Rodríguez de la Borbolla, el último patriarca, por Carlos Mármol

Rodríguez de la Borbolla, el último patriarca

Cuadernos del Sur

Interior día. Una mañana difusa de finales de los años setenta. José Rodríguez de la Borbolla Camoyán (Sevilla, 1947), bisnieto de Pedro Rodríguez de la Borbolla Amoscótegui de Saavedra, diputado en las Cortes de Madrid por el Partido Liberal desde finales del XIX, dos veces ministro y alcalde de la ciudad en 1918, acude a la Capitanía Militar de Sevilla para presentarse –como primer secretario de la federación andaluza del PSOE– ante Pedro Merry Gordon, bigote fino estilo imperial, cabello hacia atrás con fijador, esforzado combatiente en el bando nacional y miliciano condecorado de la División Azul. El militar, máxima autoridad castrense la noche del 23F, no le invita a entrar en su despacho. Lo recibe en la antesala.

–Usted se apellida Rodríguez de la Borbolla. ¿Tiene usted alguna relación con la avenida de ahí enfrente? [La Capitanía de Sevilla está situada al comienzo de la Avenida de la Borbolla].

–Pues sí, mi general. Esa avenida se nombró así en homenaje a mi bisabuelo.

–Y cómo es que usted, viniendo de una familia conocida, se convirtió en un…

–¿En un rojo?

–Bueno, sí. ¿Cómo se hizo socialista?

–Pues leyendo y estudiando. No es necesario ser pobre para ser socialista.

José Rodríguez de la Borbolla Camoyan en el Parafinfo de la Universidad de Sevilla

José Rodríguez de la Borbolla Camoyan en el Parafinfo de la Universidad de Sevilla 

Universidad de Sevilla

La escena, reconstruida en sus memorias –Repaso de transiciones. España, Andalucía y el PSOE. 1969-1990 (Universidad de Sevilla)– por el segundo presidente de la Junta de Andalucía (1984-1990) describe una de las desconcertantes estampas del tardofranquismo y de los primeros compases de la Santa Transición: las estirpes estamentales establecidas en los años cuarenta, tras el final de la Guerra Civil, tres décadas después están ya entremezcladas, configurando el magna social donde los nuevos partidos políticos comenzaban a operar.

Franco había muerto de peritonitis, pero la democracia distaba aún de ser algo más que una convención jurídica. Borbolla, que el próximo abril cumplirá 76 años, representaba una anomalía: procedía de sagas familiares acomodadas, profesionales y propietarias. Se había educado con las Esclavas y los Jesuitas. Y estaba deslumbrado por el zeitgeist del marxismo.

Lector precoz, mitómano confeso, devotísimo de la copla, bético integrista y campechano de carácter, tras transitar por grupos de ascendencia cristiana, se había afiliado en 1967, tomando un rumbo opuesto a su genealogía, al partido de Tierno Galván (PSI), en el que militó hasta 1972, cuando se suma al entorno del primitivo núcleo sevillano de Suresnes, una pandilla universitaria con un lustro más de edad donde los círculos de amistad alimentan desde primera hora la posterior constelación de planetas que resucitaría al socialismo democrático.

Aquel embrión era, al mismo tiempo, una asociación de individuos, una fórmula colectiva de protección, un punto de afirmación, una autopista para el ascenso o el fracaso social y, como inevitable sustituto artificial de la familia, también una sutil red de jerarquías en cuyo seno y periferias se establecerían duraderas relaciones de poder, afinidad, inseguridad y dependencia. Sentimientos humanos, demasiado humanos, que continúan vivos cincuenta años después.

Aquel muchacho con bigote, fundador del Pulgarcito Fútbol Club, devoto de Guillermo Brown, alférez en Montejaque, donde aprendió las virtudes para encabezar una escuadra juvenil, estudiante de leyes en una Sevilla neorrealista de tabernas y billares desconchados, se incorporaba por esta vía secundaria, levemente tardía, a la mítica generación que cambiaría la historia de la izquierda en España, persiguiendo el anhelo de convertirse en su intelectual orgánico, arquetipo bajo el cual creyó encontrar una síntesis entre la educación recibida –“Empecé a ser alguien leyendo, estudiando e imaginando”– y el paradigma de su tiempo.

El presidente de la Junta de Andalucía, José Rodríguez de la Borbolla, juega al futbolín con unos vecinos de Jimena de la Frontera (Cádiz), el 12 de junio de 1986, en la campaña de las elecciones andaluz

El presidente de la Junta de Andalucía, José Rodríguez de la Borbolla, juega al futbolín con unos vecinos de Jimena de la Frontera (Cádiz), el 12 de junio de 1986, en la campaña de las elecciones andaluz

Borbolla, que en sus memorias entrecruza avatares de su vida íntima con su dilatada trayectoria pública, tiende constantes puentes entre ambas orillas. Es un planteamiento que define un estilo de hacer política que parece estar en vías de extinción, pero que en su día dotó a la democracia española de cierto sosiego, instauró las autonomías y cultivó el valor de la transacción política con contenido, algo prácticamente ausente del actual escenario público.

En los años setenta, el expresidente de la Junta todavía buscaba su lugar en el mundo. Lo encontró relativamente pronto gracias a sus lecturas, sus habilidades sociales, mucho trabajo y esa obstinación de ser aceptado por quienes, o por procedencia o por militancia, parecían estar en sus antípodas. Acaso esto –buscar ser apreciado por los otros– sea su motor existencial.

“Nada de lo que narro es inventado”, dice Borbolla en el colofón de su ensayo en primera persona, donde cultiva determinadas elipsis –“aquí acaba lo que a mí me apetece contar”– pero documenta importantes eventos históricos que desdibujan algunos relatos oficiales sobre la Transición, el PSOE y el nacimiento y consolidación de la gran autonomía del Sur.

De Borbolla, si hubiese que describirlo con un código hagiográfico, podría decirse que es algo así como César Augusto: “Encontré Roma como una ciudad de ladrillo y la dejé de mármol”. El símil, sin duda, sería de su agrado, dada su profesión de fe por la antigua cultura latina y su predilección por Italia, donde estudió y, una y otra vez, encontraría inspiración política, lares tutelares y una teoría sobre la cultura meridional codificada por Gramsci, uno de sus modelos.

José Rodríguez de la Borbolla interviene durante el XXVII Congreso del PSOE

José Rodríguez de la Borbolla interviene durante el XXVII Congreso del PSOE

Pablo Juliá (Fundación Felipe González)

Su quinta venía el subdesarrollado Mezzogiorno ibérico y, tras alcanzar al poder, legaba a sus descendientes políticos, en su mayoría fallidos, una Andalucía (oficial) con consejerías en palacios barrocos y un Parlamento que pasó de ser un hospital de sangre para moribundos y desahuciados a convertirse en una aseada asamblea en el atrio de una iglesia desconsagrada.

La exageración, pues, contiene una parte de la verdad. Sus años al frente del autogobierno, entre la etapa de Fernández Viagas (presidente de la preautonomía) y Escuredo (su antecesor), fueron los del ensanchamiento material de la Junta. Lo que no existía empezó a convertirse en omnipresente. El socialismo cerraba la Transición con la mayoría absoluta del 82. Unos iban (a Madrid) y otros permanecían (en Sevilla), pero Borbolla siempre estaba allí. En primera, segunda o tercera línea, según soplasen los vientos de cada momento. De una u otra manera.

Los años dorados en el poder apenas son un instante limitado del cuento. Antes hubo niebla y oscuridad –la clandestinidad–, reuniones, tabaco y viajes por carreteras secundarias. Después vino el regreso a la universidad, donde sus compañeros de política y armas –el grupo, siempre el grupo– le franquearon las puertas de entrada tras algo más de una década dedicado a construir ex novo las estructuras orgánicas del socialismo en el Sur, que han sobrevivido tres décadas y media y ahora forman parte de la herencia que disfruta Moreno Bonilla.

El presidente de la Junta Rafael Escuredo, el 4 de marzo de 1984, junto a José Rodríguez de la Borbolla

El presidente de la Junta Rafael Escuredo, el 4 de marzo de 1984, junto a José Rodríguez de la Borbolla 

EFE

Las confesiones de Borbolla, en cierto sentido, componen una suerte de bildungsroman. Una novela de iniciación con digresiones doctrinales sobre la forja de un modelo imperfecto de Estado, nunca cerrado en la Constitución; la eterna cuestión territorial y la evolución del PSOE. Elige lo que cuenta, pero sus logros los presenta como resultado de los equipos en los que estuvo –cita hasta al último de sus mayores y a casi todos sus colaboradores– y no ajusta cuentas ni con sus enemigos –Alfonso Guerra firma uno de los dos prólogos del libro– porque antes fueron sus mentores y, en los últimos años, se han convertido en compañías recobradas.

“Llega un momento en el que un hombre debe reconciliarse con su biografía”. Esta frase, cuya autoría es del senador Paco Moreno, epítome del guerrismo, explica el animus de Borbolla, que evita desvelar la causa de su salida de la presidencia de la Junta con apenas 43 años –su particular anagnórisis– tras haber liderado la construcción del partido en el Sur, que pasó en un breve lapso de tiempo de ser una pandilla de amigos a reunir a 24.000 militantes.

Las razones de su caída se vislumbran en el cruce entre vida y política. Su expulsión de la presidencia, que inauguró la era del chavismo, en cierto sentido significó el deceso (técnico) del autogobierno, cuyas primeras aspiraciones fueron abortadas por los factores partidarios.

Fue sacrificado en el altar de los dioses –el “sistema binario que formaban Felipe González y Alfonso Guerra”, monarcas de círculos de influencia complementarios, pero no idénticos– por tratar de volar en solitario. Pero, en lugar de dirigir su ira contra el Olimpo, esperó a volver a ser llamado, en su caso para intentar conquistar la Alcaldía de Sevilla en los noventa.

Plácido Fernández Viagas y Rodríguez de la Borbolla

Plácido Fernández Viagas y Rodríguez de la Borbolla 

EFE

En realidad –escribe mediante una cita indirecta– nunca pretendió subvertir nada. No fue ni un héroe ni tampoco un mártir. Borbolla no es un corredor solitario ni un lobo estepario. Es un político de fondo que durante décadas ha guardado lealtad a los colectivos en los que ha sido aceptado –desde el clan de Suresnes a las bases obreras del PSOE y la UGT– hasta que, igual que había alimentado del viento de cola que impulsó a aquellos jóvenes sevillanos, la comuna de la tortilla consideró que el ejercicio de la voluntad –decir no– suponía una traición.

El habitual ruido (orgánico) de fondo hizo el resto. En realidad, no se trató de un golpe de mala suerte. El socialismo idílico de los comienzos había dejado de existir en las municipales del 79. El verdadero hacedor del PSOE de Andalucía, con todas sus luces y sus sombras, tuvo así que pasar de golpe de las musas (políticas) al teatro (universitario).

Borbolla, que no destila en estas memorias amargura, documenta capítulos esenciales de la política española del último medio siglo. Deja entrever (con elegancia) sus diferencias con Escuredo. Confiesa su fascinación por Comín. Narra un encuentro con un Jordi Pujol que jamás mira a los ojos a sus interlocutores. Y previene sobre la deslealtad de los nacionalismos.

Relata también reuniones de las embrionarias células del PSOE sevillano en la loggia de un palazzo de Carmona y se emociona al recordar un homenaje a Besteiro en octubre del 76 en un teatro de pueblo, o cuando las familias de los socialistas republicanos que construyeron el Canal del Bajo Guadalquivir, presos en los años de hierro del franquismo, lo aceptan como uno más de su comunidad sentimental. Igual que en una estampa de redención evangélica.

Borbolla defiende –con documentos– la paternidad socialista de las históricas manifestaciones del 4 de diciembre de 1977 en defensa del autogobierno, que los andalucistas consideran obra suya y ahora celebra por decreto el PP. Desvela que el PSOE lo tuvo seis años sin cotizar y enuncia una divertida teoría sobre el liderazgo basada en el arte del pastoreo y el paverismo.

Juan de Mairena, heterónimo de Machado (Antonio), advertía a sus discípulos de Sofística: “No hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de una comedia en la que nadie sabe su papel”. Y recomendaba a los que insistieran en dedicarse a la cosa pública: “Procurad que vuestra máscara sea obra vuestra, y no la hagáis tan rígida que os sofoque el rostro, porque, tarde o temprano, hay que dar la cara”. Borbolla, a su manera, es un personaje machadiano. Su máscara encarna una concepción vitalista de hacer política. No es perfecta, pero, comparada con la de quienes ahora administran el legado político del PSOE, parece bastante auténtica. Y el crepúsculo de la saga de los últimos patriarcas del socialismo.

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