HARRY POTTER Y EL CÁLIZ DE FUEGO (J. K. Rowling)

Así es como, bien entrada la novela, J. K. Rowling, declara la guerra a Harry Potter, al lector y a los últimos restos de la infancia de los personajes. Sólo una palabra de una maravillosa sonoridad e inequívocamente malvada, de ese tipo de maldad que provoca un ligero escalofrío de excitación. Los personajes han crecido, el lector ha crecido y Rowling ha crecido en su dominio de la escritura y la trama.

Se ha dicho (yo incluido) que las novelas de Rowling son algo más oscuras de lo que permitiría suponer el público al que van dirigidas (sí, me repito, lo mismo dije de la anterior). No es que tengan esa cosa de "terror para jóvenes" que muchas colecciones tienen como reclamo debido al éxito de determinados tipos de libro (con mis saludos al señor Stine, al que encuentro muy divertido) en el mercado infantil y juvenil. Me temo que lo de Rowling es aún peor. Mucho peor. No importa que el protagonista sea un niño (preadolescente en esta) o que haya momentos de humor genuinamente inspirado o pequeñas batallas diarias típicas de estudiantes, exámenes, peleas en el patio y juego sucio en los deportes. Ni siquiera importa lo que yo opine acerca de lo buena que es esta novela, está por encima de lo que un ignorante como yo pueda opinar. Lo único que puedo decir justificadamente es lo siguiente:

Esta es una magnífica novela acerca de la vida en tiempos de guerra.

La intención es doble: por un lado el lector es puesto sobre aviso de que ciertas guerras no acaban nunca (más o menos desde que lector empieza a leer la primera página), en cualquier momento el enemigo puede presentarse a la hora del té. Y por otro lado, en esta novela mucha gente recuerda lo que hizo en su última guerra. Y por qué. Tanto es así, que esta novela no tendría sentido sin esos recuerdos.

No es sólo que algunos personajes hablen de lo que les pasó, como sufrieron o a quienes perdieron: los recuerdos son necesarios -aunque tengamos que fisgar, como Potter, en la mente de los demás- para explicar el mundo que rodea a Potter, hallando la explicación a comportamientos quizás cómicos, quizás grotescos… pero terriblemente justificados en los contextos que Potter va descubriendo, contextos que el lector descubre con el personaje.

¿Otra vez revisionismo histórico dentro de la ficción de Rowling? Constantemente, pero con una habilidad que ya quisieran para sí muchos de los que tienen números uno en las listas de bestsellers. De todas formas, cualquier lector adulto de la serie que no se haya dado cuenta de que el mundo de Harry Potter está en guerra, es que no lo ha leído bien: cada libro es una batalla ganada o perdida… Rowling tiene la habilidad de configurar el mundo sobre el que escribe de manera que cada vez que lo hace, lo hace más coherente, reservándose, eso sí, los mejores trucos para el final. Y desviando la atención con autentico oficio de prestidigitador.

Echemos un vistazo al título: Harry Potter y el cáliz de fuego. Si nos ceñimos a la fórmula de los libros anteriores (especialmente a los dos primeros), esperaremos que el cáliz de fuego sea un artefacto mágico que de alguna manera permea la trama, en una de las variantes de la épica del género fantástico: obtención del talismán, destrucción del mismo o ambas cosas (como la Piedra Filosofal del primer libro o la Cámara de los Secretos del segundo). Nada de eso. El cáliz de fuego es un McGuffin como la copa (perdón por la repetición) de un pino. Y nadie puede acusar a Rowling de engañar al lector. Si uno termina la novela y queda defraudado, sólo tiene que releerse los capítulos del Mundial de Quidditch para comprender que el McGuffin estaba preparado desde la primera página y que al lector se le han dado todas las oportunidades posibles para adelantarse a los acontecimientos. Y a Potter también. Exactamente las mismas oportunidades. El lector y el personaje trabajan sobre los mismos problemas con la misma cantidad de información, solo para que ambos se den de cabeza contra la pared (¿Cómo no me habré dado cuenta antes?). Rowling hace gala de una escritura tan retorcida que da la impresión de que bien podría haber escrito ella solita un clásico moderno de la novela negra, pero no lo hace porque considera que esto es mucho más divertido (y le da más dinero).

¿Qué otros rasgos destacaría yo de la escritura de Rowling? Los nombres de los personajes. Rowling le da a sus personajes nombres que cuadran perfectamente con sus cualidades principales. Severus Snape. Draco y Lucius Malfoy. Lord Voldemort. Nombres que despiertan la antipatía del lector una vez que ha hecho las pertinentes conexiones. Parece que Rowling juega muy bien con la tradición medieval inglesa de la fábula y el mistery play y sus encarnaciones de maldades y virtudes humanas que se desenmascaran a sí mismas nada más abrir la boca.

Pero lo que en otro autor se convertiría en un estorbo, la tendencia a tipificar "nominalisticamente" los personajes, Rowling lo convierte en un elemento que juega a su favor. Si podemos reconocer a un determinado tipo de mal por su nombre… ¿qué pasa cuando la autora insiste en dar nombre cargados de significado semántico pero moralmente neutros…? Rompe, como ha hecho siempre, las reglas sin violar ningún tipo de contrato con el lector. El lector ni siquiera se da cuenta de que ahí había una "regla", una pequeña convención narrativa hasta que ésta desaparece.

En el libro anterior no rompe esa regla: Sirius Black (presente también en este libro) es un nombre de poder, pero no necesariamente malvado, de forma que Rowling manipula alegremente al lector de un lado a otro pero sólo porque este se deja manipular… O el mismísimo Severus Snape, profesor de pociones y villano confeso… ¿O no? Severus es severo y actúa con flagrante mala fe, pero no hay en él la auténtica maldad que Rowling reserva para otros personajes. Me confieso mucho menos listo que Rowling: cuando en este libro se acerca un acontecimiento que el avispado lector de la serie puede presuponer que va a ocurrir (¡ algo que tiene que ocurrir para que haya libro!) Rowling se las arregla para aparentar que no va a ocurrir hasta que coge de sorpresa al lector. ¡Y eso que estaba sobre aviso!

Si yo fuera el tipo de crítico (no es que me autodenomine así, pero es el único sustantivo que cuadra con escribir este tipo de reseña) que admite a regañadientes que una obra como ésta es buena aunque lo niegue en público, posiblemente estaría empeñado en hacer un lamento por la formidable (o por lo menos pasable) escritora que ha perdido la literatura "seria". Pero como soy de otra manera y además la literatura es el único mundo donde el sabio Doctor Pangloss puede invocar a Leibniz sin equivocarse, decretando que "todo ocurre para mejor en el mejor de los mundos posibles", pues entonces los libros de Harry Potter son lo mejor en un mundo que puede convertir momentáneamente en el mejor de los mundos posibles. Al menos durante lo que tarda uno en leerlo. Creo que no puedo decir nada más.

Xavier Riesco Riquelme

Viaje a la historia de la publicidad gráfica. Arte y nostalgia

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