La nueva película de Steven Soderbergh podría verse como la perfecta conjunción de los numerosos registros explorados por el inquieto cineasta estadounidense a lo largo de su carrera. De partida, en La lavandería (The Laundromat) hallamos el perenne interés del director por sacar a la luz pública el efecto lacerante de diversas lacras sociales: aquí se aborda la desfachatez con la que las grandes fortunas esquivan sus responsabilidades fiscales echando mano de la ingeniería financiera, del mismo modo que Traffic estudiaba el tráfico de drogas, Erin Brockovich: Una mujer audaz las malas praxis de las corporaciones y la reciente High Flying Bird (también disponible en Netflix) el precario rol de la América negra en la industria del espectáculo deportivo.

En el caso de La lavandería, la denuncia se articula a través de la sátira más descarada, un tono que Soderbergh ya exploró en El desinformante y que sobrevuela sus comedias más frívolas (pienso en la saga de los La gran estafa / Ocean's Eleven). Y, por último, lo nuevo del cineasta norteamericano se presenta como un fragmentario collage que se ramifica en la esfera internacional, una estrategia que ya resplandecía en Contagio, que a su vez comparte con La lavandería su carácter “procesual”.

Resulta impactante la seguridad con la que Soderbergh –todo un veterano de la industria a sus 56 años– emplea las herramientas cinematográficas a su disposición para embestir contra la avaricia del sistema capitalista, un mensaje que ya se infiltraba en el díptico que forman Magic Mike y La estafa de los Logan. La película brilla cuando se proyecta a las alturas de la comedia cínica de la mano del dúo formado por Gary Oldman y Antonio Banderas, que en la piel de los abogados Jürgen Mossack y Ramón Fonseca –cuyas actividades fraudulentas fueron destapadas por los Papeles de Panamá–, devienen los narradores de La lavandería. Rompiendo la cuarta pared y exhibiendo con absoluto descaro la cara más amoral del sistema, Oldman y Banderas son la punta de lanza de una película que, en su despliegue autorreflexivo, dialoga con la herencia de Bertolt Brecht para animar a los espectadores a no olvidar que la ficción (basada en hechos reales) no es más que el reflejo de un conflicto real de profundo calado sociopolítico.






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