Psicologia: Ciência e Profissão 2017 v. 37 (núm. esp.), 11-27.
https://doi.org/10.1590/1982-3703010002017
Psicología y Destrucción del Psiquismo: La Utilización Profesional
del Conocimiento Psicológico para la Tortura de Presos Políticos
David Pavón-Cuéllar
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México.
Resumen: El artículo aborda el tema de la utilización de la Psicología para la tortura de presos
políticos en el mundo y especialmente en América Latina. Primero se incursiona en el reciente
debate sobre los psicólogos torturadores de los Estados Unidos. Luego se recuerdan los
precedentes del empleo de la Psicología para torturar en la Alemania nazi, la España franquista,
la represión colonial francesa en Argelia y la estrategia militar estadounidense durante la Guerra
Fría. La consideración de tales precedentes y del reciente debate en los Estados Unidos permite
llegar a una representación general de la forma en que la Psicología opera en la tortura como
forma de supresión y desintegración del psiquismo. Esta representación general guía un análisis
de los casos de cuatro profesionales de la salud mental que pusieron sus profesiones al servicio
de regímenes autoritarios latinoamericanos para torturar a presos políticos entre los años 60 y
70 del siglo XX: el psiquiatra mexicano Salvador Roquet, el psicoanalista brasileño Amílcar Lobo
Moreira, el psicólogo uruguayo Dolcey Brito y el psicólogo chileno Hernán Tuane.
Palabras clave: Dictadura, Tortura, Psicología, Psicoanálisis, Psiquiatría.
Psicologia e Destruição do Psiquismo: a Utilização Profissional do
Conhecimento Psicológico para a Tortura de Presos Políticos
Resumo: O artigo aborda o tema da utilização da Psicologia para a tortura de presos políticos
no mundo e especialmente na América Latina. Primeiro discorre-se acerca do recente debate
sobre os psicólogos torturadores dos Estados Unidos. Logo recorda-se os precedentes do
emprego da Psicologia para torturar na Alemanha nazista, na Espanha franquista, na repressão
colonial francesa na Argélia e na estratégia militar estadunidense durante a Guerra Fria. A
consideração de tais precedentes e do recente debate nos Estados Unidos permite chegar a uma
representação geral da forma com que a Psicologia opera na tortura como forma de supressão
e desintegração do psiquismo. Esta representação geral guia uma análise dos casos de quatro
profissionais de saúde mental que colocaram suas profissões ao serviço de regimes autoritários
latino-americanos para torturar presos políticos entre os anos 60 e 70 do século XX: o psiquiatra
mexicano Salvador Roquet, o psicanalista brasileiro Amílcar Lobo Moreira, o psicólogo uruguaio
Dolcey Brito e o psicólogo chileno Hernán Tuane.
Palavras-chave: Ditadura, Tortura, Psicologia, Psicanálise, Psiquiatria.
Disponível em www.scielo.br/pcp
Psicologia: Ciência e Profissão 2017 v. 37 (núm. esp.), 11-27.
Psychology and Destruction of the Psyche: the Professional use of
Psychological Knowledge for Torture of Political Prisoners
Abstract: This article addresses the issue of the use of Psychology for the torture of political
prisoners in the world and especially in Latin America. First, it examines the recent debate on
psychologists involved in torture in the United States. Then it reminds the precedents of the
use of Psychology to torture in Nazi Germany, Francoist Spain, French colonial repression in
Algeria and US military strategy during the Cold War. The consideration of such precedents and
the recent debate in the United States allows arriving at a general representation of the way in
which Psychology operates in torture understood as a form of suppression and disintegration
of the psyche. This general representation guides an analysis of the cases of four mental health
professionals who put their professions at the service of Latin American authoritarian regimes
to torture political prisoners between the 1960s and 1970s: the Mexican psychiatrist Salvador
Roquet, the Brazilian psychoanalyst Amílcar Lobo Moreira, the Uruguayan psychologist Dolcey
Brito and the Chilean psychologist Hernán Tuane.
Keywords: Dictatorship, Torture, Psychology, Psychoanalysis, Psychiatry.
Introducción
Al ocuparse de la relación entre la Psicología y la
tortura, Suedfeld (1990) la concibió a través de tres
posibles roles del psicólogo: el de torturado, el de torturador y el de agente externo que intenta comprender la tortura y tratar sus efectos en sus víctimas. Este
último rol, el más natural según Suedfeld, es efectivamente el que suelen desempeñar los psicólogos en la
variada literatura científica y académica sobre el tema.
En sus reflexiones e investigaciones sobre la tortura,
los profesionales de la Psicología no aparecen generalmente ni como víctimas ni como verdugos, sino
como especialistas o como sanadores, como quienes
comprenden o como quienes tratan.
En lo que se refiere a la comprensión psicológica
de la tortura, se han considerado factores tan disímiles como el poder de la situación (Haney, Banks,
& Zimbardo, 1973), la obediencia a la autoridad por
parte del torturador (Milgram, 1974), los mecanismos
defensivos internos del propio torturador y el papel
externo de la dominación y de las contradicciones
sociales (Bendfeldt-Zachrisson, 1988), una hipotética
destructividad humana extrema (Staub, 1990), diversos aspectos contextuales e ideológicos (Dobles, 1990),
la influencia de los contextos sociales y de las presiones
y prejuicios también sociales (Fiske, Harris, & Cuddy,
2004), la falsa creencia popular en la eficacia de la tortura (Janoff-Bulman, 2007), la deshumanización de la
12
víctima (Viki, Osgood, & Phillips, 2013) y la personalidad
autoritaria y socialmente dominante (Lindén, Björklund,
& Bäckström, 2016). En lo concerniente al tratamiento
psicológico, psicoterapéutico y psicosocial de los efectos de la tortura, tenemos valiosas propuestas generales
(v.g. Gorman, 2001; Pope, & Garcia-Peltoniemi, 1991;
Wilson y Drozdek, 2004) y evaluaciones de las propuestas (v.g. Campbell, 2007; Patel, Willias, & Kellezi, 2016),
así como testimonios de intervenciones que se han
realizado, por ejemplo, entre exiliados sudamericanos
en Bélgica (González-Bermejo, 1979), entre víctimas de
la represión política en Chile (Lira, & Weinstein, 1984)
y Guatemala (Hanscom, 2001), entre palestinos en Gaza
(Qouta, & El-Sarraj, 2002), entre los refugiados tibetanos
en la India (Ketzer, & Crescenzi, 2002) y entre víctimas
de opositores maoístas y de fuerzas represivas gubernamentales en Nepal (Van Ommeren, Sharma, Prasain,
& Poudyal, 2002).
Además de hacer lo que suelen hacer, comprender y tratar los efectos de la tortura, puede ocurrir que
los profesionales de la Psicología, siguiendo la distinción de Suedfeld, sean ellos mismos torturados o
torturadores. El primer caso, ya estudiado en contextos como el brasileño (Carvalho, 2013) y el argentino
(Carpintero, & Vainer, 2005), pone a los psicólogos en
la situación de cualquier víctima de tortura y quizás
tan solo resulte significativo para la Psicología por lo
que nos enseña sobre su historia, sobre su lugar en la
Pavón-Cuéllar, David (2017). Psicología y Destrucción del Psiquismo.
sociedad y sobre los riesgos de algunas formas de ejercicio profesional. En cuanto al segundo caso, el de los
psicólogos como quienes torturan o contribuyen de
algún modo a torturar, tiene obviamente una gran significación para la Psicología, pero significativamente
ha sido muy poco abordado en décadas anteriores,
con la excepción de unos pocos estudios generales,
como el clásico de Suedfeld (1990), y otros circunscritos a contextos particulares como el latinoamericano
(v.g. Riquelme, 2004).
El desinterés por el tema es desconcertante
cuando uno considera su gravedad y todo lo que puede
revelarnos sobre la Psicología en sí misma, sobre la
manera en que existe y opera, sobre su función en el
sistema socioeconómico y su relación con el orden
político establecido. Es precisamente por esto que aquí
deseamos abordar el tema de los psicólogos torturadores. Y quizás haya sido por lo mismo, paradójicamente,
que el tema fuera tan desatendido en el pasado, hasta
que llegó el momento, hace poco, en que sencillamente
ya no podía ignorarse más. Fue el momento en que
estalló el escándalo por la participación de psicólogos estadounidenses en la tortura de sospechosos de
terrorismo. Vimos entonces, de pronto, una avalancha
de artículos acerca de algo muy viejo que salía súbitamente a la luz y parecía nuevo, inédito y sin precedentes (v.g. Arrigo, & Long, 2008; Costanzo, Gerrity, & Lykes,
2007; Lira, 2008; Saldarriaga, 2009; Soldz, 2008, 2011;
Suedfeld, 2007; Welch, 2010).
Aunque tomando nuestras distancias con respecto al actual debate en torno a los psicólogos torturadores de los Estados Unidos, lo retomaremos
aquí, de manera lateral, para problematizar algunos
de sus términos y para cuestionar una posición en
la que simultáneamente se ha disimulado y justificado el empleo de la Psicología para torturar. Luego,
aportando una contextualización que suele faltar en
el actual debate, recordaremos brevemente los precedentes de tal empleo en la Alemania nazi, la España
franquista, la represión colonial francesa en Argelia y la estrategia militar estadounidense durante la
Guerra Fría. La consideración de tales precedentes y
del reciente escándalo en los Estados Unidos nos permitirá llegar a una representación general de la forma
en que la Psicología opera en la tortura como forma de
supresión y desintegración del psiquismo. Esta representación general guiará nuestro análisis de los casos
de cuatro profesionales de la salud mental que pusieron sus profesiones al servicio de regímenes autorita-
rios latinoamericanos para torturar a presos políticos
entre los años 60 y 70 del siglo XX: primero el psiquiatra mexicano Salvador Roquet, al que le dedicaremos
una sección completa por ser el primero en el tiempo
y el menos conocido, y luego el psicoanalista brasileño
Amílcar Lobo Moreira, el psicólogo uruguayo Dolcey
Brito y el psicólogo chileno Hernán Tuane, de los que
nos ocuparemos brevemente.
Los casos mencionados no podrán analizarse
aquí de modo amplio y exhaustivo. Tendremos que
ser muy selectivos y centrarnos tan solo en aquellos
detalles con los que mejor pueda confirmarse, ilustrarse y problematizarse nuestra conjetura sobre la
utilización de la Psicología para la destrucción de su
propio objeto. Sin embargo, ante estos detalles, intentaremos dar voz a los involucrados, ofreciendo citas
literales y favoreciendo las fuentes primarias. Nuestro análisis tendrá cierta densidad teórica y será de
carácter crítico reflexivo y no solo histórico narrativo.
En otras palabras, no solo buscará echar luz y atraer la
atención sobre uno de los capítulos más sombríos de
la historia de la Psicología en América Latina, sino que
también intentará elucidar el encargo que la Psicología cumple al utilizarse para suprimir y desintegrar la
esfera psíquica mediante la tortura. Esta elucidación,
a su vez, debería servir para profundizar en todo lo
que está en juego en el actual debate sobre los psicólogos torturadores en los Estados Unidos.
Mitchell, Jessen and Associates: una
compañía de Psicología especializada en
la tortura
En diciembre de 2014, en el Senado de los Estados Unidos, el Comité Selecto sobre Inteligencia hizo
público un informe sobre la tortura de sospechosos de terrorismo por parte de la Agencia Central de
Inteligencia (CIA) durante la presidencia de George
W. Bush (Senate Select Committee on Intelligence,
2014). El informe divulgaba la participación de psicólogos en el diseño y la implementación de “técnicas de interrogación mejorada” que se utilizaban en
centros clandestinos de detención de la CIA alrededor
del mundo, entre ellos Bagram, Guantánamo y Abu
Ghraib, y que incluían diversas formas de tortura,
entre ellas las posiciones corporales incómodas prolongadas, la exposición a un frío intenso o a ruidos
ensordecedores, el ahogamiento simulado, la privación sensorial, la privación de sueño hasta el punto
de provocar alucinaciones, la privación de alimentos
13
Psicologia: Ciência e Profissão 2017 v. 37 (núm. esp.), 11-27.
y bebidas, la rehidratación anal y el confinamiento en
estrechas cajas similares a ataúdes. El parágrafo 13
del mismo informe detallaba cómo la CIA contrató
especialmente a dos psicólogos, fundadores de una
compañía privada especializada en “interrogaciones
mejoradas”, a quienes pagó 80 millones de dólares
para “desarrollar, operar y evaluar las operaciones de
interrogación”, lo que habían hecho “basándose en la
indefensión aprendida” (Senate Select Committee on
Intelligence, 2014, p. 11).
Al mencionar la “indefensión aprendida” (learned helplessness), el informe del Comité Secreto del
Senado se estaba refiriendo a un concepto que le aseguró la celebridad al psicólogo estadounidense Martin
Seligman, promotor de la Psicología positiva y antiguo
presidente de la Asociación Americana de Psicología (APA). El concepto de Seligman (1975) describe la
condición de quien aprende a sentirse impotente y a
comportarse pasivamente por causa de circunstancias
como los castigos continuos. Las torturas, operando
como castigos continuos, harían “aprender la indefensión” a los sospechosos de terrorismo, los cuales,
convertidos en seres indefensos, impotentes y pasivos,
habrían de mostrarse lógicamente más dóciles y sumisos en el curso de sus interrogatorios. Al menos esto era
lo que se esperaba, pero no fue lo que ocurrió, como
lo muestra el informe del Comité Secreto del Senado,
en el que se denuncia la ineficacia de la estrategia dirigida por los dos psicólogos seguidores de Seligman.
El Comité Secreto había cubierto bajo el anonimato a los dos psicólogos que dirigían las torturas de
la CIA, pero los medios no tardaron en identificarlos
y en difundir sus nombres: James Elmer Mitchell y
John Bruce Jessen (Windrem, 2014). La identificación,
por cierto, no podía ser más fácil. Ambos psicólogos
ya habían sido públicamente denunciados mucho
tiempo antes. Eran tan conocidos entre los profesionales de la Psicología, que “la sola reacción ante sus
nombres se había convertido en la prueba de fuego de
la actitud ante la coerción y los derechos humanos”
(Eban, 2007, párr. 18).
Mitchell y Jessen estaban en el centro de una
enardecida controversia que se había desatado por
una resolución de la APA, en julio 2005, en la que se
autorizaba que los psicólogos rindieran sus servicios
en los interrogatorios militares. En el contexto de esta
polémica, el informe del Comité Secreto de 2014 vino
a justificar, validar y reforzar la posición de quienes,
como Costanzo et al. (2007), habían exigido a la APA
14
una “condena clara”, una “investigación independiente” y una “prohibición expresa” de la participación de psicólogos en “torturas o en otras formas de
tratamiento cruel, inhumano o degradante como técnica de interrogación” (p. 10). El mismo informe sirvió para que aprendiéramos a desconfiar de quienes,
como Suedfeld (2007), ponían en duda que los profesionales de la Psicología estuvieran verdaderamente
implicados en “inventar o aplicar técnicas de tortura”
(p. 59), pero al mismo tiempo recomendaban a la APA,
con una buena dosis de cinismo, que alentase a los
psicólogos a que ayudaran a “autoridades legítimas
a evitar falsas confesiones y a obtener información
veraz con el nivel mínimo posible de incomodidad,
privación o dolor (mental o físico) de las personas
interrogadas” (p. 61).
Lo que Suedfeld plantea es bastante claro: aun
cuando las policías de los gobiernos instituidos emplearan el dolor para extraer información, aun cuando
recurrieran a la tortura en sus interrogatorios, deberían ser apoyadas por los profesionales de la Psicología. O peor aún: había que estimular a los psicólogos a
poner su profesión al servicio de los torturadores en los
interrogatorios, pero siempre y cuando la tortura fuera
lo menos dolorosa posible. Sobra decir que “lo menos
dolorosa posible” puede ser sinónimo de “inmensamente dolorosa” cuando se trata de personas particularmente refractarias al interrogatorio. ¿Pero acaso
estas personas no son precisamente aquellas que necesitan ser torturadas? Pedir que “se les torture lo menos
posible para conseguir lo que se necesita” es igual a
pedir que “se les torture solamente lo que se necesita”.
El razonamiento de Suedfeld es el de cualquier torturador simplón y suficientemente sensato: si ya hemos
obtenido todas las informaciones que necesitábamos,
¿para qué molestar al torturado y para qué molestarse
uno mismo al intensificar la tortura?
Como hemos visto, Suedfeld se empeña en disimular y justificar la tortura con los argumentos del
más vulgar de los golpeadores. Esto es todo lo que
hace con lo que él mismo describe, con un orgullo
enternecedor, como su “pensamiento complejo”
(Suedfeld, 2007, pp. 55-56). Tal pensamiento es el
mismo con el cual, 17 años antes, abordó la relación
de la Psicología con la tortura, llegando al reconfortante descubrimiento de que tan solo existía un
caso demostrado en el que un psicólogo profesional
hubiera practicado la tortura (Suedfeld, 1990). Podía
entonces concluirse alegremente que la Psicología no
Pavón-Cuéllar, David (2017). Psicología y Destrucción del Psiquismo.
es de ningún modo, por así decir, una “profesión útil
para torturar”. Sin embargo, para demostrar lo contrario, ahí están los psicólogos James Elmer Mitchell y
John Bruce Jessen con sus colaboradores, entre ellos el
mismísimo expresidente de la APA Joseph Matarazzo,
y con su firma Mitchell, Jessen and Associates: no solo
una macabra “empresa de tortura”, sino una “compañía especializada en la Psicología para la tortura”.
De modo que ya no es verdad que haya solo un caso de
psicólogo torturador en el mundo. Pero de cualquier
manera, como lo veremos en las siguientes páginas,
tampoco era verdad en 1990, cuando Suedfeld lo afirmaba. Y, para empezar, ¿por qué reducir la cuestión
del uso profesional de la Psicología para la tortura a la
simple constatación de casos plenamente demostrados en los que haya un profesionista psicólogo torturador? Tal reducción resulta inadmisible por muchas
razones, entre ellas tres bastante obvias: 1) la tortura,
especialmente la psicológica, no suele ser algo plenamente demostrable; 2) los psicólogos pueden contribuir a la tortura de modo indirecto, inspirándola
o concibiéndola, sin participar directamente en ella;
y 3) no son únicamente los psicólogos, sino también
los psiquiatras, los psicoanalistas y otros profesionales de la salud mental, quienes están en condiciones
de hacer un uso profesional, relativamente riguroso y
metódico, de la Psicología como ciencia para torturar.
Lo cierto es que hay varias situaciones concretas
conocidas, algunas de ellas bien evidenciadas y otras
bastante verosímiles, en las que el conocimiento científico psicológico ha sido utilizado profesionalmente
por psicólogos y otros especialistas de la salud mental
para inspirar, asesorar, concebir, diseñar, perfeccionar o
aplicar técnicas de tortura. Semejante utilización de la
Psicología será ejemplificada y examinada más adelante
a través de los ya mencionados cuatro casos latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo,
antes de pasar al examen puntual de estos casos, conviene que nos detengamos un momento en los precedentes del empleo de la Psicología para la tortura y en
algunas consideraciones generales en torno a tal empleo.
Breve revisión histórica de la Psicología
en la tortura: nazismo alemán,
franquismo español, colonialismo
francés e imperialismo estadounidense
A finales de los treinta y principios de los 1940,
entre los franquistas españoles y los nazis alemanes,
encontramos ya claros indicios de vinculación entre la
tortura y la Psicología. Sabemos que la Gestapo recurrió
a diversos métodos rigurosos de “interrogatorio intensificado” (verschärfte Vernehmung) que eran idénticos
o muy similares a las “técnicas de interrogación mejorada” propuestas por Mitchell y Jessen. La exposición
al frío y la privación sensorial, de sueño, de alimento
y bebida, formaban parte del arsenal de estrategias
empleadas por los nazis en los interrogatorios durante
la Segunda Guerra Mundial. Un caso bien documentado es el de Richard Wilhelm Hermann Bruns, Rudolf
Theodor Adolf Schubert y Emil Clemens, quienes fueron juzgados en Noruega por haber efectuado “interrogatorios intensificados” entre 1942 y 1945, durante
la ocupación alemana de aquel país (Sullivan, 2009;
Suprema Corte de Noruega, 1946).
Mientras la Gestapo se valía de un método psicológico de tortura para interrogar a posibles opositores al nazismo, centenares de niños, adolescentes
y algunos adultos eran torturados por profesionales
de la salud mental en diversas clínicas psiquiátricas y
“guarderías para niños especiales” en Alemania y en las
zonas ocupadas por los nazis. Es bien conocido el caso
del hospital Am Steinhof y específicamente de la clínica Am Spiegelgrund de Viena, en donde el psiquiatra
Heinrich Gross no solo decidió la muerte de muchos
internos, sino que también los hizo pasar por los más
dolorosos tormentos con fines de reeducación y experimentación (Czech, 2014; Jahn, 2012; Martens, 2004).
Poco tiempo antes, Robert Ritter, doctor en Psicología
educativa, se había dedicado a realizar extensas investigaciones para demostrar, según él, que los gitanos
eran congénitamente “criminales y asociales”, con lo
que proporcionó la justificación psicológica perfecta
que se necesitaba para internarlos en campos de concentración y ahí someterlos a un trato inhumano que
hoy correspondería exactamente a lo que entendemos
por tortura (Friedlander, 1995, p. 252).
El trato recibido por los gitanos en la Alemania
nazi es comparable al que recibieron por la misma
época muchos presos políticos en la España franquista.
Aquí también se contó con una justificación psicológica perfecta, la ofrecida por el psiquiatra Antonio
Vallejo Nájera, jefe de un Gabinete de Investigaciones
Psicológicas dedicado a investigar las raíces psíquicas
del marxismo. Vallejo Nájera pretendió probar científicamente que los marxistas eran “psicópatas antisociales” que debían segregarse para “liberar a la sociedad de plaga tan temible” (Vallejo Nájera, 1939, p. 52).
Esta forma de “terapia segregacionista” buscaba una
15
Psicologia: Ciência e Profissão 2017 v. 37 (núm. esp.), 11-27.
“liquidación moral” de los enemigos comunistas, los
cuales, en los propios términos de Vallejo Nájera, “perderán la libertad, gemirán durante años en prisiones,
purgando sus delitos” (Vinyes Ribas, 2001, pp. 237239). El psiquiatra franquista parece confesar aquí, de
manera un tanto velada, un objetivo de infligir dolor
que es propio de la tortura y que puede servir por sí
mismo para justificar su necesidad como una forma
de expiación, incluso en ausencia de cualquier otro
propósito. De cualquier modo, aun cuando Vallejo
Nájera no hubiera justificado abiertamente la tortura
de los comunistas como algo necesario, sus conclusiones sí podían servir y seguramente sirvieron para
excusarla como algo moralmente aceptable, ya que
presentaban a la víctima como un “infra-hombre malvado sobre el cual todo era lícito” (p. 240).
Después de haber sido una tarea obsesiva de
nazis y franquistas como Vallejo Nájera, la guerra contra los comunistas pasó a ser una de las ocupaciones
principales del gobierno de los Estados Unidos. Fue
muy pronto, ya en los años 50 del siglo XX, poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando la
CIA empezó a servirse de psicólogos y psiquiatras en
su desarrollo de técnicas de tortura dirigidas especialmente contra sospechosos de comunismo o de espionaje de los países comunistas. Hoy en día, gracias a las
investigaciones exhaustivas de McCoy (2006), sabemos que la agencia de inteligencia estadounidense,
a través de su programa de interrogatorios alternativos denominado “MKUltra”, utilizó intensivamente,
a menudo financió y a veces dirigió el trabajo de algunas de las más importantes figuras de la Psicología y la
psiquiatría entre los años 50 y 60 del siglo XX.
Las investigaciones experimentales del psicólogo
Donald O. Hebb (1904–1985) sobre la “privación sensorial” en la Universidad de McGill, financiadas por la CIA y
efectuadas a partir de 1951 con animales y con humanos
voluntarios a los que se remuneraba, demostraron que
la eliminación de estímulos visuales, auditivos y táctiles
podía posibilitar el “lavado de cerebro” y el “control de
la mente” al provocar una “ruptura de la actividad organizada en los procesos centrales complejos” del cerebro
(McCoy, 2006, pp. 41-42). En la misma Universidad de
McGill, entre 1957 y 1963, los experimentos particularmente violentos del psiquiatra Donald Ewen Cameron,
dirigidos y no solo financiados por la CIA, ya no se limitaban a las condiciones de posibilidad del lavado de cerebro y el control de la mente, sino que realizaban en acto
y de manera forzada este lavado y este control a través
16
de lo que el propio Cameron denominaba “conducción
psíquica” (psychic driving): una estrategia que se valía de
electrochoques, drogas y “repetición de señales verbales”
para desintegrar y reprogramar el psiquismo de pacientes en un hospital psiquiátrico (pp. 43-44). Desde el año
de 1956, los psiquiatras y neurólogos Lawrence Hinkle y
Harold Wolff, del Centro Médico de Cornell y también
con financiamiento y dirección de la CIA, cuestionaron
el uso de técnicas de lavado de cerebro y de control de
la mente en los interrogatorios, y pusieron en evidencia
la mayor eficacia de “prácticas policiales” tradicionales
como el “aislamiento”, la “incomodidad” y otros motivos
de “dolor auto-infligido” en los que el malestar procedería del mismo sujeto, de su cuerpo y de su mente, de su
posición incómoda y de sus ideas, en lugar de provenir
de un agente externo, haciendo que el torturado se percibiera como responsable de la tortura, escindiéndolo de
sí mismo y evitándose así que se acentuara su resistencia
contra los torturadores (pp. 45-46). Por último, en 1961,
en la Universidad de Yale y con posible financiamiento
de la CIA, los experimentos de Stanley Milgram, demostrando que la gente común era capaz de torturar y hasta
matar por obedecer a la autoridad, sirvieron para convencer a los servicios de inteligencia estadounidenses
que podían valerse de cualquier “soldado o policía ordinario” para ser obedecidos y llevar a cabo las torturas
diseñadas gracias a las investigaciones de Hebb, Cameron, Hinkle y Wolff (pp. 47-49).
En los años 1950, mientras los recién mencionados investigadores trabajaban de manera voluntaria
o involuntaria para la CIA en clínicas y laboratorios
de los Estados Unidos, algunos psiquiatras franceses
administraban sustancias psicoactivas para obtener
informaciones de los militantes políticos torturados
en el contexto de la Guerra de Argelia. Fanon (1965)
relata cómo estos “sueros de la verdad”, que provocaban “pérdida de control” y “embotamiento de la
conciencia”, dejaban graves secuelas como la “incapacidad para distinguir lo verdadero de lo falso” y un
“temor casi obsesivo a decir lo que debe mantenerse
oculto” (pp. 137-138). Aún peores eran las secuelas
dejadas por los electrochoques, también usados por
los psiquiatras que trabajaban para los centros franceses de tortura en Argelia, como lo sabemos por el
mismo Fanon. Al mismo tiempo que Donald Ewen
Cameron buscaba desintegrar el psiquismo con descargas eléctricas, los psiquiatras franceses usaban la
misma técnica en los interrogatorios para causar la
“confusión, la relajación de la resistencia y la desa-
Pavón-Cuéllar, David (2017). Psicología y Destrucción del Psiquismo.
parición de las defensas” del torturado, haciendo que
al final solo quedara una “personalidad en pedazos”
cuya recomposición y rehabilitación era “extremadamente difícil” (p. 138).
De los expertos franceses en tortura durante la
Guerra de Argelia, el más polémico fue Paul Aussaresses, quien enseñó técnicas de contrainsurgencia en
Fort Bragg y Fort Benning, en los Estados Unidos, entre
1961 y 1962 (Robin, 2003). Posteriormente, en los años
1970, mientras asesoraba la dictadura brasileña, Aussaresses ofreció el mismo entrenamiento a oficiales brasileños, chilenos, argentinos y venezolanos en el Centro
de Instrucción de Guerra en la Selva (Centro de Instrução de Guerra na Selva). Mientras que Aussaresses
entrenaba directamente a futuros torturadores, otros
dos expertos franceses, David Galula y Roger Trinquier,
escribían textos que se convertirían en manuales obligados en los centros de formación en contrainsurgencia en los Estados Unidos y en América Latina. Tenemos aquí algunos principios generales para encuadrar
la tortura: si Galula considera que sería “peligroso y
contraproducente dejar los interrogatorios a aficionados”, Trinquier piensa que “los especialistas deberán,
por todos los medios, arrancar los secretos” del torturado, quien “deberá entonces, como el soldado, enfrentar el sufrimiento y quizás la muerte” (Le Cudennec,
2009, párr. 3). El trabajo más influyente de Trinquier,
“La guerra moderna”, obtenido por la CIA a través de
la mediación del propio Aussaresses, terminó convirtiéndose en una referencia obligada para la inteligencia
estadounidense y orientó la estrategia en una Guerra
de Vietnam en donde los comandos terminaron “actuando exactamente como los escuadrones de la muerte
de Paul Aussaresses” en Argelia (Robin, 2003, p. 254).
Tras diez años de observaciones o reflexiones de
expertos franceses y de experimentos de investigadores
estadounidenses, la CIA pudo elaborar por fin, en 1963,
el famoso “Manual de Interrogación de Contrainteligencia KUBARK”, en el que la agencia estadounidense
de inteligencia ofrecía un amplio abanico de avanzadas técnicas de tortura, no sin antes dar crédito a la
“importancia y relevancia” del trabajo de los “psicólogos americanos” cuyas “investigaciones psicológicas”
y “hallazgos psicológicos” habían generado el “conocimiento pertinente, moderno”, en el que se basaban las
técnicas propuestas (CIA, 1963, p. 2). La insistencia en
la Psicología es aquí notable, así como también lo es la
centralidad de la privación sensorial de Hebb, la opción
por el dolor auto-infligido de Hinkle y Wolff, y la forma
en que las diversas “técnicas de coerción” están invariablemente “diseñadas para inducir una regresión” en
la que el torturado, perdiendo la estructura psíquica y
las “defensas del hombre civilizado”, termina viendo al
interrogador como una “figura paterna” a la que debe
someterse (pp. 83, 90).
El manual KUBARK, destilado sintético del paradigma psicológico de tortura de la CIA, fue utilizado
entre los años 1970 y 1980 en los diferentes campos
de batalla de la Guerra Fría, entre ellos el de Vietnam,
en el que los métodos para torturar en los interrogatorios, como nos lo recuerda McCoy (2009), terminaron
traduciéndose en “la cruda brutalidad física del programa Phoenix que produjo 46.000 ejecuciones extrajudiciales y poca inteligencia accionable” (párr, 16). En
1983, exactamente 20 años después del lanzamiento
del KUBARK y sobre la base del mismo conocimiento
psicológico, empezó a circular un segundo manual de
tortura e interrogatorio, el Human Resource Exploitation Training Manual, que estaba especialmente
diseñado para el contexto latinoamericano y que se utilizó en campos estadounidenses de entrenamiento en
Honduras. El nuevo manual exhortaba a “manipular el
ambiente del sujeto para crear situaciones desagradables o intolerables” para él, así como hacerle creer que
sus familiares estarían “sufriendo o en peligro” (Cohn,
Thompson, & Matthews, 1997, párr. 11, 15). Al igual
que en el KUBARK, se buscaba desencadenar procesos
regresivos, recomendando “tener a un psicólogo disponible cuando se induce la regresión” (párr. 37).
Tras el final de la Guerra Fría, en 1994, los Estados
Unidos ratificaron la Convención contra la Tortura de
la ONU. Sin embargo, al definirse las formas de tortura en el documento oficial de ratificación enviado
por el presidente Bill Clinton al Congreso, no se consideraba ni la privación sensorial de Hebb ni el dolor
auto-infligido de Hinkle y Wolff, es decir, el eje rector
de la tortura psicológica, psicológicamente fundamentada e implementada, que la CIA desarrolló en
los años 1950 (McCoy, 2009). Es así como se ha mantenido un vacío legal por el que se ha posibilitado que
esta forma de empleo de la Psicología para la tortura
se perpetúe desde los años 70 del siglo XX hasta el
escándalo de Mitchell y Jessen entre 2007 y 2014.
La Psicología como dispositivo destructivo
La revisión histórica recién ofrecida nos ha permitido apreciar dos grandes usos de la Psicología para los
torturadores: la justificación de la tortura, para Vallejo
17
Psicologia: Ciência e Profissão 2017 v. 37 (núm. esp.), 11-27.
Nájera, Ritter y quizás Gross, y la concepción y realización de la tortura, para todos los demás. El segundo
uso presupone de algún modo el primero, pues la tortura no se realiza y se concibe psicológicamente sino
con un objetivo también psicológico por el que se justifica su eficacia en la misma esfera de la Psicología.
Es verdad que el objetivo último no es exactamente
psicológico, pues consiste en la obtención de la verdad en los interrogatorios, pero este objetivo mediato
se alcanza invariablemente a través de un propósito
psicológico inmediato: la coerción y la resultante
regresión del torturado, su anulación o sometimiento,
la inhabilitación de su voluntad, la supresión de su
personalidad, la neutralización de sus resistencias o
de sus defensas, la desintegración o desorganización
y la sucesiva reorganización o reprogramación de su
psiquismo. Todos estos fines psicológicos justifican
psicológicamente la tortura como un medio eficaz
para alcanzarlos y también para alcanzar, a través de
ellos, la obtención de la verdad en el interrogatorio.
A veces incluso la obtención de la verdad termina perdiéndose de vista, como en el caso de Cameron, para
quien la reprogramación del psiquismo aparece como
un fin en sí mismo.
Ya sea que el fin último sea reorganizar el psiquismo u obtener la verdad o incluso castigar o reeducar al sujeto, el objetivo inmediato de la tortura
será generalmente negativo y consistirá las más de las
veces en desorganizar, desintegrar, neutralizar, anular,
someter, inhabilitar, suprimir, destruir. Este objetivo
destructivo podrá estar subordinado a uno reconstructivo, desde luego, pero la reconstrucción requiere
de otros medios que la tortura, la cual, por sí misma,
tal como se concibe y se realiza en la Psicología, suele
tener un objetivo inmediato eminentemente destructivo. La destrucción habrá de revestir las más diversas
formas: la ruptura de la actividad cerebral organizada
a través de la privación sensorial de Hebb, la desintegración del psiquismo en la conducción psíquica
de Cameron, la escisión del sujeto en el dolor auto-infligido de Hinkle y Wolff, la pérdida del control y el
embotamiento de la conciencia por los sueros de la
verdad de los psiquiatras franceses en Argelia, el despedazamiento de la personalidad por los electrochoques administrados por los mismos psiquiatras franceses, la regresión y la desaparición de las defensas del
hombre civilizado en el manual KUBARK.
En los casos recién mencionados, la tortura opera
como una estrategia psicológica, psicológicamente
18
concebida y realizada, para conseguir la destrucción psíquica, personal y subjetiva, de quien es torturado. Vislumbramos aquí un propósito destructivo
de la Psicología que debe sumarse a sus otros fines
positivos mejor conocidos, particularmente el ideológico, enfatizado por los marxistas (v.g. Braunstein,
Pasternac, Benedito, & Saal, 2006; Parker, 2010), y el
disciplinario, en el que insisten los foucaultianos (v.g.
Rose, 1989, 1998). De pronto nos percatamos de que
la Psicología no debe dedicarse únicamente a ideologizar y disciplinar, a reproducir de este modo su propio objeto y el sistema en el que se inserta, es decir,
a formar y conformar una subjetividad recluida en su
interioridad individual y relacionada exteriormente
con los otros de cierto modo y en cierta estructura
transindividual. Además de sus funciones reproductivas, la Psicología nos muestra de pronto una función
destructiva, en la cual, paradójicamente, la ciencia del
psiquismo destruye su propio objeto psíquico. Esta
destrucción parece derivar directamente, ya no de los
aparatos ideológicos y disciplinarios del Estado, sino
de sus aparatos represivos: de la violencia directa y no
de la indirecta, de la dominación y no de la persuasión, de la tiranía y no de la hegemonía.
Salvador Roquet: la tortura psicosintética
en la dictadura perfecta mexicana
El siglo XX convirtió a México en un lugar de
acogida para perseguidos políticos: en los años 1930,
españoles que huían del franquismo; en los 1970,
argentinos, chilenos y otros que escapaban de las dictaduras del cono sur; en los 1980, guatemaltecos y salvadoreños que habían sufrido la violencia de las tiranías sostenidas por el imperialismo estadounidense.
Para estos exiliados y para muchos otros, México
representaba un espacio de tolerancia y libertad. Era
un refugio para los demócratas del mundo entero,
así como para los ideales democráticos. El gobierno
mexicano llegó incluso a ser percibido como la democracia perfecta de América Latina. Sin embargo, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, la realidad
era otra, completamente diferente.
En 1990, durante un encuentro de intelectuales
transmitido por la televisión mexicana, el escritor
peruano Vargas Llosa (1990, 1 de septiembre) no dudó
en afirmar que México, lejos de ser la democracia
perfecta, era la “dictadura perfecta”, una “dictadura
sui generis que muchos en América Latina habían
tratado de emular”, una “dictadura camuflada” que
Pavón-Cuéllar, David (2017). Psicología y Destrucción del Psiquismo.
tendría “todas las características de una dictadura”,
entre ellas “la permanencia, no de un hombre, pero
sí de un partido inamovible” (párr. 3-5). Además de la
permanencia del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que gobernó ininterrumpidamente México
desde 1928 hasta el año 2000, una característica típicamente dictatorial por la que se distinguió el régimen gubernamental mexicano fue la represión brutal, sistemática y permanente contra sus opositores.
Esta estrategia represiva incluyó el encarcelamiento,
la tortura, la desaparición y el asesinato de miles de
personas, así como importantes matanzas colectivas,
en grupo y hasta en masa, como la de henriquistas en
La Alameda en 1952 (unos 200 muertos), las de la Asociación Cívica Guerrerense en Chilpancingo en 1960 y
en Iguala en 1962 (más de 50 víctimas en total), las de
copreros en Acapulco (entre 30 y 80 muertos y desaparecidos) y maestros y padres de familia en Atoyac en
1967 (5 muertos), Tlatelolco en 1968 (entre 100 y 300
muertos), el Halconazo en 1971 (entre 30 y 50 muertos), La Trinidad en 1982 (9 muertos), Aguas Blancas
en 1995 (17 muertos), Acteal en 1997 (45 muertos) y El
Charco en 1998 (11 muertos), por mencionar únicamente las más conocidas.
Entre finales de los sesenta y principios de los
1970, en uno de los períodos más sangrientos de la
dictadura del PRI en México, la estrategia represiva
gubernamental se convirtió en una guerra de exterminio en la que destacó la figura siniestra de Miguel
Nazar Haro (1924–2012), máxima autoridad en la
Dirección Federal de Seguridad (DFS) y feroz anticomunista formado por militares estadounidenses en
la Escuela de las Américas de Panamá (López de la
Torre, 2013; Rodríguez Castañeda, 2013; Torres, 2008).
El equipo de Nazar Haro estaba formado por decenas
de esbirros, matones y torturadores sin formación
alguna, pero también por algunos profesionales acreditados, como el psiquiatra Salvador Roquet Pérez
(1920-1995). Este controvertido psiquiatra, de hecho,
se había ganado cierta celebridad en México y en el
mundo, hasta el punto de ser comparado con Freud
por algunos de sus admiradores, gracias a su invención y desarrollo de la “psicosíntesis”: un tratamiento
psicoterapéutico apoyado en alucinógenos como
peyote, hongos, datura y LSD (Ramírez, 1985) Fue precisamente una variante del método psicosintético lo
que Roquet parece haber transformado, a finales de
los sesenta, en la elaborada técnica de tortura psicológica implementada en militantes políticos deteni-
dos por la DFS, entre ellos un dirigente estudiantil del
movimiento de 1968, el maoísta Federico Emery Ulloa
(Marín, 1985, 28 de marzo).
Es por Emery, por su testimonio detallado vertido a través de varias entrevistas y de una denuncia penal, por quien ahora podemos reconstruir con
cierta exactitud la forma o al menos una de las formas
en que Roquet operaba. Su intervención no se realizaba en la famosa prisión de Lecumberri en la que se
concentraban los presos políticos, sino en una casa de
seguridad a la que se desplazaba únicamente a quien
pasaría por la tortura psicosintética. El preso, forzado
a ingerir diversos alucinógenos químicos y naturales,
se encontraba encerrado en un cuarto amplio, de
aproximadamente seis por ocho metros, en el que
había dos sillas y una mesa con una grabadora y con
dos proyectores, uno de cine de 16 milímetros y otro
de diapositivas, frente a dos pantallas.
Durante el proceso, que se prolongada por 10 a
20 horas, el preso debía escuchar “música de Wagner a
todo volumen”, hasta el punto de “lastimar los oídos”,
mientras veía “películas pornográficas” de “lesbianas
y orgías” que se entremezclaban con diapositivas de
“pinturas realizadas por locos”, por “locos de manicomio”, según se lo explicó el propio Roquet a Emery
(Marín, 1985, 29 de marzo, párr. 5; Monge, 2002, párr.
16). Las drogas consumidas por el sujeto lo hacían
“pasar de la histeria al terror” (Sánchez, 2003, párr.
1), u oscilar entre “el miedo, el miedo, el miedo”, y “el
coraje hasta tratar de destruir”, y “luego la euforia, la
alegría hasta la risa y la carcajada” (Marín, 1985, 29
de marzo, párr. 4). Finalmente, el sujeto “se hundía” y
sentía un “temor pavoroso” que lo hacía correr hasta
un rincón y tirarse en el suelo, y es entonces cuando
Roquet, mostrándose amenazante y diciéndole “tú
eres ratón, yo soy gato”, podía empezar un largo interrogatorio de unas diez horas con centenares de preguntas centradas en las actividades políticas del torturado (Monge, 2002, párr. 17).
Emery no solo debió sufrir la psicosíntesis recién
relatada, sino también torturas psicológicas más
convencionales, entre ellas tres simulacros de ejecución en los que era conducido a lugares apartados,
le ponían el cañón de un arma en la cabeza y jalaban el
gatillo sin disparar. Las torturas psicológicas se complementaban, además, en este caso como en otros,
con las más diversas torturas físicas, sin contar el aislamiento, las pésimas condiciones de encarcelamiento
y el temor por la propia vida y por los seres queridos.
19
Psicologia: Ciência e Profissão 2017 v. 37 (núm. esp.), 11-27.
Interpretando retrospectivamente lo ocurrido, Emery
concluye que Nazar Haro, el director de la DFS, “quería llevarlo al borde de la locura, quería desacomodar
sus sensaciones, sus percepciones, para acomodarlas
a su modo” (Monge, 2002, párr. 27). No hay manera de
saber cómo es que Emery llegó a esta conclusión, pero
su interpretación resulta interesante por la manera en
que relaciona la desorganización y la reorganización
de los elementos psíquicos, es decir, en definitiva, las
funciones destructiva y reconstructiva del psiquismo
que distinguimos anteriormente.
La experiencia de Emery, tal como él mismo la percibe, corresponde exactamente al proceso de reprogramación del psiquismo desarrollado por Cameron
en el marco del ya mencionado programa MKUltra de
la CIA. ¿Cómo no suponer que hay un vínculo entre
este programa, en el que también se emplearon alucinógenos con el mismo propósito de obtener información, y la técnica de tortura psicosintética implementada por Roquet en el tiempo en el que trabajó para
Nazar Haro? Tal suposición bien puede convertirse en
convicción, especialmente cuando consideramos, por
un lado, que el trabajo mexicano, realizado a finales
de los sesenta, coincide temporalmente con el tiempo
de operación de MKUltra entre 1953 y 1973, y, por otro
lado, que Nazar Haro era un agente activo de la CIA
al que la propia agencia protegió legalmente en los
Estados Unidos (Torres, 2008), liberándolo de prisión,
dándole inmunidad y presentándolo como un “contacto esencial de la CIA en México” (Scott, 2014, p. 46).
En lo que se refiere a Roquet, Emery terminó convenciéndose de que trabajaba para la CIA después de
que fuera encarcelado, según el informe oficial, por
su utilización psicoterapéutica de alucinógenos, pero
justo en el momento en que el gobierno mexicano
investigaba la presencia de la CIA en México (Marín,
1985, 29 de marzo). Esta versión es exactamente la
inversa de otra, quizás menos verosímil, según la
cual Roquet habría sido encarcelado precisamente
por negarse a trabajar con la CIA, que le proponía
instalarse en los Estados Unidos y “tratar” a “pacientes especiales” para el gobierno estadounidense
(Wolfson, 2014, p. 171). En cualquier caso, independientemente de sus posibles relaciones con la CIA y de
su indiscutible trabajo de torturador en la DFS, Roquet
parece haber sido alguien bastante conservador que
mostraba incomprensión y quizás incluso aversión
hacia los jóvenes militantes de izquierda, psicopatologizándolos al atribuirles un “comportamiento pato20
lógico autodestructivo” e incluyéndolos en la misma
categoría que los hippies drogodependientes con sus
“neurosis subyacentes” (Dawson, 2015, p. 126). Esta
psicopatologización de la militancia revolucionaria de
izquierda – que nos recuerda evidentemente a Vallejo
Nájera –, junto con la misión curativa que el propio
Roquet parece haberse fijado, han hecho que se llegue a considerar que él mismo no entendía su trabajo
en la DFS como una simple “tortura” de perseguidos
políticos, sino como un “tratamiento” de enfermos
autodestructivos (p. 127).
El propósito de Roquet habría sido clínico, psicoterapéutico y no solo político. Se trataba de curar a los
militantes y no solo de violentarlos, atormentarlos, vulnerabilizarlos y extraer información. Tal vez podamos
conjeturar que el propósito final de la tortura, tal como
Roquet la concebía, no era destruir al sujeto y así descubrir los secretos de su militancia revolucionaria, sino
reconstruirlo y así curarlo de su enfermedad militante.
Aunque esto quizás contradiga tanto la falta de cualquier
indicio de reconstrucción como el peso del interrogatorio en la sesión de tortura psicosintética relatada por
Emery, al mismo tiempo coincide con la interpretación
retrospectiva del propio Emery, quien veía en su experiencia, como recordaremos, una desorganización para
la reorganización del psiquismo. La reconstrucción y la
curación habrían sido, pues, desde este punto de vista,
el sentido último de la destrucción. En los términos mismos de Roquet (1971), el objetivo de la “desintegración”
habría sido la “psicosíntesis”, la “síntesis”, la “reestructuración”, la “integración con los elementos esenciales” (párr.
11-14). Volvemos así al método propuesto por Cameron.
Amílcar Lobo, Dolcey Brito y Hernán Tuane
De los dos momentos sucesivos de la conducción psíquica de Cameron, el más característico es el
segundo, el reconstructivo, pues ya hemos visto que el
primero, el destructivo, suele aparecer como propósito inmediato de casi cualquier estrategia psicológica
de tortura. Este propósito destructivo será el más visible en las estrategias de los tres profesionales torturadores de los que ahora nos ocuparemos: el médico
y psicoanalista brasileño Amílcar Lobo, el psicólogo
uruguayo Dolcey Brito y el psicólogo chileno Hernán
Tuane Escaff, quienes aportaron sus conocimientos
psicológicos para torturar a presos políticos en dictaduras del Cono Sur. Los tres empezaron a operar
como torturadores justo después de Roquet, en los
años 70 del siglo XX: Lobo en 1970, Dolcey en 1972 y
Pavón-Cuéllar, David (2017). Psicología y Destrucción del Psiquismo.
Tuane en 1974. De los tres casos, quizás el más original y también el peor documentado sea el de Tuane,
quien urdió una guerra psicológica en la que detectamos elementos propios de la intervención de la Psicología en la tortura, entre ellos el más fundamental,
el destructivo, y quizás también el reconstructivo que
ya hemos visto operar en Cameron y en Roquet.
El caso mejor conocido es el de Amílcar Lobo
Moreira (1939–1997), el cual, entre 1970 y 1974, siendo
médico, psicoanalista y miembro en formación de la
Sociedad de Psicoanálisis de Río de Janeiro, participó
activamente en sesiones de tortura en las que debía
supervisar el estado físico de cada torturado (Lobo
1998). Su función precisa era informar si la víctima
podía seguir siendo torturada, si “estaba fingiendo” y
si “aún aguantaba”, no solo en sesiones ordinarias de
tortura con fines de interrogatorio, sino también en
“clases de tortura” con fines didácticos (CNV, 2014, pp.
351, 355). Sin embargo, además de cumplir esta función, Lobo fue denunciado por intervenir en las torturas, por administrar sustancias psicoactivas y quizás
también electrochoques. Una prisionera lo acusó de
“aplicar algunas inyecciones” del más clásico suero
de la verdad, el pentotal, para uno de los interrogatorios (Romeu, 2011, párr. 38). Otro torturado también
cuenta cómo Lobo “aplicó pentotal muy lentamente”
para sumirlo en “turbación mental y somnolencia” en
los interrogatorios (Brasil, 2014, p. 370). En el mismo
sentido, pero en una acusación más grave, el testimonio de una exguerrillera relata cómo Lobo habría
sido “el jefe de su tortura”, cómo la “llenaba de remedios psiquiátricos” que le hacían perder “la noción de
tiempo, de calor, de frío”, además de que se le hacía
pasar por “simulaciones de ejecución” y por “descargas eléctricas” que “contraían la musculatura”, todo en
una estrategia “muy bien articulada para enloquecer”
(Magalhães, 2009, párr. 215).
El objetivo de enloquecer a los torturados fue también denunciado al describir las estrategias de tortura
diseñadas e implementadas en un centro de reclusión
de Uruguay, a partir de 1972, por Dolcey Marcelino
Brito Puig (1930-2016). Este psicólogo con “mediocre
formación académica”, graduado en una institución
privada de “bien pobre reputación” (González Bermejo, 1985, pp. 108-109), habría convertido el Penal
de Libertad en un “gran centro de enloquecimiento
de presos políticos” (Uruguai, 1989, p. 221). Todo en el
Penal parecía estar destinado a la “destrucción psicológica planificada” (González Bermejo, 1985, p. 109).
Varias fuentes militares han admitido que el Penal
buscaba “destruir la salud mental de los presos”, mientras que el psiquiatra Martín Gutiérrez, colaborador
de Brito en el Penal, reconoció que “día tras día, reglamento tras reglamento, el objetivo perseguido era el de
hacerlos sufrir psicológicamente” (Bloche, 1987, pp.
6-8). En el cumplimiento de este objetivo, Dolcey Brito,
a diferencia de Amílcar Lobo, actuaba libremente y
desempeñaba un rol más directivo que subordinado en
la estructura jerárquica en la que se insertaba. Se le ha
descrito como “uno de los arquitectos del monstruoso
programa de experimentación psicológica del Penal”,
como “el cerebro detrás de un esquema científico
pensado para arrasar sistemáticamente las personalidades”, como conductor y ejecutor de un “desmantelamiento personal, individuo por individuo” (Uruguai,
1989, p. 222). Ajustándose a la singularidad de cada
caso, Dolcey Brito no seguía siempre la misma estrategia, sino que usaba todos los medios a su alcance para
lograr su objetivo, entre ellos la desinformación y la distorsión de informaciones, el ocultamiento de cartas de
familiares, el aislamiento e incomunicación de los presos, desplazamientos y combinaciones selectivas de los
ocupantes de las celdas, y administración de sustancias
psicoactivas como flufenazina y meprobamato.
Así como el psicólogo uruguayo Dolcey Brito
pensó el Penal de Libertad como una gran sala de tortura para los presos políticos, el psicólogo chileno Hernán Tuane Escaff (nacido en 1927) parece haberse obstinado en concebir su país, tras el golpe de 1973, como
un gigantesco espacio dedicado, en cierto modo, a torturar al conjunto de la población (Mella, 2013). Quizás
tal aserción deje de juzgarse exagerada cuando se considere la estrategia de guerra psicológica planeada por
Tuane mientras estaba al frente de la Dirección de Relaciones Humanas de la Secretaria General de Gobierno
del dictador Augusto Pinochet. Además de intentarse
legitimar la dictadura, desacreditar a los opositores y
“destruir la imagen del marxismo”, había un propósito
explícito de amedrentar, fragilizar, vulnerar, desestructurar, enfermar e incluso lastimar a la población
al suscitar y “manejar los sentimientos traumáticos
de angustia, neurosis, tragedia, inseguridad, peligro y
miedo”, y, de manera más precisa, “actualizando factores neurotizantes” y haciendo emerger “contenidos
psicológicos latentes de índole angustiosa” y emociones como el “temor instintivo” de los delincuentes
ante la perspectiva de “castigos angustiosos severos”
(Dirección de Relaciones Humanas, 1974, en Baltazar
21
Psicologia: Ciência e Profissão 2017 v. 37 (núm. esp.), 11-27.
Mozqueda, 2017, pp. 127-130). La intervención del
conocimiento psicológico en esta estrategia colectiva
es prácticamente la misma que encontramos en algunas torturas individuales. Quizás la estrategia de Tuane
reproduzca de alguna manera su experiencia más convencional cuando auxiliaba torturas y administraba el
suero de la verdad, el pentotal, a torturados por el Servicio de Investigaciones (Oliva García, 2013). El caso es
que tenemos a un psicólogo torturador que además
diseñó una estrategia de guerra psicológica en la que
vemos reaparecer elementos que nos hacen recordar la
utilización de la Psicología en la tortura.
Consideraciones finales
Una táctica reveladora de Tuane y de su equipo,
en la que alcanzamos a entrever la función destructiva de la Psicología en la tortura, es aquella por la
que se buscaba “desconcientizar” y así preparar el
terreno para después “concientizar” en una dirección diferente (Dirección de Relaciones Humanas,
1974, en Baltazar Mozqueda, 2017, p. 129). Lo que se
intentaba, en otras palabras, era desintegrar y destruir
la conciencia compatible con el socialismo, aquella
por la que Salvador Allende llegó al poder, para después reconstruir aquella forma de in-conciencia que
se requería en el capitalismo neoliberal pinochetista.
Nos acercamos así, una vez más, como en el caso de
Roquet, a la técnica de Cameron consistente en la
reorganización y reconstrucción del psiquismo sobre
la base de su previa desorganización y destrucción.
La guerra psicológica de Tuane, como la tortura
psicológica de Roquet y de Cameron, servía para destruir de algún modo el psiquismo: para desintegrar
el soporte psíquico del socialismo como un requisito
indispensable para poder posteriormente constituir el
soporte psíquico neoliberal. ¿Cómo no ver aquí el vínculo que Naomi Klein establece entre la estrategia destructiva-reconstructiva de la conducción psíquica de
Cameron y la misma estrategia destructiva-reconstructiva utilizada para la implantación del neoliberalismo
en Chile a través del golpe de estado en el que Tuane
tuvo un rol decisivo? Quizás Tuane sea una suerte de
eslabón perdido entre los dos “doctores Shock” a los que
se refiere Klein (2014): entre Milton Friedman y Ewen
Cameron, entre la Escuela de Chicago y la de McGill,
entre la técnica golpista y la de electrochoques, entre
la dictadura y el empleo de la Psicología en la tortura
(pp. 49-108). Es como si en Tuane viéramos cerrarse las
dos mordazas, la psicológica y la política, de aquella
22
pinza del imperialismo estadounidense que no deja de
oprimir y lastimar a los pueblos latinoamericanos.
Considerando lo dudosa que resulta la reconstrucción en una ecuación destructiva-reconstructiva
en la que solo hemos visto evidenciarse históricamente la destrucción, quizás pueda considerarse que
lo único distintivo de Cameron, de Tuane y quizás
también de Roquet, en contraste con Brito, Lobo y
los demás, es el apéndice ideológico de un fin positivo, reconstructivo, con el que pretende justificarse el
medio, así como también, tal vez, disimular el verdadero fin. ¿Y cuál es el verdadero fin? Quizás precisamente aquello que se hace pasar por medio. ¿Acaso
no es lógico y comprensible que el poder busque en
última instancia destruir aquello que se le contrapone? Y esto contrapuesto al poder puede ser paradójicamente el psiquismo: el mismo psiquismo creado y recreado por el poder. Si lo más común es que
el mundo interno sea un lugar para ejercer el poder,
aquí aparece como un reducto de resistencia contra
el interrogatorio y contra cualquier otra forma de
ejercicio del poder. La tortura buscaría entonces la
supresión de tal reducto, la eliminación de una bolsa
de resistencia, es decir, en definitiva, la sujeción del
torturado, su obediencia ante el torturador, su dominación por quienes emplean al torturador, su capitulación ante el poder, su resignación a la condición de
subyugado, sometido, avasallado, oprimido.
La tortura funcionaría como el golpe de estado:
como un choque traumático para poner al dominado
en su lugar de una vez por todas. La Psicología es aquí
decisiva. Y, como hemos visto, no se necesita un psicólogo para aplicarla. De hecho, como lo demuestran los
hechos, ni siquiera se requiere de un profesional de la
salud mental. ¿Acaso hay que estudiar mucho para comprender las virtudes inherentes al shock del que habla
Naomi Klein? Existe un testimonio en el que un torturador brasileño, un simple oficial de policía, explicaba que
los torturados eran “como perros de Pavlov”: el choque
al principio debía “ser de alto voltaje” y luego podían
aplicarse “choques más pequeños”, pues la “memoria
sería del choque de alto voltaje” (Murat, 2013, párr. 28).
No hay que ser un psicólogo para entender esto. O mejor
dicho: esto puede ser comprendido por casi todos en
nuestra sociedad, pues casi todos somos un poco psicólogos, entre ellos los torturadores, los represores, los
dictadores, los políticos y los economistas.
Los sujetos van convirtiéndose en psicólogos
mientras que aquello que les rodea obedece cada
Pavón-Cuéllar, David (2017). Psicología y Destrucción del Psiquismo.
vez más a funciones y determinaciones psicológicas. El mundo social ha ido psicologizándose así en
el transcurso del siglo XX, y su psicologización, por
cierto, implica una despolitización de lo que se vuelve
psicológico, es decir, aparentemente privado, personal
e íntimo (De Vos, 2012). Desde luego que esta despolitización es política en sí misma y persigue un objetivo
político preciso. Como bien lo ha señalado Rancière
(1998), el “más viejo trabajo del arte político” es precisamente la “despolitización” (p. 47). Despolitizar continúa siendo una de las más importantes estrategias
políticas para dominar. De ahí que podamos pensar
incluso, como Bourdieu (2001), en una “política de
la despolitización” (99-102). Lo importante aquí es la
manera en que semejante política se ha servido cada
vez más de la Psicología, no solo puntualmente para
torturar a quienes resisten a la despolitización, sino
también, de manera constante y general, para conseguir la despolitización de los demás a través de la
psicologización masiva de la sociedad. Esta orientación psicologizadora y despolitizadora parece haber
cumplido un papel central y fundamental en diversos
contextos en los que se ha torturado, como lo ha mostrado Coimbra (1995) en el caso brasileño. Es como
si las tiranías del último siglo fueran también despotismos de la Psicología. Entendemos que esta misma
Psicología no pudiera faltar en el instrumental de los
torturadores nazis y franquistas en Europa, franceses
en Argelia, estadounidenses en todo el mundo y latinoamericanos en regímenes dictatoriales.
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David Pavón-Cuéllar
Doutor em Psicologia – Universidad de Santiago de Compostela e Doutor em Filosofia – Université de Rouen.
E-mail: davidpavoncuellar@gmail.com
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Pavón-Cuéllar, David (2017). Psicología y Destrucción del Psiquismo.
Endereço para envio de correspondência:
David Pavón-Cuéllar, Facultad de Psicología de la UMSNH, Francisco Villa 450, Dr. Miguel Silva González, 58110
Morelia, Michoacán, México
Recebido 30/06/2017
Reformulação 14/09/2017
Aprovado 20/09/2017
Received 06/30/2017
Reformulated 09/14/2017
Approved 09/20/2017
Recebido 30/06/2017
Reformulado 14/09/2017
Aceptado 20/09/2017
Cómo citar: Pavón-Cuéllar, David. (2017). Psicología y destrucción del psiquismo: la utilización profesional
del conocimiento psicológico para la tortura de presos políticos. Psicologia: Ciência e Profissão, 37(n. spe), 11-27.
https://doi.org/10.1590/1982-3703010002017
Como citar: Pavón-Cuéllar, David. (2017). Psicologia e destruição do psiquismo: a utilização profissional do
conhecimento psicológico para a tortura de presos políticos. Psicologia: Ciência e Profissão, 37(n. spe), 11-27.
https://doi.org/10.1590/1982-3703010002017
How to cite: Pavón-Cuéllar, David. (2017). Psychology and destruction of the psyche: the professional use
of psychological knowledge for torture of political prisoners. Psicologia: Ciência e Profissão, 37(n. spe), 11-27.
https://doi.org/10.1590/1982-3703010002017
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