Antígona y Deméter: el poder de enfrentar y elegir

Antígona dando el entierro a Polinices, pintura de Sébastien Norblin (1825) | Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, Francia

01/05/2024

La tragedia griega honra la libertad humana por cuanto hace que sus héroes luchen contra la fuerza superior del destino.
Friedrich Schelling.

Los corazones están tan secos como los campos; el corazón del nuevo rey está tan seco como la roca. Tanta sequedad llama a la sangre. El odio infecta las almas; las radiografías del sol roen las conciencias sin reducir su cáncer.
Marguerite Yourcenar.

 

I

Profundamente conmovidos como quedamos después de leer, o releer, Antígona, la magnífica tragedia concebida por el genio griego de Sófocles (495-406 a.C.) y presentaba por primera vez en el año 441 a. C., sigue siendo imperioso tratar de comprender qué nos ocurre al conocer el destino de esta jovencísima princesa tebana y qué implicaciones tiene su radical decisión.

En la historia de Antígona hay algo que tocó hondamente a los griegos de la época –la tragedia se representó 32 veces seguidas en Atenas– y que ha obrado el mismo efecto en generaciones posteriores, a pesar de los períodos en que fue ignorada. Es el efecto que ejerce la tragedia sobre la psique humana: hay una honda emoción ante el sufrimiento del héroe o heroína, ante sus luchas, ante su caída; algo en nosotros lo reconoce como propio, como cercano, como posible; hay una suerte de epifanía que nos revela algo enteramente nuestro.

Pero, en Antígona hay otras razones. No en vano ha sido considerada como la más perfecta de las tragedias griegas. Hegel, en sus Lecciones sobre la Estética, llegó a decir que esta tragedia era una de las más sublimes y en todos los aspectos una de las obras de arte más consumadas que el empeño humano haya jamás creado. Y a su heroína se refiere como la celestial Antígona, la más notable de las figuras que haya aparecido en la Tierra

Esta núbil princesa, cuyo nombre significa la que está parada ante sus antepasados, es heredera de la fatalidad que persigue a su familia generación tras generación. Su tatarabuelo, Lábdaco, recibió una maldición de parte de las Bacantes; luego Layo, su abuelo, la recibió del rey Pélope; y su propio padre, Edipo, maldice a Eteocles y a Polinices, sus dos hijos varones. Antígona encarna el obrar polémico, y en ello estriba el ámbito de su libertad. Se enfrenta al regente de Tebas, Creonte, su tío materno, desobedeciendo su implacable edicto de no sepultar el cuerpo de Polinices, considerado traidor a la patria. Sabedora de los rituales funerarios que proceden, se cuela durante la noche, hace las libaciones correspondientes y esparce la tierra sobre el querido cuerpo inerte: Avanza en la noche fusilada por los faros: sus cabellos de loca, sus harapos de mendiga, sus uñas de ladrona muestran hasta dónde puede llegar la caridad de una hermana, en palabras de M. Yourcenar. Ha cumplido con los mandatos de su corazón y con los designios superiores de los dioses. Sólo ante éstos se somete.

Ya Sófocles había mostrado el carácter de la doncella, en Edipo en Colono. Ella es la hija que acompaña al destierro a su afligido padre; se convierte en su guía y lazarillo y, más aún, es ella quien lo acompaña hasta el momento de su descenso al Hades. Pero ese carácter se consuma plenamente en la tragedia que lleva su nombre con el supremo acto de desacato a Creonte, por razones que luego respalda el pueblo, representado en la voz del Corifeo. 

II

La leal hija de Edipo, en su actuar insubordinado, representa el conflicto entre la esfera pública y lo privado, y, así, puede que se haya convertido en la primera ciudadana que ejerce la desobediencia civil. El gobernante quiere imponer su ley a cualquier costo. Antígona no puede ignorar los rituales prescritos para cualquier alma antes de descender al Hades, pues así ha sido establecido por un orden superior; pero además su compasión no le permite dejar a la intemperie, presa de aves de carroña, el cuerpo de su hermano, quien para ella merece ser enterrado con las honras funerarias, igual que Eteocles, pues ambos son hijos del mismo padre, y los dos irán a la morada del señor del inframundo. Esta decisión inapelable define el carácter de Antígona. Elige la propia muerte antes que obedecer al autoritario gobernante y traicionar a su propia familia. Hay una prescripción más digna y apremiante: el amor filial y el respeto a los dioses. El monarca déspota y sus leyes no tienen cabida en su corazón. La cobardía no le es propia. 

Vale la pena detenerse un momento en relación a este aspecto. Sófocles escoge un personaje muy joven y femenino para representar el oikos –la casa, la familia, un orden previo al de polis–. Sin embrago, la congruencia con su afiliación al valor sagrado de la familia la conduce a la disidencia política y a enfrentar al poder tiránico, que pervertía la vida en la polis. 

A los mandatos del regente ella responde haciendo una férrea defensa de una ley superior:

No fue Zeus el que los ha mandado publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron. No iba yo a obtener castigo por ellas de parte de los dioses por miedo a la intención de hombre alguno

Antígona –en actitud, por demás, democrática– está alzando su voz frente a la impiedad del poder de turno. A través de ella, Sófocles está invocando el precepto de los dioses que Atenas había respetado hasta entonces y que la había preservado en el tiempo. Está tratando de educar a los atenienses. En la postura del regente de Tebas, quien como legislador se pone por encima del propio dios del inframundo, quiere advertir lo que está ocurriendo con el poder humano enfrentado al poder divino. De su sobrina, a quien ha condenado a morir en una caverna por insubordinación, dice:

Así, si suplica a Hades —único de los dioses a quien venera—, alcanzará el no morir, o se dará cuenta, por lo menos en ese momento, que es trabajo inútil ser respetuoso con los asuntos del Hades

La firmeza de la decisión de esta mujer en duelo es contrastada por el tragediógrafo ateniense con la blanda y temerosa posición de su hermana, Ismene: Tienes que pensar que somos dos mujeres que no nacimos para luchar contra los hombres. Ella, por tanto, no concibe oponerse a Creonte, aunque ello suponga dejar a Polinices insepulto. Antígona, sin duda, la increpa con las siguientes palabras:

Así están las cosas, y podrás mostrar pronto si eres por naturaleza bien nacida, o si, aunque de noble linaje, eres cobarde

Y más aún, Sófocles nos revela contundente el alma de su protagonista cuando en ese terrible diálogo que sostiene con el monarca, cegado por su hybris, ella declara su ethos:

Creonte: Aún muerto, el enemigo jamás será un amigo
Antígona: Es verdad. Pero yo no nací para odiar, sino para amar

Y desde allí es desde donde ella continúa eligiendo hasta sus últimos momentos, pues en un libérrimo acto se quita la vida antes que esperar la muerte en la catacumba donde había sido confinada. Entonces, se precipita la tragedia para el poderoso gobernante. El decreto que condena a Antígona, y que solo tardíamente, y por temor a las profecías de Tiresias, revoca, ocasiona la muerte de su hijo, Hemón, quien, al encontrar sin vida a su prometida, se clava una espada. Eurídice, su esposa, al conocer la noticia, también termina con su vida. Las últimas palabras de Creonte ante el horror que él mismo ha ocasionado, desde su enorme soberbia, son:

¡Que llegue, que llegue, que se haga visible la que sea más grata para mí de las muertes, trayendo el día final, el postrero!
¡Que llegue, que llegue, y yo no vea ya otra luz del día!

Antígona y su padre, Edipo, abandonan la ciudad de Tebas. Pintura de Charles Jalabert | Wikimedia Commons

III

Podemos expandir y ahondar aún más en el significado e implicaciones de la decisión Antígona, si volteamos la mirada hacia atrás, hacia la era de los mitos, y nos detenemos en Deméter, pues ella y Antígona –más allá de las diferencias, una es humana, la otra es una diosa- pueden revelarnos algo que las asemeje, y que nos instruya. La diosa olímpica, hermana de Zeus y madre de Perséfone, la hija amada que engendró con éste, sumida en la desolación que le ocasiona su rapto, se niega a seguir cumpliendo sin más lo que se espera de ella: fertilizar la tierra, hacer nacer y crecer los frutos, especialmente el dorado trigo. 

Hasta el mismo Helio –que todo lo ve- cuando le relata lo ocurrido trata de persuadirla de aceptar la nueva situación, presentándola como favorable:

Ningún otro es el culpable sino el mismísimo Zeus que con Hades hizo un pacto para entregarle a tu hija y que así fuera su esposa: y él se la ha llevado al mundo de las tinieblas, a pesar de sus gritos, en su carro sombrío. Así que tú, diosa, procura dejar tu llanto y no le guardes rencor… Que no es un indigno yerno el soberano de tantos, que es de tu misma semilla y sabes bien dónde vive y qué lote le tocó cuando se hizo el reparto entre los tres hermanos 

La diosa madre no cesa en la búsqueda de su hija. Mientras tanto la tierra –la gran Madre- se va secando. Zeus envía a todos los dioses a persuadirla y ella los rechaza uno a uno. Su padecimiento, que la ha tenido vagando durante nueve días, la conduce eventualmente a Eleusis, donde consigue momentáneo consuelo haciendo de nodriza de Demofonte, el pequeño hijo de Céleo y Metanira, reyes del lugar. Cuando es descubierta por la madre del pequeño exponiéndolo al fuego para otorgarle la inmortalidad, se enfurece y revela, entonces, la majestad de su verdadera identidad. Después, ordena que se le erija un templo en su honor, al cual se retira en soledad y completo silencio, dando luego origen a una profunda religiosidad: los Misterios de Eleusis. Esta religión mistérica, considerada de la mayor importancia de la antigüedad, otorgaba a los iniciados la epopteia o contemplación directa de las verdades divinas y, por ende, la transformación en sus vidas individuales. Su vigencia se mantuvo durante 2.000 años.

De haber ignorado su dolor de madre, o de haber aceptado el pacto realizado entre las dos divinidades masculinas -que produce el rapto, violación y confinamiento en el inframundo de la doncella-, no hubiera logrado el ascenso de esta hija divina -ahora convertida en Reina del Inframundo y guía de almas,- a continuar su vida más allá del Hades. Pero tampoco hubiera surgido la religiosidad eleusina. El regreso de Perséfone simboliza el renacimiento, la continuación de la vida: metáfora de la fertilidad de la tierra, de los frutos emergiendo de las semillas después del período de oscuridad subterránea. También, la necesaria pérdida de la conciencia virginal inicial.

IV

La conciencia individual de una princesa mortal llevada hasta sus últimas consecuencias          –elige la libertad, la insubordinación y la muerte- pone en conflicto y doblega a la autoridad mortal y tiránica. Deméter, en profundo contacto con su afrenta –elige retar al regente mismo del Olimpo, en lugar de someterse-, y haciendo lo que le es propio, obliga a los poderosos dioses involucrados en el agravio a transigir, con el astuto dios Hermes –el mensajero- como mediador ante Hades, por cierto. Las enseñanzas derivadas de la tragedia de Antígona y del mito de Deméter -ambas con el amor en el centro de su actuar- dejaron una huella indeleble en nuestras psiques a partir de entonces, y un significativo sendero por el cual transitar: la importancia central del pathos individual, la necesaria conexión con lo que nos es más íntimo y sagrado. La vida en la polis, y sus leyes, no puede representar jamás la aniquilación del individuo ni la adecuación al estado de cosas establecido puede ignorar las consecuencias de las transgresiones para el alma. La paideia que destilan estas obras, reflexionadas en nuestro amenazante presente, puede, quizás, disuadirnos de la tentación de continuar construyendo vidas, sociedades y civilizaciones sobre el falseamiento: parecieran afirmar que la tarea fundamental del individuo es serlo, asumirse realmente como único frente a las fuerzas siempre acechantes que buscan aplanar la mismidad de cada ser. 

¿No estamos ante una enseñanza iniciática en ambas historias, que nos señala que en medio de las más dolorosas circunstancias nos puede ser revelado lo que de verdad somos intrínsecamente, y que sabiéndolo estamos ante la indeclinable responsabilidad de elegir aquello que nos refleja? Lo otro, dejar de ser quienes somos si nos damos la espalda. 

¿No resulta imprescindible en nuestro presente discernir entre respeto al orden legítimo que preserva a la polis y al individuo en el centro de ella, e insubordinación –no aceptación, no perpetuación- ante aquél otro, arbitrario e impuesto desde las altas esferas, que no por ello elevadas? ¿No estamos ante el llamado histórico de impedir que siga persistiendo el caos que pervierte la vida civilizada -superada ya la etapa de hipnosis mesiánica- haciendo lo que la voz del corazón nos dicte y lo que la creatividad nos muestre? 

A los venezolanos de la actualidad nos haría mucho bien meditar sobre la diferencia entre estar en el mundo como Antígona y Deméter -resistiendo, enfrentando y eligiendo-, o como Ismene. ¿Ha llegado acaso el momento de que emerja Perséfone -dejada de lado su anterior ingenuidad y recorrido ya el oscuro tramo subterráneo-, y con ella la renovación de la vida individual y ciudadana? ¿No es imperioso que no dejemos morir a Antígona, la que, por encima de todo, elige

El péndulo del mundo es el corazón de Antígona,

¡Nos grita Yourcenar!


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