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Crímenes que cambiaron la historia: episodio 9

La ejecución del líder inca Atahualpa: traición y muerte

Tras ganar una guerra civil fratricida, en 1532 Atahualpa se convirtió en el líder único de uno de los mayores imperios de América del Sur. Pero el desembarco del conquistador Francisco Pizarro en tierras del actual Perú lo cambiaría todo. Y la batalla de Cajamarca fue el principio del su final.

Tras ganar una guerra civil fratricida, en 1532 Atahualpa se convirtió en el líder único de uno de los mayores imperios de América del Sur. Pero el desembarco del conquistador Francisco Pizarro en tierras del actual Perú lo cambiaría todo. Y la batalla de Cajamarca fue el principio del su final.

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

Hoy vamos a hablar de la ejecución de Atahualpa; una muerte que puso fin al Imperio inca, y marcó un antes y un después en la historia de América del Sur… 

El 26 de julio de 1533, Atahualpa, el líder soberano del Imperio inca, recibía el veredicto del juicio al que lo acababan de someter. Los conquistadores españoles que lo habían capturado le acusaban de idolatría, rebelión y asesinato, entre otros cargos. La sentencia: culpable. El castigo: pena de muerte. Así terminaba el cautiverio de siete meses del último emperador libre de los incas: con una muerte anunciada, y a manos de un forastero que le había prometido libertad. Ese forastero se llamaba Francisco Pizarro, y tenía una ambición: hacer fortuna y pasar a la historia con letras mayúsculas.

Cuando Francisca González dio a luz a su hijo Francisco en Trujillo, Cáceres, seguramente no imaginaba que aquel niño se convertiría en explorador y conquistador de una tierra que en Europa ni siquiera se sabía que existiese. Francisca, que era una chica joven, pobre, y soltera, se quedó embarazada de Gonzalo Pizarro, un capitán del ejército de Castilla. Entonces, tuvo a Francisco. No sabemos mucho sobre sus primeros años de vida, pero se cree que tuvo una infancia difícil, y que nunca fue a la escuela. Algunas fuentes afirman que Pizarro fue analfabeto durante toda su infancia y adolescencia, y que aprendió a leer siendo adulto.

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Cuando Colón pisó suelo americano por primera vez, en 1492, Francisco Pizarro tenía unos catorce años. Según la leyenda, Pizarro trabajó un tiempo como porquero, cuidando cerdos en una granja, y más tarde se alistó en el ejército. Tras servir unos años y luchar en distintas guerras, la idea de navegar al Nuevo Mundo en busca de aventura y tesoros empezó a tentarle. En aquella época circulaban en España muchas historias sobre la abundancia de América, y para un hombre joven, de origen humilde, y con pocas perspectivas de futuro, la posibilidad de hacerse rico allí era muy atractiva. No tenía nada que perder, así que, en 1502, Pizarro se embarcó rumbo a la isla de La Española, que hoy está dividida entre los países de Haití y República Dominicana.

Todo parece indicar que a Pizarro le sentó bien el cambio de aires. Pero todavía no estaba listo para echar raíces y hacer vida de colono. Así que, en 1510, se enroló en una expedición a Urabá, Colombia, liderada por Alonso de Ojeda, el navegante y conquistador que dio nombre a Venezuela. 

Francisco Pizarro era un hombre duro, discreto, y en el que se podía confiar en situaciones difíciles. También se decía que era poco ambicioso. O, al menos, lo parecía.

Según los testimonios que nos han llegado, Francisco Pizarro era un hombre duro, discreto, y en el que se podía confiar en situaciones difíciles. También se decía que era poco ambicioso. O, al menos, lo parecía. La expedición colombiana fue un fracaso, así que Pizarro volvió a España. Pero no por mucho tiempo. En 1513, y en con el rango de capitán, Pizarro participó en la primera expedición de colonos europeos que alcanzó la costa del océano Pacífico, a través del istmo de Panamá y con Vasco Núñez de Balboa a la cabeza. Pocos años después, Pizarro fue nombrado magistrado y alcalde de la recién fundada Ciudad de Panamá. En este momento de su vida, el extremeño ya tenía una carrera respetable, y había amasado una pequeña fortuna: todo un logro para aquel niño pobre de Trujillo que creció analfabeto y cargando con la etiqueta de hijo ilegítimo.

Líder del poderoso Imperio inca

Ser el líder del Imperio inca era una actividad difícil y arriesgada. Pero, naturalmente, también tenía sus ventajas y privilegios. El Imperio inca funcionaba como una monarquía absolutista; es decir, el emperador, que se creía que descendía de los dioses, era la máxima autoridad, y gobernaba con mano dura e incluso brutal. El ejército era una parte fundamental de la sociedad, y gracias a él el Imperio inca se convirtió en el más grande y complejo de la historia de Sudamérica. Los incas establecieron su capital en Cuzco, Perú, en el siglo XII. Cuatro siglos después, su territorio se extendía por la costa del Pacífico desde el norte de Ecuador hasta el tramo central de Chile, incluyendo los Andes. En su momento de máximo apogeo, el imperio inca llego a tener doce millones de habitantes de más de cien grupos étnicos diferentes. Un imperio de semejante tamaño e importancia requería de un líder fuerte, capaz de imponer su autoridad a lo largo de miles de kilómetros. Y Atahualpa lo era.

Cuando Atahualpa vio a Pizarro por primera vez no pensó que él y sus hombres fuesen una amenaza para su poder. Después de todo, acababa de ganar una guerra. Atahualpa era el hijo menor del emperador Huayna Capac. Aunque no está confirmado, se cree que su madre fue Paccha Duchicela, princesa heredera del trono de Quito, que fue absorbido por el Imperio inca. Cuando Huayna Capac murió, el Imperio inca quedó dividido en dos partes. Huáscar, el hijo mayor del emperador y heredero legítimo, heredó la mayor parte del imperio, que gobernaba desde Cuzco; y Atahualpa heredó una quinta parte del territorio, la que correspondía a Quito. Aunque, al principio, Atahualpa se mostró conforme con el reparto, pronto empezó a desear tener más poder, y empezó una revuelta armada contra su hermano. Huáscar envió a sus tropas al norte para reprimir al ejército de Atahualpa y defender su supremacía; pero encontró más resistencia de la esperada, y poco después estalló una guerra civil en toda regla.

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La guerra arrasó ciudades, hundió la economía y decimó la población. A principios de 1532, el ejército de Atahualpa derrotó al de su hermano en una operación militar que algunos historiadores consideran la más brillante de la historia de los incas. Huáscar fue capturado, y su familia fue ejecutada bajo las órdenes de Atahualpa, el nuevo líder soberano del imperio inca, un hombre descrito como valiente, ambicioso y muy popular en el ejército.

Mientras Atahualpa se estrenaba como emperador de los incas, Francisco Pizarro se disponía a desembarcar en Perú. Con un barco, ciento ochenta hombres, y treinta y siete caballos, el plan de Pizarro era buscar El Dorado, la ciudad legendaria hecha de oro que se decía que guardaba tesoros de un imperio perdido. Inspirado por el éxito de Hernán Cortés en México (que, por cierto, era pariente suyo), Pizarro había conseguido que el emperador Carlos V le diera permiso para emprender un viaje de exploración y posible conquista. Pizarro tenía unos cincuenta y siete años, y, lejos de pensar en retirarse, tenía más motivos que nunca para lanzarse en busca de tesoros. El extremeño llevaba más de un año recorriendo la costa pacífica, y le habían llegado noticias de la guerra que había desangrado el Imperio inca, dejándolo muy debilitado. Si las historias sobre la riqueza de aquel territorio eran ciertas, este era el momento perfecto para hacer una visita.

El primer error de Atahualpa

Pizarro y sus expedicionarios desembarcaron en Tumbes, en el extremo norte del actual Perú, y comenzaron su expedición. A su paso por los Andes, llamaron la atención de varios vigilantes incas, que informaron a Atahualpa de la presencia de aquellos hombres extraños. Al parecer, estos informantes afirmaron que los desconocidos tenían “aspecto de dioses”. Atahualpa creyó, entonces, que Pizarro era el dios blanco de la leyenda inca, y que estaba de visita para mostrar sus respetos al todopoderoso emperador; una interpretación muy optimista que lo llevó a cometer un error imprudente y fatal

La expedición de Pizarro se dirigía a Cajamarca, en los Andes, donde estaban asentados Atahualpa y su ejército. El 15 de noviembre, los españoles llegaron a su destino. Pizarro envió a su hermano Hernando y a otro de sus hombres a solicitar que el emperador inca se entrevistase con él. Atahualpa, inocentemente e infravalorando la fuerza de los españoles, aceptó, y citó a Pizarro para el día siguiente. 

El momento que Pizarro esperaba había llegado. Al atardecer del 16 de noviembre de 1532, Atahualpa llegaba a la plaza de Cajamarca acompañado de una impresionante comitiva. Decenas de hombres avanzaron cargando con la litera real, una estructura hecha de oro y plata. Sobre ella estaba el emperador inca, luciendo sus mejores galas: la mascapaicha, una especie de corona que representaba el poder del soberano del imperio inca, y un collar de esmeraldas. A su alrededor, varios miles de soldados… sin armas a la vista

El emperador inca quiso examinar la Biblia de cerca. Los incas no conocían la escritura. Por eso, Atahualpa se acercó el libro al oído, esperando escuchar algo.

Pizarro no fue a recibir a Atahualpa en persona, lo cual algunos historiadores afirman que no sentó bien al emperador. El único español presente en la plaza era el capellán de la expedición, Vicente de Valverde, que esperaba allí sosteniendo un crucifijo y una Biblia. Valverde se dirigió a Atahualpa, le pidió que renunciase a sus creencias profanas, que reconociese al único Dios (el cristiano), y que jurase lealtad a la Corona de España. El emperador inca quiso examinar la Biblia de cerca, y el capellán se la dio. Los incas no conocían la escritura. Ellos utilizaban los oráculos para comunicarse con las divinidades. Por eso, Atahualpa se acercó el libro al oído, esperando escuchar algo. Al ver que no transmitía ningún sonido, lo tiró al suelo. Este gesto fue la excusa perfecta para que los españoles, que estaban escondidos en los edificios que rodeaban la plaza, entraran en acción.

El capellán se retiró, y Pizarro hizo una señal. Se oyó un disparo de falconete, y, en cuestión de segundos, comenzó la emboscada. La caballería y la infantería españolas cargaron contra los incas que, sorprendidos, no tenían nada que hacer. La plaza de Cajamarca se convirtió en un mar de sangre. Indefenso en su litera de oro y plata, Atahualpa se vio rodeado de enemigos, que lo capturaron y lo llevaron al interior del palacio de la ciudad a empujones. El caudillo inca no volvería a ser libre nunca más.

Llegada la noche, Pizarro invitó a Atahualpa a cenar con él y sus generales. Entonces le repitió lo que ya le había dicho el capellán: que había un único Dios, y que este apoyaba a su rey, Carlos V. Pizarro quería convencer a Atahualpa de que lo más conveniente para él era ganarse su amistad, y para ello debía poner a su servicio todo su imperio… un imperio cuya extensión el propio Pizarro no hubiese podido imaginar. 

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Atahualpa no parecía tener mucha prisa por recobrar su libertad. Sus guardianes lo trataban bien, y se acostumbró rápido a la vida en cautiverio. Con la ayuda de un intérprete, pasaba horas conversando con Pizarro, o jugando a las damas, y se hizo amigo de su hermano Hernando. Pizarro trataba al líder inca con una cordialidad sorprendente, y hasta le enseñó a leer y escribir. Los soldados españoles encontraban este nivel de misericordia absolutamente incomprensible. 

Pero, al margen de si realmente se caían bien o no, lo cierto es que tanto Atahualpa como Pizarro tenían motivos para querer llevarse bien. Entre los historiadores, a menudo se ha dicho que el inca y el español mantenían una relación de codependencia. Y es que los dos tenían algo que el otro necesitaba: Atahualpa quería salvar su vida y recuperar su libertad, mientras que Pizarro estaba desesperado por hacerse con el tesoro inca y ganar fama y gloria. Sus intereses eran distintos, pero se complementaban. Así que se necesitaban mutuamente

Ambición, codicia y libertad

Atahualpa no tardó en detectar la codicia de los españoles, así que jugó sus cartas. Asegurando que su imperio era inmensamente rico en metales y piedras preciosas, les propuso un trato: si le devolvían la libertad, él les entregaría a su hermano Huáscar y un botín colosal. Según las fuentes, Atahualpa dijo:

“Llenaré para vosotros, para que lo repartáis entre todos cuantos os encontráis ahora en esta ciudad, esta estancia con piezas de oro y con granos de oro sacados de las minas de mi tierra, y dos veces más la llenaré con piezas y lingotes de plata”.

Pizarro aceptó el trato, y Atahualpa empezó a reunir su propio rescate. Con este pretexto, se comunicaba con sus seguidores a menudo. A Atahualpa le preocupaba que su hermano Huáscar contactase con Pizarro, se presentase como el emperador legítimo y se ganase el favor de los españoles contra su propio interés. Entonces, llegó a la conclusión de que lo más conveniente sería que Huáscar desapareciese de la ecuación.

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Atahualpa informó a Pizarro de la muerte de Huáscar antes de que esta ocurriera, para tantear su reacción. Pero a Pizarro solo le importaba recibir el tesoro prometido, así que no le dio más vueltas. Entonces, Atahualpa ordenó a uno de sus generales que matase a su hermano, y que después intentase liberarlo a él por las armas, con la ayuda de otro militar. Pero las cosas no salieron como esperaba: su aliado fue capturado, y, bajo tortura, reveló el plan de liberación de Atahualpa. Pizarro, sintiendo que el inca había traicionado su confianza, cambió de talante, y su actitud benevolente hacia él dio un giro radical. 

Las cosas no pintaban bien para Atahualpa, pero el 13 de junio llegó el cargamento que esperaba que le salvase la vida: el oro de Cuzco; estatuas de oro y plata, joyas y objetos artísticos. El mayor botín de la historia, que una vez fundido se tradujo en veinticuatro toneladas de oro y plata. Atahualpa cumplía así con su promesa, esperando que sus captores, en nombre del rey de España, le devolviesen lo que tan generosamente había comprado: su libertad. Pero Pizarro no tenía intención de cumplir con su palabra. Sus consejeros y él consideraban que la liberación del emperador inca podía poner en peligro la conquista española de su territorio. Además, circulaban rumores de que Atahualpa estaba organizando una sublevación contra los invasores, y no se fiaban de él. Después de todo, ya lo había hecho una vez…

Atahualpa también tenía defensores entre los españoles, entre los cuales estaba Hernando Pizarro. Pero poco pudieron hacer por él. La situación era demasiado tensa, y cuanto más se alargase, más posibilidades habría de que los nativos se rebelasen contra los españoles. Pizarro quería quitarse de encima al emperador inca, así que organizó un juicio-pantomima cuya sentencia estaba escrita de antemano. Los funcionarios y capitanes españoles que lo juzgaron utilizaron su religión, el asesinato de su hermano y su intento de liberación para acusarlo de varios cargos y condenarlo a muerte. Atahualpa tenía las horas contadas.

El motivo de su angustia era que, según la religión inca, para resucitar en el otro mundo su cuerpo debía ser embalsamado.

En la noche del 26 de julio de 1533, Atahualpa fue conducido al centro de la plaza de Cajamarca, donde todo estaba preparado para la hoguera en la que había sido condenado a morir. Al ver todo aquello y entender que lo iban a quemar vivo, Atahualpa se sobresaltó y pidió que se detuviesen. Al parecer, el motivo de su angustia era que, según la religión inca, para resucitar en el otro mundo su cuerpo debía ser embalsamado. Esto no sería posible si era consumido por las llamas, así que pidió una alternativa. El capellán español le ofreció un trato: si lo prefería, podía ser estrangulado con garrote; eso sí, a cambio de abrazar la fe cristiana y bautizarse. Atahualpa, que durante su cautiverio se había resistido a abandonar su religión, finalmente cedió. El fraile lo bautizó allí mismo, y, minutos después, Atahualpa fue estrangulado. Esta vez, los españoles sí cumplieron su promesa.

Al difundirse la noticia de la ejecución, miles de incas se cortaron las venas para reunirse con su divino emperador en el más allá, y las tropas de Atahualpa desplegadas en Cajamarca se retiraron. Los españoles tenían vía libre. Avanzaron hasta Cuzco y la ocuparon sin resistencia. 

Para evitarse problemas, los conquistadores intentaron mantener la ficción de que el Imperio inca seguía en pie nombrando emperador a un hermano de Atahualpa. Pero era una fachada. La realidad es que, tras su muerte, el imperio empezó a desmoronarse, y los españoles se hicieron con el control del territorio. En marzo de 1534, menos de un año después de la ejecución de Atahualpa, Cuzco fue refundada como colonia española, y en 1542 la Corona Española creó el virreinato del Perú. El Imperio inca era historia.

En cuanto a Pizarro, el tesoro de Atahualpa le dio por fin la riqueza y la fama que tanto había deseado, y dedicó el resto de su vida a consolidar el poder español en Perú. Curiosamente, en sus últimos años demostró que podía ser tan imprudente y confiado como lo había sido Atahualpa. Y fue precisamente esto lo que le costó la vida. Pizarro se creía invencible, y prueba de ello era que no tenía guardaespaldas. Pero un hombre en una posición tan elevada se ganaba enemigos muy fácilmente. Pizarro se vio envuelto en una telaraña de envidias y ambición, y, en junio de 1541, doce de sus hombres lo asesinaron en su palacio de Lima. El conquistador luchó por su vida, pero no pudo con sus asesinos, que le hicieron al menos veinte heridas de espada. Antes de caer, Pizarro dibujó una cruz en el suelo con su propia sangre, la besó, y dijo: 

“Jesús…”

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