo puesta sobre un caj�n en el centro de la mesa. Alvaro se obstin� en perder en el veintitr�s. Siguiendo el juego por encima de su hombro el coronel observ� que el once sali� cuatro veces en nueve vueltas.
         �Apuesta al once �murmur� al o�do de Alvaro�. Es el que m�s sale.
         Alvaro examin� el tapiz. No apost� en la vuelta siguiente. Sac� dinero del bolsillo del pantal�n, y con el dinero una hoja de papel. Se la dio al coronel por debajo de la mesa.
         �Es de Agust�n �dijo.
         El coronel guard� en el bolsillo la hoja clandestina. Alvaro apost� fuerte al once.
         �Empieza por poco �dijo el coronel.
         �Puede ser una buena corazonada�, replic� Alvaro. Un grupo de jugadores vecinos retir� las apuestas de otros n�meros y apostaron al once cuando ya hab�a empezado a girar la enorme rueda de colores. El coronel se sinti� oprimido. Por primera vez experiment� la fascinaci�n, el sobresalto y la amargura del azar.
         Sali� el cinco.
         �Lo siento �dijo el coronel avergonzado, y sigui� con un irresistible sentimiento de culpa el rastrillo de madera que arrastr� el dinero de Alvaro�. Esto me pasa por meterme en lo que no me importa.
         Alvaro sonri� sin mirarlo.
         �No se preocupe, coronel. Pruebe en el amor.
         De pronto se interrumpieron las trompetas del mambo. Los jugadores se dispersaron con las manos en alto. El coronel sinti� a sus espaldas el crujido seco, articulado y fr�o de un fusil al ser montado. Comprendi� que hab�a ca�do fatalmente en una batida de la polic�a con la hoja clandestina en el bolsillo. Dio media vuelta sin levantar las manos. Y entonces vio de cerca, por la primera vez en su vida, al hombre que dispar� contra su hijo. Estaba exactamente frente a �l con el ca��n del fusil apuntando contra su vientre. Era peque�o, aindiado, de piel curtida, y exhalaba un tufo infantil. El coronel apret� los dientes y apart� suavemente con la punta de los dedos el ca��n del fusil.
         �Permiso �dijo. Se enfrent� a unos peque�os y redondos ojos de murci�lago. En un instante se sinti� tragado por esos ojos, triturado, digerido e inmediatamente expulsado.
         �Pase usted, coronel.


         No necesit� abrir la ventana para identificar a diciembre. Lo descubri� en sus propios huesos cuando picaba en la cocina las frutas para el desayuno del gallo. Luego abri� la puerta y la visi�n del patio confirm� su intuici�n. Era un patio maravilloso, con la hierba y los �rboles y el cuartito del excusado flotando en la claridad, a un mil�metro sobre el nivel del suelo.
         Su esposa permaneci� en la cama hasta las nueve. Cuando apareci� en la cocina ya el coronel hab�a puesto orden en la casa y conversaba con los ni�os en torno al gallo.
         Ella tuvo que hacer un rodeo para llegar hasta la hornilla.
         �Qu�tense del medio �grit�. Dirigi� al animal una mirada sombr�a�. No veo la hora de salir de este p�jaro de mal ag�ero.
         El coronel examin� a trav�s del gallo el humor de su esposa. Nada en �l merec�a rencor. Estaba listo para los entrenamientos. El cuello y los muslos pelados y c�rdenos, la cresta rebanada, el animal hab�a adquirido una figura escueta, un aire indefenso.
         �As�mate a la ventana y olv�date del gallo �dijo el coronel cuando se fueron los ni�os�. En una ma�ana as� dan ganas de sacarse un retrato.
         Ella se asom� a la ventana pero su rostro no revel� ninguna emoci�n. �Me gustar�a sembrar las rosas�, dijo de regreso a la hornilla. El coronel colg� el espejo en el horc�n para afeitarse.
         �Si quieres sembrar las rosas, si�mbralas �dijo.
         Trat� de acordar sus movimientos a los de la imagen.
         �Se las comen los puercos �dijo ella.
         �Mejor �dijo el coronel�. Deben ser muy buenos los puercos engordados con rosas.
         Busc� a la mujer en el espejo y se dio cuenta de que continuaba con la misma expresi�n. Al resplandor del fuego su rostro parec�a modelado en la materia de la hornilla. Sin advertirlo, fijos los ojos en ella, el coronel sigui� afeit�ndose al tacto como lo hab�a hecho durante muchos a�os. La mujer pens�, en un largo silencio.
         � Es que no quiero sembrarlas � dijo.
         �Bueno �dijo el coronel�. Entonces no las siembres.
         Se sent�a bien. Diciembre hab�a marchitado la flora de sus v�sceras. Sufri� una contrariedad esa ma�ana tratando de ponerse los zapatos nuevos. Pero despu�s de intentarlo varias veces comprendi� que era un esfuerzo in�til y se puso los botines de charol. Su esposa advirti� el cambio.
         �Si no te pones los nuevos no acabar�s de amansarlos nunca �dijo.
         �Son zapatos de paral�tico �protest� el coronel�. El calzado deb�an venderlo con un mes de uso.
         Sali� a la calle estimulado por el presentimiento de que esa tarde llegar�a la carta. Como a�n no era la hora de las lanchas esper� a don Sabas en su oficina. Pero le confirmaron que no llegar�a sino el lunes. No se desesper� a pesar de que no hab�a previsto ese contratiempo. �Tarde o temprano tiene que venir�, se dijo, y se dirigi� al puerto, en un instante prodigioso, hecho de una claridad todav�a sin usar.
         �Todo el a�o deb�a ser diciembre �murmur�, sentado en el almac�n del sirio Mois�s�. Se siente uno como si fuera de vidrio.
         El sirio Mois�s debi� hacer un esfuerzo para traducir la idea a su �rabe casi olvidado. Era un oriental pl�cido forrado hasta el cr�neo en una piel lisa y estirada, con densos movimientos de ahogado. Parec�a efectivamente salvado de las aguas.
         �As� era antes �dijo�. Si ahora fuera lo mismo yo tendr�a ochocientos noventa y siete a�os. �Y t�?
         �Setent� y cinco� , dijo el coronel, persiguiendo con la mirada al administrador de correos. S�lo entonces descubri� el circo. Reconoci� la carpa remendada en el techo de la lancha del correo entre un mont�n de objetos de colores. Por un instante perdi� al administrador para buscar las fieras entre las cajas apelotonadas sobre las otras lanchas. No las encontr�.
         �Es un circo �dijo�. Es el primero que viene en diez a�os.
         El sirio Mois�s verific� la informaci�n. Habl� a su mujer en una mescolanza de �rabe y espa�ol. Ella respondi� desde la trastienda. �l hizo un comentario para s� mismo y luego tradujo su preocupaci�n al coronel.
         �Esconde el gato, coronel. Los muchachos se lo roban para vend�rselo al circo.
         El coronel se dispuso a seguir al administrador.
         �No es un circo de fieras �dijo.
         �No importa �replic� el sirio�. Los maromeros comen gatos para no romperse los huesos.
         Sigui� al administrador a trav�s de los bazares del puerto hasta la plaza. All� lo sorprendi� el turbulento clamor de la gallera. Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo. S�lo entonces record� que era el d�a fijado para iniciar los entrenamientos.
         Pas� de largo por la oficina de correos. Un momento despu�s estaba sumergido en la turbulenta atm�sfera de la gallera. Vio su gallo en el centro de la pista, solo, indefenso, las espuelas envueltas en trapos, con algo de miedo evidente en el temblor de las patas. El adversario era un gallo triste y ceniciento.
         El coronel no experiment� ninguna emoci�n. Fue una sucesi�n de asaltos iguales. Una instant�nea trabaz�n de plumas y patas y pescuezos en el centro de una alborotada ovaci�n. Despedido contra las tablas de la barrera el adversario daba una vuelta sobre s� mismo y regresaba al asalto. Su gallo no atac�. Rechaz� cada asalto y volvi� a caer exactamente en el mismo sitio. Pero ahora sus patas no temblaban.
         Germ�n salt� la barrera, lo levant� con las dos manos y lo mostr� al p�blico de las grader�as. Hubo una fren�tica explosi�n de aplausos y gritos. El coronel not� la desproporci�n entre el entusiasmo de la ovaci�n y la intensidad del espect�culo. Le pareci� una farsa a la cual �voluntaria y conscientemente� se prestaban tambi�n los gallos.
         Examin� la galer�a circular impulsado por una curiosidad un poco despreciativa. Una multitud exaltada se precipit� por las grader�as hacia la pista. El coronel observ� la confusi�n de rostros c�lidos, ansiosos, terriblemente vivos. Era gente nueva. Toda la gente nueva del pueblo. Revivi� �como en un presagio� un instante borrado en el horizonte de su memoria. Entonces salt� la barrera, se abri� paso a trav�s de la multitud concentrada en el redondel y se enfrent� a los tranquilos ojos de Germ�n. Se miraron sin parpadear.
         �Buenas tardes, coronel.
         El coronel le quit� el gallo. �Buenas tardes�, murmur�. Y no dijo nada m�s porque lo estremeci� la caliente y profunda palpitaci�n del animal. Pens� que nunca hab�a tenido una cosa tan viva entre las manos.
         �Usted no estaba en la casa �dijo Germ�n, perplejo.
         Lo interrumpi� una nueva ovaci�n. El coronel se sinti� intimidado. Volvi� a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y sali� a la calle con el gallo bajo el brazo.
         Todo el pueblo �la gente de abajo� sali� a verlo pasar seguido por los ni�os de la escuela.
         Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vend�a medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se hab�a detenido a escuchar su preg�n. Pero cuando pas� el coronel con el gallo la atenci�n se desplaz� hacia �l. Nunca hab�a sido tan largo el camino de su casa.
         No se arrepinti�. Desde hac�a mucho tiempo el pueblo yac�a en una especie de sopor, estragado por diez a�os de historia. Esa tarde �otro viernes sin carta� la gente hab�a despertado. El coronel se acord� de otra �poca. Se vio a s� mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espect�culo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acord� de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanic�ndose en el patio de su casa al comp�s de la m�sica. Revivi� casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos.
         Cruz� por la calle paralela al r�o, y tambi�n all� encontr� la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de una tienda una mujer grit� algo relacionado con el gallo. �l sigui� absorto hasta su casa, todav�a oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovaci�n de la gallera.
         En la puerta se dirigi� a los ni�os.
         �Todos para su casa �dijo�. Al que entre lo saco a correazos.
         Puso la tranca y se dirigi� directamente a la cocina. Su mujer sali� asfixi�ndose del dormitorio.
         �Se lo llevaron a la fuerza �grit�. Les dije que el gallo no saldr�a de esta casa mientras yo estuviera viva.
         El coronel amarr� el gallo al soporte de la hornilla. Cambi� el agua al tarro, perseguido por la voz fren�tica de la mujer.
         �Dijeron que se lo llevar�an por encima de nuestros cad�veres �dijo�. Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo.
         S�lo cuando termin� con el gallo el coronel se enfrent� al rostro trastornado de su mujer.
         Descubri� sin asombro que no le produc�a remordimiento ni compasi�n.
         �Hicieron bien �dijo calmadamente. Y luego, registr�ndose los bolsillos, agreg�, con una especie de insondable dulzura�: El gallo no se vende.
         Ella lo sigui� hasta el dormitorio. Lo sinti� completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo junt� al que ten�a en los bolsillos, cont� el total y lo guard� en el ropero.
         �Ah� hay veintinueve pesos para devolv�rselos a mi compadre Sabas �dijo�. El resto se le paga cuando venga la pensi�n.
         �Y si no viene... �pregunt� la mujer.
         �Vendr�.
         �Pero si no viene...
         �Pues entonces no se le paga.
         Encontr� los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvi� al armario por la caja de cart�n, limpi� la suela con un trapo y meti� los zapatos en la caja, como los llev� su esposa el domingo en la noche. Ella no se movi�.
         �Los zapatos se devuelven �dijo el coronel�. Son trece pesos m�s para mi compadre.
         �No los reciben �dijo ella.
         �Tienen que recibirlos �replic� el coronel�. S�lo me los he puesto dos veces.
         �Los turcos no entienden de esas cosas �dijo la mujer.
         �Tienen que entender.
         �Y si no entienden...
         �Pues entonces que no entiendan.
         Se acostaron sin comer. El coronel esper� a que su mujer terminara el rosario para apagar la l�mpara. Pero no pudo dormir. Oy� las campanas de la censura cinematogr�fica, y casi enseguida �tres horas despu�s� el toque de queda. La pedregosa respiraci�n de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel ten�a a�n los ojos abiertos cuando ella habl� con una voz reposada, conciliatoria.
         �Est�s despierto.
         �S�.
         �Trata de entrar en raz�n �dijo la mujer�. Habla ma�ana con mi compadre Sabas.
         �No viene hasta el lunes.
         �Mejor �dijo la mujer�. As� tendr�s tres d�as para recapacitar.
         �No hay nada que recapacitar �dijo el coronel.
         El viscoso aire de octubre hab�a sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvi� a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todav�a no hab�a podido dormir. Pero sab�a que su mujer tambi�n estaba despierta. Trat� de cambiar de posici�n en la hamaca.
         �Est�s desvelado �dijo la mujer.
         �S�.
         Ella pens� un momento.
         �No estamos en condiciones de hacer esto �dijo�. Ponte a pensar cu�ntos son cuatrocientos pesos juntos.
         �Ya falta poco para que venga la pensi�n �dijo el coronel.
         �Est�s diciendo lo mismo desde hace quince a�os.
         �Por eso �dijo el coronel�. Ya no puede demorar mucho m�s.
         Ella hizo un silencio. Pero cuando volvi� a hablar, al coronel le pareci� que el tiempo no hab�a transcurrido.
         �Tengo la impresi�n de que esa plata no llegar� nunca �dijo la mujer.
         �Llegar�.
         �Y si no llega...
         �l no encontr� la voz para responder. Al primer canto del gallo tropez� con la realidad, pero volvi� a hundirse en un sue�o denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despert�, ya el sol estaba alto. Su mujer dorm�a. El coronel repiti� met�dicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esper� a su esposa para desayunar.
         Ella se levant� impenetrable. Se dieron los buenos d�as y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbi� una taza de caf� negro acompa�ada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pas� toda la ma�ana en la sastrer�a. A la una volvi� a la casa y encontr� a su mujer remendando entre las begonias.
         �Es hora del almuerzo �dijo.
         �No hay almuerzo �dijo la mujer.
         �l se encogi� de hombros. Trat� de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los ni�os entraran a la cocina. Cuando regres� al corredor, la mesa estaba servida.
         En el curso del almuerzo el coronel comprendi� que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarm�. Conoc�a el car�cter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todav�a m�s por cuarenta a�os de amargura. La muerte de su hijo no le arranc� una l�grima.
         Fij� directamente en sus ojos una mirada de reprobaci�n. Ella se mordi� los labios, se sec� los p�rpados con la manga y sigui� almorzando.
         �Eres un desconsiderado �dijo.
         El coronel no habl�.
         �Eres caprichoso, terco y desconsiderado �repiti� ella. Cruz� los cubiertos sobre el plato, pero enseguida rectific� supersticiosamente la posici�n.
         Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideraci�n que un gallo.
         �Es distinto �dijo el coronel.
         �Es lo mismo �replic� la mujer�. Deb�as darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agon�a.
         El coronel no habl� hasta cuando no termin� de almorzar.
         �Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo enseguida �dijo�. Pero si no, no.
         Esa tarde llev� el gallo a la gallera. De regreso encontr� a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. All� estuvo hasta la prima noche. Luego se acost� sin dirigirse a su marido.
         Mastic� oraciones hasta un poco despu�s del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la l�mpara. Pero ella se opuso.
         �No quiero morirme en tinieblas �dijo.
         El coronel dej� la l�mpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Ten�a deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tir�n cuarenta y cuatro d�as y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo, pero se sab�a amenazado por la vigilia de la mujer.
         �Es la misma historia de siempre �comenz� ella un momento despu�s�. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta a�os.
         El coronel guard� silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. �l respondi� que s�. La mujer continu� en un tono liso, fluyente, implacable.
         �Todo el mundo ganar� con el gallo, menos nosotros. Somos los �nicos que no tenemos ni un centavo para apostar.
         �El due�o del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.
         �Tambi�n ten�as derecho a tu pensi�n de veterano despu�s de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y t� est�s muerto de hambre, completamente solo.
         �No estoy solo �dijo el coronel.
         Trat� de explicar algo, pero lo venci� el sue�o. Ella sigui� hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dorm�a. Entonces sali� del mosquitero y se pase� por la sala en tinieblas. All� sigui� hablando. El coronel la llam� en la madrugada.
         Ella apareci� en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la l�mpara casi extinguida.
         La apag� antes de entrar al mosquitero. Pero sigui� hablando.
         �Vamos a hacer una cosa �la interrumpi� el coronel.
         �Lo �nico que se puede hacer es vender el gallo �dijo la mujer.
         �Tambi�n se puede vender el reloj.
         �No lo compran.
         �Ma�ana tratar� de que �lvaro me d� los cuarenta pesos.
         �No te los da.
         �Entonces se vende el cuadro.
         Cuando la mujer volvi� a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibi� su respiraci�n impregnada de hierbas medicinales.
         �No lo compran �dijo.
         �Ya veremos �dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteraci�n en la voz�. Ahora du�rmete. Si ma�ana no se puede vender nada, se pensar� en otra cosa.
         Trat� de tener los ojos abiertos, pero lo quebrant� el sue�o. Cay� hasta el fondo de una sustancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer ten�an un significado diferente. Pero un instante despu�s se sinti� sacudido por el hombro.
         �Cont�stame.
         El coronel no supo si hab�a o�do esa palabra antes o despu�s del sue�o. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pens� que ten�a fiebre. Le ard�an los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.
         �Qu� se puede hacer si no se puede vender nada �repiti� la mujer.
         �Entonces ya ser� veinte de enero �dijo el coronel, perfectamente consciente�. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.
         �Si el gallo gana �dijo la mujer�. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.
         �Es un gallo que no puede perder.
         �Pero suponte que pierda.
         �Todav�a faltan cuarenta y cinco d�as para empezar a pensar en eso �dijo el coronel.
         La mujer se desesper�.
         �Y mientras tanto qu� comemos �pregunt�, y agarr� al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudi� con energ�a�. Dime, qu� comemos.
         El coronel necesit� setenta y cinco a�os �los setenta y cinco a�os de su vida, minuto a minuto� para llegar a ese instante. Se sinti� puro, expl�cito, invencible, en el momento de responder.
         � Mierda.


Par�s, enero de 1957.





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