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Crímenes que cambiaron la historia: episodio 17

El asesinato de León Trotsky

Tras años en el punto de mira de Stalin, Trotsky encontró la muerte en manos de quien menos lo esperaba. Con su asesinato se apagó la esperanza de una URSS diferente.

Tras años en el punto de mira de Stalin, Trotsky encontró la muerte en manos de quien menos lo esperaba. Con su asesinato se apagó la esperanza de una URSS diferente.

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

León Trotsky murió a los sesenta años, repudiado por su propio partido, y muy lejos del país que había ayudado a transformar. Tras una vida al servicio de la revolución que acabó con la Rusia zarista, se vio exiliado de su propia tierra y en peligro constante. Tras la muerte de Lenin (el primer dirigente de la Unión Soviética), Trotsky y su principal rival, Stalin, se enzarzaron en una lucha encarnizada por el poder. Cuando Stalin consiguió imponerse, expulsó a Trotsky del gobierno, del partido, y del país. Pero, aún a casi once mil kilómetros de distancia, Trotsky no estaba a salvo de la maquinaria sangrienta del más peligroso líder de la Unión Soviética.

En la tarde del 20 de agosto de 1940, León Trotsky se disponía a alimentar a los conejos que criaba en su casa de Coyoacán, en Ciudad de México. Trotsky se había instalado allí con su esposa Natalia, después de que el presidente mexicano Lázaro Cárdenas les ofreciese asilo político tres años antes. En aquel momento, la casa de Trotsky era más bien una fortaleza.

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Lenin, Trotsky y Kamenev en Moscú, Rusia, 1920.

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En mayo de ese mismo año, un grupo de veinte hombres armados con metralletas habían conseguido entrar en el recinto de su casa con una misión que cumplir: asesinar a Trotsky. Los mercenarios cosieron los muros de la casa a balazos, pero no consiguieron dar en el blanco, y tuvieron que retirarse enseguida para evitar ser capturados. Tras este intento de asesinato, Trotsky no tuvo más remedio que reforzar la seguridad de su casa al máximo.

Sus guardaespaldas, que eran mayoritariamente americanos jóvenes y trotskistas, creían que el próximo ataque llegaría en forma de bomba. Con esta idea en mente, aumentaron la altura de los muros exteriores, tapiaron ventanas con ladrillos, y construyeron torres de vigilancia. Las obras fueron financiadas por benefactores estadounidenses que simpatizaban con Trotsky, y que lo veían como un faro del antiestalinismo. En una de sus cartas, Trotsky lo explicaba así:

“Gracias a los esfuerzos de nuestros amigos norteamericanos, nuestra pacífica casa suburbana se está convirtiendo, semana tras semana, en una fortaleza; y, al mismo tiempo, en una cárcel”.

Aquella tarde de agosto, tres meses después del intento de asesinato, los guardaespaldas de Trotsky continuaban ocupados en las obras de la casa. Los hombres estaban instalando una sirena en el tejado cuando vieron una cara familiar junto a la reja de entrada al recinto. Enseguida reconocieron al visitante como Frank Jacson, un canadiense de veintisiete años, amigo de la familia Trotsky. El problema era que ni esta era su verdadera identidad, ni sus visitas eran amistosas; especialmente, la de aquella tarde.

Una vida dedicada a la revolución

León Davidovich Bronstein, después conocido como León Trotsky, se acostumbró a tener enemigos desde muy joven. Nacido en Ucrania, en una familia de campesinos judíos, León creció en el ambiente ultra represivo del Imperio ruso. A finales del siglo XIX, Rusia era uno de los países más pobres y atrasados de Europa. La inmensa mayoría de la población era campesina, con una creciente minoría de obreros industriales; en todo caso, tanto campesinos como obreros tenían que soportar unas condiciones de trabajo miserables. Las hambrunas, las guerras, y la corrupción descarada de las autoridades sembraron la semilla del descontento social, que no hizo más que crecer durante la infancia y adolescencia de Trotsky.

A los dieciocho años, Trotsky abrazó el marxismo y se puso un objetivo que lo acompañaría toda la vida: luchar por la revolución de los trabajadores de todo el mundo. El joven León fue arrestado por su actividad revolucionaria y enviado a campos de trabajo de Siberia dos veces como castigo. Entre esos dos exilios, escapó a Londres con un pasaporte falso, bajo el nombre de León Trotsky. Fue allí donde conoció a su camarada revolucionario Vladimir Lenin.

El estallido revolucionario de 1905 hizo que Trotsky volviese a Rusia. Una vez allí, se convirtió en portavoz del Soviet de San Petersburgo, un organismo formado por representantes de los obreros en huelga y destinado a coordinar actividades revolucionarias. Esto le costó su segundo exilio en Siberia. Pero, igual que la primera vez, Trotsky consiguió escapar. Entonces, se estableció en Viena, y después en Suiza, París y Nueva York. Allí se dedicó a escribir para diarios y publicaciones, y trabajó en obras propias sobre sus predicciones políticas para aquel mundo cambiante y emocionante.

En febrero de1917, el movimiento revolucionario ruso obligó al zar Nicolás II a abdicar; la revolución era ya imparable. Trotsky volvió a Rusia tan pronto como pudo, y una vez allí se unió a los bolcheviques, la facción más extrema del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, que lideraba Vladimir Lenin. Trotsky y Lenin empezaron a organizar el golpe definitivo al régimen zarista, que llegó en octubre.

El día 25 de ese mes (el 7 de noviembre en el calendario juliano), las fuerzas bolcheviques de Petrogrado asaltaron el Palacio de Invierno, el gran símbolo del poder zarista, y derrocaron al gobierno provisional, que estaba tan debilitado que apenas puso resistencia. Los bolcheviques empezaron a ocupar puntos estratégicos de la ciudad, y Lenin formó un gobierno soviético formado por consejos de soldados, campesinos y obreros.

 

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Leon Trotsky hablando a las tropas del Ejército Rojo en 1925.

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Pero no todo el mundo estaba conforme: monárquicos, capitalistas y socialistas demócratas no querían una dictadura comunista. Algunos de estas fuerzas disconformes se unieron en lo que llamaron el Ejército Blanco, que libró una cruenta guerra civil contra el Ejército Rojo, diseñado y organizado por Trotsky. Al principio de la guerra, el Ejército Rojo era un grupo muy desorganizado de voluntarios; pero gracias a sus famosas dotes organizativas y a la disciplina que impuso sobre sus hombres, Trotsky consiguió hacer del Ejército Rojo una máquina de matar terriblemente eficiente.

Su liderazgo fue crucial para la victoria, que llegó en 1923. Tras años de violencia y agitación política, Lenin tenía vía libre para instaurar la Unión Soviética oficialmente y cambiar el país de arriba abajo; pero reconstruir una nación tan vasta desde los escombros de la guerra no iba a ser una tarea fácil…

La dureza de los primeros años de la década de 1920 chocó contra las esperanzas del nuevo gobierno soviético. Primero la guerra mundial y después la guerra civil habían hecho estragos en la economía del país, y la clase obrera estaba una situación desesperada. Además, a nivel internacional, la recién estrenada Unión Soviética estaba sola.

Trotsky creía que el ejemplo ruso encendería la llama de la revolución en países de todo el mundo, pero sus predicciones no se estaban cumpliendo. Más bien al contrario: la revolución bolchevique se empezaba a ver como una amenaza a evitar, y se extendió el “miedo rojo”, especialmente en Estados Unidos. Como consecuencia, las medidas contra los movimientos de izquierda radical se endurecieron, y sus defensores sufrieron grandes varapalos en países como Alemania, Hungría y Estonia.

El consejero de Lenin

Dentro del gobierno soviético, Trotsky se estableció claramente como la mano derecha de Lenin. En materia intelectual y eficiencia administrativa, Trotsky superaba a Lenin, pero se quedaba corto en habilidades de manipulación política; esto hizo que le costara ganarse la simpatía de algunos de sus camaradas de gobierno. Cuando Lenin sufrió su primera hemorragia cerebral, la cuestión de quién sería el próximo líder de la Unión Soviética empezó a estar en boca de todos.

Trotsky, que tenía un currículum brillante y rebosaba carisma, era el candidato más evidente. Pero algunos miembros del gobierno no lo veían con buenos ojos. Ellos llevaban años siguiendo a Lenin, mientras que Trotsky se había unido a los bolcheviques hacía relativamente poco; tenían celos de él, y se sentían intimidados por su popularidad, así que se conjuraron contra él. Pronto uno de estos rivales empezó a destacar por encima de los demás. Su nombre era Iósif Stalin.

En los inicios del gobierno de Lenin, Stalin había pasado bastante desapercibido. De hecho, el propio Trotsky definió al Stalin de aquella época como “una sombra apenas perceptible”. En 1922, Lenin nombró a Stalin Secretario General del Partido Comunista; desde esta posición, empezó a acumular poder y autoridad en cuanto a afiliaciones y nombramientos dentro del partido. Al morir Lenin, en enero de 1924, la rivalidad entre Trotsky y Stalin se convirtió en una batalla abierta por el futuro de la Unión Soviética.

Stalin aprovechó la situación para colocar a sus seguidores en posiciones de poder en el Partido Comunista, y para introducir sus propias ideas sobre lo que él quería hacer de Rusia. Stalin pensaba que la revolución socialista podía conseguir sostenerse en un solo país -la Unión Soviética-, al margen de los demás. Trotsky, en cambio, creía en la “revolución permanente”; es decir, para él, el éxito de una revolución socialista en un país dependía de que otros países siguieran este mismo camino.

Según Trotsky, un sistema económico no podía sostenerse si existía de manera aislada; necesitaba funcionar como un sistema global para florecer, y no limitarse a un solo país. Stalin despreciaba la idea de Trotsky de la “revolución permanente”, y empezó a utilizar el término “trotskismo” como sinónimo de elitismo, sectarismo y falta de conexión con las masas de obreros y campesinos. Trotsky contraatacó criticando la creciente burocratización de la vida política que buscaba Stalin, su abandono del viejo ideal revolucionario del internacionalismo, y la transformación del marxismo en marxismo-leninismo, un dogma que no se podía cuestionar.

Gracias a su discurso, Trotsky ganó muchos apoyos, y formó lo que se conoció como la Oposición de Izquierda. El objetivo de este grupo era reformar la política del Partido Comunista y trabajar por la revolución socialista internacional, en oposición a la burocracia conservadora, pragmática y nacionalista que Stalin aspiraba a implantar.

El proyecto de Trotsky para revitalizar la Unión Soviética se ha considerado en general mucho más interesante y perspicaz que el de Stalin. Pero las maniobras de los burócratas estalinistas empezaron a ganarle la partida. Stalin fue expulsando a sus detractores de las posiciones de poder del partido, que utilizaba como su club privado.

Su campaña de desprestigio contra Trotsky se intensificó, y se aderezó con unas gotas de antisemitismo. Finalmente, en 1926 Stalin acumuló suficiente poder como para expulsar a Trotsky y a sus aliados del Partido Comunista. Un año después, Trotsky fue condenado al exilio, esta vez en Kazajistán, y luego en Turquía. Finalmente, en 1929, Stalin prohibió a Trotsky y a su esposa Natalia volver a pisar suelo ruso.

En el exilio, Trotsky se dedicó a escribir. Sobre Stalin dijo:

“Tiene el don del pragmatismo, posee una voluntad fuerte, y es perseverante a la hora de cumplir sus objetivos. Pero su horizonte político es limitado, y su bagaje teórico, primitivo (…) Su mente es tercamente empírica y carente de imaginación.”

Para Trotsky, Stalin era una figura de segunda o tercera fila, y el hecho de que hubiese conseguido hacerse con el poder era indicativo de la crisis que atravesaba la Unión Soviética. Pero lo cierto es que esta “crisis” no era tanto un período de transición como el comienzo de una nueva era. Sin rivales a la vista, Stalin empezó a implementar sus propios programas, e incluso robó algunos de los que había defendido Trotsky. Y lo hizo a base de derramar sangre si era necesario.

 

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León Trotsky llega a Petrogrado en mayo de 1917.

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Trotsky no dudó en etiquetar a su viejo rival de “dictador totalitario”, describiéndolo como un déspota que se comportaba como un monarca absoluto, y que conducía un régimen burocrático, rodeado de una casta privilegiada que desdeñaba a la clase trabajadora. En su época al servicio de Lenin, Trotsky había aceptado el uso de métodos dictatoriales para gobernar el país; pero ahora los rechazaba.

Para él, el panorama en la URSS era desolador, y solo se podía cambiar de una manera: a través de una revolución proletaria a nivel europeo que echase abajo el régimen estalinista. Una vez que fuese derrocado el dictador, Trotsky sugería que se celebrasen elecciones democráticas, y se garantizase la libertad de prensa. Mientras los partidos políticos no intentasen restaurar el capitalismo, podrían funcionar y competir por el poder. En esta Rusia liberada imaginada por Trotsky, la ciencia y las artes florecerían una vez más, y el estado estaría en condiciones de satisfacer las necesidades de los trabajadores y de acabar con la desigualdad social. Entonces, la juventud tendría libertad para “respirar, criticar, cometer errores, y crecer”. Pero, mientras Trotsky idealizaba el futuro, Stalin maquinaba para quitárselo.

Stalin no tenía suficiente con expulsar a Trotsky del partido y de la URSS: quería eliminar todo rastro de oposición que desafiase su autoridad y su régimen ultra represor. Por eso no solo persiguió a Trotsky implacablemente, de país en país, sino que también intentó dar caza a cualquiera que considerase aliado suyo. Stalin hizo desaparecer a muchos de sus colaboradores, incluyendo a sus dos hijos, León y Sergei. En la misma época se celebraron los juicios de Moscú, la cara más visible de las purgas estalinistas.

Esta farsa judicial sirvió para liquidar a viejos adversarios, y arrestar, encarcelar o eliminar a millones de ciudadanos soviéticos inocentes. En estos procesos, Trotsky fue juzgado a distancia por, supuestamente, liderar una conspiración antisoviética internacional y tener conexiones con la Gestapo, con Mussolini, con el gobierno del Japón imperial, y con democracias capitalistas.

Trotsky se defendió enérgicamente, y consiguió el apoyo de figuras relevantes, como Diego Rivera y Frida Kahlo -con quien Trotsky tuvo un romance-. No había pruebas que demostraran los cargos de los que era acusado, pero eso no importaba: en 1936, los jueces de Moscú encontraron a Trotsky culpable, y lo sentenciaron a muerte.

Muerte en México

Frank Jacson era uno de los nombres falsos que Ramón Mercader utilizó para cumplir la misión más importante de su vida como agente al servicio de la URSS. Mercader pertenecía a una familia acomodada catalana. Su padre era un industrial textil, y su madre, Caridad, era comunista militante. De joven, Mercader entró en contacto con organizaciones de izquierda, y en la Guerra Civil española luchó por el bando republicano. Pronto fue reclutado por Nahum Eitingon, un oficial soviético de los servicios de inteligencia, que lo envió a la URSS para ser entrenado como agente secreto.

Una vez formado, empezó a infiltrarse en ambientes trotskistas con un objetivo claro: acercarse lo máximo posible a Trotsky, y matarlo. Para cumplir este encargo, Mercader adoptó varias identidades falsas. En París se ganó la confianza de Sylvia Ageloff, una mujer joven americana que pertenecía al círculo de confianza de Trotsky. Mercader consiguió empezar una falsa relación sentimental con Ageloff, y la pareja se instaló en México, donde ya vivía Trotsky con su familia.

Mercader consiguió que Ageloff le presentara a Trotsky, y pronto se convirtió en un visitante habitual en su casa de Coyoacán. Mercader charlaba con Trotsky de política y fingía simpatizar con sus ideas, se ganó la confianza de sus guardaespaldas, y hacía pequeños favores y recados a la familia. Se dice que dibujó planos de la casa de Trotsky para ayudar al grupo de asesinos que atacó primero. Tras este fracaso, que enfureció a Stalin, los agentes soviéticos pusieron en marcha el plan B, y Mercader se preparó para pasar a la historia.

El 20 de agosto de 1940, Ramón Mercader -bajo la falsa identidad de Frank Jacson- entró en la casa de Trotsky en Coyoacán, como había hecho tantas veces antes, sin levantar sospechas. El motivo de la visita era que había escrito un artículo, y quería que Trotsky le echase un vistazo. Pero esto no era lo único que Mercader llevaba encima: escondido bajo un chubasquero que le colgaba del brazo, sostenía un piolet, una especie de pico de metal afilado con mango de madera que suelen utilizar los alpinistas.

Trotsky recibió al visitante y se dirigieron a su estudio, donde Mercader le entregó el artículo que había escrito. Trotsky cogió los papeles y se acercó a la ventana, donde la luz le permitía leer mejor; entonces, Mercader alzó el piolet y, con un movimiento feroz y decidido, clavó la punta afilada en el cráneo de Trotsky. La sangre empezó a brotar de su cabeza, pero Trotsky reunió las fuerzas necesarias para forcejear con su atacante.

En ese momento, sus guardaespaldas entraron en el estudio, alarmados. Los hombres se encontraron a Mercader empuñando una pistola automática; pero esta no era la única arma que tenía: también llevaba un puñal en el bolsillo del chubasquero, ahora salpicado de sangre. Los guardaespaldas desarmaron al atacante y empezaron a golpearlo, pero Trotsky, con el poco aliento que le quedaba, les ordenó parar con estas palabras:

“¡No lo matéis! ¡Tiene que hablar!”.

Trotsky fue trasladado al hospital enseguida, y operado de urgencia. Tras la cirugía, parecía que su salud no corría peligro. Pero, al día siguiente, entró en coma, y, esa misma tarde, falleció. Stalin por fin respiraba tranquilo: su mayor rival era historia.

En otra habitación del mismo hospital donde murió Trotsky, Mercader libraba su propia batalla. El asesino llevaba consigo una carta de confesión, por si él mismo era moría mientras cumplía su misión. En la carta se presentaba como Jacques Mornard, un trotskista belga desencantado con su héroe porque este rechazaba bendecir su unión con Ageloff, y porque supuestamente había intentado involucrarlo a la fuerza en una conspiración contra Stalin.

Ageloff confirmó que el nombre del detenido era Jacques Mornard, y que en México se hacía llamar Frank Jacson por motivos de seguridad. Pero entonces se descubrió que su verdadero nombre era Ramón Mercader, y que su relación con Sylvia Ageloff había sido una farsa que el asesino había utilizado para acercarse a Trotsky y matarlo. Ageloff quedó tan devastada ante esta revelación, que intentó suicidarse.

Las autoridades mexicanas juzgaron a Mercader y lo condenaron a veinte años de cárcel. El gobierno soviético negó ser responsable del asesinato de Trotsky, pero no disimuló su alegría por su muerte; de hecho, Stalin condecoró a Mercader en secreto con la Orden de Lenin, el máximo galardón de la URSS. Al salir de la cárcel, en 1960, Mercader viajó a Moscú y recibió otro premio: el de Héroe de la Unión Soviética. Pasó el resto de su vida entre Cuba y la URSS, hasta su muerte, a finales de los años setenta.

A día de hoy, pocos dudan de que Trotsky fue la mente más lúcida de la Revolución rusa. Imaginativo, trabajador, buen orador, y mejor administrador, algunos de sus camaradas, sin embargo, lo veían arrogante y demasiado intelectual; por eso nunca consiguió convertirse en un líder lo bastante fuerte como para imponerse a Stalin, su enemigo mortal.

Si Trotsky hubiese ganado la batalla por el poder, seguramente el régimen soviético hubiese sido diferente, sobre todo en cuanto a asuntos exteriores, políticas culturales, y el uso del terror como arma represiva. Pero lo cierto es que el fracaso de Trotsky parece haber sido casi inevitable, teniendo en cuenta su propio carácter y las condiciones de gobierno autoritario que marcaba el Partido Comunista.

En su afán por eliminar a todo rival imaginable, y demostrando su nulo respeto por la vida humana, Stalin consiguió convertir a Trotsky en un paria político, y, finalmente, liquidarlo. Pero, al hacerlo, Stalin no solo enterró a su mayor oponente: como profetizó el propio Trotsky, Stalin también fue “el enterrador de la revolución”.