Libro proporcionado por el equipo
Le Libros
Visite nuestro sitio y descarga esto y otros miles de libros
http://LeLibros.org/
Descargar Libros Gratis, Libros PDF, Libros Online
El Señor de los Anillos es una novela, obra cumbre del escritor John Ronald
Reuel Tolkien, ambientada en un mundo fantástico llamado la Tierra Media
hacia el final de su Tercera Edad. El título hace referencia a Sauron, el Señor
Oscuro de Mordor, principal villano de la historia, creador del Anillo Único
que utilizó para controlar el poder de los demás Anillos. El Señor de los
Anillos constituye la continuación de un libro anterior de Tolkien, El Hobbit,
que cuenta la historia de cómo el Anillo del Poder pasa a las manos de
Bilbo Bolsón, el tío de Frodo Bolsón. En un nivel más profundo, constituye la
continuación de otro libro llamado El Silmarillion, que habla de la creación de
la Tierra Media y de todas las criaturas que en ella habitan, así como del
primer Señor Oscuro, maestro de Sauron, y de las luchas por los Silmarils.
El Señor de los Anillos narra las aventuras de un grupo de seres: (elfos,
hobbits, enanos, humanos), que forman la Comunidad del Anillo en su
intento por destruir el Anillo Único, forjado por Sauron. Es la historia del
héroe del pueblo llano, de aquella persona que aún sabiendo que su destino
puede ser fatal, lucha por cumplirlo, pues de él depende la continuidad de su
mundo.
J.R.R. Tolkien
El Señor de los Anillos
Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.
Siete para los Señores Enanos en palacios de piedra…
Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Prólogo
1
De los Hobbits
E ste
libro trata principalmente de los Hobbits, y el lector descubrirá en sus
páginas mucho del carácter y algo de la historia de este pueblo. Podrá
encontrarse más información en los extractos del Libro Rojo de la Frontera del
Oeste que y a han sido publicados con el título de El hobbit. El relato tuvo su
origen en los primeros capítulos del Libro Rojo, compuesto por Bilbo Bolsón —el
primer hobbit que fue famoso en el mundo entero— y que él tituló Historia de
una ida y de una vuelta, pues contaba el viaje de Bilbo hacia el este y la vuelta,
aventura que más tarde enredaría a todos los hobbits en los importantes
acontecimientos que aquí se relatan.
No obstante, muchos querrán saber desde un principio algo más de este
pueblo notable y quizás algunos no tengan el libro anterior. Para esos lectores se
han reunido aquí algunas notas sobre los puntos más importantes de la tradición
hobbit, y se recuerda brevemente la primera aventura.
Los Hobbits son un pueblo sencillo y muy antiguo, más numeroso en tiempos
remotos que en la actualidad. Amaban la paz, la tranquilidad y el cultivo de la
buena tierra, y no había para ellos paraje mejor que un campo bien aprovechado
y bien ordenado. No entienden ni entendían ni gustan de maquinarias más
complicadas que una fragua, un molino de agua o un telar de mano, aunque
fueron muy hábiles con toda clase de herramientas. En otros tiempos
desconfiaban en general de la Gente Grande, como nos llaman y ahora nos
eluden con terror y es difícil encontrarlos. Tienen el oído agudo y la mirada
penetrante, y aunque engordan fácilmente y nunca se apresuran si no es
necesario, se mueven con agilidad y destreza. Dominaron desde un principio el
arte de desaparecer rápido y en silencio, cuando la Gente Grande con la que no
querían tropezar se les acercaba casualmente, y han desarrollado este arte hasta
el punto de que a los Hombres puede parecerles verdadera magia. Pero los
Hobbits jamás han estudiado magia de ninguna índole y esas rápidas
desapariciones se deben únicamente a una habilidad profesional, que la herencia,
la práctica y una íntima amistad con la tierra han desarrollado tanto que es del
todo inimitable para las razas más grandes y desmay adas.
Los Hobbits son gente diminuta, más pequeña que los Enanos; menos
corpulenta y fornida, pero no mucho más baja. La estatura es variable, entre los
dos y los cuatro pies de nuestra medida. Hoy pocas veces alcanzan los tres pies,
pero se dice que en otros tiempos eran más altos. De acuerdo con el Libro Rojo,
Bandobras Tuk, apodado el Toro Bramador, hijo de Isengrim II, medía cuatro pies
y medio y era capaz de montar a caballo. En los archivos de los Hobbits se
cuenta que sólo fue superado por dos famosos personajes de la antigüedad, pero
de este hecho curioso se habla en el presente libro.
En cuanto a los Hobbits de la Comarca, de quienes tratan estas relaciones,
conocieron en un tiempo la paz y la prosperidad y fueron entonces un pueblo
feliz. Vestían ropas de brillantes colores, y preferían el amarillo y el verde; muy
rara vez usaban zapatos, pues las plantas de los pies eran en ellos duras como el
cuero, fuertes y flexibles y los pies mismos estaban recubiertos de un espeso pelo
rizado, muy parecido al pelo de las cabezas, de color castaño casi siempre. Por
esta razón el único oficio que practicaban poco era el de zapatero, pero tenían
dedos largos y habilidosos que les permitían fabricar muchos otros objetos útiles
y agradables. En general los rostros eran bonachones más que hermosos, anchos,
de ojos vivos, mejillas rojizas y bocas dispuestas a la risa, a la comida y a la
bebida. Reían, comían y bebían a menudo y de buena gana; les gustaban las
bromas sencillas en todo momento y comer seis veces al día (cuando podían).
Eran hospitalarios, aficionados a las fiestas, hacían regalos espontáneamente y
los aceptaban con entusiasmo.
Es en verdad evidente que a pesar de un alejamiento posterior los Hobbits son
parientes nuestros: están más cerca de nosotros que los Elfos y aun que los
mismos Enanos. Antiguamente hablaban las lenguas de los Hombres, adaptadas a
su propia modalidad, y tenían casi las mismas preferencias y aversiones que los
Hombres. Mas ahora es imposible descubrir en qué consiste nuestra relación con
ellos. El origen de los Hobbits viene de muy atrás, de los Días Antiguos, y a
perdidos y olvidados. Sólo los Elfos conservan algún registro de esa época
desaparecida y sus tradiciones se refieren casi únicamente a la historia élfica,
historia donde los Hombres aparecen muy de cuando en cuando; a los Hobbits ni
siquiera se los menciona. Sin embargo es obvio que los Hobbits vivían en paz en
la Tierra Media muchos años antes que cualquier otro pueblo advirtiese siquiera
que existían. Y como el mundo se pobló luego de extrañas e incontables criaturas,
esta Gente Pequeña pareció insignificante. Pero en los días de Bilbo y de Frodo,
heredero de Bilbo, se transformaron de pronto a pesar de ellos mismos en
importantes y famosos, y perturbaron los Concilios de los Grandes y de los
Sabios.
Aquellos días —la Tercera Edad de la Tierra Media— han quedado muy atrás, y
la conformación de las tierras en general ha cambiado mucho; pero las regiones
en que vivían entonces los Hobbits eran sin duda las mismas de ahora: el
Noroeste del Viejo Mundo, al este del Mar. Los Hobbits del tiempo de Bilbo no
sabían de dónde venían. El deseo de conocimiento (fuera de las ciencias
genealógicas) no era común entre ellos, pero había aún descendientes de antiguas
familias que estudiaban sus propios libros y hasta recogían de los Elfos, los
Enanos y los Hombres noticias de épocas pasadas y de tierras distantes. Los
recuerdos propios comienzan luego de que se establecieran en la Comarca y las
ley endas más antiguas apenas si se remontan poco más allá de los Días del
Éxodo.
Está perfectamente claro, no obstante, a través de estas ley endas y lo que
puede descubrirse en el lenguaje y las costumbres de los Hobbits, que en un
pasado muy lejano ellos también se desplazaron hacia el oeste, como muchos
otros pueblos. En las historias primitivas hay referencias oscuras a los tiempos en
que moraban en los altos valles del Anduin, entre los lindes del Gran Bosque
Verde y las Montañas Nubladas. No se sabe con certeza por qué emprendieron
más tarde el arduo y peligroso cruce de las Montañas y entraron en Eriador. Los
relatos hobbits hablan de la multiplicación de los Hombres en la tierra y de una
sombra que cay ó sobre la floresta y la oscureció, por lo que fue llamada desde
entonces el Bosque Negro.
Antes de cruzar las Montañas, los Hobbits y a se habían dividido en tres ramas
un tanto diferentes —los Pelosos, los Fuertes y los Albos—. Los Pelosos eran de
piel más oscura, cuerpo menudo, cara lampiña, y no llevaban botas; de manos y
pies bien proporcionados y ágiles preferían las tierras altas y las laderas de las
colinas. Los Fuertes eran más anchos, de constitución más sólida; tenían pies y
manos más grandes; preferían las llanuras y las orillas de los ríos. Los Albos, de
piel y cabellos más claros, eran más altos y delgados que los otros: amaban los
árboles y los bosques.
Los Pelosos tuvieron relación con los Enanos en tiempos remotos y vivieron
durante mucho tiempo en las estribaciones montañosas. Fueron los primeros en
desplazarse hacia el oeste y vagabundearon por Eriador hasta la Cima de los
Vientos, mientras los otros permanecían en las Tierras Ásperas. Eran la especie
más normal, representativa y numerosa de los Hobbits y también la más
sedentaria y la que conservó durante más tiempo el hábito ancestral de vivir en
túneles y cuevas.
Los Fuertes vivieron muchos años a orillas del Río Grande, el Anduin y
temían menos a los Hombres. Vinieron al oeste después de los Pelosos y
siguieron el curso del Sonorona hacia el sur; muchos de ellos vivieron un tiempo
entre Tharbad y los límites de las Tierras Brunas antes de volver al norte. Los
Albos, los menos numerosos, eran una rama nórdica, más amiga de los Elfos que
el resto de los Hobbits y más hábil para el lenguaje y los cantos que para los
trabajos manuales. Siempre habían preferido la caza a la agricultura. Cruzaron
las montañas al norte de Rivendel y descendieron el Fontegrís. Muy pronto se
mezclaron en Eriador con las ramas y a establecidas allí, pero como eran más
valientes y más aventureros, se los encontraba a menudo como jefes o caudillos
en los clanes de los Pelosos y los Fuertes. Todavía en tiempos de Bilbo, el fuerte
carácter albo podía descubrirse aún en las grandes familias, tales como los Tuk y
los Señores del País de Los Gamos.
En las tierras occidentales de Eriador, entre las Montañas Nubladas y las
Montañas de Lun, los Hobbits encontraron Hombres y Elfos. En efecto, todavía
moraba allí un resto de los Dúnedain, los rey es de los Hombres que vinieron por
el Mar desde Oesternesse; pero iban desapareciendo rápidamente y la ruina
alcanzaba y a a todas las tierras del Reino del Norte. Había pues sitio y en
abundancia para los inmigrantes, y en poco tiempo los Hobbits empezaron a
establecerse en comunidades ordenadas. De la may oría de las primitivas
colonias no quedaba y a ni siquiera el recuerdo en tiempos de Bilbo, pero una de
las más importantes se mantenía aún, aunque reducida de tamaño: estaba en
Bree, en medio del bosque de Chet, a unas cuarenta millas al este de la Comarca.
Fue en aquellos tempranos días, sin duda, cuando los Hobbits aprendieron el
alfabeto y comenzaron a escribir a la manera de los Dúnedain, quienes a su vez
habían aprendido este arte de los Elfos. También en ese tiempo los Hobbits
olvidaron todas las lenguas que habían usado antes, y desde entonces hablaron
siempre la Lengua Común, que llamaban Oestron y que era corriente en todas
las tierras de los rey es, desde Arnor hasta Gondor, y a lo largo de toda la costa
del mar, desde Belfalas hasta Lun. Sin embargo, conservaron unos pocos
vocablos de su propio idioma, así como las palabras que designaban los meses y
los días y un gran caudal de nombres personales del pasado.
Alrededor de esta época la ley enda comenzó a ser historia entre los Hobbits,
al iniciarse el cómputo de los años. Pues fue en el año mil seiscientos uno de la
Tercera Edad cuando los hermanos albos Marcho y Blanco salieron de Bree y
luego de haber obtenido permiso del gran rey de Fornost[1] , cruzaron el
Baranduin, el río pardo, con un gran séquito de Hobbits. Pasaron por el Puente de
los Arbotantes, que había sido construido durante el apogeo del Reino del Norte y
tomaron posesión de la tierra que se extendía más allá, donde se establecieron
entre el río y las Quebradas Lejanas. Todo lo que se les pidió fue que
mantuviesen en buen estado el Puente Grande y los demás puentes y caminos,
que ay udaran a los mensajeros y que reconocieran la majestad del rey.
Así comenzó la Cronología de la Comarca, pues el año del cruce del
Brandivino —como los Hobbits rebautizaron al Baranduin— se transformó en el
Año Uno de la Comarca y todas las fechas posteriores se calcularon a partir de
entonces.[2] Los Hobbits occidentales se enamoraron en seguida de la nueva
tierra, se quedaron allí y muy pronto desaparecieron de la historia de los
Hombres y de los Elfos. Aunque aún había allí un rey del que eran súbditos
formales, en realidad estaban gobernados por jefes propios y nunca intervenían
en los hechos del mundo exterior. En la última batalla de Fornost con el Señor
Mago de Angmar, enviaron algunos arqueros en ay uda del rey, o por lo menos
así lo afirmaron, si bien esto no aparece en ningún relato de los Hombres. En esa
guerra el Reino del Norte llegó a su fin y entonces los Hobbits se apropiaron de la
tierra y eligieron de entre todos los jefes a un Thain, que asumió la autoridad del
rey desaparecido. Desde entonces, por unos mil años, vivieron en una paz
ininterrumpida. La tierra era rica y generosa y aunque había estado desierta
durante mucho tiempo, en otras épocas había sido bien cultivada y allí el rey tuvo
granjas, maizales, viñedos y bosques.
Desde las Fronteras del Oeste, al pie de las Colinas de la Torre, hasta el
Puente del Brandivino había unas cuarenta leguas y casi cincuenta desde los
páramos del norte hasta los pantanos del sur. Los Hobbits denominaron a estas
tierras la Comarca. La región estaba bajo la autoridad del Thain y era un distrito
de trabajos bien organizados; y allí, en ese placentero rincón del mundo, llevaron
una vida ordenada y dieron cada vez menos importancia al mundo exterior,
donde se movían unas cosas oscuras, hasta llegar a pensar que la paz y la
abundancia eran la norma en la Tierra Media y el derecho de todo pueblo
sensato. Olvidaron o ignoraron lo poco que habían sabido de los Guardianes y de
los trabajos de quienes hicieron posible la larga paz de la Comarca. De hecho
estaban protegidos, pero no lo recordaban.
En ningún momento los Hobbits fueron amantes de la guerra y jamás
lucharon entre sí. Si bien en tiempos remotos se vieron obligados a luchar, para
subsistir en un mundo difícil, en la época de Bilbo aquello era historia antigua. La
última batalla antes del comienzo de este relato y por cierto la única que se libró
dentro de los límites de la Comarca, ocurrió en una época inmemorial: fue la
batalla de los Campos Verdes, en el año 1147 (CC) en la que Bandobras Tuk
desbarató una invasión de Orcos. Hasta el mismo clima se hizo más apacible; y
los lobos, que en otros tiempos habían llegado desde el norte devorándolo todo
durante los rudos inviernos blancos, eran ahora cuentos de viejas. Aunque había
algún pequeño arsenal en la Comarca, las armas se usaban generalmente como
trofeos: se las colgaba sobre las chimeneas o en las paredes, o se las
coleccionaba en el museo de Cavada Grande, conocido como el Hogar de los
Mathoms; los Hobbits llamaban mathom a todo aquello que no tenía uso inmediato
y que tampoco se decidían a desechar. En las moradas de los Hobbits había a
menudo grandes cantidades de mathoms y muchos de los regalos que pasaban de
mano en mano eran de esa índole.
No obstante, el ocio y la paz no habían alterado el raro vigor de esta gente.
Llegado el momento, era difícil intimidarlos o matarlos; y esa afición incansable
que mostraban por las cosas buenas tenía quizás una razón: podían renunciar del
todo a ellas cuando era necesario y lograban sobrevivir así a los rigores de la
adversidad, de los enemigos o del clima, asombrando a aquellos que no los
conocían y que no veían más allá de aquellas barrigas y aquellas caras
regordetas. Aunque se resistían a pelear y no mataban por deporte a ninguna
criatura viviente, eran valientes cuando se los acosaba y hasta podían manejar
las armas si se presentaba el caso. Tiraban bien con el arco, pues eran de mirada
certera y buena puntería, y si un Hobbit recogía una piedra, lo mejor era ponerse
a resguardo inmediatamente, como bien lo sabían todas las bestias
merodeadoras.
Los Hobbits habían vivido en un principio en cuevas subterráneas, o así lo creían
y en esas moradas se sentían a gusto. Más con el transcurso del tiempo se vieron
obligados a adoptar otras viviendas. Lo cierto es que en tiempos de Bilbo sólo los
Hobbits más ricos y los más pobres mantenían en la Comarca esa vieja
costumbre. Los más pobres continuaron viviendo en las madrigueras primitivas,
en realidad simples agujeros, con una sola ventana o bien ninguna, mientras que
los ricos edificaban versiones más lujosas de las simples excavaciones antiguas.
Pero los terrenos adecuados para estos grandes túneles ramificados (smials,
como ellos los llamaban) no se encontraban en cualquier parte; y en las llanuras
o en los distritos bajos, los Hobbits, a medida que se multiplicaban, comenzaron a
edificar sobre el nivel del suelo. En efecto, hasta en las regiones montañosas y en
las villas más antiguas, tales como Hobbiton o Alforzada, o en la vecindad
principal de la Comarca, Cavada Grande, en Quebradas Blancas, había ahora
muchas casas de madera, ladrillo o piedra. Por lo general eran las preferidas por
molineros, herreros, cordeleros, carreteros y otros de su clase; porque aun
cuando vivieran en cavernas, los Hobbits conservaban la vieja costumbre de
construir cobertizos y talleres.
El hábito de edificar casas de campo y graneros dicen que comenzó entre los
habitantes de Marjala, a orillas del Brandivino. Los Hobbits de esa región,
llamada Cuaderna del Este, eran más bien grandes y de piernas fuertes y usaban
botas de enano en los días de barro. Pero no se ignoraba que tenían gran
proporción de sangre Fuerte, lo que se notaba en el vello que les crecía en las
barbillas. Ni los Pelosos ni los Albos tenían rastro alguno de barba. Los habitantes
de Marjala y Los Gamos, al este del río, donde ellos se instalaron más tarde,
habían llegado a la Comarca en época reciente, en su may oría desde el lejano
sur. Conservaban todavía nombres peculiares y palabras extrañas que no se
encontraban en ningún otro lugar de la Comarca.
Es posible que el arte de la edificación, como otros muchos oficios, proviniera
de los Dúnedain. Pero los Hobbits pudieron haberlo aprendido de los Elfos, los
maestros de los Hombres en su juventud. Los Elfos de Alto Linaje aún no habían
abandonado la Tierra Media, y moraban entonces en los Puertos Grises del
Oeste, y en otros lugares al alcance de la Comarca. Tres torres de los Elfos, de
edad inmemorial, podían verse aún más allá de las fronteras occidentales.
Brillaban en la lejanía a la luz sobre una colina verde. Los Hobbits de la Cuaderna
del Oeste decían que podía verse el mar desde allá arriba, pero no se tiene noticia
de que alguno de ellos escalara la torre. En realidad, muy pocos Hobbits habían
navegado, o siquiera visto el mar, y menos aún habían regresado para contarlo.
La may oría de los Hobbits miraban con profundo recelo aún los ríos y los
pequeños botes, y muy pocos podían nadar. A medida que el tiempo corría,
hablaban menos y menos con los Elfos y llegaron a tenerles miedo y a
desconfiar de quienes los trataban. El mar se transformó en una palabra
pavorosa, y un signo de muerte, y los Hobbits volvieron la espalda a las colinas
del oeste.
El arte de la edificación bien pudo provenir de los Elfos o de los Hombres,
pero los Hobbits lo practicaban a su manera. No construían torres. Las casas eran
generalmente imitaciones de smials, techadas con pasto seco, paja o turba y de
paredes algo combadas. Este tipo de construcción venía sin embargo de los
primeros días de la Comarca, y cambió y mejoró mucho desde entonces,
incorporando procedimientos aprendidos de los Enanos o descubiertos por ellos
mismos. La principal peculiaridad que subsistió de la arquitectura hobbit fue la
afición a las ventanas redondas, o aun a las puertas redondas.
Las casas y las cavernas de los Hobbits de la Comarca eran a menudo
grandes y habitadas por familias numerosas. (Bilbo y Frodo eran solteros y por
ello excepcionales, como en muchas otras cosas, entre ellas su amistad con los
Elfos.) En ciertas oportunidades —como el caso de los Tuk de los Grandes Smials
o de los Brandigamo de Casa Brandi—, muchas generaciones de parientes vivían
en paz (relativa) en una mansión ancestral de numerosos túneles. Todos los
Hobbits eran, de cualquier modo, gente aficionada a los clanes y llevaban
cuidadosa cuenta de sus parientes. Dibujaban grandes y esmerados árboles
genealógicos con innumerables ramas. Cuando se trata con los Hobbits es
importante recordar quién está emparentado con quién y en qué grado. Sería
imposible en este libro establecer un árbol de familia, aunque sólo incluy era a los
miembros más importantes de las familias más destacadas en la época a que se
refieren estos relatos. La colección de árboles genealógicos que se encuentra al
final del Libro Rojo de la Frontera del Oeste es casi un pequeño libro y
cualquiera, exceptuando a los Hobbits, la encontraría excesivamente pesada. Los
Hobbits se deleitan con esas cosas, si son exactas; les encanta tener libros
colmados de cosas que y a saben, expuestas sin contradicciones y honradamente.
2
De la hierba para pipa
H ay
otra cosa entre los antiguos Hobbits que merece mencionarse; un hábito
sorprendente: absorbían o inhalaban, a través de pipas de arcilla o madera, el
humo de la combustión de una hierba llamada hoja o hierba para pipa, quizás una
variedad de la Nicotiana. Hay mucho misterio en el origen de esta costumbre
peculiar, o de este « arte» , como los Hobbits preferían llamarlo. Todo lo que se
descubrió en la antigüedad sobre el tema fue recopilado por Meriadoc
Brandigamo (más tarde señor de Los Gamos) y puesto que él y el tabaco de la
Cuaderna del Sur son parte de la historia que sigue, sus comentarios en la
introducción al Herbario de la Comarca merecen ser citados aquí.
« Este arte, dice, es el único que podemos reclamar como de invención
nuestra. En qué época empezaron a fumar los Hobbits es un enigma; todas las
ley endas e historias familiares lo dan por sabido; durante años la gente de la
Comarca fumó diversas hierbas, algunas malolientes, otras aromáticas. Pero
todos los documentos concuerdan en un punto: Tobold Corneta de Valle Largo en
la Cuaderna del Sur fue el primero que cultivó un verdadero tabaco de pipa en los
días de Isengrim II, alrededor del año 1070 de la Cronología de la Comarca. Los
mejores cultivos todavía provienen de ese distrito, especialmente las variedades
que ahora se conocen como Hoja Valle Largo, Viejo Toby y Estrella Sureña.
» No está registrado cómo el viejo Toby obtuvo la planta, pues murió sin
decírselo a nadie. Sabía mucho sobre hierbas, aunque no era viajero. Se cuenta
que en su juventud iba a menudo a Bree; ciertamente nunca se alejó de la
Comarca más allá de Bree. Por lo tanto es muy posible que hay a conocido esta
planta en Bree, donde hoy se da bien en la vertiente sur de la colina; los Hobbits
de Bree pretenden haber sido los primeros fumadores de esta hierba. Aseguran,
por supuesto, que se adelantaron en todo a la gente de la Comarca, a quienes
llaman "colonos"; pero en este caso la pretensión es, a mi entender,
probablemente cierta, pues todo indica que fue en Bree donde nació el arte de
fumar la verdadera hierba, y desde allí se extendió en el curso de los últimos
siglos entre los Enanos y algunos otros pueblos, como los Montaraces, los Magos
y los vagabundos que iban y venían aún por aquella antigua encrucijada de
caminos. El centro y hogar de este arte se encuentra, pues, en la posada de Bree,
El Poney Pisador, propiedad de la familia Mantecona desde épocas remotas.
» Al mismo tiempo, mis propias observaciones en los viajes que hice al sur
me convencieron de que la hierba no es originaria de nuestra región, sino que
vino del Anduin inferior hacia el norte, traída, creo y o, del otro lado del Mar por
los Hombres de Oesternesse. Crece en abundancia en Gondor, y allí es más
grande y exuberante que en el norte, donde nunca se la encuentra en estado
salvaje; florece sólo en lugares cálidos y abrigados, como Valle Largo. Los
Hombres de Gondor la llaman galenas dulce, y la aprecian por la fragancia de
las flores. Desde esas tierras la habrían llevado al norte remontando el Camino
Verde durante los largos siglos que median entre la llegada de Elendil y nuestros
días. Pero hasta los Dúnedain de Gondor nos otorgan este crédito: los Hobbits
fueron los primeros que la fumaron en pipa. Ni siquiera los Magos lo intentaron
antes que nosotros. Aunque un mago que conocí adquirió este arte mucho tiempo
atrás, mostrándose tan hábil como en todas las otras cosas a las que llegó a
dedicarse.»
3
De la ordenación de la Comarca
L a Comarca se dividía en cuatro distritos, las Cuadernas, denominadas del Norte,
del Sur, del Este y del Oeste y éstas a su vez en regiones que aún llevaban los
nombres de algunas de las viejas familias principales, aunque en la época de esta
historia esos nombres no se encontraban sólo en las regiones respectivas. Casi
todos los Tuk vivían aún en las Tierras de Tuk, lo que no ocurría con muchas otras
familias, tales como los Bolsón o los Boffin.
La Comarca en ese entonces apenas tenía « gobierno» . Las familias
cuidaban en general de sus propios asuntos y dedicaban la may or parte del día al
cultivo y consumo de alimentos. En otras cuestiones eran por lo común gente
generosa, tranquila y poco ambiciosa, de modo que las heredades, granjas,
talleres y pequeñas industrias tendían a conservarse invariables durante
generaciones.
La antigua tradición que hablaba de un rey de Fornost o Norburgo, como lo
llamaban muy al norte de la Comarca, se conservaba aún, por supuesto. Pero no
había habido rey durante casi mil años y las ruinas de Norburgo estaban
cubiertas de hierba. Sin embargo, los Hobbits se acordaban aún de pueblos
salvajes y criaturas malignas (como los trolls) que no habían oído hablar del rey.
Atribuían al antiguo rey todas las ley es esenciales y por lo general las aceptaban
de buen grado, y a que eran Los Preceptos (como ellos decían) a la vez antiguos
y justos.
Es verdad que la familia Tuk ocupó una posición preeminente durante mucho
tiempo; el cargo de Thain había pasado de los Gamoviejo a los Tuk algunos siglos
antes y desde entonces el jefe Tuk había llevado siempre ese título. El Thain era
jefe de la Asamblea de la Comarca y capitán del acantonamiento y la tropa.
Pero como la tropa y la Asamblea eran convocadas sólo en casos de
emergencia, que y a no ocurrían, la dignidad del Thain era apenas nominal. A la
familia Tuk se la respetaba especialmente, pues seguía siendo numerosa y muy
rica y tenía la capacidad de producir en cada generación personajes recios, de
costumbres peculiares, y aun de temperamento aventurero. Estas últimas
cualidades, sin embargo, eran más toleradas (en los ricos) que generalmente
aprobadas. No obstante, se mantuvo la costumbre de llamar el Tuk al jefe de la
familia, y se agregaba al nombre —si era necesario— un número, como por
ejemplo Isengrim II.
El único oficial verdadero en la Comarca era en esa época el Alcalde de
Cavada Grande (o de la Comarca) y que era elegido cada siete años en la Feria
Libre de las Quebradas Blancas, en Lithe, es decir, a mediados del verano. Como
alcalde, su casi única obligación consistía en presidir los banquetes en las fiestas
de la Comarca, que se celebraban con frecuencia. Pero a la alcaldía se
agregaban los oficios de jefe de Correos y Primer Oficial, de modo que el
alcalde ordenaba tanto los servicios de mensajeros como los policiales. Estos
eran los únicos servicios de la Comarca, y los mensajeros, los más numerosos y
los más atareados. Los Hobbits no eran todos instruidos, de ningún modo; pero los
que lo eran escribían constantemente a todos los amigos y algunos parientes que
vivían más allá de una tarde de marcha.
Oficiales era el nombre que los Hobbits daban a sus policías o al equivalente
más cercano. Por supuesto, no llevaban uniforme (cosas así eran completamente
desconocidas), sino una simple pluma en el sombrero, y en la práctica eran
guardias campestres, más que policías y se ocupaban más de los animales
extraviados que de las gentes. En toda la Comarca sólo había doce: tres en cada
Cuaderna, para trabajos internos. Un cuerpo bastante may or, que variaba de
acuerdo con la necesidad, estaba dedicado a « batir las fronteras» e impedir que
los Extraños de cualquier clase, grandes o pequeños, molestaran demasiado.
En la época en que empieza esta historia, los Fronteros, como se los llamaba,
se habían multiplicado mucho. Había numerosos informes y quejas acerca de
personas y criaturas extrañas que merodeaban fuera o dentro de los lindes:
primer signo de que todo no estaba completamente en orden, como lo había
estado siempre, excepto en cuentos y ley endas de otro tiempo. Muy pocos
prestaron atención a tales indicios y ni siquiera Bilbo tenía aún noción de lo que
esto presagiaba. Habían pasado sesenta años desde que emprendiera el
memorable viaje, y era viejo hasta para los Hobbits, quienes alcanzaban a veces
los cien años, pero evidentemente conservaba mucho de la considerable fortuna
que había traído de vuelta. Cuánto, o cuán poco, no lo había revelado a nadie, ni
siquiera a Frodo, su sobrino favorito. Y todavía guardaba en secreto el Anillo que
había encontrado.
4
Del descubrimiento del Anillo
C omo se
cuenta en El hobbit, un día llegó a la puerta de Bilbo el gran Mago,
Gandalf el Gris y con él trece Enanos: nada menos que Thorin Escudo-de-Roble,
descendiente de rey es, y doce compañeros de exilio. Bilbo salió con ellos, del
todo perplejo, en una mañana de abril del año 1341 de la Cronología de la
Comarca, a la búsqueda del gran tesoro: el tesoro oculto de los Rey es Enanos de
la Montaña, debajo de Erebor en el Valle, lejos al este. La búsqueda fue
fructífera, y dieron muerte al Dragón que custodiaba el tesoro. Sin embargo,
aunque antes del triunfo final se libró la batalla de los Cinco Ejércitos, en la que
murió Thorin, y se realizaron muchas proezas, el asunto habría incumbido apenas
a la historia posterior o sólo hubiera merecido algo más que un comentario en los
largos anales de la Tercera Edad, de no haber mediado una causa fortuita: el
grupo fue asaltado por Orcos en un alto paso de las Montañas Nubladas, en el
camino hacia las Tierras Ásperas, y sucedió que Bilbo se perdió un tiempo en las
profundas y negras minas subterráneas de los Orcos, bajo la montaña, y allí,
tanteando en vano en la oscuridad, posó la mano sobre un anillo, caído en el piso
de un túnel. Se lo guardó en el bolsillo. En ese momento sólo pensó que había
tenido suerte.
Tratando de encontrar la salida, Bilbo siguió descendiendo a las profundidades
de la montaña, hasta que no pudo continuar. En el fondo de la galería había un
lago helado, lejos de toda luz, y en una isla rocosa, en medio de las aguas, vivía
Gollum. Era una pequeña y aborrecible criatura; impulsaba un botecito con unos
pies anchos y planos, acechando con ojos pálidos y luminosos; metía los dedos
largos en el agua, sacaba un pez ciego, y se lo devoraba crudo. Se alimentaba de
cualquier cosa viviente, aun Orcos, si podía apresarlos y estrangularlos sin lucha.
Era dueño de un tesoro secreto que había llegado a él en pasadas edades, cuando
todavía vivía a la luz: un Anillo de oro que hacía invisible a quien lo usaba. Era lo
único que amaba, su « tesoro» , y hablaba con él aunque no lo llevaba consigo.
Lo mantenía oculto y a salvo en un agujero de la isla, excepto cuando cazaba o
espiaba a los Orcos de las minas.
Quizás habría atacado a Bilbo inmediatamente, si cuando se encontraron
hubiese llevado el Anillo; pero no fue así, y el hobbit tenía en la mano una daga
de los Elfos, que le servía de espada. Para ganar tiempo, Gollum desafió a Bilbo
al juego de los enigmas, diciéndole que propondría un enigma, y si Bilbo no podía
resolverlo, lo mataría y se lo comería. Pero si Bilbo lo derrotaba, haría lo que él
quisiera y le mostraría la salida a través de los túneles.
Perdido sin esperanza en las tinieblas y no pudiendo avanzar ni retroceder,
Bilbo aceptó el desafío. Se plantearon mutuamente los enigmas. Por fin Bilbo
ganó, quizá más por buena suerte que por inteligencia, pues al plantearle a
Gollum otro enigma, encontró en el bolsillo el Anillo que había recogido y
olvidado y exclamó: ¿Qué tengo en el bolsillo? Gollum no pudo responder,
aunque consiguió que Bilbo aceptara tres respuestas.
Las autoridades, es cierto, difieren acerca de si esta última era una simple
pregunta o un verdadero enigma, de acuerdo con las reglas estrictas del juego;
pero todos están de acuerdo en que después de aceptar y tratar de adivinar la
respuesta, la promesa ataba a Gollum. Bilbo lo obligó a mantener su palabra,
pues se le ocurrió la idea de que ese ser escurridizo podía ser falso, aunque tales
promesas eran sagradas y aun las criaturas más malignas siempre habían temido
romperlas. Pero después de pasar tantos años solo en la oscuridad, el corazón de
Gollum era negro y abrigaba la traición. Se escabulló y retornó a su isla no muy
lejana, en las aguas oscuras, de la que Bilbo nada sabía. « Allí, pensaba, estaba el
Anillo.» Se sentía ahora hambriento y enojado; pero una vez que tuviese el
« tesoro» con él, y a no temería ningún ataque.
Pero el Anillo no estaba en la isla; lo había perdido o había desaparecido. El
grito penetrante de Gollum estremeció a Bilbo, quien todavía no entendía lo que
había pasado. Gollum había encontrado por fin la respuesta al enigma, pero
demasiado tarde. ¿Qué tiene en el bolsillo?, gritó. Los ojos le brillaban como una
llamarada verde cuando volvió rápidamente sobre sus pasos, decidido a asesinar
al hobbit y recobrar el « tesoro» . Justo a tiempo, Bilbo vio el peligro y huy ó
ciegamente por el pasaje, alejándose del agua; y una vez más la buena suerte lo
salvó. Porque mientras corría metió la mano en el bolsillo, y el Anillo se le
deslizó suavemente en el dedo; de modo que Gollum pasó a su lado sin verlo
cuando iba a vigilar la puerta de salida para que el « ladrón» no escapase. Bilbo
siguió cautelosamente a Gollum, que corría maldiciendo y hablando consigo
mismo sobre su « tesoro» . Por esta charla Bilbo entendió al fin y la esperanza
acudió a él en las sombras; había encontrado el maravilloso Anillo y con él la
probabilidad de escapar de los Orcos y de Gollum.
Por fin se detuvieron frente a una abertura oculta que llevaba a las puertas
inferiores de las minas, en la ladera oriental de las montañas. Allí Gollum se
agazapó, acechando, husmeando, y escuchando. Bilbo estuvo tentado de
atravesarlo con la espada, pero le dio lástima, pues aunque tenía el Anillo, que
era su única esperanza, no lo utilizaría como ay uda para matar a la miserable
criatura a traición. Por último, armándose de coraje, saltó por encima de Gollum
en la oscuridad y huy ó pasaje adelante perseguido por los gritos de odio y
desesperación de su enemigo: ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Bolsón! ¡Te odiaré siempre!
Cosa curiosa, pero ésta no es la historia que Bilbo contó al principio a sus
compañeros. Les dijo que Gollum le había prometido un regalo, si él, Bilbo,
ganaba en el juego; pero cuando Gollum fue a la isla descubrió que el tesoro
había desaparecido: era un Anillo mágico que le habían regalado en un
cumpleaños mucho tiempo atrás. Bilbo sospechaba que ése era el Anillo que
había encontrado y como había ganado el juego, le correspondía por derecho.
Pero como en aquel momento se encontraba en un apuro, no había dicho nada y
dejó que Gollum le mostrase la salida al exterior más como recompensa que
como regalo. Bilbo asentó este informe en sus memorias, y parece que nunca lo
alteró, ni siquiera después del Concilio de Elrond. Evidentemente sigue
apareciendo así en el Libro Rojo y en varias copias y resúmenes. Pero muchos
ejemplares contienen la verdadera versión (como una variante), derivada sin
duda de notas de Frodo o Samsagaz, pues ambos conocieron la verdad, aunque
parece que no desearon cambiar nada de lo que el viejo hobbit había escrito.
Gandalf, sin embargo, en seguida puso en duda la historia original de Bilbo y
quiso saber algo más del Anillo. Al fin obtuvo la verdadera historia después de
mucho preguntar a Bilbo, lo que por un tiempo enfrió las relaciones entre ellos; el
mago entendía que la verdad era importante. Aunque no se lo dijo a Bilbo, pensó
que era también importante y perturbador saber que el buen hobbit no había
dicho la verdad desde el principio, cosa bastante contraria a su costumbre. La
idea de un « regalo» , sin embargo, no era mera invención del hobbit. Se la había
sugerido a Bilbo y así lo confesó, lo que alcanzó a oír a Gollum, quien en efecto
denominó al Anillo muchas veces « regalo de cumpleaños» . También esto le
pareció a Gandalf extraño y sospechoso, pero no descubrió la verdad al respecto
hasta muchos años después, como se verá en este libro.
De las posteriores aventuras de Bilbo muy poco hay que decir aquí. Con ay uda
del Anillo escapó de los Orcos que guardaban la puerta y se reunió con sus
compañeros. Usó el Anillo muchas veces mientras iba de un lado a otro,
principalmente para ay udar a sus amigos, pero guardó el secreto todo lo que
pudo. Ya en su casa nunca habló de él con nadie, excepto con Gandalf y Frodo; y
ningún hobbit de la Comarca supo de la existencia del Anillo, o por lo menos así
lo crey ó él. Sólo a Frodo mostró el informe de viaje que estaba escribiendo.
Colgó la espada, Dardo, sobre el hogar, y la maravillosa cota de malla, regalo
de los Enanos, tomada del tesoro escondido del Dragón, la prestó a un museo: la
Casa de los Mathoms de Cavada Grande. Pero en una gaveta, en Bolsón Cerrado,
conservó el viejo manto y la caperuza que había llevado en sus viajes. En cuanto
al Anillo, lo guardó siempre en un bolsillo sujeto a una hermosa cadena.
Volvió a su hogar en Bolsón Cerrado el 22 de junio de su quincuagésimo
segundo año (1342 CC), y nada digno de mención sucedió en la Comarca hasta
que el señor Bolsón comenzó a preparar la celebración de su cumpleaños
centésimo decimoprimero (1401 CC). En ese punto comienza esta Historia.
Nota sobre los archivos de La Comarca
A fines
de la Tercera Edad el papel desempeñado por los Hobbits en los
importantes acontecimientos que llevaron a la inclusión de la Comarca en el
Reino Reunido despertó en ellos una may or curiosidad por la propia historia y
numerosas tradiciones que hasta entonces habían sido sobre todo orales, fueron
recogidas y consignadas por escrito. Las más grandes familias se interesaron
también en los acontecimientos del Reino en general y muchos de sus miembros
estudiaron las historias y ley endas antiguas. Al concluir la Cuarta Edad había y a
en la Comarca numerosas bibliotecas que contenían muchos libros de historia y
archivos.
Las más importantes de esas colecciones eran sin duda las de Torres de
Abajo en Grandes Smials y en Casa Brandi. El presente relato del fin de la
Tercera Edad fue sacado en su may or parte del Libro Rojo de la Frontera del
Oeste. Fuente principal para la historia de la Guerra del Anillo, se llama así por
haber sido conservado mucho tiempo en las Torres de Abajo, residencia de los
Belinfante, guardianes de la Frontera del Oeste. El libro fue en un principio el
diario personal de Bilbo, que lo llevó a Rivendel. Frodo lo trajo luego a la
Comarca junto con muchas hojas de notas y en los años 1420-21 (CC) completó
casi del todo la historia de la guerra. Pero anexados a esas páginas y conservados
con ellas, probablemente en una caja roja, había tres gruesos volúmenes
encuadernados en cuero rojo que Bilbo le entregó como regalo de despedida. A
estos cuatro volúmenes se le sumó en la Frontera del Oeste un quinto con
comentarios, genealogías y otras referencias a propósito de los Hobbits de la
Comunidad.
El Libro Rojo original no se conserva, pero se hicieron muchas copias, sobre
todo del primer volumen, para uso de los descendientes de los hijos del señor
Samsagaz. Sin embargo, la copia más importante fue conservada en Grandes
Smials y se escribió en Gondor, sin duda a pedido del biznieto de Peregrin y
completada en 1592 (CC). El escriba del Sur añadió la nota siguiente: « Findigal,
escriba del rey, termina esta obra en IV 72. Es copia fiel del Libro del Thain de
Minas Tirith, por orden del rey Elessar, del Libro Rojo de Periannath, que fue
traído por el Thain Peregrin cuando se retiró a Gondor en IV 64.»
El Libro del Thain fue así la primera copia del Libro Rojo y contiene muchas
cosas hasta entonces omitidas o perdidas. En Minas Tirith se le añadieron
numerosas anotaciones y citas en lenguas élficas y se le agregó una versión
abreviada de parte de la Historia de Aragorn y de Arwen, que no se refiere a la
guerra. Se supone que la historia completa fue escrita por Barahir, nieto del
senescal Faramir, poco después de la muerte del rey. Pero la copia de Findagil es
importante porque sólo ella reproduce la totalidad de las traducciones del élfico
que Bilbo llevara a cabo. Se ha comprobado que esos tres volúmenes son una
obra de gran talento y erudición, y que entre los años 1403 y 1418 Bilbo se sirvió
de todas las fuentes tanto orales como escritas de que disponía en Rivendel. Pero
como Frodo aparece citado pocas veces, pues esas páginas se refieren casi
exclusivamente a los Días Antiguos, no diremos más aquí.
Como Meriadoc y Peregrin llegaron a ser cabezas de grandes familias,
manteniendo siempre alguna relación con las gentes de Rohan y Gondor, en las
bibliotecas de Los Gamos y Alforzada se encuentran muchas cosas que no
aparecen en el Libro Rojo. En Casa Brandi abundaban los libros que trataban de
Eriador y la historia de Rohan. Algunos fueron compuestos o comenzados por el
mismo Meriadoc, aunque en la Comarca se lo recuerda sobre todo por el
Herbario de la Comarca y su Cronología donde estudió las relaciones de los
calendarios de la Comarca y de Bree con los de Rivendel, Gondor y Rohan.
Meriadoc escribió también un breve tratado, Palabras y Nombres Antiguos de la
Comarca, donde se interesa particularmente en descubrir el parentesco de la
lengua de los Rohirrim con algunas palabras de la Comarca, como mathom y los
elementos antiguos en los nombres topográficos.
Los libros de Grandes Smials tenían menos interés para las gentes de la
Comarca, aunque son en verdad importantes para la historia más general.
Ninguno de ellos era de mano de Peregrin, pero él y sus sucesores reunieron
muchos manuscritos de los escribas de Gondor, principalmente copias y
resúmenes de historias y ley endas relativas a Elendil y sus herederos. Sólo aquí
en la Comarca es posible encontrar abundante material para la historia de
Númenor y el ascenso de Sauron. La Historia de los Años fue compuesta sin duda
en Grandes Smials a partir de unos textos reunidos por Meriadoc. Aunque las
fechas son a menudo conjeturales, sobre todo para la Segunda Edad, merecen
alguna atención. Es posible que Meriadoc hay a obtenido información de
Rivendel, que visitó muchas veces. Los hijos de Elrond, aunque él y a había
muerto, permanecieron allí muchos años junto con algunos Altos Elfos. Se dice
que Celeborn fue a vivir allí luego de la muerte de Galadriel, pero no hay
ninguna noticia sobre el día en que partió al fin hacia los Puertos Grises, y con él
desapareció el último testigo de los Días Antiguos en la Tierra Media.
La Comunidad del Anillo
Primera parte de
El Señor de los Anillos
Libro Primero
1
Una reunión muy esperada
C uando
el señor Bilbo Bolsón de Bolsón Cerrado anunció que muy pronto
celebraría su cumpleaños centésimo decimoprimero con una fiesta de especial
magnificencia, hubo muchos comentarios y excitación en Hobbiton. Bilbo era
muy rico y muy peculiar y había sido el asombro de la Comarca durante sesenta
años, desde su memorable desaparición e inesperado regreso. Las riquezas que
había traído de aquellos viajes se habían convertido en ley enda local y era
creencia común, contra todo lo que pudieran decir los viejos, que en la colina de
Bolsón Cerrado había muchos túneles atiborrados de tesoros. Como si esto no
fuera suficiente para darle fama, el prolongado vigor del señor Bolsón era la
maravilla de la Comarca. El tiempo pasaba, pero parecía afectarlo muy poco. A
los noventa años tenía el mismo aspecto que a los cincuenta. A los noventa y
nueve comenzaron a considerarlo « bien conservado» , pero « sin cambios»
hubiese estado más cerca de la verdad. Había muchos que movían la cabeza
pensando que eran demasiadas cosas buenas; parecía injusto que alguien tuviese
(en apariencia) una juventud eterna y a la vez (se suponía) bienes inagotables.
—Tendrá que pagar —decían—. ¡No es natural, y traerá problemas!
Pero tales problemas no habían llegado y como el señor Bolsón era generoso con
su dinero, la may oría de la gente estaba dispuesta a perdonarle sus rarezas y su
buena fortuna. Se visitaba con sus parientes (excepto, claro está, los SacovillaBolsón) y contaba con muchos devotos admiradores entre los hobbits de familias
pobres y poco importantes. Sin embargo, no tuvo amigos íntimos, hasta que
algunos de sus primos más jóvenes fueron haciéndose adultos.
El primo may or y el favorito de Bilbo, era el joven Frodo Bolsón. Cuando
Bilbo cumplió noventa y nueve, adoptó a Frodo como heredero y lo llevó a vivir
consigo a Bolsón Cerrado; las esperanzas de los Sacovilla-Bolsón se
desvanecieron del todo. Ocurría que Bilbo y Frodo cumplían años el mismo día:
el 22 de septiembre. « Mejor será que te vengas a vivir aquí, muchacho» , dijo
Bilbo un día, « y así podremos celebrar nuestros cumpleaños cómodamente
juntos» . En aquella época, Frodo estaba todavía en la « veintena» , como los
hobbits llamaban a los irresponsables veinte años que median entre los trece y los
treinta y tres.
Pasaron doce años más. Los Bolsón habían dado siempre bulliciosas fiestas de
cumpleaños en Bolsón Cerrado; pero ahora se tenía entendido que algo muy
excepcional se planeaba para el otoño. Bilbo cumpliría ciento once años, un
número bastante curioso y una edad muy respetable para un hobbit (el viejo Tuk
había alcanzado sólo los ciento treinta; y Frodo cumpliría treinta y tres, un
número importante: el de la may oría de edad).
Las lenguas empezaron a moverse en Hobbiton y Delagua: el rumor del
próximo acontecimiento corrió por todo el país. La historia y el carácter del
señor Bilbo fueron de nuevo el tema principal de conversación y las gentes más
viejas descubrieron que los cuentos del pasado eran de pronto bien recibidos por
todos. Nadie tuvo auditorio más atento que el viejo Ham Gamy i conocido
comúnmente como « el Tío» . Contaba sus historias en La Mata de Hiedra, una
pequeña posada en el camino de Delagua y hablaba con cierta autoridad, pues
había cuidado el jardín de Bolsón Cerrado durante cuarenta años y anteriormente
había ay udado al viejo Cavada en esas mismas tareas. Ahora que envejecía y se
le endurecían las articulaciones, el trabajo estaba a cargo generalmente de su
hijo más joven, Sam Gamy i. Tanto el padre como el hijo tenían muy buenas
relaciones con Bilbo y Frodo. Vivían en la Colina misma, en Bolsón de Tirada
número 3, justo debajo de Bolsón Cerrado.
—El señor Bilbo es un caballero hobbit muy bien hablado, como he dicho
siempre —declaró el Tío.
Decía la verdad, pues Bilbo era muy cortés con él y lo llamaba « maestro
Hamfast» y lo consultaba constantemente sobre el crecimiento de las
legumbres; en materia de tubérculos, especialmente de patatas, reconocía al Tío
como autoridad máxima en las vecindades (incluy éndose él mismo).
—¿Quién es ese Frodo que vive con él? —preguntó el viejo Nogales de
Delagua—. Se apellida Bolsón, pero dicen que es mitad Brandigamo. No entiendo
por qué un Bolsón de Hobbiton ha de buscar esposa en Los Gamos, donde la
gente es tan extraña.
—Claro que son extraños —intervino Papá Dospiés, el vecino del Tío— pues
viven en la orilla mala del Brandivino y a la derecha de Bosque Viejo. Un lugar
siniestro y tenebroso, si es cierto la mitad de lo que se cuenta.
—¡Tienes razón! —dijo el Tío—. No porque los Brandigamo de Los Gamos
vivan en Bosque Viejo; pero son una familia rara, parece. Se divierten con botes
en ese gran río y eso no es natural; no me asombra que no salga nada bueno;
pero de cualquier modo el señor Frodo es un joven hobbit tan agradable como el
que más. Muy parecido al señor Bilbo y no sólo en el aspecto. Al fin y al cabo, el
padre era un Bolsón. Hobbit decente y respetable, el señor Drogo Bolsón, nunca
dio mucho que hablar, hasta que se ahogó.
—¿Se ahogó? —dijeron varias voces. Habían oído antes este y otros rumores
más sombríos, naturalmente; pero los hobbits tienen pasión por las historias de
familia, y estaban dispuestos a oírlo todo de nuevo.
—Bien, así dicen —dijo el Tío—. Verán: el señor Drogo se casó con la pobre
señorita Prímula Brandigamo; ella era prima hermana por parte de madre de
nuestro señor Bilbo (la madre era la hija menor del viejo Tuk) y el señor Drogo
era un primo segundo. Así el señor Frodo es primo hermano y segundo del señor
Bilbo, o sobrino por ambas partes, si ustedes me siguen. El señor Drogo estaba
viviendo en Casa Brandi con el suegro, el viejo señor Gorbadoc, cosa que hacía a
menudo (pues era de muy buen comer, y la mesa del viejo Gorbadoc estaba
siempre bien servida), y salió a navegar por el Brandivino; se ahogaron él y su
mujer; el pobre señor Frodo era niño aún.
—He oído que se fueron al río después de la cena, a la luz de la luna —dijo el
viejo Nogales—, y que fue el peso de Drogo lo que hizo zozobrar la
embarcación.
—Y y o he oído que ella lo empujó y que él tiró de ella y la arrastró al agua
dijo Arenas, el molinero de Hobbiton.
—No prestes atención a todo lo que se dice, Arenas —dijo el Tío, que no
estimaba mucho al molinero—. No es necesario hablar de empujones y tirones.
Los botes son bastante traicioneros aun para los pasajeros más apacibles. No le
busquemos cinco pies al gato. De cualquier manera el señor Frodo quedó
huérfano, desamparado, como se dice, entre aquellos extraños gamunos, y fue
educado de algún modo en Casa Brandi. Una simple conejera, según dicen. El
viejo señor Gorbadoc nunca tenía menos de doscientos parientes en el lugar. El
señor Bilbo se mostró de veras bondadoso cuando trajo al joven a vivir entre
gente decente.
» Pero reconozco que fue un rudo golpe para los Sacovilla-Bolsón. Pensaban
quedarse en Bolsón Cerrado, cuando Bilbo desapareció y se le dio por muerto. Y
he aquí que vuelve, los echa y sigue viviendo y viviendo, manteniéndose siempre
joven, ¡bendito sea! Y de pronto presenta un heredero con todos los papeles en
regla. Los Sacovilla-Bolsón nunca volverán a ver Bolsón Cerrado por dentro, o al
menos así lo esperamos.
—He oído decir que hay una considerable cantidad de dinero escondida allí
—dijo un extranjero, viajante de comercio de Cavada Grande en la Cuaderna
del Oeste—, y que todo lo alto de la colina de ustedes está plagado de túneles
atestados de cofres con plata, oro y joy as, según he oído.
—Entonces ha oído más de lo que y o podría decir ahora —respondió el Tío
—. No sé nada de joy as. El señor Bilbo es generoso con su dinero y parece no
faltarle; pero no sé nada de túneles. Vi al señor Bilbo cuando volvió, unos sesenta
años atrás, cuando y o era muchacho. A poco de emplearme como aprendiz, el
viejo Cavada (primo de mi padre) me hizo subir a Bolsón Cerrado para ay udarlo
a evitar que la gente pisoteara el jardín mientras duraba la subasta y he aquí que
en medio de todo aparece el señor Bilbo subiendo la colina, montado en un poney
y cargando unas valijas enormes y un par de cofres. No dudo de que esta carga
fuera en su may or parte ese tesoro que él trajo de sitios lejanos, donde hay
montañas de oro, según dicen, pero no era tanto como para llenar túneles. Mi
muchacho Sam sabrá más acerca de esto, pues allí entra y sale cuando quiere.
Lo enloquecen las viejas historias y escucha todos los relatos del señor Bilbo. El
señor Bilbo le ha enseñado a leer, sin que ello signifique un daño, noten ustedes, y
espero de veras que no le traiga ningún daño.
» ¡Ellos y dragones!, le digo y o. Coles y patatas son más útiles para mí y para
ti. No te mezcles en los asuntos de tus superiores o te encontrarás en dificultades
demasiado grandes para ti, le repito constantemente. Y he de decir lo mismo a
otros —agregó, mientras miraba al extranjero y al molinero.
Pero el Tío no convenció a su auditorio. La ley enda de la riqueza de Bilbo
estaba y a firmemente grabada en las mentes de las nuevas generaciones de
hobbits.
—Ah, pero es muy probable que él hay a seguido aumentando lo que trajo al
principio —arguy ó el molinero, haciéndose eco de la opinión general—. Se
ausenta muy a menudo, y miren la gente extranjera que lo visita: Enanos que
llegan de noche; ese viejo hechicero vagabundo, Gandalf y todos. Usted puede
decir lo que quiera, Tío, pero Bolsón Cerrado es un lugar extraño, y su gente más
extraña aún.
—Y usted también puede decir lo que quiera, aunque de esto sabe tan poco
como de cuestiones de botes, señor Arenas —replicó el Tío, a quien el molinero
le resultaba más antipático que de costumbre—. Si eso es ser extraño, entonces
podemos encontrar cosas un poco más extrañas por estos lugares. Hay alguien,
no muy lejos de aquí, que no ofrecería un vaso de cerveza a un amigo, aunque
viviese en una cueva de paredes doradas. Pero en Bolsón Cerrado las cosas se
hacen bien. Nuestro Sam dice que todos serán invitados a la fiesta y que habrá
regalos, no lo dude. Regalos para todos y en este mismo mes.
El mes era septiembre; un septiembre tan hermoso como se pudiera pedir. Uno o
dos días más tarde se extendió el rumor (probablemente iniciado por el mismo
Sam) de que habría fuegos artificiales como no se habían visto en la Comarca
durante casi un siglo, al menos desde la muerte del viejo Tuk.
Los días se sucedían y El Día se acercaba. Un vehículo de extraño aspecto,
cargado con bultos de extraño aspecto, entró en Hobbiton una noche y subió la
Colina de Bolsón Cerrado. Los Hobbits espiaban asombrados desde el umbral de
las puertas, a la luz de las lámparas. La gente que manejaba el carro era
extranjera: enanos encapuchados de largas barbas que entonaban raras
canciones. Unos pocos se quedaron en Bolsón Cerrado. Hacia fines de la segunda
semana de septiembre un carro que parecía venir del Puente del Brandivino
entró en Delagua en pleno día. Lo conducía un viejo. Llevaba un puntiagudo
sombrero azul, un largo manto gris y una bufanda plateada. Tenía una larga
barba blanca y cejas espesas que le asomaban por debajo del ala del sombrero.
Unos niñitos hobbits corrieron detrás del carro, a través de todo Hobbiton, loma
arriba. Llevaba una carga de fuegos de artificio, tal como lo imaginaban. Frente
a la puerta principal de la casa de Bilbo, el viejo comenzó a descargar; eran
grandes paquetes de fuegos de artificio de muchas clases y formas, todos
marcados con una gran G
roja y la runa élfica,
.
Era la marca de Gandalf, naturalmente, y el viejo era Gandalf el mago, de
reconocida habilidad en el manejo de fuegos, humos y luces y famoso por esto
en la Comarca. La verdadera ocupación de Gandalf era mucho más difícil y
peligrosa, pero el pueblo de la Comarca no lo sabía. Para ellos Gandalf no era
más que una de las « atracciones» de la fiesta. De aquí la excitación de los niños
hobbits.
—¡La G es de Grande! —gritaban y el viejo sonreía. Lo conocían de vista,
aunque sólo aparecía en Hobbiton ocasionalmente y nunca se detenía mucho
tiempo. Pero ni ellos ni nadie, excepto los más viejos de los más viejos, habían
visto sus fuegos de artificio, que y a pertenecían a un pasado legendario.
Cuando el viejo, ay udado por Bilbo y algunos enanos, terminó de descargar,
Bilbo repartió unas monedas, pero ningún petardo ni ningún buscapié, ante la
decepción de los espectadores.
—¡Y ahora, fuera! —dijo Gandalf—. Tendrán de sobra a su debido tiempo.
—Luego desapareció en el interior de la casa junto con Bilbo, y la puerta se
cerró. Los niños hobbits se quedaron un rato mirando la puerta, y se alejaron
sintiendo que el día de la fiesta no llegaría nunca.
Bilbo y Gandalf estaban sentados en una pequeña habitación de Bolsón Cerrado,
frente a una ventana abierta que miraba al oeste sobre el jardín. La tarde era
clara y serena. Las flores brillaban, rojas y doradas; escrofularias, girasoles y
capuchinas, matizaban el césped y se asomaban a las ventanas redondas.
—¡Qué hermoso luce tu jardín! —dijo Gandalf.
—Sí —respondió Bilbo—, le tengo mucho cariño, lo mismo que a toda la
vieja Comarca, pero creo que necesito un descanso.
—¿Quieres decir que continuarás con tu plan?
—Así es. Me decidí hace meses, y no he cambiado de parecer.
—Muy bien. No es necesario decir nada más. Mantente en tu plan, en tu plan
completo y creo que dará buenos resultados, para ti y para todos nosotros.
—Así lo espero. De cualquier modo, quiero divertirme el jueves y hacer mi
pequeña broma.
—Yo me pregunto quién reirá —dijo Gandalf, sacudiendo la cabeza.
—Veremos —respondió Bilbo.
Al día siguiente, más y más carros subieron por la Colina. Hubo sin duda alguna
queja a propósito de este « comercio local» , pero esa misma semana Bolsón
Cerrado empezó a emitir órdenes reservando toda clase de provisiones, artículos
de primera necesidad y costosos manjares que pudieran obtenerse en Hobbiton,
Delagua o cualquier otro lugar de la vecindad. La gente se entusiasmó; comenzó
a contar los días en el calendario, mientras esperaba ansiosamente al cartero que
les llevaría las invitaciones.
Muy pronto las invitaciones comenzaron a salir a raudales y la oficina de
correos de Hobbiton quedó bloqueada y la de Delagua abrumada y hubo que
contratar carteros voluntarios. Un río continuo de carteros trepó por la loma
llevando cientos de corteses variantes de: Gracias, iré con mucho gusto.
En la entrada de Bolsón Cerrado apareció un cartel que decía: Prohibida la
entrada excepto por asuntos de la fiesta. Aun a aquellos que se ocupaban o
pretendían ocuparse de asuntos de la fiesta raras veces se les permitió la entrada.
Bilbo trabajaba —escribiendo invitaciones, registrando respuestas, envolviendo
regalos y haciendo algunos preparativos privados—. Había permanecido oculto
desde la llegada de Gandalf.
Una mañana, los hobbits despertaron y vieron que el prado del sur junto a la
puerta principal de Bilbo estaba cubierto con cuerdas y estacas para tiendas y
pabellones. Se había abierto una entrada especial en la barranca que daba al
camino y se habían construido allí unos escalones anchos y una gran puerta
blanca. Las tres familias hobbits de Bolsón de Tirada, el terreno lindero, estaban
muy interesadas y eran envidiadas por todos. El Tío Gamy i hasta dejó de
aparentar que trabajaba en el jardín.
Los pabellones comenzaron a elevarse. Había uno particularmente amplio,
tan grande que el árbol que crecía en el terreno cabía dentro y se erguía
orgullosamente a un lado, a la cabecera de la mesa principal. Se colgaron
linternas de todas las ramas. Algo aún más promisorio para la mentalidad hobbit:
se levantó una enorme cocina al aire libre, en la esquina norte del campo. Un
ejército de cocineros procedentes de todas las posadas y casas de comidas de
muchas millas a la redonda, llegó a ay udar a los enanos y a todos los curiosos
personajes que estaban acuartelados en Bolsón Cerrado. La excitación llegó a su
punto culminante.
De pronto el cielo se nubló. Esto ocurrió el miércoles, víspera de la fiesta. La
ansiedad era intensa. Amaneció el esperado jueves 22 de septiembre. El sol se
levantó, las nubes desaparecieron, se enarbolaron las banderas, y la diversión
comenzó.
Bilbo Bolsón la llamaba una « fiesta» , pero era en realidad una variedad de
entretenimientos combinados. Prácticamente habían sido invitados todos los que
vivían cerca. Muy pocos fueron omitidos por error, pero esto no tuvo
importancia, pues lo mismo acudieron. Invitaron además a mucha gente de otras
partes de la Comarca y hasta unos pocos de más allá de las fronteras. Bilbo
mismo recibía a los invitados (y acompañantes) junto a la nueva puerta blanca.
Repartió regalos a todos y muchos a algunos que salían por los fondos y volvían a
entrar por la puerta principal. Los hobbits, cuando cumplían años, acostumbraban
hacer regalos a los demás. Regalos no muy caros, generalmente, y no tan
pródigos como en esta ocasión; pero no era un mal sistema. En verdad, en
Hobbiton y en Delagua todos los días del año era el cumpleaños de alguien y por
lo tanto todo hobbit tenía una oportunidad segura de recibir un regalo al menos
una vez por semana. Nunca se cansaban de los regalos.
En esta ocasión los regalos fueron desacostumbradamente buenos. Los niños
hobbits estaban tan excitados que por un rato se olvidaron de comer. Había
juguetes nunca vistos, todos hermosos y algunos evidentemente mágicos. Muchos
de ellos habían sido encargados un año antes y los habían traído de la Montaña y
del Valle, y eran piezas auténticas, fabricadas por enanos.
Cuando todos estuvieron dentro, y luego de dárseles la bienvenida, hubo
canciones, danzas, música, juegos y como era de esperar, comida y bebida.
Había tres comidas oficiales: almuerzo, merienda y cena, pero el almuerzo y la
merienda se distinguieron principalmente por el hecho de que todos los invitados
estaban sentados y comían juntos. En otros momentos había sólo grupos de gente
que comían y bebían, sucediéndose sin interrupción desde las once hasta las seis
y media, hora en que comenzaron los fuegos de artificio.
Los fuegos de artificio eran de Gandalf; no sólo los había traído, sino que los
había preparado y fabricado. Él mismo disparó los más extraños, las piezas y los
cohetes voladores. Hubo también una generosa distribución de buscapiés,
petardos, bengalas, cohetes, antorchas, estrellitas, velas de enano, fuentes élficas,
duendes ladradores y truenos; todos soberbios. El arte de Gandalf progresaba con
los años.
Hubo cohetes como un vuelo de pájaros centelleantes, de dulces voces; hubo
árboles verdes, con troncos de humo oscuro, y hojas que se abrían en una súbita
primavera; de las ramas brillantes caían flores resplandecientes sobre los hobbits
maravillados y desparecían dejando un suave aroma en el instante mismo en que
y a iban a tocar los rostros vueltos hacia arriba. Hubo fuentes de mariposas que
volaban entre los árboles, columnas de fuegos coloreados que se elevaban
transformándose en águilas, o barcos de vela, o una bandada de cisnes voladores.
Hubo un trueno y relámpago rojo, y luego una lluvia amarilla; un bosque de
lanzas plateadas se alzó, de pronto con alaridos de batalla y cay ó en el agua
siseando como cien serpientes enardecidas. Y también hubo una última sorpresa
dedicada a Bilbo, que dejó atónitos a los hobbits, como lo deseaba Gandalf. Las
luces se apagaron; una gran humareda subió en el aire, tomando la forma de una
montaña lejana, vomitando llamas escarlatas y verdes. Y de esas llamas salió
volando un dragón rojo y dorado, no de tamaño natural, pero sí de terrible
aspecto. Le brotaba fuego de la boca y le relampagueaban los ojos. Se oy ó de
pronto un rugido y el dragón pasó tres veces como una exhalación sobre las
cabezas de la multitud. Todos se agacharon y muchos cay eron de bruces, El
dragón se alejó como un tren expreso, dio un triple salto mortal y estalló sobre
Delagua con un estruendo ensordecedor.
—¡La señal para la cena! —dijo Bilbo.
El susto y la alarma se disiparon inmediatamente y los postrados hobbits se
incorporaron de un salto. Hubo una espléndida cena para todos, excepto los
invitados a la cena especial de la familia que se sirvió en el pabellón. Se limitaron
las invitaciones a doce docenas (número que los hobbits llamaban una gruesa,
aunque el término no se considerara apropiado para contar gente) y los invitados
fueron seleccionados entre todas las familias a las que Bilbo y Frodo estaban
unidos por lazos de parentesco, con el agregado especial de unos pocos amigos,
como Gandalf. Se incluy eron muchos niños hobbits, con el permiso de las
familias, pues los hobbits no acostaban temprano a los niños y los sentaban a la
mesa junto con los may ores, especialmente cuando se trataba de conseguir una
comida gratis. La crianza de los niños hobbits demandaba una gran cantidad de
cereales.
Había muchos de los Bolsón y de los Boffin, también de los Tuk y los
Brandigamo; varios de los Cavada, parientes de la abuela de Bilbo Bolsón y
varios Redondo, relacionados con el abuelo Tuk; y una selección de los Bolger,
Cíñatiesa, Cometa, Ganapié, Madriguera, Tallabuena y Tejonera. Algunos sólo
eran parientes lejanos de Bilbo y otros apenas habían estado alguna vez en
Hobbiton, pues vivían en los remotos confines de la Comarca. No se olvidó a los
Sacovilla-Bolsón. Estaban presentes Otho y su esposa Lobelia. Le tenían antipatía
a Bilbo y detestaban a Frodo, pero les pareció que no era posible rechazar una
invitación escrita con tinta dorada en una magnífica tarjeta. Además el primo
Bilbo se había especializado en la buena cocina durante muchos años y su mesa
era muy apreciada.
Los ciento cuarenta y cuatro invitados, sin excepción, esperaban un banquete
agradable, aunque temían el discurso del anfitrión luego de la comida (inevitable
ítem). Bilbo era aficionado a insertar fragmentos de algo que él llamaba poesía,
aunque fueran traídos de los pelos; y algunas veces, después de un vaso o dos,
aludía a las aventuras absurdas de su misterioso viaje. Los invitados no quedaron
chasqueados; habían tenido una fiesta muy agradable, en una palabra un
verdadero placer: rica, abundante, variada y prolongada. La adquisición de
provisiones en todo el distrito durante la semana siguiente fue casi nula, cosa sin
importancia, pues Bilbo había agotado las reservas de la may oría de las tiendas,
bodegas y almacenes en muchas millas a la redonda.
El festín concluía (no del todo) y vino el discurso. La may or parte de los
invitados se encontraba de un humor apacible, en ese delicioso estado en que « se
repletan los últimos rincones» como ellos decían. Estaban sorbiendo ahora sus
bebidas favoritas y saboreando sus golosinas predilectas y y a no tenían nada que
temer. Por lo tanto estaban preparados para escuchar cualquier cosa y aplaudir
en todas las pausas.
Mi querido pueblo, comenzó Bilbo incorporándose.
—¡Atención, atención! —gritaron todos a coro, poco dispuestos a cumplir lo
que ellos mismos aconsejaban.
Bilbo dejó su lugar y se subió a una silla bajo el árbol iluminado. La luz de la
linterna le caía sobre la cara radiante; en el chaleco de seda resplandecían unos
botones dorados. Todos podían verlo de pie, agitando una mano en el aire y la
otra metida en el bolsillo del pantalón.
Mis queridos Bolsón y Boffin, comenzó nuevamente, y mis queridos Tuk y
Bolger y Brandigamo y Cavada y Redondo y Madriguera y Corneta y Ciñatiesa,
Tallabuena, Tejonera y Ganapié.
—¡Ganapié! —gritó un viejo hobbit desde el fondo del pabellón. Tenía en
verdad el nombre que merecía. Los pies, que había puesto sobre la mesa, eran
grandes y excepcionalmente velludos.
Ganapié, repitió Bilbo. También mis buenos Sacovilla-Bolsón, a quienes doy
por fin la bienvenida a Bolsón Cerrado. Hoy es mi cumpleaños centésimo
decimoprimero: ¡tengo ciento once años!
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Por muchos años! —gritaron los hobbits golpeando
alegremente sobre las mesas. Bilbo estaba magnífico. Ese era el tipo de discurso
que les gustaba: corto y obvio.
Deseo que lo estén pasando tan bien como yo.
Se oy eron aplausos ensordecedores y gritos de Sí (y No). Ruido de trompetas
y cuernos, pitos y flautas y otros instrumentos musicales. Había muchos niños
hobbits, como se ha dicho, e hicieron reventar cientos de petardos musicales; casi
todos traían estampada la marca Valle, lo que no significaba mucho para la
may oría de los hobbits, aunque todos estaban de acuerdo en que eran petardos
maravillosos. Dentro de los petardos venían unos instrumentos pequeños pero de
fabricación perfecta y sonidos encantadores. En efecto, en un rincón, algunos de
los jóvenes Tuk y Brandigamo, en la creencia de que el tío Bilbo había terminado
(pues había dicho sencillamente todo lo que tenía que decir), improvisaron una
orquesta y se pusieron a tocar una pieza bailable. El señor Everardo Tuk y la
señorita Melilot Brandigamo se subieron a una mesa y llevando unas campanitas
en las manos empezaron a bailar el « Repique de campanas» , bonita danza
aunque algo vigorosa.
Pero Bilbo no había terminado. Le pidió la corneta a un niño que estaba allí
cerca, se la llevó a la boca y sopló tres veces fuertemente. El ruido se calmó.
¡No les distraeré mucho tiempo! —gritó Bilbo entre aplausos—. Los he reunido
a todos con un propósito. —Algo en el tono de Bilbo impresionó entonces a los
hobbits; se hizo casi el silencio. Uno o dos Tuk alzaron las orejas.
En realidad, con tres propósitos. En primer lugar, para poder decirles lo mucho
que los quiero y lo breves que son ciento once años entre hobbits tan maravillosos
y admirables.
Tremendo estallido de aprobación.
No conozco a la mitad de ustedes, ni la mitad de lo que querría y lo que yo
querría es menos de la mitad de lo que la mitad de ustedes merece.
Esto fue inesperado y bastante difícil. Se oy eron algunos aplausos aislados,
pero la may oría se quedó callada, tratando de descifrar las palabras de Bilbo y
viendo si podía entenderlas como un cumplido.
En segundo lugar, para celebrar mi cumpleaños.
Aplausos nuevamente.
Tendría que decir: nuestro cumpleaños, pues es también el cumpleaños de mi
sobrino y heredero Frodo. Hoy entra en la mayoría de edad y en posesión de la
herencia.
Se volvieron a escuchar algunos aplausos superficiales de los may ores y
algunos gritos de « ¡Frodo! ¡Frodo! ¡Viva el viejo Frodo!» de los más jóvenes.
Los Sacovilla-Bolsón fruncieron el ceño y se preguntaron qué habría querido
decir Bilbo con las palabras « posesión de la herencia» .
Juntos sumamos ciento cuarenta y cuatro años. El número de ustedes fue
elegido para corresponder a este notable total, una gruesa, si se me permite la
expresión. Ningún aplauso. Era ridículo. Muchos de los invitados, especialmente
los Sacovilla-Bolsón se sintieron insultados, entendiendo que se los había invitado
sólo para completar un número, como mercaderías en un paquete. Una gruesa,
en efecto. ¡Qué expresión tan vulgar!
También es, si me permiten que me remonte a la historia antigua, el aniversario
de mi llegada en tonel a Esgarot, en Lago Largo, aunque en aquella ocasión olvidé
por completo mi cumpleaños. Sólo tenía cincuenta y uno entonces, y cumplir años
no me parecía tan importante. El banquete fue espléndido, de todos modos, aunque
recuerdo que yo estaba muy acatarrado y sólo pude decir «Mucha gracia». Ahora
les digo más correctamente: Muchas gracias por asistir a mi pequeña fiesta.
Silencio obstinado. Todos temían la inminencia de una canción o de una poesía y
estaban empezando a aburrirse. ¿Acaso no podía terminar de hablar y dejarlos
beber a sus anchas? Pero Bilbo ni cantó ni recitó. Hizo una breve pausa.
En tercer lugar y finalmente, ¡quiero hacer un anuncio! Pronunció esta última
palabra en voz tan alta y tan repentinamente que quienes todavía podían se
incorporaron en seguida. Lamento anunciarles que aunque ciento once años es
tiempo demasiado breve para vivir entre ustedes, como ya dije, esto es el fin. Me
voy. Los dejo ahora. ¡Adiós!
Bilbo bajó de la silla y desapareció: hubo un relámpago enceguecedor y todos los
invitados parpadearon; y cuando abrieron de nuevo los ojos, Bilbo y a no estaba.
Ciento cuarenta y cuatro hobbits miraron boquiabiertos y sin habla; el viejo Odo
Ganapié quitó los pies de encima de la mesa y pateó el suelo. Siguió un silencio
mortal, hasta que de pronto, luego de unos profundos suspiros, todos los Bolsón,
Boffin, Tuk, Brandigamo, Cavada, Redondo, Madriguera, Bolger, Ciñatiesa,
Tejonera, Tallabuena, Corneta y Ganapié, comenzaron a hablar al mismo
tiempo.
La may oría estuvo de acuerdo: la broma había sido de muy mal gusto y
necesitaban más comida y bebida para curarse de la impresión y el mal rato.
« Está loco. Siempre lo dije» fue quizás el comentario más popular. Hasta los Tuk
(excepto unos pocos) pensaron que la conducta de Bilbo había sido absurda y casi
todos dieron por sentado que la desaparición no era más que una farsa ridícula.
Pero el viejo Rory Brandigamo no estaba tan seguro. Ni la edad ni la gran
comilona le habían nublado la razón y le dijo a su nuera Esmeralda:
—En todo esto hay algo sospechoso, mi querida. Yo creo que el loco Bolsón
ha vuelto a irse. Viejo tonto. Pero ¿por qué preocuparnos si no se ha llevado las
vituallas?
Llamó a voces a Frodo para que ordenase servir más vino.
Frodo era el único de los presentes que no había dicho nada. Durante un
tiempo permaneció en silencio, junto a la silla vacía de Bilbo, ignorando todas las
preguntas y conjeturas. Se había divertido con la broma, por supuesto, aunque
estaba prevenido. Le había costado contener la risa ante la sorpresa indignada de
los invitados, pero al mismo tiempo se sentía perturbado de veras; descubría de
pronto que amaba tiernamente al viejo hobbit. La may or parte de los invitados
continuó bebiendo, comiendo y discutiendo las rarezas presentes y pasadas de
Bilbo Bolsón, pero los Sacovilla-Bolsón se fueron en seguida, furiosos. Frodo y a
no quiso saber nada con la fiesta; ordenó servir más vino, se puso de pie, vació la
copa en silencio, a la salud de Bilbo y se deslizó fuera del pabellón.
En cuanto a Bilbo Bolsón, mientras pronunciaba el discurso no dejaba de
juguetear con el Anillo de oro que tenía en el bolsillo, el Anillo mágico que había
guardado en secreto tantos años. Cuando bajó de la silla se deslizó el Anillo en el
dedo y ningún hobbit volvió a verlo en Hobbiton.
Regresó a su agujero a paso vivo y se quedó allí unos instantes, escuchando
con una sonrisa la algarabía del pabellón y los alegres sonidos que venían de otros
lugares del campo. Luego entró. Se quitó la ropa de fiesta, dobló y envolvió en
papel de seda el chaleco de seda bordado y lo guardó. Se puso rápidamente
algunas viejas vestiduras y se aseguró el chaleco con un gastado cinturón de
cuero. De él colgó una espada corta, en una vaina deteriorada de cuero negro.
De una gaveta cerrada con llave que olía a bolas de alcanfor tomó un viejo
manto y un gorro. Habían estado guardados bajo llave como si fuesen un tesoro,
pero estaban tan remendados y desteñidos por el tiempo que el color original
apenas podía adivinarse (verde oscuro quizá); por otra parte eran demasiado
grandes para él. Luego fue a su escritorio, tomó de una caja grande y pesada un
atado envuelto en viejos trapos, un manuscrito encuadernado en cuero y un sobre
abultado. Puso el libro y el atado dentro de una pesada maleta que y a estaba casi
llena. Metió dentro del sobre el Anillo de oro y la cadena, selló el sobre y escribió
el nombre de Frodo. En un principio lo puso sobre la repisa de la chimenea, pero
de pronto cambió de idea y se lo guardó en el bolsillo. En ese momento se abrió
la puerta y Gandalf entró apresuradamente.
—Hola —dijo Bilbo—, estaba pensando si vendrías.
—Me alegra encontrarte visible —repuso el mago, sentándose en una silla—.
Quería decirte unas pocas palabras finales. Supongo que crees que todo ha salido
espléndidamente y de acuerdo con lo planeado.
—Sí, lo creo —dijo Bilbo—. Aunque el relámpago me sorprendió. Me
sobresalté de veras y no digamos nada de los otros. ¿Fue un pequeño agregado
tuy o?
—Sí. Tuviste la prudencia de mantener en secreto el Anillo todos estos años y
me pareció necesario dar a los invitados algo que explicase tu desaparición
repentina.
—Y me arruinaste la broma. Eres un viejo entrometido —rió Bilbo—; pero
tienes razón, como de costumbre.
—Así es, cuando sé algo. Pero no me siento demasiado seguro en todo este
asunto, que ha llegado a su punto final. Has hecho tu broma, has alarmado y
ofendido a la may oría de tus parientes y has dado a toda la Comarca tema de
que hablar durante nueve días, o mejor aún, noventa y nueve. ¿Piensas ir más
lejos?
—Sí, lo haré. Tengo necesidad de un descanso; un descanso muy largo, como
te he dicho; probablemente un descanso permanente; no creo que vuelva. En
realidad no tengo la intención de volver y he hecho todos los arreglos necesarios.
Estoy viejo, Gandalf; no lo parezco, pero estoy comenzando a sentirlo en las
raíces del corazón. ¡Bien conservado! —resopló—. En verdad me siento
adelgazado, estirado, ¿entiendes lo que quiero decir?, como un pedacito de
manteca extendido sobre demasiado pan. Eso no puede ser. Necesito un cambio,
o algo.
Gandalf lo miró curiosa y atentamente.
—No, no me parece bien —dijo pensativo—. Aunque creo que tu plan es
quizá lo mejor.
—De cualquier manera, me he decidido. Quiero ver nuevamente montañas,
Gandalf, montañas; y luego encontrar algún lugar donde pueda descansar, en paz
y tranquilo, sin un montón de parientes merodeando y una sarta de malditos
visitantes colgados de la campanilla. He de encontrar un lugar donde pueda
terminar mi libro. He pensado un hermoso final: « Vivió feliz aun después del fin
de sus días.»
Gandalf rió.
—Que así sea. Pero nadie leerá el libro, cualquiera sea el final.
—Oh, lo leerán, en años venideros. Frodo ha leído algo a medida que lo iba
escribiendo. Pondrás un ojo en Frodo. ¿Lo harás?
—Sí, lo haré; pondré los dos ojos, mientras los conserve.
—Frodo hubiera venido conmigo, por supuesto, si se lo hubiese pedido. En
realidad me lo ofreció una vez, precisamente antes de la fiesta, pero él aún no lo
deseaba de veras. Quiero ver de nuevo el campo salvaje y las montañas, antes
de morir. Frodo todavía ama la Comarca, los campos, bosques y arroy os. Se
sentirá cómodo aquí. Le dejaré todo, naturalmente, excepto unas pocas
menudencias. Creo que será feliz cuando se acostumbre a estar solo. Ya es hora
de que sea su propio dueño.
—¿Todo? —dijo Gandalf—. ¿También el Anillo? Dijiste que se lo dejarías.
—Bueno… sí, supongo que sí —tartamudeó Bilbo.
—¿Dónde está?
—Ya que quieres saberlo, en un sobre —dijo Bilbo con impaciencia—. Allí,
sobre la repisa de la chimenea. Bueno, ¡no! ¡Lo tengo aquí, en el bolsillo! —
Titubeó y murmuró entre dientes—. ¿No es una tontería ahora? Después de todo,
sí, ¿por qué no? ¿Por qué no dejarlo aquí?
Gandalf volvió a mirar a Bilbo muy duramente, con un fulgor en los ojos.
—Creo, Bilbo —dijo con calma—, que y o lo dejaría. ¿No es lo que deseas?
—Sí y no. Ahora que tocamos el tema, te diré que me disgusta separarme de
él. Y no sé por qué habría de hacerlo. Pero ¿qué pretendes? —preguntó Bilbo y la
voz le cambió de un modo extraño. Hablaba ahora en un tono áspero, suspicaz y
molesto—. Tú estás siempre fastidiándome con el Anillo y nunca con las otras
cosas que traje del viaje.
—Tuve que fastidiarte —dijo Gandalf—. Quería conocer la verdad. Era
importante. Los anillos mágicos son… bueno, mágicos; raros y curiosos. Estaba
profesionalmente interesado en tu Anillo, puedes decir, y todavía lo estoy. Me
gustaría saber por dónde anda, si te marchas de nuevo. Y también pienso que lo
has tenido bastante. Ya no lo necesitarás, Bilbo, a menos que y o me equivoque.
Bilbo enrojeció y un resplandor colérico le encendió la mirada. El rostro
bondadoso se le endureció de pronto.
—¿Por qué no? —gritó—. ¿Y qué te importa saber lo que hago con mis
propias cosas? Es mío. Yo lo encontré. El vino a mí.
—Sí, sí —dijo Gandalf—; no hay por qué enojarse.
—Si me enojo es por tu culpa. Te vuelvo a repetir que es mío. Mío. Mi tesoro.
Sí, mi tesoro.
La cara del mago seguía grave y atenta y sólo una luz vacilante en los ojos
profundos mostraba que estaba asombrado, y aun alarmado.
—Alguien lo llamó así —dijo—, y no fuiste tú.
—Pero y o lo llamo así ahora. ¿Por qué no? Aunque una vez Gollum hay a
dicho lo mismo. Ya no es de él, sino mío y repito que lo conservaré.
Gandalf se puso de pie. Habló con severidad.
—Serás un tonto si lo haces, Bilbo —dijo—. Cada palabra que dices lo
muestra más claramente. Tiene demasiado poder sobre ti. ¡Déjalo! Entonces
podrás irte y serás libre.
—Iré a donde quiera y haré lo que me dé la gana —continuó Bilbo con
obstinación.
—¡Ya, y a, mi querido hobbit! —dijo Gandalf—. Durante toda tu larga vida
hemos sido amigos y algo me debes. ¡Vamos! Haz lo que prometiste, déjalo.
—¡Bueno, si tú quieres mi Anillo, dilo! —gritó Bilbo—. Pero no lo tendrás. No
entregaré mi tesoro, te lo advierto. La mano del hobbit se movió con rapidez
hacia la empuñadura de la pequeña espada.
Los ojos de Gandalf relampaguearon.
—Pronto me llegará el momento de enojarme —dijo—. Atrévete a repetirlo
y verás al descubierto a Gandalf el Gris.
Gandalf dio un paso hacia el hobbit y pareció agrandarse, amenazante, y su
sombra llenó la habitación.
Bilbo retrocedió hacia la pared, respirando agitadamente, la mano apretada
sobre el bolsillo. Se enfrentaron un momento, observándose mutuamente y el
aire vibró en el cuarto. Los ojos de Gandalf se quedaron clavados en el hobbit.
Bilbo aflojó poco a poco las manos y se echó a temblar.
—No me lo explico, Gandalf —dijo—. Nunca te había visto así antes. ¿Qué
ocurre? Es mío, ¿no es verdad? Yo lo encontré y Gollum me habría matado si no
lo hubiera tenido conmigo. No soy un ladrón, diga lo que diga.
—Nunca te llamé ladrón —respondió Gandalf—, y y o tampoco lo soy. No
estoy tratando de robarte, sino de ay udarte. Sería bueno que confiaras en mí,
como hasta ahora.
Se volvió, y la sombra se esfumó en el aire. Gandalf pareció achicarse hasta
ser de nuevo un viejo gris, encorvado e inquieto.
Bilbo se restregó los ojos.
—Lo lamento, pero me siento muy raro y sin embargo sería un alivio, en
cierto modo, no tener que preocuparme más. Me ha obsesionado en los últimos
tiempos. A veces me parecía un ojo que me miraba. Siempre tenía ganas de
ponérmelo y desaparecer, ¿sabes?, y luego quería sacármelo, temiendo que
fuera peligroso. Traté de guardarlo bajo llave, pero me di cuenta de que no podía
descansar si no lo tenía en el bolsillo. No sé por qué. Y no me siento capaz de
decidirme.
—Entonces confía en mí —dijo Gandalf—. Ya está todo resuelto. Vete y
déjalo. Renuncia a tenerlo y dáselo a Frodo, a quien y o cuidaré.
Bilbo se quedó un momento tenso e indeciso. Al fin suspiró y dijo con
esfuerzo:
—Bien, lo haré. —Se encogió de hombros y sonrió tristemente—. Al fin y al
cabo, para esto se hizo la fiesta: para regalar muchas cosas y en cierto modo
para que no me costara tanto dejar también el Anillo. No fue cosa fácil al final,
pero sería una lástima desperdiciar tantos preparativos. Arruinar la broma.
—En efecto —respondió Gandalf—. Suprimiría el único motivo que siempre
le vi al asunto.
—Muy bien —dijo Bilbo—, se lo dejaré a Frodo con todo lo demás. —Tomó
aliento—. Y ahora tengo que partir, o alguien me pescará. Ya he dicho adiós y no
podría empezar otra vez. —Recogió la maleta y fue hacia la puerta.
—Todavía tienes el Anillo —dijo el mago.
—¡Sí, lo tengo! —gritó Bilbo—. Y mi testamento y todos los otros documentos
también. Es mejor que los tomes tú y los entregues en mi nombre. Será lo más
seguro.
—No, no me des el Anillo —dijo Gandalf—. Ponlo sobre la repisa de la
chimenea. Estará seguro allí hasta que llegue Frodo; y o lo esperaré.
Bilbo sacó el sobre y justo en el momento en que lo colocaba junto al reloj, le
tembló la mano y el paquete cay ó al suelo. Antes que pudiera levantarlo, el
mago se agachó, lo recogió y lo puso en su lugar. Un espasmo de rabia cruzó
fugazmente otra vez por la cara del hobbit y casi en seguida se transformó en un
gesto de alivio y en una risa.
—Bien, y a está —comentó—. Ahora sí, ¡me voy !
Pasaron al vestíbulo. Bilbo tomó su bastón favorito y silbó. Tres enanos
vinieron de tres distintas habitaciones.
—¿Está todo listo? —preguntó Bilbo—. ¿Todo embalado y rotulado?
—Todo —contestaron.
—¡Entonces, en marcha! —Y caminó hacia la puerta del frente. Era una
noche magnífica y se veía el cielo oscuro salpicado de estrellas. Bilbo miró,
olfateando el aire.
—¡Qué alegría! ¡Qué alegría estar nuevamente en camino con los enanos!
¡Años y años estuve esperando este momento! ¡Adiós! —dijo mirando a su viejo
hogar e inclinándose delante de la puerta—. ¡Adiós, Gandalf!
—Adiós por ahora, Bilbo. ¡Ten cuidado! Eres bastante viejo y quizá bastante
sabio.
—¡Tener cuidado! No me importa. ¡No te preocupes por mí! Me siento más
feliz que nunca, lo que es mucho decir. Pero la hora ha llegado. Al fin me voy. En
seguida, en voz baja, como para sí mismo, se puso a cantar en la oscuridad:
El camino sigue y sigue
desde la puerta. El camino ha ido muy lejos,
y si es posible he de seguirlo
recorriéndole con pie decidido
hasta llegar a un camino más ancho
donde se encuentran senderos y cursos.
¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.
Bilbo se detuvo en silencio, un momento. Luego, sin pronunciar una palabra,
se alejó de las luces y voces de los campos y tiendas, y seguido por sus tres
compañeros dio una vuelta al jardín y bajó trotando la larga pendiente. Saltó un
cerco bajo y fue hacia los prados, internándose en la noche como un susurro de
viento entre las briznas.
Gandalf se quedó un momento mirando cómo desaparecía en la oscuridad.
—Adiós, mi querido Bilbo, hasta nuestro próximo encuentro —dijo
dulcemente, y entró en la casa,
Frodo llegó poco después y encontró a Gandalf sentado en la penumbra y absorto
en sus pensamientos.
—¿Se fue? —le preguntó.
—Sí —respondió Gandalf—, al fin se fue.
—Deseaba, es decir, esperaba hasta esta tarde que todo fuese una broma —
dijo Frodo—. Pero el corazón me decía que era verdad. Siempre bromeaba
sobre cosas serias. Lamento no haber venido antes para verlo partir.
—Bueno, creo que al fin prefirió irse sin alboroto —dijo Gandalf—. No te
preocupes tanto. Se encontrará bien, ahora. Dejó un paquete para ti. ¡Ahí está!
Frodo tomó el sobre de la repisa, le echó una mirada, pero no lo abrió.
—Creo que adentro encontrarás el testamento y todos los otros papeles —dijo
el mago—. Tú eres ahora el amo de Bolsón Cerrado. Supongo que encontrarás
también un Anillo de oro.
—¡El Anillo! —exclamó Frodo—. ¿Me ha dejado el Anillo? Me pregunto por
qué. Bueno, quizá me sirva de algo.
—Sí y no —dijo Gandalf—. En tu lugar, y o no lo usaría. Pero guárdalo en
secreto ¡y en sitio seguro! Bien, me voy a la cama.
Como amo de
los huéspedes.
por el campo.
Alrededor de
Bolsón Cerrado, Frodo sintió que era su penoso deber despedir a
Rumores sobre extraños acontecimientos se habían diseminado
Frodo nada dijo, pero sin duda todo se aclararía por la mañana.
medianoche comenzaron a llegar los carruajes de la gente
importante y así fueron desapareciendo, uno a uno, cargados con hobbits hartos
pero insatisfechos. Al fin se llamó a los jardineros, que trasladaron en carretillas
a quienes habían quedado rezagados.
La noche pasó lentamente. Salió el sol. Los hobbits se levantaron bastante
tarde y la mañana prosiguió. Se solicitó el concurso de gente, que recibió orden
de despejar los pabellones y quitar mesas, sillas, cucharas, cuchillos, botellas,
platos, linternas, macetas de arbustos en flor, migajas, papeles, carteras, pañuelos
y guantes olvidados, y alimentos no consumidos, que eran muy pocos. Luego
llegó una serie de personas no solicitadas, los Bolsón, Boffin, Bolger, Tuk y otros
huéspedes que vivían o andaban cerca. Hacia el mediodía, cuando hasta los más
comilones y a estaban de regreso, había en Bolsón Cerrado una gran multitud, no
invitada, pero no inesperada.
Frodo los esperaba en la escalera, sonriendo, aunque con aire fatigado y
preocupado. Saludó a todos, pero no les pudo dar más explicaciones que en la
víspera. Respondía a todas las preguntas del mismo modo:
—El señor Bilbo Bolsón se ha ido; creo que para siempre.
Invitó a algunos de los visitantes a entrar en la casa, pues Bilbo había dejado
« mensajes» para ellos.
Dentro del vestíbulo había apilada una gran cantidad de paquetes, bultos y
mueblecitos. Cada uno de ellos tenía una etiqueta. Había varias de este tipo:
Para Adelardo Tuk, de veras para él, estaba escrito sobre una sombrilla.
Adelardo se había llevado muchos paquetes sin etiqueta.
Para Dora Bolsón, en recuerdo de una larga correspondencia, con el cariño
de Bilbo, en una gran canasta de papeles. Dora era la hermana de Drogo y la
sobreviviente más anciana, emparentada con Bilbo y Frodo; tenía noventa y
nueve años y había escrito resmas de buenos consejos durante más de medio
siglo.
Para Milo Madriguera, deseando que le sea útil, de B. B., en una pluma de oro
y una botella de tinta. Milo nunca contestaba las cartas.
Para uso de Angélica, del tío Bilbo, en un espejo convexo y redondo. Era una
joven Bolsón que evidentemente se creía bonita.
Para la colección de Hugo Ciñatiesa, de un contribuyente, en una biblioteca
(vacía). Hugo solía pedir libros prestados y la may oría de las veces no los
devolvía.
Para Lobelia Sacovilla-Bolsón, como regalo, en una caja de cucharas de
plata. Bilbo creía que Lobelia se había apoderado de una buena cantidad de las
cucharas de Bilbo mientras él estaba ausente, en el viaje anterior. Lobelia lo sabía
muy bien. Entendió en seguida la ironía, pero aceptó las cucharas.
Esto es sólo una pequeña muestra del conjunto de regalos. Durante el curso de su
larga vida, la residencia de Bilbo se había ido atestando de cosas. El desorden era
bastante común en las cuevas de los hobbits y esto venía sobre todo de la
costumbre de hacerse tantos regalos de cumpleaños. Por supuesto, los regalos no
eran siempre nuevos; había uno o dos viejos mathoms de uso olvidado que habían
circulado por todo el distrito, pero Bilbo tenía el hábito de obsequiar regalos
nuevos y de guardar los que recibía. El viejo agujero estaba ahora
desocupándose un poco.
Los regalos de despedida tenían todos la correspondiente etiqueta que el
mismo Bilbo había escrito, y en varias aparecían agudezas o bromas. Pero,
naturalmente, la may oría de las cosas estaban destinadas a quienes las
necesitaban y fueron recibidas con agrado. Tal fue el caso de los más pobres,
especialmente los vecinos de Bolsón de Tirada. El Tío Gamy i recibió dos bolsas
de patatas, una nueva azada, un chaleco de lana y una botella de ungüento para
sus crujientes articulaciones. El viejo Rory Brandigamo, como recompensa por
tanta hospitalidad, recibió una docena de botellas de Viejos Viñedos, un fuerte
vino rojo de la Cuaderna del Sur, bastante añejo, pues había sido puesto a
estacionar por el padre de Bilbo. Rory perdonó a Bilbo y luego de la primera
botella lo proclamó un gran hobbit.
A Frodo le dejó muchísimas cosas y, por supuesto, los tesoros principales.
También libros, cuadros y cantidad de muebles. No hubo rastros ni mención de
joy as o dinero; no se regaló ni una cuenta de vidrio, ni una moneda.
Frodo tuvo una tarde difícil; el falso rumor de que todos los bienes de la casa
estaban distribuy éndose gratis se propaló como un relámpago; pronto el lugar se
llenó de gente que no tenía nada que hacer allí, pero a la que no se podía
mantener alejada. Las etiquetas se rompieron y mezclaron, y estallaron disputas;
algunos intentaron hacer trueques y negocios en el salón y otros trataron de huir
con objetos de menor cuantía, que no les correspondían, o con todo lo que no era
solicitado o no estaba vigilado. El camino hacia la puerta se encontraba
bloqueado por carros de mano y carretillas.
Los Sacovilla-Bolsón llegaron en mitad de la conmoción. Frodo se había
retirado por un momento, dejando a su amigo Merry Brandigamo al cuidado de
las cosas. Cuando Otho requirió en voz alta la presencia de Frodo, Merry se
inclinó cortésmente.
—Está indispuesto —dijo—. Está descansando.
—Escondiéndose, querrás decir —respondió Lobelia—. De cualquier modo
queremos verlo y lo exigimos. ¡Ve y díselo!
Merry los dejó en el salón por un tiempo y los Sacovilla-Bolsón descubrieron
entonces las cucharas. Esto no les mejoró el humor. Por último fueron
conducidos al escritorio. Frodo estaba sentado a una mesa frente a un montón de
papeles. Parecía indispuesto (de ver a los Sacovilla-Bolsón, en todo caso). Se
levantó jugueteando con algo que tenía en el bolsillo y les habló con mucha
cortesía.
Los Sacovilla-Bolsón estuvieron bastante ofensivos. Comenzaron por
ofrecerle precios muy reducidos (como entre amigos) por varias cosas que no
tenían etiqueta. Cuando Frodo replicó que sólo se darían aquellas cosas
especialmente destinadas por Bilbo, respondieron que todo el asunto era muy
sospechoso.
—Sólo una cosa me resulta clara —dijo Otho—, y es que tú eres el más
beneficiado de todos. Insisto en ver el testamento.
Otho habría sido el heredero de Bilbo de no mediar la adopción de Frodo.
Ley ó el testamento cuidadosamente y bufó. Era, para su desgracia, muy claro y
correcto (de acuerdo con las costumbres legales de los hobbits, quienes exigían,
entre otras cosas, las firmas de siete testigos, estampadas con tinta roja).
—¡Burlado otra vez! —dijo a su mujer—. ¡Después de haber esperado
sesenta años ¿Cucharas? ¡Qué disparate! —Chasqueó los dedos bajo la nariz de
Frodo y salió corriendo.
No fue tan fácil deshacerse de Lobelia. Un poco más tarde Frodo salió del
estudio para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y la encontró
revisando todos los escondrijos y rincones y dando golpecitos en el suelo. La
acompañó con firmeza fuera de la casa, después de aligerarla de varios
pequeños pero bastante valiosos artículos que le habían caído dentro del paraguas
no se sabía cómo. La cara de Lobelia reflejaba la angustia con que buscaba una
frase demoledora de despedida, pero esto fue lo único que dijo volviéndose
airadamente:
—¡Vivirás para lamentarlo, jovencito! ¿Por qué no te fuiste tú también? Tú no
eres de aquí, no eres un Bolsón, tú… ¡tú eres un Brandigamo!
—¿Has oído eso, Merry ? Fue un insulto, ¿no? —dijo Frodo cerrando la puerta
en las narices de Lobelia.
—Fue un cumplido —respondió Merry Brandigamo—, y por eso mismo
falso.
Luego recorrieron el lugar y expulsaron a tres jóvenes hobbits (dos Boffin y un
Bolger) que estaban agujereando la pared de una bodega. Frodo tuvo un forcejeo
con el joven Sancho Ganapié (el nieto del viejo Odo Ganapié), quien había
iniciado una excavación en la despensa may or, donde le pareció que sonaba a
hueco. La ley enda del oro de Bilbo movía a la curiosidad y a la esperanza: pues
el oro legendario misteriosamente obtenido, si bien no positivamente mal habido,
es, como todos saben, para aquel que lo encuentre, a menos que algún otro
interrumpa la búsqueda.
Frodo echó a Sancho, y se desplomó en una silla de la sala.
—Ya es hora de cerrar la tienda, Merry —dijo—. Echa llave a la puerta y no
la abras a nadie hoy, aunque traigan un ariete.
Frodo fue a reanimarse con una tardía taza de té. Apenas se había sentado,
cuando se oy ó un golpe en la puerta principal. « Seguro que es Lobelia otra vez» ,
pensó. « Se le habrá ocurrido algo realmente desagradable y ha vuelto para
decírmelo. Puede esperar.»
Siguió tomando té. Se oy ó otra vez el golpe, mucho más fuerte. Frodo no le
dio importancia. De repente la cabeza del mago apareció en la ventana.
—Si no me dejas entrar, Frodo, haré volar la puerta colina abajo —dijo.
—¡Mi querido Gandalf! ¡Medio minuto! —gritó Frodo, corriendo hacia la
puerta. ¡Entra! ¡Entra! Pensé que era Lobelia.
—Entonces te perdono. La vi hace un momento en un cochecito que iba hacia
Delagua, con una cara que hubiese agriado la leche fresca.
—Casi me ha agriado a mí. Honestamente, estuve tentado de utilizar el Anillo
de Bilbo. Tenía ganas de desaparecer.
—¡No lo hagas! —dijo Gandalf sentándose—. Ten mucho cuidado con ese
Anillo, Frodo. En realidad, en parte he venido a decirte una última palabra al
respecto.
—Bueno, ¿de qué se trata?
—¿Qué sabes tú del Anillo?
—Sólo lo que Bilbo me contó. He oído su historia; cómo lo encontró y cómo
lo usó en el viaje, quiero decir.
—Estoy pensando qué historia —dijo Gandalf.
—Oh, no la que contó a los Enanos y escribió en el libro —dijo Frodo—. La
verdadera historia. Me la contó tan pronto como vine a vivir aquí. Me dijo que tú
lo habías importunado y al fin te la contó y que entonces era mejor que y o
también la supiera. « No tengamos secretos entre nosotros, Frodo» , me dijo
Bilbo. « Pero no la repitas. De cualquier modo, el Anillo me pertenece.»
—Interesante —dijo Gandalf—. ¿Qué pensaste?
—Si te refieres al invento ese del « regalo» , bueno, te diré que la historia
verdadera me parece mucho más probable y no pude entender por qué la alteró.
Nada propio de Bilbo, al menos; el asunto me pareció raro.
—Lo mismo a mí, pero a la gente que tiene estos tesoros, y los utiliza, pueden
ocurrirles cosas realmente raras. Permíteme aconsejarte que seas muy
cuidadoso con el Anillo; puede tener quizás otros poderes además de hacerte
desaparecer a voluntad.
—No entiendo —dijo Frodo.
—Yo tampoco —respondió el mago—. Sólo que anoche me puse a pensar en
el Anillo. No tienes por qué preocuparte, pero sigue mi consejo y úsalo poco a
nada. Al menos te ruego que no lo uses en casos que puedan provocar
comentarios o sospechas. Te repito: guárdalo en secreto y en un sitio seguro.
—¡Cuánto misterio! ¿Qué temes?
—No lo sé muy bien, y por lo tanto no diré más. Hablaré quizá cuando
vuelva. Me voy inmediatamente; así que me despido por ahora. —Se puso de pie.
—¡Así de pronto! —exclamó Frodo—. ¿Por qué? Creí que te quedarías por lo
menos una semana. Gandalf, esperaba tu ay uda.
—Así lo deseaba, pero tuve que cambiar de idea. Quizá me aleje por mucho
tiempo; volveré a verte tan pronto como me sea posible. ¡Cuenta conmigo!
Vendré sin hacer ruido y no a menudo. Creo que me he vuelto bastante
impopular en la Comarca. Dicen que soy un estorbo, un perturbador de la paz.
Por si te interesa, te aviso que algunos hablan de una confabulación entre tú y y o
para quedarnos con las riquezas de Bilbo.
—¡Algunos! —exclamó Frodo—. Quieres decir Otho y Lobelia. ¡Qué
abominables! Les daría Bolsón Cerrado y todo lo demás si pudiera tener otra vez
a Bilbo y salir con él a corretear por los campos. Amo la Comarca, pero
comienzo a lamentar no haber partido con Bilbo. Me pregunto si lo veré otra vez.
—Lo mismo digo —respondió Gandalf—, y me pregunto muchas otras cosas.
¡Adiós, ahora! ¡Cuídate! Búscame sobre todo en los momentos difíciles. ¡Adiós!
Frodo lo acompañó hasta la puerta. Gandalf lo despidió agitando la mano y
desapareció a paso sorprendentemente rápido, aunque Frodo pensó que el viejo
mago estaba más agobiado que de costumbre, como si llevase un gran peso sobre
los hombros. La tarde moría y la figura embozada se perdió en el crepúsculo.
Frodo no volvería a verlo por largo tiempo.
2
La sombra del pasado
La
charla no decreció ni en nueve ni en noventa y nueve días. La segunda
desaparición del señor Bilbo Bolsón se discutió en Hobbiton y en verdad en toda
la Comarca durante un año y un día y se recordó todavía mucho más. Llegó a
ser uno de esos cuentos que cuentan los abuelos para los niños hobbits. Y al fin, el
loco Bolsón, que tenía la costumbre de desaparecer con una detonación y un
relámpago para reaparecer con una detonación y un relámpago para reaparecer
con sacos repletos de oro y alhajas, se convirtió en un personaje legendario que
continuó viviendo cuando y a los hechos verdaderos se habían olvidado del todo.
Pero entretanto, la opinión general en la vecindad era que Bilbo (conocido y a
como un poco chiflado) se había vuelto al fin completamente loco, y había
escapado al mundo desconocido. Allí, sin duda habría caído en un estanque o en
un río, encontrando un fin trágico, aunque nada prematuro. La culpa recay ó casi
toda sobre Gandalf.
« Si por lo menos ese maldito mago lo dejara tranquilo, quizás el joven Frodo
se enderezara, llegando a tener un poco de buen sentido hobbit» , decían. Y
aparentemente el mago lo dejó tranquilo y el joven Frodo se enderezó, pero el
desarrollo del sentido hobbit no era demasiado visible. En efecto, pronto se ganó
fama de extravagante, como Bilbo. Rehusó guardar duelo y al año siguiente dio
una fiesta en honor del centésimo decimosegundo cumpleaños de Bilbo, que
llamó la fiesta de ciento doce libras de peso. Estuvieron lejos de ese número; sólo
veinte invitados y varios banquetes, en los que llovió bebida y nevó comida,
como dicen los hobbits.
Algunos se escandalizaron bastante, pero Frodo siguió celebrando el
cumpleaños de Bilbo, año tras año, hasta que al fin todos se acostumbraron. Frodo
decía que no creía que Bilbo hubiera muerto. Cuando le preguntaban: « ¿Dónde
está entonces?» , se encogía de hombros.
Vivía solo, como había vivido Bilbo; pero tenía muchos buenos amigos,
especialmente entre los hobbits más jóvenes (casi todos descendientes del viejo
Tuk), que de niños habían simpatizado con Bilbo, dentro y fuera de Bolsón
Cerrado. Entre ellos estaban Folco Boffin y Fredegar Bolger, pero sus amigos
íntimos eran Peregrin Tuk (llamado comúnmente Pippin) y Merry Brandigamo,
cuy o nombre verdadero, muy poco recordado, era Meriadoc. Frodo correteaba
con ellos por la Comarca, pero más a menudo vagabundeaba solo, asombrando a
la gente razonable, pues lo vieron muchas veces lejos de la casa, caminando por
las lomas y los bosques, a la luz de las estrellas. Merry y Pippin sospechaban que
visitaba de vez en cuando a los Elfos, continuando la costumbre de Bilbo.
A medida que el tiempo pasaba, la gente comenzó a notar que también Frodo se
« conservaba» bien. Exteriormente tenía la apariencia de un hobbit robusto y
enérgico que apenas había sobrepasado la « veintena» . « Algunos tienen suerte
en todo» , decían; pero cuando Frodo se acercó a los cincuenta años, edad
comúnmente más sobria, la cosa empezó a parecerles rara.
El mismo Frodo, pasada la primera conmoción, encontró bastante agradable
ser su propio amo y el señor Bolsón de Bolsón Cerrado. Durante algunos años fue
feliz y no se preocupó mucho por el futuro. Pero el remordimiento no del todo
consciente de no haber seguido a Bilbo, continuaba creciendo en él. Se descubrió
a veces, especialmente en el otoño, pensando en tierras salvajes, y unas
montañas extrañas que nunca había visto se le aparecieron en sueños.
« Quizás algún día cruzaré el río» , comenzó a decirse; a lo que la otra mitad
de la mente le respondía siempre: « Todavía no.»
Así continuó hasta que pasó los cuarenta y se acercó a su quincuagésimo
cumpleaños. Cincuenta era un número algo significativo (o temible); en todo
caso, a esa edad le había ocurrido a Bilbo aquella aventura. Frodo comenzó a
sentirse intranquilo y los viejos caminos le parecían ahora demasiado trillados.
Estudiaba los mapas y pensaba en lo que habría más allá; los mapas hechos en la
Comarca mostraban en su may oría espacios blancos fuera de las fronteras.
Frodo se acostumbró a vagabundear por campos lejanos, casi siempre solo, por
lo que Merry y otros amigos lo observaban con inquietud. A menudo se le veía
paseando y hablando con extraños caminantes que en ese tiempo comenzaban a
aparecer en la Comarca.
Había rumores de cosas extrañas que ocurrían en el mundo exterior y como
Gandalf no había aparecido, ni había enviado ningún mensaje desde hacía años,
Frodo andaba siempre en busca de noticias. Los Elfos, a quienes se veía muy
raramente en la Comarca, cruzaban los bosques hacia el oeste, al atardecer;
pasaban y no volvían; abandonaban la Tierra Media y y a no les interesaban
aquellos problemas. Había, en cambio, un número insólito de enanos. El antiguo
camino Este-Oeste atravesaba la Comarca hasta los Puertos Grises, y los enanos
habían tomado siempre esa ruta para llegar a las minas de las Montañas Azules.
Eran la principal fuente de noticias de los hobbits acerca de las regiones distantes,
si querían tener alguna noticia; por lo general los viajeros decían poco y los
hobbits no preguntaban mucho. Pero ahora Frodo se encontraba a menudo con
enanos de distintas clases, que venían de las tierras del sur. Estaban preocupados,
y algunos hablaban en voz baja del Enemigo y de la Tierra de Mordor.
Los hobbits sólo conocían ese nombre por ley endas del oscuro pasado, como
una sombra recordada apenas, aunque ominosa e inquietante. Parecía que el
poder maléfico había desaparecido del Bosque Negro gracias a la intervención
del Concilio, pero sólo para reaparecer con poder todavía may or en las viejas
fortificaciones de Mordor. Se decía que la Torre Oscura había sido reedificada.
Desde allí se extendía el poder, a lo largo y a lo ancho y en el lejano este y en el
sur había guerras y crecía el temor. Los orcos se multiplicaban de nuevo en las
montañas. Los trolls estaban en todas partes; y a no eran tontos, sino astutos y
traían armas terribles. Y también se hablaba de criaturas todavía más espantosas,
pero que no tenían nombre.
Poco de esto llegó a oídos de los hobbits comunes, como es natural, pero hasta
los más sordos y los más sedentarios comenzaron a oír cuentos extraños y
aquellos cuy as ocupaciones los llevaban a las fronteras del país veían cosas
curiosas. Las conversaciones en El Dragón Verde, en Delagua, una tarde de
primavera, en el quincuagésimo año de Frodo, demostraron que esos rumores
habían llegado al corazón mismo de la Comarca, aunque la may oría de los
hobbits se los tomaran a risa.
Sam Gamy i estaba sentado en un rincón, cerca del fuego, de frente a Ted
Arenas, el hijo del molinero, y varios rústicos jóvenes escuchaban la
conversación.
—Se oy en cosas extrañas en estos días —dijo Sam.
—Ah —dijo Ted—, las oy es, si escuchas. Pero para escuchar cuentos de
vieja y ley endas infantiles, me quedo en mi casa.
—Sin duda —replicó Sam—, y te diré que en algunos de esos cuentos hay
más verdad de lo que crees. De cualquier modo, ¿quién inventó las historias?
Toma el caso de los dragones.
—No, gracias —dijo Ted—. No lo haré. Oí hablar en otro tiempo cuando era
más joven, pero no hay razón para creer en dragones ahora. Hay un solo dragón
en Delagua y es El Dragón Verde —concluy ó, y todos se rieron.
—Bien —dijo Sam riéndose con los demás—. ¿Pero qué me cuentas de esos
hombres-árboles, esos gigantes, como quizá los llames? Dicen que vieron a uno
may or que un árbol más allá de los páramos del norte no hace mucho tiempo.
—¿Quiénes lo vieron?
—Mi primo Hal, por ejemplo. Trabajaba para el señor Boffin en Sobremonte
y subió a la Cuaderna del Norte a cazar. Él vio uno.
—Dice que lo vio, quizá. Tu Hal siempre dice que ve cosas y quizá vea lo que
no hay.
—Pero éste era del tamaño de un olmo y caminaba dando zancadas de siete
y ardas como si fuese una pulgada.
—Entonces te apuesto a que no era una pulgada. Lo que vio era un olmo, lo
más probable.
—Pero éste caminaba y no hay olmos en los páramos del norte.
—Entonces no vio ninguno —dijo Ted.
Se oy eron risas y aplausos; la audiencia parecía pensar que Ted se había
apuntado un tanto.
—De cualquier modo —replicó Sam—, no puedes negar que otros además de
Hal han visto a gentes extrañas cruzando la Comarca. Cruzando, sí, no lo olvides;
hay muchos que fueron detenidos en la frontera. Los fronteros no estuvieron
nunca tan activos.
—He oído decir que los elfos se mudan al oeste. Dicen que van hacía los
puertos, más allá de Torres Blancas.
Sam hizo un vago ademán con el brazo; ni él ni ningún otro sabía a qué
distancia se encontraba el mar, más allá de los límites occidentales de la
Comarca, pasando las viejas torres, pero una antigua tradición decía que en esa
dirección, muy lejos, estaban los Puertos Grises, donde a veces los barcos de los
elfos se hacían a la mar, para no volver.
—Navegan, navegan, navegan por el Mar; se van al oeste y nos abandonan
dijo Sam, canturreando las palabras, sacudiendo la cabeza triste y
solemnemente.
Pero Ted rió.
—Bueno, eso no es nuevo, si crees en las viejas fábulas. No veo qué pueda
importarnos. ¡Déjalos que naveguen! Pero te aseguro que tú nunca los viste
navegar, ni ningún otro de la Comarca.
—Bueno, no sé —dijo Sam pensativo. Creía haber visto una vez un elfo en los
bosques y todavía esperaba que algún día vería más. De todas las ley endas que
había oído en sus primeros años, algunos fragmentos de cuentos y relatos
recordados a medias que contaban los hobbits sobre los Elfos siempre lo habían
impresionado profundamente—. Hay algunos, aun en aquellos lugares, que
conocen a la Hermosa Gente, de quienes obtienen noticias —dijo—. Además, ahí
está el señor Bolsón, para quien y o trabajo. Me contó que los Elfos salían a
navegar y él algo sabe sobre Elfos y el viejo señor Bilbo sabía más aún; son
muchas las charlas que tuve con él cuando era chico.
—Oh, los dos están chiflados —dijo Ted—. Al menos el viejo Bilbo estaba
chiflado y Frodo va en camino de estarlo. Si ésa es la fuente de tus noticias, no
llegarás muy lejos. Bien, amigos, me voy a casa. ¡A vuestra salud! —Apuró el
vaso y se fue ruidosamente.
Sam se quedó sentado y no dijo nada más. Tenía tantas cosas en que pensar.
Por una parte, había muchísimo que hacer en el jardín de Bolsón Cerrado; al día
siguiente tendría una jornada de mucho trabajo, si el tiempo mejoraba. La hierba
crecía rápidamente. Pero no era el cuidado del jardín lo que preocupaba a Sam.
Al cabo de un rato suspiró, se levantó y se fue.
Era a comienzos de abril y el cielo aclaraba ahora, luego de un copioso
chaparrón. El sol se había puesto y la tarde fría y pálida desaparecía fundiéndose
en la noche. Sam regresó bajo las primeras estrellas; cruzó Hobbiton y fue colina
arriba, silbando suave y pensativamente.
Gandalf reapareció justamente entonces, al cabo de una larga ausencia. Había
estado fuera tres años, luego del banquete; después visitó brevemente a Frodo y
partió una vez más. Durante uno o dos años había vuelto bastante a menudo;
llegaba inesperadamente de noche y partía sin aviso antes del alba. No hablaba
de sus viajes y ocupaciones y le interesaban sobre todo los pequeños
acontecimientos relacionados con la salud y las actividades de Frodo.
De pronto las visitas se interrumpieron y hacía y a casi nueve años que Frodo
no veía ni oía a Gandalf. Comenzaba a pensar que el mago no volvería y que
habría perdido todo interés por los hobbits. Pero aquella tarde, mientras Sam
regresaba caminando y la luz del crepúsculo se apagaba poco a poco, Frodo oy ó
en la ventana del estudio un golpe familiar.
Sorprendido y encantado, dio la bienvenida al viejo amigo. Se observaron un
instante.
—¿Todo bien, no? —preguntó Gandalf—. ¡Estás siempre igual, Frodo!
—Lo mismo que tú —replicó Frodo, aunque le parecía que Gandalf estaba
más viejo y agobiado.
Le pidió noticias de él mismo y el ancho mundo y pronto estuvieron metidos
en una conversación que se prolongó hasta altas horas de la noche.
A la mañana siguiente, luego de un desay uno tardío, el mago se sentó junto a la
ventana abierta del estudio. Un fuego brillante ardía en el hogar, aunque el sol era
cálido y el viento soplaba del sur. Todo parecía fresco: el verde nuevo de la
primavera asomaba en los campos y en las y emas de los árboles.
Gandalf recordaba otra primavera, unos ochenta años atrás, cuando Bilbo
había partido de Bolsón Cerrado sin llevarse ni siquiera un pañuelo. El mago tenía
el cabello más blanco ahora y la barba y las cejas quizá más largas y la cara
más marcada por las preocupaciones y la experiencia, pero los ojos le brillaban
como siempre y fumaba haciendo anillos de humo con el vigor y el placer de
antaño.
Fumaba ahora en silencio y Frodo estaba allí sentado y muy quieto,
ensimismado. Aun a la luz de la mañana sentía la sombra oscura de las noticias
que Gandalf había traído. Al fin quebró el silencio.
—Gandalf, anoche empezaste a contarme cosas extrañas sobre mi Anillo —
dijo—, y en seguida callaste diciendo que tales asuntos era mejor ventilarlos a la
luz del día. ¿No piensas que sería mejor terminar la conversación ahora? Me has
dicho que el Anillo es peligroso; mucho más peligroso de lo que creo. ¿En qué
sentido?
—En muchos sentidos —respondió el mago—. Es mucho más poderoso de lo
que me atreví a pensar en un comienzo, tan poderoso que al fin puede llegar a
dominar a cualquier mortal que lo posea. El Anillo lo poseería a él.
» En tiempos remotos fueron fabricados en Eregion muchos anillos de elfos,
anillos mágicos como vosotros los llamáis; eran, por supuesto, de varias clases,
algunos más poderosos y otros menos. Los menos poderosos fueron sólo ensay os,
anteriores al perfeccionamiento de este arte: bagatelas para los herreros de los
elfos, aunque a mi entender peligrosos para los mortales. Pero los realmente
peligrosos eran los Grandes Anillos, los Anillos de Poder.
» Un mortal que conserve uno de los Grandes Anillos no muere, pero no
crece ni adquiere más vida. Simplemente continúa hasta que al fin cada minuto
es un agobio. Y si lo emplea a menudo para volverse invisible, se desvanecerá, se
transformará al fin en un ser perpetuamente invisible que se paseará en el
crepúsculo bajo la mirada del Poder Oscuro, que rige los Anillos. Sí, tarde o
temprano (tarde, si es fuerte y honesto, pero ni la fortaleza ni los buenos
propósitos duran siempre), tarde o temprano el Poder Oscuro lo devorará.
—¡Qué aterrador! —dijo Frodo.
Hubo otro largo silencio. Sam Gamy i cortaba el césped en el jardín y el
sonido subía hasta el estudio.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? —preguntó Frodo por último—. ¿Cuánto
sabía Bilbo?
—Bilbo no sabía más de lo que te dijo; estoy seguro —respondió Gandalf—.
Ciertamente, nunca te habría dejado algo si hubiera pensado que podía hacerte
daño, aunque y o le prometiera cuidarte. Pensaba que el Anillo era muy hermoso
y útil en caso de necesidad, y que si había allí algo raro o que andaba mal era él
mismo. Dijo que el Anillo le ocupaba cada vez más la mente, cosa que lo
inquietaba; pero no sospechaba que el Anillo fuera el único culpable, aunque
había descubierto que necesitaba que lo vigilaran, pues no siempre parecía tener
el mismo tamaño y el mismo peso; se encogía o crecía de manera curiosa y de
pronto podía deslizarse fuera del dedo.
—Sí, me lo recomendó en su última carta —dijo Frodo—; por eso no lo saco
de la cadena.
—Muy prudente —dijo Gandalf—. Pero en cuanto a su larga vida, Bilbo
nunca la relacionó con el Anillo; se atribuy ó todo el mérito y estaba muy
orgulloso, aunque cada vez más inquieto y molesto. Delgado y estirado, decía.
Señal de que el Anillo lo estaba dominando.
—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? preguntó Frodo de nuevo.
—¿Saber? He sabido muchas cosas que sólo saben los sabios, Frodo. Pero si te
refieres a lo que sé de este Anillo en particular, bueno, todavía no sé, podría decir.
Me falta una última prueba. Pero y a no pongo en duda mis sospechas.
» ¿Cuándo empecé a sospechar? —musitó Gandalf, recordando—. Espera…
fue el año en que el Concilio Blanco expulsó al Poder Oscuro del Bosque Negro,
poco antes de la batalla de los Cinco Ejércitos, cuando Bilbo encontró el Anillo. El
corazón se me ensombreció entonces, aunque sin saber todavía cuáles eran mis
verdaderos temores. Me preguntaba a menudo cómo Gollum había obtenido un
Gran Anillo, de un modo tan simple… Esto fue claro desde el principio. Después
oí la extraña historia de Bilbo acerca de cómo lo había "ganado", y no pude
creerlo. Cuando al fin le saqué la verdad, entendí en seguida que había estado
defendiendo sus derechos al Anillo. Algo parecido a la explicación de Gollum:
"un regalo de cumpleaños". Las mentiras eran demasiado semejantes, a mi
juicio, y al fin entendí: el Anillo tenía un poder nocivo que actuaba
inmediatamente sobre su dueño. Fue para mí el primer aviso de que las cosas no
andaban bien. A menudo le dije a Bilbo que era mejor no usar esos Anillos. Pero
se ofendió y no tardó en enojarse. No había muchas otras cosas que y o pudiera
hacer. Era imposible quitárselo sin causarle un daño may or y y o tampoco tenía
derecho a hacerlo, de todos modos. Sólo me restaba esperar y observar. Quizá
debía haber consultado a Saruman el Blanco, pero algo me detenía siempre.
—¿Quién es? —preguntó Frodo—. Nunca lo oí nombrar.
—Quizá no —respondió Gandalf—. Nunca tuvo ninguna relación con los
hobbits. Aunque es un grande entre los Sabios, el jefe de mi orden, el principal
del Concilio. Tiene profundos conocimientos y un orgullo que ha crecido a la par
y se toma a mal cualquier intrusión. Ha estudiado mucho la ciencia de los Anillos
de los elfos y ha buscado largo tiempo los secretos perdidos de la fabricación de
los Anillos; pero cuando se debatió el asunto en el Concilio lo que accedió a
revelarnos casi borró del todo mis temores. Mis dudas se echaron a dormir, pero
con un sueño intranquilo. Continué observando y esperando.
» Todo parecía desarrollarse normalmente con Bilbo; los años pasaron; sí,
pasaron y parecía que no lo tocaban. Bilbo no mostraba signos de vejez; la
sombra cay ó sobre mí nuevamente, pero me dije: "Al fin y al cabo desciende
por línea materna de una familia de longevos; hay tiempo aún. ¡Espera!"
» Y esperé hasta la noche en que Bilbo dejó esta casa. Bilbo dijo e hizo cosas
entonces que me llenaron de un temor que ni las palabras de Saruman hubiesen
podido calmar. Supe así que algo oscuro y mortal estaba operando y me he
pasado la may oría de estos años tratando de descubrir la verdad.
—No hubo ningún daño permanente, espero —inquirió Frodo con ansiedad—.
Se pondrá bien con el tiempo, ¿no es así? Quiero decir, podrá descansar en paz,
¿no es cierto?
—Se sintió mejor inmediatamente —contestó Gandalf—. Pero hay un Poder
en este mundo que lo sabe todo acerca de los Anillos y sus efectos y no hay
poder conocido que lo sepa todo respecto de los hobbits. Entre los Sabios soy el
único que estudia la ciencia hobbit: una oscura rama del conocimiento, pero
colmada de raras sorpresas. Hay hobbits blandos como manteca, y otros
resistentes como viejas raíces de árbol. Creo sinceramente que algunos podrían
resistir a los Anillos mucho más de lo que la may oría de los Sabios supone. No te
preocupes por Bilbo.
» Por supuesto, tuvo el Anillo muchos años y lo usó; la influencia tardará
entonces algún tiempo en desaparecer, antes que pueda verlo de nuevo sin que le
haga daño, por ejemplo. Hubiera podido seguir viviendo así largos años y muy
feliz; la influencia se detuvo cuando se libró del Anillo; y él mismo decidió
dejarlo, no lo olvides. No, y a no me inquieto por el querido Bilbo, que resolvió
terminar con el Anillo. Eres tú quien me hace sentir responsable. Desde la partida
de Bilbo me he interesado profundamente en ti y en todos estos encantadores,
absurdos y desvalidos hobbits. Si el Poder Oscuro se apoderase de la Comarca,
sería un doloroso golpe para el mundo; si vuestros amables, alegres, estúpidos
Bolger, Corneta, Boffin, Ciñatiesa y los demás, sin mencionar a los ridículos
Bolsón, fuesen esclavizados…
—¿Pero por qué nos esclavizaría? —preguntó Frodo estremeciéndose—. ¿Y
para qué querría esos esclavos?
—Te diré la verdad —replicó Gandalf—; creo que hasta ahora, « hasta
ahora» , grábalo en tu mente, el Poder Oscuro ha pasado por alto la existencia de
los hobbits. Tendríais que estar agradecidos, pero vuestra seguridad es y a cosa del
pasado. El Poder no os necesita: tiene sirvientes mucho más útiles, pero y a no
olvidará a los hobbits. Le agradaría más verlos como esclavos miserables, que
felices y libres. ¡En todo esto hay maldad y venganza!
—¡Venganza! ¿Venganza de qué? Todavía no entiendo qué tiene que ver todo
esto con Bilbo, conmigo y con nuestro Anillo.
—Todo tiene que ver —dijo Gandalf—. Todavía no sabes en qué peligro te
encuentras. Yo tampoco estaba seguro la última vez que vine, pero ha llegado la
hora de hablar. Dame el Anillo un momento.
Frodo lo sacó del bolsillo del pantalón, donde lo guardaba enganchado a una
cadena que le colgaba del cinturón. Lo soltó y se lo alcanzó lentamente al mago.
El Anillo se hizo de pronto muy pesado, como si él mismo o Frodo no quisiesen
que Gandalf lo tocara.
Gandalf lo sostuvo. Parecía de oro puro y sólido.
—¿Puedes ver alguna inscripción? —preguntó a Frodo.
—No —dijo Frodo—, no hay ninguna. Es completamente liso y no tiene
ray as ni señales de uso.
—Bien, ¡entonces mira!
Ante la sorpresa y zozobra de Frodo el mago arrojó el Anillo al fuego. Frodo
gritó y buscó las tenazas, pero Gandalf lo retuvo.
—¡Espera! —le ordenó con voz autoritaria, echando a Frodo una rápida
mirada desde debajo de unas erizadas cejas.
No hubo en el Anillo ningún cambio aparente. Un momento después Gandalf
se levantó, cerró los postigos y corrió las cortinas. La habitación se oscureció, se
hizo un silencio y se oy ó el ruido de las tijeras de Sam, ahora cerca de la
ventana. El mago se quedó unos minutos mirando el fuego; luego se inclinó, sacó
el Anillo con las tenazas, poniéndolo sobre la chimenea y en seguida lo tomó con
los dedos. Frodo ahogó un grito.
—Está completamente frío —dijo Gandalf—. ¡Tómalo!
Frodo lo recibió con mano temblorosa; parecía más pesado y macizo que
nunca.
—¡Álzalo! —ordenó Gandalf—, y míralo muy de cerca.
Frodo lo alzó y miró y vio líneas finas, más finas que los más finos rasgos de
pluma y que corrían a lo largo del Anillo, en el interior y el exterior: líneas de
fuego, como los caracteres de una fluida escritura. Brillaban con una penetrante
intensidad, pero con una luz remota, que parecía venir de unas profundidades
abismales.
—No puedo leer las letras ígneas —dijo Frodo con voz trémula.
—No —dijo Gandalf—, pero y o sí; son antiguos caracteres élficos. El idioma
es el de Mordor, que no pronunciaré aquí. Esto es lo que dice en la lengua común,
en una traducción bastante fiel.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.
» Sólo dos versos de una estrofa muy conocida en la tradición élfica:
Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo
Siete para los Señores Enanos en palacios de piedra.
Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Gandalf hizo una pausa y luego dijo lentamente, con voz profunda:
—Este es el Dueño de los Anillos, el Anillo Único que los gobierna. Este es el
Anillo Único que el Señor Oscuro perdió en tiempos remotos, junto con parte de
su poder. Lo desea terriblemente, pero es necesario que no lo consiga.
Frodo se sentó en silencio, inmóvil: el miedo parecía extender una mano
enorme, como una vasta nube oscura que se levantaba en oriente y que y a iba a
devorarlo.
—¡Este anillo! —farfulló—. ¿Cómo ray os vino a mí?
—¡Ah! —dijo Gandalf—. Es una historia muy larga. Sólo los maestros de la
tradición la recuerdan, pues comienza en los Años Negros. Si tuviera que
contártelo todo, nos quedaríamos aquí sentados hasta que acabe el invierno y
empiece la primavera.
» Ay er te hablé de Sauron el Grande, el Señor Oscuro. Los rumores que has
oído son ciertos. En efecto, ha aparecido nuevamente y luego de abandonar sus
dominios en el Bosque Negro, ha vuelto a la antigua fortaleza en la Torre Oscura
de Mordor. Hasta vosotros, los hobbits, habéis oído el nombre, como una sombra
que merodea en las viejas historias. Siempre después de una derrota y una
tregua, la Sombra toma una nueva forma y crece otra vez.
—Espero que no suceda en mi época —dijo Frodo.
—También y o lo espero —dijo Gandalf—, lo mismo que todos los que viven
en este tiempo. Pero no depende de nosotros. Todo lo que podemos decidir es qué
haremos con el tiempo que nos dieron. Y y a, Frodo, nuestro tiempo ha
comenzado a oscurecerse. El enemigo se fortalece rápidamente y hace planes
todavía no maduros, pero que están madurando. Tenemos mucho que hacer.
Tendremos mucho que hacer aun cuando no mediara ese riesgo espantoso.
» Al enemigo todavía le falta algo que le dé poder y conocimientos
suficientes para vencer toda resistencia, derribar las últimas defensas y cubrir
todas las tierras con una segunda oscuridad: la posesión del Anillo Único.
» Los Señores elfos le ocultaron los Tres Anillos, los más perfectos de todos y
él nunca los tocó o los mancilló. Los Rey es Enanos poseían siete, de los cuales
pudo recuperar tres; los otros los devoraron los dragones. Les dio nueve a los
Hombres Mortales, orgullosos y espléndidos: así los engañó. Hace tiempo fueron
dominados por el Único y se volvieron Espectros del Anillo, sombras bajo la gran
Sombra, los sirvientes más terribles. Hace tiempo. Pasaron años desde que los
Nueve se fueron lejos y sin embargo, ¿quién sabe? La Sombra crece otra vez y
ellos pueden volver, y volverán. Pero no hablaremos de esas cosas ni siquiera en
una mañana de la Comarca.
» En resumen: ha conseguido reunir los Nueve. También los Siete, a menos
que hay an sido destruidos. Los Tres permanecen todavía ocultos, pero eso y a no
le interesa. Sólo necesita el Único, pues lo fabricó él mismo, es suy o y en él dejó
gran parte del poder que tenía anteriormente, cuando gobernaba a todos los otros.
Si lo recupera los dominará otra vez, donde se encuentren y hasta los Tres y todo
aquello que se hay a hecho con estos Anillos desaparecerá del todo y él será más
fuerte que nunca.
» Este es el terrible peligro, Frodo. Crey ó que el Único había sido destruido,
que los elfos lo habían destruido, como tendría que haber sucedido en realidad.
Ahora sabe que no fue así y que lo encontraron hace un tiempo. Así que no hace
otra cosa que buscarlo y buscarlo, incesantemente. Vive de esa esperanza y esa
esperanza es nuestro temor.
—¿Por qué, por qué no lo destruy eron? —exclamó Frodo—. ¿Cómo el
enemigo pudo perderlo, si era tan poderoso y tan valioso para él? —Apretó el
Anillo en la mano, como si y a viera unos dedos oscuros que se alargaban para
robárselo.
—Se lo quitaron —respondió Gandalf—. El poder de resistencia de los Elfos
era may or mucho tiempo atrás; y no todos los Hombres se habían apartado de
ellos. Los Hombres de Oesternesse acudieron entonces a ay udarlos. Este es un
capítulo de historia antigua que sería bueno recordar, pues en aquella época había
también aflicción y oscuridad crecientes pero había asimismo mucho valor y
grandes hazañas que no fueron totalmente vanas. Quizás algún día te contaré toda
la historia o la oirás por boca de alguien que la conozca mejor.
» Por el momento, pues, necesitas saber sobre todo cómo el Anillo llegó aquí,
lo que es bastante, no diré más. Fueron Gil-Galad, el Rey de los Elfos, y Elendil,
de Oesternesse, quienes derrocaron a Sauron, aunque murieron en la lucha. El
hijo de Elendil, Isildur, cortó el Anillo de la mano de Sauron y se quedó con él.
Sauron fue vencido; el espíritu desapareció, ocultándose por muchos años, hasta
que la Sombra tomó nueva forma en el Bosque Negro.
» Pero el Anillo se había perdido. Cay ó a las aguas del Río Grande, el Anduin.
Desapareció cuando Isildur, que iba hacia el norte siguiendo la margen este del
río, fue asaltado por los Orcos de la Montaña, cerca de los Campos Gladios. Los
Orcos de la Montaña mataron a casi toda su gente. Isildur se zambulló en las
aguas, el Anillo se le salió del dedo mientras nadaba, y los enemigos lo vieron, y
lo mataron a flechazos.
Gandalf hizo una pausa.
—Allí, en los lagos oscuros, en medio de los Campos Gladios —continuó—, el
Anillo murió para la tradición y la ley enda. Ahora sólo unos pocos conocen la
historia, y el mismo Concilio de los Sabios no pudo descubrir más, pero al fin sé
cómo continúa.
—Mucho después, pero aún en un pasado remoto, vivía junto a las márgenes
del Río Grande, en los límites de las Tierras Ásperas, una gente pequeña,
sedentaria y diestra. Creo que eran de raza hobbit emparentados con los padres
de los padres de los Fuertes, pues amaban el río y a menudo nadaban en él, o
construían pequeños botes de juncos. Había entre ellos una familia de gran
reputación, por ser más numerosa y más rica que la may oría, encabezada por
una abuela austera y docta en cuestiones tradicionales. El más preguntón y
curioso de esa familia se llamaba Sméagol. Se interesaba en las raíces y orígenes
subterráneos; se zambullía en lagos profundos, cavaba bajo los árboles y plantas
y abría túneles en los montículos verdes. Un día dejó de mirar hacia arriba, a la
cima de las montañas, las hojas de los árboles o las flores que se elevaban en el
aire; llevaba la cabeza y los ojos vueltos siempre hacia abajo.
» Sméagol tenía un amigo, Déagol, muy parecido, aunque de mirada más
aguda y no tan fuerte y rápido. En una ocasión tomaron un bote y fueron a los
Campos Gladios donde crecían matorrales de lirios y junquillos. Una vez allí,
Sméagol comenzó a curiosear por las márgenes, mientras Déagol permanecía
sentado en el bote, pescando. De repente un pez grande picó el anzuelo y antes de
darse cuenta de lo que ocurría, Déagol se vio arrastrado al agua, hasta el fondo.
Se dejó llevar, porque crey ó ver algo brillante allá en el fondo del río y
conteniendo la respiración extendió la mano y lo alcanzó. Luego salió a la
superficie, chorreando, con hierbas en los cabellos y un puñado de barro y nadó
hacia la orilla. Se quitó el barro de la mano y, oh qué era aquello, un hermoso
anillo de oro que brillaba y centelleaba a la luz y le alegraba el corazón. Sméagol
había estado observándolo desde detrás de un árbol y mientras Déagol se
deleitaba mirando el anillo, se le acercó en silencio.
» "Dámelo, Déagol, mi querido", dijo Sméagol por sobre el hombro de su
amigo.
» "¿Por qué?"
» "Porque es mi cumpleaños, querido, y lo quiero para mí", respondió
Sméagol.
» "No me importa", contestó Déagol. "Ya te di un regalo; más de lo que estaba
a mi alcance. El anillo lo encontré y o y me lo guardaré."
» "¿De veras, querido?", dijo Sméagol y tomó a Déagol por la garganta y lo
estranguló, pues el oro era brillante y hermoso. Luego se puso el Anillo en el
dedo.
» Nadie pudo descubrir qué había sido de Déagol. Había sido asesinado lejos
de la casa y el cadáver estaba bien escondido. Sméagol volvió solo y descubrió
que la familia no podía verlo, cuando tenía puesto el Anillo. El hallazgo lo
entusiasmó y ocultó el Anillo empleándolo para descubrir secretos y poniendo
este conocimiento al servicio de fines torcidos y maliciosos. Alcanzó a tener ojo
avizor y oído alerta para todo lo que fuera dañino. El Anillo le había dado poder,
de acuerdo con su talla moral. Se hizo muy impopular y los parientes se
mantenían apartados (cuando él era visible). Lo pateaban y él les mordía los pies.
Se acostumbró a robar y andar de aquí para allá, murmurando entre dientes y
gorgoteando y por eso lo llamaron Gollum. Lo maldijeron y le ordenaron que se
fuera lejos. La abuela, deseando tener paz, lo expulsó de la familia y lo echó de
la cueva.
» Gollum anduvo vagabundo y a solas, lloriqueando por la crueldad del
mundo; remontó el río hasta un arroy o que fluía de las montañas y siguió esa
dirección. Pescó en lagos profundos con dedos invisibles y se comió los pescados
crudos. Un día de mucho calor, estando agachado junto a un lago sintió que algo
le quemaba la nuca y que una luz deslumbrante que venía del agua le lastimaba
los ojos húmedos. Se preguntó qué sería eso, pues casi se había olvidado del sol.
Por última vez miró hacia arriba y lo amenazó con el puño.
» Cuando bajó los ojos, vio en la lejanía las cimas de las Montañas Nubladas
de donde nacía el arroy o, y pensó de pronto: "Bajo aquellas montañas habrá
fresco y sombra. El sol no podrá mirarme allí. Las raíces de esas montañas
tienen que ser verdaderas raíces. Hay allí sin duda grandes secretos enterrados
que nadie ha descubierto todavía."
» Gollum viajó pues durante la noche hacia las Tierras Altas y allí encontró
una pequeña caverna de la que salía el arroy o sombrío. Fue abriéndose paso
como un gusano hacia el corazón de las colinas y desapareció para el mundo. El
Anillo bajó con él a las sombras y ni siquiera aquel que lo había fabricado,
cuando recobró de nuevo el poder, pudo averiguar qué había ocurrido.
—¡Gollum! —exclamó Frodo—; ¿Gollum? ¿Quieres decir que es el mismo
Gollum que Bilbo encontró? ¡Qué espanto!
—Me parece que es una historia triste —dijo el mago—, que podría haberle
sucedido a otros, aun a algunos hobbits que he conocido.
—No puedo creer que Gollum estuviera emparentado con los hobbits, ni de
lejos —dijo Frodo acalorado—. ¡Qué abominable idea!
—De todos modos es verdad —replicó Gandalf—. Sobre los orígenes de los
hobbits, al menos, creo saber más que ellos mismos. Hasta la historia de Bilbo
sugiere de algún modo ese parentesco; en el fondo de los pensamientos y la
memoria tenían muchas cosas parecidas y se entendían de modo notable; mucho
mejor de lo que un hobbit podía entenderse, por ejemplo, con un enano, con un
orco, o hasta con un elfo. Piensa para empezar en los enigmas que los dos
conocían.
—Sí —dijo Frodo—, aunque otros pueblos además de los hobbits tienen
enigmas semejantes y los hobbits no trampean. Gollum trampeaba siempre,
trataba de sorprender descuidado al pobre Bilbo y no me cabe duda de que se
regocijaba en su maldad proponiendo un juego que terminaría dejándole una
víctima fácil y que en caso de derrota no le haría ningún daño.
—Me temo que sea demasiado cierto —dijo Gandalf—, pero pienso que en
todo esto había algo más que tú todavía no ves y es que Gollum no estaba
totalmente perdido. Había demostrado tener una resistencia que nadie hubiera
adivinado, ni siquiera los sabios; como podía tenerla un hobbit. En la mente de
Gollum había un rinconcito que aún le pertenecía y en el que penetraba la luz
como por un resquicio en las tinieblas: la luz que venía del pasado. Era realmente
agradable, me parece, escuchar de nuevo una verdadera voz, que despertaba
recuerdos del viento, de los árboles, del sol sobre los pastos y otras cosas
olvidadas.
» Claro está, todo esto irritaría todavía más en última instancia la parte
malvada de Gollum; a menos que alguien pueda dominarla, a menos que alguien
lo cure. —Gandalf suspiró—: ¡Ay ! Le doy pocas esperanzas. Aunque no ninguna
esperanza. No, aunque hay a tenido el Anillo tanto tiempo que él mismo y a no
recuerda desde cuándo. Pues no lo usaba desde hacía mucho; no lo necesitaba en
la impenetrable oscuridad. Por cierto, no se ha "desvanecido". Es delgado y
fuerte todavía, pero aquella cosa estaba carcomiéndose la mente y el tormento
se había vuelto casi insoportable.
» Todos los "grandes secretos" escondidos en las montañas sólo habían sido
noche vacía; no había nada más que descubrir, nada que valiera la pena, salvo
sórdidas comidas furtivas y recuerdos de agravios. Se sentía completamente
desdichado, odiaba la oscuridad y más aún la luz; odiaba todo, pero lo que más
odiaba era el Anillo.
—¿Qué quieres decir? —dijo Frodo—. ¿No era su tesoro y lo único que le
importaba de veras? Y si lo odiaba ¿por qué no se deshacía de él, o se iba,
dejándolo allí?
—Tendrás que empezar a entender, Frodo, después de todo lo que has oído —
respondió Gandalf—. Lo odiaba y lo amaba, como se odiaba y se amaba a sí
mismo. No podía deshacerse de él, pues no era y a cuestión de voluntad.
» Un Anillo de Poder se cuida solo, Frodo. Puede deslizarse traidoramente
fuera del dedo, pero el dueño no lo dejará nunca. Tendrá alguna vez la idea de
pasárselo a otro, pero esto sólo al principio, cuando el poder comienza a
manifestarse. Pero, que y o sepa, en toda la historia del Anillo sólo Bilbo fue
capaz de ir más allá de la idea y llevarla a cabo. Necesitó de toda mi ay uda. Y
aun así, nunca hubiese dejado el Anillo, nunca se hubiera librado de él. No fue
Gollum, Frodo, sino el Anillo mismo el que decidió. El Anillo abandonó a Gollum.
—Justo para encontrarse con Bilbo —dijo Frodo—. ¿Un orco no le hubiera
convenido más?
—No es asunto de risa —dijo Gandalf—. No para ti. Fue el acontecimiento
más extraño en toda la historia del Anillo: la llegada de Bilbo en ese momento y
que pusiera la mano sobre él, ciegamente, en la oscuridad.
» Había más de un poder actuando allí, Frodo. El Anillo trataba de volver a su
dueño. Se había escapado de la mano de Isildur, traicionándolo; cuando tuvo la
oportunidad se apoderó del pobre Déagol, que fue asesinado y después de
Gollum, a quien devoró. Ya no podía utilizar más a Gollum, demasiado pequeño
y vil, y mientras tuviera el Anillo no dejaría nunca aquellas aguas profundas.
Ahora que el dueño despertaba una vez más y transmitía oscuros pensamientos
desde el Bosque Negro, el Anillo abandonó a Gollum; para caer en manos de la
persona más inverosímil: Bilbo de la Comarca.
» Detrás de todo esto había algo más en juego, y que escapaba a los
propósitos del hacedor del Anillo: no puedo explicarlo más claramente sino
diciendo que Bilbo estaba destinado a encontrar el Anillo, y no por voluntad del
hacedor. En tal caso, tú también estarías destinado a tenerlo. Quizá la idea te
ay ude un poco.
—No —dijo Frodo—, aunque no estoy seguro de entenderte. Pero ¿cómo has
sabido todo esto sobre el Anillo y sobre Gollum? ¿Lo sabes realmente o te lo
imaginas?
Gandalf miró a Frodo, y le brillaron los ojos.
—Sabía mucho y he aprendido más, pero no te daré cuenta a ti de todo lo que
hago. Los Sabios conocen bien la historia de Elendil, Isildur y el Anillo Único. Tu
Anillo ha demostrado ser el Único por la inscripción en letras de fuego, aparte de
toda otra evidencia.
—¿Cuándo lo descubriste? —interrumpió Frodo.
—Justo ahora, en esta habitación —respondió el mago con brusquedad—.
Esperaba descubrirlo. He vuelto de viajes tenebrosos y largas búsquedas para
hacer esta prueba final. Es la última y ahora todo está demasiado claro.
Descifrar la parte de Gollum y meterla en la historia me exigió cierto esfuerzo.
Puede, en un principio, haber comenzado con suposiciones sobre Gollum, pero
y a no supongo más. Lo sé, pues lo he visto.
—¿Has visto a Gollum? —exclamó Frodo asombrado.
—Sí. No había otra cosa que hacer, evidentemente, y sólo faltaba saber si era
posible. Lo busqué mucho y al fin lo encontré.
—Entonces ¿qué ocurrió después de la huida de Bilbo? ¿Lo sabes?
—No tan claramente. Lo que te he contado es lo que conseguí sacarle a
Gollum, aunque no fueron las mismas palabras. Gollum es un mentiroso y hay
que desbrozar lo que dice. Por ejemplo, llamó al Anillo « regalo de
cumpleaños» , una y otra vez. Dijo que se lo había dado su abuela, quien tenía
montones de cosas hermosas parecidas: una historia absurda. No dudo de que la
abuela de Sméagol fuese una matriarca, una gran persona, a su manera; pero es
disparatado decir que tenía muchos Anillos de los elfos, y que los regalaba a los
parientes. Sin embargo, en esta mentira había un grano de verdad.
» El asesinato de Déagol obsesionaba a Gollum, por lo que inventó una
defensa y se la contaba a su "tesoro" una y otra vez, mientras roía huesos en la
oscuridad, hasta que casi llegó a creerla. Era su cumpleaños; Déagol tenía que
darle el Anillo; había aparecido para ser un regalo; era su regalo de cumpleaños,
etcétera.
» Lo soporté tanto como pude, pero la verdad era desesperadamente
importante y por fin tuve que mostrarme duro. Puse en él el miedo del fuego y le
saqué la verdadera historia, poco a poco, muy a disgusto y entre lloriqueos y
rezongos. Gollum se veía a sí mismo como una víctima incomprendida. Pero
cuando por último me contó su historia, incluy endo el juego de los enigmas y la
huida de Bilbo, no quiso decir nada más, fuera de unas vagas alusiones. Había en
él otro temor, más grande que el que y o le inspiraba. Murmuró que recobraría lo
que era suy o. Demostraría a la gente que no toleraba que lo trataran a
empujones, lo arrastraran a un agujero y luego le robaran. Gollum tenía ahora
buenos y poderosos amigos. Lo ay udarían y Bolsón pagaría su culpa. Esta era la
obsesión de Gollum; odiaba a Bilbo y maldecía su nombre. Y además sabía de
dónde era Bilbo.
—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Frodo.
—En cuanto al nombre, se lo dijo Bilbo mismo, muy tontamente. Luego no le
fue difícil averiguar de qué país venía Bilbo; una vez que salió a la luz. Pues se
atrevió a salir. El deseo de recobrar el Anillo era más fuerte que su temor a los
orcos y a la luz. Pasó un año o dos y dejó las montañas. Como ves, aunque
dominado por el deseo del Anillo, y a no pensaba que lo devoraban; comenzó a
revivir un poco. Se sentía viejo, muy viejo, aunque menos tímido y con mucha
hambre. Seguía y seguirá temiendo la luz del sol y de la luna; pero era astuto y
supo esconderse de la luz del día y del fulgor de la luna y abrirse camino veloz y
calladamente en lo profundo de la noche con pálidos ojos fríos para atrapar a
pequeñas criaturas asustadizas o incautas. La nueva alimentación y el nuevo aire
le dieron fuerza y audacia. Se encaminó hacia el Bosque Negro, como podía
esperarse.
—¿Es allí donde lo encontraste? —preguntó Frodo.
—Sí, lo vi allí —respondió Gandalf—, pero antes Gollum había andado
mucho, siguiendo el rastro de Bilbo. Era muy difícil enterarse de algo por boca
de Gollum, pues se interrumpía constantemente con maldiciones y amenazas.
"¿Qué tenía en los bolsillos?", repetía. "Yo no podía decírselo, no, mi tesoro. Fue
un engaño y no una pregunta limpia. Sí, me engañó desde el principio. Quebrantó
las reglas. Teníamos que haberle roto los huesos allí mismo. Sí, mi tesoro. ¡Y lo
haremos, mi tesoro!"
» Esta es una muestra de su charla; supongo que no querrás más. Lo oí
durante días enteros. Pero a través de ciertas alusiones que dejó escapar entre
gruñidos, saqué en limpio que sus fatigados pies lo habían llevado por fin a
Esgarot y hasta las calles del valle, donde observó y escuchó en secreto. La
noticia de los grandes acontecimientos había corrido por todas las Tierras
Ásperas, donde muchos conocían el nombre de Bilbo y sabían de dónde había
venido. No habían guardado en secreto nuestro viaje de regreso al oeste; los
agudos oídos de Gollum pronto oy eron lo que querían oír.
—Entonces, ¿por qué no siguió persiguiendo a Bilbo? —preguntó Frodo—.
¿Por qué no llegó a la Comarca?
—Ah —respondió Gandalf—, ese es el punto. Creo que Gollum lo intentó;
partió y volvió al oeste, hasta Río Grande, pero se desvió. Estoy seguro de que no
lo acobardó la distancia. No, algo distinto lo llevó a otra parte. Así piensan los
amigos a quienes les pedí que lo siguieran.
» Los elfos de los bosques fueron los primeros en rastrearlo; tarea fácil para
ellos, pues las huellas de Gollum estaban todavía frescas. Atravesaron el Bosque
Negro y volvieron, pero nunca lo alcanzaron. En el bosque corrían muchos
rumores sobre él, historias terribles, aun entre los pájaros y las bestias. Los
Hombres del Bosque hablaban de un nuevo terror, un fantasma que bebía sangre,
que se subía a los árboles en busca de nidos, que se arrastraba por las cuevas en
busca de niños, que se deslizaba por las ventanas en busca de cunas.
» En el límite occidental del Bosque Negro las huellas se desviaban. Iban
hacia el sur y se perdían fuera del dominio de los elfos. Y entonces cometí un
gran error. Sí, Frodo; y no el primero, aunque me temo que el peor de todos.
Abandoné el asunto; lo dejé ir a Gollum, pues tenía otras cosas en que pensar y
confiaba todavía en la sabiduría de Saruman.
» Bueno, esto sucedió hace muchos años. Desde entonces he pagado mi error
con días oscuros y peligrosos. El rastro se había borrado hacía mucho cuando lo
retomé, después de la partida de Bilbo. Y mi búsqueda habría sido en vano si no
hubiese contado con la ay uda de un amigo, Aragorn, el más grande viajero y
cazador del mundo en esta época. Buscamos juntos a Gollum por toda la
extensión de las Tierras Ásperas sin esperanza y sin éxito. Por último, cuando y o
y a había abandonado la persecución y me había ido a otras regiones,
encontramos a Gollum. Mi amigo regresó luego de haber pasado grandes
peligros, tray endo consigo a la miserable criatura.
» Gollum no me dijo en qué había estado ocupado. No hacía más que llorar,
llamándonos crueles, entre gorgoritos; y cuando lo presionábamos gemía y
temblaba, restregándose las largas manos y lamiéndose los dedos, como si le
dolieran o como si recordase alguna vieja tortura. Pero temo que no hay ninguna
duda: Gollum había ido arrastrándose paso a paso, milla a milla, lentamente y al
fin había llegado a la Tierra de Mordor.
Hubo un pesado silencio en el cuarto. Frodo alcanzaba a oír los latidos de su
propio corazón. Hasta parecía que fuera todo estaba en silencio. Los tijeretazos
de la podadora de Sam habían callado.
—Sí, a Mordor —repitió Gandalf—. ¡Ay ! Mordor atrae a todos los seres
perversos y el Poder Oscuro pone toda su voluntad en reunirlos allí. El Anillo del
enemigo dejaría también su marca, preparando a Gollum para cualquier
requerimiento. Todo el mundo hablaba de la nueva Sombra en el Sur y de cómo
odiaba al Oeste. Allí estaban sus nuevos amigos, que lo ay udarían a vengarse.
» ¡Tonto infeliz! En aquella tierra aprendería mucho, demasiado para sentirse
cómodo. Tarde o temprano, cuando estuviera atisbando y acechando en las
fronteras, lo apresarían para interrogarlo. Creo que así fue. Cuando lo
descubrieron, hacía tiempo que había estado allí y se preparaba para regresar en
alguna misión malévola. Pero eso no nos interesa ahora; el daño principal y a
estaba hecho.
» ¡Ay, sí! Por medio de Gollum, el enemigo supo que el Único había sido
encontrado de nuevo. El enemigo sabe ahora dónde cay ó Isildur. Sabe dónde
encontró Gollum el Anillo. Sabe que es un Gran Anillo, pues confiere larga vida.
Sabe que no es uno de los Tres, que nunca se perdieron y no soportan la maldad.
Sabe que no es uno de los Siete, o de los Nueve, porque se conoce la suerte que
tuvieron. Sabe que es el Único. Creo, por último, que ha oído algo acerca de los
hobbits y de la Comarca.
» La Comarca, que estará buscando ahora, si y a no la encontró. En efecto,
Frodo, temo que hasta el nombre Bolsón, durante mucho tiempo desconocido, se
hay a vuelto importante.
—¡Es terrible! —exclamó Frodo—. Mucho peor de lo que imaginé, luego de
tus insinuaciones y advertencias. Gandalf, mi mejor amigo, ¿qué debo hacer?
Porque ahora estoy realmente asustado. ¿Qué debo hacer? ¡Qué lástima que
Bilbo no hay a matado a esa vil criatura cuando tuvo la oportunidad!
—¿Lástima? Sí, fue lástima lo que detuvo la mano de Bilbo. Lástima y
misericordia: no matar sin necesidad. Y ha sido bien recompensado, Frodo;
puedes estar seguro: la maldad lo rozó apenas y al fin pudo escapar por el modo
en que tomó posesión del Anillo, con lástima.
—Lo lamento —dijo Frodo—; estoy asustado y no siento ninguna lástima por
Gollum.
—No lo has visto —interrumpió Gandalf.
—No, y no quiero verlo —replicó Frodo—. No puedo entenderte. ¿Quieres
decir que tú y los elfos habéis dejado que siguiera viviendo después de todas esas
horribles hazañas? Ahora, de cualquier modo, es tan malo como un orco y
además un enemigo. Merece la muerte.
—La merece, sin duda. Muchos de los que viven merecen morir y algunos de
los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te
apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los
caminos. No hay muchas esperanzas de que Gollum tenga cura antes de morir,
pero creo que aún podría salvarse: está ligado al destino del Anillo. El corazón me
dice que todavía tiene un papel que desempeñar, para bien o para mal, antes del
fin y cuando éste llegue, la misericordia de Bilbo puede determinar el destino de
muchos, no menos que el tuy o. De cualquier modo no lo hemos matado; es muy
anciano y muy infeliz. Los elfos de los bosques lo tienen prisionero, pero lo tratan
con toda la benevolencia que es posible esperar de esos prudentes corazones.
—De todos modos —dijo Frodo—, aunque Bilbo no hay a matado a Gollum,
y o hubiese preferido que no se quedara con el Anillo. Desearía que nunca lo
hubiese encontrado y querría no tenerlo ahora. ¿Por qué permites que lo
conserve? ¿Por qué no me obligas a que lo tire o que lo destruy a?
—¿Permitirte? ¿Obligarte? —respondió el mago—. ¿No has oído todo lo que te
dije? No piensas lo que estás diciendo. Tirarlo sería una equivocación. Estos
Anillos saben cómo hacerse encontrar. En malas manos podría hacer mucho
daño. Y lo peor de todo es que podría caer en poder del enemigo. En efecto,
podría, pues es el Único y el enemigo está ejerciendo todo su poder para
encontrarlo o atraerlo.
» Por supuesto, mi querido Frodo, tú estabas en peligro, cosa que me trastornó
profundamente. Pero había tanto en juego que tuve que arriesgarme, aunque
durante mi ausencia no paso un día sin que ojos vigilantes cuidaran la Comarca.
Mientras no lo uses, no creo que el Anillo tenga algún efecto negativo sobre ti, o
en todo caso no durante un tiempo. Recuerda que hace nueve años, cuando te vi
por última vez, y o no sabía mucho.
—Pero… ¿por qué no destruirlo? Tendría que haber sido destruido hace
tiempo, dijiste —volvió a exclamar Frodo—. Si me hubieses advertido, o me
hubieses enviado un mensaje, y o lo hubiera destruido.
—¿De veras? ¿Cómo? ¿Lo intentaste alguna vez?
—No. Pero supongo que podría deshacerlo a martillazos o fundirlo.
—¡Prueba! —dijo Gandalf—. ¡Prueba ahora!
Frodo sacó de nuevo el Anillo y lo miró. Parecía liso y suave, sin ninguna marca
visible. El oro era brillante y puro y Frodo admiró la hermosura y vivacidad del
color y la perfección de la forma. Era admirable, una verdadera joy a. Cuando lo
sacó del bolsillo había pensado en arrojarlo lejos, a la parte más caliente del
fuego. Comprobó que no podía, que tenía que vencer una enorme resistencia.
Sopesó el Anillo en la mano, titubeando y tratando de recordar lo que Gandalf le
había dicho y entonces, recurriendo a toda su voluntad, hizo un movimiento para
arrojarlo a las llamas, y en seguida advirtió que había vuelto a guardarlo en el
bolsillo. Gandalf rió torvamente.
—¿Ves, Frodo? Tampoco tú puedes deshacerte de él ni dañarlo. Y y o no
podría obligarte, sino por la fuerza, en cuy o caso te arruinaría la mente. Para
acabar con el Anillo, de nada sirve la fuerza. No le harías daño aunque lo
golpearas con un martillo pesado. Ni tus manos ni las mías podrían destruirlo.
» Tu pequeño fuego apenas podría fundir el oro común. Este Anillo ha pasado
y a por ese fuego y ni siquiera se calentó. No hay forja en la Comarca que pueda
cambiarlo en lo más mínimo; aun los hornos y y unques de los enanos no podrían
hacerle nada. Se ha dicho que el fuego de los dragones podía fundir y consumir
los Anillos de Poder, pero no hay ahora ningún dragón que tenga ese fuego: ni
siquiera Ancalagon el Negro podría dañar el Anillo Único, el Anillo Soberano,
pues fue fabricado por el mismo Sauron.
» Hay un solo camino: encontrar las Grietas del Destino, en las profundidades
de Orodruin, la Montaña de Fuego, y arrojar allí el Anillo. Esto siempre que
quieras destruirlo de veras, e impedir que caiga en manos enemigas.
—¡Quiero destruirlo de veras! —exclamó Frodo—. O que lo destruy an. No
estoy hecho para empresas peligrosas. Hubiese preferido no haberlo visto nunca.
¿Por qué vino a mí? ¿Por qué fui elegido?
—Preguntas que nadie puede responder —dijo Gandalf—. De lo que puedes
estar seguro es de que no fue por ningún mérito que otros no tengan. Ni por poder
ni por sabiduría, a lo menos. Pero has sido elegido y necesitarás de todos tus
recursos: fuerza, ánimo, inteligencia.
—¡Tengo tan poco de esas cosas! Tú eres sabio y poderoso. ¿No quieres el
Anillo?
—¡No, no! —exclamó Gandalf, incorporándose—. Mi poder sería entonces
demasiado grande y terrible. Conmigo el Anillo adquiriría un poder todavía
may or y más mortal. —Los ojos de Gandalf relampaguearon y la cara se le
iluminó como con un fuego interior—. ¡No me tientes! Pues no quiero
convertirme en algo semejante al Señor Oscuro. Todo mi interés por el Anillo se
basa en la misericordia, misericordia por los débiles y deseo de poder hacer el
bien. ¡No me tientes! No me atrevo a tomarlo, ni siquiera para esconderlo y que
nadie lo use. La tentación de recurrir al Anillo sería para mí demasiado fuerte.
¡Tal vez lo necesitara! Me acechan grandes peligros.
Gandalf fue hacia la ventana, descorrió las cortinas y abrió los postigos. El sol
entró nuevamente en la habitación; Sam pasaba silbando por el sendero.
—Y ahora —dijo el mago volviéndose hacia Frodo—, la decisión depende de
ti. Pero no olvides que puedes contar siempre conmigo. —Puso una mano sobre
el hombro de Frodo—.Te ay udaré a soportar esta carga todo el tiempo que sea
necesario. Pero tenemos que hacer algo rápido. El enemigo no se está quieto.
Hubo un largo silencio. Gandalf volvió a sentarse; fumaba la pipa como perdido
en sus pensamientos. Parecía tener los ojos cerrados, pero observaba a Frodo con
atención, entornando los párpados. Frodo miraba fijamente las enrojecidas
ascuas del hogar, hasta que crey ó estar hundiendo los ojos en unos pozos
profundos y llameantes. Pensaba en las fabulosas Grietas del Destino y en el
terror de la Montaña de Fuego.
—Bien —dijo Gandalf por último—. ¿En qué piensas? ¿Has tomado una
decisión?
—No —respondió Frodo volviendo en sí desde las tinieblas, viendo por la
ventana el jardín soleado, y sorprendiéndose de que no fuera todavía de noche—.
O quizá sí. De acuerdo con lo que entendí de tus palabras supongo que he de
conservar el Anillo, al menos por ahora, me haga lo que me haga.
—Cualquier cosa que te haga, será muy lentamente, si lo guardas con ese
propósito —dijo Gandalf.
—Así lo espero —respondió Frodo—; pero también espero que encuentres un
guardián mejor que y o y pronto. Por el momento parece que soy un peligro para
mis vecinos. No puedo conservar el Anillo y quedarme aquí. Tengo que salir de
Bolsón Cerrado, abandonar la Comarca, abandonarlo todo e irme. —Suspiró
—.Me gustaría salvar la Comarca, si pudiera, aunque alguna vez pensé que los
habitantes eran tan estúpidos que un terremoto o una invasión de dragones les
vendría bien. No siento lo mismo ahora. Siento que mientras la Comarca continúe
a salvo, en paz y tranquila, mis peregrinajes serán más soportables; sabré que en
alguna parte hay suelo firme, aunque y o nunca vuelva a pisarlo.
» Por supuesto, muchas veces pensé en irme, pero lo imaginaba como una
especie de vacaciones, como una serie de aventuras semejantes a las de Bilbo, o
mejores, con un final feliz. Esto, en cambio, significa exiliarse, escapar de un
peligro a otro y ellos siempre detrás, mordiéndome los talones. Supongo que he
de partir solo si decido irme y salvar la Comarca, pero me siento pequeño, y
desarraigado… y desesperado. El enemigo es tan fuerte y terrible.
No se lo dijo a Gandalf, pero mientras hablaba se le había encendido en el
corazón el deseo de seguir a Bilbo y de encontrarlo tal vez. Era tan fuerte que se
sobrepuso al temor; podría casi haber salido corriendo camino abajo, sin
sombrero, como lo había hecho Bilbo tiempo atrás, en una mañana muy similar.
—Mi querido Frodo —exclamó Gandalf—, los hobbits son criaturas
realmente sorprendentes, como y a he dicho. Puedes aprender todo lo que se
refiere a sus costumbres y modos en un mes y después de cien años aún te
sorprenderán. Además no esperaba obtener esa respuesta, ni siquiera de ti; pero
Bilbo no se equivocó al elegir el heredero, aunque no pensó demasiado en la
importancia que tendría esa elección. Temo que estés en lo cierto. El Anillo no
podrá permanecer mucho tiempo oculto en la Comarca; y para tu propio bien,
tanto como para el de los demás, convendría que te fueras y dejaras de llamarte
Bolsón. Ese nombre no te daría ninguna seguridad fuera de la Comarca ni en las
tierras vírgenes. Te daré un seudónimo para tu viaje: serás el señor Sotomonte.
» No creo que necesites partir solo. No si conoces a alguien de confianza que
quisiera acompañarte y a quien pudieras exponer a peligros desconocidos. Pero
si buscas compañía, ten cuidado en cómo eliges. Y ten aún más cuidado con lo
que dices, hasta a tus amigos más íntimos. El enemigo tiene muchos espías y
muchas maneras de enterarse.
De pronto Gandalf se detuvo, como si escuchara. Frodo notó que había
mucho silencio, adentro y afuera. Gandalf se deslizó hacia un costado de la
ventana; en seguida, como una flecha, saltó al antepecho y con un rápido
movimiento extendió el largo brazo afuera y abajo. Se oy ó un graznido y la
mano de Gandalf reapareció sosteniendo por una oreja la ensortijada cabeza de
Sam Gamy i.
—Bien, bien, ¡bendita sea mi barba! —exclamó Gandalf—. ¿No se trata de
Sam Gamy i? ¿Qué hacías por aquí?
—El cielo bendiga al señor Gandalf —respondió Sam—. ¡Nada! Recortaba el
césped bajo la ventana, ¿no ve usted? —Tomó las tijeras y las mostró como una
prueba.
—No, no veo —dijo Gandalf ásperamente—. Hace rato que no oigo tus
tijeras. ¿Cuánto tiempo estuviste fisgoneando?
—¿Fisgoneando, señor? Perdón, no lo entiendo. No entiendo de qué me habla.
No hay nada de eso en Bolsón Cerrado.
Los ojos de Gandalf relampaguearon y las cejas se le erizaron como cerdas.
—No seas tonto. ¿Qué has oído y por qué has escuchado?
—¡Señor Frodo! —gritó Sam, temblando—. No le permita que me haga daño,
señor. No le permita que me transforme en un monstruo. Mi viejo padre me
rechazaría. ¡No quise hacer nada malo! ¡Se lo juro, señor!
—No te hará daño —respondió Frodo sofocando la risa, aunque asombrado y
algo confundido—. Él sabe tan bien como y o que no tenías malas intenciones.
Pero levántate y contesta en seguida.
—Bien, señor —dijo Sam, tembloroso—. Oí un montón de cosas
incomprensibles sobre un enemigo, anillos, el señor Bilbo, señor, dragones, una
montaña de fuego y … elfos, señor. Escuché porque no pude evitarlo, usted me
entiende; pero ¡el señor me perdone!, adoro esas historias y creo en ellas, contra
todo lo que Ted diga. ¡Elfos, señor! Me encantaría verlos. ¿Podría llevarme con
usted a ver a los elfos, señor, cuando usted vay a?
De repente Gandalf se echó a reír.
—¡Entra! —gritó, y sacando los brazos fuera levantó al asombrado Sam junto
con la azada, las tijeras de podar y demás y lo metió por la ventana,
depositándolo en el suelo—. Que te lleve a ver a los elfos, ¿eh? —dijo Gandalf,
observando de cerca a Sam, mientras una sonrisa le bailaba en la cara—.
¿Entonces oíste que el señor Frodo se va?
—Lo oí, señor y por eso me atraganté y usted parece que me oy ó. Traté de
evitarlo, señor, pero no pude. ¡Estaba tan trastornado!
—No hay nada que hacer, Sam —respondió Frodo tristemente. Entendía de
pronto que el dolor de abandonar la Comarca sería mucho may or que el de
despedirse de las comodidades de Bolsón Cerrado—. Tendré que irme, pero si tú
me aprecias de verdad —y aquí observó a Sam fijamente—, guardarás absoluto
secreto. ¿Entiendes? Si así no lo haces, o si repites una sola palabra de lo que aquí
has oído, espero que Gandalf te transforme en un sapo y luego llene de culebras
el jardín.
Sam se arrodilló temblando.
—Levántate, Sam —le ordenó Gandalf—. He estado pensando en algo mejor.
Algo que te cierre la boca y te castigue por haber escuchado: irás con el señor
Frodo.
—¿Yo, señor? —gritó Sam, saltando de alegría, como un perro al que invitan a
un paseo—. ¿Yo veré a los elfos y todo? ¡Hurra! —gritó, y de pronto se echó a
llorar.
3
Tres es compañía
T ienes que irte en silencio, y pronto —dijo Gandalf.
Habían pasado dos o tres semanas y Frodo no daba señales de estar listo.
—Lo sé, pero es difícil hacer las dos cosas —objetó—. Si desapareciese
como Bilbo, la noticia se difundiría en seguida por toda la Comarca.
—No conviene que desaparezcas, por supuesto —dijo Gandalf—. He dicho
pronto, no ahora. Si se te ocurre algún modo de dejar la Comarca sin despertar
sospechas, creo que vale la pena esperar. Pero no lo postergues demasiado.
—¿Qué tal en el otoño o después de nuestro cumpleaños? —preguntó Frodo—.
Creo que podré arreglar algo para entonces.
A decir verdad, se resistía a la idea de partir, ahora que se había decidido.
Bolsón Cerrado le parecía una residencia agradable, mucho más que en el
pasado reciente y quería saborear al máximo ese último verano en la Comarca.
Sabía que cuando llegara el otoño una parte de su corazón aceptaría mejor la
idea de un viaje, como le sucedía siempre en esa estación. Íntimamente y a había
decidido partir en su quincuagésimo cumpleaños; el centésimo vigesimoctavo de
Bilbo. Le parecía un día apropiado para partir y seguir a Bilbo. Seguir a Bilbo era
el objetivo principal y lo único que hacía soportable la idea de la partida. Pensaba
lo menos posible en el Anillo y en el fin al que éste podría llevarlo. Pero no le
dijo a Gandalf todo lo que pensaba. Lo que el mago adivinaba era siempre difícil
de saber.
Gandalf miró a Frodo y sonrió:
—Muy bien —dijo—. Estoy de acuerdo con la fecha, pero no te retrases
más. Ya empiezo a inquietarme. En el ínterin, ten cuidado, ¡no dejes escapar ni
palabra sobre adónde piensas ir! Y cuida de que Sam Gamy i no hable. Si habla,
lo transformaré de veras en un sapo.
—En cuanto adónde iré —dijo Frodo—, será muy difícil decirlo, pues ni y o lo
sé todavía.
—¡No seas absurdo! —exclamó Gandalf—. ¡No te advierto que no dejes tu
dirección en la oficina de correos! Pero abandonas la Comarca y eso no ha de
saberse hasta que estés muy lejos de aquí. Tienes que ir, o al menos partir, hacia
el sur, el norte, el este, o el oeste; y nadie ha de conocer el rumbo.
—He estado tan ocupado con la idea de dejar Bolsón Cerrado y con la
despedida que ni siquiera he pensado en el rumbo —dijo Frodo—. Porque, ¿a
dónde iré? ¿Qué me guiará? ¿Cuál será mi tarea? Bilbo fue en busca de un tesoro
y volvió, pero y o voy a perderlo y no volveré, según veo.
—Pero no ves muy lejos —dijo Gandalf—, ni y o tampoco. Tu tarea puede
ser encontrar las Grietas del Destino, pero quizás ese trabajo esté reservado a
otros. No lo sé. De cualquier modo, aún no estás preparado para un camino tan
largo.
—En efecto, no —dijo Frodo—; pero mientras tanto, ¿qué ruta tengo, que
tomar?
—Hacia el peligro, de modo no demasiado directo ni demasiado imprudente
—respondió el mago—. Si quieres mi consejo: ve a Rivendel. El viaje no será tan
peligroso, aunque el camino es más difícil de lo que era hace un tiempo y será
todavía peor cuando el año llegue a su fin.
—¡Rivendel! —dijo Frodo—. Muy bien, iré al este, hacia Rivendel. Llevaré a
Sam a ver a los elfos, cosa que le encantará. —Hablaba superficialmente, pero
de pronto el corazón le dio un vuelco con el deseo de ver la casa de Elrond el
Medio Elfo y respirar el aire de aquel valle profundo donde mucha Hermosa
Gente vivía todavía en paz.
Una tarde de verano, una asombrosa noticia llegó a La Mata de Hiedra y El
Dragón Verde. Los gigantes y los otros portentos de los límites de la Comarca
quedaron relegados a segundo lugar. Había asuntos más importantes. ¡El señor
Frodo vendía Bolsón Cerrado! ¡Ya lo había vendido a los Sacovilla-Bolsón! « Por
una bagatela» , decían algunos. « A precio de ocasión» , decían otros, « y así será,
si la señora Lobelia es la compradora» . (Otho había muerto algunos años antes, a
la madura aunque decepcionante edad de ciento dos años.)
La razón por la que el señor Frodo vendía su hermosa cueva se discutía
todavía más que el precio. Unos pocos sostenían la teoría, apoy ada por las
indirectas e insinuaciones del mismo señor Bolsón, de que el dinero se le estaba
agotando a Frodo. Abandonaría Hobbiton y viviría en Los Gamos de manera
sencilla, entre sus parientes, los Brandigamo, con lo obtenido en la venta de
Bolsón Cerrado. « Lo más lejos que pueda de los Sacovilla-Bolsón» , agregaban
algunos. Estaban tan convencidos de las riquezas inmensas de los Bolsón de
Bolsón Cerrado que a la may oría todo esto le parecía increíble. Mucho más
difícil que cualquier otra razón o sinrazón que la imaginación pudiera inventar.
Para muchos era un plan sombrío, inconfesable, de Gandalf, quien si bien se
mantenía muy tranquilo, y no salía durante el día, era sabido que se « escondía
en Bolsón Cerrado» . Pero como quiera que el cambio se acomodase o no a los
planes del hechicero, algo era indudable: Frodo volvía a Los Gamos.
—Sí, me mudaré este otoño —decía—. Merry Brandigamo me está buscando
una pequeña pero hermosa cueva, o quizás una casita.
En realidad, Frodo había elegido y comprado con la ay uda de Merry una
casita en Cricava más allá de Gamoburgo. Para todos, excepto Sam, Frodo
simuló que se establecería allí permanentemente. La decisión de partir hacia el
este le sugirió tal idea, pues Los Gamos se encontraba en el límite oriental de la
Comarca y como había pasado allí la niñez, el regreso podía parecer verosímil.
Gandalf permaneció en la Comarca dos meses más. Luego, una tarde, a fines
de junio, casi en seguida de que el plan de Frodo quedara establecido de modo
definitivo, anunció que partía a la mañana siguiente.
—Sólo por un corto período, espero —dijo—. Iré más allá de la frontera sur
para recoger algunas noticias, si es posible. He estado sin hacer nada demasiado
tiempo.
Hablaba en un tono ligero, pero a Frodo le pareció que estaba preocupado.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—No. Pero he oído algo que me inquieta y que es imprescindible investigar.
Si creo necesario que partas inmediatamente, volveré en seguida, o al menos te
enviaré un mensaje. Mientras tanto no te desvíes del plan, pero sé más cuidadoso
que nunca, sobre todo con el Anillo. Permíteme que insista: ¡No lo uses!
Gandalf partió al amanecer.
—Volveré un día de éstos —dijo—. Como máximo estaré de vuelta para la
fiesta de despedida. Después de todo, quizá necesites que te acompañe.
Al principio, Frodo estuvo muy preocupado y pensaba a menudo en lo que
Gandalf podía haber oído; pero al fin se tranquilizó y cuando llegó el buen tiempo
olvidó del todo el problema. Pocas veces se había visto en la Comarca un verano
más hermoso y un otoño más opulento; los árboles estaban cargados con
manzanas, la miel rebosaba en los panales y el grano estaba alto y henchido.
Muy entrado el otoño, la suerte de Gandalf comenzó a inquietar de nuevo a
Frodo. Terminaba septiembre y no había noticias del mago. El cumpleaños y la
mudanza se acercaban y no había aparecido ni había enviado ningún mensaje.
Comenzó el ajetreo en Bolsón Cerrado. Algunos amigos de Frodo llegaron para
ay udarlo a embalar: allí estaban Fredegar Bolger, Folco Boffin y los más íntimos:
Pippin Tuk y Merry Brandigamo. Entre todos dieron vuelta a la casa.
El veinte de septiembre, dos vehículos cubiertos partieron cargados hacia Los
Gamos, a través del Puente del Brandivino, llevando al nuevo hogar los enseres y
muebles que Frodo no había vendido. Al día siguiente Frodo estaba realmente
inquieto y clavaba los ojos afuera esperando a Gandalf. La mañana del jueves,
día de su cumpleaños, amaneció tan clara y brillante como aquella otra, de hacía
mucho tiempo, en ocasión de la fiesta de Bilbo. Gandalf no había aparecido aún.
En la tarde Frodo dio su fiesta de despedida: una cena muy pequeña, para él y
sus cuatro ay udantes, pero estaba preocupado y con poco ánimo para esas cosas.
El pensamiento de que pronto tendría que separarse de sus jóvenes amigos le
pesaba en el corazón. Se preguntaba cómo lo diría.
Los cuatro jóvenes hobbits estaban muy animados, sin embargo, y la reunión
pronto se hizo muy alegre, a pesar de la ausencia de Gandalf. El comedor
parecía vacío; tenía sólo una mesa y sillas; pero la comida era buena y el vino
excelente. El vino de Frodo no se había incluido en la venta a los SacovillaBolsón.
—Suceda lo que suceda con el resto de mis cosas, cuando los Sacovilla-
Bolsón las tomen entre sus garras y o y a habré encontrado un buen destino para
esto —dijo Frodo mientras vaciaba el vaso. Era la última gota de los viejos
viñedos. Luego de haber cantado muchas canciones y hablado de muchas cosas
que habían hecho juntos, brindaron por el cumpleaños de Bilbo y bebieron junto
con Frodo a la salud de todos, como era costumbre de Frodo. Luego salieron a
respirar un poco de aire, echaron una mirada a las estrellas y se fueron a dormir.
Con esto terminó la fiesta de Frodo, y Gandalf no había llegado.
A la mañana siguiente continuaron atareados cargando otro carro con el resto del
equipaje. Merry se ocupó de todo esto, y junto con el Gordo (Fredegar Bolger)
marcharon hacia el nuevo domicilio de Frodo.
—Alguien tiene que ir allí, Frodo, y entibiar la casa antes que llegues —dijo
Merry —. Te veré luego, pasado mañana, si no te quedas dormido en el camino.
Folco volvió a su casa después del almuerzo, pero Pippin se quedó atrás.
Frodo estaba inquieto, ansioso, aguardando en vano a Gandalf. Decidió esperar
hasta la caída de la noche. Luego, si Gandalf lo necesitaba urgentemente, podría
ir a Cricava y hasta quizá llegara antes que él. Frodo iría a pie; el plan, por placer,
tanto como por cualquier otra razón, era caminar cómodamente desde Hobbiton
hasta Balsadera en Gamoburgo y echar una última mirada a la Comarca.
—Tengo que entrenarme un poco —dijo, mirándose en un espejo polvoriento
del vestíbulo casi vacío. No hacía caminatas largas desde mucho tiempo atrás y
la imagen, opinó, no daba una impresión de vigor.
Después del almuerzo, aparecieron los Sacovilla-Bolsón, Lobelia y su hijo
Lotho, el pelirrojo. Frodo se sintió bastante molesto.
—¡Nuestra al fin! —exclamó Lobelia, al tiempo que entraba.
No era ni cortés ni estrictamente verdadero, pues la venta de Bolsón Cerrado
no se realizó hasta la medianoche. Pero se podía perdonar a Lobelia; se había
visto obligada a esperar setenta y siete años a que Bolsón Cerrado fuese suy o y
ahora tenía cien años. De cualquier modo, había vuelto para cuidar que no faltase
nada de lo que había comprado y quería las llaves. Llevó largo rato satisfacerla,
pues había traído un inventario completo que verificó punto por punto. Al fin
partió con Lotho, la llave de repuesto y la promesa de que podría recoger la otra
llave en la casa de Gamy i, en Bolsón de Tirada. Resopló, mostrando claramente
que suponía a los Gamy i capaces de meterse de noche en la cueva. Frodo ni
siquiera le ofreció una taza de té.
Tomó su propio té en la cocina con Pippin y Sam Gamy i. Se había anunciado
oficialmente que Sam iría a Los Gamos « a ay udar al señor Frodo y cuidar el
jardincito» . Un arreglo que el Tío apoy ó, aunque no lo consoló de la perspectiva
de tener a Lobelia como vecina.
—¡Nuestra última comida en Bolsón Cerrado! —exclamó Frodo, retirando la
silla.
Dejaron a Lobelia el lavado de los platos. Pippin y Sam ataron los tres fardos
y los apilaron en el vestíbulo; luego Pippin salió a dar una última vuelta por el
jardín. Sam desapareció.
El sol se puso; Bolsón Cerrado parecía triste, melancólico, desmantelado. Frodo
vagaba por las habitaciones familiares y vio la luz del crepúsculo que se borraba
en las paredes y las sombras que trepaban por los rincones. Adentro oscureció
lentamente. Salió de la habitación, descendió hacia la puerta que estaba en el
extremo del sendero y anduvo un trecho por el camino de la colina. Tenía cierta
esperanza de ver a Gandalf subiendo a grandes zancadas en el crepúsculo.
El cielo estaba claro y las estrellas brillaban cada vez más.
—Será una hermosa noche —dijo en voz alta—. Buen comienzo. Tengo ganas
de echar a caminar. No puedo seguir esperando. Partiré y Gandalf tendrá que
seguirme.
Volvió sobre sus pasos y se detuvo al oír voces que venían de Bolsón de
Tirada. Una voz era sin duda la del Tío, la otra era extraña y en cierto modo
desagradable. No pudo entender lo que decía, pero oy ó las respuestas del Tío,
que eran estridentes. El anciano parecía irritado.
—No, el señor Bolsón se ha ido esta mañana y Sam se fue con él. Al menos
todo lo que tenía ha desaparecido. Sí, vendió y se fue, le digo. ¿Por qué? El por
qué no es asunto suy o ni mío. ¿Hacia dónde? No es un secreto; se mudó a
Gamoburgo o a algún otro lugar así, allá lejos. Sí, es un buen camino. Nunca he
llegado tan lejos; es para la gente de Los Gamos. No, no puedo darle ningún
mensaje. ¡Buenas noches!
Los pasos descendieron la colina. Frodo se preguntó vagamente por qué el
hecho de que no hubiera subido lo había aliviado tanto. « Estoy harto de preguntas
y de la curiosidad de la gente sobre mis asuntos» , pensó. « ¡Qué preguntones son
todos ellos!» Tuvo la idea de alcanzar al Tío y averiguar quién había sido el
interlocutor, pero pensándolo mejor (o peor) se volvió y fue rápidamente hacia
Bolsón Cerrado.
Pippin esperaba sentado sobre su fardo en el vestíbulo. Frodo atravesó la
puerta oscura y llamó:
—¡Sam! ¡Sam! ¡Ya es hora!
—¡Voy, señor! —se oy ó la respuesta desde adentro, seguida por el mismo
Sam que salió secándose la boca.
Había estado despidiéndose del barril de cerveza, en la bodega.
—¿Todo listo, Sam? —preguntó Frodo.
—Sí, señor, tardaré poco y a.
Frodo cerró la puerta con llave y se la dio a Sam.
—¡Corre con ella a tu casa, Sam! —le dijo—. Luego corta a través de Tirada
y encuéntranos tan pronto como puedas en la entrada del sendero, más allá de la
pradera. No cruzaremos la villa esta noche; hay demasiados oídos y ojos
atisbándonos.
Sam partió a toda prisa.
—Bueno, al fin nos vamos —dijo Frodo.
Cargaron los bultos sobre los hombros, tomaron los bastones y doblaron hacia
el oeste de Bolsón Cerrado.
—¡Adiós! —dijo Frodo mirando el hueco oscuro y vacío de las ventanas.
Agitó la mano y luego se volvió; y (como siguiendo a Bilbo) corrió detrás de
Peregrin, sendero abajo. Saltaron por la parte menos elevada del cerco y fueron
hacia los campos, entrando en la oscuridad como un susurro en la hierba.
Al pie de la colina, por la ladera del oeste, llegaron a la entrada del estrecho
sendero. Se detuvieron y ajustaron las correas de los bultos; en ese momento
apareció Sam, trotando de prisa y resoplando; llevaba la carga al hombro y se
había puesto en la cabeza un deformado saco de fieltro que llamaba sombrero.
En las tinieblas se parecía mucho a un enano.
—Estoy seguro de que me han dado el bulto más pesado —dijo Frodo—.
Siempre compadecí a los caracoles y a todo bicho que lleve la casa a cuestas.
—Yo podría cargar mucho más, señor, mi fardo es muy liviano —mintió
Sam resueltamente.
—No, Sam —dijo Pippin—. Le hace bien. Sólo lleva lo que nos ordenó
empacar. Ha estado flojo últimamente. Sentirá menos la carga cuando camine
un rato y pierda un poco de su propio peso.
—¡Sean amables con un pobre y viejo hobbit! —rió Frodo—. Estaré tan
delgado como una vara de sauce antes de llegar a Los Gamos. Pero hablaba
tonterías. Sospecho que has cargado demasiado, Sam; echaré un vistazo la
próxima vez que empaquemos. —Tomó de nuevo el bastón—. Bueno, a todos nos
gusta caminar en la oscuridad —dijo—. Nos alejaremos unas millas antes de
dormir.
Durante un rato siguieron el sendero hacia el oeste. Luego doblaron a la
izquierda, volviendo sigilosamente a los campos. Continuaron en fila bordeando
setos y malezas, mientras la noche los envolvía en sombras. Cubiertos con
mantos oscuros, eran tan invisibles como si todos tuviesen anillos mágicos. Como
eran hobbits, y trataban de andar en silencio, no hacían ningún ruido que alguien
pudiera oír, ni aun otros hobbits. Hasta las criaturas salvajes de los campos y los
bosques apenas se daban cuenta de que pasaban.
Momentos más tarde cruzaron El Agua, al oeste de Hobbiton, por un angosto
puente de tablas. El arroy o no era allí más que una serpenteante cinta negra,
bordeada por inclinados alisos. Se encontraban ahora en las Tierras de Tuk y
continuaron hacia el sur para llegar, una milla o dos más lejos, al camino
principal de Cavada Grande, que llevaba a Delagua y al Puente Brandivino.
Torciendo al sudeste, comenzaron a trepar por el País de la Colina Verde, al sur
de Hobbiton. Pudieron ver las luces de la villa parpadeando en el agradable Valle
del Agua. La escena desapareció pronto entre los pliegues del suelo oscurecido y
entonces vieron Delagua, a orillas del lago gris. Cuando la luz de la última granja
quedó muy atrás, asomando entre los árboles, Frodo se volvió y agitó la mano en
señal de despedida.
—Me pregunto si volveré a ver ese valle otra vez —dijo con calma.
Después de tres horas descansaron. La noche era clara, fresca y estrellada,
pero unas nubes de bruma ascendían por las faldas de la loma desde los arroy os
y las praderas profundas. Unos abedules de follaje escaso, que la brisa movía
allá arriba, eran como una trama negra contra el cielo pálido. Devoraron una
cena frugal (para los hobbits) y continuaron la marcha. Pronto encontraron un
camino muy angosto, que ascendía y descendía y se perdía luego agrisándose en
la oscuridad; era el camino a casa del Bosque y Balsadera de Gamoburgo. Subía
desde el camino principal de Valle del Agua y zigzagueaba por las laderas de las
Colinas Verdes hacia Bosque Cerrado, una región salvaje de la Cuaderna del
Este.
Momentos después se hundían en una senda profunda, abierta entre árboles
altos; las hojas secas susurraban en la noche. Al principio hablaban o entonaban
una canción a media voz, pues estaban lejos ahora de oídos indiscretos. Luego
continuaron en silencio y Pippin comenzó a rezagarse. Al fin, cuando empezaban
a subir una cuesta se detuvo y se puso a bostezar.
—Tengo tanto sueño —dijo— que pronto me caeré en el camino. ¿Pensáis
dormir de pie? Es casi medianoche.
—Creí que te gustaba caminar en la oscuridad —dijo Frodo—. Pero no corre
tanta prisa; Merry nos espera pasado mañana, de modo que tenemos aún cerca
de dos días. Nos detendremos en el primer lugar agradable.
—El viento sopla del oeste —dijo Sam—. Si vamos a la ladera opuesta
encontraremos un lugar bastante resguardado y cómodo, señor. Más adelante
hay un bosque seco de abetos, si mal no recuerdo.
Sam conocía bien la región en veinte millas a la redonda de Hobbiton.
En la cima misma de la loma estaba el sitio de los abetos. Dejando el camino,
se metieron en la profunda oscuridad de los árboles que olían a resina y juntaron
ramas secas y piñas para hacer fuego. Pronto las llamas crepitaron alegremente
al pie de un gran abeto y se sentaron alrededor un rato, hasta que comenzaron a
cabecear. Cada uno en un rincón de las raíces del árbol, envueltos en capas y
mantas, cay eron en un sueño profundo. Nadie quedó de guardia; ni siquiera
Frodo temía algún peligro, pues aún estaban en el corazón de la Comarca. Unas
pocas criaturas se acercaron a observarlos luego que el fuego se apagó. Un zorro
que pasaba por el bosque, ocupado en sus propios asuntos, se detuvo unos
instantes, husmeando.
« ¡Hobbits!» , pensó. « Bien, ¿qué querrá decir? He oído cosas extrañas de
esta tierra, pero rara vez de un hobbit que duerma a la intemperie bajo un árbol.
¡Tres hobbits! Hay algo muy extraordinario detrás de todo esto.»
Estaba en lo cierto, pero nunca descubrió nada más sobre el asunto.
Llegó la mañana, pálida y húmeda. Frodo despertó primero y descubrió que la
raíz del árbol se le había incrustado en la espalda y que tenía el cuello tieso.
« ¡Caminar por placer! ¿Por qué no habré venido en carro?» , pensó como lo
hacía siempre al comienzo de una expedición. « ¡Y todas mis hermosas camas
de plumas vendidas a los Sacovilla-Bolsón! Las raíces de estos árboles les
hubieran venido bien.» Se desperezó.
—¡Arriba, hobbits! —gritó—. Hermosa mañana.
—¿Qué tiene de hermosa? —preguntó Pippin, asomando un ojo sobre el
borde de la manta—. ¡Sam! ¡Prepara el desay uno para las nueve y media!
¿Tienes listo y a el baño caliente?
Sam dio un salto, amodorrado aún.
—No, señor, ¡no todavía! —exclamó.
Frodo arrancó las mantas que envolvían a Pippin, lo hizo rodar y fue hacia el
linde del bosque. En el lejano este, el sol se levantaba muy rojo entre las nieblas
espesas que cubrían el mundo. Tocados con oro y rojo, los árboles otoñales
parecían navegar a la deriva en un mar de sombras. Un poco más abajo, a la
izquierda, el camino descendía bruscamente a una hondonada y desaparecía.
Cuando Frodo regresó, Sam y Pippin estaban haciendo un buen fuego.
—¡Agua! —gritó Pippin—. ¿Dónde está el agua?
—No llevo agua en los bolsillos —dijo Frodo.
—Pensamos que habrías ido a buscarla —dijo Pippin, muy ocupado en sacar
los alimentos y las tazas—. Es mejor que vay as ahora.
—Tú también puedes venir —respondió Frodo—. Y trae todas las botellas.
Había un arroy o al pie de la loma. Llenaron las botellas y la pequeña
marmita en un salto de agua que caía desde unas piedras grises, unos metros más
arriba. Estaba helada y se lavaron la cara y las manos sacudiéndose y
resoplando.
Cuando terminaron de desay unar y rehicieron los fardos, eran más de las
diez de la mañana; el día estaba volviéndose hermoso y cálido. Bajaron la cuesta,
cruzaron el arroy o, subieron la cuesta siguiente y subiendo y bajando
franquearon otra cresta de las colinas. Entonces las capas, las mantas, el agua, los
alimentos y todo el equipo empezaron a pesarles de veras.
La marcha de ese día prometía ser agobiante y la carga agotadora. Pocas
millas después, sin embargo, no hubo más subidas y bajadas. El camino ascendía
hasta la cima de una empinada colina por una senda zigzagueante y luego
descendía una última vez. Vieron frente a ellos las tierras bajas, salpicadas con
pequeños grupos de árboles que en la distancia se confundían en una parda
bruma boscosa. Estaban mirando por encima del Bosque Cerrado hacia el río
Brandivino. El camino se alargaba como una cinta.
—El camino no tiene fin —dijo Pippin—, pero y o necesito descansar. Es la
hora del almuerzo.
Se sentó al borde del camino, mirando hacia el brumoso este: más allá estaba
el río y el fin de la Comarca donde había pasado toda la vida. Sam permanecía
de pie junto a él; los ojos redondos muy abiertos, pues veía tierras que nunca
había visto, un nuevo horizonte.
—¿Hay elfos en esos bosques? —preguntó.
—Que y o sepa, no —respondió Pippin.
Frodo callaba. También él miraba hacia el este a lo largo del camino, como si
no lo hubiese visto nunca. De pronto dijo pausadamente y en voz alta, pero como
si se hablara a sí mismo:
El Camino sigue y sigue
desde la puerta.
El Camino ha ido muy lejos,
y si es posible he de seguirlo
recorriéndole con pie fatigado
hasta llegar a un camino más ancho
donde se encuentran senderos y cursos.
¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.
—Me recuerda un poema del viejo Bilbo —dijo Pippin—. ¿Es una de tus
imitaciones? No me parece muy alentadora.
—No lo sé —dijo Frodo—. Me llegó como si estuviese inventándola, pero
debo de haberla oído hace mucho tiempo. En realidad, me recuerda mucho a
Bilbo en los últimos años, antes que partiera. Decía a menudo que sólo había un
camino y que era como un río caudaloso; nacía en el umbral de todas las puertas,
y todos los senderos eran ríos tributarios. « Es muy peligroso, Frodo, cruzar la
puerta» , solía decirme. « Vas hacia el camino y si no cuidas tus pasos no sabes
hacia dónde te arrastrarán. ¿No entiendes que este camino atraviesa el Bosque
Negro, y que si no prestas atención puede llevarte a la Montaña Solitaria, y más
lejos aún y a sitios peores?» Acostumbraba decirlo en el sendero que pasaba
frente a la puerta principal de Bolsón Cerrado, especialmente después de haber
hecho una larga caminata.
—Bien. El camino no me arrastrará a ningún lado, al menos durante una hora
—dijo Pippin, descargando el fardo.
Los otros siguieron su ejemplo. Apoy aron los bultos contra el terraplén y
extendieron las piernas sobre el camino. Descansaron, almorzaron bien y luego
descansaron de nuevo.
El sol declinaba; la luz de la tarde se alargaba sobre la tierra cuando los tres
hobbits bajaron por la loma. No habían encontrado ni un alma en el camino; no
parecía una vía muy frecuentada, pues no era apta para carros y había poco
tránsito hacia Bosque Cerrado. Iban caminando lentamente desde hacía una hora
o más, cuando Sam se detuvo un momento como si escuchara. Estaban ahora en
una planicie y el camino, después de mucho serpentear, se extendía en línea
recta y cruzaba praderas verdes, salpicadas de árboles altos, como centinelas de
los próximos bosques.
—Oigo una jaca o un caballo que viene por el camino detrás de nosotros dijo
Sam.
Miraron hacia atrás, pero había una curva en el camino y no podían ver muy
lejos.
—Me pregunto si no será Gandalf que viene a reunirse con nosotros —dijo
Frodo. Al mismo tiempo sintió que no era así y de pronto tuvo el deseo de
esconderse, para que el jinete no lo viera—. No es que me importe mucho —dijo
disculpándose—, pero preferiría que nadie me viese en el camino; estoy harto de
que mis cosas se sepan y discutan. Y si es Gandalf —añadió, como si acabara de
ocurrírsele—, le daremos una pequeña sorpresa como pago por su demora.
¡Escondámonos!
Los otros dos corrieron hacia la izquierda, metiéndose en un hoy o, no lejos
del camino, y agazapándose. Frodo dudó un segundo; la curiosidad, o algún otro
sentimiento, luchaba con el deseo de esconderse. El ruido de cascos se acercaba.
Justo a tiempo se arrojó a un lugar de pastos altos, detrás de un árbol que
sombreaba el camino. Luego alzó la cabeza y espió con precaución por encima
de una de las grandes raíces. En el codo del camino apareció un caballo negro,
no un poney hobbit sino un caballo de gran tamaño, y sobre él un hombre
corpulento, que parecía echado sobre la montura, envuelto en un gran manto
negro y tocado con un capuchón, por lo que sólo se le veían las botas en los altos
estribos. La cara era invisible en la sombra.
Cuando llegó al árbol, frente a Frodo, el caballo se detuvo. El jinete
permaneció sentado, inmóvil, con la cabeza inclinada, como escuchando. Del
interior del capuchón vino un sonido, como si alguien olfateara para atrapar un
olor fugaz; la cabeza se volvió hacia uno y otro lado del camino.
Un repentino miedo de ser descubierto se apoderó de Frodo y pensó en el
Anillo. Apenas se atrevía a respirar, pero el deseo de sacar el Anillo del bolsillo
se hizo tan fuerte que empezó a mover lentamente la mano. Sentía que sólo tenía
que deslizárselo en el dedo para sentirse seguro; el consejo de Gandalf le parecía
disparatado. Bilbo mismo había usado el Anillo. « Todavía estoy en la Comarca» ,
pensó, al tiempo que tocaba la cadena del Anillo. En ese momento el jinete se
enderezó y sacudió las riendas. El caballo echó a andar, lentamente primero y
después con un rápido trote. Frodo se arrastró al borde del camino y siguió con la
vista al jinete, hasta que desapareció a lo lejos. No podía asegurarlo, pero le
pareció que súbitamente, antes de perderse de vista, el caballo había doblado
hacia los árboles de la derecha.
—Creo que se trata de algo muy curioso, en realidad inquietante —se dijo
Frodo, mientras iba al encuentro de sus compañeros.
Pippin y Sam habían permanecido todo este tiempo tendidos sobre la hierba y
no habían visto nada; Frodo les describió el jinete y su extraña conducta.
—No puedo decir por qué, pero sentí que me buscaba o me olfateaba, y tuve
la certeza de que y o no quería que me descubriera. Nunca en la Comarca sentí
algo parecido.
—¿Pero qué tiene que ver con nosotros uno de la Gente Grande? —preguntó
Pippin—. ¿Y qué está haciendo en esta parte del mundo?
—Hay hombres en los alrededores —dijo Frodo—. En la Cuaderna del Sur
creo que tuvieron dificultades con la Gente Grande, pero nunca había oído de
alguien como este jinete. Me pregunto de dónde viene.
—Perdón, señor —interrumpió Sam de improviso—. Yo sé de dónde viene.
De Hobbiton. A menos que hay a más de uno. Y sé adónde va.
—¿Qué quieres decir? —dijo Frodo severamente, mirándolo con asombro—.
¿Por qué no lo dijiste antes?
—Acabo de acordarme, señor. Ocurrió así: cuando ay er a la tarde volví a
casa con la llave, mi padre me dijo: ¡Hola, Sam! Creí que habías partido con el
señor Frodo esta mañana. Vino un personaje extraño preguntando por el señor
Bolsón, de Bolsón Cerrado. Se acaba de ir. Lo envié a Gamoburgo. No me gustó el
aspecto que tenía. Pareció desconcertado cuando le dije que el señor Bolsón
había dejado el viejo hogar para siempre. Silbó entre dientes, sí. Me estremecí. Le
pregunté al Tío qué clase de individuo era. No lo sé, me respondió. Pero no era un
hobbit. Alto, moreno y se inclinó sobre mí; creo que era uno de la Gente Grande,
esos que viven en lugares remotos. Hablaba de modo raro.
» No pude quedarme a escuchar más, señor, pues usted me esperaba; no le
hice mucho caso. El Tío está algo ciego y debe de haber sido casi de noche
cuando el individuo subió a la colina y lo encontró tomando fresco como de
costumbre. Espero que mi padre no le hay a causado daño, señor, ni y o.
—No se puede culpar al Tío —dijo Frodo—. Te diré que lo oí hablar con un
extranjero. Parecía preguntar por mí y tuve la tentación de acercarme y
preguntarle quién era. Lamento no haberlo hecho, o que no me lo hubieses
contado antes; me habría cuidado más en el camino.
—Quizá no hay a relación entre este jinete y el extranjero del Tío —dijo
Pippin—. Abandonamos Hobbiton bastante en secreto y no sé cómo hubiera
podido seguirnos.
—¿Qué me dice del olfateo, señor? —preguntó Sam—. El Tío dijo que era un
tipo negro.
—Ojalá hubiese esperado a Gandalf —murmuró Frodo—. Pero quizás habría
empeorado las cosas.
—¿Entonces sabes o sospechas algo de ese jinete? —dijo Pippin, que había
captado el murmullo.
—No lo sé, y prefiero no sospecharlo —dijo Frodo.
—¡Muy bien, primo Frodo! Puedes guardar el secreto, si quieres pasar por
misterioso. Mientras tanto, ¿qué haremos? Me gustaría un bocado y un trago, pero
creo que sería mejor salir de aquí. Tu charla sobre Jinetes olfateadores de
narices invisibles me ha turbado bastante.
—Sí, creo que nos iremos —dijo Frodo—. Pero no por el camino; pudiera
ocurrir que el jinete volviera, o lo siguiese algún otro. Hoy tenemos que hacer un
buen trecho. Los Gamos está todavía a muchas millas de aquí.
Cuando partieron, las sombras de los árboles eran largas y finas sobre el pasto.
Caminaban ahora por la izquierda del camino, manteniéndose a distancia de tiro
de piedra y ocultándose todo lo posible; pero la marcha era así difícil, pues la
hierba crecía en matas espesas, el suelo era disparejo y los árboles comenzaban
a apretarse en montecillos.
El sol enrojecido se había puesto detrás de las lomas, a espaldas de los
viajeros y la noche iba cay endo antes que llegaran al final de la llanura, que el
camino atravesaba en línea recta. De allí doblaba a la izquierda y descendía a las
tierras bajas de Yale, en dirección a Cepeda; pero un sendero que se abría a la
derecha culebreaba entrando en un bosque de viejos robles hacia la casa del
bosque.
—Este es nuestro camino —dijo Frodo.
No muy lejos del borde del camino tropezaron con el enorme esqueleto de un
árbol; vivía todavía y tenía hojas en las pequeñas ramas que habían brotado
alrededor de los muñones rotos; pero estaba hueco, y en el lado opuesto del
camino había un agujero por donde se podía entrar. Los hobbits se arrastraron
dentro del tronco y se sentaron sobre un piso de vieja hojarasca y madera
carcomida. Descansaron y tomaron una ligera merienda, hablando en voz baja y
escuchando de vez en cuando.
El crepúsculo los envolvió cuando salieron al camino. El viento del oeste
suspiraba en las ramas. Las hojas murmuraban. Pronto el camino empezó a
descender suavemente, pero sin pausa, en la oscuridad. Una estrella apareció
sobre los árboles, ante ellos, en las crecientes tinieblas del oriente. Para mantener
el ánimo marchaban juntos y a paso vivo. Después de un rato, cuando las
estrellas se hicieron más brillantes y numerosas, recobraron la calma y y a no
prestaron atención a un posible ruido de cascos. Comenzaron a tararear
suavemente, como lo hacen los hobbits cuando caminan, sobre todo cuando
vuelven a sus casas por la noche. La may oría canta entonces una canción de
cena o de cuna; pero estos hobbits tarareaban una canción de caminantes
(aunque con algunas alusiones a la cena y a la cama, por supuesto). Bilbo Bolsón
había puesto letra a una tonada tan vieja como las colinas mismas y se la había
enseñado a Frodo mientras caminaban por los senderos del Valle del Agua y
hablaban de la Aventura.
En el hogar el fuego es rojo,
y bajo techo hay una cama;
pero los pies no están cansados todavía,
y quizás aún encontremos detrás del recodo
un árbol repentino o una roca empinada
que nadie ha visto sino nosotros.
Árbol y flor y brizna y pasto,
¡que pasen, que pasen!
Colina y agua bajo el cielo,
¡pasemos, pasemos!
Aun detrás del recodo quizá todavía esperen
un camino nuevo o una puerta secreta,
y aunque hoy pasemos de largo
y tomemos los senderos ocultos que corren
hacia la luna o hacia el sol
quizá mañana aquí volvamos.
Manzana, espino, nuez y ciruela
¡que se pierdan, se pierdan!
Arena y piedra y estanque y cañada,
¡adiós, adiós!
La casa atrás, delante el mundo,
y muchas sendas que recorrer,
hacia el filo sombrío del horizonte
y la noche estrellada.
Luego el mundo atrás y la casa delante;
volvemos a la casa y a la cama.
Niebla y crepúsculo, nubes y sombra,
se borrarán, se borrarán.
Lámpara y fuego, y pan y carne,
¡y luego a cama, y luego a cama!
La canción terminó.
—¡Y ahora a cama! ¡Ahora a cama! —cantó Pippin en voz alta.
—¡Calla! —interrumpió Frodo—. Creo oír ruido de cascos otra vez.
Se detuvieron y se quedaron escuchando en silencio, como sombras de
árboles. Había un ruido de cascos en el camino, detrás, bastante lejos, pero se
acercaba lenta y claramente traído por el viento. Los hobbits se deslizaron fuera
del camino rápida y quedamente, internándose en la espesura, bajo los robles.
—No nos alejemos demasiado —dijo Frodo—. No quiero que me vean, pero
quiero ver si es otro Jinete Negro.
—Muy bien —dijo Pippin—. ¡Pero no olvides el olfateo!
El ruido se aproximó; no tuvieron tiempo de encontrar un escondrijo mejor
que aquella oscuridad bajo los árboles.
Sam y Pippin se agacharon detrás de un tronco grueso, mientras que Frodo se
arrastraba unas pocas y ardas hacia el camino descolorido, una línea de luz
agonizante, que atravesaba el bosque. Arriba, las estrellas se apretaban en el cielo
oscuro, pero no había luna.
El sonido de cascos se interrumpió. Frodo vio algo oscuro que pasaba entre el
claro luminoso de dos árboles y luego se detenía. Parecía la sombra negra de un
caballo, llevado por una sombra más pequeña. La sombra se alzó junto al lugar
en que habían dejado el camino y se balanceó de un lado a otro; Frodo crey ó oír
la respiración de alguien que olfateaba. La sombra se inclinó y luego empezó a
arrastrarse hacia Frodo.
Una vez más Frodo sintió el deseo de ponerse el Anillo y el deseo era más
fuerte que nunca. Tan fuerte era que antes de advertir lo que hacía, y a estaba
tanteándose el bolsillo. En ese mismo momento se oy ó un sonido de risas y
cantos. Unas voces claras se alzaron y se apagaron en la noche estrellada. La
sombra negra se enderezó, retirándose de prisa. Montó el caballo oscuro y
pareció que se desvanecía en las sombras del otro lado del camino. Frodo
recobró el aliento.
—¡Elfos! —exclamó Sam con un murmullo ronco—. ¡Elfos, señor!
Si no lo hubieran retenido, habría saltado fuera de los árboles, para unirse a
las voces.
—Sí, son elfos —dijo Frodo—. Se los encuentra a veces en Bosque Cerrado.
No viven en la Comarca, pero vagabundean por aquí en primavera y en otoño,
lejos de sus propias tierras, más allá de las Colinas de la Torre. Y les agradezco la
costumbre. No lo visteis, pero el jinete negro se detuvo justamente aquí y se
arrastraba hacia nosotros cuando empezó el canto. Tan pronto oy ó las voces,
escapó.
—¿Y los elfos? —dijo Sam, demasiado excitado para preocuparse por el
jinete—. ¿No podemos ir a verlos?
—Escucha, vienen hacia aquí —dijo Frodo—. Sólo tenemos que esperar junto
al camino.
La canción se acercó. Una voz clara se elevaba sobre las otras. Cantaba en la
bella lengua de los elfos, de la que Frodo conocía muy poco y los otros nada. Sin
embargo, el sonido, combinado con la melodía, parecía tomar forma en la mente
de los hobbits con palabras que entendían sólo a medias. Esta era la canción, tal
como la oy ó Frodo:
¡Blancanieves! ¡Blancanieves! ¡Oh, dama clara!
¡Reina de más allá de los mares del Oeste!
¡Oh Luz para nosotros, peregrinos
en un mundo de árboles entrelazados!
¡Gilthoniel! ¡Oh Elbereth!
Es clara tu mirada y brillante tu aliento.
¡Blancanieves! ¡Blancanieves! Te cantamos
en una tierra lejana más allá del mar.
Oh estrellas que en un año sin sol
ella sembró con luminosa mano,
en campos borrascosos, ahora brillante y claro
vemos tu capullo de plata esparcido en el viento.
¡Oh Elbereth! ¡Gilthoniel!
Recordamos aún, nosotros que habitamos
en esta tierra lejana bajo los árboles,
tu luz estelar sobre los mares del Oeste.
La canción terminó.
—¡Son Altos Elfos! ¡Han nombrado a Elbereth! —dijo Frodo sorprendido—.
No sabía que estas gentes magníficas visitaran la Comarca. No hay muchos
ahora en la Tierra Media, al este de las Grandes Aguas. Esta es de veras una
muy rara ocasión.
Los hobbits se sentaron junto al camino, entre las sombras. Los elfos no
tardaron en bajar por el camino hacia el valle. Pasaron lentamente y los hobbits
alcanzaron a ver la luz de las estrellas que centelleaba en los cabellos y los ojos
de los elfos. No llevaban luces, pero un resplandor semejante a la luz de la luna
poco antes de asomar sobre la cresta de las lomas les envolvía los pies.
Marchaban ahora en silencio y el último se volvió en el camino, miró a los
hobbits y se rió.
—¡Salud, Frodo! —exclamó—. Es muy tarde para estar fuera. ¿O andas
perdido?
Llamó en voz alta a los otros, que se detuvieron y se reunieron en círculo.
—Es realmente maravilloso —dijeron—. Tres hobbits en un bosque, de
noche. No hemos visto nada semejante desde que Bilbo se fue. ¿Qué significa?
—Esto sólo significa, Hermosa Gente —dijo. Frodo—, que seguimos el
mismo camino que vosotros, parece. Me gusta caminar a la luz de las estrellas y
quisiera acompañaros.
—Pero no necesitamos ninguna compañía y además los hobbits son muy
aburridos —rieron—. ¿Cómo sabes que vamos en la misma dirección, si no sabes
a dónde vamos?
—¿Y cómo sabes tú mi nombre? —preguntó Frodo.
—Sabemos muchas cosas —dijeron los elfos—. Te vimos a menudo con
Bilbo, aunque tú no nos vieras.
—¿Quiénes sois? ¿Quién es vuestro señor? —preguntó Frodo.
—Me llamo Gildor —respondió el jefe, el primero que lo había saludado—.
Gildor Inglorion de la Casa de Finrod. Somos desterrados; la may oría de nosotros
ha partido hace tiempo y ahora no hacemos otra cosa que demorarnos un poco
antes de cruzar las Grandes Aguas. Pero algunos viven aún en paz en Rivendel.
Vamos, Frodo, dinos qué haces, pues vemos sobre ti una sombra de miedo.
—¡Oh, gente sabia —interrumpió ansiosamente Pippin—, decidnos algo de
los Jinetes Negros!
—¿Jinetes Negros? —murmuraron los elfos—. ¿Por qué esa pregunta?
—Porque dos Jinetes Negros nos dieron alcance hoy mismo, o uno lo hizo dos
veces —respondió Pippin—. Desapareció minutos antes que vosotros llegarais.
Los elfos no respondieron en seguida; hablaron entre ellos en voz baja, en su
propia lengua, y al fin Gildor se volvió hacia los hobbits.
—No hablaremos de eso aquí —dijo—. Será mejor que vengáis con nosotros;
no es nuestra costumbre, pero por esta vez os llevaremos por nuestra ruta y esta
noche os alojaréis con nosotros, si así lo deseáis.
—¡Oh, Hermosa Gente! Esto es más de lo que esperábamos —dijo Pippin.
Sam se había quedado sin habla.
—Te lo agradezco, Gildor Inglorion —dijo Frodo inclinándose—. Elen sila
lúmenn’ omentielmo, una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro —agregó
en la lengua alta de los elfos.
—¡Cuidado, amigos! —rió Gildor—. ¡No habléis de cosas secretas! He aquí
un conocedor de la lengua antigua. Bilbo era un buen maestro. ¡Salud, amigo de
los elfos! —dijo inclinándose ante Frodo—. ¡Ven con tus amigos y únete a
nosotros! Es mejor que caminéis en el medio, para que nadie se extravíe. Pienso
que os sentiréis cansados antes que hagamos un alto.
—¿Por qué? ¿Hacia dónde vais? —preguntó Frodo.
—Esta noche vamos hacia los bosques de las colinas que dominan la casa del
Bosque. Quedan a algunas millas de aquí, pero podéis descansar cuando
lleguemos y acortaréis el camino de mañana.
Marcharon todos juntos en silencio, como sombras y luces mortecinas; pues
los elfos (aun más que los hobbits) podían caminar sin hacer ruido, si así lo
deseaban. Pippin pronto sintió sueño y se tambaleó en una o dos ocasiones, pero
cada vez un elfo que marchaba a su lado extendía el brazo, sosteniéndolo. Sam
caminaba junto a Frodo como en un sueño y con una expresión mitad de miedo
y mitad de maravillada alegría.
Los bosques de ambos lados comenzaron a hacerse más densos; los árboles eran
más nuevos y frondosos y a medida que el camino descendía siguiendo un
pliegue de las lomas, unos sotos profundos de avellanos se sucedían sobre las dos
laderas. Por último los elfos dejaron el camino, internándose por un sendero
verde casi oculto en la espesura a la derecha y subieron por unas laderas
boscosas hasta llegar a la cima de una loma que se adelantaba hacía las tierras
más bajas del valle del río. De pronto, salieron de las sombras de los árboles y se
abrió ante ellos un vasto espacio de hierba gris bajo el cielo nocturno; los bosques
lo encerraban por tres lados, pero hacia el este el terreno caía a pique y las copas
de los árboles sombríos que crecían al pie de las laderas no llegaban a la altura
del claro. Más allá, las tierras bajas se extendían oscuras y planas bajo las
estrellas. Como al alcance de la mano, unas pocas luces parpadeaban en Casa del
Bosque.
Los elfos se sentaron en la hierba hablando juntos en voz baja; parecían
haberse olvidado de los hobbits. Frodo y sus amigos se envolvieron en capas y
mantas y una pesada somnolencia cay ó sobre ellos. La noche avanzó y las luces
del valle se apagaron. Pippin se durmió, la cabeza apoy ada en un montículo
verde.
A lo lejos, alta en oriente, parpadeaba Remirath, la red de estrellas, y lento
entre la niebla asomó el rojo Borgil, brillando como una joy a de fuego. Luego
algún movimiento del aire descorrió el velo de bruma y trepando sobre las
crestas del mundo apareció el Espada del Cielo, Menelvagor, y su brillante
cinturón. Los elfos rompieron a cantar. De súbito, bajo los árboles, un fuego se
alzó difundiendo una luz roja.
—¡Venid! —llamaron los elfos a los hobbits—. ¡Venid! ¡Llegó el momento de
la palabra y la alegría!
Pippin se sentó restregándose los ojos y de pronto tuvo frío y se estremeció.
—Hay fuego en la sala y comida para los invitados hambrientos —dijo un
elfo, de pie ante él.
En el extremo sur del claro había una abertura. Allí el suelo verde penetraba
en el bosque formando un espacio amplio, como una sala techada con ramas de
árboles; los grandes troncos se alineaban como pilares a los lados. En el centro
había una hoguera y sobre los árboles-pilares ardían las antorchas con luces de
oro y plata. Los elfos se sentaron en el pasto o sobre los viejos troncos
serruchados, alrededor del fuego. Algunos iban y venían llevando copas y
sirviendo bebidas; otros traían alimentos apilados en platos y fuentes.
—Es una comida pobre —dijeron los elfos a los hobbits—, pues estamos
acampando en los bosques, lejos de nuestras casas. Allá en nuestros hogares os
hubiésemos tratado mejor.
—A mí me parece un banquete de cumpleaños —dijo Frodo.
Pippin apenas recordó después lo que había comido y bebido, pues se pasó la
noche mirando la luz que irradiaban las caras de los elfos y escuchando aquellas
voces tan variadas y hermosas; todo había sido como un sueño. Pero recordaba
que había habido pan, más sabroso que una buena hogaza blanca para un muerto
de hambre, y frutas tan dulces como bay as silvestres y más perfumadas que las
frutas cultivadas de las huertas y había tomado una bebida fragante, fresca como
una fuente clara, dorada como una tarde de verano.
Sam nunca pudo describir con palabras y ni siquiera volver a imaginar lo que
había pensado y sentido aquella noche, aunque se le grabó en la memoria como
uno de los episodios más importantes de su vida. Lo más que pudo decir fue:
—Bien, señor, si pudiese cultivar esas manzanas, me consideraría entonces un
jardinero. Pero lo que más profundamente me conmovió el corazón fueron las
canciones, si usted me entiende.
Frodo comió, bebió y habló animadamente, pero prestó atención sobre todo a
las palabras de los demás. Conocía algo de la lengua de los elfos y escuchaba
ávidamente. De vez en cuando hablaba y agradecía en élfico. Los elfos sonreían
y le decían riéndose:
—¡Una joy a entre los hobbits!
Al poco tiempo Pippin se durmió y lo alzaron y llevaron a una enramada
bajo los árboles; allí durmió el resto de la noche en un lecho blando. Sam no quiso
abandonar a su señor. Cuando Pippin se fue, se acercó y se acurrucó a los pies de
Frodo y allí cabeceó un rato y al fin cerró los ojos. Frodo se quedó largo tiempo
despierto, hablando con Gildor.
Hablaron de muchas cosas, viejas y nuevas y Frodo interrogó repetidamente
a Gildor acerca de lo que ocurría en el ancho mundo, fuera de la Comarca. Las
noticias eran en su may oría tristes y ominosas: las tinieblas crecientes, las
guerras de los hombres y la huida de los elfos. Al fin Frodo hizo la pregunta que
más le tocaba el corazón:
—Dime, Gildor, ¿has visto a Bilbo después que se fue?
Gildor sonrió.
—Sí —dijo—, dos veces. Se despidió de nosotros en este mismo sitio. Pero lo
vi otra vez, lejos de aquí.
Gildor no quiso decir nada más acerca de Bilbo, y Frodo calló.
—No preguntas ni dices mucho de lo que a ti concierne, Frodo —dijo Gildor
—. Pero sé y a un poco y puedo leer más en tu cara y en el pensamiento que
dicta tus preguntas. Dejas la Comarca y todavía no sabes si encontrarás lo que
buscas, si cumplirás tu cometido, o si un día volverás. ¿No es así?
—Así es —dijo Frodo—; pero pensaba que mi partida era un secreto que sólo
Gandalf y mi fiel Sam conocían. —Miró a Sam que roncaba apaciblemente.
—En lo que toca a nosotros, el secreto no llegará al enemigo —dijo Gildor.
—¿El enemigo? —dijo Frodo—. ¿Entonces sabes por qué dejo la Comarca?
—No sé por qué te persigue el enemigo —respondió Gildor—, pero veo que
es así… aunque me parezca muy extraño. Y te prevengo que el peligro está
ahora delante y detrás de ti, y a cada lado.
—¿Te refieres a los jinetes? Temí que fueran sirvientes del enemigo. ¿Quiénes
son los Jinetes Negros?
—¿Gandalf no te ha dicho nada?
—Nada sobre tales criaturas.
—Entonces creo que no soy quien deba decirte más, pues el temor podría
impedir tu viaje. Porque creo que has partido justo a tiempo, si todavía hay
tiempo. Ahora tienes que apresurarte, no demorarte ni volver atrás, pues y a no
hay protección para ti en la Comarca.
—No puedo imaginar una información más aterradora que tus insinuaciones
y advertencias —exclamó Frodo—. Sabía que el peligro acechaba, por supuesto,
pero no esperaba encontrarlo tan pronto, en nuestra propia Comarca. ¿Es que un
hobbit no puede pasearse tranquilamente desde El Agua al Río?
—No es tu propia Comarca —dijo Gildor—. Otros moraron aquí antes que los
hobbits existieran, y otros morarán cuando los hobbits y a no existan. Todo a
vuestro alrededor se extiende el ancho mundo. Podéis encerraros, pero no lo
mantendréis siempre afuera.
—Lo sé, y sin embargo nunca dejó de parecerme un sitio tan seguro y
familiar. ¿Qué puedo hacer? Mi plan era abandonar la Comarca en secreto,
camino de Rivendel, pero y a me siguen los pasos, aún antes de llegar a Los
Gamos.
—Creo que tendrías que seguir ese plan —dijo Gildor—. No pienso que el
camino sea muy difícil para tu coraje, pero si deseas consejos más claros
tendrías que pedírselos a Gandalf. No conozco el motivo de tu huida y por eso
mismo no sé de qué medios se valdrán tus perseguidores para atacarte. Gandalf
lo sabrá, sin duda. Supongo que lo verás antes de dejar la Comarca.
—Así lo espero, pero esto es otra cosa que me inquieta. He esperado a
Gandalf muchos días; tendría que haber llegado a Hobbiton hace dos noches
cuando mucho, pero no apareció. Ahora me pregunto qué habrá ocurrido. ¿Crees
necesario que lo espere?
Gildor guardó silencio un rato y al fin dijo:
—No me gustan estas noticias. El retraso de Gandalf no presagia nada bueno.
Pero está dicho: « No te entremetas en asuntos de magos, pues son astutos y de
cólera fácil.» Te corresponde a ti decidir: sigue o espéralo.
—Y también se ha dicho —respondió Frodo—: « No pidas consejo a los elfos,
pues te dirán al mismo tiempo que sí y que no.»
—¿De veras? —rió Gildor—. Raras veces los elfos dan consejos indiscretos,
pues un consejo es un regalo muy peligroso, aun del sabio al sabio, y a que todos
los rumbos pueden terminar mal. ¿Qué pretendes? No me has dicho todo lo que a
ti respecta; entonces, ¿cómo podría elegir mejor que tú? Pero si me pides consejo
te lo daré por amistad. Pienso que debieras partir inmediatamente, sin dilación y
si Gandalf no aparece antes de tu partida, permíteme también aconsejarte que no
vay as solo. Lleva contigo amigos de confianza y de buena voluntad. Tendrías que
agradecérmelo, pues no te doy este consejo de muy buena gana. Los elfos tienen
sus propios trabajos y sus propias penas y no se entremeten en los asuntos de los
hobbits o de cualquier otra criatura terrestre. Nuestros caminos rara vez se cruzan
con los de ellos, por casualidad o a propósito; quizás este encuentro no sea del
todo casual, pero el propósito no me parece claro y temo decir demasiado.
—Te estoy profundamente agradecido —dijo Frodo—. Pero me gustaría que
me dijeras con claridad qué son los Jinetes Negros. Si sigo tu consejo, no he de
ver a Gandalf durante mucho tiempo y tendría que conocer cuál es el peligro que
me persigue.
—¿No es bastante saber que son siervos del enemigo? —respondió Gildor—.
¡Escapa de ellos! ¡No les hables! Son mortíferos. No me preguntes más. Mi
corazón me anuncia que antes del fin, tú, Frodo, hijo de Drogo, sabrás más de
estas cosas terribles que Gildor Inglorion. ¡Que Elbereth te proteja!
—¿Dónde encontraré coraje? —preguntó Frodo—. Es lo que más necesito.
—El coraje se encuentra en sitios insólitos —dijo Gildor—. Ten fe. ¡Duerme
ahora! En la mañana nos habremos ido, pero te enviaremos nuestros mensajes a
través de las tierras. Las Compañías Errantes sabrán de tu viaje y aquellos que
tienen poder para el bien estarán atentos. ¡Te nombro amigo de los elfos y que las
estrellas brillen para ti hasta el fin del camino! Pocas veces nos hemos sentido tan
cómodos con gente extraña; es muy agradable oír palabras del idioma antiguo en
labios de otros peregrinos del mundo. Frodo sintió que el sueño se apoderaba de
él, aún antes que Gildor terminara de hablar.
—Dormiré ahora —dijo y el elfo lo llevó junto a Pippin; y allí Frodo se echó
sobre una cama y durmió sin sueños toda la noche.
4
Un atajo hacia los hongos
A la
mañana siguiente Frodo despertó renovado. Estaba acostado bajo una
enramada; las ramas de un árbol bajaban entrelazadas hasta el suelo. La cama
era de helecho y musgo, suave, profunda y extrañamente fragante. El sol
refulgía entre las hojas temblorosas, todavía verdes. Frodo se levantó de un salto
y salió.
Sam estaba sentado en la hierba, cerca del linde del bosque. Pippin, de pie,
estudiaba el cielo y el tiempo. No había señales de los elfos.
—Nos han dejado fruta, bebidas y pan —dijo Pippin—. Ven a desay unar. El
pan es casi tan bueno como anoche. Yo no quería dejarte nada, pero Sam insistió.
Frodo se sentó junto a Sam y empezó a comer.
—¿Cuál es el plan de hoy ? —preguntó Pippin.
—Caminar hacia Los Gamos tan rápido como sea posible —respondió Frodo,
volviendo su atención a la comida.
—¿Crees que volveremos a ver a alguno de los jinetes? —preguntó Pippin
alegremente.
Al sol de la mañana, la posibilidad de encontrarse con todo un escuadrón de
jinetes no le parecía muy alarmante.
—Sí, quizá —respondió Frodo, no muy a gusto con el recuerdo—. Espero
cruzar el río sin que nos vean.
—¿Descubriste algo sobre ellos por lo que te dijo Gildor?
—No mucho, sólo insinuaciones y adivinanzas —dijo Frodo evasivamente.
—¿Le preguntaste por el olfateo?
—No lo discutimos —dijo Frodo, con la boca llena.
—Tendrías que haberlo hecho; estoy seguro de que es muy importante.
—Y y o estoy seguro de que Gildor se hubiera negado a explicármelo —dijo
Frodo, bruscamente ahora—. ¡Déjame en paz! No tengo ganas de responder a
una sarta de preguntas mientras estoy comiendo. Quiero pensar.
—¡Cielos! —exclamó Pippin—. ¿Durante el desay uno?
Se alejo hacia el borde del prado. La mañana brillante, traidoramente
brillante, según Frodo, no había desvanecido el temor de que lo persiguieran, y
pensaba ahora en las palabras de Gildor. Oy ó la alegre voz de Pippin, que corría
por la hierba, cantando.
« No, no podría» , se dijo. « Una cosa es llevar a mis jóvenes amigos a
recorrer la Comarca hasta sentirnos muertos de hambre y cansancio y añorar la
comida y la cama, y otra cosa es llevarlos al exilio donde el hambre y el
cansancio no tienen remedio. La herencia es sólo mía. Ni siquiera creo que deba
llevar a Sam.»
Miró a Sam Gamy i y descubrió que él estaba observándolo.
—Bien, Sam —le dijo—, ¿qué sucede? Abandonaré la Comarca tan pronto
como pueda. He decidido no esperar ni siquiera un día en Cricava, si puedo
evitarlo.
—¡Bien, señor!
—¿Todavía piensas venir conmigo?
—Sí.
—Será muy peligroso, Sam. Ya es peligroso. Quizá no volvamos, ninguno de
nosotros.
—Si usted no vuelve, señor, es verdad que y o tampoco volveré —replicó
Sam. ¡No lo abandones!, me dijeron. ¡Abandonarlo! Ni siquiera lo pienso. Iré con
él, aunque suba a la luna; y si alguno de esos Jinetes Negros trata de detenerlo,
tendrá que vérselas con Sam Gamyi, dije. Ellos se echaron a reír.
—¿Quiénes son ellos? ¿Y de qué hablas?
—Los elfos, señor. Tuvimos una conversación anoche. Parecían saber que
usted se iba y no vi la necesidad de negarlo. ¡Maravilloso pueblo los elfos, señor!
¡Maravilloso!
—Así es —dijo Frodo—. ¿Te siguen gustando, ahora que los viste más de
cerca?
—A decir verdad, parecen estar por encima de mis simpatías o antipatías —
respondió Sam lentamente—. Lo que y o pienso no importa mucho. Son bastante
diferentes de lo que y o esperaba; tan jóvenes y viejos, tan alegres y tristes, si
puede decirse así.
Frodo lo miró bastante confundido, como esperando ver algún signo exterior
del extraño cambio que se había producido en Sam. La voz no era la del Sam
Gamy i que él creía conocer. No obstante, seguía siendo el de antes, Sam Gamy i,
allí sentado, pero tenía una expresión pensativa, lo que en él era insólito.
—¿Sientes aún la necesidad de abandonar la Comarca, ahora que cumpliste tu
deseo de ver a los elfos? —le preguntó.
—Sí, señor; no sé cómo decirlo, pero después de anoche me siento diferente.
Me parece ver el futuro, en cierto modo. Sé que recorreremos un largo camino
hacia la oscuridad; pero también sé que no puedo volverme. No es que quiera ver
elfos ahora, o dragones, o montañas… lo que quiero no lo sé exactamente, pero
tengo que hacer algo antes del fin, y está ahí adelante, no en la Comarca. Tengo
que buscarlo señor, si usted me entiende.
—No del todo, pero entiendo que Gandalf me eligió un buen compañero.
—Tú dormiste hasta tarde, querrás decir —replicó Pippin—. Me levanté
mucho antes que tú y lo único que esperábamos era que terminaras de comer y
de pensar.
—Ya he terminado ambas cosas y alcanzaré Balsadera de Gamoburgo tan
rápido como sea posible. No haremos ningún rodeo, es decir, no volveré al
camino que dejamos anoche; cortaré a través del campo.
—Entonces volarás —dijo Pippin—. No podrás cortar camino a pie por estos
campos.
—De cualquier modo el tray ecto será más corto —respondió Frodo—.
Balsadera está al sudeste de Casa del Bosque, pero el camino tuerce hacia la
izquierda; puedes ver allí una parte que va hacia el norte. Bordea a Marjala por el
extremo norte y se une a la calzada del puente en Cepeda. Se desvía muchas
millas. Podríamos ahorrarnos un cuarto de camino si trazásemos una línea recta
de aquí a Balsadera.
—Los atajos cortos traen retrasos largos —arguy ó Pippin—. El campo es
escabroso por aquí y hay pantanos y toda clase de dificultades en Marjala.
Conozco la región. Y si lo que te preocupa son los Jinetes Negros, no creo que sea
mejor encontrarlos en un bosque o en el campo que en el camino.
—Es más difícil encontrar gente en bosques y campos —respondió Frodo—.
Y si se supone que estás en el camino, es posible que te busquen allí y no fuera.
—Muy bien —dijo Pippin—, te seguiré por pantanos y zanjas. ¡Será muy
duro! Había descontado que llegaríamos a La Perca Dorada, en Cepeda, antes de
la caída del sol. La mejor cerveza de la Cuaderna del Este, o así era antes. Hace
tiempo que no la pruebo.
—¡He aquí la razón! —dijo Frodo—. Los atajos cortos traen retrasos largos;
pero las posadas los alargan todavía más. Te mantendremos alejado de La Perca
Dorada, a toda costa. Tenemos que llegar a Balsadera antes que anochezca. ¿Qué
te parece, Sam?
—Iré con usted, señor Frodo —dijo Sam, a pesar de sus dudas y de lamentar
profundamente perder la mejor cerveza de la Cuaderna del Este.
—Bueno, si tenemos que luchar con pantanos y zarzas, partamos en seguida
—dijo Pippin.
Hacía casi tanto calor como en la víspera, pero unas nubes comenzaron a
levantarse en el oeste. Parecía que iba a llover. Los hobbits descendieron por una
verde barranca empinada, ay udándose con pies y manos y se internaron en la
espesura de la arboleda. El itinerario que habían elegido dejaba Casa del Bosque
a la izquierda y atravesaba oblicuamente los bosques en la falda oriental de la
colina hasta las planicies del lado opuesto. Luego podrían seguir en línea recta
hasta Balsadera, a campo abierto, aunque cruzando unos pocos alambradas y
zanjas. Frodo estimó que tendrían que caminar dieciocho millas en línea recta.
No tardó en comprobar que el matorral era más espeso y enmarañado de lo
que parecía. No había sendas en la maleza y no podrían ir muy rápido. Cuando
llegaron al fin al pie de la barranca, se encontraron con un arroy o que bajaba de
las colinas; el lecho era profundo, los bordes empinados y resbaladizos, cubiertos
de zarzas y cortaba de modo muy inoportuno la línea que se habían trazado. No
podían saltarlo, ni tampoco cruzarlo sin empaparse las ropas, cubrirse de
arañazos y embarrarse de pies a cabeza. Se detuvieron buscando una solución.
—¡Primer inconveniente! —dijo Pippin con una sonrisa torva. Sam Gamy i
miró atrás. Entre un claro de los árboles alcanzó a ver la cima de la barranca
verde por donde habían bajado.
—¡Mire! —dijo, tomando el brazo de Frodo. Todos miraron y vieron allá
arriba, recortándose en la altura, contra el cielo, la silueta de un caballo. Junto a
él se inclinaba una figura negra. Abandonaron en seguida toda idea de volver
atrás. Guiados por Frodo se escondieron rápidamente entre los arbustos espesos
que crecían a orillas del agua.
—¡Cáspita! —le dijo Frodo a Pippin—. ¡Los dos teníamos razón! El atajo no
es nada seguro, pero nos salvamos a tiempo. Tienes oídos finos, Sam, ¿oy es si
viene algo?
Se quedaron muy quietos, reteniendo el aliento mientras escuchaban; pero no
se oía ningún ruido de persecución.
—No creo que intente traer el caballo barranca abajo —dijo Sam—, pero
quizá sepa que nosotros bajamos por ahí. Mejor es que sigamos.
Seguir no era nada fácil; tenían que cargar los fardos y los arbustos y las
zarzas no los dejaban avanzar. La loma de atrás cerraba el paso al viento y el aire
estaba quieto y pesado. Cuando llegaron al fin a un lugar más descubierto,
estaban sofocados de calor, cansados, rasguñados y y a no muy seguros de la
dirección que seguían. Las márgenes del arroy o se hacían más bajas en la
llanura, se separaban y eran menos profundas, desviándose hacia Marjala y el
río.
—¡Pero éste es el arroy o Cepeda! —dijo Pippin—. Si queremos retomar
nuestro camino, tenemos que cruzarlo en seguida y doblar a la derecha.
Vadearon el arroy o y salieron de prisa a un amplio espacio abierto, cubierto
de juncos y sin árboles. Poco más allá había otro cinturón de árboles, en su
may oría robles altos y algunos olmos y fresnos. El suelo era bastante llano, con
poca maleza, pero los árboles estaban demasiado juntos y no permitían ver muy
lejos. Unas ráfagas súbitas hacían volar las hojas y las primeras gotas
comenzaron a caer del cielo plomizo. Luego el viento cesó y la lluvia torrencial
se abatió sobre ellos. Caminaban ahora penosamente, tan a prisa como podían,
sobre matas de pasto, atravesando montones espesos de hojas muertas y
alrededor de ellos la lluvia crepitaba y empapaba el suelo. No hablaban, pero no
dejaban de mirar atrás y a los costados.
Media hora más tarde Pippin dijo:
—Espero que no hay amos torcido demasiado hacia el sur y que no estemos
cruzando el bosque de punta a punta. No es muy ancho, no más de una milla me
parece, y y a tendríamos que estar del otro lado.
—No serviría de nada que comenzáramos a zigzaguear —dijo Frodo—. No
arreglaría las cosas. Sigamos como hasta ahora. No estoy seguro de querer salir
a campo abierto todavía.
Recorrieron otro par de millas. Luego el sol brilló de nuevo entre desgarrones de
nubes y la lluvia decreció. Ya había pasado el mediodía y sintieron que era hora
de almorzar. Se detuvieron bajo un olmo de follaje amarillo, pero todavía espeso.
El suelo estaba allí seco y abrigado. Cuando empezaron a preparar la comida,
advirtieron que los elfos les habían llenado las botellas con una bebida clara, de
color dorado pálido; tenía la fragancia de una miel de muchas flores y era
maravillosamente refrescante. Pronto comenzaron a reír, burlándose de la lluvia
y de los Jinetes Negros. Sentían que pronto dejarían atrás las últimas millas.
Frodo se recostó en el tronco de un árbol y cerró los ojos. Sam y Pippin se
sentaron cerca y se pusieron a tararear y luego a cantar suavemente:
¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! A la botella acudo
para curar el corazón y ahogar las penas.
La lluvia puede caer, el viento puede soplar
y aún tengo que recorrer muchas millas,
pero me acostaré al pie de un árbol alto
y dejaré que las nubes naveguen en el cielo.
—¡Ho! ¡Ho! ¡Ho! —volvieron a cantar, esta vez más fuerte. De pronto se
interrumpieron. Frodo se incorporó de un salto. El viento traía un lamento
prolongado, como el llanto de una criatura solitaria y diabólica. El grito subió y
bajó, terminando en una nota muy aguda. Se quedaron como estaban, sentados o
de pie, paralizados de pronto y oy eron otro grito más apagado y lejano, pero no
menos estremecedor. Luego hubo un silencio, sólo quebrado por el sonido del
viento en las hojas.
—¿Qué crees que fue? —preguntó por fin Pippin, tratando de parecer
despreocupado, pero temblando un poco—. Si era un pájaro, no lo oí nunca en la
Comarca.
—No era pájaro ni bestia —dijo Frodo—. Era una llamada o una señal, pues
en ese grito había palabras que no pude entender. Ningún hobbit tiene una voz
semejante.
No dijeron nada más. Todos pensaban en los Jinetes Negros, aunque ninguno
los mencionó. No sabían ahora si quedarse o continuar; pero, tarde o temprano,
tendrían que cruzar el campo abierto hacia Balsadera. Era preferible hacerlo
cuanto antes, a la luz del día. Instantes más tarde y a habían cargado otra vez los
bultos y echaban a andar.
Poco después el bosque terminó de pronto. Unas tierras anchas y cubiertas de
pastos se extendían ante ellos. Comprobaron entonces que se habían desviado, en
efecto, demasiado hacia el sur. A lo lejos, dominando la llanura, podían entrever
la colina baja de Gamoburgo, del otro lado del río, que ahora estaba a la
izquierda. Se arrastraron con muchas precauciones fuera de la arboleda y
atravesaron el claro lo más rápido posible.
Al principio estaban asustados, fuera del abrigo del bosque. Lejos, detrás de
ellos, se alzaba el sitio donde habían desay unado. Frodo casi esperaba ver allá
arriba la figura pequeña y distante de un jinete, recortada contra el cielo, pero no
descubrió nada. El sol, escapando de las nubes desgarradas mientras descendía a
las lomas que habían dejado atrás, brillaba de nuevo. Pronto perdieron el miedo,
aunque todavía se sentían intranquilos. El paisaje era cada vez más ordenado y
doméstico. Llegaron así a praderas y campos bien cuidados, en los que había
cercos, portones y zanjas de desagüe. Todo parecía tranquilo y apacible, un
rincón de la Comarca como tantos otros. A cada paso iban sintiéndose más
animados. La línea del río se acercaba, y los Jinetes Negros comenzaban a
parecerles fantasmas de los bosques, muy lejanos ahora.
Bordearon un enorme campo de nabos y llegaron a la puerta de un cercado;
más allá, entre setos bien cuidados y de poca altura, corría una senda hacia un
distante grupo de árboles. Pippin se detuvo.
—¡Conozco estos campos y esta puerta! —dijo—. Esto es el Habar, las tierras
del viejo Maggot. Mirad la granja, allá entre los árboles.
—¡Dificultad tras dificultad! —dijo Frodo; parecía casi tan asustado como si
Pippin le hubiese dicho que la senda llevaba a la guarida de un dragón. Los otros
lo miraron con sorpresa.
—¿Qué ocurre con el viejo Maggot? —dijo Pippin—. Es un buen amigo de
todos los Brandigamo. Por supuesto, es el terror de los intrusos, pues tiene perros
feroces. Después de todo, la gente de aquí está muy cerca de la frontera y ha de
estar prevenida.
—Lo sé —dijo Frodo y rió avergonzado—, pero lo mismo me aterrorizan él y
sus perros. Evité esta granja durante años y años. Cuando y o era joven en Casa
Brandi y venía aquí en busca de hongos, me pescó varias veces. La última me
castigó, me mostró los perros y les dijo: « Miren, muchachos, la próxima vez que
éste pise mis tierras, pueden comérselo; ahora, ¡échenlo!» Me persiguieron hasta
Balsadera. Nunca me recobré del miedo, aunque he de decir que esas bestias
conocían bien sus obligaciones y ni siquiera me tocaron.
Pippin rió diciendo:
—Bien, es tiempo de saldar cuentas. Especialmente si vas a vivir de nuevo en
Los Gamos. El viejo Maggot es realmente un buen tipo, si dejas sus setas en paz.
Sigamos la senda y no podrán decir que somos intrusos. Si lo encontramos, y o le
hablaré. Es amigo de Merry y y o solía venir aquí con él muy a menudo en otro
tiempo.
Siguieron la senda hasta que vieron los techos bardados de una casa grande y los
edificios de la granja que asomaban entre los árboles al frente. Los Maggot y los
Barroso de Cepeda y la may oría de los habitantes de Marjala habitaban en casas.
La granja estaba sólidamente construida con ladrillos, rodeada por un muro alto.
Un portón ancho de madera se abría en el muro sobre el camino.
Se acercaron y unos aullidos y ladridos temibles estallaron de pronto y una
voz gritó.
—¡Garra! ¡Colmillo! ¡Lobo! ¡A callar, muchachos!
Frodo y Sam se detuvieron en seco, pero Pippin se adelantó unos pasos. La
puerta se abrió y tres perros enormes salieron al camino y se precipitaron sobre
los viajeros ladrando fieramente. Pasaron por alto a Pippin; Sam se encogió
contra la pared mientras dos perros con aspecto de lobos lo husmeaban con
desconfianza y le mostraban los dientes cada vez que se movía. El may or y más
feroz de los tres se detuvo frente a Frodo, erizado y gruñendo. En la puerta
apareció un hobbit macizo de cara redonda y roja.
—¡Hola! ¡Hola! ¿Quiénes pueden ser y qué pueden desear?
—¡Buenas tardes, señor Maggot! —dijo Pippin.
El granjero lo miró detenidamente.
—¡Ah, sí es el señor Pippin; mejor dicho, el señor Peregrin Tuk! —exclamó,
trocando su mueca por una amplia sonrisa—. Hace mucho tiempo que no viene
por aquí. Es una suerte para usted que lo conozca. Yo y a estaba a punto de azuzar
a mis perros. Pasan cosas raras últimamente. Por supuesto, de vez en cuando hay
gente extraña rondando. Demasiado cerca del río —dijo, moviendo la cabeza—.
Pero ese sujeto era el más extraño que y o hay a visto nunca. No volverá a cruzar
mi tierra sin permiso, si puedo impedirlo.
—¿A qué sujeto se refiere? —preguntó Pippin.
—¿Entonces no lo vieron? —dijo el granjero—. Tomó el camino a la calzada
no hace mucho. Era un parroquiano raro, que hacía preguntas raras. Entre y
hablaremos de las últimas novedades. Tengo una pizca de buena cerveza de
barril, si usted y sus amigos están de acuerdo, señor Tuk.
Era evidente que el granjero les diría algo más si le daban oportunidad y
tiempo, de modo que todos aceptaron la invitación.
—¿Y los perros? —preguntó ansiosamente Frodo.
El granjero rió.
—No le harán daño, a menos que y o lo ordene. ¡Aquí, Garra! ¡Fuera,
Colmillo! ¡Lobo! —gritó.
Los perros se alejaron, para alivio de Frodo y Sam.
Pippin presentó sus amigos al granjero.
—El señor Frodo Bolsón —dijo—. No lo recordará, pero vivió en Casa
Brandi.
Al oír el nombre de Bolsón, el granjero se sobresaltó y echó a Frodo una
mirada penetrante.
Durante un momento Frodo pensó que Maggot había recordado de pronto las
setas robadas y que les diría a los perros que lo echasen fuera. Pero el granjero
lo tomó por un brazo.
—Bien, ¿no es esto todavía más extraño? —exclamó—. El señor Bolsón, ¿eh?
¡Entren! Tenemos que hablar.
Entraron en la cocina de la granja y se sentaron junto a la amplia chimenea.
La señora Maggot trajo cerveza en una enorme jarra y llenó cuatro picheles. Era
una buena cerveza y Pippin se sintió más que compensado por no haber ido a La
Perca Dorada. Sam sorbió su cerveza con recelo. Tenía una desconfianza natural
hacia los habitantes de otras partes de la Comarca y no estaba dispuesto a hacer
amistad rápidamente con nadie que hubiese golpeado a su señor, aunque fuera
largo tiempo atrás.
Luego de breves observaciones sobre el tiempo y las perspectivas agrícolas,
que no eran peores que otras veces, el granjero Maggot dejó su pichel y los miró
a uno por uno.
—Ahora, señor Peregrin —dijo—, ¿de dónde vienen y hacia dónde van?
¿Vienen a visitarme? Pues si es así, podrían haber pasado por mi puerta sin que
y o los viera.
—Bueno, no —respondió Pippin—. A decir verdad, puesto que lo ha
adivinado, hemos llegado al sendero por la otra punta, atravesando los campos de
usted, pero fue sólo por accidente. Perdimos el camino en el bosque, cerca de
Casa del Bosque, tratando de encontrar un atajo hacia Balsadera.
—Si tienen prisa, les hubiera convenido más tomar el camino —dijo el
granjero—. Pero no era esa mi preocupación. Pueden ustedes andar por todas
mis tierras, si así lo desean, señor Peregrin. Y usted también, señor Bolsón,
aunque supongo que todavía le gustan las setas. —Se rió—. Sí, reconocí el
nombre. Recuerdo la época en que el joven Frodo Bolsón era uno de los peores
pilluelos de Los Gamos. Pero no estaba pensando en setas. Oí el nombre, Bolsón,
poco tiempo antes que ustedes llegaran. ¿Qué creen que me preguntó el extraño
parroquiano?
Los hobbits esperaron ansiosamente a que el granjero continuara hablando.
—Bien —dijo el granjero, paladeando la lentitud con que llegaba el asunto—.
Vino cabalgando en un caballo negro y enorme, cruzó el portón que estaba
abierto y llegó hasta mi puerta. Todo negro, él también y envuelto en una capa y
encapuchado como si no quisiera que lo reconociesen. Pensé para mis adentros:
« ¿Qué querrá en la Comarca?» No vemos mucha gente grande de este lado de
la frontera y de todos modos nunca oí hablar de algo parecido a este individuo
negro.
"Buen día", le dije acercándome. "Este sendero no lleva a ninguna parte y
vay a a donde vay a lo más corto será que vuelva en seguida al camino." No me
gustaba su aspecto y cuando Garra acudió, lo husmeó y soltó un aullido como si
lo hubiesen atravesado con una aguja. Se escapó con la cola entre las patas,
lloriqueando. El sujeto negro no se inmutó.
» "Vengo de más allá", dijo lentamente, muy tieso, señalando hacia el oeste,
sobre mis campos. "¿Ha visto a Bolsón?", me preguntó con una voz rara,
inclinándose hacia mí. No pude verle la cara, oculta bajo el capuchón y sentí que
una especie de escalofrío me corría por la espalda. Pero no entendía cómo había
atravesado mis tierras con tanta audacia, a caballo.
» "¡Váy ase!", le ordené. "No hay aquí ningún Bolsón. Se ha equivocado de
sitio. Es mejor que vuelva a Hobbiton, pero esta vez por la calzada."
» "Bolsón ha partido", murmuró. "Viene hacia aquí y no está lejos. Deseo
encontrarlo. Si pasa, ¿me lo dirá? Volveré con oro."
» "No, no volverá aquí", repliqué. "Volverá al lugar que le corresponde y
rápido. Le doy un minuto antes que llame a todos mis perros."
» El hombre lanzó una especie de silbido. Quizás era una risa, o no. Luego me
echó encima el caballo y salté a un lado justo a tiempo. Llamé a los perros, pero
se volvió rápidamente y desapareció por el portón tomando el sendero hacia la
calzada, como un relámpago.
» ¿Qué piensan de todo esto? —concluy ó el granjero.
Frodo se quedó mirando las llamas un rato; no pensaba en otra cosa que en
cómo diablos llegaría a Balsadera.
—No sé qué pensar —dijo al fin.
—Entonces y o mismo voy a decírselo —continuó Maggot—. No tendría que
haberse mezclado con la gente de Hobbiton, señor Frodo. Son gente rara allá. —
Sam se revolvió en su silla y echó al granjero una mirada hostil—. Pero usted
siempre ha sido un cabeza dura. Cuando supe que había dejado a los Brandigamo
y éndose a vivir con el viejo señor Bilbo, dije que usted las pasaría mal. Oiga bien
lo que le digo: todo esto viene de la rara conducta del señor Bilbo. Dicen que
obtuvo su dinero de modo extraño, en lugares distantes. Quizás alguien desee
saber qué ocurrió con el oro y las joy as que enterró en la colina de Hobbiton,
según he oído.
Frodo no respondió; la perspicacia de las hipótesis del granjero era
desconcertante.
—Bien, señor Frodo, me alegro de que hay a tenido el buen tino de volver a
Los Gamos —continuó Maggot—. Mi consejo es: ¡quédese ahí! Y no se mezcle
con gente de otros lados. Se hará de amigos en estos lugares. Si algunos de esos
sujetos negros vuelve a buscarlo, se las verá conmigo. Diré que usted ha muerto,
o que ha abandonado la Comarca, o lo que usted quiera. Lo que será bastante
cierto, pues lo más probable es que deseen saber del señor Bilbo y no de usted.
—Quizás esté en lo cierto —dijo Frodo, evitando los ojos del granjero y
mirando las llamas.
Maggot lo observó pensativamente.
—Veo que tiene usted sus propias ideas —dijo—. Es claro como el agua que
ni usted ni el jinete vinieron en la misma tarde por casualidad y quizá mis noticias
no son muy nuevas para usted, después de todo. No le pido que me diga algo que
quiera guardar en secreto, pero me doy cuenta de que está preocupado. Tal vez
piensa que no le será muy fácil llegar a Balsadera sin que le pongan las manos
encima.
—Así es —dijo Frodo—, pero tenemos que intentarlo y no lo conseguiremos
si nos quedamos aquí sentados pensando en el asunto. Así pues, temo que
debamos partir. ¡Muchas gracias por su amabilidad! Usted y sus perros me han
aterrorizado durante casi treinta años, granjero Maggot, aunque se ría al oírlo.
Lástima, pues he perdido un buen amigo y ahora lamento tener que partir tan
pronto. Quizá vuelva un día, si me acompaña la suerte.
—Será bien recibido —dijo Maggot—. Pero tengo una idea. Ya está
anocheciendo y cenaremos de un momento a otro, pues por lo general nos
vamos a acostar poco después que el sol. Si usted y el señor Peregrin y todos
quisiesen quedarse a tomar un bocado con nosotros, nos sentiríamos muy
complacidos.
—¡Nosotros también! —dijo Frodo—. Pero tenemos que partir en seguida.
—¡Ah!, pero un minuto. Iba a decir que después de cenar sacaré una
pequeña carreta y los llevaré a todos a Balsadera. Les evitaré una larga caminata
y quizá también otras dificultades.
Frodo aceptó agradecido la invitación, para alivio de Pippin y Sam. El sol se
había escondido y a tras las colinas del oeste y la luz declinaba. Aparecieron dos
de los hijos de Maggot y las tres hijas y sirvieron una cena generosa en la mesa
grande. La cocina fue iluminada con velas y reavivaron el fuego. La señora
Maggot iba y venía. En seguida entraron uno o dos hobbits del personal de la
granja; poco después eran catorce a la mesa. Había cerveza en abundancia y
una fuente de setas y tocino, además de otras muchas suculentas viandas caseras.
Los perros estaban sentados junto al fuego, roy endo cortezas y triturando huesos.
Terminada la cena, el granjero y sus hijos llevaron fuera un farol y
prepararon la carreta. Cuando salieron los invitados, y a había oscurecido.
Cargaron bultos en la carreta y subieron. El granjero se sentó en el banco del
conductor y azuzó con el látigo a los dos vigorosos poney s. La señora Maggot lo
miraba de pie desde la puerta iluminada.
—¡Ten cuidado, Maggot! —exclamó—. ¡No discutas con extraños y vuelve
aquí directamente!
—Eso haré —dijo Maggot, cruzando el portón.
La noche era apacible, silenciosa y fresca. Partieron sin luces, lentamente.
Luego de una o dos millas llegaron al extremo del camino, cruzaron una fosa
profunda y subieron una pequeña cuesta hasta la calzada.
Maggot descendió y miró a ambos lados, norte y sur, pero no se veía nada en
la oscuridad y no se oía ningún sonido en el aire quieto. Unas delgadas columnas
de niebla flotaban sobre las zanjas y se arrastraban por los campos.
—La niebla será espesa —dijo Maggot—, pero no encenderé mis faroles
hasta dejarlos a ustedes. Oiremos cualquier cosa en el camino, antes de
tropezamos con ella esta noche.
Balsadera distaba unas cinco millas de la casa de Maggot. Los hobbits se
arroparon de pies a cabeza, pero con los oídos atentos a cualquier sonido que se
elevase sobre el crujido de las ruedas y el espaciado clop-clop de los poney s. El
carro le parecía a Frodo más lento que un caracol. junto a él, Pippin cabeceaba
soñoliento, pero Sam clavaba los ojos en la niebla que se alzaba delante.
Por fin llegaron a la entrada de Balsadera, señalada por dos postes blancos
que asomaron de pronto a la derecha del camino. El granjero Maggot sujetó los
poney s y el carro se detuvo. Estaban comenzando a descargar cuando oy eron lo
que tanto temían: unos cascos en el camino allá más adelante. El sonido venía
hacia ellos.
Maggot bajó de un salto y sostuvo firmemente la cabeza de los poney s,
escudriñando la oscuridad. Clip-clop, clip-clop; el jinete se acercaba. El golpe de
los cascos resonaba en el aire callado y neblinoso.
—Es mejor que se oculte, señor Frodo —dijo Sam ansiosamente—. Usted
acuéstese en la cama y cúbrase con la manta. ¡Nosotros nos ocuparemos del
jinete!
Bajó y se unió al granjero. Los Jinetes Negros tendrían que pasar por encima
de él para acercarse a la carreta. Clip-clop, clip-clop.
El jinete estaba casi sobre ellos.
—¡Eh, ahí! —llamó el granjero Maggot.
El ruido de cascos se detuvo. Crey eron vislumbrar entre la bruma una
sombra oscura y embozada, uno o dos metros más adelante.
—¡Cuidado! —dijo el granjero arrojándole las riendas a Sam y
adelantándose. ¡No dé ni un paso más! ¿Qué busca y a dónde va?
—Busco al señor Bolsón, ¿lo ha visto? —dijo una voz apagada: la voz de
Merry Brandigamo. Se encendió una linterna y la luz cay ó sobre la cara
asombrada del granjero.
—¡Señor Merry ! —gritó.
—¡Sí, por supuesto! ¿Quién creía que era? —exclamó Merry acercándose.
Cuando Merry salió de la bruma y los temores de los otros se apaciguaron,
pareció que la figura se le empequeñecía hasta tener la talla común de un hobbit.
Iba montado en un poney y una bufanda que le envolvía el cuello hasta la
barbilla le protegía de la niebla.
Frodo saltó de la carreta para saludarlo.
—¡Así que aquí estás por fin! —dijo Merry —. Comenzaba a preguntarme si
aparecerías hoy y y a me iba a cenar. Cuando se levantó la niebla fui a Cepeda a
ver si habías caído en un pantano. Maldito si sé por dónde has venido. ¿Dónde los
encontró, señor Maggot? ¿En la laguna de los patos?
—No. Los descubrí merodeando —dijo el granjero—, y casi les suelto los
perros, pero sin duda ellos le contarán toda la historia. Ahora, si me permiten,
señor Merry, señor Frodo y todos, lo mejor es que vuelva a casa. La señora
Maggot estará preocupada, con esta cerrazón.
Hizo retroceder la carreta y dio media vuelta.
—Buenas noches a todos —dijo—. Ha sido un extraño día, sin ninguna duda.
Pero todo está bien cuando termina bien. Aunque quizá nosotros no podamos
decirlo hasta que cada uno llegue a su casa. No negaré que me sentiré feliz
entonces.
Encendió los faroles y se levantó. De pronto sacó de debajo del asiento una
canasta grande.
—Casi lo olvidaba —dijo—. La señora Maggot lo preparó para el señor
Bolsón, con sus recuerdos.
Tendió la canasta y se alejó, seguido por un coro de gracias y buenas noches.
Los hobbits se quedaron mirando los pálidos halos de luz de los faroles, que se
perdían en la noche brumosa. De repente, Frodo se echó a reír; de la canasta
cubierta que tenía en las manos subía un olor a hongos.
5
Conspiración desenmascarada
L o mejor que podemos hacer es irnos también a casa —dijo Merry —. Hay
algo
raro en todo esto, me doy cuenta, pero habrá que esperar a que lleguemos.
Doblaron por el sendero de Balsadera, que era recto y bien cuidado,
bordeado con grandes piedras blanqueadas a la cal. Unos cien metros más allá
desembocaba en la orilla del río, donde había un ancho embarcadero de madera.
Una balsa grande estaba amarrada a un lado. Los bolardos blancos brillaban a la
luz de dos linternas instaladas sobre unos postes. Detrás, la bruma de los llanos se
alzaba por encima de los matorrales; pero delante el agua era oscura y unas
espirales como de vapor flotaban entre las cañas de la orilla. Parecía haber
menos niebla del otro lado.
Merry llevó al poney a la balsa por una pasarela y los otros fueron detrás.
Luego impulsó lentamente la balsa con un largo bichero. El Brandivino fluía ante
ellos lento y ancho. Del otro lado la orilla era escarpada y un camino tortuoso
ascendía desde el embarcadero. Allí unas linternas parpadeaban. Detrás,
asomaba la colina de Los Gamos y en la falda de la colina, entre jirones de
niebla, brillaban muchas ventanas redondas, rojas y amarillas. Eran las ventanas
de Casa Brandi, antiguo hogar de los Brandigamo.
Mucho tiempo atrás, Gorhendad Gamoviejo, cabeza de familia de los
Gamoviejo, uno de los más viejos en Marjala o en la Comarca, había cruzado el
río, límite original de las tierras orientales. Edificó (y excavó) Casa Brandi, tomó
el nombre de Brandigamo y se estableció allí hasta llegar a ser el señor de lo que
podía llamarse un pequeño país independiente. La familia Brandigamo aumentó
y aumentó y luego de la muerte de Gorhendad continuó creciendo, hasta que
Casa Brandi ocupó todo el pie de la colina y tuvo tres amplias puertas principales,
muchas laterales y cerca de cien ventanas. Los Brandigamo y las numerosas
gentes que dependían de ellos comenzaron a excavar y más tarde a construir
alrededor. Este fue el origen de Los Gamos, una faja de tierra densamente
poblada, entre el río y el Bosque Viejo, una especie de colonia de la Comarca. La
villa principal era Gamoburgo, que se apretaba en los terraplenes y lomas detrás
de Casa Brandi.
La gente de Marjala era amiga de la de Los Gamos, y los granjeros entre
Cepeda y junquera aún reconocían la autoridad del Señor de la Casa (como
llamaban al jefe de familia de los Brandigamo), pero la may oría de los
habitantes de la vieja Comarca consideraba a la gente de Los Gamos como
singular y algo extranjera, por así decirlo, aunque en realidad no se diferenciaba
mucho de los hobbits de las Cuatro Cuadernas. Excepto en un punto: eran muy
aficionados a los botes y algunos de ellos hasta sabían nadar.
El lado este de aquellas tierras no tenía en un principio ninguna defensa, pero
los Brandigamo levantaron allí una empalizada que llamaron Cerca Alta. Había
sido plantada muchas generaciones atrás y ahora era elevada y tupida pues la
cuidaban constantemente. Corría a lo largo de la orilla desde el Puente del
Brandivino siguiendo una amplia curva hasta el Fin de la Cerca (donde el
Tornasauce salía de la floresta y se unía al Brandivino): unas veinte millas de
extremo a extremo. Por supuesto, la protección no era completa, pues la floresta
crecía junto a la cerca en muchos sitios. La gente de Los Gamos cerraba las
puertas con llave al oscurecer y esto tampoco se acostumbraba en la Comarca.
La balsa se movía lentamente en el agua. La ribera de Los Gamos iba
acercándose. Sam era el único que aún no había cruzado el río. Miraba las aguas
lentas y gorgoteantes y tuvo una curiosa impresión: su vida anterior quedaba
atrás entre las nieblas; delante lo esperaban oscuras aventuras. Se rascó la cabeza
y durante un momento deseó que el señor Frodo hubiera continuado viviendo
apaciblemente en Bolsón Cerrado.
Los cuatro hobbits dejaron la balsa. Merry estaba amarrándola y Pippin
guiaba el poney sendero arriba, cuando Sam (quien había mirado atrás, como
despidiéndose de la Comarca) dijo en un ronco murmullo:
—¡Mire atrás, señor Frodo! ¿No ve algo?
En el otro atracadero, bajo lámparas distantes, alcanzaron a vislumbrar
apenas una figura; parecía un bulto negro abandonado allí. Pero mientras
miraban les pareció que se movía de un lado a otro, como escudriñando el suelo.
Luego se arrastró, o retrocedió agachándose, de vuelta a la oscuridad, más allá
de las lámparas.
—¿Qué diantres es eso? —exclamó Merry.
—Algo que viene siguiéndonos —dijo Frodo—. No preguntes más por ahora.
Escapemos de aquí en seguida. —Subieron por el sendero hasta lo alto de la
barranca, pero cuando miraron atrás la niebla cubría la Orilla, y no se veía nada.
—¡Por suerte no hay botes en la ribera oeste! —dijo Frodo—. ¿Pueden cruzar
el río los caballos?
—Pueden ir veinte millas al norte hasta el Puente del Brandivino, o pueden
nadar —respondió Merry —, aunque nunca oí de ningún caballo que cruzara a
nado el Brandivino. ¿Pero qué importan los caballos?
—Te lo diré más tarde. Vay amos a tu casa y allí podremos hablar.
—Bien. Conoces el camino, tú y Pippin. Yo me adelantaré a caballo para
avisar a Gordo Bolger. Nos pondremos de acuerdo sobre la cena y otras cosas.
—Ya tuvimos una cena temprana, con el granjero Maggot —replicó Frodo—,
pero podríamos tener otra.
—¡Así será! Dame esa canasta —dijo Merry y partió adelantándose en la
oscuridad.
Entre la nueva casa de Frodo, en Cricava, y el Brandivino había alguna distancia.
Dejaron la Colina de Los Gamos y Casa Brandi a la izquierda y en las afueras de
Gamoburgo tomaron el camino principal de Los Gamos, que corría desde el
puente hacia el sur. Media milla al norte, encontraron un sendero que se abría a la
derecha. Lo siguieron un par de millas, subiendo y bajando por los campos.
Al fin llegaron a una puerta estrecha, en un seto. Nada podía verse de la casa
en la oscuridad; se levantaba lejos del sendero en medio de un círculo de césped,
rodeada por un cinturón de árboles bajos, dentro del cerco exterior. Frodo la
había elegido porque el sitio era apartado y no tenía vecinos próximos. Se podía
entrar y salir sin que nadie lo viera a uno. La habían construido los Brandigamo
mucho tiempo atrás, para uso de invitados o miembros de la familia que
deseasen escapar por un tiempo a la tumultuosa vida de Casa Brandi. Era una
antigua casa de campo, lo más parecida posible a la cueva de un hobbit. Larga y
baja, de un solo piso, tenía techo de paja, ventanas redondas y una gran puerta
redonda. Mientras subían por el sendero verde, desde la puerta en el cercado, no
vieron ninguna luz. Las ventanas estaban oscuras y con las persianas cerradas.
Frodo golpeó la puerta y Gordo Bolger vino a abrir. Una luz acogedora se
derramó hacia afuera. Los hobbits se deslizaron rápidamente en la casa y se
encerraron junto con las luces. Vieron que estaban en un vestíbulo amplio con
puertas a los lados; delante de ellos corría un pasillo, hacia el centro de la casa.
—¿Qué te parece? —preguntó Merry, viniendo por el pasillo—. Hemos hecho
lo imposible en este poco tiempo. Queríamos que te sintieras en casa. Al fin y al
cabo, Gordo y y o no llegamos aquí hasta ay er con el último cargamento.
Frodo miró alrededor. Todo era allí hogareño, de veras. La may oría de sus
muebles preferidos, o mejor los de Bilbo (le recordaban vivamente a Bilbo en
aquel nuevo ámbito) habían sido ordenados todo lo posible de acuerdo con la
disposición de Bolsón Cerrado. Era un sitio agradable, cómodo, acogedor y se
encontró deseando haber venido a instalarse realmente en ese retiro tranquilo. Le
pareció injusto haber expuesto a sus amigos a todas estas molestias y se preguntó
de nuevo cómo podría decirles que los abandonaría muy pronto, en seguida, en
verdad. Ya no le quedaba otro remedio que hablarles esa misma noche, antes que
todos se acostaran.
—Maravilloso —dijo con un esfuerzo—. Apenas noto que me he mudado.
Los viajeros colgaron las capas y apilaron los bultos sobre el piso. Merry los llevó
por el pasillo y en el otro extremo abrió una puerta. El resplandor de un fuego
salió al pasillo y una bocanada de vapor.
—¡Un baño! —gritó Pippin—. ¡Oh, bendito Meriadoc!
—¿En qué orden entraremos? —preguntó Frodo—. ¿Primero los más viejos o
los más rápidos? De cualquier modo tú serás el último, señor Peregrin.
—Confiad en mí para arreglar mejor las cosas —dijo Merry —. No podemos
comenzar nuestra vida en Cricava discutiendo por el baño. En esa habitación hay
tres tinas y una caldera de agua hirviendo. Hay también toallas, esteras y jabón.
¡Entrad y de prisa!
Merry y Gordo fueron a la cocina, en el otro extremo del corredor, y se
ocuparon de los preparativos finales para una cena tardía. Trozos de canciones
que competían unas con otras venían desde el cuarto de baño, mezcladas con el
chapoteo y el sonido del agua que desbordaba en las tinas. La voz de Pippin se
elevó por encima de las otras en una de las canciones de baño favoritas de Bilbo:
¡Oh, el baño a la caída de la tarde,
que quita el barro del cansancio!
Tonto es aquel que ahora no canta.
¡Oh, el agua caliente, qué bendición!
Oh, dulce es el sonido de la lluvia que cae
y del arroyo que baja de la colina al valle,
pero mejor que la lluvia y los arroyos rizados
es el agua caliente humeando en la tina.
Oh, el agua fresca, échala si quieres
en una garganta abrasada y complácele,
pero mejor es la cerveza si hay ganas de beber,
y el agua caliente que corre por la espalda.
¡Oh, es hermosa el agua que salta hacia arriba
en una fuente blanca bajo el cielo,
pero no ha habido nunca un sonido más dulce
que mis pies chapoteando en el agua caliente!
Se oy ó un terrible chapoteo y una interjección de Frodo. Parecía que una
buena parte del baño de Pippin había imitado a la fuente, saltando hacia arriba.
Merry se acercó a la puerta.
—¿Qué os parece una cena y cerveza en las gargantas abrasadas? —llamó.
Frodo salió enjugándose los cabellos.
—Hay tanta agua en el aire, que terminaré de secarme en la cocina —dijo.
—¡Cielos! —exclamó Merry, echando una mirada al interior. El piso de
piedra estaba inundado—. Tendrás que secarlo todo antes de probar un solo
bocado, Peregrin —dijo—. ¡Date prisa, o no te esperaremos!
Cenaron en la cocina, sentados a una mesa próxima al fuego.
—Supongo que vosotros tres no comeréis hongos de nuevo —dijo Fredegar,
sin mucha esperanza.
—¡Sí, comeremos! —gritó Pippin.
—¡Son míos! —dijo Frodo—. Me los dio a mí la señora Maggot, la perla de
las esposas de los granjeros. Quita tus ávidas manos de ahí, que y o los serviré.
Los hobbits tienen pasión por las setas, una pasión que sobrepasa los gustos
más voraces de la Gente Grande. Hecho que explica en parte las largas
expediciones del joven Frodo a los renombrados campos de Marjala y la ira del
perjudicado Maggot. En esta ocasión había en abundancia para todos, aun de
acuerdo con las normas de los hobbits. Había también otras muchas cosas, que
vendrían después, y cuando terminaron de cenar, Gordo Bolger exhaló un suspiro
de satisfacción. Retiraron la mesa y pusieron sillas alrededor del fuego.
—Limpiaremos todo más tarde —dijo Merry —. Ahora, ¡cuéntame! Me
imagino que habrás tenido aventuras, y sin mí, lo que no me parece justo. Quiero
que lo cuentes todo; y lo que más deseo es saber qué ocurrió con el viejo Maggot
y por qué me habló de ese modo. Parecía asustado, si eso es posible.
—Todos hemos estado asustados —dijo Pippin al cabo de un rato. Frodo
clavaba los ojos en el fuego y no decía una palabra—. Tú también lo habrías
estado si los Jinetes Negros te hubiesen perseguido durante dos días.
—¿Quiénes son?
—Figuras negras que cabalgan en caballos negros —respondió Pippin—. Si
Frodo no quiere hablar, y o te contaré la historia desde el principio.
Pippin relató entonces todos los incidentes del viaje desde la partida de
Hobbiton. Sam cooperó con gestos y exclamaciones de aprobación. Frodo
permaneció silencioso.
—Podría pensar que todo es un invento —dijo Merry — si no hubiese visto
aquella forma negra en Balsadera y si no hubiese oído el extraño tono de la voz
de Maggot. ¿Qué sacas en conclusión, Frodo?
—El primo Frodo se ha mostrado muy cerrado —dijo Pippin—, pero es
tiempo de que se abra. Hasta ahora no tenemos otra pista que las suposiciones del
granjero Maggot, para quien se trataría de algo relacionado con el tesoro del
viejo Bilbo.
—Es sólo una suposición —se apresuró a decir Frodo—. Maggot no sabe
nada.
—El viejo Maggot es un sujeto perspicaz —dijo Merry —. Detrás de esa cara
redonda pasan muchas cosas que no aparecen en la conversación. He oído decir
que hace un tiempo acostumbraba internarse en el Bosque Viejo y que sabe
bastante de cosas extrañas. Pero al menos tú podrías decirnos, Frodo, si es una
buena o una mala suposición.
—Me parece —respondió Frodo lentamente— que es una buena suposición,
hasta cierto punto. Hay en efecto alguna relación con las viejas aventuras de
Bilbo y es cierto que los Jinetes andan detrás de él, o quizá debiera decir que
andan buscándolo, o que andan buscándome. Temo además que no sea cosa de
broma, y que y o no esté seguro, ni aquí ni en ningún otro sitio.
Miró alrededor las ventanas y las paredes, como si temiese que
desaparecieran de pronto. Los otros lo observaron en silencio, cambiando entre
ellos miradas significativas.
—Ahora saldrá la verdad a luz —murmuró Pippin a Merry y Merry asintió.
—¡Bien! —dijo Frodo al fin, enderezándose en la silla, como si hubiese
tomado una decisión—. No puedo mantenerlo en secreto por más tiempo. Tengo
que deciros algo, a todos vosotros. Pero no sé cómo empezar.
—Creo que y o podría ay udarte contándote una parte de la historia —dijo
Merry con calma.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Frodo, echándole una mirada inquieta.
—Sólo esto, mi viejo y querido Frodo: te sientes desdichado porque no sabes
decir adiós. Querías dejar la Comarca, por supuesto; pero el peligro te alcanzó
más pronto de lo que esperabas y ahora has decidido partir inmediatamente. Y
no tienes ganas. Lo sentimos mucho por ti.
Frodo abrió la boca y la volvió a cerrar. La expresión de sorpresa era tan
cómica que los otros se echaron a reír.
—¡Querido viejo Frodo! —dijo Pippin—. ¿Realmente pensaste que nos habías
echado tierra a los ojos? ¡No tomaste las precauciones necesarias, ni fuiste
bastante inteligente! Todo este año, desde el mes de abril, estuviste planeando la
partida y despidiéndote de los sitios queridos. Te hemos oído murmurar
constantemente: « No sé si volveré a ver el valle otra vez» , y cosas parecidas. ¡Y
pretender que se te había acabado el dinero, y venderles tu querido Bolsón
Cerrado a los Sacovilla-Bolsón Y esos conciliábulos con Gandalf.
—¡Cielos! —dijo Frodo—. Y y o que creía haber sido tan cuidadoso y astuto.
No sé qué diría Gandalf. ¿Entonces toda la Comarca discute mi partida?
—¡Oh, no! —dijo Merry —. ¡No te preocupes! El secreto no se mantendrá
mucho tiempo, claro está, pero por ahora sólo lo conocemos nosotros, creo, los
conspiradores. Al fin y al cabo no olvides que te conocemos bien y pasamos
largas jornadas contigo. No nos cuesta mucho imaginar lo que piensas. Yo
conocía a Bilbo también. A decir verdad, te he estado observando de cerca desde
la partida de Bilbo. Pensé que lo seguirías, tarde o temprano, aunque esperaba
que lo harías antes y en los últimos tiempos estuvimos muy preocupados. Nos
aterrorizaba la idea de que nos dejaras de pronto y partieras bruscamente, solo,
lo mismo que Bilbo. Desde esta primavera mantuvimos siempre los ojos bien
abiertos y elaboramos nuestros propios planes. ¡No te escaparás con tanta
facilidad!
—Pero es necesario que parta —dijo Frodo—. Nada puede hacerse, mis
queridos amigos. Es una desdicha para todos nosotros, pero es inútil que tratéis de
retenerme. Ya que habéis adivinado tantas cosas, ¡por favor, ay udadme y no me
pongáis obstáculos!
—¡No entiendes! —dijo Pippin—. Tienes que partir y por lo tanto nosotros
también. Merry y y o iremos contigo. Sam es un sujeto excelente. Saltaría a la
boca de un dragón para salvarte si no tropezara con sus propios pies, pero
necesitarás más de un compañero en tu peligrosa aventura.
—¡Mis queridos y bienamados hobbits! —dijo Frodo, profundamente
conmovido—. No podría permitirlo. Lo decidí también hace tiempo. Habláis de
peligro, pero no entendéis. No se trata de la búsqueda de un tesoro, ni de un viaje
de ida y vuelta. Iré de peligro mortal en peligro mortal.
—Por supuesto que entendemos —afirmó Merry —. Por eso hemos decidido
venir. Sabemos que el Anillo no es cosa de broma, pero haremos lo que podamos
para ay udarte contra el enemigo.
—¡El Anillo! —exclamó Frodo, completamente atónito ahora.
—Sí, el Anillo —dijo Merry —. Mi viejo y querido hobbit, no has tenido en
cuenta la curiosidad de los amigos. He sabido de la existencia del Anillo durante
muchos años; en verdad desde antes de la partida de Bilbo; pero como él
guardaba el secreto, me callé lo que sabía, hasta que armamos nuestra
conspiración. No conocía a Bilbo tan bien como a ti; y o era demasiado joven y
Bilbo más cuidadoso, aunque no lo suficiente. Si quieres saber cómo lo descubrí,
voy a decírtelo.
—¡Continúa! —dijo Frodo débilmente.
—Los culpables fueron los Sacovilla-Bolsón, como podría esperarse. Un día,
un año antes de la fiesta, y o andaba paseando por el camino cuando vi a Bilbo
adelante. Casi en seguida, a lo lejos, aparecieron los Sacovilla-Bolsón, que venían
hacia nosotros. Bilbo aminoró el paso y de pronto, ¡eh, presto!, desapareció. Me
quedé tan estupefacto que casi no recordé que y o también podía esconderme, de
un modo más ordinario. Me metí entre los setos del camino y anduve por el
campo. Eché una mirada al camino, luego que pasaron los Sacovilla-Bolsón y
observaba el lugar donde había estado Bilbo, cuando él reapareció de pronto.
Alcancé a ver un brillo de oro en el momento en que él guardaba algo en el
bolsillo del pantalón.
» Luego de ese incidente, mantuve los ojos bien abiertos. En pocas palabras,
confieso que espié. Pero admitirás que había motivos para sentirme intrigado. Y
y o no tenía aún veinte años. Pienso que soy el único en la Comarca, excepto tú,
Frodo, que ha visto el libro secreto del viejo Bilbo.
—¡Has leído el libro! —exclamó Frodo—. ¡Cielos! ¿No hay nada seguro?
—Yo diría que no demasiado —replicó Merry —. Pero sólo le eché una
rápida ojeada y aun esto me costó bastante. Bilbo nunca abandonaba el libro. Me
pregunto qué se hizo de él. Me gustaría echarle otro vistazo. ¿Lo tienes tú, Frodo?
—No, no estaba en Bolsón Cerrado. Bilbo se lo llevó, seguramente.
—Bueno, como iba diciendo —continuó Merry —, mantuve en secreto lo que
y o sabía, hasta esta primavera, cuando las cosas se agravaron. Armamos
entonces nuestra conspiración y como además éramos serios y el asunto no nos
parecía cosa de risa, no fuimos demasiado escrupulosos. No eres una nuez fácil
de pelar y Gandalf menos. Pero si quieres conocer a nuestro investigador
principal, puedo presentártelo ahora mismo.
—¿Dónde está? —preguntó Frodo, mirando alrededor, como si esperase que
una figura enmascarada y siniestra saliera de un armario.
—Adelántate, Sam —ordenó Merry. Sam se levantó, rojo hasta las orejas—.
¡He aquí a nuestro informante! Nos dijo muchas cosas, te lo aseguro, antes que lo
atraparan. Después se consideró a sí mismo como juramentado y nuestra fuente
se agotó.
—¡Sam! —exclamó Frodo, sintiendo que su asombro llegaba al máximo e
incapaz de decidir si se sentía enojado, divertido, aliviado o simplemente
aturdido.
—¡Sí, señor! —dijo Sam—. ¡Le pido perdón, señor! Pero no quise hacer
daño, ni a usted ni al señor Gandalf. Él es persona de buen sentido, recuérdelo,
pues cuando usted le habló de partir solo, él le respondió: ¡No! Lleva a alguien en
quien puedas confiar.
—Pero parece que no puedo confiar en nadie —dijo Frodo.
Sam lo miró tristemente.
—Todo depende de lo que quieras. —Intervino Merry —. Puedes confiar en
que te seguiremos en las buenas y en las malas hasta el fin, por amargo que sea,
y en que guardaremos cualquier secreto, mejor que tú. Pero no creas que te
dejaremos afrontar solo las dificultades, o partir sin una palabra. Somos tus
amigos, Frodo. De cualquier modo, el caso es claro. Sabemos casi todo lo que te
dijo Gandalf. Sabemos muchas cosas del Anillo. Estamos terriblemente
asustados, pero iremos contigo, o te seguiremos como sabuesos.
—Y después de todo, señor —agregó Sam—, tendría que seguir el consejo de
los elfos. Gildor le dijo que llevase voluntarios que lo acompañaran, no lo puede
negar.
—No lo niego —dijo Frodo, mirando a Sam, que ahora sonreía satisfecho—.
No lo niego, pero y a nunca creeré que duermes, ronques o no. Para asegurarme,
te patearé con fuerza. ¡Sois un par de pillos solapados! —dijo, volviéndose a los
otros—. ¡Pero que el cielo os bendiga! —rió levantándose y agitando los brazos
—. Acepto; seguiré el consejo de Gildor. Si el peligro fuera menos sombrío,
bailaría de alegría. Sin embargo, no puedo evitar sentirme feliz, más feliz de lo
que me he sentido en mucho tiempo. La perspectiva de esta noche me aterraba.
—¡Bien! Decidido. ¡Tres hurras por el capitán Frodo y sus compañeros!
gritaron los otros mientras bailaban alrededor.
Merry y Pippin entonaron una canción que habían preparado aparentemente
para esta oportunidad. La habían compuesto tomando como modelo la canción
de los enanos que había acompañado la partida de Bilbo, tiempo atrás. Y la
melodía era la misma:
Adiós les decimos al hogar y a la sala.
Aunque sople el viento y caiga la lluvia
hemos de partir antes que amanezca,
lejos, por el bosque y la montaña alta.
Rivendel, donde los ellos habitan aún,
en claros al pie de las nieblas del monte,
cruzando páramos y eriales iremos de prisa
y de allí no sabemos a dónde.
Delante el enemigo y detrás el terror,
dormiremos bajo el dosel del cielo,
hasta que al fin se acaben las penurias,
el viaje termine y la misión concluya.
¡Hay que partir, hay que partir!
¡Saldremos a caballo antes que amanezca!
—¡Muy bien! —dijo Frodo—. En este caso hay mucho que hacer antes de
irnos a la cama. Dormiremos bajo techo, aunque sólo sea esta noche.
—¡Oh! ¡Eso era poesía! —dijo Pippin—. ¿Realmente piensas partir antes que
amanezca?
—No lo sé —respondió Frodo—. Temo a esos Jinetes Negros y estoy seguro
de que es imprudente quedarse mucho tiempo en un mismo sitio, especialmente
en un sitio adonde se sabe que y o iría. También Gildor me aconsejó no esperar.
Pero me gustaría tanto ver a Gandalf. Me di cuenta de que el mismo Gildor se
turbó cuando supo que Gandalf no había aparecido. La partida depende de dos
cosas. ¿Cuánto tiempo necesitarían los Jinetes para llegar a Gamoburgo? ¿Y
cuándo podremos partir? Tendremos que hacer muchos preparativos.
—Como respuesta a esa segunda pregunta —dijo Merry —, te diré que
podemos partir dentro de una hora. Prácticamente he preparado todo. Hay seis
poney s en un establo al otro lado del campo; las provisiones y los enseres están
todos empacados, excepto unas pocas ropas de uso y los alimentos perecederos.
—Parece haber sido una conspiración muy eficiente —dijo Frodo—. Pero,
¿y los Jinetes Negros? ¿Habría peligro si esperamos a Gandalf un día más?
—Todo depende de lo que pienses que harán los Jinetes, si te encuentran aquí
—respondió Merry —. Podrían haber llegado y a, por supuesto, si no los hubiesen
detenido en la Puerta Norte, donde el seto desciende hasta el río, de este lado del
puente. Los guardias no les habrían permitido cruzar de noche, aunque ellos
hubiesen podido abrirse paso a la fuerza. Aun a la luz del día, tratarían de no
dejarlos pasar, por lo menos hasta mandarle un mensaje al Señor de la Casa,
pues no les agradaría el aspecto de los Jinetes y seguramente estarían asustados.
Por supuesto, Los Gamos no podría resistir mucho tiempo un ataque decidido. Y
es posible que en la mañana se permita pasar a un jinete Negro que llegue
preguntando por el señor Bolsón. Es bastante conocida tu idea de regresar y
establecerte en Cricava.
Frodo se quedó sentado, un rato, muy pensativo.
—Me he decidido —dijo al fin—. Partiré mañana, tan pronto amanezca; pero
no iré por el camino, sería más seguro quedarse aquí. Si y o atravesase la Puerta
Norte, mi partida se conocería en seguida, en vez de mantenerse en secreto, al
menos unos pocos días más, como tendría que ser. Además, el puente y el
Camino del Este cerca del límite estarán vigilados, entre o no en Los Gamos
algún jinete. No sabemos cuántos son; por lo menos dos y quizá más. Lo único
que nos queda es partir en una dirección del todo inesperada.
—¡Pero eso significa entrar en el Bosque Viejo! —dijo Fredegar horrorizado
—. No puedes pensar en algo semejante. Es tan peligroso como los Jinetes
Negros.
—No tanto —dijo Merry —. Es una solución desesperada, pero creo que
Frodo tiene razón; sólo así podríamos evitar que nos siguieran en seguida. Con un
poco de suerte podríamos ganar una considerable ventaja.
—Pero no tendrás ninguna suerte en el Bosque Viejo —objetó Fredegar—.
Nadie ha tenido suerte ahí. Te perderás, La gente nunca entra en el bosque.
—¡Oh, sí! —dijo Merry —. Los Brandigamo van a veces, cuando les da por
ahí. Tenemos una entrada particular. Frodo la conoció hace tiempo, Yo he estado
varias veces; en general durante el día, por supuesto, cuando los árboles están
quietos y adormecidos.
—¡Bueno, haced como mejor os parezca! —dijo Fredegar—. Tengo más
miedo del Bosque Viejo que de cualquier otra cosa; las historias que he oído son
verdaderas pesadillas. Pero mi voto apenas cuenta, pues no iré con vosotros. De
todos modos, me alegra que alguien se quede para contarle todo a Gandalf,
cuando vuelva, y estoy seguro de que no tardará.
El Gordo Bolger, aunque quería mucho a Frodo, no deseaba abandonar la
Comarca ni ver lo que había más allá. Era de una familia de la Cuaderna del
Este, de Bolgovado, los Campos del Puente, para ser más exactos; pero él nunca
había ido más allá del Brandivino. De acuerdo con el plan original, la obligación
de Bolger era quedarse allí y tratar con los preguntones y mantener así todo lo
posible el engaño de que el señor Bolsón continuaba en Cricava. Hasta habían
traído algunas ropas viejas de Frodo para ay udarlo a interpretar ese papel. Nadie
pensó que ese papel pudiera llegar a ser de veras peligroso.
—¡Excelente! —dijo Frodo cuando comprendió el plan—. De otro modo no
podríamos haber dejado un mensaje para Gandalf. No sé si esos Jinetes saben
leer o no, pero no me hubiese atrevido a correr el riesgo de un mensaje escrito,
pensando que ellos podrían entrar y revisar la casa. Pero si Gordo está dispuesto
a custodiar la fortaleza, lo que significa que Gandalf sabrá a dónde fuimos, eso
me decide. Mañana temprano entraré en el Bosque Viejo.
—Está bien —dijo Pippin—. Total, prefiero nuestra tarea a la de Gordo, que
aguardará aquí la llegada de los Jinetes Negros.
—Espera a encontrarte en medio del bosque —dijo Fredegar—. Mañana
antes de esta hora desearás estar aquí conmigo,
—Basta de discusiones —dijo Merry —. Todavía tenemos que ordenar las
cosas y dar los últimos toques al equipaje. Los despertaré antes que amanezca.
Cuando por fin se acostaron, Frodo tardó en dormirse. Le dolían las piernas,
Le alegraba saber que partirían a caballo. Al fin cay ó en un vago sueño; creía
estar mirando a través de una ventana alta, sobre un mar oscuro de árboles
enmarañados. De abajo, entre las raíces, venía el murmullo de unas criaturas
que se arrastraban y bufaban. Estaba seguro de que tarde o temprano lo
descubrirían por el olfato.
Luego oy ó un ruido a lo lejos. Al principio crey ó que era un viento
huracanado, que soplaba sobre las hojas del bosque. En seguida comprendió que
no eran las hojas sino el sonido del mar lejano, un sonido que nunca había oído en
la vigilia, pero que a menudo había turbado sus sueños. De pronto se encontró
fuera, al aire libre. No había árboles, después de todo. Estaba ahora entre unos
matorrales oscuros y un extraño olor salobre flotaba en el aire. Alzando los ojos,
vio delante una torre blanca y alta, que se erguía solitaria sobre un escarpado
arrecife y tuvo entonces deseos de subir a la torre y ver el mar. Comenzó a
trepar penosamente por el arrecife hacia la torre, pero de pronto una luz apareció
en el cielo y el trueno retumbó.
6
El bosque viejo
F rodo
despertó bruscamente. La habitación estaba todavía a oscuras. Merry
estaba allí, de pie, con una vela en una mano y golpeando la puerta con la otra.
—Bien, bien, ¿qué ocurre? —dijo Frodo, todavía tembloroso y aturdido.
—¿Qué ocurre? —exclamó Merry —. Hora de levantarse. Son las cuatro y
media y hay mucha niebla. ¡Arriba! Sam está preparando el desay uno. Hasta
Pippin está levantado. Voy ahora a ensillar los poney s y elegir el que llevará el
equipaje. ¡Despierta a ese Gordo haragán! Que se levante a despedirnos, por lo
menos.
Poco después de las seis, los cinco hobbits estaban listos para partir. Gordo
Bolger todavía bostezaba. Salieron de la casa en silencio. Merry iba al frente
guiando un poney que llevaba el cargamento; tomó un sendero que atravesaba un
bosquecillo detrás de la casa y luego cortó por el campo. Las hojas de los árboles
centelleaban a la luz y las ramas goteaban; un rocío helado había agrisado las
hierbas. Todo estaba tranquilo y los ruidos lejanos parecían lejanos y próximos:
unas aves parloteaban en un corral; alguien cerraba una puerta en una casa
distante.
Encontraron los poney s en el establo; bestias pequeñas y robustas de la clase
que preferían los hobbits; no muy rápidas, pero buenas para una larga jornada.
Los hobbits montaron y pronto se encontraron cabalgando en la niebla que
parecía abrirse de mala gana y cerrar el paso detrás de ellos. Luego de cabalgar
alrededor de una hora, lentamente y sin hablar, una cerca se levantó de pronto
delante. Era alta y estaba envuelta en una red de plateadas telarañas.
—¿Cómo vas a atravesarla? —preguntó Fredegar.
—¡Sígueme! —dijo Merry — y y a verás.
Fue hacia la izquierda, a lo largo de la cerca y pronto llegaron a un sitio donde
el vallado torcía hacia adentro, corriendo por el borde de una depresión. A cierta
distancia de la cerca habían hecho una excavación en pendiente; las paredes de
ladrillo se arqueaban hasta formar un túnel que pasaba por debajo de la cerca y
desembocaba en la depresión del otro lado.
Aquí Gordo Bolger se detuvo.
—¡Adiós, Frodo! —dijo—. Desearía de veras que no te internaras en el
bosque. Espero sólo que no necesites auxilio antes de terminar el día. ¡Buena
suerte, hoy y todos los días!
—¡Tendré suerte, si no nos aguarda nada peor que el Bosque Viejo! —dijo
Frodo—. Dile a Gandalf que se apresure por el camino del este. Lo retomaremos
pronto, e iremos de prisa.
—¡Adiós! —gritaron y corrieron cuesta abajo entrando en el túnel y
desapareciendo de la vista de Fredegar.
El túnel era oscuro y húmedo; una puerta con barrotes de hierro cerraba el
otro extremo. Merry desmontó y la abrió y cuando todos pasaron la empujó
hacia atrás. La puerta se cerró con un golpe metálico y el cerrojo cay ó otra vez.
El sonido fue siniestro.
—¡Ya está! —exclamó Merry —. Hemos dejado la Comarca y estamos
fuera en los linderos del Bosque Viejo.
—¿Son ciertas las historias que se cuentan? —preguntó Pippin.
—No sé a qué historias te refieres —respondió Merry —. Si es a esas historias
de miedo, que las nodrizas le contaban a Gordo sobre duendes y lobos y cosas
así, te diré que no. En todo caso y o no las creo. Pero el Bosque es raro. Todo ahí
está más vivo y es más atento a todo lo que ocurre, por así decir, que las cosas de
la Comarca. A los árboles no les gustan los extraños te vigilan. Por lo general se
contentan con esto, mientras hay luz, y no te molestan demasiado. A veces los
más hostiles dejan caer una rama, o levantan una raíz, o te atrapan con una liana.
Pero de noche las cosas pueden ser muy alarmantes, según me han dicho. No he
estado aquí después de oscurecer sino una o dos veces y sin alejarme del
cercado. Me pareció entonces que todos los árboles murmuraban entre sí,
contándose noticias y conspirando en un lenguaje ininteligible; y las ramas se
balanceaban y rozaban sin ningún viento. Dicen que los árboles se mueven
realmente y pueden rodear y envolver a los extraños. En verdad, hace tiempo
atacaron la cerca; vinieron y se plantaron al lado, inclinándose hasta cubrirla.
Pero los hobbits acudieron y cortaron cientos de árboles e hicieron una gran
hoguera en el bosque y quemaron el suelo en una larga franja al este de la cerca.
Los árboles dejaron de atacar, pero se volvieron muy hostiles. Hay aún un ancho
espacio despejado, no muy adentro, donde hicieron la hoguera.
—¿Sólo los árboles son peligrosos? —dijo Pippin.
—Hay criaturas extrañas que viven en lo profundo del bosque y al otro lado
—dijo Merry —, o así me han dicho al menos; y o nunca las vi. Sea como sea,
hay senderos entre los árboles. Cuando uno entra en el bosque encuentra sendas
abiertas, pero que parecen moverse y cambiar de tanto en tanto de una manera
extraña. No lejos de este túnel hay o hubo hace tiempo un camino que llega al
Claro de la Hoguera y que continúa aproximadamente en nuestra dirección,
hacia el oeste y un poco hacia el norte. Ese es el camino que trataré de encontrar.
Los hobbits dejaron la puerta del túnel y cabalgaron cruzando la ancha depresión.
En el extremo opuesto un borroso sendero subía a los terrenos del bosque, unos
cien metros más allá de la cerca; pero se desvaneció tan pronto como los llevó
bajo los árboles. Mirando adelante sólo podían ver troncos de diferentes formas y
tamaños: derechos o inclinados, rechonchos o finos, pulidos o nudosos; y todos
eran verdes o grises, cubiertos de musgo y viscosas e hirsutas excrecencias. Sólo
Merry parecía todavía animado.
—Es mejor que vay as delante y encuentres esa senda —dijo Frodo—. ¡No
nos perdamos los unos a los otros, y no olvidemos de qué lado queda la cerca!
Tomaron un camino entre los árboles y los poney s avanzaron evitando
cuidadosamente las raíces entrelazadas y retorcidas. No había maleza. El suelo
se elevaba continuamente y a medida que avanzaban parecía que los árboles se
hacían más altos, oscuros y espesos. No se oía nada, excepto alguna ocasional
gota de humedad que caía entre las hojas inmóviles. Por el momento no había ni
un murmullo ni un movimiento entre las ramas; pero todos tenían la incómoda
impresión de que alguien estaba observándolos con una creciente desaprobación,
que llegaba a ser disgusto y aun hostilidad. Esta impresión fue creciendo hasta
que al fin se encontraron echando rápidas miradas hacia arriba o hacia atrás, o
por encima del hombro, como si esperasen un golpe repentino.
No había y a indicios de senda y parecía que los árboles les cerraban el paso.
Pippin sintió que no podía soportarlo más y gritó de pronto:
—¡Eh! ¡Eh! No haré nada, déjenme pasar, ¿quieren?
Los otros se detuvieron sobrecogidos; pero el grito volvió a ellos como
apagado por una cortina espesa; no hubo ecos ni respuesta, aunque el bosque
parecía ahora más poblado y atento que antes.
—Si y o fuese tú, no hubiera gritado —dijo Merry —. Nos hace más mal que
bien.
Frodo comenzaba a preguntarse si sería posible encontrar un modo de pasar y
si había hecho bien en arrastrar a los otros a este bosque abominable. Merry
miraba a ambos lados y parecía indeciso acerca del camino que debían tomar.
Pippin se dio cuenta.
—No te ha llevado mucho tiempo extraviarnos —dijo.
Pero en ese momento Merry silbó aliviado y señaló adelante.
—Bueno, bueno —dijo—. Estos árboles se mueven de veras. Tenemos ahí
enfrente (o así lo espero) el Claro de la Hoguera, ¡pero parece que el sendero se
ha ido!
La luz se hacía más clara a medida que avanzaban. De pronto salieron de
entre los árboles y se encontraron en un vasto espacio circular. Había un cielo
allá arriba, azul y claro, y se sorprendieron, pues bajo el techo del bosque no
habían podido ver cómo se levantaba la mañana ni cómo se desvanecía la
bruma. El sol no estaba sin embargo bastante alto como para llegar al claro,
aunque la luz brillaba sobre los árboles. Al borde del claro las hojas parecían más
verdes y espesas, rodeándolo con un muro casi sólido. No crecía allí ningún
árbol; sólo pastos duros y muchas plantas altas: gruesos abetos marchitos, perejil
silvestre, maleza reseca que se deshacía en ceniza blanca, ortigas y cardos
exuberantes. Un lugar melancólico, aunque comparado con la espesura del
bosque parecía un jardín encantador y alegre.
Los hobbits recobraron el ánimo y miraron con esperanza la luz creciente en
el cielo. En el otro extremo del claro había una abertura en la pared de árboles y
más allá se abría una senda. Alcanzaban a ver cómo entraba en el bosque, ancha
en algunos sitios y abierta arriba, aunque de vez en cuando los árboles la
ensombrecían cubriéndola con ramas oscuras. Siguieron ese camino. Ascendían
aún, pero ahora más rápidamente y con mejor ánimo, pues les parecía que el
bosque había cedido y que después de todo no se opondría a que pasaran.
Pero al cabo de un rato el aire se hizo pesado y caluroso. Los árboles se
cerraron de nuevo a los lados y no podían ver adelante. La malignidad del bosque
era ahora todavía más evidente. Había tanto silencio que el ruido de los cascos
que aplastaban las hojas secas y a veces golpeaban raíces ocultas les retumbaban
de algún modo en los oídos. Frodo trató de cantar para animarlos, pero su voz fue
sólo un murmullo:
Oh, vagabundos de la tierra en sombras,
no desesperéis. Pues aunque oscuros se alcen
todos los bosques terminarán al fin
viendo pasar el sol descubierto:
el sol poniente, el sol naciente,
el fin del día y el principio del día.
Al este o al oeste, los bosques acabarán.
Acabarán… en el momento en que Frodo decía esta palabra, se le apagó la
voz. El aire parecía pesado, y hablar era fatigoso. Justo detrás de ellos una rama
gruesa cay ó ruidosamente en el sendero. Adelante los árboles parecían apretarse
unos contra otros.
—No les gusta que hables de términos y acabamientos —dijo Merry —. Yo
no cantaría más por ahora. Espera a llegar al límite del bosque; ¡y entonces nos
volveremos y le cantaremos a coro!
Habló alegremente y si había en él alguna ansiedad, no la demostró. Los
demás no respondieron. Se sentían agobiados. Una pesada carga oprimía el
corazón de Frodo y a cada paso que daba más lamentaba haber desafiado la
amenaza de los árboles. Estaba casi decidido a detenerse y proponerles que se
volvieran (si esto era todavía posible) cuando las cosas tomaron un nuevo rumbo.
La senda dejó de ascender y ahora corría por un llano. Los árboles oscuros se
hicieron a un lado y podían ver que más adelante el camino seguía casi en línea
recta. Al frente, a alguna distancia, una colina verde, sin árboles, se alzaba como
una cabeza calva por encima del bosque. La senda parecía llevar directamente a
la colina.
Apresuraron la marcha, encantados con la idea de trepar por encima del techo
de la floresta. El sendero descendió y luego comenzó a subir otra vez,
conduciéndolos al pie de la ladera empinada. Allí abandonó los árboles y se
internó en el pasto. El bosque rodeaba la colina como una cabellera espesa que
terminaba de pronto en un círculo alrededor de una testa rasurada.
Los hobbits cabalgaron cuesta arriba, dando vueltas hasta llegar a la cima de
la loma. Allí se detuvieron mirando en torno. El aire era fulgurante, iluminado
por la luz del sol, aunque brumoso; no se veía muy lejos. Alrededor la niebla se
había disipado casi del todo, aunque aquí y allá cubría las cavidades del bosque y
hacia el sur, en un pliegue profundo que atravesaba el bosque de lado a lado, se
alzaba aún como cintas de humo blanco o vapor.
—Aquélla —dijo Merry, señalando— es la línea del Tornasauce. Desciende
de las lomas y corre al sudeste, atravesando el centro del bosque para unirse al
Brandivino más abajo de Fin de la Cerca. ¡No iremos en esa dirección! Dicen
que el Valle del Tornasauce es la parte más extraña de todo el bosque, el centro
de donde vienen todas las rarezas, por así decir.
Los otros miraron en la dirección que Merry indicaba, pero sólo vieron
nieblas que se extendían sobre un valle húmedo y profundo; la mitad meridional
de la floresta se perdía en la distancia.
El sol calentaba en la cima de la loma. Serían aproximadamente las once de
la mañana, pero la bruma otoñal no dejaba ver mucho en otras direcciones.
Hacia el oeste no alcanzaban a distinguir la línea de la cerca ni el valle del
Brandivino. En el norte, hacia donde miraban más esperanzados, no veían nada
que pudiera ser el gran Camino del Este, que se proponían seguir. Estaban en una
isla perdida en un mar de árboles y de horizontes velados.
Al sudeste el suelo descendía abruptamente, como si las laderas de las colinas
se internaran bajo los árboles, como play as de islas que en realidad son laderas
de montaña elevándose desde aguas profundas. Se sentaron en la orilla verde,
mirando por sobre los bosques, mientras almorzaban. A medida que el sol subía y
pasaba el meridiano, comenzaron a vislumbrar en el este la línea verde-gris de
las colinas que se extendían del otro lado del Bosque Viejo. Esto los animó de
veras, pues era bueno ver algo más allá de los lindes del bosque, aunque no
pensaban ir en esa dirección, si podían evitarlo. Las Quebradas de los Túmulos
tenían entre los hobbits una reputación tan siniestra como el bosque mismo.
Al fin decidieron proseguir el viaje. El sendero que los había llevado a la
colina reapareció en el lado norte; pero no lo habían seguido mucho tiempo
cuando advirtieron que se desviaba a la derecha. Pronto empezó a descender
abruptamente y sospecharon que llevaba al Valle del Tornasauce, que no era de
ningún modo la dirección que pensaban tomar. Lo discutieron un rato y al fin
resolvieron dejar el sendero y torcer al norte, pues aunque no habían podido
verla desde la cima de la loma, la ruta tenía que estar en esa dirección y no muy
lejos. También hacia el norte, a la izquierda del sendero, la tierra parecía más
seca y abierta, alzándose en pendientes donde los árboles eran más delgados;
pinos y abetos reemplazaban a los robles, los fresnos y los extraños árboles
desconocidos del bosque más espeso.
Al comienzo la elección pareció buena; marchaban a paso vivo, aunque cada
vez que divisaban el sol en un claro creían haber virado hacia el este, no sabían
cómo. Luego los árboles comenzaron a cerrarse (en la distancia les habían
parecido más delgados y menos enmarañados), y de pronto descubrieron unas
fallas profundas e inesperadas en el terreno, como surcos de ruedas gigantescas o
anchos fosos y caminos borrosos y en desuso, obstruidos por las zarzas. La
may oría de estos repliegues cruzaban perpendicularmente la dirección que
seguían los hobbits y sólo podían franquearlos ay udándose con pies y manos, lo
que era incómodo y difícil a causa de los poney s. Cada vez que descendían
encontraban la cavidad cubierta por espesos matorrales y zarzas, que por alguna
razón no cedían a la izquierda y sólo permitían el paso si los viajeros se volvían a
la derecha; tenían que andar un rato por el fondo de la cavidad antes de encontrar
el modo de trepar al otro lado. Cada vez que subían, la arboleda parecía más
profunda y oscura; y siempre hacia la izquierda y hacia arriba era más difícil
abrirse paso. Tenían que ir siempre hacia la derecha, bajando.
Al cabo de una hora o dos habían perdido todo sentido claro de la orientación,
aunque sabían que desde hacía tiempo y a no iban hacia el norte. Marchaban sin
rumbo, siguiendo un itinerario que otros habían elegido para ellos; al este y al sur,
hacia el corazón del bosque y no hacia una salida.
La tarde declinaba cuando descendieron arrastrándose y tropezando a un
repliegue más ancho y profundo que todos los anteriores. Era tan empinado y
abrupto que no había modo de salir por un lado o por el otro sin abandonar los
poney s y el equipaje. Todo lo que podían hacer era seguir el curso descendente
de la falla. El suelo era más blando ahora, y a trechos pantanoso. En los
terraplenes aparecieron manantiales y pronto se encontraron marchando a orillas
de un arroy o que se escurría y murmuraba sobre un lecho de hierbas salvajes.
Luego el suelo empezó a descender rápidamente y el arroy o se hizo más sonoro
y caudaloso, bajando a saltos a lo largo de la pendiente. Estaban en una profunda
y oscura hondonada, cubierta por una alta bóveda de árboles.
Marcharon un rato tropezando a lo largo del arroy o y de pronto salieron de las
tinieblas como a través de una puerta y vieron delante la luz del sol. Saliendo al
claro descubrieron que habían venido caminando por una hendidura en una
barranca empinada, casi un acantilado. Allá abajo había un ancho espacio de
hierba y cañas y a lo lejos se veía otra pared, también escarpada. El oro de un
sol tardío se extendía cálido y pesado entre las dos paredes. En medio
serpenteaba un río de aguas pardas y perezosas bordeado por viejos sauces
caídos y moteado por miles de hojas de sauce marchitas. Las hojas espesaban el
aire; caían revoloteando, amarillas; una brisa tibia y dulce soplaba en la
hondonada; las cañas murmuraban y las ramas de los sauces crujían.
—¡Bueno, por lo menos ahora tengo una idea de donde estamos! —dijo
Merry. Hemos venido en dirección contraria a lo previsto. ¡Este es el río
Tornasauce! Iré a explorarlo. Salió a la luz y desapareció entre las hierbas altas.
Poco después reapareció, informando que el suelo era bastante firme entre el pie
del acantilado y el río; en algunos sitios una hierba apretada bajaba al borde del
agua.
—Más aún —dijo—. Parece haber algo semejante a un sendero sinuoso a lo
largo de esta orilla. Si doblamos hacia la izquierda y lo seguimos, creo que
saldremos del bosque por el lado este.
—Pienso lo mismo —comentó Pippin—. Es decir…. si la huella llega hasta
allí y no nos deja en algún pantano. ¿Quién puede haber trazado esta senda,
decidme, y por qué? Estoy seguro de que no para nuestro beneficio. Comienzo a
desconfiar de veras de este bosque y de todo lo que hay en él y y a creo en todas
las historias que se cuentan. ¿Tienes alguna idea de la distancia que debemos
recorrer hacia el este?
—No —dijo Merry —, no la tengo. Ignoro del todo a qué altura del
Tornasauce nos encontramos, ni quién pudo haber venido aquí con tanta
frecuencia como para trazar una senda a lo largo del río. Pero no veo ni imagino
otra salida.
No habiendo alternativa, partieron uno detrás de otro y Merry los llevó al
sendero que había descubierto. Las hierbas y las cañas eran en todas partes
lozanas y altas y en algunos lugares crecían muy por encima de la cabeza de los
viajeros; pero una vez encontrado el sendero era fácil de seguir en sus vueltas y
revueltas, siempre por terreno firme, evitando ciénagas y pantanos. Aquí y allá
atravesaba otros arroy os que venían de las tierras boscosas y altas y descendían
por hondonadas hasta el Tornasauce y en estos puntos y puestos allí con cuidado,
había unos troncos de árboles o unos manojos de ramas que iban de orilla a orilla
y ay udaban a cruzar.
Los hobbits comenzaron a sentir mucho calor. Ejércitos de moscas de toda
especie les zumbaban en las orejas y el sol de la tarde les quemaba las espaldas.
Inesperadamente entraron en una tenue sombra; grandes ramas grises se
extendían por encima del sendero. Cada paso adelante les costaba un poco más
que el anterior. Parecía que una somnolencia furtiva les subía por las piernas
desde el suelo y les caía dulcemente desde el aire sobre la cabeza y los ojos.
Frodo sintió que cabeceaba. Justo delante de él, Pippin cay ó de rodillas. Frodo
se detuvo.
—Es inútil —oy ó que Merry decía—. Imposible dar otro paso sin antes
descansar un poco. Necesitamos una siesta. Está fresco bajo los sauces. ¡Hay
menos moscas!
El tono de estas palabras no le gustó a Frodo.
—¡Adelante! —gritó—. No podemos dormir todavía. Primero tenemos que
salir del bosque.
Pero los otros estaban y a demasiado adormilados para preocuparse. Junto a
ellos Sam bostezaba y parpadeaba con aire estúpido.
De pronto Frodo mismo se sintió dominado por la modorra. La cabeza se le
bamboleaba. Apenas se oía un sonido en el aire. Las moscas habían dejado de
zumbar. Sólo un leve susurro apenas audible, como si alguien cantara entre
dientes una canción, parecía revolotear allá arriba, en las ramas. Frodo alzó
pesadamente los ojos y vio un sauce enorme, viejo y blanquecino, que se
inclinaba sobre él. El árbol parecía inmenso; las largas ramas apuntaban como
brazos tendidos, con muchas manos de dedos largos y el tronco nudoso y
retorcido se abría en anchas hendiduras que crujían débilmente con el
movimiento de las ramas. Las hojas que se estremecían bajo el cielo brillante
deslumbraron a Frodo; se tambaleó y cay ó allí sobre las hierbas.
Merry y Pippin se arrastraron hacia adelante y se tendieron apoy ándose de
espaldas contra el tronco del sauce. Detrás de ellos las grandes hendiduras se
abrieron para recibirlos y el árbol se balanceó y crujió. Miraron hacia arriba y
vieron las hojas grises y amarillas que se movían apenas contra la luz y
cantaban. Cerraron los ojos y les pareció que casi oían palabras, palabras frescas
que hablaban del agua y del sueño. Se abandonaron a aquel sortilegio y cay eron
en un sueño profundo al pie del enorme sauce gris.
Frodo luchó un rato contra el sueño que lo aplastaba; al fin se incorporó de
nuevo trabajosamente. Tenía unas ganas irresistibles de agua fresca.
—Espérame, Sam —balbució—. Tengo que mojarme los pies un instante.
Medio dormido fue hacia el lado del árbol que daba al río, donde unas grandes
raíces nudosas entraban en el agua, como dragones retorcidos que estiraban los
cuellos para beber. Montó a horcajadas sobre una de las ramas, hundió los pies en
el agua parda y fresca y se durmió en seguida, recostado contra el árbol.
Sam se sentó y se rascó la cabeza, bostezando como una caverna. Estaba
preocupado. La tarde declinaba y esta somnolencia repentina le parecía
inquietante. « Hay otra cosa aquí además del sol y el aire cálido» , se susurró a sí
mismo. « Este árbol enorme no me gusta nada. No le tengo confianza. ¡Escucha
cómo canta invitando al sueño! ¡No me convencerá!»
Se puso de pie con mucho trabajo y fue tambaleándose a ver cómo estaban
los poney s. Dos de ellos se habían alejado por el sendero; acababa de atraparlos
y de traerlos junto a los otros cuando oy ó dos ruidos: uno fuerte, el otro leve pero
claro. Uno era el chapoteo de algo pesado que había caído al agua; el otro
parecía el sonido de una cerradura en una puerta que se cierra despacio.
Sam se precipitó hacia la orilla. Frodo estaba en el agua, cerca del borde,
bajo una enorme raíz que parecía mantenerlo sumergido, pero no se resistía.
Sam lo tomó por la chaqueta y tironeó sacándolo de debajo de la raíz; luego lo
arrastró como pudo hasta la orilla. Frodo se despertó casi inmediatamente,
tosiendo y farfullando.
—¿Sabes tú, Sam —dijo al fin—, que ese árbol maldito me arrojó al agua? Lo
sentí. ¡La raíz me envolvió el cuerpo y me hizo perder el equilibrio!
—Estaba usted soñando sin duda, señor Frodo —dijo Sam—. No debiera
haberse sentado en un lugar semejante, si tenía ganas de dormir.
—¿Y los demás? —inquirió Frodo—. Me pregunto qué clase de sueños
tendrán…
Fueron al otro lado del árbol y Sam entendió entonces por qué había creído
oír el sonido de una cerradura. Pippin había desaparecido. La abertura junto a la
cual se había acostado se había cerrado del todo y no se veía ni siquiera una
grieta. Merry estaba atrapado; otra de las hendiduras del árbol se le había
cerrado alrededor del cuerpo; tenía las piernas fuera, pero el resto estaba dentro
de la abertura negra y los bordes lo apretaban como tenazas.
Frodo y Sam comenzaron por golpear el tronco en el lugar donde había
estado Pippin. Luego lucharon frenéticamente tratando de separar las mandíbulas
de la grieta que sujetaba al pobre Merry. Todo fue inútil.
—¡Qué cosa espantosa! —gritó Frodo—. ¿Por qué habremos venido a este
bosque horrible? ¡Ojalá estuviéramos todos de vuelta en Cricava!
Pateó el árbol con todas sus fuerzas, sin prestar atención al dolor que sentía en
el pie. Un estremecimiento apenas perceptible subió por el tronco hacia las
ramas; las hojas se sacudieron y murmuraron, pero ahora con el sonido de una
risa lejana y débil.
—¿No hemos traído un hacha en nuestro equipaje, señor Frodo? —preguntó
Sam.
—Traje un hacha pequeña para cortar leña —dijo Frodo—. No nos serviría
de mucho.
—¡Un momento! —gritó Sam, pues la mención de la leña le había dado una
idea—. ¡Podríamos recurrir al fuego!
—Podríamos —dijo Frodo, titubeando—. Podríamos asar vivo a Pippin dentro
del tronco.
—Podríamos también, para empezar, hacer daño al árbol o asustarlo —dijo
Sam fieramente—. Si no los suelta lo echaré abajo, aunque sea a mordiscos.
Corrió hacia los poney s y pronto volvió con dos y esqueros y un hacha.
Juntaron rápidamente hierbas y hojas secas y trozos de corteza; luego
apilaron ramas rotas y astillas. Amontonaron todo contra el tronco en el lado
opuesto al de los prisioneros. Tan pronto como Sam consiguió encender la y esca,
las hierbas secas comenzaron a arder y una columna de fuego y humo se alzó en
el aire. Las ramitas crujieron. Unas lengüitas de fuego lamieron la corteza seca y
estriada del árbol, chamuscándola. Un estremecimiento recorrió todo el sauce.
Las hojas parecían sisear allá arriba con un sonido de dolor y rabia. Merry gritó
y desde dentro del árbol llegó un aullido apagado de Pippin.
—¡Apáguenlo! ¡Apáguenlo! —gritó Merry —. ¡Me partirá en dos, si así no lo
hacen! ¡Él lo dice!
—¿Quién? ¿Qué? —exclamó Frodo, corriendo al otro lado del árbol.
—¡Apáguenlo! ¡Apáguenlo! —suplicó Merry.
Las ramas del sauce comenzaron a balancearse con violencia. Se oy ó un
rumor como de viento que se alzaba y se extendía a las ramas de los otros
árboles de alrededor, como si hubiesen arrojado una piedra a la quietud
soñolienta del valle del río, desencadenando unas ondas coléricas que invadían
todo el bosque. Sam pateó la pequeña hoguera y apagó las brasas. Pero Frodo, sin
tener una idea clara de por qué lo hacía, o qué esperaba, corrió a lo largo del
sendero gritando:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! —Tenía la impresión de que apenas
alcanzaba a oír el sonido agudo de su propia voz, como si el viento del sauce se la
llevara en seguida ahogándola en un clamor de hojas. Se sintió desesperado,
perdido y al borde mismo de la locura.
De pronto se detuvo. Había una respuesta, o al menos así lo crey ó, pero
parecía venir de detrás de él, del sendero que atravesaba el bosque. Se volvió y
escuchó y pronto no tuvo ninguna duda; alguien cantaba una canción; una voz
profunda y alegre cantaba descuidada y feliz, pero las palabras no tenían ningún
sentido.
¡Hola, dol! ¡Feliz, dol! ¡Toca un don diló!
¡Toca un don! ¡Salta! ¡Sauce del fal lo!
¡Tom Bom, alegre Tom, Tom Bombadillo!
Mitad esperanzados, mitad temerosos de un nuevo peligro, Frodo y Sam se
quedaron muy quietos. De pronto, luego de una larga tirada de palabras sin
sentido (o así parecía), la voz se oy ó fuerte y clara.
¡Hola, ven alegre dol, querida derry dol!
Ligeros son el viento y el alado estornino.
Allá abajo al pie de la colina, brillando al sol,
esperando a la puerta la luz de las estrellas,
está mi hermosa dama, hija de la dama del río,
delgada como vara de sauce, clara como el agua.
El viejo Tom Bombadil trayendo lirios de agua
vuelve saltando a casa. ¿Lo oyes cómo canta?
¡Hola, ven alegre dol, derry dol, alegre oh,
Baya de Oro, Baya de Oro, alegre baya amarilla.
Pobre viejo Hombre-Sauce, ¡retira tus raíces!
Tom tiene prisa ahora. La noche sucede al día.
Tom vuelve de nuevo trayendo lirios de agua.
¡Hola, ven derry dol! ¿Me oyes cómo canto?
Frodo y Sam parecían como hechizados. El viento echó una última bocanada.
Las hojas colgaron de nuevo silenciosas en las ramas tiesas. La canción estalló
otra vez y luego, de pronto, saltando y bailando a lo largo del sendero, por
encima de las cañas, asomó un viejo y estropeado sombrero de copa alta y larga
pluma azul sujeta a la cinta. Un nuevo brinco y un salto y un hombre apareció a
la vista, o por lo menos algo semejante a un hombre; demasiado grande y pesado
para ser un hobbit y no bastante alto como para pertenecer a la Gente Grande,
aunque hacía bastante ruido, calzado con grandes botas amarillas, tranqueando
entre las hierbas y los juncos como una vaca que baja a beber. Tenía una
chaqueta azul y larga barba castaña; los ojos eran azules y brillantes y la cara
roja como una manzana madura, pero plegada en cientos de arrugas de risa. En
las manos, sobre una hoja grande, como en una bandeja, traía un montoncito de
lirios de agua blancos.
—¡Socorro! —gritó Frodo y Sam corrió hacia el hombre adelantando las
manos.
—¡Ho, ho! ¡Quietos! —gritó el personaje alzando una mano y los hobbits se
detuvieron en seco como paralizados—. Bien, mis amiguitos, ¿a dónde vais,
resoplando como fuelles? ¿Qué pasa aquí? ¿Sabéis quién soy ? Soy Tom Bombadil.
Decidme cuál es el problema. Tom tiene prisa. ¡No me aplastéis los lirios!
—Mis amigos están atrapados en el sauce —exclamó Frodo sin aliento.
—¡Una hendidura está triturando al señor Merry ! —gritó Sam.
—¿Cómo? —gritó Tom Bombadil dando un salto—. ¿El viejo Hombre-Sauce?
Nada peor, ¿eh? Eso tiene fácil arreglo. Conozco la cancioneta que le hace falta.
¡Viejo y gríseo Hombre-Sauce! Le helaré la médula, si no se comporta bien. Le
cantaré hasta sacarle afuera las raíces. Le cantaré un viento que le arrancará
hojas y ramas. ¡Viejo Hombre-Sauce!
Depositando con cuidado los lirios de agua en el suelo, Tom Bombadil corrió
hacia el árbol. Allí vio los pies de Merry que aún sobresalían. El resto y a había
sido arrastrado al interior. Tom acercó la boca a la hendidura y se puso a cantar
en voz baja. Los dos hobbits no alcanzaban a oír las palabras, pero la reanimación
de Merry fue evidente. Las piernas patearon el aire. Tom se apartó de un salto y
arrancando una rama que colgaba a un costado, azotó el flanco del sauce.
—¡Déjalo salir, viejo Hombre-Sauce! ¿Qué pretendes? No tendrías que estar
despierto. ¡Come tierra! ¡Cava hondo! ¡Bebe agua! ¡Duerme! ¡Bombadil habla!
Tomó entonces los pies de Merry y lo sacó de la hendidura que se había
ensanchado de pronto.
Se oy ó el sonido de algo que se desgarra y la otra grieta se abrió también y
Pippin saltó fuera, como si lo hubiesen pateado. En seguida, con un sonoro
chasquido, las dos fisuras volvieron a cerrarse. Un estremecimiento recorrió el
árbol de las raíces a la copa, y siguió un completo silencio.
—¡Gracias! —dijeron los hobbits, uno tras otro.
Tom Bombadil se echó a reír.
—¡Bueno, mis amiguitos! —dijo inclinándose para mirarles las caras—.
Vendréis a casa conmigo. Hay en mi mesa un cargamento de crema amarilla,
panal de miel, manteca y pan blanco. Bay a de Oro nos espera. Ya habrá tiempo
para preguntas mientras cenamos. ¡Seguidme tan rápido como podáis!
Luego de esto Tom Bombadil recogió los lirios y se fue saltando y bailando
por el camino hacia el este, llamándolos con la mano, cantando otra vez en voz
alta una canción que no tenía sentido.
Demasiado sorprendidos y demasiado aliviados para hablar, los hobbits lo
siguieron tan rápidamente como podían. Pero esto no bastaba. Tom desapareció
muy pronto delante de ellos y el sonido del canto se hizo más lejano y débil. Pero
de súbito la voz volvió flotando como un poderoso llamado.
¡Saltad, amiguitos, a lo largo del Tornasauce!
Tom va adelante a encender las velas.
El sol se oculta pronto marcharéis a ciegas.
Cuando caiga la noche, las puertas se abrirán,
y en las ventanas brillará una luz amarilla.
No tengáis miedo ni de alisos ni de sauces,
ni de raíces ni de ramas. Tom va adelante.
¡Hola, ahora, alegre dol! ¡Bienvenidos a casa!
Luego los hobbits no oy eron más. Casi en seguida pareció que el sol se hundía
entre los árboles, detrás de ellos. Recordaron la luz oblicua de la tarde que
brillaba sobre el río Brandivino y las ventanas de Gamoburgo que comenzaban a
iluminarse con cientos de luces. Grandes sombras caían ahora alrededor; los
troncos y las ramas, negros y amenazantes, se inclinaban sobre el sendero. Unas
nieblas blancas comenzaban a alzarse ondulándose en la superficie del río,
esparciéndose entre las raíces de los árboles, en las orillas. Del suelo a los pies de
los hobbits, un vapor tenebroso subía confundiéndose con el crepúsculo, que caía
rápidamente.
Se hizo difícil seguir el sendero y todos estaban muy cansados. Las piernas les
pesaban como plomo. Unos ruidos raros y furtivos corrían entre los matorrales y
juncos a los lados del camino y si alzaban los ojos veían unas caras extrañas,
retorcidas y nudosas, como sombras dibujadas en el cielo del crepúsculo, que los
miraban asomándose a las barrancas y a los límites del bosque. Empezaban a
tener la impresión de que todo aquel país era irreal y que avanzaban tropezando
por un sueño ominoso que no llevaba a ninguna vigilia.
En el momento en que y a aminoraban el paso y parecía que iban a
detenerse, advirtieron que el suelo se elevaba poco a poco. Las aguas
murmuraban ahora. Alcanzaron a vislumbrar en la penumbra el resplandor
blanco de la espuma del río que se precipitaba en una pequeña cascada. En
seguida los árboles terminaron y la niebla quedó atrás. Salieron del bosque y se
encontraron en una amplia extensión de hierbas. El río, estrecho y rápido, saltaba
hacia ellos alegremente, reflejando aquí y allá la luz de las estrellas que y a
brillaba en el cielo.
La hierba era allí corta y suave, como si la hubiesen segado. Detrás, los
bordes del bosque parecían recortados como un cerco. El sendero era llano,
estaba bien cuidado y bordeado de piedras y subía serpenteando a la cima de una
loma herbosa, grisácea bajo el pálido cielo estrellado. Allí arriba en otra ladera
parpadeaban las luces de una casa. El sendero bajó y subió de nuevo por una
larga pendiente de césped hacia la luz. De pronto un ray o amarillo salió
brillantemente de una puerta que acababa de abrirse. Era la casa de Tom
Bombadil, sobre y bajo la colina. Detrás el terreno se elevaba gris y desnudo y
más allá las sombras oscuras de las Quebradas se perdían en la noche del este.
Hobbits y poney s se precipitaron hacia adelante. Ya se habían quitado de
encima la mitad de la fatiga y todo temor. ¡Hola, venid, alegre dol! llegó a ellos
la canción, como una bienvenida.
¡Hola, venid, alegre dol! ¡Bravos míos, saltad!
¡Hobbits, poneys, y todos, a la fiesta!
¡Que la alegría empiece! ¡Cantemos todos juntos!
Luego, otra voz, clara, joven y antigua como la primavera, como el canto de
un agua gozosa que baja a la noche desde una mañana brillante en las colinas,
cay ó como plata hasta ellos:
¡Que los cantos empiecen! Cantemos todos juntos,
el sol y las estrellas, la luna, las nubes y la lluvia,
la luz en los capullos, el rocío en la pluma,
el viento en la colina, la campana en los brezos,
las cañas en la orilla, los lirios en el agua,
¡el viejo Tom Bombadil y la Hija del Río!
Y con esta canción los hobbits llegaron al umbral, envueltos todos en una luz
dorada.
7
En casa de Tom Bombadil
L os
cuatro hobbits franquearon el ancho umbral de piedra y se detuvieron,
parpadeando. La habitación era larga y baja, iluminada por unas lámparas que
colgaban de las vigas del cielo raso y en la mesa de madera oscura y pulida
había muchas velas altas y amarillas, de llama brillante.
En el extremo opuesto de la habitación, mirando a la puerta de entrada,
estaba sentada una mujer. Los cabellos rubios le caían en largas ondas sobre los
hombros; llevaba una túnica verde, verde como las cañas jóvenes, salpicada con
cuentas de plata como gotas de rocío y el cinturón era de oro, labrado como una
cadena de azucenas y adornado con ojos de nomeolvides, azules y claros. A sus
pies, en vasijas de cerámica verde y castaña, flotaban unos lirios de agua, de
modo que la mujer parecía entronizada en medio de un estanque.
—¡Adelante, mis buenos invitados! —dijo y los hobbits supieron que era
aquella voz clara la que habían oído en el camino. Se adelantaron tímidamente
unos pasos, haciendo reverencias, sintiéndose de algún modo sorprendidos y
torpes, como gentes que habiendo golpeado una puerta para pedir un poco de
agua, se encuentran de pronto ante una reina élfica, joven y hermosa, vestida
con flores frescas. Pero antes de que pudieran pronunciar una palabra, la joven
saltó ágilmente por encima de las fuentes de lirios y corrió riendo hacia ellos; y
mientras corría la túnica verde susurraba como el viento en las riberas floridas de
un río.
—¡Venid, queridos amigos! —dijo ella tomando a Frodo por la mano—. ¡Reíd
y alegraos! Soy Bay a de Oro, Hija del Río. —En seguida pasó rápidamente ante
ellos y habiendo cerrado la puerta se volvió otra vez, extendiendo los brazos
blancos—. ¡Cerremos las puertas a la noche! —dijo—. Quizá todavía tenéis
miedo de la niebla, la sombra de los árboles, el agua profunda, las criaturas del
bosque. ¡No temáis! Pues esta noche estáis bajo techo en casa de Tom Bombadil.
Los hobbits la miraron asombrados y ella los observó a su vez, uno a uno,
sonriendo.
—¡Hermosa dama Bay a de Oro! —dijo Frodo al fin, sintiendo en el corazón
una alegría que no alcanzaba a entender. Estaba allí, inmóvil, como había estado
otras veces escuchando las hermosas voces de los elfos, pero ahora el
encantamiento era diferente, menos punzante y menos sublime, pero más
profundo y más próximo al corazón humano; maravilloso, pero no ajeno—.
¡Hermosa dama Bay a de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría de esas
canciones que oímos.
¡Oh delgada como vara de sauce! ¡Oh más clara que el agua clara!
¡Oh junco a orillas del estanque! ¡Hermosa Hija del Río!
¡Oh tiempo de primavera y tiempo de verano, y otra vez primavera!
¡Oh viento en la cascada y risa entre las hojas!
Frodo calló de pronto, balbuciendo, sorprendido al oírse decir esas palabras.
Pero Bay a de Oro rió.
—¡Bienvenido! —dijo—. No había oído que la gente de la Comarca fuera de
lengua tan dulce. Pero entiendo que eres amigo de los elfos; así lo dicen la luz de
tus ojos y el timbre de tu voz. ¡Un feliz encuentro! ¡Sentaos y esperemos al Señor
de la casa! No tardará. Está atendiendo a vuestros animales cansados.
Los hobbits se sentaron complacidos en unas sillas bajas de mimbre, mientras
Bay a de Oro se ocupaba alrededor de la mesa; y los ojos de ellos seguían con
deleite la fina gracia de los movimientos de la joven. De algún sitio detrás de la
casa llegó el sonido de un canto. De cuando en cuando alcanzaban a oír, entre
muchos derry dol, alegre dol, y toca un don dilló, unas palabras que se repetían:
El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo,
de chaqueta azul brillante y zapatos amarillos.
Hermosa dama! —dijo Frodo al cabo de un rato—. Decidme, si mi pregunta
no os parece tonta, ¿quién es Tom Bombadil?
—Es él —dijo Bay a de Oro, dejando de moverse y sonriendo.
Frodo la miró inquisitivamente.
—Es como lo has visto —dijo ella respondiendo a la mirada de Frodo—. Es el
Señor de la madera, el agua y las colinas.
—¿Entonces estas tierras extrañas le pertenecen?
—De ningún modo —dijo ella y la sonrisa se le apagó—. Eso sería en verdad
una carga —susurró—. Los árboles y las hierbas y todas las cosas que crecen o
viven en la región no tienen otro dueño que ellas mismas. Tom Bombadil es el
Señor. Nadie ha atrapado nunca al viejo Tom caminando en el bosque, vadeando
el río, saltando en lo alto de las colinas, a la luz o a la sombra. Tom Bombadil no
tiene miedo. Es el Señor.
Se abrió una puerta y entró Tom Bombadil. Se había sacado el sombrero y
unas hojas otoñales le coronaban los espesos cabellos castaños. Rió y y endo
hacia Bay a de Oro le tomó la mano.
—¡He aquí a mi hermosa señora! —dijo inclinándose hacia los hobbits—.
¡He aquí a mi Bay a de Oro vestida de verde y plata con flores en la cintura!
¿Está la mesa puesta? Veo crema amarilla y panales, y pan blanco y manteca,
leche, queso, hierbas verdes y cerezas maduras. ¿Alcanza para todos? ¿Está la
cena lista?
—Está —respondió Bay a de Oro—, pero quizá los huéspedes no lo estén.
Tom golpeó las manos y gritó:
—¡Tom, Tom! ¡Tus huéspedes están cansados y tú casi lo olvidaste! ¡Venid
mis alegres amigos y Tom os refrescará! Os limpiaréis las manos sucias y os
lavaréis las caras cansadas. Fuera esos abrigos embarcados. Peinad esas melenas
enmarañadas.
Abrió la puerta y los hobbits lo siguieron por un corto pasadizo que doblaba a
la derecha. Llegaron así a una habitación baja, de techo inclinado (un cobertizo,
parecía, añadido al ala norte de la casa). Los muros eran de piedra, cubiertos en
su may or parte con esteras verdes y cortinas amarillas. El suelo era de losa, y
encima habían puesto unos juncos verdes. A un lado, tendidos en el piso, había
cuatro gruesos colchones recubiertos con mantas blancas. Contra el muro opuesto
un banco largo sostenía unas cubetas de carro, y al lado se alineaban unas vasijas
oscuras llenas de agua; algunas con agua fría y otras con agua caliente. Unas
chinelas verdes esperaban junto a cada cama.
Al cabo de un rato, lavados y refrescados, los hobbits se sentaron a la mesa, dos a
cada lado y en los extremos Bay a de Oro y el Señor. Fue una comida larga y
alegre. No faltó nada, aunque los hobbits comieron como sólo pueden comer
unos hobbits famélicos. La bebida que en los tazones parecía ser simple agua
fresca, se les subió a los corazones como vino y les desató las lenguas. Los
invitados advirtieron de pronto que estaban cantando alegremente, como si eso
fuera más fácil y natural que hablar. Luego, Tom y Bay a de Oro se levantaron y
limpiaron rápidamente la mesa. Les ordenaron a los huéspedes que se quedaran
quietos y los sentaron en sillas, los pies apoy ados en un escabel. Un fuego
llameaba ante ellos en la vasta chimenea, con un olor dulce, como madera de
manzano. Cuando todo estuvo en orden, apagaron las luces de la habitación
excepto una lámpara y un par de velas en los extremos de la chimenea. Bay a de
Oro se les acercó entonces con una vela en la mano y les deseó a cada uno una
buena noche y un sueño profundo.
—Tened paz ahora —dijo—, ¡hasta la mañana! No prestéis atención a ningún
ruido nocturno. Pues nada entra aquí por puertas y ventanas salvo el claro de
luna, la luz de las estrellas y el viento que viene de las cumbres. ¡Buenas noches!
Bay a de Oro dejó la habitación con un centelleo y un susurro y sus pasos se
alejaron como un arroy o que desciende dulcemente de una colina sobre piedras
frescas en la quietud de la noche. Tom se sentó en silencio mientras los hobbits
titubeaban pensando en las preguntas que no se habían animado a hacer durante
la cena. El sueño les pesaba en los párpados. Al fin Frodo habló:
—¿Oísteis mi llamada, Señor, o llegasteis a nosotros sólo por casualidad?
Tom se movió como un hombre al que sacan de un sueño agradable. ¿Eh?
¿Qué? —dijo—. ¿Si oí tu llamada? No, no oí nada, estaba ocupado cantando. Fue
la casualidad lo que me llevó allí, si quieres llamarlo casualidad. No estaba en
mis planes, aunque os estaba esperando. Habíamos oído hablar de vosotros y
sabíamos que andabais por el bosque, y que no tardaríais en llegar a orillas del
río. Todos los senderos vienen hacia aquí, hacia el Tornasauce. El viejo Hombre-
Sauce gris es un cantor poderoso y la gente pequeña escapa difícilmente de sus
arteros laberintos. Pero Tom tenía que cumplir allí una misión y él no se hubiera
atrevido a oponerse.
Tom cabeceó como luchando contra el sueño, pero continuó con una dulce
voz:
Yo tenía allí una misión: recoger lirios de agua,
hojas verdes y lirios blancos para complacer a mi hermosa dama,
los últimos del año y preservarlos así del invierno,
para que florezcan a sus pies antes que las nieves se fundan.
Todos los años al fin del verano los busco para ella,
en una laguna profunda y clara, lejos bajando por el río;
allí se abren los primeros en primavera y allí duran más.
junto a esa laguna encontré hace tiempo a la Hija del Río,
la hermosa y joven Baya de Oro, sentada entre los juncos,
cantando dulcemente, y el corazón le golpeaba.
Tom abrió los ojos y miró a los hobbits con un repentino centelleo azul.
Y esto fue bueno para vosotros, pues ahora no volveré
a descender a lo largo de las aguas del bosque,
mientras el año sea viejo. Ni pasaré otra vez
junto a la casa del viejo Hombre-Sauce
antes de la gozosa primavera, cuando la Hija del Río
baje bailando entre los mimbres a bañarse en el agua.
Tom calló de nuevo, pero Frodo no pudo dejar de hacer otra pregunta, aquella
cuy a respuesta más deseaba oír.
—Habladnos, Señor —dijo—, del Hombre-sauce. ¿Qué es? Nunca oí nada de
él.
—¡No, no! —dijeron juntos Merry y Pippin, enderezándose bruscamente—.
¡No ahora! ¡No hasta la mañana!
—¡Tenéis razón! —dijo el viejo—. Es tiempo de descansar. No es bueno
hablar de ciertas cosas cuando las sombras reinan en el mundo. Dormid hasta
que amanezca, reposad la cabeza en las almohadas. ¡No prestéis atención a
ningún ruido nocturno! ¡No temáis al sauce gris!
Y diciendo esto bajó la lámpara y la apagó con un soplido y tomando una
vela en cada mano llevó a los hobbits fuera de la habitación.
Los colchones y las almohadas tenían la dulzura de la pluma y las coberturas
eran de lana blanca. Acababan de tenderse en los lechos blandos y de
acomodarse las mantas cuando se quedaron dormidos.
En la noche profunda, Frodo tuvo un sueño sin luz. Luego vio que se elevaba la
luna nueva y a la tenue claridad apareció ante él un muro de piedra oscura,
atravesado por un arco sombrío parecido a una gran puerta. Le pareció a Frodo
que lo llevaban por el aire y vio entonces que la pared era un círculo de lomas
que encerraban una planicie; en el centro se elevaba un pináculo de piedra,
semejante a una torre, pero no obra de artífices. En la cima había una forma
humana. La luna subió y durante un momento pareció estar suspendida sobre la
cabeza de la figura, reflejándose en los cabellos blancos, movidos por el viento.
De la planicie en tinieblas se levantó un clamor de voces feroces y el aullido de
muchos lobos. De pronto una sombra, como grandes alas, pasó delante de la luna.
La figura alzó los brazos y del bastón que tenía en la mano brotó una luz. Un
águila enorme bajó entonces del cielo y se llevó a la figura. Las voces gimieron
y los lobos aullaron. Hubo un ruido como si soplara un viento huracanado y con
él llegó el sonido de unos cascos que galopaban, galopaban, galopaban desde el
este. « ¡Los Jinetes Negros!» , pensó Frodo despertando y con el golpeteo de los
cascos resonándole aún en la cabeza. Se preguntó si tendría alguna vez el coraje
de dejar la seguridad de esos muros de piedra. Se quedó quieto, escuchando
todavía, pero todo estaba en silencio ahora y al fin se volvió y se durmió otra vez,
o se perdió en un sueño que no le dejó ningún recuerdo.
Al lado, Pippin dormía hundido en sueños agradables, pero algo cambió de
pronto y se volvió en la cama gruñendo. En seguida despertó, o pensó que había
despertado y sin embargo oía aún en la oscuridad el sonido que lo había
perturbado mientras dormía: tip-tap, cuic; era como el susurro de unas ramas que
se rozan con el viento, dedos de ramitas que rascaban la ventana y la pared: cric,
cric, cric. Se preguntó si habría sauces cerca de la casa y de pronto tuvo la
horrible impresión de que no estaba en una casa común sino dentro del sauce,
oy endo aquella espantosa voz, seca y chirriante, que otra vez se reía de él. Se
incorporó y sintió la almohada blanda en las manos y se acostó otra vez con
alivio. Le pareció oír el eco de unas palabras: « ¡Nada temas! ¡Duerme en paz
hasta la mañana! ¡No prestes atención a los ruidos nocturnos!» Volvió a
dormirse.
Era el murmullo de un agua que cae lo que Merry oía en su sueño tranquilo:
agua que fluía dulcemente y luego se extendía y se extendía alrededor de la casa
en un estanque oscuro y sin límites. Gorgoteaba bajo las paredes y subía lenta
pero firmemente. « ¡Me ahogaré!» , pensó. « Entrará en la casa y entonces me
ahogaré.» Sintió que estaba acostado en un pantano blando y viscoso, e
incorporándose de un salto puso el pie en una losa dura y fría. Recordó entonces
dónde estaba y se acostó de nuevo. Creía oír o recordaba haber oído: « Nada
entra aquí por puertas y ventanas salvo el claro de luna, la luz de las estrellas y el
viento que viene de las cumbres.» Una brisa leve y dulce movió las cortinas.
Respiró profundamente y se durmió otra vez.
Al día siguiente Sam sólo recordaba que había dormido toda la noche, muy
satisfecho, si los troncos duermen satisfechos.
Despertaron los cuatro a la vez, con la luz de la mañana. Tom andaba por la
habitación silbando como un estornino. Oy endo que los hobbits se movían, golpeó
las manos y gritó:
—¡Hola! ¡Ven alegre dol, derry dol! ¡Mis bravos!
Descorrió las cortinas amarillas y aparecieron las ventanas, a ambos lados
del aposento: una miraba al este y la otra al oeste.
Los hobbits se levantaron de un salto, renovados. Frodo corrió a la ventana
oriental y se encontró mirando una huerta, gris de rocío. Casi había esperado ver
una franja de césped entre la casa y los muros, césped marcado con huellas de
cascos. En verdad, no podía ver muy lejos, a causa de una alta estacada de
habas, pero por encima y a lo lejos la cresta gris de la colina se alzaba a la luz del
amanecer. Era una mañana pálida; en el este, detrás de unas nubes largas como
hilos de lana sucia, teñida de rojo en los bordes, centelleaban unos profundos
piélagos amarillos. El cielo anunciaba lluvia, pero la luz se extendía rápidamente,
y las flores rojas de las habas comenzaban a brillar entre las hojas verdes y
húmedas.
Pippin miró por la ventana occidental y vio un estanque de bruma. Una niebla
cubría el bosque. Era como mirar desde arriba un techo de nubes en pendiente.
Había un pliegue o canal donde la bruma se quebraba en penachos y ondas: el
Valle del Tornasauce. El arroy o descendía por la ladera izquierda y se
desvanecía entre las sombras blancas. Junto a la casa había un jardín de flores y
un cerco recortado, envuelto en una red de plata y más allá una hierba corta y
gris, empalidecida por gotas de rocío. No se veía ningún sauce.
—¡Buenos días, alegres amigos! —gritó Tom abriendo de par en par la
ventana del este. Un aire fresco entró en el cuarto, tray endo olor a lluvia—. Hoy
el sol no mostrará mucho la cara, se me ocurre. He estado caminando, subiendo
a las cumbres de las lomas, desde que empezó el alba gris, olfateando el viento y
el tiempo: hierba húmeda a mis pies, cielo húmedo arriba. Desperté a Bay a de
Oro cantando bajo su ventana, pero nada despierta a los hobbits a la mañana
temprano. Las personitas despiertan de noche en la oscuridad y se duermen
cuando llega la luz. ¡Tocad un don diló! ¡Despertad, alegres amigos! ¡Olvidad los
ruidos nocturnos! ¡Tocad un don diló del, mis bravos! Si os dais prisa, encontraréis
el desay uno servido. ¡Si tardáis tendréis pasto y agua de lluvia!
Inútil decir que aunque la amenaza de Tom no parecía muy seria los hobbits
se apresuraron y dejaron la mesa tarde, cuando y a empezaba a parecer vacía.
Ni Tom ni Bay a de Oro estaban allí. Podía oírse a Tom que se movía por la casa,
afanándose en la cocina, subiendo y bajando las escaleras y cantando afuera,
aquí y allá. La habitación daba al oeste sobre el valle neblinoso y la ventana
estaba abierta. El agua goteaba desde los aleros de paja. Antes que terminaran de
desay unar, las nubes se habían unido formando un techo uniforme y una lluvia
gris cay ó verticalmente con una dulce regularidad. La espesa cortina no dejaba
ver el bosque.
Mientras miraban por la ventana, la voz clara de Bay a de Oro descendió
dulcemente, como si bajara con la lluvia, desde el cielo. No oían sino unas pocas
palabras, pero les pareció evidente que la canción era una canción de lluvia,
dulce como un chaparrón sobre las lomas secas y que contaba la historia de un
río desde el manantial en las tierras altas hasta el océano distante, allá abajo. Los
hobbits escuchaban deleitados y Frodo sentía alegría en el corazón y bendecía la
lluvia bienhechora que les demoraba la partida. La idea de que tenían que irse le
estaba pesando desde que abrieran los ojos, pero sospechaba ahora que ese día
no irían más lejos.
El viento alto se estableció en el oeste y unas nubes más densas y más húmedas
se elevaron rodando para verter la carga de lluvia en las cimas desnudas de las
Quebradas. No se veía nada alrededor de la casa, excepto agua que caía. Frodo
estaba de pie junto a la puerta abierta observando el blanco sendero gredoso que
descendía burbujeando al valle, transformado en un arroy o de leche. Tom
Bombadil apareció trotando en una esquina de la casa, moviendo los brazos como
para apartar la lluvia y en realidad cuando saltó al umbral parecía perfectamente
seco, excepto las botas. Se las quitó y las puso en un rincón de la chimenea.
Luego se sentó en la silla más grande y pidió a los hobbits que se le acercaran.
—Es el día de lavado de Bay a de Oro —dijo—, y también de la limpieza de
otoño. Llueve demasiado para los hobbits, ¡que descansen mientras les sea
posible! Día bueno para cuentos largos, para preguntas y respuestas, de modo
que Tom iniciará la charla.
Les contó entonces muchas historias notables, a veces como hablándose a sí
mismo y a veces mirándolos de pronto con ojos azules y brillantes bajo las cejas
tupidas. A menudo la voz se le cambiaba en canto y se levantaba entonces de la
silla para bailar alrededor. Les habló de abejas y de flores, de las costumbres de
los árboles y las extrañas criaturas del bosque, de cosas malignas y de cosas
benignas, cosas amigas y cosas enemigas, cosas crueles y cosas amables y de
secretos que se ocultaban bajo las zarzas.
A medida que escuchaban, los hobbits empezaron a entender las vidas del
bosque, distintas de las suy as, sintiéndose en verdad extranjeros allí donde todas
las cosas estaban en su sitio. El viejo Hombre-Sauce aparecía y desaparecía en
la charla, una y otra vez y Frodo aprendió bastante como para sentirse satisfecho,
en verdad más que bastante, pues las cosas de que se iba enterando no eran
tranquilizadoras. Las palabras de Tom desnudaban los corazones y los
pensamientos de los árboles, pensamientos que eran a menudo oscuros y
extravíos, colmados de odio por todas las criaturas que se mueven libremente
sobre la tierra, arañando, mordiendo, rompiendo, cortando, quemando:
destructoras y usurpadoras. No se le llamaba el Bosque Viejo sin motivo, pues
era antiguo de veras, sobreviviente de vastos bosques olvidados; y en él vivían
aún, envejeciendo tan lentamente como las colinas, los padres de los padres de
los árboles, recordando la época en que eran señores. Los años innumerables les
habían dado orgullo y sabiduría enraizada en la tierra y malicia. Ninguno, sin
embargo, era más peligroso que el Gran Sauce: tenía el corazón podrido, pero
una fuerza todavía verde; y era astuto, y ordenaba los vientos, y su canto y su
pensamiento corrían entre los árboles de ambos lados del río. El espíritu gríseo y
sediento del Sauce sacaba fuerzas de la tierra, extendiéndose como una red de
raíces en el suelo y como dedos invisibles en el aire, hasta tener dominio sobre
casi todos los árboles del bosque desde la Cerca a las Quebradas.
De pronto la charla de Tom dejó los árboles para remontar el joven arroy o,
por encima de cascadas burbujeantes, guijarros y rocas erosionadas y entre
florecitas que se abrían en la hierba apretada y en grietas húmedas, trepando así
hasta las Quebradas. Los hobbits oy eron hablar de los Grandes Túmulos y de los
montículos verdes y de los círculos de piedra sobre las colinas y en los bajos. Las
ovejas balaron en rebaños. Se levantaron muros blancos y verdes. Había
fortalezas en las alturas. Rey es de pequeños reinos se batieron entre ellos y el
joven sol brilló como el fuego sobre el rojo metal de las espadas codiciosas y
nuevas. Hubo victorias y derrotas; y se derrumbaron torres, se quemaron
fortalezas y las llamas subieron al cielo. El oro se apiló sobre los catafalcos de
rey es y reinas, y unos montículos los cubrieron y las puertas de piedra se
cerraron y la hierba creció encima. Las ovejas pacieron allí un tiempo, pero
pronto las colinas estuvieron desnudas otra vez. De sitios lejanos y oscuros vino
una sombra, los huesos se agitaron en las tumbas. Los Tumularios se paseaban
por las oquedades con un tintineo de anillos en los dedos fríos y cadenas de oro al
viento. Los círculos de piedra salieron a la superficie de la tierra como dientes
rotos a la luz de la luna.
Los hobbits se estremecieron. Hasta en la misma Comarca se había oído
hablar de los Tumularios, que frecuentaban las Quebradas de los Túmulos, más
allá del bosque. Pero no era esta una historia que complaciese a los hobbits, ni
siquiera junto a una lejana chimenea. La alegría de la casa los había distraído,
pero ahora los cuatro recordaron de pronto: la casa de Tom Bombadil se apoy aba
en el hombro mismo de las temibles Quebradas. Perdieron el hilo del relato y se
movieron inquietos, mirándose a hurtadillas.
Cuando volvieron a prestar atención, descubrieron que Tom deambulaba
ahora por regiones extrañas, más allá de la memoria y los pensamientos de los
hobbits, en días en que el mundo era más ancho y los mares golpeaban la costa
del oeste; y siempre y endo y viniendo Tom cantó la luz de las estrellas antiguas,
cuando sólo los ancianos elfos estaban despiertos. De pronto hizo una pausa y
vieron que cabeceaba como atacado por el sueño. Los hobbits se quedaron
sentados, frente a él, como hechizados; y bajo el encantamiento de aquellas
palabras les pareció que el viento se había ido y las nubes se habían secado y el
día se había retirado y la oscuridad había venido del este y del oeste: en el cielo
resplandecía una claridad de estrellas blancas. Frodo no hubiese podido decir si
había pasado la mañana y la noche de un solo día o de muchos días. No se sentía
ni hambriento ni cansado, sólo colmado de asombro. Las estrellas brillaban del
otro lado de la ventana y el silencio de los cielos parecía rodearlo. Al fin ese
mismo asombro y un miedo repentino al silencio que había sobrevenido lo
llevaron a preguntar:
—¿Quién sois, Señor?
—¿Eh? ¿Qué? —dijo Tom enderezándose y los ojos le brillaron en la
oscuridad—. ¿Todavía no sabes cómo me llamo? Esa es la única respuesta. Dime,
¿quién eres tú, solo, tú mismo y sin nombre? Pero tú eres joven, y y o soy viejo.
El Antiguo, eso es lo que soy. Prestad atención, amigos míos: Tom estaba aquí
antes que el río y los árboles. Tom recuerda la primera gota de lluvia y la
primera bellota. Abrió senderos antes que la Gente Grande y vio llegar a la
Gente Pequeña. Estaba aquí antes que los Rey es y las tumbas y los Tumularios.
Cuando los elfos fueron hacia el oeste, Tom y a estaba aquí, antes que los mares
se replegaran. Conoció la oscuridad bajo las estrellas antes que apareciera el
miedo, antes que el Señor Oscuro viniera de Afuera.
Pareció que una sombra pasaba por la ventana y los hobbits echaron una
rápida mirada a través de los vidrios. Cuando se volvieron, Bay a de Oro estaba
en la puerta de atrás, enmarcada en luz. Traía una vela encendida que protegía
del aire con la mano y la luz se filtraba a través de la mano como el sol a través
de una concha blanca.
—La lluvia ha cesado —dijo— y las aguas nuevas corren por la falda de la
colina, a la luz de las estrellas. ¡Riamos y alegrémonos!
—¡Y comamos y bebamos! —gritó Tom—. Las historias largas dan sed. Y
escuchar mucho tiempo es una tarea que da hambre, ¡mañana, mediodía y
noche!
Diciendo esto se incorporó de un salto, tomó una vela de la repisa de la
chimenea y la encendió en la llama que traía Bay a de Oro y se puso a bailar
alrededor de la mesa. De súbito atravesó de un salto la puerta y desapareció.
Regresó pronto, tray endo una gran bandeja cargada. Luego él y Bay a de Oro
pusieron la mesa, y los hobbits se quedaron sentados, mirándolos, en parte
maravillados y en parte riendo: tan hermosa era la gracia de Bay a de Oro y tan
alegres y estrafalarias las cabriolas de Tom. Sin embargo, de algún modo, los dos
parecían tejer una sola danza, no molestándose entre sí, entrando y saliendo y
alrededor de la mesa; y los alimentos, los recipientes y las luces fueron
prontamente dispuestos. Las velas blancas y amarillas se reflejaron en los platos.
Tom hizo una reverencia a los huéspedes.
—La cena está servida —dijo Bay a de Oro y los hobbits vieron ahora que
ella estaba vestida toda de plata y con un cinturón blanco y que los zapatos eran
como escamas de pescado. Pero Tom tenía un traje de color azul puro, azul
como los nomeolvides lavados por la lluvia, y medias verdes.
La comida fue todavía mejor que la anterior. Quizá bajo el encanto de las
palabras de Tom los hobbits hubieran podido saltarse una comida o dos, pero
cuando tuvieron el alimento ante ellos pareció que no comían desde hacía una
semana. No cantaron ni siquiera hablaron mucho durante un rato, del todo
dedicados a la tarea. Pero al cabo de un tiempo el corazón y el espíritu se les
animaron otra vez y las voces resonaron, en alegría y risas.
Luego de la cena, Bay a de Oro cantó muchas canciones para ellos, canciones
que comenzaban felizmente en las colinas y recaían dulcemente en el silencio y
en los silencios vieron imágenes de estanques y aguas más vastos que todos los
conocidos y observando esas aguas vieron el cielo abajo y las estrellas como
joy as en los abismos. Luego, una vez más, Bay a de Oro les dio a todos las buenas
noches y los dejó junto a la chimenea. Pero Tom estaba ahora muy despierto y
los acosó a preguntas.
Descubrieron entonces que y a sabía mucho de ellos y de sus familias y que
conocía la historia y costumbres de la Comarca desde tiempos que los hobbits
mismos recordaban apenas. Esto no los sorprendió, pero Tom no ocultó que una
buena parte de sus conocimientos le venía del granjero Maggot, a quien parecía
atribuir una importancia que los hobbits no habían imaginado.
—Hay tierra bajo los pies del viejo Maggot y tiene arcilla en las manos,
sabiduría en los huesos y muy abiertos los dos ojos. —Fue también evidente que
Tom había tenido tratos con los elfos y que de alguna manera se había enterado
por Gildor de la huida de Frodo.
En verdad tanto sabía Tom y sus preguntas eran tan hábiles, que Frodo se
encontró hablándole de Bilbo y de sus propias esperanzas y temores como no se
había atrevido a hacerlo ni siquiera con Gandalf. Tom asentía con movimientos
de cabeza y los ojos le brillaron cuando oy ó nombrar a los Jinetes.
—¡Muéstrame ese precioso Anillo! —dijo de repente en medio de la historia:
y Frodo, él mismo asombrado, sacó la cadena y desprendiendo el Anillo se lo
alcanzó en seguida a Tom.
Pareció que el Anillo se hacía más grande un momento en la manaza morena
de Tom. De pronto Tom alzó el Anillo y lo miró de cerca y se rió. Durante un
segundo los hobbits tuvieron una visión a la vez cómica y alarmante: el ojo azul
de Tom brillando a través de un círculo de oro. Luego Tom se puso el Anillo en el
extremo del dedo meñique y lo acercó a la luz de la vela. Durante un momento
los hobbits no advirtieron nada extraño. En seguida se quedaron sin aliento. ¡Tom
no había desaparecido!
Tom rió otra vez y echó el Anillo al aire y el Anillo se desvaneció con un
resplandor. Frodo dio un grito y Tom se inclinó hacia adelante y le devolvió el
Anillo con una sonrisa.
Frodo miró el Anillo de cerca y con cierta desconfianza (como quien ha
prestado un dije a un prestidigitador). Era el mismo Anillo, o tenía el mismo
aspecto y pesaba lo mismo; siempre le había parecido a Frodo que el Anillo era
curiosamente pesado. Pero no estaba seguro y tenía que cerciorarse. Quizás
estaba un poco molesto con Tom a causa de la ligereza con que había tratado algo
que para el mismo Gandalf era de una importancia tan peligrosa. Esperó la
oportunidad, ahora que la charla se había reanudado y Tom contaba una absurda
historia de tejones y sus raras costumbres, y se deslizó el Anillo en el dedo.
Merry se volvió hacia él para decirle algo y tuvo un sobresalto, reprimiendo
una exclamación. Frodo estaba contento (en cierto modo); era en verdad el
mismo Anillo, pues Merry clavaba los ojos en la silla y obviamente no podía
verlo. Frodo se puso de pie y se escurrió hacia la puerta exterior, alejándose de la
chimenea.
—¡Eh, tú! —gritó Tom volviendo hacia él unos ojos brillantes que parecían
verlo perfectamente—. ¡Eh! ¡Ven Frodo, ven aquí! ¿Adónde te ibas? El viejo
Tom Bombadil todavía no está tan ciego. ¡Sácate ese Anillo dorado! Te queda
mejor la mano desnuda. ¡Ven aquí! ¡Deja ese juego y siéntate a mi lado!
Tenemos que hablar un poco más y pensar en la mañana. Tom te enseñará el
camino justo, ahorrándote extravíos.
Frodo se rió (tratando de parecer complacido) y sacándose el Anillo se
acercó y se sentó de nuevo. Tom les dijo entonces que el sol brillaría al día
siguiente y que sería una hermosa mañana y que la partida se presentaba bajo
los mejores auspicios. Pero convendría que salieran temprano, pues el tiempo en
aquellas regiones era algo de lo que ni siquiera Tom podía estar seguro y a veces
cambiaba con más rapidez de lo que él tardaba en cambiarse la chaqueta.
—No soy dueño del clima —les dijo—, como ningún ser que camine en dos
patas.
De acuerdo con el consejo de Tom decidieron ir hacia el norte desde la casa,
por las laderas orientales y más bajas de las Quebradas. De ese modo era posible
que llegaran al camino del este en una jornada, evitando los Túmulos. Les dijo
que no se asustaran y que atendieran a sus propios asuntos.
—No dejéis la hierba verde. No os acerquéis a las piedras antiguas ni a los
fríos Tumularios, ni espiéis los Túmulos, a menos que seáis gente fuerte y de
ánimo firme.
Dijo esto una vez más y les aconsejó que pasaran los Túmulos por el lado
oeste, si se extraviaban y se acercaban demasiado. Luego les enseñó a cantar
una canción, para el caso de que tuvieran mala suerte y cay eran al día siguiente
en alguna dificultad.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,
por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!
¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!
Los hobbits cantaron juntos la canción después de él, y Tom les palmeó las
espaldas a todos y tomando unas velas los llevó de vuelta al dormitorio.
8
Niebla en las Quebradas de los Túmulos
A quella
noche no oy eron ruidos. Pero en sueños o fuera de los sueños, no
hubiera podido decirlo, Frodo oy ó un canto dulce que le rondaba en la mente: una
canción que parecía venir como una luz pálida del otro lado de una cortina de
lluvia gris y que creciendo cambiaba el velo en cristal y plata, hasta que al fin el
velo se abrió y un país lejano y verde apareció ante él a la luz de un rápido
amanecer.
La visión se fundió en el despertar; y allí estaba Tom silbando como un árbol
colmado de pájaros; y el sol y a caía oblicuamente por la colina y a través de la
ventana abierta. Afuera todo era verde y oro pálido. Luego del desay uno, que
tomaron de nuevo solos, se prepararon para despedirse, el corazón tan oprimido
como era posible en una mañana semejante: fría, brillante y limpia bajo un
lavado cielo otoñal de un ligero azul. El aire llegaba fresco del noroeste. Los
pacíficos poney s estaban casi retozones, bufando y moviéndose inquietos. Tom
salió de la casa, movió el sombrero y bailó en el umbral, invitando a los hobbits a
ponerse de pie, a partir y a marchar a buen paso.
Cabalgaron a lo largo de un sendero que subía zigzagueando hacia el extremo
norte de la loma en que se apoy aba la casa. Acababan de desmontar para
ay udar a los poney s en la última pendiente empinada, cuando de pronto Frodo se
detuvo.
—¡Bay a de Oro! —gritó—. ¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata!
¡No nos hemos despedido y no la hemos visto desde anoche!
Se sentía tan desolado que quiso volver atrás, pero en ese momento una
llamada cristalina descendió hacia ellos como un rizo de agua. Allá en la cima de
la loma Bay a de Oro les hacía señas; los cabellos sueltos le flotaban en el aire,
centelleando al sol. Una luz parecida al reflejo del agua en la hierba húmeda de
rocío le brillaba bajo los pies, que bailaban.
Subieron de prisa la última pendiente y se detuvieron sin aliento junto a ella.
La saludaron inclinándose, pero con un movimiento de la mano ella los invitó a
mirar alrededor; y desde aquella cumbre ellos miraron las tierras a la luz de la
mañana. El aire era ahora tan claro y transparente como había sido velado y
brumoso cuando llegaron al cerro del bosque, que ahora se erguía pálido y verde
entre los árboles oscuros del oeste. Allí la tierra se elevaba en repliegues
boscosos, verdes, amarillos, rosados a la luz del sol, y más allá se escondía el
Valle del Brandivino. Hacia el sur, sobre la línea del Tornasauce, había un
resplandor lejano como un pálido espejo y el río Brandivino se torcía en un lazo
sobre las tierras bajas y se alejaba hacia regiones desconocidas para los hobbits.
Hacia el norte, más allá de las quebradas decrecientes, la tierra se extendía en
llanos y protuberancias de pálidos colores terrosos y grises y verdes, hasta
desvanecerse en una lejanía oscura e indistinta. Al este se elevaban las
Quebradas de los Túmulos, en crestas sucesivas, perdiéndose de vista hasta no ser
más que una conjetura azul y un esplendor remoto y blanco que se confundía
con el borde del cielo, pero que evocaba para ellos, en recuerdos y viejas
historias, unas montañas altas y distantes.
Aspiraron una profunda bocanada de aire y tuvieron la impresión de que un
brinco y algunas pocas y firmes zancadas los llevarían a donde quisieran.
Parecía propio de pusilánimes dar vueltas y vueltas a lo largo de las quebradas
hasta llegar así al camino, cuando en cambio podían saltar tan limpiamente como
Tom sobre las estribaciones y llegar directamente a las montañas.
Bay a de Oro les habló, atray endo de nuevo las miradas y pensamientos de
los hobbits.
—¡Apresuraos ahora, mis buenos huéspedes! —dijo—. ¡Y mantened firme
vuestro propósito! ¡El norte con el viento en el ojo izquierdo y benditos sean
vuestros pasos! ¡De prisa, mientras brilla el sol! —Y a Frodo le dijo—: ¡Adiós,
amigo de los elfos, fue un encuentro feliz!
Pero Frodo no supo qué responder. Hizo una profunda reverencia, montó en el
poney y seguido por sus amigos partió trotando a lo largo de la suave pendiente
que bajaba detrás de la loma. La casa de Tom Bombadil y el valle y el bosque
desaparecieron de la vista de los hobbits. El aire se hizo más cálido entre los
muros verdes de las lomas y el aroma del pasto era fuerte y dulce. Cuando
llegaron al fondo de la hondonada verde se volvieron y miraron a Bay a de Oro,
ahora pequeña y delgada como una flor iluminada por el sol sobre un fondo de
cielo; estaba de pie, todavía mirándolos, con las manos tendidas hacia ellos.
Mientras la miraban, ella llamó con voz clara y levantando la mano se volvió y
desapareció detrás de la colina.
El camino serpenteaba a lo largo de la hondonada, bordeando el pie verde de una
colina escarpada hasta entrar en un valle más profundo y más ancho, y luego
pasaba sobre otras cimas, descendiendo por las largas estribaciones y subiendo
otra vez por las faldas lisas hasta otras cumbres, para bajar luego a otros valles.
No había árboles ni ninguna agua visible: era un paisaje de hierbas y de pastos
cortos y elásticos, donde no se oía otra cosa que el murmullo del aire en los
montículos y los gritos agudos y solitarios de unas aves extrañas. A medida que
caminaban, el sol iba subiendo en el cielo y hacía más calor. Cada vez que
llegaban a una cumbre, la brisa parecía haber disminuido. Cuando vislumbraron
al fin las regiones orientales, el bosque lejano parecía humear, como si la lluvia
reciente estuviera subiendo en humo desde las hojas, las raíces y el suelo. Una
sombra se extendía ahora a lo largo del horizonte, una niebla oscura sobre la que
el cielo era como un casquete azul, caliente y pesado.
Alrededor del mediodía llegaron a una loma cuy a cumbre era ancha y
aplastada, como un plato plano de reborde elevado y verde. Dentro no corría aire
y el cielo parecía al alcance de la mano. Atravesaron este espacio y miraron
hacia el norte, y se sintieron animados, pues era evidente que y a estaban más
lejos de lo que habían creído. La bruma, por cierto, no permitía apreciar las
distancias, pero no había duda de que las Quebradas estaban llegando a su fin.
Allá abajo se extendía un largo valle, torciendo hacia el norte hasta alcanzar una
abertura entre dos salientes empinadas. Más allá, parecía, no había más lomas.
En el norte alcanzaba a divisarse una larga línea oscura.
—Eso es una línea de árboles —dijo Merry —, y seguramente señala el
camino. Los árboles crecen todo a lo largo, durante muchas leguas al este del
Puente. Algunos dicen que los plantaron en los viejos días.
—Espléndido —dijo Frodo—. Si seguimos marchando como hasta ahora,
habremos dejado las Quebradas antes que se ponga el sol y buscaremos un buen
sitio para acampar.
Pero aún mientras hablaba se volvió para mirar hacia el este y vio que de
aquel lado las lomas eran más altas y se alzaban por encima de ellos; y todas
esas lomas estaban coronadas de montículos verdes y en algunas había piedras
verticales que apuntaban al aire, como dientes mellados que asomaban en encías
verdes.
De algún modo esta vista era inquietante; se volvieron y descendieron a la
depresión circular. En el centro se erguía una única piedra, alta bajo el sol, y a
esa hora no echaba ninguna sombra. Era una piedra informe y sin embargo
significativa: como un mojón, o un dedo guardián, o más aún una advertencia.
Pero ellos tenían hambre y el sol estaba aún en el mediodía, donde no había nada
que temer, de modo que se sentaron recostando las espaldas en el lado este de la
piedra. Estaba fresca, como si el sol no hubiera sido capaz de calentarla, pero a
esa hora les pareció agradable. Allí comieron y bebieron y fue aquel un
almuerzo al aire libre que hubiese contentado a cualquiera, pues el alimento
venía de « bajo la colina» . Tom los había aprovisionado como para toda la
jornada. Los poney s desensillados retozaban en el pasto.
La cabalgata por las lomas, la comida abundante, el sol tibio y el aroma de la
hierba, un descanso algo prolongado con las piernas estiradas, de cara al cielo:
estas cosas quizá bastan para explicar lo que ocurrió. De cualquier manera los
hobbits despertaron de pronto, incómodos, de un sueño que no había sido
voluntario. La piedra elevada estaba fría y arrojaba una larga sombra pálida que
se extendía sobre ellos hacia el este. El sol, de un amarillo claro y acuoso,
brillaba entre las nieblas justo por encima de la pared oeste de la depresión. Al
norte, al sur y al este, más allá de la pared, la niebla era espesa, fría y blanca. El
aire era silencioso, pesado y glacial. Los poney s se apretaban unos contra otros,
las cabezas bajas.
Los hobbits se incorporaron de un salto, alarmados y corrieron hacia el
reborde oriental. Descubrieron que estaban en una isla, rodeados de niebla.
Miraban aún consternados la luz crepuscular, cuando el sol se puso ante ellos
hundiéndose en un mar blanco y una sombra fría y gris subió detrás en el este.
La niebla trepó por las paredes y se alzó sobre ellos y mientras subía se replegó
hasta formar un techo: estaban encerrados en una sala de niebla cuy a columna
central era la piedra vertical. Tuvieron la impresión de que una trampa se
cerraba sobre ellos, pero no se desanimaron del todo. Recordaban todavía la
prometedora visión de la línea del camino y no habían olvidado la dirección en
que se encontraba. De todos modos se sentían ahora tan a disgusto en aquella
depresión alrededor de la piedra, que no tenían la menor intención de quedarse.
Empacaron con toda la rapidez que les fue posible, los dedos entumecidos por el
frío.
Pronto estuvieron conduciendo los poney s en fila por sobre el reborde y
descendieron por la falda norte de la loma, hacia el mar de nieblas. A medida
que bajaban la niebla se hacía más fría y más húmeda, y los cabellos les
colgaban chorreando sobre la frente. Cuando llegaron abajo hacía tanto frío que
se detuvieron para sacar mantas y capuchones que pronto se cubrieron de gotas
grises. Luego, montando los poney s, continuaron marchando lentamente,
siguiendo las subidas y bajadas del terreno. Se encaminaban, o así les parecía,
hacia la abertura en forma de puerta que habían visto a la mañana en el extremo
norte del largo valle. Una vez allí tenían que continuar en línea recta, tanto como
les fuera posible y de un modo o de otro llegarían así al camino. No pensaban en
lo que vendría luego, aunque esperaban quizá que más allá de las Quebradas no
habría niebla.
La marcha era muy lenta. Para evitar separarse y extraviarse en direcciones
diferentes iban todos en fila, con Frodo adelante. Sam marchaba detrás, y luego
Pippin, y luego Merry. El valle parecía interminable. De pronto Frodo vio una
señal de esperanza. A un lado y a otro una sombra comenzó a asomar en la
niebla; y se le ocurrió que estaban acercándose al fin a la abertura entre las
colinas, la puerta norte de las Quebradas de los Túmulos. Una vez del otro lado
estarían libres.
—¡Adelante! ¡Seguidme! —llamó por encima del hombro y corrió hacia
adelante.
Pero la esperanza se convirtió pronto en alarma y confusión. Las manchas
oscuras se oscurecieron todavía más, pero encogiéndose; y de pronto, alzándose
ominosas ante él y algo inclinadas la una hacia la otra como pilares de una puerta
descabezada, Frodo vio dos piedras enormes clavadas en tierra. No recordaba
haber visto ningún signo parecido en el valle, cuando había mirado a la mañana
desde lo alto de la loma. Ya había pasado casi entre ellas cuando se dio cuenta y
en ese mismo momento la oscuridad pareció caer alrededor. El poney se
encabritó relinchando y Frodo rodó por el suelo. Cuando miró atrás descubrió que
estaba solo; los otros no lo habían seguido.
—¡Sam! —llamó—. ¡Pippin! ¡Merry ! ¡Venid! ¿Por qué os quedáis atrás?
No hubo respuesta. Frodo sintió que el miedo lo dominaba y volvió corriendo
entre las piedras, dando gritos:
—¡Sam! ¡Sam! ¡Merry ! ¡Pippin! —El poney desapareció brincando en la
niebla. A lo lejos crey ó oír un llamado—: ¡Eh, Frodo, eh! —Venía del este, a la
izquierda de las grandes piedras y Frodo clavó los ojos en la oscuridad, tratando
de ver. Al fin echó a andar en la dirección de la llamada y se encontró subiendo
una cuesta empinada.
Mientras se adelantaba trabajosamente, llamó de nuevo y continuó llamando
cada vez más desesperado, pero durante un tiempo no oy ó ninguna respuesta y
luego le llegó débil y lejana, de adelante y por encima de él.
—¡Eh, Frodo! —decían las vocecitas que venían de la bruma: y luego un grito
que sonaba como socorro, socorro, repetido muchas veces y terminando con un
último socorro que se arrastró en un largo quejido interrumpido de súbito. Se
precipitó tambaleándose hacia los gritos, pero y a no había luz y la noche se había
cerrado alrededor, de modo que no era posible orientarse. Le parecía que estaba
subiendo todo el tiempo, más y más.
Sólo el cambio en el nivel del suelo le indicó que había llegado a la cima de
un cerro o de una loma. Estaba cansado, sudoroso y sin embargo helado. La
oscuridad era completa.
—¿Dónde estáis? —gritó como en un lamento.
Nadie respondió. Frodo se detuvo, escuchando. De pronto cay ó en la cuenta de
que hacía mucho frío y que allí arriba se levantaba un viento, un viento helado. El
tiempo estaba cambiando. La niebla se dispersaba en andrajos y jirones. El
aliento le brotaba como un humo y las tinieblas parecían menos próximas y
espesas. Alzó los ojos y vio con sorpresa que unas estrellas débiles aparecían
entre hebras presurosas de niebla y nubes. El viento comenzó a sisear sobre la
hierba.
Crey ó oír entonces un grito ahogado y fue hacia él y mientras avanzaba la
niebla se replegó apartándose y descubriendo un cielo estrellado. Una mirada le
mostró que estaba ahora cara al sur y sobre una colina redonda a la que había
subido desde el norte. El viento penetrante soplaba del este. La sombra negra de
un túmulo se destacaba a la derecha sobre el fondo de las estrellas orientales.
—¿Dónde estáis? —gritó de nuevo a la vez irritado y temeroso.
—¡Aquí! —dijo una voz, profunda y fría, que parecía salir del suelo—.
¡Estoy esperándote!
—¡No! —dijo Frodo, pero no echó a correr. Se le doblaron las rodillas y cay ó
por tierra. Nada ocurrió y no hubo ningún sonido. Alzó los ojos, temblando, a
tiempo para ver una figura alta y oscura como una sombra que se recortaba
contra las estrellas. La sombra se inclinó. Frodo crey ó ver dos ojos fríos, aunque
iluminados por una luz débil que parecía venir de muy lejos. En seguida sintió el
apretón de una garra más fuerte y fría que el acero. El contacto glacial le heló
los huesos y y a no supo más.
Cuando recobró el conocimiento, lo único que podía recordar era un sentimiento
de pavor. De pronto entendió que estaba encerrado, preso sin remedio en el
interior de un túmulo. Había caído en las garras de un Tumulario y sin duda y a
estaba sometido a los terribles encantamientos de los Tumularios de que hablaban
las ley endas. No se atrevió a moverse y se quedó como estaba, tendido de
espaldas en una piedra fría con las manos sobre el pecho.
Aunque su miedo era tan enorme que parecía confundirse con las tinieblas
mismas que lo rodeaban, descubrió así tendido que estaba pensando en Bilbo
Bolsón y sus historias, en los paseos que habían hecho juntos por los prados de la
Comarca, charlando de caminos y de aventuras. Hay una semilla de coraje
oculta (a menudo profundamente, es cierto) en el corazón del más gordo y
tímido de los hobbits, esperando a que algún peligro desesperado y último la haga
germinar. Frodo no era ni muy gordo ni muy tímido; en verdad, aunque él no lo
sabía, Bilbo (y Gandalf) habían opinado que era el mejor hobbit de toda la
Comarca. Pensaba haber llegado al fin de su aventura, a un fin terrible, pero este
pensamiento lo fortaleció. Sintió que se endurecía, como para un salto final; y a
no era más una presa fláccida y desvalida.
Tendido allí, pensando y recobrándose, advirtió en seguida que las tinieblas
cedían lentamente: una clara luz verdosa crecía alrededor. No le mostró al
principio en qué clase de sitio se encontraba, pues era como si la luz le saliera del
cuerpo y viniera del suelo, y no había alcanzado aún el techo y las paredes. Se
volvió y allí acostados junto a él, a la luz fría, vio a Sam, Pippin y Merry. Estaban
de espaldas, vestidos de blanco y las caras tenían una palidez mortal. Alrededor
había muchos tesoros, de oro quizás, aunque en aquella luz parecían fríos y poco
atractivos. Llevaban diademas en las cabezas, cadenas de oro alrededor de la
cintura y muchos anillos en los dedos. Había espadas junto a ellos y escudos a sus
pies. Pero sobre los tres cuellos se veía una larga espada desnuda.
De pronto comenzó un canto: un murmullo frío, que subía y bajaba. La voz
parecía distante e inconmensurablemente triste; a veces era tenue y flotaba en el
aire; a veces venía del suelo como un gemido sordo. En la corriente informe de
lastimosos pero horribles sonidos, de cuando en cuando tomaban forma algunas
ristras de palabras: penosas, duras, frías, crueles, desdichadas palabras. La noche
se quejaba de la mañana que le habían quitado y el frío maldecía el deseado
calor. Frodo estaba helado hasta la médula. Al cabo de un rato el canto se hizo
más claro y con espanto en el corazón Frodo advirtió que era ahora un
encantamiento:
Que se te enfríen las manos, el corazón y los huesos,
que se te enfríe el sueño bajo la piedra:
que no despiertes nunca en el lecho de piedra,
hasta que el Sol se apague y la Luna muera.
En el oscuro viento morirán las estrellas,
y que en el oro todavía descanses
hasta que el señor oscuro alce la mano
sobre el océano muerto y la tierra reseca.
Frodo oy ó detrás de su cabeza un rasguño y un crujido. Incorporándose sobre
un brazo se volvió y vio a la luz pálida que estaban en una especie de pasaje, que
detrás de ellos se doblaba en un codo. Allí un brazo largo caminaba a tientas
apoy ándose en los dedos y venía hacia Sam, que estaba más cerca, y hacia la
empuñadura de la espada puesta sobre él.
Al principio Frodo tuvo la impresión de que el encantamiento lo había
transformado de veras en piedra. En seguida sintió un deseo furioso de escapar.
Se preguntó hasta qué punto, si se ponía el Anillo, el Tumulario dejaría de verlo y
si encontraría entonces un modo de escapar. Se vio a sí mismo corriendo por la
hierba, lamentándose por Merry y Sam y Pippin, pero libre y con vida. Gandalf
mismo admitiría que no había otra cosa que hacer.
Pero el coraje que había despertado en él era ahora demasiado fuerte: no
podía abandonar a sus amigos con tanta facilidad. Titubeó la mano tanteando el
bolsillo y en seguida luchó de nuevo consigo mismo, mientras el brazo continuaba
avanzando. De pronto y a no dudó y echando mano a una espada corta que había
junto a él, se arrodilló inclinándose sobre los cuerpos de sus compañeros. Alzó la
espada y la descargó con fuerza sobre el brazo, cerca de la muñeca; la mano se
desprendió, pero el arma voló en pedazos hasta la empuñadura. Hubo un grito
penetrante y la luz se apagó. Un gruñido resonó en la oscuridad.
Frodo cay ó hacia adelante, sobre Merry, y la cara de Merry estaba fría.
Luego recordó; lo había olvidado desde la primera aparición de la niebla, pero
ahora recordaba de nuevo: la casa al pie de la loma y el canto de Tom. Recordó
los versos que Tom les había enseñado. Con una vocecita desesperada se puso a
cantar:
—¡Oh, Tom Bombadil! —y al pronunciar el nombre la voz se le hizo más
fuerte y se alzó animada y plena y en el recinto oscuro se oy ó como un eco de
trompetas y tambores.
¡Oh, Tom Bombadil, Tom Bombadilló!
Por el agua y el bosque y la colina, las cañas y el sauce,
por el fuego y el sol y la luna, ¡escucha ahora y óyenos!
¡Ven, Tom Bombadil, pues nuestro apuro está muy cerca!
Hubo un repentino y profundo silencio y Frodo alcanzó a oír los latidos de su
propio corazón. Al cabo de un rato largo y lento, le llegó claramente, pero de
muy lejos, como a través de la tierra o unas gruesas paredes, una voz que
respondía cantando.
El viejo Tom Bombadil es un sujeto sencillo,
de chaqueta azul brillante y zapatos amarillos.
Nadie lo ha atrapado nunca, Tom Bombadil es el amo:
sus canciones son más fuertes, y sus pasos son más rápidos.
Se oy ó un ruido atronador, como de piedras que caen rodando y de pronto la
luz entró a raudales, luz verdadera, la pura luz del día. Una abertura baja
parecida a una puerta apareció en el extremo de la cámara, más allá de los pies
de Frodo; y allí estaba la cabeza de Tom (con sombrero, pluma y el resto),
recortada en la luz roja del sol que se alzaba detrás. La luz inundó el piso y las
caras de los tres hobbits acostados junto a Frodo. No se movían aún, pero habían
perdido aquel tinte enfermizo. Ahora sólo parecía que estuvieran sumidos en un
sueño profundo.
Tom se agachó, se sacó el sombrero y entró en el recinto oscuro cantando:
¡Fuera, viejo Tumulario! ¡Desaparece a la luz!
¡Encógete como la niebla fría, llora como el viento
en las tierras estériles, más allá de los montes!
¡No regreses aquí! ¡Deja vacío el túmulo!
Perdido y olvidado, más sombrío que la sombra,
quédate donde las puertas están cerradas para siempre,
hasta los tiempos de un mundo mejor.
A estas palabras respondió un grito y una parte del extremo de la cámara se
derrumbó con estrépito. Luego se oy ó un largo chillido arrastrado que se perdió
en una distancia inimaginable y en seguida silencio.
—¡Ven, amigo Frodo! —dijo Tom—. ¡Salgamos a la hierba limpia! Ay údame
a transportarlos.
Juntos llevaron afuera a Merry, Pippin y Sam. Frodo dejaba el túmulo por
última vez cuando crey ó ver una mano cortada que se retorcía aún como una
araña herida sobre un montón de tierra. Tom entró de nuevo y se oy eron muchos
pisoteos y golpes sordos. Cuando salió traía en los brazos una carga de tesoros:
objetos de oro, plata, cobre y bronce, y numerosas perlas y cadenas y
ornamentos enjoy ados. Trepó al túmulo verde y dejó todo arriba a la luz del sol.
Allí se quedó, de pie, inmóvil, con el sombrero en la mano y los cabellos al
viento, mirando a los tres hobbits que habían sido depositados de espaldas sobre la
hierba, en el lado oeste del montículo. Alzando al fin la mano derecha dijo en una
voz clara y perentoria:
¡Despertad ahora, mis felices muchachos! ¡Despertad y oíd mi llamada!
¡Que el calor de la vida vuelva a los corazones y a los miembros!
La puerta oscura no se cierra; la mano muerta se ha quebrado.
La noche huyó bajo la Noche, ¡y el Portal está abierto!
Para gran alegría de Frodo, los hobbits se movieron, extendieron los brazos, se
frotaron los ojos y se levantaron de un salto. Miraron alrededor asombrados,
primero a Frodo y luego a Tom, de pie sobre el túmulo, por encima de ellos y al
fin se miraron a sí mismos, vestidos con tenues andrajos blancos, coronas y
cinturones de oro pálido y adornos tintineantes.
—¿Qué es esto, por todos los misterios? —comenzó Merry sintiendo la
diadema dorada que le había caído sobre un ojo. En seguida se detuvo y una
sombra le cruzó la cara y cerró los ojos—. ¡Claro, y a recuerdo! —dijo—. Los
hombres de Carn Dûm cay eron sobre nosotros de noche y nos derrotaron. ¡Ah,
esa espada en el corazón! —Se llevó las manos al pecho—. ¡No! ¡No! —dijo,
abriendo los ojos—. ¿Qué digo? He estado soñando. ¿De dónde vienes, Frodo?
—Me creí perdido —dijo Frodo—, pero no quiero hablar de eso. ¡Pensemos
en lo que haremos ahora! ¡En marcha otra vez!
—¿Vestido así, señor? —dijo Sam—. ¿Dónde están mis ropas?
Tiró la diadema, el cinturón y los anillos al pasto y miró impaciente
alrededor, como si esperara encontrar el manto, la chaqueta, los pantalones y las
otras ropas hobbits allí cerca, al alcance de la mano.
—No encontraréis vuestras ropas —dijo Tom bajando de un salto desde el
montículo, y riendo y bailando alrededor a la luz del sol. Uno hubiera pensado
que nada horrible ni peligroso había ocurrido y en verdad el horror se les borró
de los corazones tan pronto como miraron a Tom y le vieron los ojos que
centelleaban, felices.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Pippin mirándolo, entre perplejo y
divertido. ¿Por qué no?
Pero Tom movió la cabeza diciendo:
—Habéis vuelto a encontraros a vosotros mismos, saliendo de las aguas
profundas. Las ropas son una pequeña pérdida, cuando uno se salva de morir
ahogado. ¡Alegraos, mis alegres amigos y dejad que la luz del sol os caliente los
corazones y los miembros! ¡Libraos de esos andrajos fríos! ¡Corred desnudos por
el pasto, mientras Tom va de caza!
Bajó a saltos la pendiente de la loma, silbando y llamando. Frodo lo siguió con
la mirada y lo vio correr hacia el sur a lo largo de la verde hondonada que los
separaba de la loma siguiente, silbando siempre y gritando:
¡Eh, ahora! ¡Ven, ahora! ¿Por dónde vas ahora?
¿Arriba, abajo, cerca, lejos, aquí, allí, o más allá?
¡Oreja-Fina, Nariz-Aguda, Cola-Viva y Rocino,
mi amigo Medias Blancas, mi Gordo Terronillo!
Así cantaba, corriendo, echando el sombrero al aire y recogiéndolo otra vez,
hasta que desapareció detrás de una elevación del terreno; pero durante un
tiempo los ¡eh, ahora! ¡ven, ahora! les llegaron traídos por el viento, que soplaba
del sur.
El aire era de nuevo muy caliente. Los hobbits corrieron un rato por la hierba,
como Tom les había dicho. Luego se tendieron al sol con el deleite de quienes han
pasado de pronto de un crudo invierno a un clima agradable, o de las gentes que
luego de haber guardado cama mucho tiempo, despiertan una mañana
descubriendo que se sienten inesperadamente bien y que el día está otra vez
colmado de promesas.
Cuando Tom regresó se sentían y a fuertes (y hambrientos). Tom reapareció
y lo primero que se vio fue el sombrero, sobre la cresta de la colina y detrás de
él, y en fila obediente, seis poney s: los cinco de ellos y uno más. El último,
obviamente, era el viejo Gordo Terronillo: más grande, fuerte, gordo (y viejo)
que los poney s de los hobbits. Merry, a quien pertenecían los otros, no les había
dado en verdad tales nombres, pero desde entonces respondieron siempre a los
nombres que Tom les había asignado. Tom los llamó uno por uno y los poney s
treparon la cuesta y esperaron en fila. Luego Tom se inclinó ante los hobbits.
—¡Aquí están vuestros poney s! —dijo—. Tienen más sentido (de algún
modo) que vosotros mismos, hobbits vagabundos; más sentido del olfato. Pues
husmean de lejos el peligro en que vosotros os metéis directamente; y si corren
para salvarse, corren en la dirección correcta. Tenéis que perdonarlos, pues
aunque fieles de corazón, no están hechos para enfrentar el terror de los
Tumularios. ¡Mirad, aquí están de nuevo, la carga completa!
Merry, Sam y Pippin se vistieron con ropas de repuesto, que sacaron de los
paquetes; y pronto sintieron demasiado calor, pues tuvieron que ponerse las cosas
más gruesas y abrigadas, que habían traído para protegerse del invierno próximo.
—¿De dónde viene ese otro viejo animal, ese Gordo Terronillo? —preguntó
Frodo.
—Es mío —dijo Tom—. Mi amigo cuadrúpedo; aunque lo monto poco y anda
libre por las lomas y a veces se va lejos. Cuando vuestros poney s estaban en mi
casa, conocieron allí a mi Terronillo; lo olfatearon en la noche y corrieron rápidos
a buscarlo. Pensé que él los buscaría y que les sacaría todo el miedo, con
palabras sabias. Pero ahora, mi bravo Terronillo, el viejo Tom va a montarte.
¡Eh! Irá con vosotros sólo para poneros en camino y necesita un poney. Pues no
es fácil hablar con hobbits que van cabalgando, cuando uno tiene que trotar a pie
junto a ellos.
Los hobbits se sintieron muy contentos oy endo esto, y le dieron las gracias a
Tom muchas veces, pero él se rió y dijo que ellos tenían tanta habilidad para
perderse que no se sentiría feliz hasta que los viera a salvo más allá de los límites
de su dominio.
—Tengo cosas que hacer —les dijo—. Mis composiciones y mi canto, mis
discursos y mis paseos y la vigilancia de mis tierras. Tom no puede estar siempre
cerca para abrir puertas y hendiduras de sauces. Tom tiene que cuidar la casa y
Bay a de Oro espera.
Era todavía bastante temprano, entre las nueve y las diez de la mañana, y los
hobbits empezaron a pensar en la comida. La última vez que habían probado
alimento había sido el almuerzo del día anterior, junto a la piedra erecta.
Desay unaron ahora el resto de las provisiones de Tom, destinadas a la cena, con
agregados que Tom había traído consigo. No fue una comida abundante
(considerando los hábitos de los hobbits y las circunstancias), pero se sintieron
mucho mejor. Mientras comían, Tom subió al montículo y examinó los tesoros.
Dispuso la may or parte en una pila que brillaba y relumbraba sobre la hierba.
Les pidió que los dejaran allí, « para cualquiera que los encontrara, pájaros,
bestias, elfos y hombres y todas las criaturas bondadosas» ; pues así se rompería
el maleficio del túmulo y ningún Tumulario volvería a ese sitio. Eligió para sí
mismo un broche adornado con piedras azules de muchos reflejos, como flores
de lino o alas de mariposas azules. Lo miró largamente, como si le recordase
algo, moviendo la cabeza, y al fin dijo:
—¡He aquí un hermoso juguete para Tom y su dama! Hermosa era quien lo
llevó en el hombro, mucho tiempo atrás. Bay a de Oro lo llevará ahora, ¡y no
olvidaremos a la otra! Para cada uno de los hobbits eligió una daga, larga y
afilada como una brizna de hierba, de maravillosa orfebrería, tallada con figuras
de serpientes doradas y rojas. Las dagas centellearon cuando las sacó de las
vainas negras, de algún raro metal fuerte y liviano y con incrustaciones de
piedras refulgentes. Ya fuese por alguna virtud de estas vainas o por el hechizo
que pesaba en el túmulo, parecía que las hojas no hubiesen sido tocadas por el
tiempo; sin manchas de herrumbre, afiladas, brillantes al sol.
—Los viejos puñales son bastante largos para los hobbits, y pueden llevarlos
como espadas —dijo Tom—. Las hojas afiladas son convenientes si la gente de la
Comarca camina hacia el este, el sur o lejos en la oscuridad y el peligro.
Luego les dijo que estas hojas habían sido forjadas mucho tiempo atrás por
los hombres de Oesternesse; eran enemigos del Señor Oscuro, pero habían sido
vencidos por el malvado rey de Carn Dûm en la Tierra de Angmar.
—Muy pocos los recuerdan —murmuró Tom—, pero algunos andan todavía
por el mundo, hijos de rey es olvidados que marchan en soledad, protegiendo del
mal a los incautos.
Los hobbits no entendieron estas palabras, pero mientras Tom hablaba
tuvieron una visión, una vasta extensión de años que había quedado atrás, como
una inmensa llanura sombría cruzada a grandes trancos por formas de hombres,
altos y torvos, armados con espadas brillantes; y el último llevaba una estrella en
la frente. Luego la visión se desvaneció y se encontraron de nuevo en el mundo
soleado. Era hora de reiniciar la marcha. Se prepararon, empaquetando y
cargando los poney s. Las nuevas armas las colgaron de los cinturones de cuero
bajo las chaquetas, encontrándolas muy incómodas y preguntándose si servirían
de algo. Ninguno de ellos había considerado hasta entonces la posibilidad de un
combate, entre las aventuras que les estaban destinadas en esta huida.
Partieron al fin. Llevaron los poney s loma abajo, y pronto montaron y trotaron
rápidamente a lo largo del valle. Dándose vuelta, vieron la cima del viejo túmulo
sobre la loma y el reflejo del sol en el oro se alzaba como una llama amarilla.
Luego bordearon una saliente de las Quebradas y y a no vieron más la loma.
Aunque Frodo miraba a un lado y a otro no vio en ninguna parte aquellas
grandes piedras que se levantaban como una puerta, y poco tiempo después
llegaban a la abertura del norte y la franqueaban rápidamente. El terreno
descendía ahora. Era un buen viaje, con Tom Bombadil que trotaba alegremente
al lado, o delante, montado en Gordo Terronillo, capaz de moverse con una
rapidez que no se hubiera esperado de él, dado su volumen. Tom cantaba la
may or parte del tiempo, pero sobre todo cosas que no tenían sentido, o quizás en
una lengua extranjera que los hobbits no conocían, una lengua antigua con
palabras que eran casi todas de alegría y maravilla.
Avanzaban a paso firme, pero pronto advirtieron que el Camino estaba más
lejos de lo que habían imaginado. Aun sin niebla, la siesta del mediodía les
hubiera impedido llegar allí antes de la caída de la noche, el día anterior. La línea
oscura que habían visto no era una línea de árboles, sino una línea de matorrales
que crecían al borde de una fosa profunda con una pared escarpada del otro lado.
Tom comentó que había sido la frontera de un reino, pero en tiempos muy
lejanos. Pareció que le recordaba algo triste y no dijo mucho.
Bajaron a la fosa y subieron trabajosamente pasando por una abertura en la
pared y luego Tom se volvió hacia el norte, pues habían estado desviándose un
poco hacia el oeste. El terreno era abierto y bastante llano y apresuraron la
marcha, aunque el sol y a estaba poniéndose cuando vieron delante una línea de
árboles y supieron que habían llegado de vuelta al camino, luego de muchas
inesperadas aventuras. Recorrieron al galope las últimas millas y se detuvieron a
la sombra alargada de los árboles. Estaban en la cima de una pendiente y el
camino, ahora borroso a la luz del atardecer, se alejaba zigzagueando allá abajo;
corría casi del sudoeste al nordeste y a la derecha caía abruptamente hacia una
ancha hondonada. Lo atravesaban numerosos surcos y aquí y allá había rastros
de los últimos chaparrones: charcos y hoy os de agua.
Descendieron por la pendiente mirando arriba y abajo. No había nada que
ver.
—¡Bueno, aquí estamos de vuelta al fin! —dijo Frodo—. ¡El atajo por el
bosque nos demoró quizá dos días! Pero este atraso puede sernos útil. Quizá nos
perdieron el rastro.
Los otros lo miraron. La sombra del miedo a los Jinetes Negros los alcanzó de
pronto otra vez. Desde que entraran en el bosque casi no habían pensado otra
cosa que en volver al camino; ahora que y a estaban en él, recordaban de nuevo
el peligro que los perseguía y que muy probablemente estaría esperándolos en el
camino mismo. Se volvieron inquietos hacia el sol poniente; el camino era pardo
y estaba desierto.
—¿Creéis —preguntó Pippin con una voz titubeante—, creéis que nos
perseguirán esta misma noche?
—No, no esta noche, espero —respondió Tom Bombadil—, ni quizá mañana.
Pero no confíes en mi presentimiento, pues no podría afirmarlo. De lo que se
extiende al este nada sé. Tom no es señor de los Jinetes de la Tierra Tenebrosa,
más allá de los lindes de este país.
Los hobbits, de todos modos, hubieran querido que Tom los acompañara.
Tenían la impresión de que nadie como él hubiese podido enfrentar a los Jinetes
Negros. Pronto iban a internarse en tierras que les eran totalmente extrañas y
más allá de todo lo conocido excepto en ley endas vagas y distantes; y en la tarde
que caía tuvieron nostalgias del hogar. Una profunda soledad y un sentimiento de
pérdida los invadió a todos. Se quedaron allí de pie, en silencio, resistiéndose a la
separación final y sólo lentamente fueron dándose cuenta de que Tom estaba
despidiéndose, diciéndoles que no perdieran el ánimo y que cabalgaran sin
detenerse hasta bien entrada la noche.
—Los consejos de Tom os serán útiles hasta que el día termine. Luego
tendréis que fiaros de vuestra propia buena suerte. A cuatro millas del camino
encontraréis una aldea: Bree, al pie de la colina de Bree, cuy as puertas miran al
oeste. Allí encontraréis una vieja posada, El Poney Pisador; Cebadilla Mantecona
es el afortunado propietario. Podréis pasar allí la noche y luego la mañana os
pondrá otra vez en camino. ¡Valor, pero cuidado! ¡Animo en los corazones y no
dejéis escapar la buena fortuna!
Los hobbits le rogaron que los acompañase al menos hasta la posada y que
bebiera con ellos una vez más, pero Tom se rió y rehusó diciendo:
Las tierras de Tom terminan aquí; no traspasará las fronteras.
Tiene que ocuparse de su casa, ¡y Baya de Oro está esperando!
Luego se volvió, arrojó al aire el sombrero, saltó sobre el lomo de Terronillo y
se fue barranca arriba cantando en el crepúsculo.
Los hobbits treparon detrás y lo observaron hasta que se perdió de vista.
—Lamento tener que dejar al señor Bombadil —dijo Sam—. Curioso
ejemplar y no me equivoco. Digo que andaremos mucho todavía y no
encontraremos nada mejor, ni más raro. Pero no niego que me gustará ver ese
Poney Pisador de que habló. ¡Espero que se parezca al Dragón Verde de nuestra
tierra! ¿Qué clase de gente vive en Bree?
—Hay hobbits en Bree —dijo Merry —, y también Gente Grande. Me atrevo
a decir que estaremos casi como en casa. El Poney es una buena posada, desde
todo punto de vista. Los míos van allí de cuando en cuando.
—Puede ser todo lo que deseamos —dijo Frodo—, pero de cualquier modo
está fuera de la Comarca. ¡No os sintáis demasiado en casa! Recordad todos por
favor que el nombre de Bolsón no ha de mencionarse. Si es necesario darme un
nombre, soy el señor Sotomonte.
Montaron los poney s y fueron en silencio hacia la noche. La oscuridad cay ó
rápidamente mientras subían y bajaban las lomas, hasta que al fin vieron luces
que resplandecían a lo lejos.
Delante, cerrándoles el paso, se levantó la colina de Bree, una masa oscura
contra las estrellas neblinosas; bajo el flanco oeste anidaba una aldea grande.
Fueron hacia allí de prisa, sólo deseando encontrar un fuego y una puerta que los
separara de la noche.
9
Bajo la enseña del Poney Pisador
B ree
era la villa principal de las tierras de Bree, pequeña región habitada,
semejante a una isla en medio de las tierras desiertas de alrededor. Las otras
poblaciones eran Entibo, junto a Bree, del otro lado de la loma; Combe, en un
valle profundo un poco más al este, y Archet, en los límites del Bosque de Chet.
Alrededor de la loma de Bree y de las villas había una pequeña región de
campos y bosques cultivados, de unas pocas millas de extensión.
Los hombres de Bree eran de cabellos castaños, morrudos y no muy altos,
alegres e independientes; no servían a nadie, aunque se mostraban amables y
hospitalarios con los hobbits, enanos, elfos y otros habitantes del mundo próximo,
lo que no era (o es) habitual en la Gente Grande. De acuerdo con sus propias
ley endas, descendían de los primeros hombres que se habían aventurado a
alejarse hacia el oeste de la Tierra Media y eran los habitantes originales del
lugar. Pocos habían sobrevivido a los conflictos de los Días Antiguos, pero cuando
los Rey es volvieron cruzando de nuevo las Grandes Aguas, encontraron a los
hombres de Bree todavía allí, donde continúan estando ahora, cuando el recuerdo
de los viejos Rey es y a se ha borrado en la hierba.
En aquellos días ningún otro hombre se había afincado tan al oeste, ni a
menos de cien leguas de la Comarca; pero en las tierras salvajes más allá de
Bree había nómadas misteriosos. La gente de Bree los llamaba los Montaraces y
no sabía de dónde venían. Eran más altos y morenos que los hombres de Bree y
se los creía capaces de ver y oír cosas extrañas y de entender el lenguaje de las
bestias y los pájaros. Iban de un lado a otro hacia el sur y el este, casi hasta las
Montañas Nubladas, pero ahora eran pocos y rara vez se los veía. Cuando
aparecían traían noticias de muy lejos y contaban extrañas historias olvidadas
que eran escuchadas con mucho interés; pero las gentes de Bree no hacían
buenas migas con ellos.
Había también numerosas familias de hobbits en el país de Bree y pretendían
ser el grupo de hobbits más antiguo del mundo, establecidos allí mucho antes del
cruce del Brandivino y la colonización de la Comarca. La may oría vivía en
Entibo, aunque había algunos en Bree, especialmente en las laderas más altas de
la colina, por encima de las casas de los hombres. La Gente Grande y la Gente
Pequeña (como se llamaban unos a otros) estaban en buenas relaciones,
ocupándose de sus propios asuntos y cada uno a su manera, pero considerándose
todos parte necesaria de la población de Bree. En ninguna otra parte del mundo
hubiera podido encontrarse este arreglo peculiar (aunque excelente).
La gente de Bree, Grande y Pequeña, no viajaba mucho y no había para
ellos nada más importante que los asuntos de las cuatro villas. De cuando en
cuando los hobbits de Bree iban hasta Los Gamos o la Cuaderna del Este, pero
aunque esta pequeña región no estaba a más de una jornada a caballo desde el
Puente del Brandivino, los hobbits de la Comarca la visitaban poco ahora. Algún
habitante de Los Gamos o algún intrépido Tuk venía en ocasiones a pasar una
noche o dos en la posada, pero aun esto era cada vez más raro.
Los hobbits de la Comarca llamaban a los de Bree y a todos los que vivían
más allá de las fronteras Gentes del Exterior y se interesaban poco en ellos,
considerándolos rústicos y bárbaros. En esa época y al este del mundo había
probablemente muchas Gentes del Exterior que los hobbits de la Comarca no
conocían. Algunos, sin duda, no eran sino vagabundos, siempre dispuestos a cavar
un agujero en cualquier barranca y quedarse allí mientras se sintieran cómodos.
Pero en las tierras de Bree, al menos, los hobbits eran decentes y prósperos y no
más rústicos que la may oría de los parientes lejanos del interior. No se había
olvidado aún que en otro tiempo las idas y venidas entre la Comarca y Bree
habían sido cosa frecuente. Era opinión común que había sangre de Bree en los
Brandigamo.
La aldea de Bree comprendía un centenar de casas de piedra de Gentes Grandes,
la may oría sobre el camino en el flanco de la loma, con ventanas que daban al
oeste. En este lado, describiendo algo más de medio círculo, desde la loma y de
vuelta, había un foso profundo con un seto espeso sobre la pared interior. El
camino franqueaba el seto por medio de una calzada, pero en el lugar donde
atravesaba el seto una puerta de trancas cerraba el paso. Había otra en el
extremo sur, donde el camino dejaba la villa. Las puertas se cerraban a la caída
de la noche, pero en el lado de adentro había unos refugios pequeños para los
guardianes.
Junto al camino, donde doblaba a la derecha bordeando la colina, se
levantaba una posada grande. Había sido construida en tiempos remotos cuando
el tránsito en los caminos era mucho may or. Pues Bree estaba situada en una
vieja encrucijada; otro antiguo camino cruzaba el Camino del Este junto al foso,
en el extremo oeste de la villa; y muchos hombres y gentes de distintas clases
habían pasado por allí en tiempos lejanos. Extraño como noticias de Bree era
todavía una expresión corriente en la Cuaderna del Este y se remontaba a la
época en que noticias del Norte, el Sur y el Este podían oírse aún en la posada,
donde los hobbits de la Comarca iban más a menudo a oírlas. Pero las tierras del
norte estaban desiertas desde hacía tiempo y el Camino del Norte se usaba poco
ahora; estaba cubierto de hierba y la gente de Bree lo llamaba el Camino Verde.
La posada de Bree estaba todavía allí, sin embargo, y el posadero era una
persona importante. La casa era lugar de reunión para los habitantes ociosos,
charlatanes y curiosos, grandes y pequeños, de las cuatro aldeas y un refugio
para los montaraces y otros trotamundos y para aquellos viajeros (en su may oría
enanos) que tomaban todavía el Camino del Este para ir a las montañas, o volver
de las montañas.
La noche había caído y unas estrellas blancas brillaban en el cielo cuando Frodo
y sus compañeros llegaron al fin al cruce del Camino Verde, y a cerca de la
aldea. Avanzaron hacia la Puerta del Este y la encontraron cerrada, pero un
hombre estaba sentado frente a la casita, del otro lado de la cerca. El hombre se
incorporó de un salto, alcanzó una linterna y los miró por encima de la puerta de
trancas, sorprendido.
—¿Qué quieren y de dónde vienen? —preguntó con tono áspero.
—Buscamos la posada —respondió Frodo—. Vamos hacia el oeste y no
podemos ir más lejos esta noche.
—¡Hobbits! ¡Cuatro hobbits! Y lo que es más, de la Comarca, según parece
por el acento —dijo el guardián a media voz y como hablándose a sí mismo.
Los examinó un momento con aire sombrío y luego abrió lentamente la
puerta y los dejó entrar.
—No vemos a menudo gente de la Comarca cabalgando por el camino de
noche —prosiguió diciendo mientras los hobbits hacían un alto junto a la
empalizada—. ¿Me excusarán si les pregunto qué los lleva al este de Bree?
¿Cómo se llaman, si me permiten?
—Nuestros nombres y asuntos son cosa nuestra y éste no parece un buen
lugar para discutirlo —dijo Frodo a quien no le gustaba el aspecto del hombre ni
el tono de su voz.
—De acuerdo —dijo el hombre—, pero mi obligación es preguntar, después
de la caída de la noche.
—Somos hobbits de Los Gamos. Nos gusta viajar y queremos descansar en la
posada de aquí —dijo Merry —. Soy el señor Brandigamo. ¿Le basta eso? En otro
tiempo la gente de Bree trataba cortésmente a los viajeros, o así he oído.
—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijo el hombre—. No quise ofenderlos. Pronto
sabrán quizá que no sólo el viejo Herry de la puerta es quien hace preguntas.
Hay gente rara por aquí. Si van al Poney descubrirán que no son los únicos
huéspedes.
Les deseó buenas noches y no dijo más; pero Frodo alcanzó a ver a la luz de
la linterna que el hombre no dejaba de mirarlos. Le alegró oír el golpe de la
puerta que se cerraba detrás de ellos, mientras avanzaban. Se preguntó por qué el
hombre parecía tan suspicaz y si alguien no habría estado pidiendo noticias de un
grupo de hobbits. ¿Gandalf quizá? Tenía tiempo de haber llegado, mientras ellos
se demoraban en el bosque y las Quebradas. Pero había habido algo en la mirada
y la voz del guardián que lo había inquietado.
El hombre se quedó observando a los hobbits un momento y luego entró en la
casa. Tan pronto como volvió la espalda, una figura oscura saltó rápidamente la
empalizada y se perdió en las sombras de la calle.
Los hobbits subieron por una pendiente suave, dejaron atrás unas pocas casas
dispersas y se detuvieron a las puertas de la posada. Las casas les parecían
grandes y extrañas. Sam miró asombrado los tres pisos y las numerosas ventanas
del albergue y sintió un desmay o en el corazón. Había imaginado que se las vería
con gigantes más altos que árboles y otras criaturas todavía más terribles en
algún momento del viaje, pero descubría ahora que este primer encuentro con
los hombres y las casas de los hombres le bastaba como prueba, y en verdad era
demasiado como término oscuro de una jornada fatigosa. Imaginó caballos
negros que esperaban ensillados en las sombras del patio de la posada y Jinetes
Negros que espiaban desde las tenebrosas ventanas de arriba.
—No pasaremos aquí la noche, seguro, ¿no, señor? —exclamó—. Si hay
gente hobbit por aquí, ¿por qué no buscamos a alguno que quiera recibirnos? Sería
algo más hogareño.
—¿Qué tiene de malo la posada? —dijo Frodo—. Nos la recomendó Tom
Bombadil. Quizás el interior sea bastante hogareño.
Aun desde afuera la casa tenía un aspecto agradable, para ojos familiarizados
con estos edificios. La fachada miraba al camino y las dos alas iban hacia atrás
apoy ándose en parte en tierras socavadas en la falda de la loma, de modo que las
ventanas del segundo piso de atrás se encontraban al nivel del suelo. Una amplia
arcada conducía a un patio entre las dos alas y bajo esa arcada a la izquierda
había una puerta grande sobre unos pocos y anchos escalones. La puerta estaba
abierta y derramaba luz. Sobre la arcada había un farol y debajo se balanceaba
un tablero con una figura: un poney blanco encabritado. Encima de la puerta se
leía en letras blancas: El Poney Pisador de Cebadilla Mantecona. En las ventanas
más bajas se veía luz detrás de espesas cortinas.
Mientras titubeaban allí en la oscuridad, alguien comenzó a entonar adentro
una alegre canción y unas voces entusiastas se alzaron en coro. Los hobbits
prestaron atención un momento a este sonido alentador y desmontaron. La
canción terminó y hubo una explosión de aplausos y risas. Llevaron los poney s
bajo la arcada, los dejaron en el patio y subieron los escalones. Frodo abría la
marcha y casi se llevó por delante a un hombre bajo, gordo, calvo y de cara
roja. Tenía puesto un delantal blanco, e iba de una puerta a otra llevando una
bandeja de jarros llenos hasta el borde.
—Podríamos… —comenzó Frodo.
—¡Medio minuto, por favor! —gritó el hombre volviendo la cabeza y
desapareció en una babel de voces y nubes de humo. Un momento después
estaba de vuelta secándose las manos en el delantal.
—¡Buenos días, pequeño señor! —dijo saludando con una reverencia—. ¿En
qué podría servirlo?
—Necesitamos cama para cuatro y albergue para cinco poney s, si es posible.
¿Es usted el señor Mantecona?
—¡Sí, señor! Cebadilla es mi nombre. ¡Cebadilla Mantecona para servirlos!
Vienen de la Comarca, ¿eh? —dijo, y de pronto se palmeó la frente, como
tratando de recordar—. ¡Hobbits! —exclamó—. ¿Qué me recuerda esto?
¿Pueden decirme cómo se llaman ustedes, señor?
—El señor Tuk y el señor Brandigamo —dijo Frodo— y este es Sam Gamy i.
Mi nombre es Sotomonte.
—¡Ya recuerdo! —dijo Mantecona chasqueando los dedos—. No, se me fue
otra vez. Pero volverá, cuando tenga un rato para pensarlo. No me alcanzan las
manos, pero veré qué puedo hacer por ustedes. La gente de la Comarca no viene
aquí muy a menudo y lamentaría no poder atenderlos. Pero esta noche y a hay
una multitud en la casa, como no la ha habido desde tiempo atrás. Nunca llueve
pero diluvia, como decimos en Bree. ¡Eh! ¡Nob! —gritó—. ¿Dónde estás,
camastrón de pies lanudos? ¡Nob!
—¡Voy, señor! ¡Voy !
Un hobbit de cara risueña emergió de una puerta, y viendo a los viajeros se
detuvo y se quedó mirándolos con mucho interés.
—¿Dónde está Bob? —preguntó el posadero—. ¿No lo sabes? ¡Bueno,
búscalo! ¡Rápido! ¡No tengo seis piernas, ni tampoco seis ojos! Dile a Bob que
hay cinco poney s para llevar al establo. Que les encuentre sitio.
Nob se alejó al trote, mostrando los dientes y guiando los ojos.
—Bien, ¿qué iba a decirles? —dijo el señor Mantecona, golpeándose la frente
con las puntas de los dedos—. Un clavo saca a otro, como se dice. Estoy tan
ocupado esta noche que la cabeza me da vueltas. Hay un grupo que vino anoche
del sur por el Camino Verde y esto es y a bastante raro. Luego una tropa de
enanos que va al oeste y llegó esta tarde. Y ahora ustedes. Si no fueran hobbits
dudo que pudiera alojarlos. Pero tenemos un cuarto o dos en el ala norte, hechos
especialmente para hobbits cuando construy eron la casa. En la planta baja, como
prefieren ellos, con ventanas redondas y todo lo que les gusta. Creo que estarán
ustedes cómodos. Querrán cenar, sin duda. Tan pronto como sea posible. ¡Por
aquí ahora!
Los llevó un trecho a lo largo del pasillo y abrió una puerta.
—He aquí una hermosa salita —dijo—. Espero que les convenga.
Perdónenme ahora. Estoy tan ocupado. No me sobra tiempo ni para charla.
Tengo que irme. Estoy siempre corriendo de un lado a otro, pero no adelgazo.
Los veré más tarde. Si necesitan algo, toquen la campanilla y vendrá Nob. Si no
viene, ¡toquen y griten!
El hombre se fue dejándolos casi sin aliento. Parecía capaz de derramar un
torrente interminable de charla, por más ocupado que estuviera. Se encontraban
a la sazón en un cuarto pequeño y agradable. Un fuego ardía en el hogar y
enfrente habían dispuesto unas sillas bajas y cómodas. Había también una mesa
redonda cubierta con un mantel blanco y encima una gran campanilla. Pero
Nob, el sirviente hobbit, apareció antes que llamaran. Trajo velas y una bandeja
colmada de platos.
—¿Desean algo para beber, señores? —preguntó—. ¿Quieren que les muestre
los dormitorios mientras esperan la cena?
Se habían lavado y a y estaban rodeados de buenos jarros de cerveza cuando
el señor Mantecona y Nob aparecieron de nuevo. En un abrir y cerrar de ojos
tendieron la mesa. Había sopa caliente, carne fría, una tarta de moras, pan
fresco, mantequilla y medio queso bien estacionado: una buena comida sencilla,
tan buena como cualquiera de la Comarca y bastante familiar como para
quitarle a Sam los últimos recelos (que la excelencia de la cerveza y a había
aliviado bastante).
El posadero se entretuvo allí unos momentos y al fin anunció que se iba.
—No sé si querrán unirse a nosotros después de cenar —dijo desde la puerta.
Quizá prefieran acostarse. De cualquier modo nos agradaría mucho que nos
acompañaran, si tienen ganas. No recibimos a menudo a Gente del Exterior…
perdón, viajeros de la Comarca, quiero decir; y nos gusta enterarnos de las
últimas noticias, o quizás oír una historia o una canción, como prefieran.
¡Decidan ustedes! Cualquier cosa que necesiten, ¡toquen la campanilla!
Luego de la cena (que había durado tres cuartos de hora, sin la interrupción
de palabras inútiles) Frodo, Pippin y Sam se sintieron tan frescos y animados que
decidieron unirse a los otros huéspedes. Merry dijo que el aire del salón debía de
ser sofocante.
—Me quedaré aquí un rato sentado junto al fuego y luego quizá salga a tomar
un poco de aire. Cuídense y no olviden que hemos escapado en secreto y que aún
estamos en camino ¡y no muy lejos de la Comarca!
—¡Bueno, bueno! —dijo Pippin—. ¡Cuídate tú también! ¡No te pierdas y no
olvides que adentro estarás más seguro!
Los huéspedes estaban reunidos en el salón común de la posada. La concurrencia
era numerosa y heterogénea, descubrió Frodo, cuando los ojos se le
acostumbraron a la luz. Esta procedía sobre todo de un llameante fuego de leña,
pues los tres faroles que pendían de las vigas eran débiles y estaban velados por
el humo. Cebadilla Mantecona, de pie junto al fuego, hablaba con una pareja de
enanos y con uno o dos hombres de extraño aspecto. En los bancos había gentes
diversas: hombres de Bree, un grupo de hobbits locales sentados juntos,
charlando, algunos enanos más y otras figuras difíciles de distinguir en las
sombras y rincones.
Tan pronto como los hobbits de la Comarca entraron en el salón, se alzó un
coro de voces: Bree les daba la bienvenida. Los extraños, especialmente los que
habían venido por el Camino Verde, los miraron con curiosidad. El posadero
presentó los recién llegados a la gente de Bree, tan rápidamente que aunque los
hobbits entendían los nombres no estaban seguros de saber a quién pertenecía
éste y a quién este otro. Todos los hombres de Bree parecían tener nombres
botánicos (y bastante raros para la gente de la Comarca), tales como juncales,
Madreselva, Matosos, Manzanero, Cardoso y Helechal (y Cebadilla Mantecona).
Algunos hobbits tenían nombres similares. Los Artemisa, por ejemplo, parecían
numerosos. Pero la may oría llevaba nombres sacados de accidentes naturales
como Bancos, Tejonera, Cuevas, Arenas y Tunelo, muchos de los cuales eran
comunes en la Comarca. Había varios Sotomonte de Entibo y como no
alcanzaban a imaginar que compartiesen un nombre y no fuesen parientes,
tomaron cariñosamente a Frodo por un primo perdido hacía tiempo.
Los hobbits de Bree eran en verdad amables y curiosos y Frodo pronto se dio
cuenta de que tendría que dar alguna explicación de lo que hacía. Dijo que le
interesaban la geografía y la historia (y aquí hubo muchos cabeceos de
asentimiento, aunque estas palabras no eran muy comunes en el dialecto de
Bree). Declaró que pensaba escribir un libro (lo que provocó un asombro mudo)
y que él y sus amigos deseaban informarse acerca de los hobbits que vivían
fuera de la Comarca, sobre todo en las tierras del oeste.
Junto con este anuncio estalló un coro de voces. Si Frodo hubiese querido
realmente escribir un libro y hubiera tenido muchas orejas, habría reunido
material para varios capítulos en unos pocos minutos. Y como si esto no fuera
suficiente le dieron toda una lista de nombres, encabezada por « nuestro viejo
Cebadilla» , a quienes podía recurrir en busca de más información. Pero al cabo
de un rato, como Frodo no diera ninguna señal de querer escribir un libro allí
mismo y en seguida, los hobbits de Bree volvieron a hacer preguntas sobre lo que
pasaba en la Comarca. Frodo no se mostró muy comunicativo y pronto se
encontró solo, sentado en un rincón, escuchando y mirando alrededor.
Los hombres y los enanos hablaban sobre todo de acontecimientos distantes y
daban noticias de una especie que era y a demasiado familiar. Había problemas
allá en el Sur y parecía que los hombres que habían venido por el Camino Verde
habían partido en busca de tierras donde pudieran encontrar un poco de paz. Las
gentes de Bree los trataban con simpatía, pero no parecían muy dispuestos a
recibir un gran número de extranjeros en aquellos reducidos territorios. Uno de
los viajeros, bizco, poco agraciado, pronosticaba que en el futuro cercano más y
más gente subiría al norte.
—Si no les encuentran lugar, lo encontrarán ellos mismos. Tienen derecho a
vivir, tanto como otros —dijo con voz fuerte. Los habitantes del lugar no parecían
muy complacidos con esta perspectiva.
Los hobbits no prestaron mucha atención a todo esto, que por el momento no
parecía concernir a la Comarca. Era difícil que la Gente Grande pretendiera
alojarse en los agujeros de los hobbits. Estaban aquí más interesados en Sam y
Pippin, que ahora se sentían muy cómodos y charlaban animadamente sobre los
acontecimientos de la Comarca. Pippin provocó una buena cantidad de
carcajadas contando cómo se vino abajo el techo en la alcaldía de Cavada
Grande. Will Pieblanco, el alcalde y el más gordo de los hobbits en la Cuaderna
del Oeste, había emergido envuelto en y eso, como un pastel enharinado. Pero se
hicieron también muchas preguntas, que inquietaron a Frodo. Uno de los
habitantes de Bree, que parecía haber estado varias veces en la Comarca, quiso
saber dónde habitaban los Sotomonte y con quién estaban emparentados.
De pronto Frodo notó que un hombre de rostro extraño, curtido por la
intemperie, sentado en la sombra cerca de la pared, escuchaba también con
atención la charla de los hobbits. Tenía un tazón delante de él y fumaba una pipa
de caño largo, curiosamente esculpida. Las piernas extendidas mostraban unas
botas de cuero blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y
estaban ahora cubiertas de barro. Un manto pesado, de color verde oliva,
manchado por muchos viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo y a pesar del
calor que había en el cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin
embargo, se le alcanzaba a ver el brillo de los ojos, mientras observaba a los
hobbits.
—¿Quién es? —susurró Frodo cuando tuvo cerca al señor Mantecona—. No
recuerdo que usted nos hay a presentado.
—¿El? —respondió el posadero en voz baja, apuntando con un ojo y sin
volver la cabeza—. No lo sé muy bien. Es uno de esos que van de un lado a otro.
Montaraces, los llamamos. Habla raras veces, aunque sabe contar una buena
historia cuando tiene ganas. Desaparece durante un mes, o un año, y se presenta
aquí de nuevo. Se fue y vino muchas veces en la primavera pasada, pero no lo
veía desde hace tiempo. El nombre verdadero nunca lo oí, pero por aquí se le
conoce como Trancos. Anda siempre a grandes pasos, con esas largas zancas
que tiene, aunque nadie sabe el porqué de tanta prisa. Pero no hay modo de
entender a los del Este y tampoco a los del Oeste, como decimos en Bree,
refiriéndonos a los montaraces y a las gentes de la Comarca, con el perdón de
usted. Raro que me lo hay a preguntado.
Pero en ese momento alguien llamó pidiendo más cerveza y el señor
Mantecona se fue dejando en el aire su última frase.
Frodo notó que Trancos estaba ahora mirándolo, como si hubiera oído o
adivinado todo lo que se había dicho. Casi en seguida, con un movimiento de la
mano y un cabeceo, invitó a Frodo a que se sentara junto a él. Frodo se acercó y
el hombre se sacó la capucha descubriendo una hirsuta cabellera oscura con
mechones canosos y un par de ojos grises y perspicaces en una cara pálida y
severa.
—Me llaman Trancos —dijo con una voz grave—. Me complace conocerlo,
señor… Sotomonte, si el viejo Mantecona ha oído bien el nombre de usted.
—Ha oído bien —dijo Frodo tiesamente.
No se sentía nada cómodo bajo la mirada de aquellos ojos penetrantes.
—Bien, señor Sotomonte —dijo Trancos—, si y o fuera usted, trataría de que
esos jóvenes amigos no hablaran demasiado. La bebida, el fuego y los conocidos
casuales son bastante agradables, pero, bueno… esto no es la Comarca. Hay
gente rara por aquí. Aunque usted pensará que no soy y o quien tiene que decirlo
—añadió con una sonrisa torcida, viendo la mirada que le echaba Frodo—. Y
otros viajeros todavía más extraños han pasado últimamente por Bree —continuó
observando la cara del hobbit.
Frodo le devolvió la mirada, pero no replicó y Trancos calló también. Ahora
parecía interesado en Pippin. Frodo, alarmado, se dio cuenta de que el ridículo
joven Tuk, animado por el éxito que había tenido su historia sobre el alcalde de
Cavada Grande, estaba dando una versión cómica de la fiesta de despedida de
Bilbo. Imitaba ahora el discurso y se acercaba al momento de la asombrosa
desaparición. Frodo se sintió fastidiado. Era sin duda una historia bastante
inofensiva para la may oría de los hobbits locales; sólo una historia rara sobre esas
gentes raras que vivían más allá del río; pero algunos (el viejo Mantecona, por
ejemplo) no habían nacido ay er y era probable que hubiesen oído algo tiempo
atrás acerca de la desaparición de Bilbo. Esto les traería a la memoria el nombre
de Bolsón, principalmente si se había preguntado por este nombre en Bree.
Frodo se movió en el asiento, sin saber qué hacer. Pippin disfrutaba ahora de
modo evidente del interés que despertaba en los demás y había olvidado el
peligro en que se encontraban. Frodo temió de pronto que arrastrado por la
historia Pippin llegara a mencionar el Anillo, lo que podía ser desastroso.
—¡Será mejor que haga algo y rápido! —le susurró Trancos al oído.
Frodo se subió de un salto a una mesa y empezó a hablar. Los oy entes de
Pippin se volvieron a mirarlo. Algunos hobbits rieron y aplaudieron, pensando
que el señor Sotomonte había tomado demasiada cerveza.
Frodo se sintió de pronto ridículo y se encontró (como era su costumbre
cuando pronunciaba un discurso) jugueteando con las cosas que llevaba en el
bolsillo. Tocó el Anillo y la cadena, e inesperadamente tuvo el deseo de ponérselo
en el dedo y desaparecer, escapando así de aquella tonta situación. Le pareció,
de algún modo, que la idea le había venido de afuera, de alguien o algo en el
cuarto. Resistió firmemente la tentación y apretó el Anillo en la mano, como
para asegurarlo e impedirle escapar o hacer algún disparate. De cualquier modo
el Anillo no lo inspiró. Pronunció « unas pocas palabras de circunstancias» , como
hubiesen dicho en la Comarca: Estamos todos muy agradecidos por tanta
amabilidad y me atrevo a esperar que mi breve visita ayudará a renovar los viejos
lazos de amistad entre la Comarca y Bree; y luego titubeó y tosió.
Todos en la sala estaban ahora mirándolo.
—¡Una canción! —gritó uno de los hobbits—. ¡Una canción! ¡Una canción!
—gritaron todos los otros—. ¡Vamos, señor, cántenos algo que no hay amos oído
antes!
Durante un rato Frodo se quedó allí, de pie sobre la mesa, boquiabierto.
Luego, desesperado, se puso a cantar; era una canción ridícula que Bilbo había
estimado bastante (y de la que en realidad se había sentido orgulloso, pues él
mismo era el autor de la letra). Se hablaba en ella de una posada y fue esa quizá
la razón por la que le vino a la memoria en ese momento. Hela aquí en su
totalidad. Hoy, en general, sólo se recuerdan unas pocas palabras.
Hay una posada, una vieja y alegre posada
al pie de una vieja colina gris,
y allí preparan una cerveza tan oscura
que una noche bajó a beberla
el Hombre de la Luna.
El palafrenero tiene un gato borracho
que toca un violín de cinco cuerdas;
y el arco se mueve bajando y subiendo,
arriba rechinando, abajo ronroneando,
y serruchando en el medio.
El posadero tiene un perrito
que es muy aficionado a las bromas;
y cuando en los huéspedes hay alegría,
levanta una oreja a todos los chistes
y se muere de risa.
Ellos tienen también una vaca cornuda
orgullosa como una reina;
la música la trastorna como una cerveza
y mueve la cola empenachada
y baila en la hierba.
¡Oh las pilas de fuentes de plata
y el cajón de cucharas de plata!
Hay un par especial de domingo
que ellos pulen con mucho cuidado
la tarde del sábado.
El Hombre de la Luna bebía largamente
y el gato se puso a llorar;
la fuente y la cuchara bailaban en la consola,
y la vaca brincaba en el jardín,
y el perrito se mordía la cola.
El Hombre de la Luna empinó el codo
y luego rodó bajo la silla,
y allí durmió soñando con cerveza;
hasta que el alba estuvo en el aire
y se borraron las estrellas.
Luego el palafrenero le dijo al gato ebrio:
—Los caballos blancos de la luna
tascan los frenos de plata y relinchan
pero el amo ha perdido la cabeza,
¡y ya viene el día!
El gato en el violín toca una jiga-jiga
que despertaría a los muertos,
Chillando, serruchando, apresurando la tonada,
y el posadero sacude al Hombre de la Luna,
diciendo: ¡Son las tres pasadas!
Llevan al hombre rodando loma arriba y lo arrojan a la luna,
mientras que los caballos galopan de espaldas
y la vaca cabriola como un ciervo
y la fuente se va con la cuchara.
Más rápido el violín toca la jiga-jiga;
la vaca y los caballos están patas arriba,
y el perro lanza un rugido,
y los huéspedes ya saltan de la cama
y bailan en el piso.
¡Las cuerdas del violín estallan con un pum!
La vaca salta por encima de la luna,
y el perrito se ríe divertido,
y la fuente del sábado se escapa corriendo
con la cuchara del domingo.
La luna redonda rueda detrás de la colina,
mientras el sol levanta la cabeza, y
con ojos de fuego observa estupefacta[3]
que aunque es de día todos
volvieron a la cama.
El aplauso fue prolongado y ruidoso. Frodo tenía una buena voz y la fantasía
de la canción había agradado a todos.
—¿Por dónde anda el viejo Cebadilla? —exclamaron—. Tiene que oírla. Bob
podría enseñarle al gato a tocar el violín y tendríamos un baile. —Pidieron una
nueva vuelta de cerveza y gritaron—: ¡Cántela otra vez, señor! ¡Vamos! ¡Otra
vez!
Hicieron tomar un jarro más a Frodo, que recomenzó la canción y muchos se
le unieron, pues la melodía era muy conocida y se les había pegado la letra. Le
tocó a Frodo entonces sentirse satisfecho de sí mismo. Zapateaba sobre la mesa y
cuando llegó por segunda vez a la vaca salta por encima de la luna, dio un salto
en el aire demasiado vigoroso. Frodo cay ó, bum, sobre una bandeja repleta de
jarros, resbaló y fue a parar bajo la mesa con un estruendo, un alboroto y un
golpe sordo. Todos abrieron la boca preparados para reír y se quedaron
petrificados en un silencio sin aliento, pues el cantor y a no estaba allí. ¡Había
desaparecido como si hubiera pasado directamente a través del piso de la sala sin
dejar ni la huella de un agujero!
Los hobbits locales se quedaron mirando mudos de asombro; en seguida se
incorporaron de un salto y llamaron a gritos a Cebadilla. Todos se apartaron de
Pippin y Sam, que se encontraron solos en un rincón, observados desde lejos con
miradas sombrías y desconfiadas. Estaba claro que para la may oría de la gente
ellos eran los compañeros de un mago ambulante con poderes y propósitos
desconocidos. Pero había un vecino de Bree, de tez oscura, que los miraba con la
expresión de alguien que está sobre aviso y con una cierta ironía; Pippin y Sam
se sentían de veras incómodos. Casi en seguida el hombre se escurrió fuera del
salón, seguido por el sureño bizco; los dos habían pasado gran parte de la noche
hablando juntos en voz baja. Herry, el guardián de la puerta, salió también detrás
de ellos.
Frodo se daba cuenta de que había cometido una estupidez. No sabiendo qué
hacer, se arrastró por debajo de las mesas hacia el rincón sombrío donde
Trancos estaba todavía sentado, impasible. Se apoy ó de espaldas contra la pared
y se quitó el Anillo. Cómo le había llegado al dedo, no podía recordarlo. Era
posible que hubiese estado jugueteando con él en el bolsillo, mientras cantaba y
que en el momento de sacar bruscamente la mano para evitar la caída, se le
hubiera deslizado de algún modo en el dedo. Durante un instante se preguntó si el
Anillo mismo no le había jugado una mala pasada; quizás había tratado de
hacerse notar en respuesta al deseo o la orden de alguno de los huéspedes. No le
gustaba el aspecto de los hombres que habían dejado el salón.
—¿Bien? —dijo Trancos cuando Frodo reapareció—. ¿Por qué lo hizo?
Cualquier indiscreción de los amigos de usted no hubiera sido peor. Ha metido
usted la pata. ¿O tendría que decir el dedo?
—No sé a qué se refiere —dijo Frodo molesto y alarmado.
—Oh, sí que lo sabe —respondió Trancos—, pero será mejor esperar a que
pase el alboroto. Luego, si usted me permite, señor Bolsón, me agradaría que
tuviésemos una charla tranquila.
—¿A propósito de qué? —preguntó Frodo aparentando no haber oído su
verdadero nombre.
—A propósito de un asunto de cierta importancia, tanto para usted como para
mí —respondió Trancos mirando a Frodo a los ojos—. Quizás oiga algo que le
conviene.
—Muy bien —dijo Frodo tratando de mostrarse indiferente—. Hablaré con
usted más tarde.
Mientras, junto a la chimenea se desarrollaba una discusión. El señor Mantecona
había llegado al trote y ahora trataba de escuchar a la vez varios relatos
contradictorios sobre lo que había ocurrido.
—Yo lo vi, señor Mantecona —dijo un hobbit—, por lo menos no lo vi más, si
usted me entiende. Se desvaneció en el aire, como quien dice.
—¡No es posible, señor Artemisa! —dijo el posadero, perplejo.
—Sí —replicó Artemisa—. Y además sé lo que digo.
—Hay algún error en alguna parte —dijo Mantecona sacudiendo la cabeza
—. Había demasiado de ese señor Sotomonte para que se desvaneciese así en el
aire, o en el humo, lo que sería más exacto si ocurrió en esta habitación.
—Bueno, ¿dónde está ahora? —gritaron varias voces.
—¿Cómo podría saberlo? Puede irse a donde quiera, siempre que pague por
la mañana. Y aquí está el señor Tuk, que no ha desaparecido.
—Bueno, vi lo que vi y vi lo que no vi —dijo Artemisa, obstinado.
—Y y o digo que hay aquí algún error —repitió Mantecona recogiendo la
bandeja y los restos de los jarros.
—¡Claro que hay un error! —dijo Frodo—. No he desaparecido. ¡Aquí estoy !
He tenido sólo una pequeña charla con el señor Trancos en el rincón.
Frodo se adelantó a la luz del fuego, pero la may oría de los huéspedes dio un
paso atrás, aún más perturbados que antes. No los satisfacía la explicación de
Frodo, según la cual se había arrastrado rápidamente por debajo de las mesas
luego de la caída. La may oría de los hobbits y de las gentes de Bree se
apresuraron a irse, sin ganas y a de seguir divirtiéndose esa noche. Unos pocos
echaron a Frodo una mirada sombría y partieron murmurando entre ellos. Los
enanos y dos o tres hombres extraños que todavía estaban allí se pusieron de pie
y dieron las buenas noches al posadero pero no a Frodo y sus amigos. Poco
después no quedaba nadie sino Trancos, todavía sentado en las sombras junto a la
pared.
El señor Mantecona no parecía muy preocupado. Pensaba, probablemente,
que el salón estaría repleto durante muchas noches, hasta que el misterio actual
fuera discutido a fondo.
—Y ahora, ¿qué ha estado haciendo, señor Sotomonte? —preguntó—.
¿Asustando a mis clientes y haciendo trizas mis jarros con esas acrobacias?
—Lamento mucho haber causado alguna dificultad —dijo Frodo—. No tuve
la menor intención, se lo aseguro. Fue un desgraciado accidente.
—Muy bien, señor Sotomonte. Pero si va usted a intentar otros juegos, o
conjuros, o lo que sea, mejor que antes advierta a la gente y que me advierta a
mí. Aquí somos un poco recelosos de todo lo que salga de lo común, de todo lo
misterioso, si usted me entiende, y tardamos en acostumbrarnos.
—No haré nada parecido otra vez, señor Mantecona, se lo prometo. Y ahora
creo que me iré a la cama. Partimos temprano. ¿Podría ordenar que nuestros
poney s estén preparados para las ocho?
—¡Muy bien! Pero antes que se vay a quiero tener con usted unas palabras en
privado, señor Sotomonte. Acabo de recordar algo que usted tiene que saber.
Espero no molestarle. Cuando hay a arreglado una o dos cositas, iré al cuarto de
usted, si no le parece mal.
—¡Claro que no! —dijo Frodo, sintiendo que se le encogía el corazón.
Se preguntó cuántas charlas privadas tendría que sobrellevar antes de poder
acostarse y qué revelarían. ¿Estaba toda esta gente ligada contra él? Empezaba a
sospechar que aun la cara redonda del viejo Mantecona ocultaba unos negros
designios.
10
Trancos
F rodo, Pippin y
Sam volvieron a la salita. No había luz. Merry no estaba allí y el
fuego había bajado. Sólo después de avivar un rato las llamas y de haberlas
alimentado con un par de troncos, descubrieron que Trancos había venido con
ellos. ¡Estaba tranquilamente sentado en una silla junto a la puerta!
—¡Hola! —dijo Pippin—. ¿Quién es usted y qué desea?
—Me llaman Trancos —dijo el hombre—, y aunque quizá lo hay a olvidado,
el amigo de usted me prometió tener conmigo una charla tranquila.
—Usted dijo que y o me enteraría de algo que quizá me fuera útil —dijo
Frodo—. ¿Qué tiene que decir?
—Varias cosas —dijo Trancos—. Pero, por supuesto, tengo mi precio.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Frodo ásperamente.
—¡No se alarme! Sólo esto: le contaré lo que sé y le daré un buen consejo.
Pero quiero una recompensa.
—¿Qué recompensa? —dijo Frodo, pensando ahora que había caído en
manos de un pillo y recordando con disgusto que había traído poco dinero. El total
no contentaría de ningún modo a un bribón y no podía distraer ni siquiera una
parte.
—Nada que usted no pueda permitirse —respondió Trancos con una lenta
sonrisa, como si adivinara los pensamientos de Frodo—. Sólo esto: tendrá que
llevarme con usted hasta que y o decida dejarlo.
—Oh, ¿de veras? —replicó Frodo, sorprendido, pero no muy aliviado—. Aun
en el caso de que y o deseara otro compañero, no consentiría hasta saber bastante
más de usted y de sus asuntos.
—¡Excelente! —exclamó Trancos cruzando las piernas y acomodándose en
la silla—. Parece que está usted recobrando el buen sentido; mejor así. Hasta
ahora ha sido demasiado descuidado. ¡Muy bien! Le diré lo que sé y usted dirá si
merezco la recompensa. Quizá me la conceda de buen grado, luego de haberme
oído.
—¡Adelante entonces! —dijo Frodo—. ¿Qué sabe usted?
—Demasiado; demasiadas cosas sombrías —dijo Trancos torvamente—.
Pero en cuanto a los asuntos de usted… —Se incorporó, fue hasta la puerta, la
abrió rápidamente y miró fuera. Luego cerró en silencio y se sentó otra vez—.
Tengo oído fino —continuó bajando la voz—, y aunque no puedo desaparecer, he
seguido las huellas de muchas criaturas salvajes y cautelosas y comúnmente
evito que me vean, si así lo deseo. Pues bien, y o estaba detrás de la empalizada
esta tarde en el camino al oeste de Bree, cuando cuatro hobbits vinieron de las
Quebradas. No necesito repetir todo lo que hablaron con el viejo Bombadil o
entre ellos, pero una cosa me interesó. Por favor, recordad todos, dijo uno de
ellos, que el nombre de Bolsón no ha de mencionarse. Si es necesario darme un
nombre soy el señor Sotomonte. Esto me interesó tanto que los seguí hasta aquí.
Me deslicé por encima de la cerca justo detrás de ellos. Quizás el señor Bolsón
tiene un buen motivo para cambiar de nombre; pero si es así, les aconsejaré a él
y a sus amigos que sean más cuidadosos.
—No veo por qué mi nombre ha de interesar a la gente de Bree —dijo Frodo,
irritado— y todavía ignoro por qué le interesa a usted. El señor Trancos puede
tener buenos motivos para espiar y escuchar indiscretamente; pero si es así, le
aconsejaré que se explique.
—¡Bien respondido! —dijo Trancos riéndose—. Pero la explicación es
simple: busco a un hobbit llamado Frodo Bolsón. Quiero encontrarlo en seguida.
Supe que estaba llevando fuera de la Comarca, bueno, un secreto que nos
concierne, a mí y a mis amigos.
» ¡Un momento, no me interpreten mal! —gritó al tiempo que Frodo se ponía
de pie y Sam daba un salto con aire amenazador—. Cuidaré del secreto mejor
que ustedes. ¡Y hay que cuidarse de veras! —Se inclinó hacia adelante y los
miró—. ¡Vigilen todas las sombras! —dijo en voz baja—. Unos Jinetes Negros
han pasado por Bree. Dicen que el lunes llegó uno por el Camino Verde y otro
apareció más tarde, subiendo por el Camino Verde desde el sur.
Se hizo un silencio. Al fin Frodo les habló a Pippin y Sam.
—Tenía que haberlo sospechado por el modo en que nos recibió el guardián
—dijo—. Y el posadero parece haber oído algo. ¿Por qué insistió en que nos
uniéramos a los demás? ¿Y por qué razón nos comportamos como tontos?
Teníamos que habernos quedado aquí tranquilamente.
—Hubiese sido mejor —dijo Trancos—. Yo hubiera impedido que fueran al
salón, pero no me fue posible. El posadero no hubiese permitido que y o los viera,
ni les hubiera traído un mensaje.
—Cree usted que… —comenzó Frodo.
—No, no pienso mal del viejo Mantecona. Pero los vagabundos misteriosos
como y o no le gustan demasiado. —Frodo lo miró con perplejidad—. Bueno,
tengo cierto aspecto de villano, ¿no es así? —dijo Trancos con una mueca de
desdén y un brillo extraño en los ojos—. Pero espero que lleguemos a
conocernos mejor. Cuando así sea, confío en que me explicará usted qué ocurrió
al fin de la canción. Porque esa pirueta…
—¡Fue sólo un accidente! —interrumpió Frodo.
—Bueno —dijo Trancos—, accidente entonces. Ese accidente ha empeorado
la situación de usted.
—No demasiado —dijo Frodo—. Yo y a sabía que esos Jinetes estaban
persiguiéndome, pero de todos modos creo que me perdieron el rastro y se han
ido.
—¡No cuente con eso! —dijo Trancos vivamente—. Volverán y vendrán
más. Hay otros. Sé cuántos son. Conozco a esos Jinetes. —Hizo una pausa y sus
ojos eran fríos y duros—. Y hay gente en Bree en la que no se puede confiar —
continuó—. Bill Helechal, por ejemplo. Tiene mala reputación en el país de Bree,
y gente extraña llama a su casa. Lo habrá visto usted entre los huéspedes: un
sujeto moreno y burlón. Estaba muy cerca de uno de esos extranjeros del sur y
salieron todos juntos en seguida del « accidente» . No todos los sureños son buena
gente y en cuanto a Helechal, le vendería cualquier cosa a cualquiera; o haría
daño por el placer de hacerlo.
—¿Qué vendería Helechal y qué relación tiene con mi accidente? —dijo
Frodo, decidido todavía a no entender las insinuaciones de Trancos.
—Noticias de usted, por supuesto —respondió Trancos—. Un relato de la
hazaña de usted sería muy interesante para cierta gente. Luego de esto apenas
necesitarían saber cómo se llama usted de veras. Me parece demasiado probable
que se enteren antes que termine la noche. ¿No le es suficiente? En cuanto a mi
recompensa, haga lo que le plazca: tómeme como guía o no. Pero le diré que
conozco todas las tierras entre la Comarca y las Montañas Nubladas, pues las he
recorrido en todos los sentidos durante muchos años. Soy más viejo de lo que
parezco. Le puedo ser útil. Desde esta noche tendrá usted que dejar la carretera,
pues los Jinetes la vigilarán día y noche. Podrá escapar de Bree, y nadie lo
detendrá quizá mientras el sol esté alto, pero no irá muy lejos. Caerán sobre usted
en algún sitio desierto y sombrío donde nadie podría auxiliarlo. ¿Permitirá que le
den alcance? ¡Son terribles!
Los hobbits lo miraron y vieron con sorpresa que retorcía la cara como si
soportara algún dolor y que tenía las manos aferradas a los brazos de la silla. La
habitación estaba muy tranquila y silenciosa y la luz parecía más pálida. Trancos
se quedó un rato sentado, la mirada vacía, como atento a viejos recuerdos, o
escuchando unos sonidos lejanos en la noche.
—¡Sí! —exclamó al fin pasándose la mano por la frente—. Quizá sé más que
usted acerca de esos perseguidores. Les tiene miedo, pero no bastante todavía.
Mañana tendrá que escapar, si puede. Trancos podría guiarlo por senderos poco
transitados. ¿Lo llevará con usted?
Hubo un pesado silencio. Frodo no respondió, no sabía qué pensar; el miedo y
la duda lo confundían. Sam frunció el ceño y miró a su amo. Al fin estalló:
—¡Con el permiso de usted, señor Frodo, y o diría no! Este señor Trancos, nos
aconseja y dice que tengamos cuidado; y y o digo sí a eso y que comencemos
por él. Viene de las tierras salvajes y nunca oí nada bueno de esa gente. Es
evidente que sabe algo, demasiado para mi gusto. Pero eso no es razón para que
dejemos que nos lleve a algún lugar sombrío lejos de cualquier ay uda, como él
mismo dice. Pippin se movió, incómodo. Trancos no replicó a Sam y volvió los
ojos penetrantes a Frodo. Frodo notó la mirada y torció la cabeza.
—No —dijo lentamente—, no estoy de acuerdo. Pienso, pienso que usted no
es realmente lo que quiere parecer. Empezó a hablarme como la gente de Bree,
pero ahora tiene otra voz. De cualquier modo hay algo cierto en lo que dice Sam:
no sé por qué nos aconseja usted que nos cuidemos y al mismo tiempo nos pide
que confiemos en usted. ¿Por qué el disfraz? ¿Quién es usted? ¿Qué sabe
realmente acerca de… acerca de mis asuntos y cómo lo sabe?
—La lección de prudencia ha sido bien aprendida —dijo Trancos con una
sonrisa torcida—. Pero la prudencia es una cosa y la irresolución es otra. Nunca
llegarán a Rivendel por sus propios medios y tenerme confianza es la única
posibilidad que les queda. Tienen que decidirse. Contestaré cualquier pregunta, si
eso los ay uda. ¿Pero por qué creerán en la verdad de mi historia, si no confían en
mí? Aquí está, sin embargo…
En ese momento llamaron a la puerta. El señor Mantecona había traído velas y
detrás venía Nob, con jarras de agua caliente. Trancos se retiró a un rincón
oscuro.
—He venido a desearles buenas noches —dijo el posadero, poniendo las velas
sobre la mesa—. ¡Nob! ¡Lleva el agua a los cuartos!
Entró y cerró la puerta.
—El asunto es así —comenzó a decir, titubeando, perturbado—. Si he causado
algún mal, lo lamento de veras. Pero todo se encadena, como usted sabe, y soy
un hombre ocupado. Esta semana, primero una cosa y luego otra me despertaron
poco a poco la memoria, como se dice, y espero que no demasiado tarde. Pues
verá usted, me pidieron que buscase a unos hobbits de la Comarca, a un tal
Bolsón sobre todo.
—¿Y eso qué relación tiene conmigo? —preguntó Frodo.
—Ah, usted lo sabe sin duda mejor que nadie —dijo el posadero con aire de
estar enterado—. No lo traicionaré a usted, pero me dijeron que ese Bolsón
viajaría con el nombre de Sotomonte y me hicieron una descripción que se le
ajusta a usted bastante, si me permite.
—¿De veras? Bien, ¡venga entonces esa descripción! —dijo Frodo
interrumpiéndolo aturdidamente.
—Un hombrecito rollizo de mejillas rojas —dijo solemnemente el señor
Mantecona.
Pippin rió entre dientes, pero Sam se mostró indignado.
—Esto no te servirá de mucho, Cebadilla, pues conviene a casi todos los
hobbits, me dijeron —continuó el señor Mantecona echándole una ojeada a
Pippin—, pero éste es más alto que algunos y más rubio que todos y tiene un
hoyuelo en la barbilla; un sujeto de cabeza erguida y ojos brillantes. Perdón, pero
él lo dijo, no y o.
—¿Él lo dijo? ¿Y quién era él? —preguntó Frodo muy interesado.
—¡Ah! Era Gandalf, si usted sabe a quién me refiero. Un mago dicen que es,
pero buen amigo mío, cierto o no cierto. Pero ahora no sé qué me dirá, si lo veo
de nuevo: me agriará toda la cerveza o me cambiará en un trozo de madera, no
me sorprendería. Es de temperamento vivo. Sin embargo, lo que está hecho no
puede deshacerse.
—Bueno, ¿qué ha hecho usted? —dijo Frodo impacientándose ante la lentitud
con que se desarrollaban los pensamientos de Mantecona.
—¿Dónde estaba? —preguntó el posadero haciendo una pausa y
castañeteando los dedos—. ¡Ah, sí! El viejo Gandalf. Hace tres meses entró
directamente en mi cuarto sin llamar a la puerta. Cebadilla, me dijo, salgo a la
mañana. ¿Quieres hacerme un favor? Lo que tú quieras, dije. Tengo prisa, dijo él,
y me falta tiempo pero quiero que lleven un mensaje a la Comarca. ¿Tienes a
alguien a quien mandar y que sea seguro que llegue? Puedo encontrar a alguien,
dije, mañana quizás, o pasado mañana. Que sea mañana, me dijo, y luego me dio
una carta.
» La dirección es bastante clara —dijo Mantecona sacando una carta del
bolsillo y ley endo la dirección lenta y orgullosamente (tenía reputación de
hombre de letras)—: Señor Frodo Bolsón, Bolsón Cerrado, Hobbiton, en la
Comarca.
—¡Una carta para mí de Gandalf! —gritó Frodo.
—¡Ah! —dijo el señor Mantecona—. ¿Entonces el verdadero nombre de
usted es Bolsón?
—Sí —dijo Frodo—, y será mejor que me dé esa carta en seguida y me
explique por qué nunca la envió. Esto es lo que vino a decirme, supongo, aunque
le llevó mucho tiempo.
El pobre señor Mantecona parecía turbado.
—Tiene razón, señor —dijo—, y le pido que me disculpe. Tengo un miedo
mortal de lo que diría Gandalf, si he causado algún daño. Pero no la he retenido a
propósito. La puse a buen recaudo, pero luego no encontré a nadie que quisiera ir
a la Comarca al día siguiente, ni al otro día y mi gente no estaba disponible y
luego vino una cosa detrás de la otra y me olvidé. Soy un hombre ocupado. Haré
todo lo que pueda para enderezar el entuerto y si puedo ay udar en algo, dígamelo
por favor.
» Aparte de la carta, a Gandalf le prometí lo mismo. Cebadilla, me dijo, este
amigo mío de la Comarca puede venir pronto por aquí, él y otro. Se hará llamar
Sotomonte. ¡No lo olvides! Y no tienes nada que preguntarme. Si yo no estoy con
él, quizás esté en dificultades y podrá necesitar ayuda. Haz lo que puedas por él y
te lo agradecerá, me dijo. Y aquí está usted y las dificultades no están lejos,
parece.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Frodo.
—Esos hombres negros —dijo el posadero bajando la voz—. Están buscando
a Bolsón, y si tienen buenas intenciones, y o soy un hobbit. Era lunes y todos los
perros aullaban y los gansos graznaban. Sobrenatural, diría y o. Nob vino y me
dijo que dos hombres negros estaban a la puerta preguntando por un hobbit
llamado Bolsón. Nob tenía los pelos de punta. Les dije a esos tipos negros que se
fueran y les cerré la puerta en las narices; pero han estado haciendo la misma
pregunta a lo largo de todo el camino hasta Archet, me han dicho. Y ese
montaraz, Trancos, ha estado preguntando también. Trató de venir aquí a verlo,
antes que usted probara un bocado, eso hizo.
—¡Eso hizo! —dijo Trancos de pronto, saliendo a la luz—. Y se habrían
evitado muchas dificultades, si me hubieses dejado entrar, Cebadilla.
El posadero dio un salto, sorprendido.
—¡Tú! —gritó—. Siempre apareces de repente. ¿Qué quieres ahora?
—Está aquí con mi consentimiento —dijo Frodo—. Vino a ofrecerme ay uda.
—Bien, usted sabe lo que hace, quizá —dijo el señor Mantecona mirando
desconfiadamente a Trancos—. Pero si estuviera en la situación de usted no
frecuentaría montaraces.
—¿Y a quién frecuentarías tú? —preguntó Trancos—. ¿A un posadero gordo
que se acuerda de su propio nombre sólo porque la gente lo llama a gritos todo el
día? No pueden quedarse en El Poney para siempre y no pueden regresar.
Tienen un largo camino por delante. ¿Los acompañarás, manteniendo a los
hombres negros a distancia?
—¿Yo? ¿Dejar Bree? No lo haría aunque me ofrecieran dinero —dijo el señor
Mantecona que parecía realmente asustado—. ¿Pero por qué no se quedan aquí
tranquilos un tiempo, señor Sotomonte? ¿Qué son esas cosas raras? Qué buscan
esos hombres negros, y de dónde vienen, quisiera saber.
—Lamento no poder explicarlo todo —dijo Frodo—. Estoy cansado y muy
preocupado y es una larga historia. Pero si quiere ay udarme, le advierto que
usted correrá peligro mientras y o esté aquí. Esos Jinetes Negros: no estoy seguro,
pero pienso… temo que vengan de…
—Vienen de Mordor —dijo Trancos en voz baja—. De Mordor, Cebadilla, si
eso significa algo para ti.
—¡Misericordia! —gritó el señor Mantecona empalideciendo; el nombre
evidentemente le era conocido—. Esta es la peor noticia que hay a llegado a Bree
en todos mis años.
—Lo es —dijo Frodo—. ¿Quiere todavía ay udarme?
—Sí, señor —dijo Mantecona—, más que nunca. Aunque no sé qué puedan
hacer gentes como y o contra, contra…
Se le quebró la voz.
—Contra la Sombra del Este —dijo Trancos con calma—. No mucho,
Cebadilla, pero las cosas pequeñas ay udan también. Puedes dejar que el señor
Sotomonte pase aquí la noche y puedes olvidar el nombre de Bolsón hasta que se
hay a alejado.
—Así lo haré —dijo Mantecona—. Pero sabrán que está aquí sin que y o diga
nada, me temo. Es lamentable que el señor Sotomonte hay a llamado tanto la
atención esta noche, para no decir más. La historia de la partida del señor Bilbo
se ha oído aquí otras veces, y a antes. Aun el cabezota de Nob ha estado
haciéndose algunas conjeturas y hay gente en Bree de entendimiento más
rápido.
—Bueno, sólo resta esperar que los Jinetes no vuelvan aún —dijo Frodo.
—Ojalá —dijo Mantecona—. Pero fantasmas o no fantasmas, no entrarán
tan fácilmente en El Poney. No se preocupe usted hasta la mañana. Nob no
abrirá la boca. Ningún hombre negro cruzará mi puerta, mientras y o me tenga
en pie. Yo y mi gente vigilaremos esta noche, pero a usted le haría bien dormir, si
puede.
—En todo caso, tienen que despertarnos al alba —dijo Frodo—. Partiremos lo
antes posible. El desay uno a las seis y media, por favor.
—De acuerdo. Iré a dar las órdenes —dijo el posadero—. Buenas noches,
señor Bolsón… ¡Sotomonte, quiero decir! Buenas noches… Pero, bendito sea,
¿dónde está el señor Brandigamo?
—No lo sé —dijo Frodo, inquieto de pronto. Habían olvidado por completo a
Merry y estaba haciéndose tarde—. Temo que esté fuera. Habló de salir a tomar
un poco de aire.
—Bueno, de veras necesitan que los cuiden. ¡Se diría que están de
vacaciones! —dijo Mantecona—. Iré en seguida a atrancar las puertas, pero
avisaré que le abran al amigo de usted, cuando llegue. Será mejor que Nob vay a
a buscarlo. ¡Buenas noches a todos!
El señor Mantecona salió al fin, echando otra desconfiada mirada a Trancos
y moviendo la cabeza se alejó por el pasillo.
—¿Bien? —dijo Trancos—. ¿Cuándo va a abrir esa carta?
Frodo examinó cuidadosamente el sello antes de romperlo. Parecía ser el de
Gandalf. Dentro, escrito con la vigorosa pero elegante letra del mago, había el
siguiente mensaje:
El Poney Pisador, Bree. Día del Año Medio 1418 de la Comarca.
Querido Frodo:
Me han llegado malas noticias. He de partir inmediatamente. Harás bien
en dejar la Comarca antes de fines de julio, como máximo. Regresaré tan
pronto como pueda y te seguiré, si descubro que te has ido. Déjame aquí un
mensaje, si pasas por Bree. Puedes confiar en el posadero (Mantecona).
Quizás encuentres en el camino a un amigo mío: un hombre, delgado,
oscuro, alto, que algunos llaman Trancos. Conoce nuestro asunto y te
ay udará. Marcha hacia Rivendel. Espero que allí nos encontremos de nuevo.
Si no voy, Elrond te avisará.
Tuy o, de prisa
Gandalf.
PS. ¡No vuelvas a usarlo, por ninguna razón! ¡No viajes de noche!
PPS. Asegúrate de que es el verdadero Trancos. Hay mucha gente
extraña en los caminos. El verdadero nombre de Trancos es Aragorn.
No es oro todo lo que reluce,
ni toda la gente errante anda perdida;
a las raíces profundas no llega la escarcha;
el viejo vigoroso no se marchita.
De las cenizas subirá un fuego,
y una luz asomará en las sombras;
el descoronado será de nuevo rey,
forjarán otra vez la espada rota.
PPPS. Espero que Mantecona envíe ésta rápidamente. Hombre de bien,
pero con una memoria que es un baúl de trastos. Lo que necesitas está
siempre en el fondo. Si se olvida, lo asaré a fuego lento.
¡Adiós!
Frodo ley ó la carta en silencio y luego la pasó a Pippin y a Sam.
—¡El viejo Mantecona ha hecho de veras un desaguisado! —dijo—. Se
merece que lo asen. Si y o hubiera recibido ésta a tiempo, y a estaríamos quizás
en Rivendel y a salvo. ¿Pero qué puede haberle ocurrido a Gandalf? Escribe
como si fuese a enfrentar un gran peligro.
—Eso ha estado haciendo durante muchos años —dijo Trancos.
Frodo se volvió y lo miró con aire pensativo, recordando la segunda postdata
de Gandalf.
—¿Por qué no me dijiste en seguida que eras amigo de Gandalf? —preguntó
—. Eso nos hubiera ahorrado mucho tiempo.
—¿Lo crees así? ¿Quién de vosotros lo hubiera creído? —dijo Trancos—. Yo
no sabía nada de ese mensaje. Si quería ay udaros, no podía hacer otra cosa que
tratar de ganar vuestra confianza, sin ninguna prueba. De cualquier modo, no
tenía la intención de contar en seguida todo lo que a mí se refiere. Primero tenía
que estudiaros y estar seguro. El enemigo me ha tendido trampas en el pasado.
Tan pronto como decidí la cuestión, estuve dispuesto a contestar todas las
preguntas. Pero he de admitir —añadió con una risa rara— que he esperado que
me aceptaran por lo que soy. Un hombre perseguido se cansa a veces de
desconfiar y desea tener amigos. Pero en esto y o diría que las apariencias están
contra mí.
—Lo están… a primera vista por lo menos —rió Pippin, muy aliviado luego
de leer la carta de Gandalf—. Pero luce bien quien hace bien, como dicen en la
Comarca. Y todos tendremos el mismo semblante cuando hay amos dormido día
tras día en setos y fosos.
—Necesitarías más que unos pocos días, o semanas, o años, de vida
errabundo en las tierras salvajes para parecerte a Trancos —dijo el hombre—. Y
antes morirás, a no ser que estés hecho de una materia más dura de lo que
parece.
Pippin cerró la boca, pero Sam no se acobardaba y continuaba mirando a
Trancos de mala manera.
—¿Cómo sabemos que es usted el Trancos de que habla Gandalf? —preguntó
—. Nunca mencionó a Gandalf, hasta la aparición de la carta. Quizá sea un espía
que interpreta un papel, por qué no, tratando de que lo acompañemos. Quizá se
deshizo del verdadero Trancos y tomó sus ropas. ¿Qué me responde?
—Que eres un individuo audaz —dijo Trancos—, pero temo que mi única
respuesta, Sam Gamy i, es ésta. Si y o hubiese matado al verdadero Trancos,
podría matarte a ti. Y y a lo hubiera hecho, sin tanta charla. Si quisiera el Anillo,
podría tenerlo… ¡ahora!
Trancos se incorporó y de pronto pareció más alto. Le brillaba una luz en los
ojos, penetrante e imperatoria. Echando atrás la capa, apoy ó la mano en el pomo
de una espada que le colgaba a un costado. Los hobbits no se atrevieron a
moverse. Sam se quedó mirándolo, boquiabierto.
—Pero soy por fortuna el verdadero Trancos —dijo, mirándolos, el rostro
suavizado por una repentina sonrisa—. Soy Aragorn hijo de Arathorn y si por la
vida o por la muerte puedo salvaros, así lo haré.
Hubo un largo silencio. Al fin Frodo habló titubeando:
—Pensé que eras un amigo antes que llegara la carta —dijo—, o por lo
menos así quise creerlo. Me asustaste varias veces esta noche, pero nunca como
lo hubiera hecho un servidor del enemigo, o así me parece al menos. Pienso que
un espía del enemigo… bueno, hubiese parecido más hermoso y al mismo
tiempo más horrible, si tú me entiendes.
—Ya veo —rió Trancos—. Tengo mal aspecto, y las apariencias engañan, ¿no
es así? No es oro todo lo que reluce, ni toda la gente errante anda perdida.
—¿Entonces los versos se referían a ti? —preguntó Frodo—. No comprendí de
qué hablaban. ¿Pero cómo sabes que están en la carta de Gandalf, si nunca la
leíste?
—No lo sabía —respondió Trancos—. Pero soy Aragorn y esos versos van
con ese nombre. —Sacó la espada y vieron que la hoja estaba de veras quebrada
a un pie del pomo—. No sirve de mucho, ¿eh, Sam? —continuó—. Pero poco
falta para que sea forjada de nuevo.
Sam no dijo nada.
—Bueno —dijo Trancos—, con el permiso de Sam, diremos que el trato está
hecho. Trancos será vuestro guía. Tendremos un rudo trecho mañana. Aunque
podamos dejar Bree sin may ores dificultades, y a no pasaremos inadvertidos.
Pero trataré de que nos pierdan lo antes posible. Conozco uno o dos caminos para
salir de Bree, además de la ruta principal. Una vez que nos libremos de
perseguidores, iremos hacia la Cima de los Vientos.
—¿La Cima de los Vientos? —dijo Sam—. ¿Qué es eso?
—Es una colina, justo al norte de la ruta, casi a medio camino entre Bree y
Rivendel. Domina todas las tierras vecinas y tendremos la posibilidad de mirar
alrededor. Gandalf irá allí, si nos sigue. Luego de la Cima de los Vientos el
camino será más difícil y tendremos que elegir entre varios peligros.
—¿Cuándo viste a Gandalf por última vez? —preguntó Frodo—. ¿Sabes dónde
está o qué hace ahora?
Trancos mostró un aire grave.
—No lo sé —dijo—. Vine al oeste con él en la primavera. He vigilado a
menudo las fronteras de la Comarca en los últimos años, cuando él andaba
ocupado en alguna otra parte. Pocas veces las descuidaba. Nos encontramos por
última vez el primero de may o, en el Vado de Sarn, en el curso inferior del
Brandivino. Me dijo que los asuntos contigo habían ido bien y que partirías para
Rivendel en la última semana de septiembre. Sabiendo que él estaba a tu lado,
me fui de viaje a atender mis propios asuntos. Y esto resultó un error, pues es
evidente que le llegaron ciertas noticias y y o no estaba allí para ay udar.
» Estoy preocupado por primera vez desde que lo conozco. Tendríamos que
haber recibido algún mensaje, más aún si no pudo venir él mismo. A mi regreso,
y a hace días, me enteré de las malas nuevas. Se decía por todas partes que
Gandalf había desaparecido y que se habían visto unos Jinetes. Fueron los elfos
de Gildor quienes me lo dijeron; y más tarde me contaron que y a no estabas en
tu casa, pero no se sabía que hubieras dejado Los Gamos. He estado observando
el Camino del Este con impaciencia.
—¿Piensas que los Jinetes Negros tengan alguna relación con eso… quiero
decir con la ausencia de Gandalf? —preguntó Frodo.
—No conozco ninguna otra cosa que hubiese podido detenerlo, excepto el
enemigo mismo —dijo Trancos—. ¡Pero no te desanimes! Gandalf es más
grande de lo que se supone en la Comarca; como regla general no veis de él otra
cosa que bromas y juegos. Pero este asunto nuestro será la may or de sus
empresas.
Pippin bostezó.
—Lo siento —dijo—, pero no me tengo en pie. A pesar de tantos peligros y
preocupaciones he de irme a la cama, o me dormiré aquí sentado. ¿Dónde está
ese tonto de Merry ? Sería el colmo, si hay que salir a buscarlo a la oscuridad.
En ese momento oy eron un portazo. Luego unos pies vinieron corriendo por el
pasillo. Merry entró precipitadamente, seguido por Nob. Cerró de prisa la puerta
y se apoy ó contra ella. Estaba sin aliento. Los otros lo observaron un momento
alarmados, antes que él dijera, jadeando:
—¡Los he visto, Frodo! ¡Los he visto! ¡Jinetes Negros!
—¡Jinetes Negros! —gritó Frodo—. ¿Dónde?
—Aquí. En la aldea. Estuve adentro una hora. Luego como no volvías, salí a
dar un paseo. De regreso me detuve justo fuera de la luz de la lámpara, a mirar
las estrellas. De pronto me estremecí y sentí que algo horrible se arrastraba
cerca de mí, algo así como una sombra más espesa entre las sombras del
camino, al borde del círculo de la luz. En seguida se deslizó a la oscuridad sin
hacer ningún ruido. No vi ningún caballo.
—¿Hacia dónde fue? —preguntó Trancos bruscamente.
Merry se sobresaltó, advirtiendo por primera vez la presencia del extraño.
—¡Continúa! —dijo Frodo—. Es un amigo de Gandalf. Te explicaré más
tarde.
—Me pareció que subía por el camino, hacia el este —prosiguió Merry —.
Traté de seguirlo. Por supuesto, desapareció casi en seguida, pero y o doblé en la
esquina y llegué casi hasta la última casa al borde del Camino.
Trancos miró asombrado a Merry.
—Tienes un corazón a toda prueba —dijo—, pero fue una tontería.
—No lo sé —dijo Merry —. Ni coraje ni estupidez, me parece. No pude
contenerme. Fue como si algo me arrastrara. De cualquier modo, allá fui y de
pronto oí voces junto a la cerca. Una murmuraba; la otra susurraba, o siseaba.
No pude oír una palabra de lo que decían. No me acerqué más porque empecé a
temblar de pies a cabeza. Luego sentí pánico y me volví y y a estaba echando a
correr de vuelta cuando algo vino por detrás y … caí al suelo.
—Yo lo encontré, señor —intervino Nob—. El señor Mantecona me mandó
fuera con una linterna. Bajé a la Puerta del Oeste y luego retrocedí subiendo
hasta la Puerta del Sur. Justo al lado de la casa de Bill Helechal alcancé a ver algo
en el camino. No puedo jurarlo, pero me pareció que dos hombres se inclinaban
sobre un bulto y lo alzaban. Lancé un grito, pero cuando llegué al lugar no vi a
nadie; sólo al señor Brandigamo que estaba tendido junto a la ruta. Parecía estar
dormido. « Pensé que había caído en un pozo profundo» , me dijo cuando lo
sacudí. Estaba raro y tan pronto como lo desperté se levantó y escapó hacia aquí
como una liebre.
—Temo que así sea —dijo Merry —, aunque no sé qué dije. Tuve un mal
sueño que no puedo recordar. Perdí todo dominio de mí mismo. No sé qué me
pasó.
—Yo sí —dijo Trancos—. El Soplo Negro. Los Jinetes deben de haber dejado
los caballos afuera y entraron en secreto por la Puerta del Sur. Ya estarán
enterados de todas las novedades, pues han visitado a Bill Helechal; y es probable
que ese sureño sea también un espía. Algo puede ocurrir esta noche, antes que
dejemos Bree.
—¿Qué puede ocurrir? —dijo Merry —. ¿Atacarán la posada?
—No, creo que no —dijo Trancos—. No están todos aquí todavía. Y de
cualquier manera, no es lo que acostumbran, pues son mucho más fuertes en las
tinieblas y la soledad. No atacarán abiertamente una casa donde hay luces y
mucha gente; no mientras no estén en una situación desesperada, no mientras
tantas largas leguas nos separen de Eriador. Pero el poder de estos hombres se
apoy a en el miedo y y a dominan a muchos de Bree. Empujarán a estos
desgraciados a alguna maldad: Helechal y algunos de los extranjeros y quizá
también el guardián de la puerta. Tuvieron una discusión con Herry en la Puerta
del Oeste, el lunes.
—Parece que estamos rodeados de enemigos —dijo Frodo—. ¿Qué vamos a
hacer?
—¡Os quedaréis aquí y no iréis a vuestros cuartos! Sin duda y a descubrieron
qué cuartos son. Los dormitorios de los hobbits tienen ventanas que miran al norte
y están cerca del suelo. Nos quedaremos todos juntos y atrancaremos la ventana
y la puerta. Pero primero Nob y y o traeremos vuestro equipaje. Durante la
ausencia de Trancos, Frodo hizo a Merry un rápido relato de todo lo que había
ocurrido en las últimas horas. Merry estaba todavía metido en la lectura y el
estudio de la carta de Gandalf cuando Trancos y Nob llegaron de vuelta.
—Bueno, señores —dijo Nob—; desarreglé las mantas y puse una almohada
en medio de la cama. Hice también una bonita imitación de la cabeza de usted
con un felpudo de lana de color castaño, señor Bol… Sotomonte, señor —añadió
con una sonrisa que mostraba los dientes. Pippin se rió.
—¡Gran parecido! —dijo—. ¿Pero qué harán cuando descubran el engaño?
—Ya se verá —dijo Trancos—. Esperemos poder resistir hasta la mañana.
—Buenas noches a todos —dijo Nob y salió a ocuparse de la vigilancia de las
puertas.
Amontonaron los sacos y el equipo en el piso de la salita. Apoy aron un sillón
bajo contra la puerta y cerraron la ventana. Frodo espió afuera y vio que la
noche era clara todavía. La Hoz[4] brillaba sobre las estribaciones de la colina de
Bree. Cerró luego atrancando las pesadas persianas interiores y corrió las
cortinas. Trancos reanimó el fuego y apagó todas las velas.
Los hobbits se tendieron sobre las mantas con los pies apuntando al fuego,
pero Trancos se instaló en el sillón que defendía la puerta. Hablaron un momento,
pues Merry tenía pendientes algunas preguntas.
—¡Un salto por encima de la luna! —rió Merry entre dientes mientras se
envolvía en la manta—. ¡Muy ridículo de tu parte, Frodo! Pero me hubiera
gustado estar allí para verlo. Las gentes dignas de Bree seguirán discutiéndolo de
aquí a cien años.
—Así lo espero —dijo Trancos.
Luego todos callaron, y uno tras otro los hobbits cay eron dormidos.
11
Un cuchillo en la oscuridad
M ientras
en la posada de Bree se preparaban a dormir, las tinieblas se
extendían en Los Gamos: una niebla se movía por las cañadas y las orillas del río.
La casa de Cricava se alzaba envuelta en silencio. Gordo Bolger abrió la puerta
con precaución y miró afuera. Una inquietud temerosa había estado creciendo
en él a lo largo del día y ahora no tenía ganas de descansar ni de irse a la cama:
había como una amenaza latente en el aire inmóvil de la noche. Mientras clavaba
los ojos en la oscuridad, una sombra negra se escurrió bajo los árboles; la puerta
pareció abrirse por sus propios medios y cerrarse sin ruido. Gordo Bolger sintió
que el terror lo dominaba. Se encogió, retrocedió y se quedó un momento en el
vestíbulo, temblando. Luego cerró la puerta y echó el cerrojo.
La noche se hizo más profunda. Se oy ó entonces un sonido de cascos: traían
un caballo furtivamente por la senda. Las pisadas se detuvieron a la puerta del
jardín y tres formas negras entraron como sombras nocturnas arrastrándose por
el suelo. Una de ellas fue a la puerta; las otras dos a los extremos de la casa y allí
se quedaron, inmóviles como sombras de piedras, mientras proseguía la noche
lentamente. La casa y los árboles silenciosos parecían esperar conteniendo el
aliento.
Hubo una leve agitación en las hojas y a la distancia cantó un gallo. Era la
hora fría que precede al alba. La figura que estaba junto a la puerta se movió de
pronto y en la oscuridad sin luna y sin estrellas brilló una hoja de metal, como si
hubiesen desenvainado una luz helada. Se oy ó un golpe, sordo pero pesado, y la
puerta se estremeció.
—¡Abre, en nombre de Mordor! —dijo una voz atiplada y amenazadora.
Otro golpe y las maderas estallaron y la cerradura saltó en pedazos y la
puerta cedió y cay ó hacia atrás. Las formas negras entraron precipitadamente.
En ese momento, entre los árboles cercanos, sonó un cuerno. Desgarró la
noche como un fuego en lo alto de una loma.
¡DESPERTAD! ¡FUEGO! ¡PELIGRO!
¡ENEMIGOS! ¡DESPERTAD!
Gordo Bolger no había estado inactivo. Tan pronto como vio que las formas
oscuras venían arrastrándose por el jardín, supo que tenía que correr, o morir. Y
corrió, saliendo por la puerta de atrás, a través del jardín y por los campos.
Cuando llegó a la casa más cercana, a más de una milla, se derrumbó en el
umbral, gritando:
—¡No, no, no! ¡No, no y o! ¡No lo tengo!
Pasó un tiempo antes que alguien pudiera entender los balbuceos de Bolger.
Al fin llegaron a la conclusión de que había enemigos en Los Gamos, una extraña
invasión que venía del Bosque Viejo. Y no perdieron más tiempo.
¡PELIGRO! ¡FUEGO! ¡ENEMIGOS!
Los Brandigamo estaban tocando el cuerno de llamada de Los Gamos, que no
había sonado desde hacía un siglo, desde el Invierno Cruel cuando habían
aparecido los lobos blancos y las aguas del Brandivino estaban heladas.
¡DESPERTAD! ¡DESPERTAD!
Otros cuernos respondieron a lo lejos. La alarma cundía rápidamente.
Las figuras negras escaparon de la casa. Una de ellas, mientras corría, dejó
caer en el umbral un manto de hobbit. Afuera en el sendero se oy ó un ruido de
cascos y en seguida un galope que se alejó martillando las tinieblas. Todo
alrededor de Cricava resonaba la llamada de los cuernos, voces que gritaban y
pies que corrían. Pero los Jinetes Negros galopaban como un viento hacia la
Puerta del Norte. ¡Dejad que la Gente Pequeña toque los cuernos! Sauron se
encargaría de ellos más tarde. Mientras tanto tenían otra misión que cumplir:
ahora sabían que la casa estaba vacía y que el Anillo había desaparecido.
Cargaron sobre los guardias de la puerta y desaparecieron de la Comarca.
En las primeras horas de la noche, Frodo despertó de pronto de un sueño
profundo, como perturbado por algún ruido o alguna presencia. Vio que Trancos
seguía sentado y alerta en el sillón, los ojos brillantes a la luz del fuego, que ardía
vivamente. Pero Trancos no se movió ni le hizo ninguna seña.
Frodo no tardó en dormirse de nuevo y esta vez crey ó oír un ruido de viento y
de cascos que galopaban en la noche. El viento parecía rodear la casa y sacudirla
y a lo lejos sonó un cuerno, que tocaba furiosamente. Abrió los ojos y oy ó el
canto vigoroso de un gallo en el corral. Trancos había descorrido las cortinas y
ahora empujaba ruidosamente los postigos. Las primeras luces grises del alba
iluminaban el cuarto y un viento frío entraba por la ventana abierta.
Luego de haberlos despertado a todos, Trancos los llevó a la alcoba. Cuando
la vieron, se alegraron de haberle hecho caso; habían forzado los postigos, que
batían al viento; las cortinas ondeaban; las camas estaban todas revueltas, las
almohadas abiertas de arriba abajo y tiradas en el suelo y habían hecho pedazos
el felpudo.
Trancos fue a buscar en seguida al posadero. El pobre señor Mantecona
parecía soñoliento y asustado. Apenas había cerrado los ojos en toda la noche
(así dijo), pero no había oído nada.
—¡Nunca me ocurrió una cosa semejante! —gritó alzando horrorizado las
manos—. ¡Huéspedes que no pueden dormir en cama y buenas almohadas
arruinadas y todo lo demás! ¿Qué tiempos son éstos?
—Tiempos oscuros —dijo Trancos—. Pero por el momento podrás vivir en
paz, una vez que te libres de nosotros. Partiremos en seguida. No te preocupes por
el desay uno: bastará una taza de algo y un bocado de pie. Empacaremos en unos
minutos.
El señor Mantecona corrió a ordenar que tuvieran listos los poney s y a
prepararles un « bocadillo» . Pero volvió muy pronto, aterrorizado. ¡Los poney s
no estaban! Habían abierto las puertas de los establos durante la noche y los
animales habían desaparecido: no sólo los poney s de Merry sino también todas
las otras bestias que se encontraban allí.
Frodo se sintió aplastado por la noticia. ¿Cómo podrían llegar a Rivendel a pie,
perseguidos por enemigos montados? Tanto valía que trataran de alcanzar la luna.
Trancos los miró en silencio un rato, como sopesando la fuerza y el coraje de los
hobbits.
—Los poney s no nos ay udarán a escapar de hombres a caballo —dijo al fin
con aire pensativo, como si adivinara lo que Frodo tenía en la cabeza—. No
iremos más despacio a pie, no por los caminos que y o quisiera tomar. Yo iré
caminando de todos modos. Lo que me preocupa son las provisiones y el equipo.
No encontraremos nada que comer de aquí a Rivendel, fuera de lo que llevemos
con nosotros, y sería necesario contar con bastantes reservas, pues podríamos
retrasarnos, obligados a hacer algún rodeo, apartándonos del camino principal.
¿Cuánto estáis dispuestos a cargar vosotros mismos?
—Tanto como sea necesario —dijo Pippin, sintiéndose desfallecer, pero
tratando de mostrar que era más fuerte de lo que parecía (o sentía).
—Yo soportaría la carga de dos —dijo Sam con aire desafiante.
—¿No hay nada que hacer, señor Mantecona? —preguntó Frodo—. ¿No
podríamos conseguir un par de poney s en la aldea, o por lo menos uno para el
equipaje? No pienso que podamos alquilarlos, pero sí quizá comprarlos añadió
con un tono indeciso, preguntándose si podría permitirse ese gasto.
—Lo dudo —dijo el posadero tristemente—. Los dos o tres poney s de silla
que había en Bree estaban aquí en mi establo y se han ido. En cuanto a otros
animales, caballos, poney s de tiro, o lo que sea, hay pocos en Bree y no estarán
en venta. Pero haré lo que pueda. Voy a sacar a Bob de la cama, que vay a a
averiguar.
—Sí —dijo Trancos de mala gana—, será lo mejor. Temo que sea menester
llevar un poney por lo menos. ¡Pero aquí termina toda esperanza de salir
temprano y de escurrirnos en silencio! Será casi como si hiciésemos sonar un
cuerno anunciando la partida. Esto es parte del plan de ellos, sin duda.
—Queda una miga de consuelo —dijo Merry —, y espero que más de una
miga; podemos desay unar mientras esperamos y sentados. Llamemos a Nob.
Al fin fueron más de tres horas de atraso. Bob volvió informando que no había
ningún caballo o poney disponible en la vecindad, ni por dinero ni como regalo:
excepto uno que Bill Helechal estaría quizá dispuesto a vender.
—Una pobre criatura vieja y famélica —dijo Bob—, pero no quiere
separarse de ella por menos de tres veces su valor, teniendo en cuenta la
situación en que se encuentran ustedes, lo que no me sorprende en Bill Helechal.
—¿Bill Helechal? —dijo Frodo—. ¿No habrá algún engaño? ¿No volverá el
animal a él con todas nuestras cosas, o no ay udará a que nos persigan, o algo?
—Quizá —dijo Trancos—. Pero me cuesta imaginar que un animal vuelva a
él, una vez que se ha ido. Pienso que es sólo una ocurrencia de último momento
del amable señor Helechal, un modo de sacar más beneficio de este asunto. El
peligro principal es que la pobre bestia esté a las puertas de la muerte. Pero no
parece haber alternativa. ¿Qué nos pide?
El precio de Bill Helechal era de doce centavos de plata y esto representaba
en verdad tres veces el valor de un poney en aquella región. El poney de
Helechal resultó ser una bestia huesuda, mal alimentada y floja; pero no parecía
que fuera a morirse en seguida. El señor Mantecona lo pagó de su propio bolsillo
y ofreció a Merry otras dieciocho monedas como compensación por los
animales perdidos. Era un hombre honesto y de buena posición según se decía en
Bree, pero treinta centavos de plata fueron para él un golpe duro y haber sido
víctima de Bill Helechal aumentaba todavía más el dolor.
En verdad no salió tan mal parado al fin de cuentas. Como descubrió más
tarde, sólo tendría que lamentar el robo de un caballo. Los otros habían sido
ahuy entados, o habían huido, dominados por el miedo, y los encontraron vagando
en diferentes lugares del País de Bree. Los poney s de Merry habían escapado
juntos y en definitiva (pues eran animales sensatos) tomaron el camino de las
Quebradas en busca de Gordo Terronillo. De modo que pasaron un tiempo al
cuidado de Tom Bombadil y estuvieron bien. Pero cuando le llegaron las noticias
de lo que había ocurrido en Bree, Tom se los envió en seguida de vuelta al señor
Mantecona, que de este modo obtuvo cinco poney s excelentes a muy buen
precio. Tuvieron que trabajar mucho más en Bree, pero Bob los trató bien, de
modo que en general fueron afortunados: escaparon a un viaje sombrío y
peligroso. Pero no llegaron nunca a Rivendel.
Mientras, sin embargo, el señor Mantecona dio el dinero por perdido, para
bien o para mal. Y ahora tenía nuevas dificultades. Pues cuando los otros
despertaron y se enteraron del asalto a la posada, hubo una gran conmoción. Los
viajeros sureños habían perdido varios caballos y culparon al posadero a gritos,
hasta que se supo que uno de ellos había desaparecido también en la noche, nada
menos que el compañero bizco de Bill Helechal. Las sospechas cay eron sobre él
en seguida.
—Si andan en compañía de un ladrón de caballos y lo traen a mi casa —dijo
Mantecona, furioso—, son ustedes los que tendrían que pagar todos los daños y no
venir a gritarme. ¡Vay an y pregúntenle a Helechal dónde está ese guapo amigo
de ustedes!
Pero parecía que el hombre no era amigo de nadie, y nadie podía recordar
cuándo se había unido a ellos.
Luego del desay uno los hobbits tuvieron que empacar otra vez y hacer acopio de
nuevas provisiones para el viaje más largo que los esperaba ahora. Eran y a
cerca de las diez cuando al fin partieron. Por ese entonces y a todo Bree bullía de
excitación. El truco de la desaparición de Frodo; la aparición de los Jinetes
Negros; el robo en los establos; y no menos la noticia de que Trancos el montaraz
se había unido a los misteriosos hobbits: había bastante para alimentar unos
cuantos años poco movidos. La may or parte de los habitantes de Bree y Entibo y
aun muchos de Combe y de Archet se habían apretujado a lo largo del camino
para ver partir a los viajeros. Los otros huéspedes de la posada estaban en las
puertas o se asomaban a las ventanas.
Trancos había cambiado de idea y decidió dejar Bree por el camino
principal. Todo intento de salir inmediatamente al campo sólo empeoraría las
cosas: la mitad de los habitantes los seguiría para saber a dónde iban e impedir
que cruzaran por terrenos privados.
Los hobbits se despidieron de Bob y Nob y agradecieron cordialmente al
señor Mantecona.
—Espero que nos encontremos de nuevo un día, cuando hay a otra vez
felicidad —dijo Frodo—. Nada me gustaría más que pasar un tiempo en paz en la
casa de usted.
Partieron a pie, inquietos y deprimidos, bajo las miradas de la multitud. No
todas las caras eran amistosas, ni todas las palabras que les gritaban. Pero la
may oría de los habitantes de Bree parecían temer a Trancos y aquellos a quienes
él miraba a los ojos cerraban la boca y se alejaban. Trancos marchaba a la
cabeza con Frodo; luego venían Merry y Pippin y al fin Sam, que llevaba el
poney, cargado con todo el equipaje que se habían animado a ponerle encima;
pero el animal parecía y a menos abatido, como si aprobara este cambio de
suerte. Sam masticaba una manzana con aire ensimismado. Tenía un bolsillo
lleno, regalo de despedida de Bob y Nob. « Manzanas para caminar y una pipa
para descansar» , se dijo. « Pero tengo la impresión de que me faltarán las dos
cosas dentro de poco.»
Los hobbits no prestaron atención a las cabezas inquisitivas que miraban desde
el hueco de las puertas, o que asomaban por encima de cercas y muros, mientras
pasaban. Pero cuando se aproximaban a la puerta de trancas, Frodo vio una casa
sombría y mal cuidada escondida detrás de un seto espeso: la última casa de la
villa. En una de las ventanas alcanzó a ver una cara cetrina de ojos oblicuos y
taimados, que en seguida desapareció. « ¡De modo que es aquí donde se esconde
ese sureño!» pensó. « Se parece bastante a un trasgo.»
Por encima del seto, otro hombre los observaba descaradamente. Tenía
espesas cejas negras y ojos oscuros y despreciativos y boca grande, torcida en
una mueca de desdén. Fumaba una corta pipa negra. Cuando ellos se acercaron,
se la sacó de la boca y escupió.
—¡Buen día, Patas Largas! —dijo—. ¿Partida matinal? ¿Al fin encontraste
unos amigos?
Trancos asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada.
—¡Buen día, mis pequeños amigos! —dijo el hombre a los otros—. Supongo
que y a saben con quién se han juntado. ¡Don Trancos-sin-escrúpulos, ése es!
Aunque he oído otros apodos no tan bonitos. ¡Tengan cuidado, esta noche! ¡Y tú,
Sammy, no maltrates a mi pobre y viejo poney ! ¡Puf!
El hombre escupió de nuevo. Sam se volvió.
—Y tú, Helechal —dijo—, quita esa horrible facha de mi vista si no quieres
que te la aplaste.
Con un movimiento repentino, rápido como un relámpago, una manzana salió
de la mano de Sam y golpeó a Bill en plena nariz. Bill se echó a un lado
demasiado tarde y detrás de la cerca se oy eron unos juramentos.
—Lástima de manzana —se lamentó Sam y siguió caminando a grandes
pasos.
Por último dejaron atrás la aldea. La escolta de niños y vagabundos que venía
siguiéndolos se cansó y dio media vuelta en la Puerta del Sur. Ellos continuaron
por la calzada durante algunas millas. El camino torcía ahora a la izquierda,
volviéndose hacia el este mientras rodeaba la Colina de Bree y descendiendo
luego rápidamente hacia una zona boscosa. Alcanzaban a ver a la izquierda
algunos agujeros de hobbits y casas de la villa de Entibo en las faldas más suaves
del sudeste de la loma. Allá abajo, en lo profundo de un valle, al norte del
camino, se elevaban unas cintas de humo; era la aldea de Combe. Archet se
ocultaba entre los árboles, más lejos.
Camino abajo, luego de haber dejado atrás la Colina de Bree, alta y parda,
llegaron a un sendero estrecho que llevaba al norte.
—Aquí es donde dejaremos el camino abierto y tomaremos el camino
encubierto —dijo Trancos.
—Que no sea un atajo —dijo Pippin—. Nuestro último atajo por los bosques
casi termina en un desastre.
—Ah, pero todavía no me teníais con vosotros —dijo Trancos riendo—. Mis
atajos, largos o cortos, nunca terminan mal.
Echó una mirada al camino, de uno a otro extremo. No había nadie a la vista
y los guió rápidamente hacia el valle boscoso.
El plan de Trancos, en la medida en que ellos podían entenderlo sin conocer
la región, era encaminarse al principio hacia Archet, pero tomar en seguida a la
derecha y dejar atrás la aldea por el este y luego marchar en línea recta todo lo
posible por las tierras salvajes hacia la Cima de los Vientos. De este modo, si todo
iba bien, podrían ahorrarse una gran vuelta del camino, que más adelante
doblaba hacia el sur para evitar los pantanos de Moscagua. Pero por supuesto,
tendría que cruzarlos al fin y la descripción que hacía Trancos no era alentadora.
Mientras, sin embargo, no les desagradaba caminar. En verdad, si no hubiese
sido por los acontecimientos perturbadores de la noche anterior, habrían
disfrutado de esta parte del viaje más que de ninguna otra hasta entonces. El sol
brillaba en un cielo despejado, pero no hacía demasiado calor. Los árboles del
valle estaban todavía cubiertos de hojas de colores vivos y parecían pacíficos y
saludables. Trancos guiaba sin titubear entre los muchos senderos entrecruzados;
era evidente que abandonados a ellos mismos los hobbits se hubieran extraviado
en seguida. El complicado itinerario tenía muchas vueltas y revueltas, para evitar
cualquier persecución.
—Bill Helechal estaba espiándonos sin duda cuando dejamos la calzada —
dijo Trancos—, pero no creo que nos hay a seguido. Conoce bastante bien la
región, pero sabe que no podría rivalizar conmigo en un bosque. Me importa más
lo que Helechal podría decir a otros. Se me ocurre que no están muy lejos de
aquí. Tanto mejor si piensan que nos encaminamos a Archet.
Ya fuese por la habilidad de Trancos o por alguna otra razón, ese día no vieron
señales ni oy eron sonidos de cualquier otra criatura viviente; ni bípedos, excepto
pájaros; ni cuadrúpedos, excepto un zorro y unas pocas ardillas. Al día siguiente
marcharon en línea recta hacia el oeste y todo estuvo tranquilo y en paz. Al
tercer día salieron del bosque de Chet. El terreno había estado descendiendo poco
a poco desde que dejaran el camino y ahora entraban en un llano amplio, mucho
más difícil de recorrer. Habían dejado muy atrás las fronteras del País de Bree y
estaban en un desierto donde no había ningún sendero, y a cerca de los pantanos
de Moscagua.
El suelo era cada vez más húmedo, barroso en algunos lugares, y de cuando
en cuando tropezaban con charcos y anchas cañadas y juncos donde gorjeaban
unos pajaritos escondidos. Tenían que cuidar dónde ponían los pies, para no
mojarse y no salirse del curso adecuado. Al principio avanzaron rápidamente,
pero luego la marcha se hizo más lenta y peligrosa. Los pantanos los confundían
y eran traicioneros y ni siquiera los montaraces habían podido descubrir una
senda permanente que cruzara los tembladerales. Las moscas empezaron a
atormentarles y en el aire flotaban nubes de mosquitos minúsculos que se les
metían por las mangas y pantalones y en el cabello.
—¡Me comen vivo! —gritó Pippin—. ¡Moscagua! ¡Hay más moscas que
agua!
—¿De qué viven cuando no tienen un hobbit cerca? —preguntó Sam
rascándose el cuello.
Pasaron un día desdichado en aquella región solitaria y desagradable. El sitio
donde acamparon era húmedo, frío e incómodo y los insectos no los dejaron
dormir. Había también unas criaturas abominables que merodeaban entre las
cañas y las hierbas y que por el ruido que hacían parecían parientes
endemoniados del grillo. Había miles de ellos, chillando todos alrededor, nicbric,
bric-nic, incesantemente, toda la noche, hasta poner frenéticos a los hobbits.
El día siguiente, el cuarto, fue poco mejor, y la noche casi tan incómoda.
Aunque los nique-breque (como Sam los llamaba) habían quedado atrás, los
mosquitos todavía los perseguían.
Frodo estaba tendido, cansado pero incapaz de cerrar los ojos, cuando crey ó
ver que en el cielo oriental, muy lejos, aparecía una luz; brillaba y se apagaba,
una y otra vez. No era el alba, para la que faltaban todavía algunas horas.
—¿Qué es esa luz? —le preguntó a Trancos, que se había puesto de pie y
ahora escrutaba la noche.
—No sé —respondió Trancos—. Está demasiado lejos. Parecerían
relámpagos que estallan en las cimas de las colinas.
Frodo se acostó de nuevo, pero durante largo rato continuó viendo las luces
blancas y recortándose contra ellas la figura alta y oscura de Trancos, erguida,
silenciosa y vigilante. Al fin cay ó en un sueño intranquilo.
No habían andado mucho en el quinto día cuando dejaron atrás los últimos
charcos y las cañadas de los pantanos. El suelo comenzó a subir otra vez ante
ellos. Al este, a lo lejos, podían ver ahora una cadena de colinas. La más alta
estaba a la derecha de la cadena y un poco separada de las otras. La cima era
cónica, un poco aplastada.
—Aquélla es la Cima de los Vientos —dijo Trancos—. El Viejo Camino que
dejamos atrás a la derecha pasa no muy lejos por el lado sur. Llegaremos allí
mañana al mediodía, si continuamos en línea recta. Supongo que es lo mejor que
podemos hacer.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Frodo.
—Quiero decir que no sabemos a ciencia cierta qué encontraremos allí. Está
cerca del camino.
—Pero al menos tenemos la esperanza de encontrar a Gandalf.
—Sí, pero la esperanza es débil. Si viene por este camino, quizá no pase por
Bree y no sabría qué ha sido de nosotros. Y de cualquier modo, a menos que por
alguna fortuna no lleguemos casi al mismo tiempo, no coincidiremos; sería
peligroso para él y para nosotros detenernos mucho. Si los Jinetes no nos
encuentran en las tierras salvajes, es probable que ellos también vay an a la Cima
de los Vientos. Desde allí se dominan los alrededores. En verdad hay muchos
pájaros y bestias de esta región que podrían vernos aquí desde esa cima. No
todos los pájaros son de fiar y hay otros espías todavía más malévolos. Los
hobbits miraron con inquietud las colinas distantes. Sam alzó los ojos al cielo
pálido, temiendo ver allá arriba halcones o águilas de ojos brillantes y hostiles.
—¡No me inquiete usted, señor Trancos! —dijo.
—¿Qué nos aconsejas? —preguntó Frodo.
—Pienso —respondió Trancos lentamente, como si no estuviera del todo
seguro—, pienso que lo mejor sería ir hacia el este en línea recta, todo lo posible
y llegar así a las colinas evitando la Cima de los Vientos. Allí encontraremos un
sendero que conozco y que corre al pie de la Cima y que nos acercará desde el
norte de un modo más encubierto. Veremos entonces lo que podemos ver.
Marcharon toda la jornada hasta que cay ó la noche, fría y temprana. La
tierra se hizo más seca y más árida, pero detrás de ellos flotaban unas nieblas y
vapores sobre los pantanos. Unos pocos pájaros melancólicos piaron y se
lamentaron hasta que el redondo sol rojo se hundió lentamente en las sombras
occidentales; luego siguió un silencio vacío. Los hobbits recordaron la luz dulce
del sol poniente que entraba por las alegres ventanas de Bolsón Cerrado allá lejos.
Terminaba el día cuando llegaron a un arroy o que descendía serpenteando
desde las lomas y se perdía en las aguas estancadas y lo siguieron aguas arriba
mientras hubo luz. Ya era de noche cuando al fin se detuvieron acampando bajo
unos alisos achaparrados a orillas del arroy o. Las márgenes desnudas de las
colinas se alzaban ahora contra el cielo oscuro. Aquella noche montaron guardia
y Trancos, pareció, no cerró los ojos. Había luna creciente y en las primeras
horas de la noche una luz fría y gris se extendió sobre el campo.
A la mañana siguiente se pusieron en marcha poco antes de la salida del sol.
Había una escarcha en el aire y el cielo era de un pálido color azul. Los hobbits
se sentían renovados, como si hubieran dormido toda la noche. Estaban y a
acostumbrándose a caminar mucho con la ay uda de raciones escasas, más
escasas al menos de las que allá en la Comarca hubiesen considerado apenas
suficientes para mantener a un hobbit en pie. Pippin declaró que Frodo parecía
alto como dos hobbits.
—Muy raro —dijo Frodo, apretándose el cinturón—, teniendo en cuenta que
hay bastante menos de mí. Espero que el proceso de adelgazamiento no continúe
de modo indefinido, o me convertiré en un espectro.
—¡No hables de esas cosas! —dijo Trancos rápidamente y con una seriedad
que sorprendió a todos. Las colinas estaban más cerca. Eran una cadena
ondulante, que se elevaba a menudo a más de trescientas y ardas, cay endo aquí y
allá en gargantas a pasos bajos que llevaban a las tierras del este. A lo largo de la
cresta de la cadena los hobbits alcanzaron a ver los restos de unos muros y
calzadas cubiertas de pastos y en las gargantas se alzaban aún las ruinas de unos
edificios de piedra. A la noche habían alcanzado el pie de las pendientes del oeste
y acamparon allí. Era la noche del cinco de octubre y estaban a seis días de
Bree.
A la mañana siguiente y por vez primera desde que habían dejado el Bosque de
Chet, descubrieron un sendero claramente trazado. Doblaron a la derecha y lo
siguieron hacia el sur. El sendero corría de tal modo que parecía ocultarse a las
miradas de cualquiera que se encontrara en las cimas vecinas o en las llanuras
del oeste. Se hundía en los valles y bordeaba las estribaciones escarpadas y
cuando cruzaba terrenos más llanos y descubiertos tenía a los lados hileras de
peñascos y piedras cortadas que ocultaban a los viajeros casi como una cerca.
—Me pregunto quién hizo esta senda y para qué —dijo Merry, mientras
marchaban por una de estas avenidas, bordeada de piedras de tamaño insólito,
apretadas unas contra otras—. No estoy seguro de que me guste. Me recuerda
demasiado la región de los Túmulos. ¿Hay túmulos en la Cima de los Vientos?
—No. No hay túmulos en la Cima de los Vientos, ni en ninguna de estas
alturas —dijo Trancos—. Los Hombres del Oeste no vivían aquí, aunque en sus
últimos días defendieron un tiempo estas colinas contra el mal que venía de
Angmar. Este camino abastecía los fuertes a lo largo de los muros. Pero mucho
antes, en los primeros tiempos del Reino del Norte, edificaron una torre de
observación en lo más alto de la Cima de los Vientos y la llamaron Amon Sul.
Fue incendiada y demolida y nada queda de ella excepto un círculo de piedras
desparramadas, como una tosca corona en la cabeza de la vieja colina. Sin
embargo, en un tiempo fue alta y hermosa. Se dice que Elendil subió allí a
observar la llegada de Gil-galad que venía del Oeste, en los días de la Ultima
Alianza.
Los hobbits observaron a Trancos. Parecía muy versado en tradiciones
antiguas, tanto como en los modos de vida del desierto.
—¿Quién era Gil-galad? —preguntó Merry, pero Trancos no respondió, como
perdido en sus propios pensamientos.
De pronto una voz baja murmuró:
Gil-galad era un rey de los elfos;
los trovadores lamentaban la suerte
del último reino libre y hermoso
entre las montañas y el océano.
La espada del rey era larga y afilada la lanza,
y el casco brillante se veía de lejos;
y en el escudo de plata se reflejaban
los astros innumerables de los campos del cielo.
Pero hace mucho tiempo se alejó a caballo,
y nadie sabe dónde habita ahora;
la estrella de Gil-galad cayó en las tinieblas
de Mordor, el país de las sombras.
Los otros se volvieron, estupefactos, pues la voz era la de Sam.
—¡No te detengas! —dijo Merry.
—Es todo lo que sé —balbució Sam, enrojeciendo—. La aprendí del señor
Bilbo, cuando era muchacho. Acostumbraba contarme historias como esa,
sabiendo cómo me gustaba oír cosas de los elfos. Fue el señor Bilbo quien me
enseñó a leer y escribir. Era muy sabio, el querido viejo señor Bilbo. Y escribía
poesía. Escribió lo que acabo de decir.
—No fue él —dijo Trancos—. Es parte de una balada, La caída de Gil-galad.
Bilbo tiene que haberla traducido. Yo no estaba enterado.
—Hay todavía más —dijo Sam—, todo acerca de Mordor. No aprendí esa
parte, me da escalofríos. ¡Nunca supuse que y o también tomaría ese camino!
—¡lr a Mordor! —gritó Pippin—. ¡Confío en que no lleguemos a eso!
—¡No pronuncies ese nombre en voz tan alta! —dijo Trancos.
Era y a mediodía cuando se acercaron al extremo sur del camino y vieron ante
ellos, a la luz clara y pálida del sol de octubre, una barranca verde-gris que
llegaba como un puente a la falda norte de la colina. Decidieron trepar hasta la
cima en seguida, mientras había luz. Ya no era posible ocultarse y sólo esperaban
que ningún enemigo o espía estuviera observándolos. Nada se movía allá en lo
alto. Si Gandalf andaba cerca, no se veía ninguna señal.
En el flanco occidental de la Cima de los Vientos encontraron un hueco
abrigado y en el fondo una concavidad con laderas tapizadas de hierba. Dejaron
allí a Pippin y Sam con el poney, los bultos y el equipaje. Los otros tres
continuaron la marcha. Al cabo de media hora de trabajosa ascensión, Trancos
alcanzó la cima; Frodo y Merry llegaron detrás agotados y sin aliento. La última
pendiente había sido escarpada y rocosa.
Encontraron arriba, como había dicho Trancos, un amplio círculo de piedras
trabajadas, desmoronadas ahora o cubiertas por un pasto secular. Pero en el
centro había una pila de piedras rotas, ennegrecidas como por el fuego.
Alrededor el pasto había sido quemado hasta las raíces y en todo el interior del
anillo las hierbas estaban chamuscadas y resecas, como si las llamas hubieran
barrido la cima de la colina; pero no había señal de criaturas vivientes.
Mirando de pie desde el borde del círculo de ruinas se alcanzaba a ver abajo
y en torno un amplio panorama, en su may or parte de tierras áridas y sin
ninguna característica, excepto unas manchas de bosques en las lejanías del sur y
detrás de los bosques, aquí y allá, el brillo de un agua distante. Abajo, del lado
sur, corría como una cinta el Viejo Camino, viniendo del oeste y serpenteando en
subidas y bajadas, hasta desaparecer en el este detrás de una estribación oscura.
Nada se movía allí. Siguiéndolo con la mirada, vieron las montañas: las
elevaciones más cercanas eran de un color castaño y sombrío; detrás se alzaban
formas grises y más altas y luego unos picos elevados y blancos que
centelleaban entre nubes.
—¡Bueno, aquí estamos! —dijo Merry —. Qué triste e inhospitalario parece
todo. No hay agua ni reparo. Y ninguna señal de Gandalf. Pero no lo acuso de no
habernos esperado, si es que vino por aquí.
—No estoy seguro —dijo Trancos, mirando pensativo alrededor—. Aunque
hubiera llegado a Bree un día o dos después de nosotros, y a podría haber estado
aquí. Puede cabalgar muy rápidamente cuando es necesario. —Calló de pronto y
se inclinó a mirar la piedra que coronaba la pila; era más chata que las otras y
más blanca, como si hubiera escapado al fuego. La recogió y la examinó
mirándola por un lado y por otro—.Esta piedra ha sido manipulada hace poco —
dijo—. ¿Qué piensas de estas marcas? En la base chata Frodo vio unos rasguños.
—Parece ser un trazo, un punto y tres trazos —dijo.
—El trazo de la izquierda podría ser una G runa ramificada —dijo Trancos—.
Quizá sea una señal que nos dejó Gandalf, aunque no podemos estar seguros. Los
trazos son finos y sin duda recientes. Pero estas marcas podrían tener un
significado completamente distinto y sin ninguna relación con nosotros. Los
montaraces usan runas también y a veces vienen aquí.
—¿Qué podrían significar, aun si las hubiera hecho Gandalf?
—Diría —respondió Trancos— que representan G3, e indican que Gandalf
estuvo aquí el tres de octubre, esto es hace tres días. Pueden indicar también que
tenía prisa y que el peligro no estaba lejos, de modo que no pudo escribir algo
más largo o más claro, o no se atrevió. Si es así, hay que estar alerta.
—Quisiera tener la certeza de que fue él quien dejó estas marcas, aunque no
sepamos qué significan —dijo Frodo—. Sería un alivio saber que está en camino,
delante o detrás de nosotros.
—Quizá —dijo Trancos—. Para mí, estuvo aquí y en peligro. Ha habido un
fuego que quemó las hierbas y me viene ahora a la memoria la luz que vimos
hace tres días en el cielo del este. Sospecho que atacaron a Gandalf en esta
misma cima, pero no podría decir con qué resultado. Ya no está aquí y ahora
tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y encaminarnos a Rivendel del
mejor modo posible.
—¿A qué distancia está Rivendel? —preguntó Merry, mirando alrededor
desanimadamente; el mundo parecía vasto y salvaje visto desde lo alto de la
Cima de los Vientos.
—No sé si el camino ha sido alguna vez medido en millas más allá de La
Posada Abandonada, a una jornada de marcha al este de Bree —respondió
Trancos—. Algunos dicen que está a tal distancia Y otros a tal otra. Es una ruta
extraña y las gentes se alegran de llegar a destino, tarde o temprano. Pero sé
cuánto me llevaría a mí, a pie, con tiempo bueno y sin contratiempos: doce días
desde aquí al Vado de Bruinen, donde el camino cruza el Sonorona que nace en
Rivendel. Nos esperan por lo menos dos semanas de marcha, pues no creo que
nos convenga tomar el camino.
—¡Dos semanas! —dijo Frodo—. Pueden ocurrir muchas cosas en ese
tiempo.
—Así es —dijo Trancos.
Permanecieron un momento en silencio, junto al borde sur de la cima. En
aquel sitio solitario Frodo tuvo conciencia por primera vez del desamparo en que
se encontraba y de los peligros a que estaba expuesto. Deseó con ardor que el
destino le hubiera permitido quedarse en la Comarca apacible y bienamada.
Observó desde lo alto el odioso camino, que llevaba de vuelta al oeste, hacia el
hogar. De pronto advirtió que dos puntos negros se movían allí lentamente, en el
oeste, y mirando de nuevo vio que otros tres avanzaban en sentido contrario. Dio
un grito y apretó el brazo de Trancos.
—Mira —dijo, apuntando hacia abajo.
Trancos se arrojó inmediatamente al suelo detrás del círculo de ruinas,
tirando de Frodo. Merry se echó junto a ellos.
—¿Qué es eso? —preguntó en voz baja.
—No sé —dijo Trancos—, pero temo lo peor.
Se arrastraron de nuevo lentamente hasta el borde del anillo y miraron por un
intersticio entre dos piedras dentadas. La luz y a no era brillante, pues la claridad
de la mañana se había desvanecido y unas nubes que venían del este cubrían
ahora el sol, que comenzaba a declinar. Todos veían los puntos negros, pero Frodo
y Merry no distinguían ninguna forma; aunque algo les decía sin embargo que
allí abajo, muy lejos, los Jinetes Negros estaban reuniéndose en el camino, más
allá de las estribaciones de la colina.
—Sí —dijo Trancos, que tenía ojos penetrantes y para quien no había ninguna
duda—. ¡El enemigo está aquí!
Arrastrándose por el flanco sur de la colina, descendieron rápidamente a
reunirse con los otros.
Sam y Peregrin no habían perdido el tiempo y habían explorado la cañada y las
pendientes vecinas. No muy lejos, en el flanco mismo de la colina, encontraron
un manantial de agua clara y al lado unas huellas de pisadas que no tenían más
de un día o dos. En la cañada misma había señales de un fuego reciente y otros
signos que indicaban un campamento apresurado. Había algunas piedras caídas
al borde de la cadena, en el flanco de la colina. Detrás de esas piedras Sam
tropezó con una ordenada pila de leña.
—Me pregunto si el viejo Gandalf estuvo aquí —le dijo a Pippin—. Quien
hay a amontonado esta madera parece que tenía la intención de volver.
Trancos se interesó mucho en estos descubrimientos.
—Ojalá me hubiese quedado aquí un rato a explorar y o mismo el terreno
dijo y endo de prisa hacia el manantial a examinar las pisadas.
—Tal como lo temía —dijo al volver—. Sam y Pippin han pisoteado el suelo
blando, arruinando o confundiendo las huellas. Unos montaraces han estado aquí
últimamente. Son ellos quienes dejaron la leña para el fuego. Pero hay también
muchas huellas nuevas que no pertenecen a montaraces. Marcas de botas
pesadas de hace un día o dos. Un día por lo menos. No estoy seguro, pero creo
que ha habido muchos pies calzados con botas.
Trancos calló, sumido en inquietos pensamientos.
Cada uno de los hobbits tuvo una imagen mental de los Jinetes, calzados con
botas, envueltos en capas. Si y a habían descubierto la cañada, cuanto antes se
alejaran de allí, mejor que mejor. Sam contempló la concavidad con mucho
desagrado, sabiendo ahora que los enemigos estaban en camino, a unas pocas
millas de allí.
—¿No sería mejor que nos alejáramos en seguida, señor Trancos? —
preguntó con impaciencia—. Se está haciendo tarde y no me gusta este agujero.
Me encoge el corazón, de algún modo.
—Sí, es de veras necesario que nos decidamos enseguida —respondió
Trancos alzando los ojos para observar la hora y el estado del tiempo—. Bueno,
Sam —dijo al fin—, a mí tampoco me gusta este sitio, pero no conozco ninguno
mejor al que podamos llegar antes de la caída de la noche. Al menos aquí
estamos al resguardo de todas las miradas y si nos movemos sería muy posible
que los espías nos descubrieran en seguida. Todo lo que podemos hacer es
retroceder hacia el norte por este lado de los cerros, donde el terreno es bastante
parecido al de aquí. El camino está vigilado, pero tendremos que atravesarlo para
ocultarnos así en las espesuras del sur. Del lado norte del camino, más allá de las
colinas, la tierra es desnuda y llana en una extensión de muchas millas.
—¿Los Jinetes pueden ver? —preguntó Merry —. Quiero decir, parece que se
sirven comúnmente más de la nariz que de los ojos y que nos olfatean desde
lejos, si olfatear es la palabra exacta, al menos durante el día. Pero tú hiciste que
nos echáramos al suelo, cuando los vimos allá abajo y ahora dices que podrían
vernos si nos movemos de aquí.
—No tomé bastantes precauciones en la cima —respondió Trancos—. Estaba
ansioso por encontrar alguna señal de Gandalf, pero fue un error que subiéramos
los tres y que estuviéramos de pie allí arriba tanto tiempo. Pues los caballos
negros ven y los Jinetes pueden utilizar hombres y otros seres como espías, como
comprobamos en Bree. Ellos mismos no ven el mundo de la luz como nosotros:
nuestras formas proy ectan sombras en las mentes de los Jinetes, sombras que
sólo el sol del mediodía puede destruir, y perciben en la oscuridad signos y
formas que se nos escapan y es entonces cuando son más temibles. Y olfatean en
cualquier momento la sangre de las criaturas vivientes, deseándola y odiándola;
y hay otros sentidos, además de la vista y el olfato. Nosotros mismos podemos
sentir la presencia de estos seres; ha perturbado nuestros corazones desde que
llegamos aquí y aun antes de verlos; y ellos nos sienten a nosotros más vivamente
aún. Además —añadió, bajando la voz hasta que fue un murmullo— el Anillo los
atrae.
—¿No hay entonces modo de escapar? —dijo Frodo mirando atentamente
alrededor—. Si me muevo, ¡me verán y perseguirán! Si me quedo, ¡los atraeré
inexorablemente!
Trancos le puso una mano en el hombro.
—Hay todavía esperanzas —dijo—. No estás solo. Hagamos que esta leña
arda como una señal. No hay aquí ni reparo ni defensa, pero el fuego nos servirá
como protección. Sauron puede utilizar el fuego para malos designios, como
cualquier otra cosa, pero a los Jinetes no les agrada y temen a quienes lo
manejan. En las tierras salvajes el fuego es nuestro amigo.
—Quizá —murmuró Sam—. Valdrá tanto como decir « aquí estamos» ,
llamando a gritos.
En lo más profundo de la cañada y en el rincón más abrigado, encendieron un
fuego y prepararon una comida. Las sombras de la noche empezaban a caer y el
frío aumentaba. Advirtieron de pronto que tenían mucha hambre, pues no habían
comido nada desde el desay uno, pero no se atrevieron a preparar otra cosa que
una cena frugal. En la región que se extendía ante ellos no había más que pájaros
y bestias salvajes; lugares inhóspitos abandonados por todas las razas del mundo.
Los montaraces se aventuraban a veces más allá de las colinas, pero eran poco
numerosos y no se demoraban allí mucho tiempo. Había otras pocas gentes
errantes, de índole maligna: trolls que descendían a veces de los valles
septentrionales de las Montañas Nubladas. Los viajeros iban todos por el camino,
enanos casi siempre, que pasaban de prisa ocupados en sus propios asuntos y que
no se detenían a hablar o ay udar a gente extraña.
—No sé cómo haremos para no agotar las provisiones —dijo Frodo—. Nos
hemos cuidado bastante en los últimos días y esta comida no es por cierto un
festín, pero si todavía nos quedan dos semanas y quizá más, hemos consumido
demasiado.
—Hay comida en el desierto —dijo Trancos—: bay as, raíces, hierbas y
tengo algunas habilidades como cazador en apuros. No hay por qué temer que
nos muramos de hambre antes que llegue el invierno. Pero buscar y recoger
comida es un trabajo largo y cansado, y tenemos prisa. De modo que apretaos
los cinturones, ¡y pensad con esperanza en las mesas de la casa de Elrond!
El frío aumentaba junto con la oscuridad. Espiando desde los bordes de la
cañada no veían otra cosa que una tierra gris, que ahora se borraba rápidamente
hundiéndose en las sombras. El cielo había aclarado de nuevo, puntuado por
estrellas centelleantes, más numerosas cada vez. Frodo y los demás se apretaban
alrededor del fuego, envueltos en todas las ropas y mantas disponibles, pero
Trancos se contentaba con una capa y estaba sentado un poco aparte, aspirando
pensativo el humo de la pipa. Cuando caía la noche y el fuego comenzó a arder
con llamas brillantes, Trancos se puso a contarles historias a los hobbits, para
distraerles y que olvidaran el miedo. Conocía muchas historias y ley endas de
otras épocas, de elfos y hombres, y de los acontecimientos fastos y nefastos de
los Días Antiguos. Los hobbits se preguntaban cuántos años tendría y dónde
habría aprendido todo esto.
—Cuéntanos de Gil-galad —dijo Merry de pronto, cuando Trancos concluy ó
una historia acerca del Reino de los Elfos e hizo una pausa—. ¿Sabes algo más de
esa vieja balada de que hablaste?
—Sí, por cierto —respondió Trancos—. Y también Frodo, pues el asunto nos
concierne de veras. Merry y Pippin miraron a Frodo que clavaba los ojos en el
fuego.
—Sólo sé lo poco que me contó Gandalf —dijo Frodo lentamente—. Gilgalad fue el último de los grandes Rey es Elfos de la Tierra Media. Gil-galad
significa Luz de las Estrellas en la lengua de los elfos. Junto con Elendil, el amigo
de los elfos, se encaminó al país de…
—¡No! —dijo Trancos interrumpiendo—. No creo que la historia hay a de ser
contada ahora, con los sirvientes del enemigo a mano. Si alcanzamos a llegar a la
casa de Elrond, podréis oírla allí, del principio al fin.
—Entonces cuéntanos alguna otra historia de los viejos días —suplicó Sam—,
una historia de los elfos antes de la declinación. Me gustaría tanto oír más de los
elfos; parece que la oscuridad se cerrara sobre nosotros desde todos lados.
—Os contaré la historia de Tinúviel —dijo Trancos—. Resumida, pues es un
cuento largo del que no se conoce el fin; y no hay nadie en estos días excepto
Elrond que lo recuerde tal como lo contaban antaño. Es una historia hermosa,
aunque triste, como todas las historias de la Tierra Media, y sin embargo quizás
alivie vuestros corazones.
Trancos calló un tiempo y al fin no habló, pero entonó dulcemente:
Las hojas eran largas, la hierba era verde,
las umbelas de los abetos altas y hermosas
y en el claro se vio una luz
de estrellas en la sombra centelleante.
Tinúviel bailaba allí,
a la música de una flauta invisible,
con una luz de estrellas en los cabellos
y en las vestiduras brillantes.
Allí llegó Beren desde los montes fríos
y anduvo extraviado entre las hojas
y donde rodaba el Río de los Elfos,
iba afligido a solas.
Espió entre las hojas del abeto
y vio maravillado unas flores de oro
sobre el manto y las mangas de la joven,
y el cabello la seguía como una sombra.
El encantamiento le reanimó los pies
condenados a errar por las colinas
y se precipitó, vigoroso y rápido,
a alcanzar los rayos de la luna.
Entre los bosques del país de los elfos
ella huyó levemente con pies que bailaban
y lo dejó a solas errando todavía
escuchando en la floresta callada.
Allí escuchó a menudo el sonido volante
de los pies tan ligeros como hojas de tilo
o la música que fluye bajo tierra
y gorjea en huecos ocultos.
Ahora yacen marchitas las hojas del abeto
y una por una suspirando
caen las hojas de las hayas
oscilando en el bosque de invierno.
La siguió siempre, caminando muy lejos;
las hojas de los años eran una alfombra espesa,
a la luz de la luna y a los rayos de las estrellas
que temblaban en los cielos helados.
El manto de la joven brillaba a la luz de la luna
mientras allá muy lejos en la cima
ella bailaba, llevando alrededor de los pies
una bruma de plata estremecida.
Cuando el invierno hubo pasado, ella volvió,
y como una alondra que sube y una lluvia que cae
y un agua que se funde en burbujas
su canto liberó la repentina primavera.
El vio brotar las flores de los elfos
a los pies de la joven, y curado otra vez
esperó que ella bailara y cantara
sobre los prados de hierbas.
De nuevo ella huyó, pero él vino rápidamente,
¡Tinúviel! ¡Tinúviel!
La llamó por su nombre élfico
y ella se detuvo entonces, escuchando.
Se quedó allí un instante
y la voz de él fue como un encantamiento,
y el destino cayó sobre Tinúviel
y centelleando se abandonó a sus brazos.
Mientras Beren la miraba a los ojos
entre las sombras de los cabellos
vio brillar allí en un espejo
la luz temblorosa de las estrellas.
Tinúviel la belleza élfica,
doncella inmortal de sabiduría élfica
lo envolvió con una sombría cabellera
y brazos de plata resplandeciente.
Larga fue la ruta que les trazó el destino
sobre montañas pedregosas, grises y frías,
por habitaciones de hierro y puertas de sombra
y florestas nocturnas sin mañana.
Los mares que separan se extendieron entre ellos
y sin embargo al fin de nuevo se encontraron
y en el bosque cantando sin tristeza
desaparecieron hace ya muchos años.
Trancos suspiró e hizo una pausa antes de hablar otra vez.
—Esta es una canción —dijo— en el estilo que los elfos llaman ann-thennath,
mas es difícil de traducir a la lengua común y lo que he cantado es apenas un eco
muy tosco. La canción habla del encuentro de Beren, hijo de Barahi y Lúthien
Tinúviel. Beren era un hombre mortal, pero Lúthien era hija de Thingol, un rey
de los elfos en la Tierra Media, cuando el mundo era joven; y ella era la doncella
más hermosa que hubiese existido alguna vez entre todas las niñas de este mundo.
Como las estrellas sobre las nieblas de las tierras del norte, así era la belleza de
Lúthien, de rostro de luz. En aquellos días, el Gran Enemigo, de quien Sauron de
Mordor no era más que un siervo, residía en Angband en el Norte y los elfos del
Oeste que venían de la Tierra Media le hicieron la guerra para recobrar los
Silmarils que él había robado y los padres de los hombres ay udaron a los elfos.
Pero el enemigo obtuvo la victoria y Barahir perdió la vida y Beren, escapando
de grave peligro, franqueó las Montañas del Terror y pasó al reino oculto de
Thingol en la floresta de Neldoreth. Allí descubrió a Lúthien, que cantaba y
bailaba en un claro junto al Esgalduin, el río encantado; y la llamó Tinúviel, es
decir Ruiseñor en lengua antigua. Muchas penas cay eron sobre ellos desde
entonces y estuvieron mucho tiempo separados. Tinúviel libró a Beren de los
calabozos de Sauron y juntos pasaron por grandes riesgos y hasta arrebataron el
trono al Gran Enemigo y le sacaron de la corona de hierro uno de los tres
Silmarils, la más brillante de todas las joy as, y que fue regalo de bodas para
Lúthien, de su padre Thingol. Al fin el Lobo, que vino de las puertas de Angband,
mató a Beren que murió en brazos de Tinúviel. Pero ella eligió la mortalidad y
morir para el mundo, para así poder seguirlo, y aún se canta que se encontraron
más allá de los Mares que Separan y que luego de haber marchado un tiempo
vivos otra vez por los bosques verdes, se alejaron juntos, hace muchos años, más
allá de los confines de este mundo. Así es que Lúthien murió realmente y dejó el
mundo, sólo ella de toda la raza élfica, y así perdieron lo que más amaban. Pero
por ella la línea de los antiguos señores elfos descendió entre los hombres. Viven
todavía, aquellos de quienes Lúthien fue la antecesora y se dice que esta raza no
se extinguirá nunca. Elrond de Rivendel pertenece a esa especie. Pues de Beren
y Lúthien nació el heredero de Dior Thingol; y de él, Elwing la Blanca, que se
casó con Eärendil, quien navegó más allá de las nieblas del mundo internándose
en los mares del cielo, llevando el Silmaril en la frente. Y de Eärendil
descendieron los Rey es de Númenor, es decir Oesternesse.
Mientras Trancos hablaba, los hobbits le observaban la cara extraña y
vehemente, apenas iluminada por el rojo resplandor de la hoguera. Le brillaban
los ojos y la voz era cálida y profunda. Por encima de él se extendía un cielo
negro y estrellado. De pronto una luz pálida apareció sobre la Cima de los
Vientos, detrás de Trancos. La luna creciente subía poco a poco y la colina
echaba sombra y las estrellas se desvanecieron en lo alto.
El cuento había concluido. Los hobbits se movieron y estiraron.
—Mirad —dijo Merry —. La luna sube. Está haciéndose tarde.
Los otros alzaron los ojos. En ese momento vieron una silueta pequeña y
sombría, que se recortaba a la luz de la luna, sobre la cima del monte. Quizá no
era más que una piedra grande o una saliente de roca visible a la luz pálida.
Sam y Merry se pusieron de pie y se alejaron de la hoguera. Frodo y Pippin
se quedaron sentados y en silencio. Trancos observaba atentamente la luz de la
luna sobre la colina. Todo parecía tranquilo y silencioso, pero Frodo sintió que un
miedo frío le invadía el corazón, ahora que Trancos y a no hablaba. Se acurrucó
acercándose al fuego. En ese momento Sam volvió corriendo desde el borde de
la cañada.
—No sé qué es —dijo—, pero de pronto sentí miedo. No saldría de este
agujero por todo el oro del mundo. Sentí que algo trepaba arrastrándose por la
pendiente.
—¿No viste nada? —preguntó Frodo incorporándose de un salto.
—No, señor. No vi nada, pero no me detuve a mirar.
—Yo vi algo —dijo Merry —, o así me pareció. Lejos hacia el oeste donde la
luz de la luna caía en los llanos, más allá de las sombras de los picos, creí ver dos
o tres sombras negras. Parecían moverse hacia aquí.
—¡Acercaos todos al fuego, con las caras hacia afuera! —gritó Trancos—.
¡Tened listos los palos más largos!
Durante un tiempo en que apenas se atrevían a respirar estuvieron allí, alertas
y en silencio, de espaldas a la hoguera, mirando las sombras que los rodeaban.
Nada ocurrió. No había ningún ruido ni ningún movimiento en la noche. Frodo
cambió de posición; tenía que romper el silencio y gritar.
—¡Calla! —murmuró Trancos.
—¿Qué es eso? —jadeó Pippin al mismo tiempo.
Sobre el borde de la pequeña cañada, del lado opuesto a la colina, sintieron,
más que vieron, que se alzaba una sombra, una sombra o más. Miraron con
atención y les pareció que las sombras crecían. Pronto no hubo ninguna duda:
tres o cuatro figuras altas estaban allí, de pie en la pendiente, mirándolos. Tan
negras eran que parecían agujeros negros en la sombra oscura que los
circundaba. Frodo crey ó oír un débil siseo, como un aliento venenoso, y sintió
que se le helaban los huesos. En seguida las sombras avanzaron lentamente.
El terror dominó a Pippin y a Merry que se arrojaron de cara al suelo. Sam
se encogió junto a Frodo. Frodo estaba apenas menos aterrorizado que los demás;
temblaba de pies a cabeza, como atacado por un frío intenso, pero la repentina
tentación de ponerse en seguida el Anillo se sobrepuso a todo y y a no pudo
pensar en otra cosa. No había olvidado las Quebradas, ni el aviso de Gandalf,
pero algo parecía impulsarlo a desoír todas las advertencias y dejarse llevar. No
con la esperanza de huir, o de obtener algo, malo o bueno. Sentía simplemente
que tenía que sacar el anillo y ponérselo en el dedo. No podía hablar. Sabía que
Sam lo miraba, como dándose cuenta de que su amo pasaba en ese momento por
una prueba muy dura, pero no era capaz de volverse hacia él. Cerró los ojos y
luchó un rato y al fin la resistencia se hizo insoportable y tiró lentamente de la
cadena y se deslizó el Anillo en el índice de la mano izquierda.
Inmediatamente, aunque todo lo demás continuó como antes, indistinto y
sombrío, las sombras se hicieron terriblemente nítidas. Podía verlas ahora bajo
las negras envolturas. Eran cinco figuras altas: dos de pie al borde de la
concavidad, tres avanzando. En las caras blancas ardían unos ojos penetrantes y
despiadados; bajo los mantos llevaban unas vestiduras largas y grises; y elmos de
plata cubrían las cabelleras canosas y las manos macilentas sostenían espadas de
acero. Los ojos cay eron sobre Frodo y lo traspasaron, las figuras se precipitaron
hacia él. Desesperado, Frodo sacó la espada y le pareció que emitía una luz roja
y vacilante, como un tizón encendido. Dos de las figuras se detuvieron. La
tercera era más alta que las otras; tenía una cabellera brillante y larga y sobre el
y elmo llevaba una corona. En una mano sostenía una espada y en la otra un
cuchillo y tanto el cuchillo como la mano resplandecían con una pálida luz. La
forma acometió, echándose sobre Frodo.
En ese momento Frodo se arrojó al suelo y se oy ó gritar en voz alta:
—¡O Elbereth! ¡Gilthoniel! —Al mismo tiempo lanzó un golpe contra los pies
del enemigo. Un grito agudo se elevó en la noche; y Frodo sintió un dolor, como
si un dardo de hielo envenenado le hubiese traspasado el hombro izquierdo. En el
mismo instante en que perdía el conocimiento y como a través de un torbellino
de niebla, alcanzó a ver a Trancos que salía saltando de la oscuridad, esgrimiendo
un tizón ardiente en cada mano. Haciendo un último esfuerzo, Frodo se sacó el
Anillo del dedo y lo apretó en la mano derecha.
12
Huyendo hacia el vado
C uando
Frodo volvió en sí, aún aferraba desesperadamente el Anillo. Estaba
tendido junto al fuego, que había sido alimentado y ardía ahora con una luz
brillante. Los tres hobbits se inclinaban sobre él.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está el rey pálido? —preguntó Frodo, aturdido.
Los otros estaban tan contentos de oírlo hablar que no le contestaron en
seguida y no entendieron qué les preguntaba. Al fin Frodo supo por Sam que no
habían visto otra cosa que unas formas confusas y sombrías que venían hacia
ellos. De pronto, horrorizado, Sam había advertido la desaparición de Frodo, y en
ese momento una sombra negra pasó precipitadamente, muy cerca, y él cay ó al
suelo. Oía la voz de Frodo, pero parecía venir de muy lejos, o de las
profundidades de la tierra, gritando palabras extrañas. No habían visto más, hasta
que tropezaron con Frodo, que y acía como muerto, la cara apretada contra la
hierba, la espada debajo del cuerpo. Trancos les ordenó que lo levantaran y lo
acostaran junto a las llamas y poco después desapareció. Desde entonces había
pasado un buen rato.
Sam, evidentemente, comenzaba a tener nuevas dudas a propósito de
Trancos, pero mientras hablaba el montaraz reapareció de pronto, saliendo de las
sombras. Los hobbits se sobresaltaron y Sam desenvainó la espada y cubrió a
Frodo, pero Trancos se agachó rápidamente junto a él.
—No soy un Jinete Negro, Sam —dijo gentilmente—, ni estoy ligado a ellos.
He estado tratando de descubrir dónde se han metido, pero sin resultado alguno.
No alcanzo a entender por qué se han ido y no han vuelto a atacarnos. Pero no
hay señales de que anden cerca.
Cuando oy ó lo que Frodo tenía que decirle, se mostró de veras preocupado, y
movió la cabeza y suspiró. Luego les ordenó a Pippin y Merry que calentaran la
may or cantidad de agua que fuera posible en las pequeñas marmitas y que le
lavaran la herida.
—¡Mantened el fuego encendido y cuidad de que Frodo no se enfríe! —dijo.
Luego se incorporó y se alejó, llamando a Sam—. Creo que ahora entiendo
mejor —dijo en voz baja—. Parece que los enemigos eran sólo cinco. Por qué
no estaban todos aquí, no lo sé, pero no creo que esperaran encontrar resistencia.
Por el momento se han retirado, aunque temo que no muy lejos. Regresarán otra
noche, si no logramos huir. Ahora se contentan con esperar, pues piensan que y a
casi han conseguido lo que desean y que el Anillo no podrá escapárseles. Me
temo, Sam, que imaginan que tu amo ha recibido una herida mortal, que lo
someterá a lo que ellos decidan. ¡Ya veremos!
Sam sintió que el llanto lo sofocaba.
—¡No desesperes! —dijo Trancos—. Confía en mí ahora. Tu Frodo es de una
pasta más firme de lo que y o pensaba, aunque Gandalf y a me lo había insinuado.
No está muerto y creo que resistirá el poder maligno de la herida mucho más de
lo que sus enemigos suponen. Haré todo lo que esté a mi alcance para ay udarlo y
curarlo. ¡Cuídalo bien en mi ausencia!
Se volvió rápidamente desapareciendo de nuevo entre las sombras.
Frodo dormitaba, aunque el dolor que le causaba la herida no dejaba de
aumentar y un frío mortal se le extendía desde el hombro hasta el brazo y el
costado. Los tres hobbits lo cuidaban, calentándolo y lavándole la herida. La
noche pasó lenta y tediosa. El alba crecía en el cielo y una luz gris invadía la
cañada, cuando Trancos volvió al fin.
—¡Mirad! —gritó, e inclinándose levantó del suelo una túnica negra que había
quedado allí oculta en la oscuridad. Había un desgarrón en la tela, un poco por
encima del borde inferior—. La marca de la espada de Frodo —dijo—. El único
daño que le causó al enemigo, temo, pues es invulnerable y las espadas que
traspasan a ese rey terrible caen destruidas. Más mortal para él fue el nombre de
Elbereth. ¡Y más mortal para Frodo fue esto!
Se agachó de nuevo y tomó un cuchillo largo y delgado. La hoja tenía un
brillo frío. Cuando Trancos lo levantó vieron que el borde del extremo estaba
mellado y la punta rota. Pero mientras aún lo sostenía a la luz creciente,
observaron asombrados que la hoja parecía fundirse y que se desvanecía en el
aire como una humareda, no dejando más que la empuñadura en la mano de
Trancos.
—¡Ay ! —gritó—. Fue este maldito puñal el que ha infligido la herida. Pocos
tienen ahora el poder de curar el daño causado por armas tan maléficas. Pero
haré todo lo que esté a mi alcance.
Se sentó en el suelo y tomando la empuñadura del arma se la puso en las
rodillas y le cantó una lenta canción en una lengua extraña. En seguida,
poniéndola a un lado, se volvió a Frodo y pronunció en voz baja unas palabras
que los otros no llegaron a entender. Del saco pequeño que llevaba a la cintura
extrajo las hojas largas de una planta.
—Estas hojas —dijo— caminé mucho para encontrarlas, pues la planta no
crece en las lomas desnudas, sino entre los matorrales de allá lejos al sur del
camino; las encontré en la oscuridad por el olor. —Estrujó entre los dedos una
hoja, que difundió una fragancia dulce y fuerte—. Fue una suerte que la hay a
encontrado, pues es una planta medicinal que los Hombres del Oeste trajeron a la
Tierra Media. Athelas la llamaron y ahora sólo crece en los sitios donde ellos
acamparon o vivieron hace tiempo; y no se la conoce en el norte excepto por
aquellos que frecuentan las tierras salvajes. Tiene grandes virtudes curativas,
pero en una herida semejante quizá sean insuficientes.
Trancos echó las hojas en el agua hirviente y le lavó el hombro a Frodo. El
aroma del vapor era refrescante y los otros tres hobbits sintieron que les calmaba
y aclaraba las mentes. La hierba actuaba además sobre la herida, pues Frodo
notó que le disminuía el dolor y también aquella sensación de frío que tenía en el
costado; pero el brazo continuaba como sin vida y no podía alzar la mano o
mover los dedos. Lamentaba amargamente su propia necedad y se reprochaba
no haberse mostrado más firme pues comprendía ahora que al ponerse el Anillo
no había obedecido a sus propios deseos sino a las órdenes imperiosas de los
enemigos. Se preguntaba si no quedaría lisiado para siempre y cómo se las
arreglarían para proseguir el viaje. Se sentía tan débil que ni siquiera podía
ponerse de pie.
Los otros discutían este mismo problema. Decidieron rápidamente dejar la
Cima de los Vientos tan pronto como fuera posible.
—Pienso ahora —dijo Trancos— que el enemigo ha estado vigilando este
sitio desde hace varios días. Si Gandalf vino por aquí, tiene que haberse visto
obligado a escapar y no volverá. De todos modos y luego del ataque de anoche,
correrías grave peligro aquí si nos quedamos después que oscurezca y la
situación no podría ser peor para nosotros en cualquier otro sitio.
Tan pronto como se hizo de día se prepararon una comida frugal y
empacaron. Como Frodo no podía caminar, dividieron la may or parte del
equipaje entre los cuatro y montaron a Frodo en el poney. En los últimos pocos
días la pobre bestia había mejorado de modo notable; y a parecía más gorda y
fuerte y había comenzado a mostrar afecto a sus nuevos dueños, sobre todo a
Sam. El tratamiento que había recibido de Bill Helechal tenía que haber sido muy
duro para que un viaje por tierras salvajes le pareciera mucho mejor que la vida
anterior.
Partieron en dirección sur. Esto significaba cruzar el camino, pero era el
modo más rápido de llegar a regiones arboladas. Y necesitaban combustible,
pues Trancos decía que Frodo tenía que estar abrigado, especialmente de noche,
y además el fuego serviría para protegerlos a todos. Planeaban también abreviar
el tray ecto cortando a través de otra vuelta del camino; al este, más allá de la
Cima de los Vientos, la ruta cambiaba de curso describiendo una amplia curva
hacia el norte.
Marcharon lenta y precavidamente bordeando las faldas del sudoeste de la colina
y no tardaron en llegar al borde del camino. No había señales de los Jinetes. Pero
en el mismo momento en que cruzaban de prisa alcanzaron a oír dos gritos
lejanos: una voz fría que llamaba y una voz fría que respondía. Temblando se
precipitaron hacia los matorrales que crecían del otro lado. El terreno descendía
allí en pendiente hacia el sur, salvaje y sin ninguna senda; unos arbustos y árboles
raquíticos crecían en grupos apretados en medio de amplios espacios desnudos.
La hierba era escasa, dura y gris; y los matorrales perdían las hojas secas. Era
una tierra desolada y el viaje se hacía lento y triste. Marchaban penosamente y
hablaban poco. Frodo observaba acongojado cómo caminaban junto a él,
cabizbajos, inclinados bajo el peso de los bultos. Hasta el mismo Trancos parecía
cansado y abatido. Antes que terminara la primera jornada el dolor de Frodo se
acrecentó de nuevo, pero él tardó en quejarse. Pasaron cuatro días y ni el terreno
ni el escenario cambiaron mucho, aunque detrás de ellos la Cima de los Vientos
bajaba lentamente y delante de ellos subían las montañas lejanas. Pero luego de
aquellos gritos distantes no habían visto ni oído nada que indicara que el enemigo
anduviese cerca, o estuviera siguiéndolos. Temían las horas de oscuridad y
montaban guardia en parejas, esperando ver en cualquier momento unas
sombras negras que se adelantaban en la noche gris, débilmente iluminada por la
luna velada de nubes; pero no veían nada y no oían otro sonido que el de las hojas
secas y la hierba. Ni una sola vez tuvieron aquella impresión de peligro inminente
que los había asaltado en la cañada antes del ataque. No se atrevían a suponer
que los Jinetes les hubiesen perdido de nuevo el rastro. ¿Esperarían quizá
tenderles una emboscada en algún sitio estrecho?
Al fin del quinto día el terreno comenzó una vez más a elevarse lentamente,
saliendo del valle bajo y amplio al que habían descendido. Trancos los guió de
nuevo hacia el nordeste y en el sexto día llegaron a lo alto de una loma larga y
vieron a la distancia un grupo de colinas boscosas. Allá abajo el camino bordeaba
el pie de las colinas y a la derecha un río gris brillaba pálidamente a la débil luz
del sol. A lo lejos corría otro río por un valle pedregoso cubierto de jirones de
bruma.
—Temo que ahora tengamos que volver un rato al camino —dijo Trancos—.
Hemos llegado al Río Fontegrís, que los elfos llaman Mitheithel. Desciende de las
Landas de Etten, los páramos de los trolls al norte de Rivendel y en el sur allá
lejos se une al Sonorona. De ahí en adelante algunos lo llaman Aguada Gris. Es
una gran extensión de agua antes de llegar al mar. No hay otro modo de cruzarlo
desde que nace en las Landas de Etten que el Puente Ultimo sobre el camino.
—¿Cuál es aquel otro río allá a lo lejos? —preguntó Merry.
—El Sonorona, el Bruinen de Rivendel —respondió Trancos—. El camino lo
bordea durante varias leguas, hasta el vado. Aún no he pensado cómo lo
cruzaremos. ¡Un río por vez! Tendremos bastante suerte en verdad si no
encontramos algún obstáculo en el Puente Ultimo.
Al otro día, temprano de mañana, descendieron de nuevo al camino. Sam y
Trancos fueron adelante, pero no encontraron señales de viajeros o Jinetes. Aquí,
a la sombra de las colinas, había llovido bastante. Trancos opinó que el agua
había caído dos días atrás, borrando todas las huellas. Desde entonces no había
pasado ningún jinete, o así parecía al menos.
Avanzaron rápidamente y luego de una milla o dos vieron ante ellos el Puente
Ultimo, al pie de una cuesta empinada y breve. Bajaron temiendo que unas
sombras negras los esperasen allí, pero no vieron nada. Trancos hizo que se
ocultaran detrás de unos matorrales a la vera del camino y se adelantó a
explorar.
No mucho después volvió apresuradamente.
—Ningún enemigo a la vista —dijo—, y no entiendo por qué. Pero descubrí
algo muy extraño.
Tendió la mano y mostró una piedra de color verde pálido.
—La encontré en el barro, en medio del puente —dijo—. Es un berilo, una
piedra élfica. No podría decir si la pusieron allí, o si alguien la perdió, pero me da
cierta esperanza. Diría que es un signo de que podemos cruzar el puente, pero no
me atrevería a seguir por el camino sin otra indicación más clara.
Partieron de nuevo en seguida. Atravesaron el puente sanos y salvos, sin oír otro
sonido que el de las aguas arremolinadas bajo los tres grandes arcos. Una milla
más allá llegaron a una hondonada estrecha que llevaba al norte cruzando las
tierras escarpadas a la izquierda del camino. Aquí Trancos dobló a un lado y casi
en seguida se encontraron en una región sombría de árboles oscuros que
serpenteaban al pie de unas lomas adustas.
Los hobbits se alegraron de dejar atrás las tierras desoladas y los peligros del
camino, pero esta nueva región parecía amenazadora e inamistosa. Las colinas
iban creciendo ante ellos. Aquí y allá, sobre alturas y crestas, vislumbraban unos
antiguos muros de piedra y ruinas de torres de ominoso aspecto. Frodo, que no
caminaba, tenía tiempo de mirar adelante y pensar. Recordaba los relatos de
Bilbo y las torres amenazadoras que se alzaban en los montes al norte del
camino, en las proximidades del Bosque de los Trolls donde se le había
presentado el primer incidente serio del viaje. Frodo adivinó que se encontraban
ahora en la misma región y se preguntó si no pasarían casualmente por el mismo
sitio.
—¿Quién vive en estas tierras? —preguntó—. ¿Y quién edificó esas torres?
¿Es este el país de los trolls?
—No —dijo Trancos—. Los trolls no construy en. Nadie vive aquí. En otro
tiempo moraron hombres, pero hoy no queda ninguno. Fueron gente mala, así
dice la ley enda, pues cay eron bajo la sombra de Angmar. Pero todos murieron
en la guerra que acabó con el Reino del Norte. Hace y a tanto tiempo que las
colinas han olvidado, aunque una sombra se extiende aún sobre el país.
—¿Dónde aprendiste esas historias si toda la región está desierta y olvidada?
—preguntó Peregrin—. Los pájaros y las bestias no cuentan historias de esa
especie.
—Los herederos de Elendil no olvidaron el pasado —dijo Trancos—, y sé de
otros muchos asuntos que aún se recuerdan en Rivendel.
—¿Has estado a menudo en Rivendel? —dijo Frodo.
—Sí —respondió Trancos—, viví allí un tiempo y vuelvo siempre que puedo.
Mi corazón está allí, pero mi destino no es vivir en paz, ni siquiera en la hermosa
casa de Elrond.
Las colinas comenzaron a cercarlos. El camino retrocedía de nuevo hacia el río,
pero ahora y a no lo veían. Al fin entraron en un valle largo, estrecho, profundo,
sombrío y silencioso. Unos árboles de viejas y retorcidas raíces colgaban de los
riscos y se amontonaban detrás en laderas de pinos.
Los hobbits estaban muy cansados y avanzaban lentamente, abriéndose paso
entre rocas y árboles caídos. Trataban de evitar todo lo posible los terrenos
escarpados, en beneficio de Frodo, y era en verdad difícil encontrar un camino
que los ay udara a escalar las paredes de los valles. Llevaban dos días caminando
por esta región cuando empezó a llover. El viento sopló del oeste vertiendo el
agua de los mares lejanos sobre las cabezas oscuras de las lomas en una
penetrante llovizna. Cuando llegó la noche estaban calados hasta los huesos y no
les sirvió de mucho acampar, pues no pudieron encender ningún fuego. Al día
siguiente los montes se hicieron todavía más altos y escarpados obligándolos a
desviarse de la ruta y doblar hacia el norte. Trancos parecía cada vez más
inquieto; habían pasado diez días desde que dejaran atrás la Cima de los Vientos y
las provisiones comenzaban a escasear. La lluvia no amainaba.
Aquella noche acamparon en una estribación rocosa; una gruta poco
profunda, un simple agujero, se abría en el muro de piedra. La herida le dolía
más que nunca a Frodo, a causa del frío y la humedad, y sentía el cuerpo helado
y no podía dormir. Se volvía acostado a un lado y a otro, escuchando
medrosamente los furtivos ruidos nocturnos: el viento en las grietas de las rocas,
el agua que goteaba, un crujido, una piedra suelta que rodaba por la pendiente.
Sintió que unas formas negras se le acercaban queriendo sofocarlo, pero cuando
se sentó no vio sino la espalda de Trancos, sentado, con las piernas recogidas,
fumando en pipa y vigilando. Se acostó de nuevo y se deslizó en un sueño
intranquilo y soñó que se paseaba por el césped del jardín de la Comarca, pero el
jardín era borroso e indistinto, menos nítido que las sombras altas y oscuras que
lo miraban por encima del seto.
Cuando despertó a la mañana, había dejado de llover. Las nubes eran todavía
espesas, pero estaban abriéndose, descubriendo pálidas franjas de azul. El viento
cambiaba de nuevo. No partieron en seguida. Luego del desay uno frío y escaso,
Trancos se alejó solo, diciéndoles a los otros que lo esperaran al abrigo del
acantilado. Trataría de llegar arriba, si le era posible, para observar la
configuración del territorio.
Regresó bastante desanimado.
—Nos hemos alejado demasiado hacia el norte —dijo— y tenemos que
encontrar un modo de volver al sur. Si seguimos en esta dirección llegaremos a
los Valles de Etten, muy al norte de Rivendel. Esta es una región de trolls, que
conozco poco. Quizás encontráramos un modo de atravesarla y de alcanzar
Rivendel desde el norte; pero nos llevaría demasiado tiempo, pues no conozco el
país y se nos acabarían las provisiones. De un modo o de otro tenemos que
encontrar el Vado del Bruinen.
Pasaron el resto del día arrastrándose sobre pies y manos por un terreno
rocoso. Al fin, luego de cruzar un pasaje estrecho entre dos lomas, encontraron
un valle que corría hacia el sudeste, la dirección que deseaban tomar; pero
cuando el día y a terminaba vieron que una cadena de tierras altas les cerraba de
nuevo el paso: el borde oscuro se recortaba contra el cielo como los dientes
mellados de una sierra. Tenían que elegir entre volverse o escalar la cadena de
lomas.
Decidieron intentar la ascensión, lo que fue demasiado difícil. Frodo no tardó
en tener que desmontar y seguir a pie. Aun así pensaron a menudo que no
conseguirían que el poney subiera, o que ellos mismos encontraran algo parecido
a un sendero, cargados como estaban. Casi no había luz y se sentían agotados
cuando al fin llegaron arriba. Estaban ahora en un paso estrecho entre dos
elevaciones y poco más allá el terreno descendía de nuevo abruptamente. Frodo
se arrojó al suelo y allí se quedó temblando de pies a cabeza. No podía mover el
brazo izquierdo y tenía la impresión de que unas garras de hielo le apretaban el
costado y el hombro. Los árboles y rocas de alrededor parecían sombríos e
indistintos.
—No podemos seguir así —le dijo Merry a Trancos—. Temo que el esfuerzo
hay a sido excesivo para Frodo. Me inquieta de veras. ¿Qué vamos a hacer?
¿Piensas que podrían curarlo en Rivendel, si es que llegamos allí?
—Quizá —respondió Trancos—. No hay nada más que y o pueda hacer en el
desierto y es esa herida precisamente lo que me impulsa a que forcemos la
marcha. Pero reconozco que esta noche no podemos ir más lejos.
—¿Qué le ocurre a mi amo? —preguntó Sam en voz baja, mirando a Trancos
con aire suplicante—. La herida es pequeña y está casi cerrada. No se le ve más
que una cicatriz blanca y fría en el hombro.
—Frodo ha sido alcanzado por las armas del enemigo —dijo Trancos—, y
hay algún veneno o mal que está actuando en él y que mi arte no alcanza a
eliminar. ¡Pero no pierdas las esperanzas, Sam!
La noche era fría en lo alto de la loma. Encendieron un fuego pequeño bajo las
raíces nudosas de un viejo pino que pendía sobre una cavidad poco profunda;
parecía como si en un tiempo hubiera habido allí una cantera de piedra. Se
sentaron apretándose unos contra otros. El viento helado soplaba en el paso y se
oían los gemidos y suspiros de los árboles de la pendiente.
Frodo dormitaba acostado, imaginando que unas interminables alas negras
barrían el aire sobre él y que en esas alas cabalgaban unos perseguidores que lo
buscaban en todos los huecos de las colinas.
La mañana se levantó brillante y hermosa; el aire era puro y la luz pálida y
limpia en un cielo lavado por la lluvia. Se sentían más animados ahora, pero
esperaron con impaciencia a que el sol viniera a calentarles los miembros fríos y
agarrotados. Tan pronto como hubo luz, Trancos se llevó a Merry consigo y
fueron a examinar la región desde la altura que dominaba el este del paso. El sol
estaba alto y brillaba cuando volvieron con mejores noticias. Iban y a casi en la
dirección adecuada. Si descendían ahora por la otra pendiente tendrían las
montañas a la izquierda. A alguna distancia, allá delante, Trancos había divisado
de nuevo el Sonorona y sabía que aunque no se le veía desde allí, el Camino del
Vado no estaba lejos del río y corría de este lado del agua.
—Tendremos que retomar el camino —dijo—. No podemos esperar que
hay a algún sendero entre estas colinas. Cualquiera que sea el peligro que nos
aceche, el camino es nuestra única vía para llegar al vado.
Comieron y partieron en seguida otra vez. Bajaron lentamente por el lado sur de
la estribación, pero el camino les pareció mucho más fácil, pues la ladera caía
menos a pique de este lado y al cabo de un momento Frodo pudo montar de
nuevo el poney. El pobre y viejo animal de Bill Helechal estaba desarrollando un
talento inesperado para elegir el camino y evitar a su jinete todas las sacudidas
posibles. El grupo recobró el ánimo y aun Frodo se sintió mejor a la luz de la
mañana, aunque de cuando en cuando una niebla parecía oscurecerle la vista y
se pasaba las manos por los ojos.
Pippin iba un poco adelante. De improviso se volvió y los llamó.
—¡Aquí hay un sendero! —gritó.
Cuando llegaron junto a él, vieron que no se había equivocado: allí
comenzaba borrosamente un sendero tortuoso que subía desde los bosques y se
perdía detrás en la cima de la montaña. En algunos sitios era casi invisible y
estaba cubierto de malezas y obstruido por piedras y árboles caídos, pero parecía
haber sido muy transitado en otro tiempo. Quienes habían abierto el sendero eran
de brazos fuertes y pies pesados. Aquí y allá habían cortado o derribado viejos
árboles, hendiendo las rocas may ores o apartándolas a un lado para que no
interrumpieran el paso.
Siguieron la senda un tiempo, pues era el camino más fácil para bajar, pero
se adelantaban con precaución y a medida que se internaban en los bosques
oscuros y la senda se hacía ancha y llana, iban sintiéndose más y más
intranquilos. De pronto, saliendo de un cinturón de alisos, vieron que el sendero
trepaba por una ladera empinada y se volvía en ángulo recto hacia la izquierda
contorneando una estribación rocosa. Luego corría por terreno llano, al pie de un
acantilado sobre el que asomaban unos árboles. En la pared de piedra había una
puerta entreabierta que colgaba torcidamente de una bisagra. Se detuvieron
frente a la puerta. Detrás se abría una cueva o una cámara de roca, pero no se
alcanzaba a ver nada en la oscuridad. Trancos, Sam y Merry empujaron con
todas sus fuerzas y alcanzaron a abrir la puerta un poco más y luego Trancos y
Merry entraron en la cueva. No fueron muy lejos, pues en el suelo se veían
muchas viejas osamentas y no había otra cosa cerca de la entrada que grandes
jarras vacías y ollas rotas.
—¡Una cueva de trolls, seguro, si es que la hubo alguna vez! —gritó Pippin—.
Salid, vosotros dos y huy amos. Sabemos ahora quién hizo el sendero y será
mejor que nos alejemos en seguida.
—No es necesario, me parece —dijo Trancos, saliendo—. Es ciertamente
una cueva de trolls, pero parece abandonada hace mucho. No hay por qué
asustarse, creo. Pero descendamos con cuidado y y a veremos qué se presenta.
La senda continuaba desde la puerta y doblando a la derecha cruzaba otra vez
el terreno llano y se hundía en una ladera boscosa. Pippin, no queriendo
mostrarle a Trancos que estaba todavía asustado, iba delante con Merry. Sam y
Trancos marchaban detrás, uno a cada lado del poney, pues la senda era ahora
bastante ancha como para que cuatro o cinco hobbits caminaran de frente codo
con codo. Pero no habían ido muy lejos cuando Pippin volvió corriendo, seguido
por Merry. Los dos parecían aterrorizados.
—¡Hay trolls! —jadeó Pippin—. En un claro del bosque un poco más abajo.
Alcanzamos a verlos mirando entre los troncos. ¡Son muy grandes!
—Vamos a echarles un vistazo —dijo Trancos, recogiendo un palo.
Frodo no dijo nada, pero Sam tenía cara de espanto.
El sol estaba alto ahora, y relucía entre las ramas otoñales de los árboles,
iluminando el claro con brillantes parches de luz. Se detuvieron al borde del claro
y espiaron entre los troncos conteniendo el aliento. Allí estaban los trolls: tres
trolls de considerables dimensiones. Uno de ellos estaba inclinado y los otros dos
lo observaban.
Trancos se adelantó como al descuido.
—¡Levántate, vieja piedra! —dijo y rompió el palo en el lomo del troll
inclinado.
No ocurrió nada. Un jadeo de asombro entre los hobbits y luego el mismo
Frodo se echó a reír.
—¡Bueno! —dijo—. ¡Estamos olvidando la historia de la familia! Estos han
de ser los tres que atrapó Gandalf, cuando discutían sobre la mejor manera de
cocinar trece enanos y un hobbit.
—¡No tenía idea de que estuviésemos tan cerca del sitio! —dijo Pippin, que
conocía bien la historia, pues Bilbo y Frodo se la habían contado a menudo;
aunque en verdad él nunca la había creído sino a medias. Aun ahora miraba los
trolls de piedra con aire de sospecha, preguntándose si alguna fórmula mágica no
podría devolverlos de pronto a la vida.
—No sólo olvidáis la historia de la familia, sino también todo lo que sabemos
de los trolls —dijo Trancos—. Es pleno día, brilla el sol y volvéis tratando de
asustarme con el cuento de unos trolls vivos que nos esperan en el claro. De todos
modos, hubieseis podido notar que uno de ellos tiene un viejo nido de pájaro
detrás de la oreja. ¡Un adorno de veras insólito en un troll vivo!
Todos rieron. Frodo se sintió reanimado: el recuerdo de la primera aventura
afortunada de Bilbo era alentador. El sol, también, calentaba y confortaba y la
niebla que tenía ante los ojos parecía estar levantándose. Descansaron un tiempo
en el claro y almorzaron a la sombra de las grandes piernas de los trolls.
—¿No cantaría alguien una canción, mientras el sol está todavía alto? —
preguntó Merry, cuando terminaron de comer—. No hemos oído una canción o
una historia desde hace días.
—Desde la Cima de los Vientos —dijo Frodo. Los otros lo miraron—. ¡No os
preocupéis por mí! —continuó—. Me siento mucho mejor, pero no creo que
pueda cantar. Quizá Sam recuerde algo.
—¡Vamos, Sam! —dijo Merry —. Hay muchas cosas que guardas en la
cabeza y que no muestras nunca.
—No lo sé —dijo Sam—, ¿pero qué les parece esto? No es lo que y o llamaría
poesía, si se me entiende, es sólo una colección de disparates. Me vino a la
memoria mirando estas viejas estatuas.
Se incorporó y con las manos a la espalda, como si estuviese en la escuela, se
puso a cantar una vieja canción.
El troll estaba sentado en un asiento de piedra,
mordiendo y masticando un viejo hueso desnudo;
había estado royéndolo durante años y años,
pues un pedazo de carne era difícil de encontrar.
Vivía solo en una caverna de las colinas
y un pedazo de carne era difícil de encontrar.
Llegó Tom calzado con grandes botas
y le dijo al troll—.«¿Qué es eso, por favor?
pues se parece a la tibia de mi tío Tim,
que tendría que estar en el cementerio.
Hace ya muchos años que Tim se nos ha ido
y aún tendría que estar en el cementerio.»
«Compañero», dijo el troll, «es un hueso robado,
¿pero de qué sirve un hueso en un agujero?
Tu tío estaba muerto como un lingote de plomo
mucho antes que yo encontrara esta tibia.
Puede darle una parte a un pobre viejo troll
pues él no necesita esta tibia».
«No entiendo por qué las gentes como tú»,
dijo Tom, «han de servirse libremente
la canilla o la tibia de mi tío,
¡Pásame entonces ese viejo hueso!.
Aunque esté muerto, aún le pertenece;
¡Pásame entonces ese viejo hueso!».
«Un poco más», dijo el troll sonriendo,
«y a ti también te comeré y roeré las tibias.
¡Un bocado de carne fresca me caerá bien!
Te clavaré los dientes ahora mismo.
Estoy cansado de roer viejos huesos y cueros.
Tengo ganas de comerte ahora mismo».
Pensando aún que se había asegurado la cena
descubrió que no tenía nada en las manos,
pues Tom por detrás se había deslizado
lanzándole un puntapié como buena lección,
«un puntapié en las asentaderas», pensó Tom,
«será el modo de darle una buena lección».
Más duros que la piedra son la carne y el hueso
de un troll que está sentado a solas en la loma;
tanto valdría patear la raíz de la montaña,
pues las asentaderas de un troll son insensibles.
El viejo troll rió oyendo que Tom gruñía.
Y supo que el pie de Tom era sensible.
Tom regresó a su casa arrastrando la pierna
y el pie le quedó estropeado mucho tiempo,
pero al Troll no le importa y está siempre allí
con el hueso que le birló al propietario.
Las asentaderas del troll son siempre las mismas,
¡y también el hueso que le birló al propietario!
—¡Bueno, hay ahí una advertencia para todos nosotros! —rió Merry —. ¡Es
una suerte que hay as usado un palo y no la mano, Trancos!
—¿Dónde aprendiste eso, Sam? —preguntó Pippin—. Nunca lo había oído
antes.
Sam murmuró algo inaudible.
—Lo sacó de la cabeza, por supuesto —dijo Frodo—. Estoy aprendiendo
mucho sobre Sam Gamy i en este viaje. Primero fue un conspirador y ahora es
un juglar. Terminará por ser un mago… ¡o un guerrero!
—Espero que no —dijo Sam—. Ni lo uno ni lo otro.
A la tarde continuaron descendiendo por la espesura. Seguían quizás aquella
misma senda que Gandalf, Bilbo y los enanos habían utilizado muchos años antes.
Luego de unas pocas millas llegaron a la cima de una loma que dominaba el
camino. Aquí la calzada había dejado atrás el angosto valle del río y ahora se
abrazaba a las colinas, bajando y subiendo entre los bosques y las laderas
cubiertas de maleza hacia el vado y las montañas. No lejos de la loma Trancos
señaló una piedra que asomaba entre el pasto. Toscamente talladas y ahora muy
erosionadas podían verse aún en la piedra unas runas de enanos y marcas
secretas.
—¡Sí! —dijo Merry —. Esta ha de ser la piedra que señala dónde estaba
escondido el oro de los enanos. ¿Cuánto queda de la parte de Bilbo, me pregunto,
Frodo?
Frodo miró la piedra y deseó que Bilbo no hubiera traído de vuelta un tesoro
más peligroso y más difícil de compartir.
—Nada —dijo—. Bilbo lo regaló todo. Me dijo que no creía que le
perteneciera, pues provenía de ladrones.
El camino se extendía bajo las sombras alargadas del atardecer, apacible y
desierto. No había otra ruta posible, de modo que bajaron por la barranca y
torciendo a la izquierda marcharon a paso vivo. Pronto la estribación de una loma
interceptó la luz del sol que declinaba rápidamente.
Un viento frío venía hacia ellos desde las montañas que sobresalían allá
adelante.
Empezaban a buscar un sitio fuera del camino donde pudieran acampar esa
noche, cuando oy eron un sonido que los atemorizó de nuevo: unos cascos de
caballo que resonaban detrás. Volvieron la cabeza, pero no alcanzaron a ver muy
lejos a causa de las idas y venidas del camino. Dejaron de prisa la calzada y
subieron internándose entre los profundos matorrales de brezos y arándanos que
cubrían las laderas, hasta que al fin llegaron a un monte de castaños frondosos.
Espiando entre las malezas podían ver el camino, débil y gris a la luz crepuscular
allá abajo, a unos treinta pies. El sonido de los cascos se acercaba. Los caballos
galopaban, con un leve tiquititac tiquititac. Luego, débilmente, como si la brisa se
lo llevara, crey eron oír un repique apagado, como un tintineo de campanillas.
—¡Eso no suena como el caballo de un jinete Negro! —dijo Frodo, que
escuchaba con atención.
Los otros hobbits convinieron en que así era, esperanzados, aunque con cierta
desconfianza. Desde hacía tiempo marchaban temiendo que los persiguieran y
todo sonido que viniera de atrás les parecía amenazador y hostil. Pero Trancos se
inclinaba ahora hacia adelante, casi tocando el suelo, la mano en la oreja y una
expresión de alegría en la cara.
La luz disminuía y las hojas de los arbustos susurraban levemente. Más claras
y más próximas las campanillas tintineaban y tiquitac venía el sonido de un trote
rápido. De pronto apareció allá abajo un caballo blanco, resplandeciente en las
sombras, que se movía con rapidez. El freno y las bridas centelleaban y
fulguraban a la luz del crepúsculo, como tachonados de piedras preciosas que
parecían estrellas vivientes. El manto flotaba detrás y el caballero llevaba quitado
el capuchón; los cabellos dorados volaban al viento. Frodo tuvo la impresión de
que una luz blanca brillaba a través de la forma y las vestiduras del jinete, como
a través de un velo tenue.
Trancos dejó de pronto el escondite y se precipitó hacia el camino, gritando y
saltando entre los brezos, pero aun antes que se moviera o llamara, el jinete y a
había tirado de las riendas y se había detenido levantando los ojos a los
matorrales donde ellos estaban. Cuando vio a Trancos, saltó a tierra y corrió
hacia él gritando: Ai na vedui Dúnadan! Maegovannen! La lengua y la voz clara
y timbrada no dejaban ninguna duda: el jinete era de la raza de los elfos. Ningún
otro de los que vivían en el ancho mundo tenía una voz tan hermosa. Pero había
como una nota de prisa o temor en la llamada y los hobbits vieron que hablaba
rápida y urgentemente con Trancos.
Pronto Trancos les hizo señas y los hobbits dejaron los matorrales y bajaron
corriendo al camino.
—Este es Glorfindel, que habita en la casa de Elrond —dijo Trancos.
—¡Hola y feliz encuentro al fin! —le dijo Glorfindel a Frodo—. Me enviaron
de Rivendel en tu busca. Temíamos que corrieras peligro en el camino.
—¿Entonces Gandalf llegó a Rivendel? —gritó Frodo alegremente.
—No. No cuando y o partí, pero eso fue hace nueve días —respondió
Glorfindel—. Llegaron algunas noticias, que perturbaron a Elrond. Gentes de mi
pueblo, viajando por tus tierras más allá del Baranduin, oy eron decir que las
cosas no andaban bien y enviaron mensajes tan pronto como pudieron. Decían
que los Nueve habían salido y que tú te habías extraviado llevando una carga
muy pesada y sin ningún auxilio, pues Gandalf no había vuelto. Hay pocos en
Rivendel que puedan enfrentar abiertamente a los Nueve, pero a esos pocos
Elrond los envió al norte, al oeste y al sur. Se decía que tú harías un rodeo para
evitar que te persiguieran y que te perderías en las tierras desiertas.
» Me tocó a mí seguir el camino y llegué al Puente de Mitheithel y dejé una
señal allí, hace siete días. Tres de los sirvientes de Sauron llegaron hasta el
puente, pero se retiraron y los perseguí hacia el oeste. Tropecé con otros dos, que
se volvieron alejándose hacia el sur. Desde entonces he estado buscando tus
huellas. Las descubrí hace dos días y las seguí cruzando el puente y hoy advertí
que habías bajado otra vez de las lomas. ¡Pero, vamos! No hay tiempo para más
noticias. Ya que estás aquí, hemos de arriesgarnos a los peligros del camino y
marchar adelante. Hay cinco detrás de nosotros y cuando descubran tus huellas
en el camino, nos perseguirán veloces como el viento. Y ellos no son todos.
Dónde están los otros cuatro, no lo sé. Temo descubrir que el vado y a está
defendido contra nosotros.
Mientras Glorfindel hablaba, las sombras de la noche se hicieron más densas.
Frodo sintió que el cansancio lo dominaba. Desde que el sol había empezado a
bajar, la niebla que tenía ante los ojos se le había oscurecido y sentía que una
sombra estaba interponiéndose entre él y las caras de los otros. Ahora tenía un
ataque de dolor y mucho frío. Se tambaleó y se apoy ó en el brazo de Sam.
—Mi amo está enfermo y herido —dijo Sam airadamente—. No podría
viajar durante la noche. Necesita descanso.
Glorfindel alcanzó a Frodo en el momento en que el hobbit caía al suelo y
tomándolo gentilmente en brazos le miró la cara con grave ansiedad.
Trancos le habló entonces brevemente del ataque al campamento en la Cima
de los Vientos y del cuchillo mortal. Sacó la empuñadura, que había conservado,
y se la pasó al elfo. Glorfindel se estremeció al tocarla, pero la miró con
atención.
—Hay cosas malas escritas en esta empuñadura —dijo— aunque quizá tus
ojos no puedan verlas. ¡Guárdala, Aragorn, hasta que lleguemos a la Casa de
Elrond! Pero ten cuidado y tócala lo menos posible. Ay, las heridas causadas por
este arma están más allá de mis poderes de curación. Haré lo que pueda, pero
ahora más que nunca os recomiendo que continuéis sin tomar descanso.
Buscó con los dedos la herida en el hombro de Frodo y la cara se le hizo más
grave, como si lo que estaba descubriendo lo inquietara todavía más. Pero Frodo
sintió que el frío del costado y el brazo le disminuía; un leve calor le bajó del
hombro hasta la mano y el dolor se hizo más soportable. La oscuridad del
crepúsculo le pareció más leve alrededor, como si hubieran apartado una nube.
Veía ahora las caras de los amigos más claramente y sintió que recobraba de
algún modo la esperanza y la fuerza.
—Montarás en mi caballo —le dijo Glorfindel—. Recogeré los estribos hasta
los bordes de la silla y tendrás que sentarte lo más firmemente que puedas. Pero
no te preocupes; mi caballo no dejará caer a ningún jinete que y o le
encomiende. Tiene el paso leve y fácil y si el peligro apremia, te llevará con una
rapidez que ni siquiera las bestias negras del enemigo pueden imitar.
—¡No, no será así! —dijo Frodo—. No lo montaré, si va a llevarme a
Rivendel o alguna otra parte dejando atrás a mis amigos en peligro.
Glorfindel sonrió.
—Dudo mucho —dijo— que tus amigos corran peligro si tú no estás con ellos.
Los perseguidores te seguirían a ti y nos dejarían a nosotros en paz, me parece.
Eres tú, Frodo, y lo que tú llevas lo que nos pone a todos en peligro.
Frodo no encontró respuesta y tuvo que montar el caballo blanco de Glorfindel.
El poney en cambio fue cargado con una gran parte de los fardos de los otros, de
modo que ahora pudieron marchar más aliviados y durante un tiempo con
notable rapidez; pero los hobbits pronto descubrieron que les era difícil seguir el
paso rápido e infatigable del elfo. Allá iba, adelante, adentrándose en la boca de
la oscuridad y todavía más adelante hacia la noche profunda y nublada. No había
luna ni estrellas. Hasta que asomó el gris del alba no les permitió que se
detuviesen. Pippin, Merry y Sam estaban y a por ese entonces casi dormidos,
sosteniéndose apenas sobre unas piernas entumecidas y hasta el mismo Trancos
encorvaba la espalda como si se sintiera fatigado. Frodo, a caballo, iba envuelto
en un sueño oscuro.
Se echaron al suelo entre las malezas a unos pocos metros del camino y
cay eron dormidos en seguida. Les pareció que habían cerrado apenas los ojos
cuando Glorfindel, que se había quedado vigilando mientras los otros dormían, los
despertó de nuevo. La mañana estaba y a bastante avanzada y las nubes y nieblas
de la noche habían desaparecido.
—¡Bebed esto! —les dijo Glorfindel, sirviéndoles uno a uno un poco del licor
que llevaba en la bota de cuero adornada de plata. La bebida era clara como
agua de manantial y no tenía sabor y no era ni fresca ni tibia en la boca, pero les
pareció mientras bebían que recobraban la fuerza y el vigor. Luego unos pocos
bocados de pan rancio y de fruta seca (pues y a no les quedaba ninguna otra
cosa) les calmaron el hambre mejor que muchos buenos desay unos de la
Comarca.
Habían descansado bastante menos de cinco horas cuando retornaron el
camino. Glorfindel insistía en la necesidad de no detenerse y sólo les permitió dos
breves descansos en toda la jornada. Cubrieron así más de veinte millas antes de
la caída de la noche y llegaron al punto en que el camino doblaba a la derecha y
descendía abruptamente al fondo del valle, acercándose una vez más al río.
Hasta ahora no había habido ninguna señal o sonido de persecución que los
hobbits pudieran ver u oír. Pero a menudo, si los otros habían quedado atrás,
Glorfindel se detenía y escuchaba y una nube de preocupación le ensombrecía el
rostro. Una vez o dos le habló a Trancos en lengua élfica.
Pero por inquietos que se sintieran los guías, era evidente que los hobbits no
podrían ir más lejos esa noche. Caminaban tambaleándose, como borrachos de
cansancio, e incapaces de pensar en otra cosa que en los pies y las piernas. El
sufrimiento de Frodo se había duplicado y las cosas de alrededor se le
desvanecían durante el día en sombras de un gris espectral. Le alegraba casi la
llegada de la noche, pues el mundo parecía entonces menos pálido y vacío.
Los hobbits se sentían todavía extenuados, cuando de nuevo partieron temprano a
la mañana siguiente. Había que recorrer aún muchas millas para llegar al vado y
marcharon de prisa, trastabillando.
—El peligro aumentará justo poco antes de llegar al río —dijo Glorfindel—,
pues el corazón me dice que los perseguidores vienen ahora a toda prisa detrás de
nosotros y otro peligro puede estar esperándonos cerca del vado.
El camino corría aún regularmente ladera abajo y ahora a veces había
mucha hierba a los lados y los hobbits caminaban por allí cuando podían, para
aliviarse los pies. A la caída de la tarde llegaron a un lugar donde el camino se
metía de pronto entre las sombras oscuras de unos pinos, precipitándose luego en
un desfiladero de paredes de piedra roja, escarpadas y húmedas. Unos ecos
resonaron mientras se adelantaban de prisa y pareció oírse el sonido de muchos
pasos, que venían detrás. De pronto, el camino desembocó otra vez en terreno
despejado, saliendo del túnel como por una puerta de luz. Allí, al pie de una
ladera muy inclinada, se extendía una llanura de una milla de largo, y luego el
Vado de Rivendel. En el otro lado había una loma escarpada, de color ocre,
recorrida por un sinuoso sendero y más allá se superponían unas montañas altas,
estribación sobre estribación y cima sobre cima, en el cielo pálido.
Más atrás se oía todavía un eco, como si unos pasos vinieran siguiéndolos por
el desfiladero; un sonido impetuoso, como si un viento soplara derramándose
entre las ramas de los pinos. Glorfindel se volvió un momento a escuchar y en
seguida dio un salto, gritando:
—¡Huid! ¡Huid! ¡El enemigo está sobre nosotros!
El caballo blanco se precipitó hacia adelante. Los hobbits bajaron corriendo
por la pendiente. Glorfindel y Trancos los siguieron como retaguardia. No habían
cruzado aún la mitad del llano, cuando se oy ó un galope de caballos. Saliendo del
túnel de árboles que acababan de dejar apareció un Jinete Negro. Tiró de las
riendas y se detuvo, balanceándose en la silla. Otro lo siguió y luego otro y en
seguida otros dos.
—¡Corre! ¡Corre! —le gritó Glorfindel a Frodo.
Frodo no obedeció inmediatamente, como dominado por una extraña
indecisión. Llevando el caballo al paso, se volvió para mirar atrás. Los Jinetes
parecían alzarse sobre las grandes sillas como estatuas amenazadoras en lo alto
de un cerro negro y macizo, mientras que todos los bosques y tierras de
alrededor se desvanecían como en una niebla. De pronto el corazón le dijo a
Frodo que los jinetes estaban ordenándole en silencio que esperara. En seguida y
a la vez, el miedo y el odio despertaron en él. Soltó las riendas y echando mano a
la empuñadura de la espada, la desenvainó con un relámpago rojo.
—¡Corre! ¡Corre! —gritó Glorfindel y en seguida llamó al caballo con voz
alta y clara en la lengua de los Elfos: noro lim, noro lim, Asfaloth!
Inmediatamente, el caballo blanco se precipitó hacia adelante y corrió como
el viento por la última vuelta del camino. Al mismo tiempo los caballos negros se
lanzaron colina abajo persiguiéndolo y se oy ó el grito terrible de los Jinetes,
semejante a aquel que Frodo había oído alguna vez en la lejana Cuaderna del
Este, como un horror que venía de los bosques. Otros gritos respondieron y ante
la desesperación de Frodo y sus amigos, cuatro Jinetes más asomaron
rápidamente entre los árboles y rocas que se veían a la izquierda a lo lejos. Dos
fueron hacia Frodo; dos galoparon como enloquecidos hacia el vado, para
cerrarle el paso. Le parecía a Frodo que corrían como el viento y que cambiaban
rápidamente haciéndose más grandes y oscuros a medida que los distintos cursos
convergían hacia él.
Frodo miró un instante por encima del hombro. Ya no veía a sus amigos. Los
Jinetes que venían detrás perdían terreno. Ni siquiera aquellas grandes
cabalgaduras podían rivalizar en velocidad con el caballo élfico de Glorfindel.
Miró otra vez adelante y perdió toda esperanza. No parecía tener ninguna
posibilidad de llegar al vado antes que los jinetes emboscados le salieran al
encuentro. Podía verlos claramente ahora; se habían quitado las capuchas y los
mantos negros y estaban vestidos de blanco y gris. Las manos pálidas esgrimían
espadas desnudas y llevaban y elmos en las cabezas. Los ojos fríos
relampagueaban y unas voces terribles increpaban a Frodo.
El miedo dominaba ahora enteramente a Frodo. No pensó más en su espada.
No lanzó ningún grito. Cerró los ojos y se aferró a las crines del caballo. El viento
le silbaba en los oídos y las campanillas del arnés se sacudían en un agudo
repiqueteo. Un aliento helado lo traspasó como una espada, cuando en un último
esfuerzo, como un relámpago de fuego blanco, volando como si tuviera alas, el
caballo élfico pasó de largo ante la cara del jinete más adelantado.
Frodo oy ó el chapoteo del agua, que batía espumosa alrededor. Sintió cómo el
caballo empujaba subiendo rápidamente, dejando el río y escalando el sendero
pedregoso. Trepaba ahora por la orilla escarpada. Había cruzado el vado.
Pero los perseguidores venían cerca. En lo alto de la barranca, el caballo se
detuvo y dio media vuelta relinchando furiosamente. Había nueve Jinetes allí
abajo, junto al agua, y Frodo se sintió desfallecer ante la amenaza de aquellas
caras levantadas. No sabía de nada que pudiera impedirles cruzar también el
vado y entendió que era inútil tratar de escapar por el largo e incierto camino que
llevaba a los lindes de Rivendel, una vez que los Jinetes hubiesen vadeado el agua.
De todos modos sintió que le habían ordenado perentoriamente que se detuviera.
La cólera lo dominó otra vez, pero y a no tenía fuerzas para resistirse.
De pronto el jinete que iba delante espoleó el caballo, que llegó al agua y se
encabritó retrocediendo. Haciendo un gran esfuerzo Frodo se irguió en la silla y
esgrimió la espada.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Volved a la Tierra de Mordor y no me sigáis! —llamó
con una voz que a él mismo le pareció débil y chillona.
Frodo no tenía los poderes de Bombadil. Los Jinetes se detuvieron, pero le
replicaron con una risa dura y escalofriante.
—¡Vuelve! ¡Vuelve! —gritaron—. ¡A Mordor te llevaremos!
—¡Atrás! —murmuró Frodo.
—¡El Anillo! ¡El Anillo! —gritaron los Jinetes con voces implacables, e
inmediatamente el cabecilla forzó al caballo a entrar en el agua, seguido de
cerca por otros dos Jinetes.
—¡Por Elbereth y Lúthien la Bella —dijo Frodo con un último esfuerzo y
esgrimiendo la espada—, no tendréis el Anillo ni me tendréis a mí!
Entonces el cabecilla que estaba y a en medio del vado se enderezó
amenazante sobre los estribos y alzó la mano. Frodo sintió que había perdido la
voz. Tenía la lengua pegada al paladar y el corazón le golpeaba con furia. La
espada se le quebró y se le desprendió de la mano temblorosa. El caballo élfico
se encabritó resoplando. El primero de los caballos negros y a estaba pisando la
orilla.
En ese momento se oy ó un rugido y un estruendo: un ruido de aguas
turbulentas que venía arrastrando piedras. Frodo vio confusamente que el río se
elevaba y que una caballería de olas empenachadas se acercaba aguas abajo.
Unas llamas blancas parecían moverse en las cimas de las crestas y hasta crey ó
ver en el agua unos Jinetes blancos que cabalgaban caballos blancos con crines
de espuma. Los tres Jinetes que estaban todavía en medio del vado
desaparecieron de pronto bajo las aguas espumosas. Los que venían detrás
retrocedieron espantados.
Exhausto, Frodo oy ó gritos y crey ó ver, más allá de los Jinetes que titubeaban
en la orilla, una figura brillante de luz blanca y atrás unas pequeñas formas
sombrías que corrían llevando fuegos, y las llamas rojizas refulgían en la niebla
gris que estaba cubriendo el mundo.
Los caballos negros enloquecieron y dominados por el terror saltaron hacia
adelante arrojando a los Jinetes a las aguas impetuosas. Los gritos penetrantes se
perdieron en el rugido del río, que arrastró a los Jinetes. Frodo sintió entonces que
caía y le pareció que el estruendo y la confusión crecían y lo envolvían
llevándoselo junto con sus enemigos. No oy ó ni vio nada más.
Libro Segundo
1
Muchos encuentros
F rodo despertó y
se encontró tendido en una cama. Al principio crey ó que había
dormido mucho, luego de una larga pesadilla que todavía le flotaba en las
márgenes de la memoria. ¿O quizás había estado enfermo? Pero el cielo raso le
parecía extraño: chato, y con vigas oscuras, muy esculpidas. Se quedó acostado
todavía un momento, mirando los parches de sol en la pared y escuchando el
rumor de una cascada.
—¿Dónde estoy y qué hora es? —le preguntó en voz alta al cielo raso.
—En la casa de Elrond, y son las diez de la mañana —dijo una voz—. Es la
mañana del veinticuatro de octubre, si quieres saberlo.
—¡Gandalf! —exclamó Frodo, incorporándose.
Allí estaba el viejo mago, sentado en una silla junto a la ventana abierta.
—Sí —dijo Gandalf—, aquí estoy. Y tú tienes suerte de estar también aquí,
luego de todos los disparates que hiciste últimamente.
Frodo se acostó de nuevo. Se sentía demasiado cómodo y en paz para discutir,
y de cualquier manera sabía que no llevaría la mejor parte en una discusión.
Estaba completamente despierto ahora y recordaba los acontecimientos del
viaje: el desastroso « atajo» por el Bosque Viejo, el accidente en el Poney
Pisador y la tontería de haberse puesto el Anillo en la cañada, al pie de la Cima
de los Vientos. Mientras pensaba todas estas cosas, tratando en vano de recordar
qué había ocurrido luego y cómo había llegado a Rivendel, hubo un largo
silencio, interrumpido sólo por las suaves bocanadas de la pipa de Gandalf, que
lanzaba por la ventana anillos de humo blanco.
—¿Dónde está Sam? —preguntó Frodo al fin—. ¿Y los otros, cómo se
encuentran?
—Sí, todos están sanos y salvos —respondió Gandalf—. Sam estuvo aquí
hasta que y o lo mandé a descansar, hace una media hora.
—¿Qué pasó en el vado? —dijo Frodo—. Parecía todo tan confuso, y todavía
lo parece.
—Sí, lo creo. Empezabas a desaparecer —respondió Gandalf—. La herida al
fin estaba terminando contigo; pocas horas más y no hubiésemos podido
ay udarte. Pero hay en ti una notable resistencia, ¡mi querido hobbit! Como
mostraste en los Túmulos. Te salvaste por un pelo; quizá fue el momento más
peligroso de todos. Ojalá hubieses resistido en la Cima de los Vientos.
—Parece que y a sabes mucho —dijo Frodo—. No les hablé del Túmulo a los
otros. Al principio era demasiado horrible y luego hubo otras cosas en que pensar.
¿Cómo te enteraste?
—Has estado hablando en sueños, Frodo —dijo Gandalf gentilmente—. Y no
me ha sido difícil leerte los pensamientos y la memoria. ¡No te preocupes!
Aunque hablé de « disparates» , no lo dije en serio. Pienso bien de ti y de los
demás. No es poca hazaña haber llegado tan lejos y a través de tantos peligros y
conservar todavía el Anillo.
—No hubiésemos podido sin la ay uda de Trancos —dijo Frodo—. Pero te
necesitábamos. Sin ti, y o no sabía qué hacer.
—Me retrasé —dijo Gandalf—, y esto casi fue nuestra pérdida. Sin embargo,
no estoy seguro. Quizás hay a sido mejor así.
—¡Pero cuéntame qué pasó!
—¡Todo a su tiempo! Hoy no tienes que hablar ni preocuparte por nada; son
órdenes de Elrond.
—Pero hablar me impediría pensar y hacer suposiciones, lo que es casi tan
agotador —dijo Frodo—. Estoy ahora muy despierto y recuerdo tantas cosas que
necesitan de una explicación. ¿Porqué te retrasaste? Al menos tendrías que
contarme eso.
—Ya oirás todo lo que quieres saber —dijo Gandalf—. Tendremos un
Concilio, tan pronto como estés bien. Por el momento sólo te diré que estuve
prisionero.
—¿Tú? —exclamó Frodo.
—Sí, y o, Gandalf el Gris —dijo el mago solemnemente—. Hay muchos
poderes en el mundo, para el bien y para el mal. Algunos son más grandes que
y o. Contra otros, todavía no me he medido. Pero mi tiempo se acerca. El Señor
de Morgul y los Jinetes Negros han dejado la guarida. ¡La guerra está próxima!
—Entonces tú sabías de los jinetes… antes que y o los encontrara.
—Sí, sabía de ellos. En verdad te hablé de ellos una vez; los Jinetes Negros son
los Espectros que guardan el Anillo, los Nueve Siervos del Señor de los Anillos.
Pero y o ignoraba que hubiesen reaparecido, o te hubiera acompañado desde un
comienzo. No tuve noticias de ellos hasta después de dejarte, en junio; pero esta
historia tiene que esperar. Por el momento, Aragorn nos ha salvado del desastre.
—Sí —dijo Frodo—, fue Trancos quien nos salvó. Sin embargo, tuve miedo
de él al principio. Creo que Sam nunca le tuvo confianza, por lo menos no hasta
que encontramos a Glorfindel.
Gandalf sonrió.
—Sé todo acerca de Sam —dijo—. Ya no tiene más dudas.
—Me alegra —dijo Frodo—, pues he llegado a apreciar de veras a Trancos.
Bueno, apreciar no es la palabra justa. Quiero decir que me es muy querido.
Aunque a veces es raro y torvo. En verdad me recuerda a ti a menudo. Yo no
sabía que hubiese alguien así entre la Gente Grande. Pensaba, bueno, que sólo
eran grandes y bastante estúpidos; amables y estúpidos como Mantecona; o
estúpidos y malvados como Bill Helechal. Pero es cierto que no sabemos mucho
de los hombres en la Comarca, excepto quizá las gentes de Bree.
—Sabes de veras muy poco si crees que el viejo Cebadilla es estúpido —dijo
Gandalf—. Es bastante sagaz en su propio terreno. Piensa menos de lo que habla
y más lentamente; sin embargo puede ver a través de una pared de ladrillos
(como dicen en Bree). Pero pocos quedan en la Tierra Media como Aragorn hijo
de Arathorn. La raza de los Rey es de Más Allá del Mar está casi extinguida. Es
posible que esta Guerra del Anillo sea su última aventura.
—¿Quieres decir realmente que Trancos pertenece al pueblo de los viejos
Rey es? —dijo Frodo, asombrado—. Pensé que habían desaparecido todos, hace
y a mucho tiempo. Pensé que era sólo un montaraz.
—¡Sólo un montaraz! —exclamó Gandalf—. Mi querido Frodo, eso son
justamente los montaraces: los últimos vestigios en el Norte de un gran pueblo,
los Hombres del Oeste. Me ay udaron y a en el pasado y necesitaré que me
ay uden en el futuro; pues aunque hemos llegado a Rivendel, el Anillo no ha
encontrado todavía reposo.
—Imagino que no —dijo Frodo—, pero hasta ahora mi único pensamiento
era llegar aquí, y espero no tener que ir más lejos. El simple descanso es algo
muy agradable. He tenido un mes de exilio y aventuras y pienso que es
suficiente para mí.
Calló y cerró los ojos. Al cabo de un rato habló de nuevo:
—He estado sacando cuentas —dijo—, y el total no llega al veinticuatro de
octubre. Hoy sería el veintiuno de octubre. Tuvimos que haber llegado al vado el
día veinte.
—En tu estado actual, has hablado demasiado y has sacado demasiadas
cuentas —dijo Gandalf—. ¿Cómo sientes ahora el hombro y el costado?
—No sé —dijo Frodo—. No los siento nada, lo que quizás es un adelanto, pero
—hizo un esfuerzo— el brazo puedo moverlo un poco. Sí, está volviendo a la vida.
No está frío —añadió, tocándose la mano izquierda con la derecha.
—¡Bien! —dijo Gandalf—. Se está restableciendo. Pronto estarás curado del
todo. Elrond ha estado cuidándote, durante días, desde que te trajeron aquí.
—¿Días? —dijo Frodo.
—Bueno, cuatro noches y tres días, para ser exactos. Los elfos te trajeron del
vado en la noche del veinte y es ahí donde perdiste la cuenta. Hemos estado muy
preocupados, y Sam no dejó tu cabecera ni de día ni de noche, excepto para
llevar algún mensaje. Elrond es un maestro del arte de curar, pero las armas del
enemigo son mortíferas. Para decirte la verdad, y o tuve muy pocas esperanzas,
pues se me ocurrió que en la herida cerrada había quedado algún fragmento de
la hoja. Pero no pudimos encontrarlo hasta anoche. Elrond extrajo una esquirla.
Estaba muy incrustada en la carne y abriéndose paso hacia dentro.
Frodo se estremeció recordando el cruel puñal de hoja mellada que se había
desvanecido en manos de Trancos.
—¡No te alarmes! —dijo Gandalf—. Ya no existe. Ha sido fundida. Y parece
que los hobbits se desvanecen de muy mala gana. He conocido guerreros
robustos de la Gente Grande que hubiesen sucumbido en seguida a esa esquirla
que tú llevaste diecisiete días.
—¿Qué me hubiesen hecho? —preguntó Frodo—. ¿Qué trataban de hacer
esos Jinetes?
—Trataban de atravesarte el corazón con un puñal de Morgul, que queda en
la herida. Si lo hubieran logrado, serías ahora como ellos, sólo que más débil, y te
tendrían sometido. Serías un espectro, bajo el dominio del Señor Oscuro, y te
habría atormentado por haber querido retener el Anillo, si hay tormento may or
que el de perder el Anillo y verlo en el dedo del Señor Oscuro.
—¡Gracias sean dadas por no haberme enterado de ese horrible peligro! —
dijo Frodo con voz débil—. Yo estaba mortalmente asustado, por supuesto, pero si
hubiera sabido más no me hubiese atrevido ni a moverme. ¡Es una maravilla que
hay a escapado con vida!
—Sí, la fortuna o el destino te ay udaron sin duda —dijo Gandalf—, para no
mencionar el coraje. Pues no te tocaron el corazón y sólo te hirieron en el
hombro y esto fue así porque resististe hasta el fin. Pero te salvaste no se sabe
cómo. El peligro may or fue cuando tuviste puesto el Anillo, pues entonces tú
mismo estabas a medias en el mundo de los espectros y ellos podían haberte
alcanzado. Tú podías verlos y ellos te podían ver.
—Sí, es cierto —dijo Frodo—. ¡Mirarlos fue algo terrible! ¿Pero cómo vemos
siempre a los caballos?
—Porque son verdaderos caballos, así como las ropas negras son verdaderas
ropas, que dan forma a la nada que ellos son, cuando tienen tratos con los vivos.
—¿Por qué esos caballos negros soportan entonces a semejantes Jinetes?
Todos los otros animales se espantan cuando los Jinetes andan cerca, aun el
caballo élfico de Glorfindel. Los perros les ladran y los gansos les graznan.
—Porque esos caballos nacieron y fueron criados al servicio del Señor
Oscuro. ¡Los sirvientes y animales de Mordor no son todos espectros! Hay orcos
y trolls, huargos y licántropos; y ha habido y todavía hay muchos hombres,
guerreros y rey es, que andan a la luz del sol y sin embargo están sometidos a
Mordor. Y el número de estos servidores crece todos los días.
—¿Y Rivendel y los elfos? ¿Está Rivendel a salvo?
—Sí, por ahora, hasta que todo lo demás sea conquistado. Los elfos pueden
temer al Señor Oscuro y quizás huy an de él, pero nunca jamás lo escucharán o
le servirán. Y aquí, en Rivendel, viven algunos de los principales enemigos de
Mordor: los Sabios Elfos, Señores del Eldar, de más allá de los mares lejanos.
Ellos no temen a los Espectros del Anillo, pues quienes han vivido en el Reino
Bienaventurado viven a la vez en ambos mundos y tienen grandes poderes contra
lo Visible y lo Invisible.
—Creí ver una figura blanca que brillaba y no empalidecía como las otras.
¿Era entonces Glorfindel?
—Sí, lo viste un momento tal como es en el otro lado, uno de los poderosos
Primeros Nacidos. Es el Señor Elfo de una casa de príncipes. En verdad hay
poder en Rivendel capaz de resistir la fuerza de Mordor, por un tiempo al menos,
y hay también otros poderes afuera. Hay poder también, de otra especie, en la
Comarca. Pero todos estos lugares pronto serán como islas sitiadas, si las cosas
continúan como hasta ahora. El Señor Oscuro está desplegando toda su fuerza.
» Sin embargo —continuó Gandalf, incorporándose de pronto y adelantando
el mentón mientras se le erizaban los pelos de la barba como alambre de púas, no
nos desanimemos. Pronto te curarás, si no te mato con mi charla. Estás en
Rivendel, y no te preocupes por ahora.
—No tengo ningún ánimo y no sé cómo podría desanimarme —dijo Frodo—,
pero ahora no hay nada que me preocupe. Dame simplemente noticias de mis
amigos y dime cómo terminó el asunto del vado, como he venido preguntando, y
me declararé satisfecho por el momento. Luego dormiré otro poco, me parece,
pero no podré cerrar los ojos hasta que hay as terminado esa historia para mí.
Gandalf acercó la silla a la cabecera del lecho y miró con atención a Frodo.
El color le había vuelto a la cara; los ojos se le habían aclarado y tenía una
mirada despejada y lúcida. Sonreía y parecía que todo andaba bien. Pero el ojo
del mago alcanzó a notar un cambio imperceptible, como una cierta
transparencia alrededor de Frodo y sobre todo alrededor de la mano izquierda,
que descansaba sobre el cubre-cama.
« Sin embargo, era algo que podía esperarse» , reflexionó Gandalf. « No está
ni siquiera curado a medias y lo que le pasará al fin ni siquiera Elrond podría
decirlo. Creo que no será para mal. Podría convertirse en algo parecido a un vaso
de agua clara, para los ojos que sepan ver.»
—Tienes un aspecto espléndido —dijo en voz alta—. Me arriesgaré a contarte
una breve historia, sin consultar a Elrond. Pero muy breve, recuérdalo, y luego
dormirás otra vez. Esto es lo que ocurrió, según lo que he averiguado. Los Jinetes
fueron directamente detrás de ti, tan pronto como escapaste. Ya no necesitaban
que los caballos los guiaran: te habías vuelto visible para ellos: estabas en el
umbral del mundo de los fantasmas. Y además el Anillo los llamaba de algún
modo. Tus amigos saltaron a un lado, fuera del camino, o los hubieran aplastado
sin remedio. Sabían que estabas perdido, si no te salvaba el caballo blanco. Los
Jinetes eran demasiado rápidos y hubiese sido inútil perseguirlos, y demasiado
numerosos y hubiese sido inútil oponerse. A pie, ni siquiera Glorfindel y Aragorn
luchando juntos hubieran podido resistir a los Nueve a la vez.
» Cuando los Espectros del Anillo pasaron rápidos como el viento, tus amigos
corrieron detrás. Muy cerca del vado hay una pequeña hondonada, oculta tras
unos pocos árboles achaparrados junto al camino. Allí encendieron rápidamente
un fuego, pues Glorfindel sabía que habría una crecida, si los Jinetes trataban de
cruzar; él entonces tendría que vérselas con quienes estuvieran de este lado del
río. En el momento en que llegó la creciente, Glorfindel corrió hacia el agua,
seguido por Aragorn y los otros, todos llevando antorchas encendidas. Atrapados
entre el fuego y el agua y viendo a un Señor de los Elfos, que mostraba todo el
poder de su furia, los Jinetes se acobardaron y los caballos enloquecieron. Tres
fueron arrastrados río abajo por el primer asalto de la crecida; luego los caballos
echaron a los otros al agua.
—¿Y ese fue el fin de los Jinetes? —preguntó Frodo.
—No —dijo Gandalf—. Los caballos tienen que haber muerto, y sin ellos son
como impedidos. Pero los Espectros del Anillo no pueden ser destruidos con tanta
facilidad. Sin embargo, y por el momento, no son y a criaturas de temer. Tus
amigos cruzaron, cuando pasó la inundación, y te encontraron tendido de bruces
en lo alto de la barranca, con una espada rota bajo el cuerpo. El caballo hacía
guardia a tu lado. Tú estabas pálido y frío y temieron que hubieses muerto o algo
peor. La gente de Elrond los encontró allí y te trajeron lentamente a Rivendel.
—¿Quién provocó la crecida? —dijo Frodo.
—Elrond la ordenó —respondió Gandalf—. El río de este valle está bajo el
dominio de Elrond. Las aguas se levantan furiosas cuando él cree necesario
cerrar el vado. Tan pronto como el capitán de los Espectros del Anillo entró a
caballo en el agua, soltaron la avenida. Si me lo permites añadiré un toque
personal a la historia: quizá no lo notaste, pero algunas de las olas se encabritaron
como grandes caballos blancos montados por brillantes Jinetes blancos; y había
muchas piedras que rodaban y crujían. Por un momento temí que hubiésemos
liberado una furia demasiado poderosa y que la crecida se nos fuera de las
manos y os arrastrara a todos vosotros. Hay gran vigor en las aguas que bajan de
las nieves de las Montañas Nubladas.
—Sí, todo me viene a la memoria ahora —dijo Frodo—: el tremendo rugido.
Pensé que me ahogaba, con mis amigos y todos. ¡Pero ahora estamos a salvo!
Gandalf echó una rápida mirada a Frodo, pero el hobbit había cerrado los
ojos.
—Sí, estamos todos a salvo por el momento. Pronto habrá fiesta y regocijo
para celebrar la victoria en el Vado del Bruinen y allí estaréis todos vosotros
ocupando sitios de honor.
—¡Espléndido! —dijo Frodo—. Es maravilloso que Elrond y Glorfindel y tan
grandes señores, sin hablar de Trancos, se molesten tanto y sean tan bondadosos
conmigo.
—Bueno, hay muchas razones para que así sea —dijo Gandalf, sonriendo—.
Yo soy una buena razón. El Anillo es otra; tú eres el Portador del Anillo. Y eres el
heredero de Bilbo, que encontró el Anillo.
—¡Querido Bilbo! —dijo Frodo, soñoliento—. Me pregunto dónde andará. Me
gustaría que estuviese aquí y pudiese oír toda esta historia. Se hubiera reído con
ganas. ¡La vaca que saltó por encima de la luna! ¡Y el pobre viejo troll!
Luego de esto, se durmió rápidamente.
Frodo estaba ahora a salvo en la Ultima Casa Hogareña al este del Mar. Esta
casa era, como Bilbo había informado hacía tiempo, « una casa perfecta, tanto te
guste comer como dormir o contar cuentos o cantar, o sólo quedarte sentado
pensando, o una agradable combinación de todo» . Bastaba estar allí para curarse
del cansancio, el miedo y la melancolía.
A la caída de la noche, Frodo despertó de nuevo y descubrió que y a no sentía
necesidad de dormir o descansar y que en cambio tenía ganas de comer y beber
y quizá cantar y contar luego alguna historia. Salió de la cama y descubrió que
podía utilizar el brazo casi como antes. Encontró y a preparadas unas ropas
limpias de color verde que le caían muy bien. Mirándose en el espejo se
sobresaltó al descubrir que nunca había estado antes tan delgado; la imagen se
parecía notablemente al joven sobrino de Bilbo, que había acompañado al tío en
muchos paseos a pie por la Comarca; pero los ojos del espejo le devolvieron una
mirada pensativa.
—Sí, desde la última vez que te miraste en un espejo te ocurrieron algunas
cosas —le dijo a la imagen—. Pero ahora, ¡por un feliz encuentro!
Se estiró de brazos y silbó una melodía.
En ese momento, golpearon a la puerta y entró Sam. Corrió hacia Frodo y le
tomó la mano izquierda, torpe y tímidamente. La acarició un momento con
dulzura y luego enrojeció y se volvió en seguida para irse.
—¡Hola, Sam! —dijo Frodo.
—¡Está caliente! —dijo Sam—. Quiero decir la mano de usted, señor Frodo.
Ha estado tan fría en las largas noches. ¡Pero victoria y trompetas! —gritó,
dando otra media vuelta con ojos brillantes y bailando—. ¡Es maravilloso verlo
de pie y recuperado del todo, señor! Gandalf me pidió que viniera a ver si usted
podía bajar y pensé que bromeaba.
—Estoy listo —dijo Frodo—. ¡Vamos a buscar a los demás!
—Puedo llevarlo hasta ellos, señor —dijo Sam—. Es una casa grande ésta y
muy peculiar. A cada paso se descubre algo nuevo y nunca se sabe qué
encontrará uno a la vuelta de un corredor. ¡Y elfos, señor Frodo! ¡Elfos por aquí
y elfos por allá! Algunos como rey es, terribles y espléndidos, y otros alegres
como niños. Y la música y el canto… aunque no he tenido tiempo ni ánimo para
escuchar mucho desde que llegamos aquí. Pero empiezo a conocer los recovecos
de la casa.
—Sé lo que has estado haciendo, Sam —dijo Frodo, tomándolo por el brazo
—. Pero tienes que estar contento esta noche y prestar oídos a la alegría que te
llega del corazón. ¡Vamos, muéstrame lo que hay a la vuelta de los corredores!
Sam lo llevó por distintos pasillos y luego escaleras abajo y por último
salieron a un jardín elevado sobre la barranca escarpada del río. Los amigos de
Frodo estaban allí sentados en un pórtico que miraba al este. Las sombras habían
cubierto el valle, abajo, pero en las faldas de las montañas lejanas había aún un
resto de luz. El aire era cálido. El sonido del agua que corría y caía en cascadas
llegaba a ellos claramente y un débil perfume de árboles y flores flotaba en la
noche, como si el verano se hubiese demorado en los jardines de Elrond.
—¡Hurra! —gritó Pippin incorporándose de un salto—. ¡He aquí a nuestro
noble primo! ¡Abran paso a Frodo, Señor del Anillo!
—¡Calla! —dijo Gandalf desde el fondo sombrío del pórtico—. Las cosas
malas no tienen cabida en este valle, pero aun así es mejor no nombrarlas. El
Señor del Anillo no es Frodo, sino el amo de la Torre Oscura de Mordor, ¡cuy o
poder se extiende otra vez sobre el mundo! Estamos en una fortaleza. Afuera
caen las sombras.
—Gandalf ha estado diciéndonos cosas así, todas tan divertidas —dijo Pippin
—. Piensa que es necesario llamarme al orden, pero de algún modo parece
imposible sentirse triste o deprimido en este sitio. Tengo la impresión de que
podría ponerme a cantar, si conociese una canción apropiada.
—Yo también cantaría —rió Frodo—. ¡Aunque por ahora preferiría comer y
beber!
—Eso tiene pronto remedio —dijo Pippin—. Has mostrado tu astucia habitual
levantándote justo a tiempo para una comida.
—¡Más que una comida! ¡Una fiesta! —dijo Merry —. Tan pronto como
Gandalf informó que y a estabas bien, comenzaron los preparativos.
Apenas había acabado de hablar cuando un tañido de campanas los convocó
al salón de la casa.
El salón de la casa de Elrond estaba colmado de gente: elfos en su may oría,
aunque había unos pocos huéspedes de otra especie. Elrond estaba sentado en un
sillón a la cabecera de una mesa larga sobre el estrado; a un lado tenía a
Glorfindel y al otro a Gandalf.
Frodo los observó maravillado, pues nunca había visto a Elrond, de quien se
hablaba en tantos relatos; y sentados a la izquierda y a la derecha, Glorfindel y
aun Gandalf, a quienes creía conocer tan bien, se le revelaban como grandes y
poderosos señores.
Gandalf era de menor estatura que los otros dos, pero la larga melena blanca,
la abundante barba gris y los anchos hombros, le daban un aspecto de rey sabio,
salido de antiguas ley endas. En la cara trabajada por los años, bajo las espesas
cejas nevadas, los ojos oscuros eran como carbones encastrados que de súbito
podían encenderse y arder.
Glorfindel era alto y erguido, el cabello de oro resplandeciente, la cara joven
y hermosa, libre de temores y luminosa de alegría; los ojos brillantes y vivos y la
voz como una música; había sabiduría en aquella frente y fuerza en aquella
mano.
El rostro de Elrond no tenía edad; no era ni joven ni viejo, aunque uno podía
leer en él el recuerdo de muchas cosas, felices y tristes. Tenía el cabello oscuro
como las sombras del atardecer y ceñido por una diadema de plata; los ojos eran
grises como la claridad de la noche y en ellos había una luz semejante a la luz de
las estrellas. Parecía venerable como un rey coronado por muchos inviernos y
vigoroso sin embargo como un guerrero probado en la plenitud de sus fuerzas.
Era el Señor de Rivendel, poderoso tanto entre los elfos como entre los hombres.
En el centro de la mesa, apoy ada en los tapices que pendían del muro, había
una silla bajo un dosel y allí estaba sentada una hermosa dama —tan parecida a
Elrond—, bajo forma femenina, que no podía ser» , pensó Frodo, « Sino una
pariente próxima» . Era joven y al mismo tiempo no lo era, pues aunque la
escarcha no había tocado las trenzas de pelo sombrío y los brazos blancos y el
rostro claro eran tersos y sin defecto y la luz de las estrellas le brillara en los ojos,
grises como una noche sin nubes, había en ella verdadera majestad, y la mirada
revelaba conocimiento y sabiduría, como si hubiera visto todas las cosas que
traen los años. Le cubría la cabeza una red de hilos de plata entretejida con
pequeñas gemas de un blanco resplandeciente, pero las delicadas vestiduras
grises no tenían otro adorno que un cinturón de hojas cinceladas en plata.
Así vio Frodo a Arwen, hija de Elrond, a quien pocos mortales habían visto
hasta entonces y de quien se decía que había traído de nuevo a la tierra la imagen
viva de Lúthien; y la llamaban Undómiel, pues era la Estrella de la Tarde para su
pueblo. Había permanecido mucho tiempo en la tierra de la familia de la madre,
en Lórien, más allá de las montañas, y había regresado hacía poco a Rivendel, a
la casa del padre. Pero los dos hermanos de Arwen, Elladan y Elrohir, llevaban
una vida errante y a menudo iban a caballo hasta muy lejos junto con los
Montaraces del Norte; y jamás olvidaban los tormentos que la madre de ellos
había sufrido en los antros de los orcos.
Frodo no había visto ni había imaginado nunca belleza semejante en una
criatura viviente, y el hecho de encontrarse sentado a la mesa de Elrond entre
tanta gente alta y hermosa lo sorprendía y abrumaba a la vez. Aunque tenía una
silla apropiada y contaba con el auxilio de varios almohadones, se sentía muy
pequeño y bastante fuera de lugar; pero esta impresión pasó rápidamente. La
fiesta era alegre y la comida todo lo que un estómago hambriento pudiese desear.
Pasó un tiempo antes que mirara de nuevo alrededor o se volviera hacia la gente
vecina.
Buscó primero a sus amigos. Sam había pedido que le permitieran atender a
su amo, pero le respondieron que por esta vez él era invitado de honor. Frodo
podía verlo ahora junto al estrado, sentado con Pippin y Merry a la cabecera de
una mesa lateral. No alcanzó a ver a Trancos.
A la derecha de Frodo estaba sentado un enano que parecía importante,
ricamente vestido. La barba, muy larga y bifurcada, era blanca, casi tan blanca
como el blanco de nieve de las ropas. Llevaba un cinturón de plata, y una cadena
de plata y diamantes le colgaba del cuello. Frodo dejó de comer para mirarlo.
—¡Bienvenido y feliz encuentro! —dijo el enano volviéndose hacia él y
levantándose del asiento hizo una reverencia—. Glóin, para servir a usted —dijo
inclinándose todavía más.
—Frodo Bolsón, para servir a usted y a la familia de usted —dijo Frodo
correctamente, levantándose sorprendido y desparramando los almohadones—.
¿Me equivoco al pensar que es usted el Glóin, uno de los doce compañeros del
gran Thorin Escudo-de-Roble?
—No se equivoca —dijo el enano, juntando los almohadones y ay udando
cortésmente a Frodo a volver a la silla—. Y y o no pregunto, pues y a me han
dicho que es usted pariente y heredero de nuestro célebre amigo Bilbo.
Permítame felicitarlo por su restablecimiento.
—Muchas gracias —dijo Frodo.
—Ha tenido usted aventuras muy extrañas, he oído —dijo Glóin—. No
alcanzo a imaginarme qué motivo pueden tener cuatro hobbits para emprender
un viaje tan largo. Nada semejante había ocurrido desde que Bilbo estuvo con
nosotros. Pero quizá y o no debiera hacer preguntas tan precisas, pues ni Elrond ni
Gandalf parecen dispuestos a hablar del asunto.
—Pienso que no hablaremos de eso, al menos por ahora —dijo Frodo
cortésmente. Entendía que, aun en la casa de Elrond, el Anillo no era tema
común de conversación y de cualquier modo deseaba olvidar las dificultades
pasadas, por un tiempo—. Pero y o también me pregunto —continuó— qué traerá
a un enano tan importante a tanta distancia de la Montaña Solitaria.
Glóin lo miró.
—Si todavía no lo sabe, tampoco hablaremos de eso, me parece. El Señor
Elrond nos convocará a todos muy pronto, creo, y oiremos entonces muchas
cosas. Pero hay todavía otras, de las que se puede hablar.
Conversaron durante todo el resto de la comida, pero Frodo escuchaba más
de lo que hablaba, pues las noticias de la Comarca, aparte de las que se referían
al Anillo, parecían menudas, lejanas e insignificantes, mientras que Glóin en
cambio tenía mucho que decir de las regiones septentrionales de las Tierras
Ásperas. Frodo supo que Grimbeorn el Viejo, hijo de Beorn, era ahora el señor
de muchos hombres vigorosos y que ni orcos ni lobos se atrevían a entrar en su
país, entre las montañas y el Bosque Negro.
—En verdad —dijo Glóin—, si no fuera por los Beórnidas, ir del valle a
Rivendel hubiese sido imposible desde hace mucho tiempo. Son hombres
valientes y mantienen abierto el Paso Alto y el Vado de Carroca. Pero el peaje
es elevado —añadió sacudiendo la cabeza—, y como los Beorn de antaño, no
gustan mucho de los enanos. Sin embargo, son gente en la que se puede confiar y
eso es mucho en estos días. Pero en ninguna parte hay hombres que nos
muestren tanta amistad como los del valle. Son buena gente los Bárdidos. El nieto
de Bard el Arquero es quien los gobierna, Brand hijo de Bain hijo de Bard. Es un
rey poderoso, y sus dominios llegan ahora muy al sur y al este de Esgarot.
—¿Y qué me dice de la gente de usted? —preguntó Frodo.
—Hay mucho que decir, bueno y malo —respondió Glóin—, pero casi todo
bueno. Hemos tenido suerte hasta ahora, aunque no escapamos al
ensombrecimiento de la época. Si realmente quiere oír de nosotros, le daré todas
las noticias que quiera. ¡Pero hágame callar cuando esté cansado! La lengua se
les suelta a los enanos cuando hablan de sí mismos, dicen.
Y luego de esto Glóin se embarcó en un largo relato sobre el Reino de los
Enanos. Le encantaba haber encontrado un oy ente tan cortés, pues Frodo no daba
señales de fatiga y no trataba de cambiar el tema, aunque en verdad pronto se
encontró perdido entre los extraños nombres de personas y lugares de los que
nunca había oído hablar. Le interesó saber sin embargo que Dáin reinaba todavía
bajo la montaña, que era viejo (habiendo cumplido y a doscientos cincuenta
años), venerable y fabulosamente rico. De los diez compañeros que habían
sobrevivido a la Batalla de los Cinco Ejércitos, siete estaban todavía con él:
Dwalin, Glóin, Dori, Nori, Bifur, Bofur y Bombur. Bombur era ahora tan gordo
que no podía trasladarse por sus propios medios de la cama a la mesa, y se
necesitaban seis jóvenes enanos para levantarlo.
—¿Y qué se hizo de Balin y Ori y Oin? —preguntó Frodo.
Una sombra cruzó la cara de Glóin.
—No lo sabemos —respondió—. He venido a pedir consejo a gentes que
moran en Rivendel en gran parte a causa de Balin. ¡Pero por esta noche
hablemos de cosas más alegres!
Glóin se puso entonces a hablar de las obras de los enanos y le comentó a
Frodo los trabajos que habían emprendido en el valle y bajo la montaña.
—Hemos trabajado bien —dijo—, pero en metalurgia no podemos rivalizar
con nuestros padres, muchos de cuy os secretos se han perdido. Hacemos buenas
armaduras y espadas afiladas, pero las hojas y las cotas de malla no pueden
compararse con las de antes de la venida del dragón. Sólo en minería y en
construcciones hemos superado los viejos tiempos. ¡Tendría usted que ver los
canales del valle, Frodo, y las montañas y las fuentes! ¡Tendría usted que ver las
calzadas de piedras de distintos colores! ¡Y las salas y calles subterráneas con
arcos tallados como árboles y las terrazas y torres que se alzan en las faldas de la
montaña! Vería usted entonces que no hemos estado ociosos.
—Iré y lo veré, si me es posible alguna vez —dijo Frodo—. ¡Cómo se hubiera
sorprendido Bilbo viendo todos esos cambios en la Desolación de Smaug!
Glóin miró a Frodo y sonrió.
—¿Usted quería mucho a Bilbo, no es así? preguntó.
—Sí —respondió Frodo—. Preferiría verlo a él antes que todas las torres y
palacios del mundo.
El banquete concluy ó por fin. Elrond y Arwen se incorporaron y atravesaron la
sala y los invitados los siguieron en orden. Las puertas se abrieron de par en par y
todos salieron a un pasillo ancho y cruzaron otras puertas y llegaron a otra sala.
No había mesas allí, pero un fuego claro ardía en una amplia chimenea entre
pilares tallados a un lado y a otro.
Frodo se encontró marchando al lado de Gandalf.
—Esta es la Sala del Fuego —dijo el mago—. Escucharás aquí muchas
canciones y relatos, si consigues mantenerte despierto. Pero fuera de las grandes
ocasiones la sala está siempre vacía y silenciosa y sólo vienen aquí quienes
buscan tranquilidad y recogimiento. La chimenea está encendida todo el año,
pero casi no hay otra luz.
Mientras Elrond entraba e iba hacia el asiento preparado para él, unos
trovadores elfos comenzaron a tocar una música suave. La sala se fue llenando
lentamente y Frodo observó con deleite las muchas caras hermosas que se
habían reunido allí; la luz dorada del fuego jugueteaba sobre las distintas
facciones y relucía en los cabellos. De pronto vio, no muy lejos del extremo
opuesto del fuego, una pequeña figura oscura sentada en un taburete, la espalda
apoy ada en una columna. Junto a él, en el suelo, un tazón y un poco de pan.
Frodo se preguntó si el personaje estaría enfermo (si alguien podía enfermarse
en Rivendel), y no habría podido asistir al festín. Parecía dormir, la cabeza
inclinada sobre el pecho, y ocultaba la cara en un pliegue del manto negro.
Elrond se adelantó y se quedó de pie junto a la silenciosa figura.
—¡Despierta, pequeño señor! —dijo con una sonrisa. En seguida se volvió
hacia Frodo y le indicó que se acercara—. He aquí llegada la hora que tanto has
deseado, Frodo. He aquí un amigo que te ha faltado mucho tiempo.
La figura oscura alzó la cabeza y se descubrió la cara.
—¡Bilbo! —gritó Frodo reconociéndolo de pronto y dando un salto hacia
adelante.
—¡Hola, Frodo, mi muchacho! —dijo Bilbo—. Así que llegaste al fin.
Esperaba que tuvieras éxito. ¡Bueno, bueno! De modo que estos festejos son
todos en tu honor, me han dicho. Espero que lo hay as pasado bien.
—¿Por qué no estuviste presente? —gritó Frodo—. ¿Y por qué no me
permitieron que te viera antes?
—Porque estabas dormido. Pero y o te vi bastante. He estado sentado a tu lado
junto con Sam todos estos días. Pero en cuanto a la fiesta, y a no frecuento mucho
esas cosas. Y tenía otra cosa que hacer.
—¿Qué estabas haciendo?
—Bueno, estaba sentado aquí, meditando. Lo hago con frecuencia desde hace
un tiempo y este sitio es en general el más adecuado. ¡Despierta, qué noticia! —
dijo Bilbo guiñándole un ojo a Elrond. Frodo alcanzó a ver un centelleo en el ojo
de Bilbo y no advirtió ninguna señal de somnolencia—. ¡Despierta! No estaba
dormido, señor Elrond. Si queréis saberlo, habéis venido todos demasiado pronto
de la fiesta y me habéis perturbado… mientras componía una canción. Me
enredé en una línea o dos y estaba recomponiendo los versos, pero supongo que
ahora y a no tienen remedio. Habéis cantado tanto que las ideas se me fueron de
la cabeza. Tendré que recurrir a mi amigo el Dúnadan para que me ay ude.
¿Dónde está?
Elrond rió.
—Lo encontraremos —dijo—. Luego los dos os iréis a un rincón a acabar
vuestra tarea y nosotros la oiremos y la juzgaremos antes que terminen los
festejos. Se enviaron mensajeros en busca del amigo de Bilbo, aunque nadie
sabía dónde estaba, ni por qué no había asistido al banquete.
Mientras tanto Frodo y Bilbo se sentaron y Sam se acercó rápidamente y se
quedó junto a ellos. Frodo y Bilbo hablaron en voz baja, sin prestar atención a la
alegría y a la música que estallaban en la sala de un extremo a otro. Bilbo no
tenía mucho que decir de sí mismo. Luego de dejar Hobbiton había ido como sin
rumbo, siguiendo a veces el camino, o cruzando los campos a un lado o a otro,
pero de algún modo había caminado todo el tiempo hacia Rivendel.
—Llegué aquí sin muchas aventuras —dijo—, y luego de un descanso fui
hasta el valle acompañando a los enanos: mi último viaje. Ya no iré por los
caminos. El viejo Balin había partido. Entonces volví aquí y aquí me he quedado
hasta ahora. He estado ocupado. He seguido escribiendo mi libro. Y compuse
algunas canciones, por supuesto. Las cantan aquí de vez en cuando: aunque sólo
para complacerme, creo y o; pues no son bastante buenas para Rivendel,
naturalmente. Y escucho y pienso. Aquí parece que el tiempo no pasara: existe,
nada más. Un sitio notable desde cualquier punto de vista.
» Me han llegado toda clase de noticias de más allá de las montañas y del Sur,
pero ninguna de la Comarca. He tenido noticias del Anillo, por supuesto. Gandalf
ha estado aquí a menudo. Aunque no me contó gran cosa; en estos últimos años
se ha vuelto cada vez más reservado. El Dúnadan me dijo más. ¡Imagínate mi
Anillo causando tantos problemas! Es una lástima que Gandalf no lo hubiese
averiguado antes. Yo mismo podía haberlo traído aquí hace mucho sin tantas
dificultades. Pensé alguna vez en volver a buscarlo a Hobbiton, pero estoy
poniéndome viejo y ellos no me dejarían: Gandalf y Elrond quiero decir.
Parecen pensar que el enemigo revuelve cielo y tierra buscándome y que me
haría picadillo si me sorprendiera al descubierto.
» Y Gandalf dijo: "Bilbo, el Anillo ha pasado a otro. No sería bueno para ti ni
para nadie si te entremetieras otra vez." Curiosa observación, digna de Gandalf.
Pero me dijo que cuidaba de ti, de modo que no me preocupé. Me hace
terriblemente feliz verte sano y salvo.
Hizo una pausa y miró a Frodo como dudando.
—¿Lo tienes aquí? —preguntó en un murmullo—. No me aguanto de
curiosidad, entiendes, luego de todo lo que he oído. Me gustaría mucho echarle un
vistazo.
—Sí, lo tengo aquí —respondió Frodo, sintiendo de pronto una rara resistencia
—. Tiene el mismo aspecto de siempre.
—Bueno, me gustaría verlo un momento, nada más —dijo Bilbo.
Mientras se vestía, Frodo había descubierto que le habían colgado al cuello el
Anillo y que la cadena era nueva, liviana y fuerte. Sacó lentamente el Anillo.
Bilbo extendió la mano. Pero Frodo retiró en seguida el Anillo. Descubrió con
pena y asombro que y a no miraba a Bilbo; parecía como si una sombra hubiese
caído entre ellos y detrás de esa sombra alcanzaba a ver una criatura menuda y
arrugada, de rostro ávido y manos huesudas y temblorosas. Tuvo ganas de
golpearla.
La música y los cantos de alrededor se apagaron de algún modo y hubo un
silencio. Bilbo echó una rápida mirada a la cara de Frodo y se pasó una mano por
los ojos.
—Ahora entiendo —dijo—. ¡Apártalo! Lo lamento; lamento que te hay a
tocado esa carga: lo lamento todo. ¿Las aventuras no terminan nunca? Supongo
que no. Alguien tiene que llevar adelante la historia. Bueno, no puede evitarse.
Me pregunto si valdrá la pena que termine mi libro. Pero no nos preocupemos
por eso ahora. ¡Veamos las noticias! ¡Cuéntame de la Comarca!
Frodo ocultó el Anillo y la sombra pasó dejando apenas una hilacha de
recuerdo. La luz y la música de Rivendel lo rodearon otra vez. Bilbo sonreía y
reía, feliz. Todas las noticias que Frodo le daba de la Comarca —ahora de cuando
en cuando aumentadas y corregidas por Sam— le parecían del may or interés,
desde la tala de un arbolito hasta las travesuras del niño más pequeño de
Hobbiton. Estaban tan absortos en los acontecimientos de las Cuatro Cuadernas
que no advirtieron la llegada de un hombre vestido de verde oscuro. Durante
algunos minutos se quedó mirándolos con una sonrisa.
De pronto Bilbo alzó los ojos.
—¡Ah, al fin llegaste, Dúnadan! —exclamó.
—¡Trancos! —dijo Frodo—. Parece que tienes muchos nombres.
—Bueno, Trancos nunca lo había oído hasta ahora —dijo Bilbo—. ¿Por qué lo
llamas así?
—Así me llaman en Bree —dijo Trancos riéndose— y así fui presentado.
—¿Y por qué lo llamas tú Dúnadan? —preguntó Frodo.
—El Dúnadan —dijo Bilbo—. Así lo llaman aquí a menudo. Pensé que
conocías bastante élfico como para entender dún-adan: Hombre del Oeste,
Númenorean. ¡Pero no es momento de lecciones! —Se volvió hacia Trancos.
¿Dónde has estado, amigo mío? ¿Por qué no asististe al festín? La Dama Arwen
estaba presente.
Trancos miró gravemente a Bilbo.
—Lo sé —dijo—, pero a menudo tengo que dejar la alegría a un lado.
Elladan y Elrohir han vuelto inesperadamente de las Tierras Ásperas y traían
noticias que y o quería oír en seguida.
—Bueno, querido compañero —dijo Bilbo—, ahora que oíste las noticias,
¿puedes dedicarme un momento? Necesito tu ay uda en algo urgente. Elrond dice
que mi canción tiene que estar terminada antes de la noche y me encuentro en
un atolladero. ¡Vay amos a un rincón a darle un último toque!
Trancos sonrió.
—¡Vamos! —dijo—. ¡Házmela escuchar!
Dejaron un rato a Frodo a solas consigo mismo, pues Sam dormía ahora, y el
hobbit se sintió como aislado del mundo y bastante abandonado, aunque todas las
gentes de Rivendel se apretaban alrededor. Pero quienes estaban más cerca
callaban, atentos a la música de las voces y los instrumentos, sin reparar en
ninguna otra cosa. Frodo se puso a escuchar.
Al principio y tan pronto como prestó atención, la belleza de las melodías y
de las palabras entrelazadas en lengua élfica, aunque entendía poco, obraron
sobre él como un encantamiento. Le pareció que las palabras tomaban forma y
visiones de tierras lejanas y objetos brillantes que nunca había visto hasta
entonces se abrieron ante él; y la sala de la chimenea se transformó en una
niebla dorada sobre mares de espuma que suspiraban en las márgenes del
mundo. Luego el encantamiento fue más parecido a un sueño y en seguida sintió
que un río interminable de olas de oro y plata venía acercándose, demasiado
inmenso para que él pudiera abarcarlo; el río fue parte del aire vibrante que lo
rodeaba, lo empapaba y lo inundaba. Frodo se hundió bajo el peso
resplandeciente del agua y entró en un profundo reino de sueños. Allí fue
largamente de un lado a otro en un sueño de música que se transformaba en agua
corriente y luego en una voz. Parecía la voz de Bilbo, que cantaba un poema.
Débiles al principio y luego más claras se alzaron las palabras.
Eärendil era un marino
que en Arvernien se demoró;
y un bote hizo en Nimrethel
de madera de árboles caídos;
tejió las velas de hermosa plata,
y los faroles fueron de plata;
el mascarón de proa era un cisne
y había luz en las banderas.
De una panoplia de antiguos reyes
obtuvo anillos encadenados,
un escudo con letras rúnicas
para evitar desgracias y heridas,
un arco de cuerno de dragón
y flechas de ébano tallado;
la cota de malla era de plata
y la vaina de piedra calcedonia,
de acero la espada infatigable
y el casco alto de adamanto;
llevaba en la cimera una pluma de águila
y sobre el pecho una esmeralda.
Bajo la luna y las estrellas
erró alejándose del norte,
extraviándose en sendas encantadas
más allá de los días de las tierras mortales.
De los chirridos del Hielo Apretado,
donde las sombras yacen en colinas heladas,
de los calores infernales y del ardor de los desiertos
huyó de prisa, y errando todavía
por aguas sin estrellas de allá lejos
llegó al fin a la Noche de la Nada,
y así pasó sin alcanzar a ver
la luz deseada, la orilla centelleante.
Los vientos de la cólera se alzaron arrastrándolo
y a ciegas escapó de la espuma
del este hacia el oeste, y de pronto
volvió rápidamente al país natal.
La alada Elwin vino entonces a él
y la llama se encendió en las tinieblas;
más clara que la luz del diamante
ardía el fuego encima del collar;
y en él puso el Silmaril
coronándolo con una luz viviente;
Eärendil, intrépido, la frente en llamas,
viró la proa, y en aquella noche
del Otro Mundo más allá del Mar
furiosa y libre se alzó una tormenta,
un viento poderoso en Termanel,
y como la potencia de la muerte
soplando y mordiendo arrastró el bote
por sitios que los mortales no frecuentan
y mares grises hace tiempo olvidados;
y así Eärendil pasó del este hacia el oeste.
Cruzando la Noche Eterna fue llevado
sobre las olas negras que corrían
por sombras y por costas inundadas
ya antes que los Días empezaran,
hasta que al fin en márgenes de perlas
donde las olas siempre espumosas
traen oro amarillo y joyas pálidas,
donde termina el mundo, oyó la música.
Vio la montaña que se alzaba en silencio
donde el crepúsculo se tiende en las rodillas
de Valinor, y vio a Eldamar
muy lejos más allá de los mares.
Vagabundo escapado de la noche
llegó por último a un puerto blanco,
al hogar de los elfos claro y verde,
de aire sutil; pálidas como el vidrio,
al pie de la colina de Ilmarin
resplandeciendo en un valle abrupto
las torres encendidas del Tirion
se reflejan allí, en el Lago de Sombras.
Allí dejó la vida errante
y le enseñaron canciones,
los sabios le contaron maravillas de antaño,
y le llevaron arpas de oro.
De blanco élfico lo vistieron
y precedido por siete luces
fue hasta la oculta tierra abandonada
cruzando el Calacirian.
Al fin entró en los salones sin tiempo
donde brillando caen los años incontables,
y reina para siempre el Rey Antiguo
en la montaña escarpada de Ilmarin;
palabras desconocidas se dijeron entonces
de la raza de los hombres y de los elfos,
le mostraron visiones del trasmundo
prohibidas para aquellos que allí viven.
Un nuevo barco para él construyeron
de mitrhil y de vidrio élfico,
de proa brillante; ningún remo desnudo,
ninguna vela en el mástil de plata:
el Silmaril como linterna
y en la bandera un fuego vivo
puesto allí mismo por Elbereth,
y otorgándole alas inmortales
impuso a Eärendil un eterno destino:
navegar por los cielos sin orillas
detrás del Sol y la luz de la Luna.
De las altas colinas de Evereven
donde hay dulces manantiales de plata
las alas lo llevaron, como una luz errante,
más allá del Muro de la Montaña.
Del fin del mundo entonces se volvió
deseando encontrar otra vez
la luz del hogar; navegando entre sombras
y ardiendo como una estrella solitaria
fue por encima de las nieblas
como fuego distante delante del sol,
maravilla que precede al alba,
donde corren las aguas de Norlanda.
Y así pasó sobre la Tierra Media
y al fin oyó los llantos de dolor
de las mujeres y las vírgenes élficas
de los Tiempos Antiguos, de los días de antaño.
Pero un destino implacable pesaba sobre él:
hasta la desaparición de la Luna
pasar como una estrella en órbita
sin detenerse nunca en las orillas
donde habitan los mortales, heraldo
de una misión que no conoce descanso
llevar allá lejos la claridad resplandeciente,
la luz flamígera de Oesternesse.
El canto cesó. Frodo abrió los ojos y vio que Bilbo estaba sentado en el
taburete en medio de un círculo de oy entes que sonreían y aplaudían.
—Ahora oigámoslo de nuevo —dijo un elfo.
Bilbo se incorporó e hizo una reverencia.
—Me siento halagado, Lindir —dijo—. Pero sería demasiado cansado
repetirlo de cabo a rabo.
—No demasiado cansado para ti —dijeron los elfos riendo—. Sabes que
nunca te cansas de recitar tus propios versos. ¡Pero en verdad una sola audición
no nos basta para responder a tu pregunta!
—¡Qué! —exclamó Bilbo—. ¿No podéis decir qué partes son mías y cuáles
de Dúnadan?
—No es fácil para nosotros señalar diferencias entre dos mortales —dijo el
elfo.
—Tonterías, Lindir —gruñó Bilbo—. Si no puedes distinguir entre un hombre
y un hobbit, tu juicio es más pobre de lo que y o había imaginado. Son como
guisantes y manzanas, así de diferentes.
—Quizás. A una oveja otra oveja le parece sin duda diferente —rió Lindir—.
O a un pastor. Pero no nos hemos dedicado a estudiar a los mortales. Hemos
tenido otras ocupaciones.
—No discutiré contigo —dijo Bilbo—. Tengo sueño luego de tanta música y
canto. Dejaré que lo adivines, si tienes ganas.
Se incorporó y fue hacia Frodo.
—Bueno, se terminó —dijo en voz baja—. Salí mejor parado de lo que creía.
Pocas veces me piden una segunda audición. ¿Qué piensas tú?
—No trataré de adivinar —dijo Frodo sonriendo.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Bilbo—. En realidad es todo mío. Aunque
Aragorn insistió en que incluy era una piedra verde. Parecía creer que era
importante. No sé por qué. Pensaba además que el tema era superior a mis
fuerzas y me dijo que si y o tenía la osadía de hacer versos acerca de Eärendil en
casa de Elrond era asunto mío. Creo que tenía razón.
—No sé —dijo Frodo—. A mí me pareció adecuado de algún modo, aunque
no podría decirte por qué. Estaba casi dormido cuando empezaste y me pareció
la continuación de un sueño. No caí en la cuenta de que estabas aquí cantando
sino casi cerca del fin.
—Es difícil mantenerse despierto en este sitio, hasta que te acostumbras —
dijo Bilbo—. Aparte de que los hobbits nunca llegarán a necesitar de la música y
la poesía tanto como los elfos. Parece que los necesitaran como la comida o más.
Seguirán así por mucho tiempo hoy. ¿Qué te parece si nos escabullimos y
tenemos por ahí una charla tranquila?
—¿Podemos hacerlo? —dijo Frodo.
—Por supuesto. Esto es una fiesta, no una obligación. Puedes ir y venir como
te plazca, si no haces ruido.
Se pusieron de pie y se retiraron en silencio a las sombras y fueron hacia la
puerta. A Sam lo dejaron atrás, durmiendo con una sonrisa en los labios. A pesar
de la satisfacción de estar en compañía de Bilbo, Frodo sintió una punzada de
arrepentimiento cuando dejaron la Sala del Fuego. Cruzaban aún el umbral
cuando una voz clara entonó una canción.
A Elbereth Gilthoniel,
silivren penna míriel
o menel aglar elenath!
Na-chaered palan-díriel
o galadhremmin ennorath,
Fanuilos, le linnathon
nef aear, sí nef aearon!
Frodo se detuvo un momento volviendo la cabeza. Elrond estaba en su silla y
el fuego le iluminaba la cara como la luz de verano entre los árboles. Cerca
estaba sentada la Dama Arwen. Sorprendido, Frodo vio que Aragorn estaba de
pie junto a ella. Llevaba recogido el manto oscuro y parecía estar vestido con la
cota de malla de los elfos y una estrella le brillaba en el pecho. Hablaban juntos.
De pronto le pareció a Frodo que Arwen se volvía hacia la puerta y que la luz de
los ojos de la joven caía sobre él desde lejos y le traspasaba el corazón.
Se quedó allí como esperando mientras las dulces sílabas de la canción élfica
le llegaban como joy as claras de palabras y música.
—Es un canto a Elbereth —dijo Bilbo—. Cantarán esa canción y otras del
Reino Bienaventurado muchas veces esta noche. ¡Vamos!
Fueron hasta el cuartito de Bilbo que se abría sobre los jardines y miraba al
sur por encima de las barrancas del Bruinen. Allí se sentaron un rato, mirando
por la ventana las estrellas brillantes sobre los bosques que crecían en las laderas
abruptas y charlando en voz baja. No hablaron más de las menudas noticias de la
Comarca distante, ni de las sombras oscuras y los peligros que los habían
amenazado, sino de las cosas hermosas que habían visto juntos en el mundo, de
los elfos, de las estrellas, de los árboles y de la dulce declinación del año brillante
en los bosques.
Alguien golpeó al fin la puerta.
—Con el perdón de ustedes —dijo Sam asomando la cabeza—, pero me
preguntaba si necesitarían algo.
—Con tu perdón, Sam Gamy i —replicó Bilbo—. Sospecho que quieres decir
que es hora de que tu amo se vay a a la cama.
—Bueno, señor, hay un Concilio mañana temprano, he oído, y hoy es el
primer día que pasa levantado.
—Tienes mucha razón, Sam —rió Bilbo—. Puedes ir a decirle a Gandalf que
Frodo y a se fue a acostar. ¡Buenas noches, Frodo! ¡Qué bueno ha sido verte otra
vez! En verdad, para una buena conversación no hay nadie como los hobbits. Me
estoy poniendo viejo y y a me pregunto si llegaré a ver los capítulos que te
corresponderán en nuestra historia. ¡Buenas noches! Estiraré un rato las piernas,
me parece, y miraré las estrellas de Elbereth desde el jardín. ¡Que duermas
bien!
2
El Concilio de Elrond
A la
mañana siguiente Frodo despertó temprano, sintiéndose descansado y bien.
Caminó a lo largo de las terrazas que dominaban las aguas tumultuosas del
Bruinen y observó el sol pálido y fresco que se elevaba por encima de las
montañas distantes proy ectando unos ray os oblicuos a través de la tenue niebla
de plata; el rocío refulgía sobre las hojas amarillas y las telarañas centelleaban
en los arbustos. Sam caminaba junto a Frodo, sin decir nada, pero husmeando el
aire y mirando una y otra vez con ojos asombrados las grandes elevaciones del
este. La nieve blanqueaba las cimas.
En una vuelta del sendero, sentados en un banco tallado en la Piedra,
tropezaron con Gandalf y Bilbo que conversaban, abstraídos.
—¡Hola! ¡Buenos días! —dijo Bilbo—. ¿Listo para el gran Concilio?
—Listo para cualquier cosa —respondió Frodo—. Pero sobre todas las cosas
me gustaría caminar un poco y explorar el valle. Me gustaría visitar esos pinares
de allá arriba. —Señaló las alturas del lado norte de Rivendel.
—Quizás encuentres la ocasión más tarde —dijo Gandalf—. Hoy hay mucho
que oír y decidir.
De pronto mientras caminaban se oy ó el claro tañido de una campana.
—Es la campana que llama al Concilio de Elrond —exclamó Gandalf—.
¡Vamos! Se requiere tu presencia y la de Bilbo.
Frodo y Bilbo siguieron rápidamente al mago a lo largo del camino serpeante
que llevaba a la casa; detrás de ellos trotaba Sam, que no estaba invitado y a
quien habían olvidado por el momento. Gandalf los llevó hasta el pórtico donde
Frodo había encontrado a sus amigos la noche anterior. La luz de la clara mañana
otoñal brillaba ahora sobre el valle. El ruido de las aguas burbujeantes subía
desde el espumoso lecho del río. Los pájaros cantaban y una paz serena se
extendía sobre la tierra. Para Frodo, la peligrosa huida, los rumores de que la
oscuridad estaba creciendo en el mundo exterior, le parecían ahora meros
recuerdos de un sueño agitado, pero las caras que se volvieron hacia ellos a la
entrada de la sala eran graves.
Elrond estaba allí y muchos otros que esperaban sentados en Silencio,
alrededor. Frodo vio a Glorfindel y Glóin; y en un rincón estaba sentado Trancos,
envuelto otra vez en aquellas gastadas ropas de viaje. Elrond le indicó a Frodo
que se sentara junto a él y lo presentó a la compañía, diciendo:
—He aquí, amigos míos, al hobbit Frodo, hijo de Drogo. Pocos han llegado
atravesando peligros más grandes o en una misión más urgente.
Luego señaló y nombró a todos aquellos que Frodo no conocía aún. Había un
enano joven junto a Glóin: su hijo Gimli. Al lado de Glorfindel se alineaban otros
consejeros de la casa de Elrond, de quienes Erestor era el jefe; y unto a él se
encontraba Galdor, un elfo de los Puertos Grises a quien Cirdan, el carpintero de
barcos, le había encomendado una misión. Estaba allí también un elfo extraño,
vestido de castaño y verde, Legolas, que traía un mensaje de su padre, Thranduil,
el Rey de los Elfos del Bosque Negro del Norte. Y sentado un poco aparte había
un hombre alto de cara hermosa y noble, cabello oscuro y ojos grises, de mirada
orgullosa y seria.
Estaba vestido con manto y botas, como para un viaje a caballo, y en verdad
aunque las ropas eran ricas y el manto tenía borde de piel, parecía venir de un
largo viaje. De una cadena de plata que tenía al cuello colgaba una piedra
blanca; el cabello le llegaba a los hombros. Sujeto a un tahalí llevaba un cuerno
grande guarnecido de plata que ahora apoy aba en las rodillas. Examinó a Frodo
y Bilbo con repentino asombro.
—He aquí —dijo Elrond volviéndose hacia Gandalf— a Boromir, un hombre
del Sur. Llegó en la mañana gris y busca consejo. Le pedí que estuviera presente,
pues las preguntas que trae tendrán aquí respuesta.
No es necesario contar ahora todo lo que se habló y discutió en el Concilio. Se
dijeron muchas cosas a propósito de los acontecimientos del mundo exterior,
especialmente en el Sur y en las vastas regiones que se extendían al este de las
montañas. De todo esto Frodo y a había oído muchos rumores, pero el relato de
Glóin era nuevo para él y escuchó al enano con atención. Era evidente que en
medio del esplendor de los trabajos manuales los enanos de la Montaña Solitaria
estaban bastante perturbados.
—Hace y a muchos años —dijo Glóin— una sombra de inquietud cay ó sobre
nuestro pueblo. Al principio no supimos decir de dónde venía. Hubo ante todo
murmullos secretos: se decía que vivíamos encerrados en un sitio estrecho y que
en un mundo más ancho encontraríamos may ores riquezas y esplendores.
Algunos hablaron de Moria: las poderosas obras de nuestros padres que en la
lengua de los enanos llamamos Khazad-dûm y decían que al fin teníamos el
poder y el número suficiente para emprender la vuelta. —Glóin suspiró—.
¡Moria! ¡Moria! ¡Maravilla del mundo septentrional! Allí cavamos demasiado
hondo y despertamos el miedo sin nombre. Mucho tiempo han estado vacías esas
grandes mansiones, desde la huida de los niños de Durin. Pero ahora hablamos de
ella otra vez con nostalgia y sin embargo con temor, pues ningún enano se ha
atrevido a cruzar las puertas de Khazad-dûm durante muchas generaciones de
rey es, excepto Thrór, que pereció. No obstante, Balin prestó atención al fin a los
rumores y resolvió partir y, aunque Dáin no le dio permiso de buena gana, llevó
consigo a Ori y Oin y muchas de nuestras gentes, y fueron hacia el sur.
» Esto ocurrió hace unos treinta años. Durante un tiempo tuvimos noticias y
parecían buenas. Los informes decían que habían entrado en Moria y que habían
iniciado allí grandes trabajos. Luego siguió un silencio y ni una palabra llegó de
Moria desde entonces.
» Más tarde, hace un año, un mensajero llegó a Dáin, pero no de Moria… de
Mordor: un jinete nocturno que llamó a las puertas de Dáin. El Señor Sauron el
Grande, así dijo, deseaba nuestra amistad. Por esto nos daría anillos, como los
que había dado en otro tiempo. Y en seguida el mensajero solicitó información
perentoria sobre los hobbits, de qué especie eran y dónde vivían. "Pues Sauron
sabe", nos dijo, "que conocisteis a uno de ellos en otra época".
» Al oír esto nos sentimos muy confundidos y no contestamos. Entonces el
tono feroz del mensajero se hizo más bajo, y hubiera endulzado la voz, si hubiese
podido. "Sólo como pequeña prueba de amistad Sauron os pide", dijo, "que
encontréis a ese ladrón", tal fue la palabra, "y que le saquéis a las buenas o a las
malas un anillito, el más insignificante de los anillos, que robó hace tiempo. Es
sólo una fruslería, un capricho de Sauron y una demostración de buena voluntad
de vuestra parte. Encontradlo y tres anillos que los señores enanos poseían en otro
tiempo os serán devueltos y el reino de Moria será vuestro para siempre. Dadnos
noticias del ladrón, si todavía vive y dónde y obtendréis una gran recompensa y
la amistad imperecedera del Señor. Rehusad y no os irá tan bien. ¿Rehusáis?".
» El soplo que acompañó a estas palabras fue como el silbido de las serpientes
y aquellos que estaban cerca sintieron un escalofrío, pero Dáin dijo: "No digo ni
sí ni no. Tengo que pensar detenidamente en este mensaje y en lo que significa
bajo tan hermosa apariencia."
» "Piénsalo bien, pero no demasiado tiempo", dijo él.
» "El tiempo que me lleve pensarlo es cosa mía", respondió Dáin.
» "Por el momento", dijo él y desapareció en la oscuridad.
» Desde aquella noche un peso ha agobiado los corazones de nuestros jefes.
No hubiésemos necesitado oír la voz lóbrega del mensajero para saber que
palabras semejantes encerraban a la vez una amenaza y un engaño, pues el
poder que se había aposentado de nuevo en Mordor era el mismo de siempre y
y a nos había traicionado antes. Dos veces regresó el mensajero y las dos veces
se fue sin respuesta. La tercera y última vez, así nos dijo, llegar pronto, antes que
el año acabe.
» Al fin Dáin me encomendó advertirle a Bilbo que el enemigo lo busca y
averiguar, si esto era posible, por qué deseaba ese Anillo, el más insignificante de
los anillos. Deseábamos oír además el consejo de Elrond. Pues la Sombra crece
y se acerca. Hemos sabido que otros mensajeros han llegado hasta el Rey Brand
en el valle y que está asustado. Tememos que ceda. La guerra y a está a punto de
estallar en las fronteras occidentales del valle. Si no respondemos, el enemigo
puede atraerse a algunos hombres y atacar al Rey Brand y también a Dáin.
—Has hecho bien en venir —dijo Elrond—. Oirás hoy todo lo que necesitas
saber para entender los propósitos del enemigo. No hay nada que podáis hacer,
aparte de resistiros, con esperanza o sin ella. Pero no estáis solos. Sabrás que
vuestras dificultades son sólo una parte de las dificultades del mundo del Oeste.
¡El Anillo! ¿Qué haremos con el Anillo, el más insignificante de los Anillos, la
fruslería que es un capricho de Sauron? Ese es el destino que hemos de
considerar.
» Para este propósito habéis sido llamados. Llamados, digo, pero y o no os he
llamado, no os he dicho que vengáis a mí, extranjeros de tierras distantes. Habéis
venido en un determinado momento y aquí estáis todos juntos, parecía que por
casualidad, pero no es así. Creed en cambio que ha sido ordenado de esta
manera: que nosotros, que estamos sentados aquí y no otras gentes, encontremos
cómo responder a los peligros que amenazan al mundo.
» Hoy, por lo tanto, se hablará claramente de cosas que hasta este momento
habían estado ocultas a casi todos. Y como principio y para que todos entiendan
de qué peligro se trata, se contará la historia del Anillo, desde el comienzo hasta
el presente. Y y o comenzaré esa historia, aunque otros la terminen.
Todos escucharon mientras la voz clara de Elrond hablaba de Sauron y los
Anillos de Poder y de cuando fueron forjados en la Segunda Edad del Mundo,
mucho tiempo atrás. Algunos conocían una parte de la historia, pero nadie del
principio al fin, y muchos ojos se volvieron a Elrond con miedo y asombro
mientras les hablaba de los herreros elfos de Eregion y de la amistad que tenían
con las gentes de Moria y de cómo deseaban conocerlo todo y de cómo esta
inquietud los hizo caer en manos de Sauron. Pues en aquel tiempo nadie había
sido testigo de maldad alguna, de modo que recibieron la ay uda de Sauron y se
hicieron muy hábiles, mientras que él en tanto aprendía todos los secretos de la
herrería y los engañaba forjando secretamente en la Montaña de Hierro el Anillo
Único, para dominarlos a todos. Pero Celebrimbor entró en sospechas y escondió
los Tres que había fabricado; y hubo guerra y la tierra fue devastada y las
puertas de Moria se cerraron.
Durante todos los años que siguieron, Celebrimbor buscó la pista del Anillo;
pero como esa historia se cuenta en otra parte y Elrond mismo la ha anotado en
los archivos de Rivendel, no se la recordará aquí. Es una larga historia, colmada
de grandes y terribles aventuras, y aunque Elrond la contó brevemente, el sol
subió en el cielo y la mañana y a casi había pasado antes que él terminara.
Habló de Númenor, de la gloria y la caída del reino y de cómo habían
regresado a la Tierra Media los Rey es de los hombres, traídos desde los abismos
del océano en alas de la tempestad. Luego Elendil el Alto y sus poderosos hijos,
Isildur y Anárion, llegaron a ser grandes señores y fundaron en Arnor el Reino
del Norte y Gondor, cerca de las bocas del Anduin, el Reino del Sur. Pero Sauron
de Mordor los atacó y convinieron la Ultima Alianza de los elfos y los hombres y
las huestes de Gil-galad y Elendil se reunieron en Arnor.
En este punto Elrond hizo una pausa y suspiró.
—Todavía veo el esplendor de los estandartes —dijo—. Me recordaron la
gloria de los Días Antiguos y las huestes de Beleriand, tantos grandes príncipes y
capitanes estaban allí presentes. Y sin embargo no tantos, no tan hermosos como
cuando destruy eron a Thangorodrim y los elfos pensaron que el Mal había
terminado para siempre, lo que no era cierto.
—¿Recuerda usted? —dijo Frodo asombrado, pensando en voz alta—. Pero
y o creía —balbució cuando Elrond se volvió a mirarlo—, y o creía que la caída
de Gil-galad ocurrió hace muchísimo tiempo.
—Así es —respondió Elrond gravemente—. Pero mi memoria llega aún a los
Días Antiguos. Eärendil era mi padre, que nació en Gondolin antes de la caída, y
mi madre era Elwing, hija de Dior, hijo de Lúthien de Doriath. He asistido a tres
épocas en el mundo del Oeste y a muchas derrotas y a muchas estériles
victorias.
» Fui heraldo de Gil-galad y marché con su ejército. Estuve en la Batalla de
Dagorlad frente a la Puerta Negra de Mordor, donde llevábamos ventaja, pues
nada podía resistirse a la lanza de Gil-galad y a la espada de Elendil: Aiglos y
Narsil. Fui testigo del último combate en las laderas del Orodruin donde murió
Gil-galad y cay ó Elendil y Narsil se le quebró bajo el cuerpo, pero Sauron fue
derrotado, e Isildur le sacó el Anillo cortándole la mano con la hoja rota de la
espada de su padre y se lo guardó.
Oy endo estas palabras, Boromir, el extranjero, interrumpió a Elrond.
—¡De modo que eso pasó con el Anillo! —exclamó—. Si alguna vez se oy ó
esa historia en el Sur, hace tiempo que está olvidada. He oído hablar del Gran
Anillo de aquel a quien no nombramos, pero creíamos que había desaparecido
del mundo junto con la destrucción del primer reino. ¡Isildur se lo guardó! Esto sí
que es una noticia.
—Ay, sí —dijo Elrond—. Isildur se lo guardó y se equivocó. Tendría que
haber sido echado al fuego de Orodruin, muy cerca del sitio donde lo forjaron.
Pero pocos advirtieron lo que había hecho Isildur. Estaba solo junto a su padre en
este último combate mortal, y cerca de Gil-galad sólo nos encontrábamos Cirdan
y y o. Pero Isildur no quiso oír nuestros consejos.
» "Lo guardaré como prenda de reparación por mi padre y mi hermano",
dijo, y sin tenernos en cuenta, tomó el anillo y lo conservó como un tesoro. Pero
pronto el Anillo lo traicionó y le causó la muerte, y por eso en el Norte se le
llama el Daño de Isildur. Y sin embargo la muerte era quizá mejor que cualquier
otra cosa que pudiera haberle ocurrido.
» Esas noticias llegaron sólo al Norte y sólo a unos pocos. No es nada raro que
no las hay as oído, Boromir. De la ruina de los Campos Gladios, donde murió
Isildur, no volvieron sino tres hombres, que cruzaron las montañas luego de
muchas idas y venidas. Uno de ellos fue Othar, el escudero de Isildur, quien
llevaba los trozos de la espada de Elendil; y se los trajo a Valandil, heredero de
Isildur, quien se había quedado en Rivendel, pues era todavía un niño.
» ¿Dije que la victoria de la Ultima Alianza había sido estéril? No del todo,
pero no conseguimos lo que esperábamos. Sauron fue debilitado, pero no
destruido. El Anillo se perdió y no alcanzamos a fundirlo. La Torre Oscura fue
demolida, pero quedaron los cimientos; pues habían sido puestos con el poder del
Anillo y mientras hay a Anillo nada podrá desenterrarlos. Muchos elfos y muchos
hombres poderosos y muchos otros amigos habían perecido en la guerra.
Anárion había muerto e Isildur había muerto y Gil-galad y Elendil no estaban
más con nosotros. Nunca jamás habrá otra alianza semejante de elfos y
hombres, pues los hombres se multiplican y los Primeros Nacidos disminuy en y
las dos familias están separadas. Y desde ese día la raza de Númenor ha
declinado y y a tiene menos años por delante.
» En el Norte, luego de la guerra y la masacre de los Campos Gladios, los
Hombres de Oesternesse quedaron muy disminuidos, y la ciudad de Annúminas
a orillas del Lago Evendim fue un montón de ruinas, y los herederos de Valandil
se mudaron y se aposentaron en Fornost en las altas Quebradas del Norte y esto
es ahora también una región desolada. Los hombres la llaman Muros de los
Muertos y temen caminar por allí. Pues el pueblo de Arnor decay ó y los
enemigos los devoraron y el señorío murió dejando sólo unos túmulos verdes en
las colinas de hierbas.
» En el Sur el reino de Gondor duró mucho tiempo y acrecentó su esplendor
durante una cierta época, recordando de algún modo el poderío de Númenor,
antes de la caída. El pueblo de Gondor construy ó torres elevadas, plazas fuertes y
puertos de muchos barcos; y la corona alada de los Rey es de los Hombres fue
reverenciada por gentes de distintas lenguas. La ciudad capital era Osgiliath,
Ciudadela de las Estrellas, que el río atravesaba de parte a parte. Y edificaron
Minas lthil, la Torre de la Luna Naciente, al este, en una estribación de la
Montaña de la Sombra, y al oeste, al pie de las Montañas Blancas, levantaron
Minas Anor, la Torre del Sol Poniente. Allí, en los patios del Rey, crecía un árbol
blanco, nacido de la semilla del árbol que Isildur había traído cruzando las aguas
profundas, y la semilla de ese árbol había venido de Eressëa y antes aún del
Extremo Oeste en el Día anterior a los días en que el mundo era joven.
» Pero mientras los rápidos años de la Tierra Media iban pasando, la línea de
Meneldil hijo de Anárion se extinguió del todo y el árbol se secó y la sangre de
los numenoreanos se mezcló con la de otros hombres menores. Descuidaron la
vigilancia de las Murallas de Mordor y unas criaturas sombrías volvieron
disimuladamente a Gorgoroth. Y luego de un tiempo vinieron criaturas malvadas
y tomaron Minas Ithil y allí se establecieron y lo transformaron en un sitio de
terror, llamado luego Minas Morgul, la Torre de la Hechicería. Luego Minas
Anor fue rebautizada Minas Tirith, la Torre de la Guardia y estas dos ciudades
estuvieron siempre en guerra; Osgiliath, que estaba entre las dos, fue abandonada
y las sombras se pasearon entre sus ruinas.
» Así ha sido durante muchas generaciones. Pero los Señores de Minas Tirith
continúan luchando, desafiando a nuestros enemigos, guardando el pasaje del río,
desde Argonath al mar. Y ahora la parte de la historia que a mí me toca ha
llegado a su fin. Pues en los días de Isildur el Anillo Soberano desapareció y
nadie sabía dónde estaba, y los Tres se libraron del dominio del Único. Pero en
los últimos tiempos se encuentran en peligro una vez más, pues muy a nuestro
pesar el Único ha sido descubierto de nuevo. Del descubrimiento del Anillo
hablarán otros, pues en esto he intervenido poco.
Elrond dejó de hablar y en seguida Boromir se puso de pie, alto y orgulloso.
—Permitidme ante todo, señor Elrond —comenzó—, decir algo más de
Gondor, pues y o vengo en verdad del país de Gondor. Y será bueno que todos
sepan lo que pasa allí. Pues son pocos, creo, los que conocen nuestra ocupación
principal y no sospechan por lo tanto el peligro que corren, si acaso somos
vencidos.
» No creáis que en las tierras de Gondor se hay a extinguido la sangre de
Númenor, ni que todo el orgullo y la dignidad de aquel pueblo hay an sido
olvidados. Nuestro valor ha contenido a los bárbaros del Este y al terror de
Morgul, y sólo así han sido aseguradas la paz y la libertad en las tierras que están
detrás de nosotros, el baluarte del Oeste. Pero si ellos tomaran los pasos del río,
¿qué ocurriría?
» Sin embargo esta hora, quizá, no esté muy lejos. El Enemigo Sin Nombre
ha aparecido otra vez. El humo se alza una vez más del Orodriun, que nosotros
llamamos Montaña del Destino. El poder de la Tierra Tenebrosa crece día a día,
acosándonos. El enemigo volvió y nuestra gente tuvo que retirarse de Ithilien,
nuestro hermoso dominio al este del río, aunque conservamos allí una cabeza de
puente y un grupo armado. Pero este mismo año, en junio, nos atacaron de
pronto, desde Mordor, y nos derrotaron con facilidad. Eran más numerosos que
nosotros, pues Mordor se ha aliado a los Hombres del Este y a los crueles
Haradrim, pero no fue el número lo que nos derrotó. Había allí un poder que no
habíamos sentido antes.
» Algunos dijeron que se lo podía ver, como un gran jinete negro, una sombra
oscura bajo la luna. Cada vez que aparecía, una especie de locura se apoderaba
de nuestros enemigos, pero los más audaces de nosotros sentían miedo, de modo
que los caballos y los hombres cedían y escapaban. De nuestras fuerzas
orientales sólo una parte regresó, destruy endo el único puente que quedaba aún
entre las ruinas de Osgiliath.
» Yo estaba en la compañía que defendió el puente, hasta que lo
derrumbamos detrás de nosotros. Sólo cuatro nos salvamos, nadando: mi
hermano y y o, y otros dos. Pero continuamos la lucha, defendiendo toda la costa
occidental del Anduin, y quienes buscan refugio detrás de nosotros nos alaban
cada vez que alguien nos nombra. Muchas alabanzas y poca ay uda. Sólo los
caballeros de Rohan responden a nuestros llamados.
» En esta hora nefasta he recorrido muchas leguas peligrosas para llegar a
Elrond; he viajado ciento diez días, solo. Pero no busco aliados para la guerra. El
poder de Elrond es el de la sabiduría y no el de las armas, dicen. He venido a
pedir consejo y a descifrar palabras difíciles. Pues en la víspera del ataque
repentino mi hermano durmió agitado y tuvo un sueño, que después se le repitió
otras noches y que y o mismo soñé una vez.
» En ese sueño me pareció que el cielo se oscurecía en el este y que se oía un
trueno creciente, pero en el oeste se demoraba una luz pálida y de esta luz salía
una voz remota y clara, gritando:
Busca la espada quebrada
que está en Imladris;
habrá concilios más fuertes
que los hechizos de Morgul.
Mostrarán una señal
de que el Destino está cerca:
el Daño de Isildur despertará,
y se presentará el Mediano.
» No comprendimos mucho estas palabras y consultamos a nuestro padre,
Denethor, Señor de Minas Tirith, versado en cuestiones de Gondor. Lo único que
consintió en decirnos fue que Imladris era desde tiempos remotos el nombre que
daban los elfos a un lejano valle del norte, donde vivían Elrond y el Medio Elfo,
los más grandes maestros del saber. Entonces mi hermano, entendiendo nuestra
desesperada necesidad, decidió tener en cuenta el sueño y buscar a Imladris,
pero el camino era peligroso e incierto y y o mismo emprendí el viaje. Mi padre
me dio permiso de mala gana y durante largo tiempo anduve por caminos
olvidados, buscando la casa de Elrond, de la que muchos habían oído hablar, pero
pocos sabían dónde estaba.
—Y aquí en Casa de Elrond se te aclararán muchas cosas —dijo Aragorn
poniéndose de pie. Echó la espada sobre la mesa, frente a Elrond, y la hoja
estaba quebrada en dos—. Aquí está la espada quebrada.
—¿Y quién eres tú y qué relación tienes con Minas Tirith? —preguntó
Boromir, que miraba con asombro las enjutas facciones del montaraz y el manto
estropeado por la vida a la intemperie.
—Es Aragorn hijo de Arathorn —dijo Elrond—, y a través de muchas
generaciones desciende de Isildur, el hijo de Elendil de Minas Ithil. Es el jefe de
los Dúnedain del Norte, de quienes pocos quedan y a.
—¡Entonces te pertenece a ti y no a mí! —exclamó Frodo azorado,
poniéndose de pie, como si esperara que le pidieran el Anillo en seguida.
—No pertenece a ninguno de nosotros —dijo Aragorn—, pero ha sido
ordenado que tú lo guardes un tiempo.
—¡Saca el Anillo, Frodo! —dijo Gandalf con tono solemne—. El momento ha
llegado. Muéstralo y Boromir entenderá el resto del enigma.
Hubo un murmullo y todos volvieron los ojos hacia Frodo, que sentía de pronto
vergüenza y temor. No tenía ninguna gana de sacar el Anillo y le repugnaba
tocarlo. Deseó estar muy lejos de allí. El Anillo resplandeció y centelleó
mientras lo mostraba a los otros alzando una mano temblorosa.
—¡Mirad el Daño de Isildur! —dijo Elrond.
Los ojos de Boromir relampaguearon mientras miraba el Anillo dorado.
—¡El Mediano! —murmuró—. ¿Entonces el destino de Minas Tirith y a está
echado? ¿Pero por qué hemos de buscar una espada quebrada?
—Las palabras no eran el destino de Minas Tirith —dijo Aragorn—. Pero hay
un destino y grandes acontecimientos que y a están por revelarse. Pues la Espada
Quebrada es la Espada de Elendil, que se le quebró debajo del cuerpo al caer.
Cuando los otros bienes y a se habían perdido, los herederos continuaron
guardando la espada como un tesoro, pues se dice desde hace tiempo entre
nosotros que será templada de nuevo cuando reaparezca el Anillo, el Daño de
Isildur. Ahora que has visto la espada que buscabas, ¿qué pedirás? ¿Deseas que la
Casa de Elendil retorne al País de Gondor?
—No me enviaron a pedir favores, sino a descifrar un enigma —respondió
Boromir, orgulloso—. Sin embargo, estamos en un aprieto y la Espada de Elendil
sería una ay uda superior a todas nuestras esperanzas, si algo así pudiera volver de
las sombras del pasado.
Miró de nuevo a Aragorn y se le veía la duda en los ojos.
Frodo sintió que Bilbo se movía al lado, impaciente. Era evidente que estaba
molesto por Aragorn. Incorporándose de pronto estalló:
No es oro todo lo que reluce,
ni toda la gente errante anda perdida;
a las raíces profundas no llega la escarcha,
el viejo vigoroso no se marchita.
De las cenizas subirá un fuego,
y una luz asomará en las sombras;
el descoronado será de nuevo rey,
forjarán otra vez la espada rota.
» No muy bueno quizá —continuó Bilbo—, pero apropiado, si necesitas algo
más que la palabra de Elrond. Si para oír valía la pena un viaje de ciento diez
días, será mejor que escuches. —Se sentó con un bufido—.Lo compuse y o
mismo —le murmuró a Frodo—, para el Dúnadan, hace y a mucho tiempo,
cuando me dijo quién era. Casi desearía que mis aventuras no hubieran
terminado y así y o podría ir con él cuando le llegue el día.
Aragorn le sonrió y se volvió otra vez a Boromir.
—Por mi parte perdono tus dudas —dijo—. Poco me parezco a esas estatuas
majestuosas de Elendil e Isildur tal como puedes verlas en las salas de Denethor.
Soy sólo el heredero de Isildur, no Isildur mismo. He tenido una vida larga y
difícil; y las leguas que nos separan de Gondor son una parte pequeña en la
cuenta de mis viajes. He cruzado muchas montañas y muchos ríos y he
recorrido muchas llanuras, hasta las lejanas de Rhún y Harad donde las estrellas
son extrañas.
» Pero mi hogar está en el Norte, si es que tengo hogar. Pues aquí los
herederos de Valandil han vivido siempre en una línea continua de padres a hijos
durante muchas generaciones. Nuestros días se han ensombrecido y somos
menos ahora, aunque la Espada siempre encontró un nuevo guardián. Y esto te
diré, Boromir, antes de concluir. Somos hombres solitarios, los montaraces del
desierto, cazadores; pero las presas son siempre los siervos del enemigo, pues se
los encuentra en muchas partes y no sólo en Mordor.
» Si Gondor, Boromir, ha sido una firme fortaleza, nosotros hemos cumplido
otra tarea. Muchas maldades hay más poderosas que vuestros muros y vuestras
brillantes espadas. Conocéis poco de las tierras que se extienden más allá de
vuestras fronteras. ¿Paz y libertad, dijiste? El Norte no las hubiera conocido
mucho sin nosotros. El temor hubiese dominado pronto toda la región. Pero
cuando unas criaturas sombrías vienen de las lomas deshabitadas, o se arrastran
en bosques que no conocen el sol, huy en de nosotros. ¿Qué caminos se atreverían
a transitar, qué seguridad habría en las tierras tranquilas, o de noche en las casas
de los simples mortales si los Dúnedain se quedasen dormidos, o hubiesen bajado
todos a la tumba?
» Y no obstante nos lo agradecen menos aún que a vosotros. Los viajeros nos
miran de costado y los aldeanos nos ponen motes ridículos. Trancos soy para un
hombre gordo que vive a menos de una jornada de ciertos enemigos que le
helarían el corazón, o devastarían la aldea, si no montáramos guardia día y
noche. Sin embargo no podría ser de otro modo. Si las gentes simples están libres
de preocupaciones y temor, simples serán y nosotros mantendremos el secreto
para que así sea. Esta ha sido la tarea de mi pueblo, mientras los años se
alargaban y el pasto crecía.
» Pero ahora el mundo está cambiando otra vez. Llega una nueva hora. El
Daño de Isildur ha sido encontrado. La batalla es inminente. La Espada será
forjada de nuevo. Iré a Minas Tirith.
—El Daño de Isildur ha sido encontrado, dices —replicó Boromir—. He visto
un anillo brillante en la mano del Mediano, pero Isildur pereció antes que
comenzara esta edad del mundo, dicen. ¿Cómo saben los Sabios que este anillo es
el mismo? ¿Y cómo ha sido transmitido a lo largo de los años, hasta el momento
en que es traído aquí por tan extraño mensajero?
—Eso se explicará —dijo Elrond.
—Pero no ahora, ¡te lo suplico, Señor! —dijo Bilbo—. El sol y a sube al
mediodía y necesito algo que me fortalezca.
—No te había nombrado —dijo Elrond sonriendo—. Pero lo hago ahora.
¡Acércate! Cuéntanos tu historia. Y si todavía no la has puesto en verso, puedes
contarla en palabras sencillas. Cuanto más breve seas, más pronto tendrás tu
refrigerio.
—Muy bien —dijo Bilbo—, seré breve, si tú me lo pides. Pero contaré ahora
la verdadera historia y si a alguien se la he contado de otro modo —miró de
soslay o a Glóin—, le ruego que la olvide y me perdone. Sólo deseaba probar que
el tesoro era de veras mío en aquellos días y librarme del nombre de ladrón que
algunos me pusieron. Pero quizás y o entienda las cosas un poco mejor ahora. De
cualquier modo, esto es lo que ocurrió.
Para algunos de los que estaban allí la historia de Bilbo era completamente nueva
y escucharon asombrados mientras el viejo hobbit, no de mala gana, volvía a
relatar su aventura con Gollum, de cabo a rabo. No omitió ninguno de los
enigmas. Hubiera hablado también de la fiesta y de cómo había dejado la
Comarca, si se lo hubieran permitido; pero Elrond alzó la mano.
—Bien dicho, amigo mío —dijo—, pero y a es suficiente. Basta para saber
que el Anillo ha pasado a Frodo tu heredero. ¡Que él nos hable ahora!
Menos complacido que Bilbo, Frodo contó todo lo que concernía al Anillo
desde el día en que había pasado a él. Hubo muchas preguntas y discusiones
acerca de cada uno de los pasos del viaje, desde Hobbiton hasta el Vado del
Bruinen y todo lo que él podía recordar de los Jinetes Negros fue examinado con
atención. Al fin Frodo se sentó de nuevo.
—No estuvo mal —le dijo Bilbo—. Hubieras contado una buena historia, si no
te hubiesen interrumpido de ese modo. Traté de sacar algunas notas, pero
tendremos que revisarlas juntos algún día, si me decido a transcribirlas. ¡Hay
materia para capítulos enteros en lo que te pasó antes de llegar!
—Sí, es una historia muy larga —respondió Frodo—. Pero a mí no me parece
todavía completa. Hay partes que aún no conozco, sobre todo las que se refieren
a Gandalf.
Galdor de los Puertos, que estaba sentado no muy lejos, alcanzó a oírlo.
—Hablas también por mí —exclamó y volviéndose a Elrond le dijo—: Los
Sabios pueden tener buenas razones para creer que el trofeo del Mediano es en
verdad el Gran Anillo largamente discutido, aunque pueda parecer inverosímil a
aquellos que saben menos. ¿Pero no oiremos las pruebas? Y haré otra pregunta.
¿Qué hay de Saruman? Es muy versado en la ciencia de los Anillos y sin
embargo no se encuentra entre nosotros. ¿Qué nos aconseja, si está enterado de
lo que hemos oído?
—Las preguntas que haces, Galdor —dijo Elrond—, están ligadas entre sí. No
las he pasado por alto y serán todas contestadas. Pero estas cosas tendrá que
aclararlas Gandalf mismo, y lo llamo ahora en último lugar, pues es el lugar de
honor y en todos estos asuntos ha sido siempre la autoridad.
—Algunos, Galdor —dijo Gandalf—, pensarían que las noticias de Glóin y la
persecución de Frodo bastan para probar que el trofeo del Mediano es de mucha
importancia para el enemigo. Sin embargo, es un anillo. ¿Entonces? Los Nazgûl
guardan los Nueve. Los Siete han sido tomados o destruidos. —Al oír esto Glóin
se sobresaltó, pero no dijo una palabra—. Los Tres, sabemos qué pasa. ¿Qué es
entonces este otro anillo que él tanto desea?
» Hay en verdad un amplio espacio de tiempo entre el río y la montaña, entre
la pérdida y el hallazgo. Pero la laguna que había en la ciencia de los Sabios ha
sido llenada al fin. Aunque con demasiada lentitud. Pues el enemigo ha estado
siempre cerca, más cerca de lo que y o temía. Y quiso la buena ventura que hasta
este año, este último verano, parece, no averiguara toda la verdad.
» Algunos aquí recordarán que hace muchos años me atreví a cruzar las
puertas del Nigromante en Dol Guldur; examiné secretamente sus costumbres y
descubrí que nuestros temores tenían fundamento; el Nigromante no era otro que
Sauron, nuestro antiguo enemigo, que de nuevo tomaba forma y poder. Algunos
recordarán también que Saruman nos disuadió de que emprendiéramos acciones
contra él y por mucho tiempo nos contentamos con vigilarlo. Al fin, mientras la
sombra crecía, Saruman fue cediendo y el Concilio se esforzó realmente y
consiguió que el mal dejara el Bosque Negro… y esto ocurrió el mismo año en
que se descubrió el Anillo. Rara casualidad, si fue casualidad.
» Pero y a era demasiado tarde, como Elrond había previsto. Sauron también
había estado observándonos, y se había preparado para resistir nuestro ataque,
gobernando Mordor desde lejos por medio de Minas Morgul, donde vivían los
Nueve sirvientes, hasta que todo estuviese dispuesto. Luego cedió terreno ante
nosotros, pero era una huida fingida y poco después llegó a la Torre Oscura y allí
se manifestó abiertamente. Entonces el Concilio se reunió de nuevo, pues ahora
sabíamos que estaba buscando el Único, aún con may or avidez. Temimos
entonces que supiera algo del Anillo que nosotros ignorábamos. Pero Saruman
dijo no, repitiendo lo que y a nos había dicho antes: que el Único nunca
aparecería de nuevo en la Tierra Media.
» "En el peor de los casos", nos dijo, "el enemigo sabe que nosotros no lo
tenemos y que está todavía perdido. Pero lo que está perdido puede encontrarse,
piensa. ¡No temáis! Esta esperanza se volverá contra él. ¿No he estudiado
seriamente estas cuestiones? Cay ó en las aguas del Anduin el Grande y hace
tiempo, mientras Sauron dormía, fue río abajo hacia el Mar. Que se quede allí
hasta el Fin".
Gandalf calló, mirando en el este, por encima del pórtico, los picos lejanos de
las Montañas Nubladas, en cuy as grandes raíces el peligro del mundo había
estado oculto tanto tiempo. Suspiró.
—Me equivoqué entonces —dijo—. Me dejé acunar por las palabras de
Saruman el Sabio, pero y o tenía que haber averiguado antes, y el peligro sería
menor.
—Todos nos equivocamos —dijo Elrond— y si no hubiese sido por tu
vigilancia quizá las Tinieblas y a habrían caído sobre nosotros. ¡Pero continúa!
—Desde el principio tuve malos presentimientos, a pesar de las supuestas
evidencias —dijo Gandalf— y quise saber cómo había llegado esta cosa a
Gollum y cuánto tiempo la había tenido consigo. Monté pues una guardia
pensando que no tardaría en salir de las tinieblas en busca de su tesoro. Salió, pero
consiguió escapar y no pudimos encontrarlo. Después, ay, descuidé el asunto y
me contenté con observar y esperar como hemos hecho demasiado a menudo.
» Pasó el tiempo y trajo muchas preocupaciones y al fin mis dudas
despertaron y se encontraron convertidas en miedo. ¿De dónde venía el Anillo
del hobbit? Y si mi miedo estaba justificado, ¿qué haríamos entonces? Había que
decidirse. Pero no le hablé de mis temores a nadie, sabiendo qué peligroso podía
ser un susurro intempestivo, si llegaba a oídos equivocados. En el curso de las
largas guerras con la Torre Oscura la traición ha sido nuestro may or enemigo.
» Eso fue hace diecisiete años. Muy pronto advertí que espías de toda clase,
aun bestias y pájaros, se habían reunido alrededor de la Comarca, y mis temores
crecieron. Pedí ay uda a los Dúnedain, que doblaron la guardia, y abrí mi corazón
a Aragorn, el heredero de Isildur.
—Y y o —dijo Aragorn— aconsejé que diéramos caza a Gollum, aunque
fuera demasiado tarde. Y como parecía justo que el heredero de Isildur reparara
la falta de Isildur, acompañé a Gandalf en la larga y desesperanzada
persecución.
Luego Gandalf contó cómo habían explorado de extremo a extremo las
Tierras Ásperas, hasta las mismas Montañas de Sombra y las defensas de
Mordor.
—Allí nos llegaron rumores de Gollum y supusimos que vivía en las lomas
oscuras desde hacía tiempo, pero nunca lo encontramos y al fin me desesperé. Y
esa misma desesperación me llevó a pensar en una prueba que podía hacer
innecesario ir en busca de Gollum. El anillo mismo podía decir si era el Único.
Recordé unas palabras que había oído en el Concilio, palabras de Saruman a las
que no había prestado mucha atención en aquel entonces. Las oía ahora
claramente en mi corazón.
» "Los Nueve, los Siete, y los Tres", nos dijo, "tienen todos una gema propia.
No el Único. Es redondo y sin adornos, como si fuese de menor importancia,
pero el hacedor del Anillo le grabó unas marcas que quizá las gentes versadas
aún podrían ver y leer".
» No nos dijo qué eran esas marcas. ¿Quién podía saberlo? El hacedor. ¿Y
Saruman? Por may or que fuera su ciencia, debía de haber una fuente. ¿En qué
mano, exceptuando a Sauron, había estado esta cosa, antes que se perdiera? Sólo
en la mano de Isildur.
» Junto con este pensamiento, abandoné la caza y pasé rápidamente a
Gondor. En otras épocas los miembros de mi orden eran bien recibidos allí, pero
sobre todo Saruman, que fue durante mucho tiempo huésped de los Señores de la
Ciudad. El Señor Denethor me recibió más fríamente que en aquella época y me
permitió de mala gana que buscara en el montón de pergaminos y libros.
» "Sí en verdad sólo buscas, como dices, registros de días antiguos y de los
comienzos de la ciudad, ¡lee!", me dijo. "Para mí, lo que fue es menos oscuro
que lo que viene y esa es mi preocupación. Pero a no ser que tu ciencia supere a
la de Saruman, que estudió aquí mucho tiempo, no encontrarás nada que no me
sea conocido, pues soy maestro del saber en esta ciudad."
» Así dijo Denethor. Y sin embargo hay allí en sus archivos muchos
documentos que y a pocos son capaces de leer, ni siquiera los maestros, pues la
escritura y la lengua se han vuelto oscuras para los hombres más recientes. Y a ti
te digo, Boromir: encontrarás en Minas Tirith un pergamino de la mano misma
de Isildur que nadie ha leído desde la caída de los Rey es, excepto Saruman y y o.
Pues Isildur no se retiró directamente de la guerra en Mordor, como han dicho
algunos.
—Algunos en el Norte, quizás —interrumpió Boromir—. Todos saben en
Gondor que primero fue a Minas Anor y allí habitó un tiempo con su sobrino
Meneldil, instruy éndolo, antes de encomendarle el reinado del Sur. En ese tiempo
plantó allí el último retoño del Árbol Blanco, en memoria de su hermano.
—Pero en ese tiempo escribió también este pergamino —dijo Gandalf— y
eso no se recuerda en Gondor, parece. Pues el pergamino se refiere al Anillo y
ahí ha escrito Isildur:
El Gran Anillo pasará a ser ahora una herencia del Reino del Norte; pero los
documentos sobre él serán dejados en Gondor, donde también viven los
herederos de Elendil, para el tiempo en que el recuerdo de estos importantes
asuntos pudiera debilitarse.
» Luego de estas palabras Isildur describe el Anillo, tal como lo encontró:
Estaba caliente cuando lo tomé, caliente como una brasa y me quemé la
mano, tanto que dudo que pueda librarme alguna vez de ese dolor. Sin
embargo se ha enfriado mientras escribo y parece que se encogiera, aunque
si n perder belleza ni forma. Ya la inscripción que lleva el Anillo, que al
principio era clara como una llama, se ha borrado y ahora apenas puede
leerse. Los caracteres son élficos, de Eregion, pues no hay letras en Mordor
para un trabajo tan delicado, pero el lenguaje me es desconocido. Pienso
que se trata de una lengua del País Tenebroso, pues es grosera y bárbara.
Ignoro que mal anuncia, pero la he copiado aquí, para que no caiga en el
olvido. El Anillo perdió, quizás, el calor de la mano de Sauron, que era negra
y sin embargo ardía como el fuego, y así Gil-galad fue destruido; quizás si el
oro se calentara de nuevo, la escritura reaparecería. Pero por mi parte no
me arriesgaré a dañarlo: de todas las obras de Sauron, la única hermosa. Me
es muy preciado, aunque lo he obtenido con mucho dolor.
» Leí estas palabras y supe que mi pesquisa había terminado. Pues como
Isildur había supuesto, la inscripción había sido grabada en la lengua de Mordor y
los sirvientes de la torre y lo que ahí se decía, era y a conocido. Pues el día en que
Sauron se puso el Único por primera vez, Celebrimbor, hacedor de los Tres,
estaba mirándolo y oy ó desde lejos cómo pronunciaba estas palabras y así se
conocieron los malvados propósitos de Sauron.
» Me despedí en seguida de Denethor, pero iba aún hacia el norte cuando me
llegaron mensajes de Lórien: que Aragorn había estado allí y que había
encontrado a la criatura llamada Gollum. Lo primero que hice fue ir a buscarlo y
escuchar su historia. No me atrevía a imaginar los peligros mortales a que habría
estado expuesto.
—No hay por qué recordarlos —dijo Aragorn—. Si un hombre tiene que
pasar delante de la Puerta Negra, o pisar las flores mortales del Valle de Morgul,
conocerá el peligro. Yo también desesperé al fin y emprendí el camino de vuelta.
Y he ahí que la fortuna me ay udó entonces y tropecé con lo que buscaba: las
huellas de unos pies blandos a orillas de un estanque cenagoso. Las huellas eran
frescas, de pasos rápidos, y no iban hacia Mordor: se alejaban. Las seguí por las
orillas de las Ciénagas Muertas y al fin lo alcancé. En acecho junto a una laguna,
mirando las aguas estancadas mientras caía la noche, así atrapé a Gollum. Un
barro verde le cubría el cuerpo. Nunca nos entenderemos, parece, pues me
mordió y y o no me mostré amable. No obtuve nada de su boca, excepto la
marca de unos dientes. Creo que esa fue la peor parte del viaje, el camino de
vuelta, vigilándolo día y noche, obligándolo a caminar delante de mí con una
cuerda al cuello, amordazado, llevándolo siempre hacia el Bosque Negro, hasta
que la falta de agua y comida lo ablandaron un poco. Al fin llegamos allí y lo
entregué a los elfos, como habíamos convenido, y me alegró librarme de él, pues
hedía. Por mi parte espero no verlo más. Pero Gandalf llegó y tuvo con él una
larga conversación.
—Sí, larga y fatigosa —dijo Gandalf pero no sin provecho. Ante todo, lo que
me dijo de la pérdida del Anillo concuerda con lo que Bilbo nos ha contado por
vez primera abiertamente. Aunque esto no importa mucho, pues y o había
adivinado la verdad. Pero me enteré entonces de que el Anillo de Gollum
procedía del Río Grande, cerca de los Campos Gladios. Y me enteré también de
que lo tenía desde hacía tanto tiempo que habían pasado y a varias generaciones
de la pequeña especie de Gollum. El poder del Anillo le había alargado la vida
más allá de lo normal y sólo los Grandes Anillos tienen ese poder.
» Y si esto no es prueba suficiente, Galdor, hay otra de la que y a he hablado.
En este mismo Anillo que habéis visto ante vosotros, redondo y sin adornos, las
letras a las que se refiere Isildur pueden todavía leerse, si uno se atreve a poner
un rato al fuego esta cosa de oro. Así lo hice y esto he leído:
Ash nazg durbatulûk, ash nazg gimbatul,
ash nazg thrakatuûúk agh
burzum-ishi krimpatul.
Hubo un cambio asombroso en la voz del mago, de pronto amenazadora,
poderosa, dura como piedra. Pareció que una sombra pasaba sobre el sol del
mediodía y el pórtico se oscureció un momento. Todos se estremecieron y los
elfos se taparon los oídos.
—Nunca jamás se ha atrevido voz alguna a pronunciar palabras en esa
lengua aquí en Imladris, Gandalf el Gris —dijo Elrond mientras la sombra
pasaba y todos respiraban otra vez.
—Y esperemos que nadie las repita aquí de nuevo —respondió Gandalf—.
Sin embargo, no pediré disculpas, Elrond. Pues si no queremos que esa lengua se
oiga en todos los rincones del Oeste, no dudemos de que este Anillo es lo que
dijeron los Sabios: el tesoro del enemigo, cargado de maldad; y en él reside gran
parte de esa fuerza que nos amenaza desde hace tiempo. De los Años Oscuros
vienen las palabras que los herreros de Eregion oy eron una vez, cuando supieron
que habían sido traicionados.
Un Anillo para gobernarlos a todos,
un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos
en las Tinieblas.
» Sabed también, mis amigos, que aprendí todavía más de Gollum. Se resistía
a hablar y su relato no era claro, pero no hay ninguna duda de que estuvo en
Mordor y que allí le sacaron todo lo que sabía. De modo que el enemigo sabe que
el Único fue encontrado y que desde hace tiempo está en la Comarca, y como
sus sirvientes lo han perseguido casi hasta estas puertas, pronto sabrá, quizás y a
sabe, ahora mismo, que lo tenemos aquí.
Todos callaron un rato, hasta que al fin Boromir habló.
—Una criatura pequeña es este Gollum, dijiste, pequeña, pero muy dañina.
¿Qué se hizo de él? ¿Qué destino le reservaste?
—Lo tenemos encarcelado, pero nada más —dijo Aragorn—. Ha sufrido
mucho. No hay duda de que fue atormentado y el miedo a Sauron es un peso que
le oscurece el corazón. Sin embargo, soy el primero en alegrarse de que esté al
cuidado de los elfos del Bosque Negro. La malicia de Gollum es grande y le da
una fuerza difícil de creer en alguien tan flaco y macilento. Podría hacer aún
muchas maldades, si estuviese libre. Y no dudo de que le permitieron salir de
Mordor con alguna misión funesta.
—¡Ay ! ¡Ay ! —gritó Legolas y el hermoso rostro élfico mostraba una gran
inquietud—. Las noticias que me ordenaron traer tienen que ser dichas ahora. No
son buenas, pero sólo aquí he llegado a entender qué malas pueden ser para
vosotros. Sméagol, ahora llamado Gollum, ha escapado.
—¿Escapado? —gritó Aragorn—. Malas noticias en verdad. Todos lo
lamentaremos amargamente, me temo. ¿Cómo es posible que la gente de
Thranduil hay a fracasado de este modo?
—No por falta de vigilancia —dijo Legolas—, pero quizá por exceso de
bondad. Y tememos que el prisionero hay a recibido ay uda de otros y que estén
enterados de nuestros movimientos más de lo que desearíamos. Vigilamos a esta
criatura día y noche, como pidió Gandalf, aunque la tarea era de veras fatigosa.
Pero según Gandalf había alguna posibilidad de que Gollum llegara a curarse y
no nos pareció bien tenerlo encerrado todo el tiempo en un calabozo subterráneo,
donde recaería en los pensamientos negros de siempre.
—Fuisteis menos tiernos conmigo —dijo Glóin con un relámpago en los ojos
recordando días lejanos, cuando lo habían tenido encerrado en los sótanos de los
Rey es Elfos.
—Un momento —dijo Gandalf—. Te ruego que no interrumpas, mi buen
Glóin. Aquello fue un lamentable malentendido, y a aclarado hace tiempo. Si
hemos de discutir aquí todos los pleitos entre elfos y enanos, será mejor que
suspendamos el Concilio.
Glóin se puso de pie e hizo una reverencia y Legolas continuó:
—En los días de buen tiempo llevábamos a Gollum a los bosques y había allí
un árbol alto muy separado de los otros al que le gustaba subir. A menudo le
permitíamos que trepara a las ramas más elevadas, donde el viento soplaba
libremente, pero montábamos guardia al pie. Un día se negó a bajar y los
guardias no tuvieron ganas de ir a buscarlo. Gollum había aprendido a sostenerse
con los pies tanto como con las manos y los guardias se quedaron junto al árbol
hasta muy entrada la noche.
» Esa misma noche de verano, a la sazón sin luna ni estrellas, los orcos
cay eron de pronto sobre nosotros. Los rechazamos al cabo de un tiempo; eran
muchos y feroces, pero venían de las montañas y no estaban acostumbrados a
los bosques. Cuando la lucha terminó, descubrimos que Gollum había
desaparecido y que habían matado o apresado a los guardias. Nos pareció
evidente entonces que el propósito del ataque había sido liberar a Gollum y que él
lo sabía de antemano. Cómo habrán urdido todo esto, no pudimos entenderlo,
pero Gollum es astuto y los espías del enemigo muy numerosos. Las criaturas
tenebrosas que fueron ahuy entadas el Año de la Caída del Dragón, han vuelto en
may or número y el Bosque Negro es de nuevo un sitio nefasto, fuera de los
límites del reino.
» No hemos podido recapturar a Gollum. Le seguimos las huellas, entre las de
muchos orcos, y vimos que se internaban profundamente en el bosque, hacia el
sur. Pero poco después las perdimos y no nos atrevimos a continuar la caza, pues
y a estábamos muy cerca de Dol Guldur, que es todavía un sitio maléfico y que
evitamos siempre.
—Bueno, bueno, se ha ido —dijo Gandalf—. No tenemos tiempo de buscarlo
otra vez. Que haga lo que quiera. Pero todavía puede desempeñar un papel que ni
él ni Sauron han previsto.
» Y ahora responderé a otras preguntas de Galdor. ¿Qué se hizo de Saruman?
¿Qué nos aconseja en esta contingencia? Esta historia tendré que contarla entera,
pues sólo Elrond la ha oído y muy resumida. Es el último capítulo de la historia
del Anillo, hasta ahora.
—A fines de junio y o estaba en la Comarca, pero una nube de ansiedad me
ensombrecía la mente y fui cabalgando hasta las fronteras del sur; tenía el
presentimiento de un peligro, todavía oculto, pero cada vez más cercano. Allí me
llegaron noticias de guerra y derrota en Gondor y cuando me hablaron de la
Sombra Negra, se me heló el corazón. Pero no encontré nada excepto unos pocos
fugitivos del sur; sin embargo me pareció que había en ellos un miedo del que no
querían hablar. Me volví entonces al este y al norte y fui a lo largo del Camino
Verde y no lejos de Bree tropecé con un viajero que estaba sentado en el
terraplén a orillas del camino, mientras el caballo pacía allí cerca. Era Radagast
el Pardo, que en un tiempo vivió en Rhosgobel, cerca del Bosque Negro.
Pertenece a mi orden, pero no lo veía desde hacía muchos años.
» "¡Gandalf!", exclamó. "Estaba buscándote. Pero soy un extraño en estos
sitios. Todo lo que sabía es que podías estar en una región salvaje que lleva el raro
nombre de Comarca."
» "Tu información era correcta", dije. "Pero no hables así si te encuentras con
algún lugareño. En este momento estás muy cerca de los lindes de la Comarca.
¿Y qué quieres de mí? Tiene que ser algo urgente. Nunca fuiste aficionado a los
viajes, si no son muy necesarios."
» "Tengo una misión urgente", me dijo. "Las noticias son malas." Miró
alrededor, como si los setos pudieran oír. "Nazgûl", murmuró. "Los Nueve han
salido otra vez. Han cruzado el río en secreto y van hacia el oeste. Han tomado el
aspecto de Jinetes vestidos de oscuro."
» Supe entonces qué era lo que y o había estado temiendo.
» "El enemigo ha de tener alguna gran necesidad o propósito", dijo Radagast,
"pero no alcanzo a imaginar qué lo trae a estas regiones distantes y desoladas".
» ¿Qué quieres decir?", pregunté.
» "Me han dicho que adonde van, los Jinetes piden noticias de una tierra
llamada Comarca."
» "La Comarca", dije y sentí que se me encogía el corazón. Pues aún los
Sabios temen enfrentarse a los Nueve, cuando andan juntos y al mando de ese
jefe feroz, que antes fue gran rey y mago y que ahora alimenta un miedo
mortal. "¿Quién te lo ha dicho y quién te envió?", pregunté.
» "Saruman el Blanco", respondió Radagast. "Y me mandó a decirte que si te
parece necesario, él te ay udará, pero tendrías que pedírselo en seguida, o será
demasiado tarde."
» Y este mensaje me dio esperanzas. Pues Saruman el Blanco es el más
grande de mi orden. Radagast es, por supuesto, un mago de valor, maestro de
formas y tonalidades y sabe mucho de hierbas y bestias y tiene especial amistad
con los pájaros. Pero Saruman estudió hace tiempo las artes mismas del enemigo
y gracias a esto a menudo hemos sido capaces de adelantarnos a él. Fueron las
estratagemas de Saruman lo que nos ay udó a echarlo de Dol Guldur. Era posible
que hubiese encontrado alguna arma que haría retroceder a los Nueve.
» "Iré a ver a Saruman", dije.
» "Entonces tienes que ir ahora", dijo Radagast, "pues perdí mucho tiempo
buscándote y los días empiezan a faltar. Me dijeron que te encontrara antes del
solsticio de verano y y a estamos ahí. Aunque partieras ahora, es difícil que
llegues a él antes que los Nueve descubran esa tierra que andan buscando. Por mi
parte me vuelvo en seguida", y diciendo esto montó y se dispuso a partir.
» "¡Un momento!", dije. "Necesitaremos tu ay uda y la de todas las criaturas
que estén de nuestro lado. Mándales mensajes a todas las bestias y pájaros que
son tus amigos. Diles que transmitan a Saruman y a Gandalf todo lo que sepan
sobre este asunto. Que los mensajes sean enviados a Orthanc."
» "Así lo haré", dijo Radagast, y se alejó al galope como si lo persiguieran los
Nueve.
—No pude seguirlo en ese momento. Yo había viajado mucho ese día y me
sentía tan cansado como el caballo y tenía que pensar algunas cosas. Pasé la
noche en Bree y decidí que no tenía tiempo de regresar a la Comarca. ¡Nunca
cometí may or error!
» No obstante, le escribí una nota a Frodo y le pedí a mi amigo el posadero
que se la enviase. Me alejé a caballo al amanecer y al cabo de una larga marcha
llegué a la morada de Saruman. Esta se encuentra lejos en el sur, en Isengard,
donde terminan las Montañas Nubladas, no lejos de la Quebrada de Rohan. Y
Boromir os dirá que se trata de un gran valle abierto entre las Montañas Nubladas
y las estribaciones septentrionales de Ered Nimrais, las Montañas Blancas de su
país. Pero Isengard es un círculo de rocas desnudas que rodea un valle, como un
muro, y en medio de ese valle hay una torre de piedra llamada Orthanc. No fue
edificada por Saruman, sino por los Hombres de Númenor, en otra época; y es
muy elevada y tiene muchos secretos; sin embargo no parece ser obra de
verdaderos artesanos. Para llegar a ella hay que atravesar necesariamente el
círculo de Isengard y en ese círculo hay sólo una puerta.
» Tarde, una noche llegué a esa puerta, como un arco amplio en la pared de
roca y muy custodiada. Pero los guardias de la puerta y a habían sido prevenidos
y me dijeron que Saruman estaba esperándome. Pasé bajo el arco y la puerta se
cerró en silencio a mis espaldas y de pronto tuve miedo, aunque no supe por qué.
» Seguí a caballo hasta la torre y tomé la escalera que llevaba a Saruman y
allí él salió a mi encuentro y me condujo a una cámara alta. Llevaba puesto un
anillo en el dedo.
» "Así que has venido, Gandalf", me dijo gravemente; pero parecía tener una
luz blanca en los ojos, como si ocultara una risa fría en el corazón.
» "Sí, he venido", dije. "He venido a pedir ay uda, Saruman el Blanco", y me
pareció que este título lo irritaba.
» "¡Qué me dices, Gandalf el Gris!", se burló. "¿Ay uda? Pocas veces se ha
oído que Gandalf el Gris pidiera ay uda, alguien tan astuto y tan sabio, que va de
un lado a otro por las tierras, metiéndose en todos los asuntos, le conciernan o no."
» Lo miré asombrado.
» "Pero si no me engaño", dije, "hay cosas ahora que requieren la unión de
todas nuestras fuerzas".
» "Es posible", me dijo, "pero este pensamiento se te ha ocurrido tarde.
¿Durante cuánto tiempo, me pregunto, estuviste ocultándome, a mí, cabeza del
Concilio, un asunto de la may or gravedad? ¿Qué te trae de tu escondite en la
Comarca?".
» "Los Nueve han salido otra vez", respondí. "Han cruzado el Río. Así me dijo
Radagast."
» "¡Radagast el Pardo!", rió Saruman y no ocultó su desprecio. "¡Radagast, el
domesticador de pajaritos! ¡Radagast el Simple! ¡Radagast el Tonto! Sin
embargo, la inteligencia le alcanzó para interpretar el papel que y o le asigné.
Pues has venido y ese era todo el propósito de mi mensaje. Y aquí te quedarás,
Gandalf el Gris, y descansarás de tus viajes. ¡Pues y o soy Saruman el Sabio,
Saruman el Hacedor de Anillos, Saruman el Multicolor!"
» Lo miré entonces y vi que sus ropas, que habían parecido blancas, no lo
eran, pues estaban tejidas con todos los colores, y cuando él se movía las ropas
refulgían, como irisadas, confundiendo la vista.
» "Me gusta el blanco", le dije.
» "¡El blanco!", se mofó. "Está bien para el principio. La ropa blanca puede
teñirse. La página blanca puedes cubrirla de letras. La luz blanca puede
quebrarse."
» "Y entonces y a no es blanca", dije. "Y aquel que quiebra algo para
averiguar qué es, ha abandonado el camino de la sabiduría."
» "No necesitas hablarme como a uno de esos simplones que tienes por
amigos", dijo. "No te he hecho venir para que me instruy as, sino para darte una
posibilidad." » Se puso de pie y comenzó a declamar como si estuviera diciendo
un discurso ensay ado muchas veces.
» "Los Días Antiguos han terminado. Los Días Medios y a están pasando. Los
Días jóvenes comienzan ahora. El tiempo de los elfos ha quedado atrás, pero el
nuestro está y a muy cerca: el mundo de los hombres, que hemos de gobernar.
Pero antes necesitamos poder, para ordenarlo todo como a nosotros nos parezca
y alcanzar ese bien que sólo los Sabios entienden."
» Saruman se acercó y me habló en voz más baja.
» "¡Y escucha, Gandalf mi viejo amigo y asistente! Digo nosotros, y podrá
ser nosotros, si te unes a mí. Un nuevo Poder está apareciendo. Ya no podemos
poner nuestras esperanzas en los elfos o el moribundo Númenor. Contra ese poder
no nos servirán los aliados y métodos de antes. Hay una sola posibilidad para ti,
para nosotros. Tenemos que unirnos a ese Poder. Es el camino de la prudencia,
Gandalf. Hay esperanzas de ese modo. La victoria del Poder está próxima y
habrá grandes recompensas para quienes lo ay uden. A medida que el Poder
crezca, también crecerán los amigos probados, y los Sabios como tú y y o
podríamos con paciencia llegar al fin a dominarlo, a gobernarlo. Podemos
tomarnos tiempo, podemos esconder nuestros designios, deplorando los males
que se cometan al pasar, pero aprobando las metas elevadas y últimas:
Conocimiento, Dominio, Orden, todo lo que hasta ahora hemos tratado en vano
de alcanzar, entorpecidos más que ay udados por nuestros perezosos o débiles
amigos. No tiene por qué haber, no habrá ningún cambio real en nuestros
designios, sólo en nuestros medios."
» "Saruman", dije, "he oído antes discursos parecidos, pero sólo en boca de los
emisarios que Mordor envía para engañar a los ignorantes. No puedo pensar que
me hay as hecho venir de tan lejos sólo para fatigarme los oídos".
» Saruman me miró de soslay o, e hizo una pausa, reflexionando.
» "Bueno, y a veo que este sabio camino no te parece recomendable", dijo.
"¿No todavía? ¿No si pudiésemos arbitrar otros medios mejores?"
» Se acercó y me puso una larga mano sobre el brazo.
» "¿Y por qué no, Gandalf?", murmuró. "¿Por qué no? ¿El Anillo Soberano? Si
pudiéramos tenerlo, el Poder pasaría a nosotros. Por eso en verdad te hice venir.
Pues tengo muchos ojos a mi servicio y creo que sabes dónde está ahora ese
precioso objeto, ¿no es así? ¿Por qué si no, preguntan los Nueve por la Comarca,
y qué haces tú en ese sitio?"
» Y mientras esto decía una codicia que no pudo ocultar le brilló de pronto en
los ojos.
» "Saruman", le dije, apartándome de él, "sólo una mano por vez puede llevar
el Único, como tú sabes, ¡de modo que no te molestes en decir nosotros! Pero no
te lo daré, no, ni siquiera te daré noticias sobre él, ahora que sé lo que piensas.
Eras jefe del Concilio, pero al fin te sacaste la máscara. Bueno, las posibilidades
son, parece, someterme a Sauron, o a ti. No me interesa ninguna de las dos. ¿No
tienes otra cosa que ofrecerme?"
"Sí", dijo. "No esperé que mostraras mucha sabiduría, ni aun para tu propio
beneficio, pero te di la posibilidad de que me ay udaras por tu propia voluntad,
evitándote así dificultades y sinsabores. La tercera solución es que te quedes aquí,
hasta el fin".
» "¿Hasta el fin?"
» "Hasta que me reveles dónde está el Único. Puedo encontrar medios de
persuadirte. O hasta que se lo encuentre, a pesar de ti, y el Soberano tenga
tiempo para asuntos de importancia menor: pensar por ejemplo cómo retribuir
adecuadamente a Gandalf el Gris por tantos estorbos e insolencias." » "Quizá no
sea ese un asunto de importancia menor", dije, pero Saruman se rió de mí, pues
mis palabras no tenían ningún sentido, y él lo sabía.
—Me tomaron y me encerraron solo en lo más alto de Orthanc, en el sitio donde
Saruman acostumbraba mirar las estrellas. No hay otro modo de descender que
por una estrecha escalera de muchos miles de escalones y parece que el valle
estuviera muy lejos allá abajo. Lo miré y vi que la hierba y la hermosura de otro
tiempo habían desaparecido y que ahora había allí pozos y fraguas. Lobos y
orcos habitaban en Isengard, pues Saruman estaba alistando una gran fuerza y
emulando a Sauron, aún no a su servicio. Sobre todas aquellas fraguas flotaba un
humo oscuro que se apretaba contra los flancos de Orthanc. Yo estaba solo en
una isla rodeada de nubes; no tenía ninguna posibilidad de escapar y mis días
eran de amargura. Me sentía traspasado de frío y tenía poco espacio para
moverme y me pasaba las horas cavilando sobre la llegada de los Jinetes del
Norte.
» De que los Nueve estaban otra vez activos, no me cabía ninguna duda, aun
no teniendo en cuenta las palabras de Saruman, que quizás eran mentiras. Mucho
antes de entrar en Isengard me habían llegado noticias en el camino que no
podían inducir a error. El destino de mis amigos de la Comarca me preocupaba
de veras, pero todavía abrigaba alguna esperanza. Y esperaba que Frodo se
hubiese puesto en seguida en camino, como le había recomendado en mi carta, y
que hubiera llegado a Rivendel antes que comenzara la mortal persecución. Tanto
mi temor como mi esperanza resultaron infundados. Pues la raíz de mi esperanza
era un hombre gordo en Bree y la raíz de mi temor la astucia de Sauron. Pero los
hombres gordos que venden cerveza tienen muchas llamadas que atender y el
miedo le atribuy e a Sauron un poder que todavía le falta. Pero en el círculo de
Isengard, prisionero y solo, no era fácil pensar que los cazadores ante quienes
todos habían huido, o caído, fracasarían en la lejana Comarca.
—¡Yo te vi! —gritó Frodo—. Caminabas retrocediendo y avanzando. La luna
te brillaba en los cabellos. Gandalf se detuvo asombrado y lo miró.
—Fue sólo un sueño —dijo Frodo—, pero lo recordé de pronto. Lo había
olvidado. Ocurrió hace algún tiempo; después de haber dejado la Comarca, me
parece.
—Entonces te llegó tarde —dijo Gandalf—, como verás. Yo me encontraba
en un verdadero apuro. Y quienes me conocen convendrán en que me he visto
pocas veces en una situación parecida y que no las soporto bien. ¡Gandalf el Gris
cazado como una mosca en la tela traicionera de una araña! Sin embargo, aun
las arañas más hábiles pueden dejar un hilo flojo.
» Temí al principio, como Saruman sin duda se había propuesto, que Radagast
hubiese sucumbido también. Sin embargo, y o no había llegado a distinguir nada
malo en la voz o los ojos de Radagast, el día de nuestro encuentro. Si así no
hubiese sido, y o no habría ido nunca a Isengard, o habría ido con más cuidado.
Eso mismo pensó Saruman y no había confesado sus propósitos y había
engañado al mensajero. De cualquier modo hubiera sido inútil tratar de que el
honesto Radagast apoy ara la traición. Me buscó de buena fe, y por eso me
convenció.
» Esto fue la ruina del plan de Saruman. Pues Radagast no tenía razones para
no hacer lo que y o le había pedido y cabalgó hacia el Bosque Negro donde
contaba con viejos amigos. Y las Águilas de las Montañas volaron lejos y
alrededor y vieron muchas cosas: la concentración de lobos y el alistamiento de
orcos; y los Nueve Jinetes que iban de acá para allá por las tierras; y oy eron
rumores de la huida de Gollum. Y enviaron un mensajero para que me llevara
esas noticias.
» Así ocurrió que una noche de luna, y a terminando el verano, Gwaihir el
Señor de los Vientos, la más rápida de las Grandes Águilas, llegó de pronto a
Orthanc; y me encontró de pie en la cima de la torre. Le hablé entonces y me
llevó por los aires, antes que Saruman se diera cuenta. Yo y a estaba lejos cuando
los lobos y los orcos salieron por las puertas de Isengard en mi persecución.
» "¿Hasta dónde puedes llevarme?", le dije a Gwaihir.
» "Muchas leguas", me dijo, "pero no hasta el fin de la tierra. Me enviaron a
llevar noticias y no cargas".
» "Entonces tendré que conseguir un caballo en tierra", dije "y un caballo de
veras rápido, pues nunca en mi vida tuve tanta prisa".
» "Si es así te llevaré a Edoras, donde reside el Señor de Rohan", me dijo,
"pues no está muy lejos".
» Me alegré, pues en la Marca de los Jinetes de Rohan, habitan los Rohirrim,
los Señores de los Caballos, y no hay caballos como aquellos que se crían en el
valle, entre las Montañas Nubladas y las Blancas.
» "¿Podemos confiar todavía en los Hombres de Rohan, tú crees?", le dije a
Gwaihir pues la traición de Saruman había debilitado mi confianza.
» "Pagan un tributo de caballos", me respondió, "y todos los años mandan
muchos a Mordor, o así se dice; pero no han caído aún bajo el y ugo. Pero si
Saruman se ha vuelto malo, como dices, la ruina de esta gente no podrá tardar
mucho".
—.Poco antes del alba me dejó en tierras de Rohan, y he alargado demasiado mi
historia. El resto tendrá que ser más breve. En Rohan descubrí que el mal y a
estaba trabajando: las mentiras de Saruman; y el rey no quiso prestar atención a
mis advertencias. Me invitó a que tomara un caballo y me fuera, y elegí uno
muy a mi gusto, pero poco al suy o. Tomé el mejor caballo de aquellas tierras y
nunca he visto nada que se le parezca.
—Entonces tiene que ser una bestia muy noble —dijo Aragorn y saber que
Sauron recibe tales tributos me entristece más que muchas otras noticias que
pudieran parecer peores. No era así cuando estuve por última vez en esa tierra.
—Ni lo es ahora, lo juraría —dijo Boromir—. Es una mentira que viene del
enemigo. Conozco a los Hombres de Rohan, sinceros y valientes, nuestros
aliados; aún viven en las tierras que les dimos hace mucho tiempo.
—La sombra de Mordor se extiende sobre países lejanos —respondió
Aragorn—. Saruman ha caído bajo esa sombra. Rohan está sitiada. Quién sabe lo
que encontrarás allí, si vuelves alguna vez.
—No por lo menos eso —dijo Boromir— de que regalan caballos para salvar
la vida. Aman tanto a los caballos como a sus familias. Y no sin razón, pues los
caballos de la Marca de los Jinetes vienen de los campos del Norte, lejos de la
Sombra, y la raza de estos animales, como la de los amos, se remonta a los días
libres de antaño.
—¡Muy cierto! —dijo Gandalf—. Y hay uno entre ellos que debe de haber
nacido en la mañana del mundo. Los caballos de los Nueve no podrían competir
con él: incansable, rápido como el soplo del viento. Sombragrís lo llaman.
Durante el día el pelo le reluce como plata y de noche es como una sombra y
pasa inadvertido. Tiene el paso leve. Nunca un hombre lo había montado antes,
pero y o lo tomé y lo domé y me llevó tan rápidamente que y o y a había llegado
a la Comarca cuando Frodo estaba aún en los Túmulos, aunque salí de Rohan
cuando él dejaba Hobbiton.
» Pero el miedo crecía en mí mientras cabalgaba. A medida que iba hacia el
Norte me llegaban noticias de los Jinetes y aunque les ganaba terreno día a día,
siempre estaban delante de mí. Habían dividido las fuerzas, supe; algunas
quedaron en las fronteras del este, no lejos del Camino Verde y otras invadieron
la Comarca desde el sur. Llegué a Hobbiton y Frodo y a había partido, pero
cambié unas palabras con el viejo Gamy i. Demasiadas palabras y pocas
pertinentes. Tenía mucho que decirme de los defectos que afligían a los nuevos
propietarios de Bolsón Cerrado.
» "No soporto los cambios", dijo, "no a mi edad y menos aún los cambios
para peor. Cambios para peor", repitió varias veces.
» "Peor es fea palabra", le dije, "y espero que no vivas para verlo".
» Pero entre toda esta charla alcancé a oír al fin que Frodo había dejado
Hobbiton una semana antes y que un jinete Negro había visitado la loma esa
misma noche. Me alejé al galope, asustado. Llegué a Los Gamos y lo encontré
alborotado, activo como un hormiguero que ha sido removido con una vara. Fui a
Cricava y la casa estaba abierta y vacía, pero en el umbral encontré una capa
que había sido de Frodo. Entonces y por un tiempo perdí toda esperanza; no me
quedé a recoger noticias, que me hubiesen aliviado, y corrí tras las huellas de los
Jinetes. Eran difíciles de seguir, pues se separaban en muchas direcciones, y al
fin me desorienté. Me pareció que uno o dos habían ido hacia Bree y allá fui y o
también, pues se me habían ocurrido unas palabras que quería decirle al
posadero.
» "Mantecona lo llaman", pensé. "Si es culpable de esta demora, le derretiré
toda la manteca, asándolo a fuego lento a ese viejo tonto."
» El no esperaba menos, pues cuando me vio cay ó redondo al suelo y
comenzó a derretirse allí mismo.
—¿Qué le hiciste? —gritó Frodo, alarmado—. Fue realmente muy amable
con nosotros e hizo todo lo que pudo.
Gandalf rió.
—¡No temas! —dijo—. No muerdo y ladré pocas veces. Tan contento estaba
y o con las noticias que le saqué, cuando se le fueron los temblores, que abracé al
buen hombre. Yo no entendía cómo habían pasado las cosas, pero supe que
habías estado en Bree la noche anterior y que esa misma mañana habías partido
con Trancos.
» "¡Trancos!", dije con un grito de alegría.
» "Sí, señor, temo que sí, señor", dijo Mantecona malentendiéndome. "No
pude impedir que se acercara a ellos y ellos se fueron con él. Actuaron de un
modo muy raro todo el tiempo que estuvieron aquí; tercos, diría y o."
» "¡Asno! ¡Tonto! ¡Tres veces digno y querido Cebadilla!", dije. "Son las
mejores noticias que he tenido desde el solsticio de verano; valen por lo menos
una pieza de oro. ¡Que tu cerveza se beneficie con un encantamiento de
excelencia insuperable durante siete años!", dije. "Ahora puedo tomarme una
noche de descanso, la primera desde no sé cuánto tiempo."
—De modo que pasé allí la noche, preguntándome qué habría sido de los Jinetes;
en Bree no se habían visto sino dos o tres, parecía. Aunque esa noche oímos más.
Cinco por lo menos llegaron del oeste y echaron abajo las puertas y atravesaron
Bree como un viento que aúlla; y las gentes de Bree están todavía temblando y
esperando el fin del mundo. Me levanté antes del alba y fui tras ellos.
» No estoy seguro, pero y o diría que fue esto lo que ocurrió. El capitán de los
Jinetes permaneció en secreto al sur de Bree, mientras dos de ellos cruzaban la
aldea y cuatro más invadían la Comarca. Pero luego de haber fracasado en Bree
y Cricava, llevaron las noticias al capitán, descuidando un rato la vigilancia del
camino, donde sólo quedaron los espías. Entonces el capitán mandó a algunos
hacia el este, cruzando la región en línea recta, y él y el resto fueron al galope a
lo largo del camino, furiosos.
» Corrí hacia la Cima de los Vientos y llegué allí antes de la caída del sol en
mi segunda jornada desde Bree y ellos y a estaban allí. Se retiraron en seguida,
pues sintieron la llegada de mi cólera y no se atrevían a enfrentarla mientras el
sol estuviese en el cielo. Pero durante la noche cerraron el cerco y me sitiaron en
la cima de la montaña, en el antiguo anillo de Amon Sûl. Fue difícil para mí en
verdad. Una luz y una llama semejantes no se habían visto en la Cima de los
Vientos desde las hogueras de guerra de otras épocas.
» Al amanecer escapé de prisa hacia el norte. No podía hacer otra cosa. Era
imposible encontrarte en el desierto, Frodo, y hubiese sido una locura intentarlo
con los Nueve pisándome los talones. De modo que tenía que confiar en Aragorn.
Yo esperaba desviar a algunos de ellos y llegar a Rivendel antes que tú y enviar
ay uda. Cuatro Jinetes vinieron detrás de mí, pero se volvieron al cabo de un rato
y me pareció que iban hacia el vado. Esto ay udó un poco, pues eran sólo cinco,
no nueve, cuando atacaron tu campamento.
» Llegué aquí al fin siguiendo un camino largo y difícil, remontando el
Fontegrís y cruzando las Landas de Etten y descendiendo desde el norte. Tardé
casi quince días desde la Cima de los Vientos, pues no es posible cabalgar entre
las rocas en las colinas de los trolls, y despedí al caballo. Lo envié de vuelta a su
amo, pero una gran amistad ha nacido entre nosotros y si lo necesito vendrá a mi
llamada. Y así sucedió que llegué a Rivendel sólo tres días antes que el Anillo y
las noticias del peligro que corría y a se conocían aquí, lo que era buena señal.
» Y esto, Frodo, es el fin de mi relato. Que Elrond y los demás me perdonen
que hay a sido tan extenso. Pero esto nunca había ocurrido antes, que Gandalf
faltara a una cita y no cumpliera lo prometido. Había que dar cuenta de un
suceso tan raro al Portador del Anillo, me parece.
» Bueno, la historia y a ha sido contada, del principio al fin. Henos aquí
reunidos y he aquí el Anillo. Pero no estamos más cerca que antes de nuestro
propósito. ¿Qué haremos?
Hubo un silencio. Luego Elrond habló otra vez.
—Las noticias que conciernen a Saruman son graves —dijo—, pues confiamos
en él y está muy enterado de lo que pasa en los concilios. Es peligroso estudiar
demasiado a fondo las artes del enemigo, para bien o para mal. Mas tales caídas
y traiciones, ay, han ocurrido antes. De los relatos que hoy hemos oído, el de
Frodo me parece el más raro. He conocido pocos hobbits, excepto a Bilbo aquí
presente, y creo que no es quizás una figura tan solitaria y peculiar como y o
había pensado. El mundo ha cambiado mucho desde mis últimos viajes por los
caminos del oeste.
» Las Quebradas de los Túmulos las conocemos bajo muchos nombres y del
Bosque Viejo se han contado muchas historias. Todo lo que queda de él es un
macizo en lo que era la frontera norte. Hubo un tiempo en que una ardilla podía ir
de árbol en árbol desde lo que es ahora la Comarca hasta las Tierras Brunas al
oeste de Isengard. Por esas tierras y o viajé una vez y conocí muchas cosas
extrañas y salvajes. Pero había olvidado a Bombadil, si en verdad éste es el
mismo que caminaba hace tiempo por los bosques y colinas, y y a era el más
viejo de todos los viejos. No se llamaba así a la sazón. Iarwain Ben-adar lo
llamábamos: el más antiguo y el que no tiene padre. Aunque otras gentes lo
llamaron de otro modo: fue Forn para los enanos, Orald para los Hombres del
Norte y tuvo muchos otros nombres. Es una criatura extraña, pero quizá
debiéramos haberlo invitado a nuestro Concilio.
—No hubiese venido —dijo Gandalf.
—¿No habría tiempo aún de enviarle un mensaje y obtener su ay uda? —
preguntó Erestor—. Parece que tuviera poder aún sobre el Anillo.
—No, y o no lo diría así —respondió Gandalf—. Diría mejor que el Anillo no
tiene poder sobre él. Es su propio amo. Pero no puede cambiar el Anillo mismo,
ni quitar el poder que tiene sobre otros. Y ahora se ha retirado a una región
pequeña, dentro de límites que él mismo ha establecido, aunque nadie puede
verlos, esperando quizás a que los tiempos cambien, y no dará un paso fuera de
ellos.
—Sin embargo dentro de esos límites nada parece amedrentarlo —dijo
Erestor—. ¿No tomaría él el Anillo guardándolo allí, inofensivo para siempre?
—No —dijo Gandalf—, no voluntariamente. Lo haría si la gente libre del
mundo llegara a pedírselo, pero no entendería nuestras razones. Y si le diésemos
el Anillo, lo olvidaría pronto, o más probablemente lo tiraría. No le interesan estas
cosas. Sería el más inseguro de los guardianes y esto solo es respuesta suficiente.
—De cualquier modo —dijo Glorfindel— enviarle el Anillo sería sólo
posponer el día de la sentencia. Vive muy lejos. No podríamos llevárselo sin que
nadie sospechara, sin que nos viera algún espía. Y aunque fuese posible, tarde o
temprano el Señor de los Anillos descubriría el escondite y volcaría allí todo su
poder. ¿Bombadil solo podría desafiar todo ese poder? Creo que no. Creo que al
fin, si todo lo demás es conquistado, Bombadil caerá también, el Último, así
como fue el Primero y luego vendrá la noche.
—Poco sé de Iarwain excepto el nombre —dijo Galdor—, pero Glorfindel,
pienso, tiene razón. El poder de desafiar al enemigo no está en él, a no ser que
esté en la tierra misma. Y sabemos sin embargo que Sauron puede torturar y
destruir las colinas. El poder que todavía queda está aquí entre nosotros, en
Imladris, o en Cirdan de los Puertos, o en Lórien. ¿Pero tienen ellos la fuerza,
tendremos nosotros la fuerza de resistir al enemigo, la llegada de Sauron en los
últimos días, cuando todo lo demás y a hay a sido dominado?
—Yo no tengo la fuerza —dijo Elrond—, ni tampoco ellos.
—Entonces si la fuerza no basta para mantener el Anillo fuera del alcance del
enemigo —dijo Glorfindel— sólo nos queda intentar dos cosas: llevarlo al otro
lado del mar, o destruirlo.
—Pero Gandalf nos ha revelado que los medios de que nosotros disponemos
no podrían destruirlo —dijo Elrond—. Y aquellos que habitan más allá del mar no
lo recibirán: para mal o para bien pertenece a la Tierra Media. El problema
tenemos que resolverlo nosotros, los que aún vivimos aquí.
—Entonces —dijo Glorfindel— arrojémoslo a las profundidades y que las
mentiras de Saruman sean así verdad. Pues es claro que aun en el Concilio ha
venido siguiendo un camino tortuoso. Sabía que el Anillo no se había perdido para
siempre, pero deseaba que nosotros lo crey éramos, pues y a estaba codiciándolo.
La verdad se oculta a veces en la mentira. Estaría seguro en el mar.
—No seguro para siempre —dijo Gandalf—. Hay muchas cosas en las aguas
profundas y los mares y las tierras pueden cambiar. Y nuestra tarea aquí no es
pensar en una estación, o en unas pocas generaciones de hombres, o en una
época pasajera del mundo. Tenemos que buscar un fin definitivo a esta amenaza,
aunque no esperemos encontrarlo.
—No lo encontraremos en los caminos que van al mar —dijo Galdor—. Si se
cree que llevárselo a Iarwain es demasiado peligroso, en la huida hacia el mar
hay ahora un peligro mucho may or. El corazón me dice que Sauron esperará que
tomemos el camino del oeste, cuando se entere de lo ocurrido. Se enterará
pronto. Los Nueve han quedado a pie, es cierto, pero esto no nos da más que un
respiro, hasta que encuentren nueve cabalgaduras y más rápidas. Sólo la
menguante fuerza de Gondor se alza ahora entre él y una marcha de conquista a
lo largo de las costas, hacia el norte, y si viene y llega a apoderarse de las torres
blancas y los puertos, es posible que los elfos y a no puedan escapar a las sombras
que se alargan sobre la Tierra Media.
—Esa marcha será impedida por mucho tiempo —dijo Boromir—. Gondor
mengua, dices. Pero se mantiene en pie, y aun declinante, la fuerza de Gondor es
todavía poderosa.
—Y sin embargo y a no es capaz de parar a los Nueve —dijo Galdor—. Y el
enemigo puede encontrar otros caminos que Gondor no vigila.
—Entonces —dijo Erestor— hay sólo dos rumbos, como Glorfindel y a ha
dicho: esconder el Anillo para siempre, o destruirlo. Pero los dos están más allá
de nuestro alcance. ¿Quién nos resolverá este enigma?
—Nadie aquí puede hacerlo —dijo Elrond gravemente—. Al menos nadie
puede decir qué pasará si tomamos este camino o el otro. Pero ahora creo saber
y a qué camino tendríamos que tomar. El occidental parece el más fácil. Por lo
tanto hay que evitarlo. Lo vigilarán. Los elfos han huido a menudo por ese
camino. Ahora, en circunstancias extremas, hemos de elegir un camino difícil,
un camino imprevisto. Esa es nuestra esperanza, si hay esperanza: ir hacia el
peligro, ir a Mordor. Tenemos que echar el Anillo al Fuego.
Hubo otro silencio. Frodo, aun en aquella hermosa casa, que miraba a un valle
soleado, de donde llegaba un arrullo de aguas claras, sintió que una oscuridad
mortal le invadía el corazón. Boromir se agitó en el asiento y Frodo lo miró.
Tamborileaba con los dedos sobre el cuerno y fruncía el ceño. Al fin habló.
—No entiendo todo esto —dijo—. Saruman es un traidor, pero ¿no tuvo ni una
chispa de sabiduría? ¿Por qué habláis siempre de ocultar y destruir? ¿Por qué no
pensar que el Gran Anillo ha llegado a nuestras manos para servirnos en esta
hora de necesidad? Llevando el Anillo, los Señores de los Libres podrían derrotar
al enemigo. Y esto es lo que él teme, a mi entender.
» Los Hombres de Gondor son valientes y nunca se someterán; pero pueden
ser derrotados. El valor necesita fuerza ante todo y luego un arma. Que el Anillo
sea vuestra arma, si tiene tanto poder como pensáis. ¡Tomadlo y marchad a la
victoria!
—Ay, no —dijo Elrond—. No podemos utilizar el Anillo Soberano. Esto lo
sabemos ahora demasiado bien. Le pertenece a Sauron, pues él lo hizo solo y es
completamente maléfico. La fuerza del Anillo, Boromir, es demasiado grande
para que alguien lo maneje a voluntad, salvo aquellos que y a tienen un gran
poder propio. Pero para ellos encierra un peligro todavía más mortal. Basta
desear el Anillo para que el corazón se corrompa. Piensa en Saruman. Si
cualquiera de los Sabios derrocara con la ay uda del Anillo al Señor de Mordor,
empleando las mismas artes que él, terminaría instalándose en el trono de Sauron
y un nuevo Señor Oscuro aparecería en la tierra. Y esta es otra razón por la que
el Anillo tiene que ser destruido; en tanto esté en el mundo será un peligro aun
para los Sabios. Pues nada es malo en un principio. Ni siquiera Sauron lo era.
Temo tocar el Anillo para esconderlo. No tomaré el Anillo para utilizarlo.
—Ni y o tampoco —dijo Gandalf.
Boromir los miró con aire de duda, pero asintió inclinando la cabeza.
—Que así sea entonces —dijo—. La gente de Gondor tendrá que confiar en
las armas y a conocidas. Y al menos mientras los Sabios guarden el Anillo,
seguiremos luchando. Quizá la Espada sea capaz aún de contener la marea, si la
mano que la esgrime no sólo ha heredado un arma sino también el nervio de los
Rey es de los Hombres.
—¿Quién puede decirlo? —dijo Aragorn—. La pondremos a prueba algún
día.
—Que ese día no tarde —dijo Boromir—. Pues aunque no pido ay uda la
necesitamos. Nos animaría saber que otros luchan también con todos los medios
de que disponen.
—Anímate, entonces —dijo Elrond—. Pues hay otros poderes y reinos que
no conoces, que están ocultos para ti. El caudal del Anduin el Grande baña
muchas orillas antes de llegar a Argonath y a las Puertas de Gondor.
—Aun así podría convenir a todos —dijo Glóin el enano— que todas estas
fuerzas se unieran y que los poderes de cada uno se utilizaran de común acuerdo.
Puede haber otros anillos, menos traicioneros, a los que podríamos recurrir. Los
Siete están perdidos para nosotros, si Balin no ha encontrado el anillo de Thrór,
que era el último. Nada se ha sabido de él desde que Thrór pereció en Moria. En
verdad, puedo revelar ahora que uno de los motivos del viaje de Balin era la
esperanza de encontrar ese anillo.
—Balin no encontrará ningún anillo en Moria —dijo Gandalf—. Thrór se lo
dio a su hijo Thráin, pero Thráin no se lo dio a Thorin. Se lo quitaron a Thráin
torturándolo en los calabozos de Dol Guldur. Llegué demasiado tarde.
—¡Ah, ay ! —gritó Glóin—. ¿Cuándo será el día de nuestra venganza? Pero
todavía quedan los Tres. ¿Qué hay de los Tres Anillos de los Elfos? Anillos muy
poderosos, dicen. ¿No los guardan consigo los Señores de los Elfos? Sin embargo
ellos también fueron hechos por el Señor Oscuro tiempo atrás. ¿Están ociosos?
Veo Señores de los Elfos aquí. ¿No dirán nada?
Los elfos no respondieron.
—¿No me has oído, Glóin? —dijo Elrond—. Los Tres no fueron hechos por
Sauron, ni siquiera llegó a tocarlos alguna vez. Pero de ellos no es permitido
hablar. Aunque algo diré, en esta hora de dudas. No están ociosos. Pero no fueron
hechos como armas de guerra o conquista; no es ese el poder que tienen. Quienes
los hicieron no deseaban ni fuerza ni dominio ni riquezas, sino el poder de
comprender, crear y curar, para preservar todas las cosas en cierta medida, y
con dolor. Pero todo lo que hay a sido alcanzado por quienes se sirven de los Tres
se volverá contra ellos, y Sauron leerá en las mentes y los corazones de todos, si
recobra el Único. Habría sido mejor que los Tres nunca hubieran existido. Esto es
lo que Sauron pretende.
—¿Pero qué sucederá si el Anillo Soberano es destruido, como tú aconsejas?
—preguntó Glóin.
—No lo sabemos con seguridad —respondió Elrond tristemente—. Algunos
esperan que los Tres Anillos, que Sauron nunca tocó, se liberen entonces y
quienes gobiernen los Anillos podrían curar así las heridas que el Único ha
causado en el mundo. Pero es posible también que cuando el Único desaparezca,
los Tres se malogren y que junto con ellos se marchiten y olviden muchas cosas
hermosas. Eso es lo que creo.
—Sin embargo todos los elfos están dispuestos a correr ese riesgo —dijo
Glorfindel—, si pudiéramos destruir el poder de Sauron y librarnos para siempre
del miedo a que domine el mundo.
—Así volvemos otra vez a la destrucción del Anillo —dijo Erestor y sin
embargo no estamos más cerca. ¿De qué fuerza disponemos para encontrar el
Fuego en que fue forjado? Es el camino de la desesperación. De la locura, podría
decir, si la larga sabiduría de Elrond no me lo impidiese.
—¿Desesperación, o locura? —dijo Gandalf—. No desesperación, pues sólo
desesperan aquellos que ven el fin más allá de toda duda. Nosotros no. Es
sabiduría reconocer la necesidad, cuando todos los otros cursos y a han sido
considerados, aunque pueda parecer locura a aquellos que se atan a falsas
esperanzas. Bueno, ¡que la locura sea nuestro manto, un velo en los ojos del
enemigo! Pues él es muy sagaz y mide todas las cosas con precisión, según la
escala de su propia malicia. Pero la única medida que conoce es el deseo, deseo
de poder, y así juzga todos los corazones. No se le ocurrirá nunca que alguien
pueda rehusar el poder, que teniendo el Anillo queramos destruirlo. Si nos
ponemos en meta, confundiremos todas sus conjeturas.
—Al menos por un tiempo —dijo Elrond—. Hay que tomar ese camino, pero
recorrerle será difícil. Y ni la fuerza ni la sabiduría podrían llevarnos muy lejos.
Los débiles pueden intentar esta tarea con tantas esperanzas como los fuertes. Sin
embargo, así son a menudo los trabajos que mueven las ruedas del mundo. Las
manos pequeñas hacen esos trabajos porque es menester hacerlos, mientras los
ojos de los grandes se vuelven a otra parte.
—¡Muy bien, muy bien, señor Elrond! —dijo Bilbo de pronto—. ¡No digas
más! El propósito de tu discurso es bastante claro. Bilbo el hobbit tonto comenzó
este asunto y será mejor que Bilbo lo termine, o que termine él mismo. Yo estaba
muy cómodo aquí, ocupado en mi obra. Si quieres saberlo, en estos días estoy
escribiendo una conclusión. Había pensado poner: y desde entonces vivió feliz
hasta el fin de sus días. Era un buen final, aunque se hubiera usado antes. Ahora
tendré que alterarlo: no parece que vay a a ser verdad, y de todos modos es
evidente que habrá que añadir otros varios capítulos, si vivo para escribirlos. Es
muy fastidioso. ¿Cuándo he de ponerme en camino? Boromir miró sorprendido a
Bilbo, pero la risa se le apagó en los labios cuando vio que todos los otros miraban
con grave respeto al viejo hobbit. Sólo Glóin sonreía, pero la sonrisa le venía de
viejos recuerdos.
—Por supuesto, mi querido Bilbo —dijo Gandalf—. Si tú iniciaste realmente
este asunto, tendrás que terminarlo. Pero sabes muy bien que decir he iniciado es
de una pretensión excesiva para cualquiera, y que los héroes desempeñan
siempre un pequeño papel en las grandes hazañas. No tienes por qué inclinarte.
Sabemos que tus palabras fueron sinceras, y que bajo esa apariencia de broma
nos hacías un ofrecimiento valeroso. Pero que supera tus fuerzas, Bilbo. No
puedes empezar otra vez, el problema ha pasado a otras manos. Si aún tienes
necesidad de mi consejo, te diría que tu parte ha concluido, excepto como
cronista. ¡Termina el libro, y no cambies el final! Todavía hay esperanzas de que
sea posible. Pero prepárate a escribir una continuación, cuando ellos vuelvan.
Bilbo rió.
—No recuerdo que me hay as dado antes un consejo agradable —dijo—.
Como todos tus consejos desagradables han resultado buenos, me pregunto si éste
no será malo. Sin embargo, no creo que me quede bastante fuerza o suerte como
para tratar con el Anillo. Ha crecido y y o no. Pero dime, ¿a quién te refieres
cuando dices ellos?
—A los mensajeros que llevarán el Anillo.
—¡Exactamente! ¿Y quiénes serán? Eso es lo que el Concilio ha de decidir,
me parece, y ninguna otra cosa. Los elfos se alimentan de palabras y los enanos
soportan grandes fatigas; y o soy sólo un viejo hobbit y extraño el almuerzo. ¿Se
te ocurren algunos nombres? ¿O lo dejamos para después de comer?
Nadie respondió. Sonó la campana del mediodía. Nadie habló tampoco ahora.
Frodo echó una ojeada a todas las caras, pero no lo miraban a él; todo el Concilio
bajaba los ojos, como sumido en profundos pensamientos. Sintió que un gran
temor lo invadía, como si estuviese esperando una sentencia que y a había
previsto hacía tiempo, pero que no deseaba oír. Un irresistible deseo de descansar
y quedarse a vivir en Rivendel junto a Bilbo le colmó el corazón. Al fin habló
haciendo un esfuerzo y oy ó sorprendido sus propias palabras, como si algún otro
estuviera sirviéndose de su vocecita.
—Yo llevaré el Anillo —dijo—, aunque no sé cómo.
Elrond alzó los ojos y lo miró y Frodo sintió que aquella mirada penetrante le
traspasaba el corazón.
—Si he entendido bien todo lo que he oído —dijo Elrond—, creo que esta
tarea te corresponde a ti, Frodo y, si tú no sabes cómo llevarla a cabo, ningún otro
lo sabrá. Esta es la hora de quienes viven en la Comarca, de quienes dejan los
campos tranquilos para estremecer las torres y los concilios de los grandes.
¿Quién de todos los Sabios pudo haberlo previsto? Y si son sabios, ¿por qué
esperarían saberlo, antes que sonara la hora?
» Pero es una carga pesada. Tan pesada que nadie puede pasársela a otro. No
la pongo en ti. Pero si tú la tomas libremente, te diré que tu elección es buena; y
aunque todos los poderosos amigos de los elfos de antes, Hador y Húrin y Túrin y
Beren mismo aparecieran juntos aquí, tu lugar estaría entre ellos.
—¿Pero seguramente usted no lo enviará solo, señor? —gritó Sam, que y a no
pudo seguir conteniéndose y saltó desde el rincón donde había estado sentado en
el suelo.
—¡No por cierto! —dijo Elrond volviéndose hacia él con una sonrisa—. Tú lo
acompañarás al menos. No parece fácil separarte de Frodo, aunque él hay a sido
convocado a un Concilio secreto y tú no.
Sam se sentó, enrojeciendo y murmurando.
—¡En bonito enredo nos hemos metido, señor Frodo! —dijo moviendo la
cabeza.
3
El Anillo va hacia el sur
M ás
tarde ese día los hobbits tuvieron una reunión privada en el cuarto de
Bilbo. Merry y Pippin se mostraron indignados cuando supieron que Sam se
había metido de rondón en el Concilio y había sido elegido como compañero de
Frodo.
—Es muy injusto —dijo Pippin—. En vez de expulsarlo y ponerlo en
cadenas, ¡Elrond lo recompensa por su desfachatez!
—¡Recompensa! —dijo Frodo—. No podría imaginar un castigo más severo.
No piensas en lo que dices: ¿condenado a hacer un viaje sin esperanza, una
recompensa? Ay er soñé que mi tarea estaba cumplida y que podía descansar
aquí un rato, quizá para siempre.
—No me sorprende —dijo Merry — y ojalá pudieras. Pero estábamos
envidiando a Sam, no a ti. Si tú tienes que ir, sería un castigo para cualquiera de
nosotros quedarnos atrás, aun en Rivendel. Hemos recorrido un largo camino
juntos y hemos pasado momentos difíciles. Queremos continuar.
—Es lo que y o quería decir —continuó Pippin—. Nosotros los hobbits
tenemos que mantenernos unidos y eso haremos. Partiré contigo, a menos que
me encadenen. Tiene que haber alguien con inteligencia en el grupo.
—¡En ese caso no creo que te elijan, Peregrin Tuk! —dijo Gandalf asomando
la cabeza por la ventana, que estaba cerca del suelo—. Pero no tenéis por qué
estar preocupados. Nada se ha decidido aún.
—¡Nada se ha decidido! —exclamó Pippin—. ¿Entonces qué estuvisteis
haciendo, encerrados durante horas?
—Hablando —dijo Bilbo—. Había mucho que hablar y todos escucharon algo
que los dejó boquiabiertos. Hasta el viejo Gandalf. Creo que las breves noticias
que dio Legolas sobre Gollum le cay eron como un balde de agua fría, aunque no
hizo comentarios.
—Estás equivocado —dijo Gandalf—. No prestaste atención. Ya me lo había
dicho Gwaihir. Quienes dejaron boquiabiertos a los otros, como tú dices, fueron tú
y Frodo; y o fui el único que no se sorprendió.
—Bueno, de todos modos —dijo Bilbo—, nada se decidió aparte de la
elección del pobre Frodo y Sam. Este final me lo temí siempre, si y o quedaba
descartado. Pero pienso que Elrond enviará una partida numerosa, cuando tenga
los primeros informes. ¿Han partido y a, Gandalf?
—Sí —dijo el mago——Ya han salido algunos exploradores y mañana irán
más. Elrond está enviando elfos y se pondrán en contacto con los montaraces y
quizá con la gente de Thranduil en el Bosque Negro. Y Aragorn ha partido con los
hijos de Elrond. Se hará una batida en varias leguas a la redonda antes de decidir
la primera movida. ¡De modo que anímate, Frodo! Quizá te quedes aquí un
tiempo largo.
—Ah —dijo Sam con aire sombrío—. Bastante largo como para que llegue el
invierno.
—Eso es inevitable —dijo Bilbo— y en parte tu culpa, querido Frodo; insististe
en esperar mi cumpleaños. Curiosa celebración diría y o. No es en verdad el día
que y o hubiese elegido para que los S-B entraran en Bolsón Cerrado. Y esta es la
situación ahora: no puedes esperar hasta la primavera y no puedes salir antes que
lleguen los informes. Me temo que esa sea justamente tu suerte:
Cuando el viento comienza a morder
y las piedras crujen en la noche helada
de charcos negros y árboles desnudos,
no es bueno viajar por tierras ásperas.
—Yo también temo que esa sea la suerte de Frodo —dijo Gandalf No
podemos partir hasta que sepamos algo de los Jinetes.
—Pensé que habían sido destruidos en la crecida.
—Los Espectros del Anillo no pueden ser destruidos con tanta facilidad —dijo
Gandalf—. Llevan en ellos el poder del amo y resisten o caen junto con él.
Esperamos que hay an quedado todos a pie y sin disfraces, de modo que durante
un tiempo serán menos peligrosos; pero no lo sabemos bien todavía. Entretanto,
Frodo, trata de olvidar tus dificultades. No sé si puedo hacer algo que te sirva de
ay uda; pero te soplaré un secreto: Alguien dijo que este grupo necesitaba una
inteligencia. Tenía razón. Creo que iré contigo.
Tan grande fue la alegría de Frodo al oír este anuncio que Gandalf dejó el
alféizar de la ventana, donde había estado sentado, y se sacó el sombrero
haciendo una reverencia.
—Sólo dije: Creo que iré. No cuentes aún con nada. En este asunto, Elrond
tendrá mucho que decir y también tu amigo Trancos. Lo que me recuerda que
quiero ver a Elrond. No puedo demorarme más.
—¿Cuánto tiempo crees que estaré aquí? —le preguntó Frodo a Bilbo una vez
que Gandalf se retiró.
—Oh, no sé. En Rivendel se me van los días sin darme cuenta —dijo Bilbo—.
Pero bastante tiempo, creo. Podremos tener muchas buenas charlas. ¿Qué te
parece si me ay udas con el libro y empiezas el próximo? ¿Has pensado en algún
final?
—Sí, en varios; todos sombríos y desagradables —dijo Frodo.
—¡Oh, eso no sirve! —dijo Bilbo—. Los libros han de tener un final feliz. Qué
te parece éste: y vivieron juntos y felices para siempre.
—Estaría bien, si eso llegara a ocurrir —dijo Frodo.
—Ah —dijo Sam—. ¿Y dónde vivirán? Es lo que me pregunto a menudo.
Durante un rato los hobbits continuaron hablando y pensando en el viaje pasado y
en los peligros que les esperaban en el futuro; pero era tal la virtud de la tierra de
Rivendel que pronto se sintieron libres de miedos y ansiedades. El futuro, bueno
O malo, no fue olvidado, pero y a no tuvo ningún poder sobre el presente. La
salud y la esperanza se acrecentaron en ellos y estaban contentos, tomando los
días tal como se presentaban, disfrutando de las comidas, las charlas y las
canciones.
Así el tiempo pasó deslizándose y todas las mañanas eran hermosas y
brillantes y todas las noches claras y frescas. Pero el otoño menguaba
rápidamente; poco a poco la luz de oro declinaba transformándose en plata pálida
y unas hojas tardías caían de los árboles desnudos. Un viento helado empezó a
soplar hacia el este desde las Montañas Nubladas. La Luna del Cazador crecía en
el cielo nocturno y todas las estrellas menores huían. Pero en el horizonte del sur
brillaba una estrella roja. Cuando la luna menguaba otra vez, el brillo de la
estrella aumentaba, noche a noche. Frodo podía verla desde la ventana, hundida
en el cielo, ardiendo como un ojo vigilante que resplandecía sobre los árboles al
borde del valle.
Los hobbits habían pasado cerca de dos meses en la Casa de Elrond y
noviembre se había llevado los últimos jirones del otoño, y concluía diciembre
cuando los exploradores comenzaron a volver. Algunos habían ido al norte, más
allá del nacimiento del Fontegrís, internándose en las Landas de Etten, y otros
habían ido al oeste y con la ay uda de Aragorn y los montaraces llegaron a
explorar las tierras todo a lo largo del Aguada Gris, hasta Tharbad, donde el viejo
Camino del Norte cruzaba el río junto a una ciudad en ruinas. Muchos habían ido
al este y al sur y algunos de ellos habían cruzado las montañas entrando luego en
el Bosque Negro, mientras que otros habían escalado el paso en las fuentes del
Río Gladio, descendiendo a las Tierras Ásperas y atravesando los Campos
Gladios hasta llegar al viejo hogar de Radagast en Rhosgobel. Radagast no estaba
allí y volvieron cruzando el desfiladero que llamaban Escalera del Arroy o
Sombrío. Los hijos de Elrond, Elladan y Elrohir, fueron los últimos en volver;
habían hecho un largo viaje, marchando a la vera del Cauce de Plata hasta un
extraño país, pero de sus andanzas no hablaron con nadie excepto con Elrond.
En ninguna región habían tropezado los mensajeros con señales o noticias de
los Jinetes o de otros sirvientes del enemigo. Ni siquiera las Águilas de las
Montañas Nubladas habían podido darles noticias frescas. Nada se había visto ni
oído de Gollum; pero los lobos salvajes continuaban reuniéndose y cazaban otra
vez muy arriba del Río Grande. Tres de los caballos negros aparecieron
ahogados en las aguas crecidas del vado. Más abajo, en las piedras de los rápidos,
se encontraron los cadáveres de cinco caballos más y también un manto largo y
negro, hecho jirones. De los Jinetes Negros no había ninguna señal y no se sentía
que anduviesen cerca. Parecía que hubieran desaparecido de los territorios del
norte.
—En todo caso, sabemos qué ocurrió con ocho de los Nueve —dijo Gandalf
—. No es prudente estar demasiado seguro, pero me atrevería a creer que los
Espectros del Anillo fueron dispersados y regresaron como pudieron a Mordor,
vacíos y sin forma.
» Si es así, pasará un tiempo antes que reinicien la cacería. El enemigo tiene
otros sirvientes, por supuesto. Pero tendrían que hacer todo el camino hasta
Rivendel antes que encontraran nuestras huellas. Y si tenemos cuidado será difícil
encontrarlas. Pero no podemos retrasarnos más.
Elrond les indicó a los hobbits que se acercaran. Miró gravemente a Frodo.
—Ha llegado la hora —dijo—. Si el Anillo ha de partir, que sea cuanto antes.
Pero que quienes lo acompañan no cuenten con ningún apoy o, ni de guerra ni de
fuerzas. Tendrán que entrar en los dominios del enemigo, lejos de toda ay uda.
¿Todavía mantienes tu palabra, Frodo, de que serás el Portador del Anillo?
—Sí —dijo Frodo—. Iré con Sam.
—Pues bien, no podré ay udarte mucho, ni siquiera con consejos —dijo
Elrond. No alcanzo a ver cuál será tu camino y no sé cómo cumplirás esa tarea.
La Sombra se ha arrastrado ahora hasta el pie de las montañas y ha llegado casi
a las orillas del Fontegrís; y bajo la Sombra todo es oscuro para mí. Encontrarás
muchos enemigos, algunos declarados, otros ocultos, y quizá tropieces con
amigos, cuando menos los busques. Mandaré mensajes, tal como se me vay an
ocurriendo, a aquellos que conozco en el ancho mundo; pero las tierras han
llegado a ser tan peligrosas que algunos se perderán sin duda, o no llegarán antes
que tú.
» Y elegiré los compañeros que irán contigo, siempre que ellos quieran o lo
permita la suerte. Tienen que ser pocos, y a que tus may ores esperanzas
dependen de la rapidez y el secreto. Aunque contáramos con una tropa de elfos
con armas de los Días Antiguos, sólo conseguiríamos despertar el poder de
Mordor.
» La Compañía del Anillo será de Nueve y los Nueve Caminantes se
opondrán a los Nueve Jinetes malvados. Contigo y tu fiel sirviente irá Gandalf;
pues éste será el may or de sus trabajos y quizás el último.
» En cuanto al resto, representarán a los otros Pueblos Libres del mundo:
elfos, enanos y hombres. Legolas irá por los elfos y Gimli hijo de Glóin por los
enanos. Están dispuestos a llegar por lo menos a los pasos de las montañas y quizá
más allá. Por los hombres tendrán a Aragorn hijo de Arathorn, pues el Anillo de
Isildur le concierne íntimamente.
—¡Trancos! —exclamó Frodo.
—Sí —dijo Trancos con una sonrisa—. Te pido una vez más que me permitas
ser tu compañero.
—Yo te hubiera rogado que vinieras —dijo Frodo—, pero pensé que irías a
Minas Tirith con Boromir.
—Iré —dijo Aragorn—. Y la Espada Quebrada será forjada de nuevo antes
que y o parta para la guerra. Pero tu camino y el nuestro corren juntos por
muchos cientos de millas. Por lo tanto Boromir estará también en la Compañía.
Es un hombre valiente.
—Faltan todavía dos —dijo Elrond—. Lo pensaré. Quizás encuentre a alguien
entre las gentes de la casa que me convenga mandar.
—¡Pero entonces no habrá lugar para nosotros! —exclamó Pippin
consternado—. No queremos quedarnos. Queremos ir con Frodo.
—Eso es porque no entiendes y no alcanzas a imaginar lo que les espera dijo
Elrond.
—Tampoco Frodo —dijo Gandalf, apoy ando inesperadamente a Pippin—. Ni
ninguno de nosotros lo ve con claridad. Es cierto que si estos hobbits entendieran
el peligro, no se atreverían a ir. Pero seguirían deseando ir, o atreviéndose a ir, y
se sentirían avergonzados e infelices. Creo, Elrond, que en este asunto sería
mejor confiar en la amistad de estos hobbits que en nuestra sabiduría. Aunque
eligieras para nosotros un Señor de los Elfos, como Glorfindel, los poderes que
hay en él no alcanzarían para destruir la Torre Oscura ni abrirnos el camino que
lleva al Fuego.
—Hablas con gravedad —dijo Elrond—, pero no estoy seguro. La Comarca,
presiento, no está libre ahora de peligros y había pensado enviar a estos dos de
vuelta como mensajeros y para que trataran allí de prevenir a la gente, de
acuerdo con las normas del país. De cualquier modo me parece que el más
joven de los dos, Peregrin Tuk, tendría que quedarse. Me lo dice el corazón.
—Entonces, señor Elrond, tendrá usted que encerrarme en prisión, o
mandarme a casa metido en un saco —dijo Pippin—. Pues de otro modo y o
seguiría a la Compañía.
—Que sea así entonces. Irás —dijo Elrond y suspiró—. La cuenta de Nueve
y a está completa. La Compañía partirá dentro de siete días.
La Espada de Elendil fue forjada de nuevo por herreros élficos, que grabaron
sobre la hoja el dibujo de siete estrellas, entre la Luna creciente y el Sol radiante,
y alrededor trazaron muchas runas; pues Aragorn hijo de Arathorn iba a la
guerra en las fronteras de Mordor. Muy brillante pareció la espada cuando estuvo
otra vez completa; era roja a la luz del sol y fría a la luz de la luna y tenía un
borde duro y afilado. Y Aragorn le dio un nuevo nombre y la llamó Andúril,
Llama del Oeste.
Aragorn y Gandalf paseaban juntos o se sentaban a hablar del camino y de
los peligros que podrían encontrar y estudiaban los mapas historiados y los libros
de ciencia que había en casa de Elrond. A veces Frodo los acompañaba, pero
estaba contento de poder confiar en ellos como guías y se pasaba la may or parte
del tiempo con Bilbo.
En aquellos últimos días los hobbits se reunían a la noche en la Sala de Fuego
y allí entre muchas historias oy eron completa la balada de Beren y Lúthien y la
conquista de la Gran joy a, pero de día mientras Merry y Pippin iban de un lado a
otro, Frodo y Sam se pasaban las horas en el cuartito de Bilbo. Allí Bilbo les leía
pasajes del libro (que parecía aún muy incompleto), o fragmentos de poemas, o
tomaba notas de las aventuras de Frodo.
En la mañana del último día Frodo estaba a solas con Bilbo y el viejo hobbit
sacó de debajo de la cama una caja de madera. Levantó la tapa y buscó dentro.
—Se te quebró la espada, creo —le dijo a Frodo titubeando— y pensé que
quizá te interesara tener ésta, ¿la conoces?
Sacó de la caja una espada pequeña, guardada en una raída vaina de cuero.
La desenvainó y la hoja pulida y bien cuidada relució de pronto, fría y brillante.
—Esta es Dardo —dijo y sin mucho esfuerzo la hundió profundamente en
una viga de madera—. Tómala, si quieres. No la necesitaré más, espero.
Frodo la aceptó agradecido.
—Y aquí hay otra cosa —dijo Bilbo.
Y sacó un paquete que parecía bastante pesado para su tamaño. Desenvolvió
viejas telas y sacó a la luz una pequeña cota de malla de anillos entrelazados,
flexible casi como un lienzo, fría como el hielo, y más dura que el acero. Brillaba
como plata a la luz de la luna y estaba tachonada de gemas blancas y tenía un
cinturón de cristal y perlas.
—¡Es hermosa!, ¿no es cierto? —dijo Bilbo moviéndola a la luz—. Y útil
además. Es la cota de malla de enano que me dio Thorin. La recuperé en Cavada
Grande, antes de salir. Llevo siempre conmigo todos los recuerdos del Viaje
excepto el Anillo. Pero nunca esperé usarla y ahora no la necesito sino para
mirarla algunas veces. Apenas sientes el peso cuando la llevas.
—Parecerá… bueno, no creo que me quede bien —dijo Frodo.
—Lo mismo dije y o —continuó Bilbo—. Pero no te preocupes por tu
apariencia. Puedes usarla debajo de la ropa. ¡Vamos! Tienes que compartir
conmigo este secreto. ¡No se lo digas a nadie! Pero me sentiré más feliz si sé que
la llevas puesta. Se me ha ocurrido que hasta podría desviar los cuchillos de los
Jinetes Negros —concluy ó en voz baja.
—Muy bien, la tomaré —dijo Frodo.
Bilbo le colocó la malla y aseguró a Dardo al cinturón resplandeciente. Luego
Frodo se puso encima las viejas ropas manchadas por la vida a la intemperie:
pantalones de montar, túnica y chaqueta.
—Un simple hobbit, eso pareces ser —dijo Bilbo—. Pero ahora hay algo más
en ti, que sale a la superficie. ¡Te deseo mucha suerte! Dio media vuelta y miró
por la ventana, tratando de tararear una canción.
—Nunca te lo agradeceré bastante, Bilbo, esto y todas tus bondades pasadas
—dijo Frodo.
—¡Pues no lo intentes! —dijo el viejo hobbit, y volviéndose palmeó a Frodo
en la espalda—. ¡Huy ! —gritó—. ¡Estás demasiado duro ahora para palmearte!
Pero escúchame: los hobbits tienen que estar siempre unidos y especialmente los
Bolsón. Todo lo que te pido a cambio es esto: cuídate bien, tráeme todas las
noticias que puedas y todas las viejas canciones e historias que encuentres. Haré
lo posible por terminar el libro antes que vuelvas. Me gustaría escribir el segundo
volumen, si vivo bastante.
Se interrumpió y se volvió otra vez a la ventana canturreando:
Me siento junto al fuego y pienso
en todo lo que he visto,
en flores silvestres y mariposas
de veranos que han sido.
En hojas amarillas y telarañas,
en otoños que fueron,
la niebla en la mañana, el sol de plata
y el viento en mis cabellos.
Me siento junto al fuego y pienso
cómo el mundo será,
cuando llegue el invierno sin una primavera
que yo pueda mirar.
Pues hay todavía tantas cosas
que yo jamás he visto:
en todos los bosques y primaveras
hay un verde distinto.
Me siento junto al fuego y pienso
en las gentes de ayer,
y en gentes que verán un mundo
que no conoceré.
Y mientras estoy aquí sentado
pensando en otras épocas
espero oír unos pasos que vuelven
y voces en la puerta.
Era un día frío y gris de fines de diciembre. El viento del este soplaba entre
las ramas desnudas de los árboles y golpeaba los pinos oscuros de las lomas.
Jirones de nubes se apresuraban allá arriba, oscuras y bajas. Cuando las sombras
tristes del crepúsculo comenzaron a extenderse, la Compañía se aprestó a partir.
Saldrían al anochecer, pues Elrond les había aconsejado que viajaran todo lo
posible al amparo de la noche, hasta que estuvieran lejos de Rivendel.
—No olvidéis los muchos ojos sirvientes de Sauron —dijo—. Las noticias de
la derrota de los Jinetes y a le han llegado sin duda y tiene que estar loco de furia.
Pronto los espías pedestres y alados se habrán diseminado por las tierras del
norte. Cuando estéis en camino, guardaos hasta del cielo que se extiende sobre
vosotros.
La Compañía cargó poco material de guerra, pues confiaban más en pasar
inadvertidas que en la suerte de una batalla. Aragorn llevaba a Andúril y ninguna
otra arma, e iba vestido con ropas de color verde y pardo mohosos, como un
jinete del desierto. Boromir tenía una larga espada, parecida a Andúril, pero de
menor linaje, y cargaba además un escudo y el cuerno de guerra.
—Suena alto y claro en los valles de las colinas —dijo—, ¡y los enemigos de
Gondor ponen pies en polvorosa!
Llevándose el cuerno a los labios, Boromir sopló y los ecos saltaron de roca
en roca y todos los que en Rivendel oy eron esa voz se incorporaron de un salto.
—No te apresures a hacer sonar de nuevo ese cuerno, Boromir —dijo Elrond
—, hasta que hay as llegado a las fronteras de tu tierra y sea necesario.
—Quizá —dijo Boromir—, pero siempre en las partidas he dejado que mi
cuerno grite, y aunque más tarde tengamos que arrastrarnos en la oscuridad, no
me iré ahora como un ladrón en la noche.
Sólo Gimli el enano exhibía una malla corta de anillos de acero (pues los
enanos soportan bien las cargas) y un hacha de regular tamaño le colgaba de la
cintura. Legolas tenía un arco y un carcaj, y en la cintura un largo cuchillo
blanco. Los hobbits más jóvenes cargaban las espadas que habían sacado del
túmulo, pero Frodo no disponía de otra arma que Dardo y llevaba oculta la cota
de malla, como Bilbo se lo había pedido. Gandalf tenía su bastón, pero se había
ceñido a un costado la espada élfica que llamaban Glamdring, hermana de
Orcrist, que descansa ahora sobre el pecho de Thorin bajo la Montaña Solitaria.
Todos fueron bien provistos por Elrond con ropas gruesas y abrigadas, y
tenían chaquetas y mantos forrados de piel. Las provisiones y ropas de repuesto
fueron cargadas en un poney, nada menos que la pobre bestia que habían traído
de Bree.
La estadía en Rivendel lo había transformado de un modo asombroso: le
brillaba el pelo y parecía haber recuperado todo el vigor de la juventud. Fue Sam
quien insistió en elegirlo, declarando que Bill (así lo llamaba ahora) se iría
consumiendo poco a poco si no lo llevaban con ellos.
—Ese animal casi habla —dijo— y llegaría a hablar si se quedara aquí más
tiempo. Me echó una mirada tan elocuente como las palabras del señor Pippin: Si
no me dejas ir contigo, Sam, te seguiré por mi cuenta.
De modo que Bill sería la bestia de carga; sin embargo era el único miembro
de la Compañía que no parecía deprimido.
Ya se habían despedido de todos en la gran sala junto al fuego y ahora sólo
estaban esperando a Gandalf, que aún no había salido de la casa. Por las puertas
abiertas podían verse los reflejos del fuego y en las ventanas brillaban unas luces
tenues. Bilbo estaba de pie y en silencio junto a Frodo, arropado en un manto.
Aragorn se había sentado en el suelo y apoy aba la cabeza en las rodillas; sólo
Elrond entendía de veras qué significaba esta hora para él. Los otros eran como
sombras grises en la oscuridad.
Sam, junto al poney, se pasaba la lengua por los dientes y miraba
morosamente la sombra de allá abajo donde el río cantaba sobre un lecho de
piedras; en este momento no tenía ningún deseo de aventuras.
—Bill, amigo mío —dijo—, no tendrías que venir con nosotros. Podrías
quedarte aquí y comerías el heno mejor, hasta que crecieran los nuevos pastos.
Bill sacudió la cola y no dijo nada.
Sam se acomodó el paquete sobre los hombros y repasó mentalmente todo lo
que llevaba, preguntándose con inquietud si no habría olvidado algo: el tesoro
principal, los utensilios de cocina; la cajita de sal que lo acompañaba siempre y
que llenaba cada vez que le era posible; una buena porción de hierba para pipa,
« no suficiente» , pensaba; pedernal y y esca; medias de lana; ropa blanca; varias
pequeñas pertenencias que Frodo había olvidado y que él había guardado para
mostrarlas en triunfo cuando las necesitasen. Lo repasó todo.
—¡Cuerda! —murmuró—. ¡Ninguna cuerda! Y anoche mismo te dijiste:
« Sam, ¿qué te parece un poco de cuerda? Si no la llevas la necesitarás.
» Bueno, y a la necesito. No puedo conseguirla ahora.
En ese momento Elrond salió con Gandalf y pidió a la Compañía que se
acercase.
—He aquí mis últimas palabras —dijo en voz baja—. El Portador del Anillo
parte ahora en busca de la Montaña del Destino. Toda responsabilidad recae
sobre él: no librarse del Anillo, no entregárselo a ningún siervo de Sauron y en
verdad no dejar que nadie lo toque, excepto los miembros del Concilio o la
Compañía y esto en caso de extrema necesidad. Los otros van con él como
acompañantes voluntarios, para ay udarlo en esa tarea. Podéis detenemos, o
volver, o tomar algún otro camino, según las circunstancias. Cuanto más lejos
lleguéis, menos fácil será retroceder, pero ningún lazo ni juramento os obliga a ir
más allá de vuestros propios corazones, y no podéis prever lo que cada uno
encontrará en el camino.
—Desleal es aquel que se despide cuando el camino se oscurece —dijo
Gimli.
—Quizá —dijo Elrond—, pero no jure que caminará en las tinieblas quien no
ha visto la caída de la noche.
—Sin embargo, un juramento puede dar fuerzas a un corazón desfalleciente.
—O destruirlo —dijo Elrond—. ¡No miréis demasiado adelante! ¡Pero partid
con buen ánimo! Adiós y que las bendiciones de los elfos y los hombres y toda la
gente libre vay an con vosotros. ¡Que las estrellas os iluminen!
—Buena… ¡buena suerte! —gritó Bilbo tartamudeando de frío—. No creo
que puedas llevar un diario, Frodo, compañero, pero esperaré a que me lo
cuentes todo cuando vuelvas. ¡Y no tardes demasiado! ¡Adiós!
Muchos otros de la Casa de Elrond los miraban desde las sombras y les decían
adiós en voz baja. No había risas ni canto ni música. Al fin la Compañía se volvió,
desapareciendo en la oscuridad.
Cruzaron el puente y remontaron lentamente los largos senderos escarpados
que los llevaban fuera del profundo valle de Rivendel, y al fin llegaron a los
páramos altos donde el viento siseaba entre los brezos. Luego, echando una
mirada al Ultimo Hogar que centelleaba allá abajo, se alejaron a grandes pasos
perdiéndose en la noche.
En el Vado del Bruinen dejaron el camino y doblando hacia el sur fueron por
unas sendas estrechas entre los campos quebrados. Tenían el propósito de seguir
bordeando las laderas occidentales de las montañas durante muchas millas y
muchos días. La región era más accidentada y desnuda que el valle verde del Río
Grande del otro lado de las montañas, en las Tierras Ásperas. La marcha era
necesariamente lenta, pero esperaban escapar de este modo a miradas hostiles.
Los espías de Sauron habían sido vistos raras veces en estas extensiones desiertas
y los senderos eran poco conocidos excepto para la gente de Rivendel.
Gandalf marchaba delante y con él iba Aragorn, que conocía estas tierras
aun en la oscuridad. Los otros los seguían en fila y Legolas que tenía ojos
penetrantes cerraba la marcha. La primera parte del viaje fue dura y monótona
y Frodo sólo guardaría el recuerdo del viento. Durante muchos días sin sol, un
viento helado sopló de las montañas del este y parecía que ninguna ropa pudiera
protegerlos contra aquellas agujas penetrantes. Aunque la Compañía estaba bien
equipada, pocas veces sintieron calor, tanto moviéndose como descansando.
Dormían inquietos en pleno día, en algún repliegue del terreno o escondiéndose
bajo unos arbustos espinosos que se apretaban a los lados del camino. A la caída
de la tarde los despertaba quien estuviera de guardia y tomaban la comida
principal: fría y triste casi siempre, pues pocas veces podían arriesgarse a
encender un fuego. Ya de noche partían otra vez, buscando los senderos que
llevaban al sur.
Al principio les pareció a los hobbits que aun caminando y trastabillando hasta
el agotamiento, iban a paso de caracol y no llegaban a ninguna parte. Pasaban los
días y el paisaje era siempre igual. Sin embargo, poco a poco, las montañas
estaban acercándose. Al sur de Rivendel eran aún más altas y se volvían hacia el
oeste; a los pies de la cadena principal se extendía una tierra cada vez más ancha
de colinas desiertas y valles profundos donde corrían unas aguas turbulentas. Los
senderos eran escasos y tortuosos y muchas veces los llevaban al borde de un
precipicio, o a un traicionero pantano.
Llevaban quince días de marcha cuando el tiempo cambió. El viento amainó de
pronto y viró al sur. Las nubes rápidas se elevaron y desaparecieron y asomó el
sol, claro y brillante. Luego de haber caminado tropezando toda una noche, llegó
el alba fría y pálida. Estaban ahora en una loma baja, coronada de acebos; los
troncos de color verde grisáceo parecían estar hechos con la misma piedra de las
lomas. Las hojas oscuras relucían y las bay as eran rojas a la claridad del sol
naciente. Lejos, en el sur, Frodo alcanzaba a ver los perfiles oscuros de unas
montañas elevadas que ahora parecían interponerse en el camino que la
Compañía estaba siguiendo. A la izquierda de estas alturas había tres picos; el más
alto y cercano parecía un diente coronado de nieve; el profundo y desnudo
precipicio del norte estaba todavía en sombras, pero donde lo alcanzaban los
ray os oblicuos del Sol, el pico llameaba, rojizo.
Gandalf se detuvo junto a Frodo y miró amparándose los ojos con la mano.
—Hemos llegado a los límites de la región que los hombres llaman Acebeda;
muchos elfos vivieron aquí en días más felices, cuando tenía el nombre de
Eregion. Hemos hecho cuarenta y cinco leguas a vuelo de pájaro, aunque
nuestros pies caminaran otras muchas millas. El territorio y el tiempo serán
ahora más apacibles, pero quizá también más peligrosos.
—Peligroso o no, un verdadero amanecer es siempre bien recibido —dijo
Frodo echándose atrás la capucha y dejando que la luz de la mañana le cay era
en la cara.
—¡Las montañas están frente a nosotros! —dijo Pippin—. Nos desviamos al
este durante la noche.
—No —dijo Gandalf—. Pero ves más lejos a la luz del día. Más allá de esos
picos la cadena dobla hacia el sudoeste. Hay muchos mapas en la Casa de
Elrond, aunque supongo que nunca pensaste en mirarlos.
—Sí, lo hice, a veces —dijo Pippin—, pero no los recuerdo. Frodo tiene
mejor cabeza que y o para estas cosas.
—Yo no necesito mapas —dijo Gimli, que se había acercado con Legolas y
miraba ahora ante él con una luz extraña en los ojos profundos—. Esa es la tierra
donde trabajaron nuestros padres, hace tiempo, y hemos grabado la imagen de
esas montañas en muchas obras de metal y de piedra y en muchas canciones e
historias. Se alzan muy altas en nuestros sueños: Baraz, Zirak, Shathûr.
» Sólo las vi una vez de lejos en la vigilia, pero las conozco y sé cómo se
llaman, pues debajo de ellas está Khazad-dûm, la Mina del Enano, que ahora:
llaman el Pozo Oscuro, Moria en la lengua élfica. Más allá se encuentra
Barazinbar, el Cuerno Rojo, el cruel Caradhras; y aún más allá el Cuerno de
Plata y el Monte Nuboso: Celebdil el Blanco y Fanuidhol el Gris, que nosotros
llamamos Zirak-zigil y Bundushathûr.
» Allí las Montañas Nubladas se dividen y entre los dos brazos se extiende el
valle profundo y oscuro que no podemos olvidar: Azanulbizar, el Valle del
Arroy o Sombrío, que los elfos llaman Nanduhirion.
—Hacia ese valle vamos —dijo Gandalf—. Si subimos por el paso llamado la
Puerta del Cuerno Rojo, en la falda opuesta del Caradhras, descenderemos por la
Escalera del Arroy o Sombrío al valle profundo de los enanos; allí se encuentran
el Lago Espejo y los helados manantiales del Cauce de Plata.
—Oscura es el agua del Kheled-zâram —dijo Gimli— y frías son las fuentes
del Kibil-nâla. Se me encoge el corazón pensando que los veré pronto.
—Que esa visión te traiga alguna alegría, mi querido enano —dijo Gandalf—.
Pero hagas lo que hagas, no podremos quedarnos en ese valle. Tenemos que
seguir el Cauce de Plata aguas abajo hasta los bosques secretos y así hasta el Río
Grande y luego…
Hizo una pausa.
—Sí, ¿y luego qué? —preguntó Merry.
—Hacia nuestro destino, el fin del viaje —dijo Gandalf—. No podemos mirar
demasiado adelante. Alegrémonos de que la primera etapa hay a quedado
felizmente atrás. Creo que descansaremos aquí, no sólo hoy sino también esta
noche. El aire de Acebeda tiene algo de sano. Muchos males han de caer sobre
un país para que olvide del todo a los elfos, si alguna vez vivieron ahí.
—Es cierto —dijo Legolas—. Pero los elfos de esta tierra no eran gente de los
bosques como nosotros, y los árboles y la hierba no los recuerdan. Sólo oigo el
lamento de las piedras, que todavía los lloran: Profundamente cavaron en
nosotras, bellamente nos trabajaron, altas nos erigieron; pero han desaparecido.
Han desaparecido. Fueron en busca de los puertos mucho tiempo atrás.
Aquella mañana encendieron un fuego en un hueco profundo, velado por grandes
macizos de acebos, y por vez primera desde que dejaran Rivendel tuvieron un
almuerzo-desay uno feliz. No corrieron en seguida a la cama, pues esperaban
tener toda la noche para dormir y no partirían de nuevo hasta la noche del día
siguiente. Sólo Aragorn guardaba silencio, inquieto. Al cabo de un rato dejó la
Compañía y caminó hasta el borde del hoy o; allí se quedó a la sombra de un
árbol, mirando al sur y al oeste, con la cabeza ladeada como si estuviera
escuchando. Luego se volvió y miró a los otros que reían y charlaban.
—¿Qué pasa, Trancos? —llamó Merry —. ¿Qué estás buscando? ¿Echas de
menos el Viento del Este?
—No por cierto —respondió Trancos—. Pero algo echo de menos. He estado
en el país de Acebeda en muchas estaciones. Ninguna gente las habita ahora,
pero hay animales que viven aquí en todas las épocas, especialmente pájaros.
Ahora sin embargo todo está callado, excepto vosotros. Puedo sentirlo. No hay
ningún sonido en muchas millas a la redonda y vuestras voces resuenan como un
eco. No lo entiendo.
Gandalf alzó la vista con repentino interés.
—¿Cuál crees que sea la razón? —preguntó—. ¿Habría otra aparte de la
sorpresa de ver a cuatro hobbits, para no mencionar el resto, en sitios donde no se
ve ni se oy e a casi nadie?
—Ojalá sea así —respondió Trancos—. Pero tengo una impresión de
acechanza y temor que nunca conocí aquí antes.
—Entonces tenemos que cuidarnos —dijo Gandalf—. Si traes a un montaraz
contigo, es bueno prestarle atención, más aún si el montaraz es Aragorn. No
hablemos en voz alta. Descansemos tranquilos y vigilemos.
Ese día le tocaba a Sam hacer la primera guardia, pero Aragorn se le unió. Los
otros se durmieron. Luego el silencio creció de tal modo que hasta Sam lo
advirtió. La respiración de los que dormían podía oírse claramente. Los meneos
de la cola del poney y los ocasionales movimientos de los cascos se convirtieron
en fuertes ruidos. Sam se movía y alcanzaba a oír cómo le crujían las
articulaciones. Un silencio de muerte reinaba alrededor y por encima del todo se
extendía un cielo azul y claro, mientras el sol ascendía en el este. A lo lejos, en el
sur, apareció una mancha oscura que creció y fue hacia el norte como un humo
llevado por el viento.
—¿Qué es eso, Trancos? No parece una nube —le susurró Sam a Aragorn.
Aragorn no respondió; tenía los ojos clavados en el cielo. Pero Sam no tardó
en reconocer lo que se acercaba. Bandadas de pájaros, que volaban muy
rápidamente y en círculos, y endo de un lado a otro, como buscando algo; y
estaban cada vez más próximas.
—¡Échate al suelo y no te muevas! —siseó Aragorn, arrastrando a Sam a la
sombra de una mata de acebos—, pues todo un regimiento de pájaros acababa
de desprenderse de la bandada principal y se acercaba volando bajo. Sam pensó
que eran una especie de grandes cuervos. Mientras pasaban sobre la loma, en
una columna tan apretada que la sombra los seguía oscuramente por el suelo, se
oy ó un único y ronco graznido.
No hasta que los pájaros hubieron desaparecido en la distancia, al norte y al
oeste, y el cielo se hubo aclarado otra vez, se incorporó de nuevo Aragorn. Dio
un salto entonces y fue a despertar a Gandalf.
—Regimientos de cuervos negros están volando de aquí para allá entre las
montañas y el Fontegrís —dijo— y han pasado sobre Acebeda. No son nativos de
aquí; son crebain de Fangorn y de las Tierras Brunas. No sé qué les ocurre; quizás
hay algún problema allá en el sur del que vienen huy endo; pero creo que están
espiando la región. He visto además algunos halcones volando alto en el cielo.
Pienso que debiéramos partir de nuevo esta misma noche. Acebeda y a no es un
lugar seguro para nosotros; es un lugar vigilado.
—Y en ese caso lo mismo será en la Puerta del Cuerno Rojo —dijo Gandalf
—. Y no alcanzo a imaginar cómo podríamos pasar por allí sin ser vistos. Pero lo
pensaremos cuando sea el momento. En cuanto a partir cuando oscurezca, temo
que tengas razón.
—Por suerte nuestro fuego humeó poco y sólo quedaban unas brasas cuando
vinieron los crebain —dijo Aragorn—. Hay que apagarlo y y a no encenderlo
más.
—Bueno, ¡qué calamidad y qué fastidio! —dijo Pippin. Las noticias: no más
fuego y caminar otra vez de noche, le habían sido transmitidas tan pronto como
despertó poco después de media tarde—. ¡Todo a causa de una bandada de
cuervos! Yo había estado esperando que esta noche comiésemos bien, algo
caliente.
—Bueno, puedes seguir esperando —dijo Gandalf—. Quizá tengas todavía
muchos banquetes inesperados. En cuanto a mí me gustaría fumar cómodamente
una pipa y calentarme los pies. Sin embargo, de algo al menos estamos seguros:
habrá más calor a medida que vay amos hacia el sur.
—Demasiado calor, no me sorprendería —le murmuró Sam a Frodo—. Pero
empiezo a pensar que es tiempo de echarle un vistazo a esa Montaña de Fuego y
ver el fin del camino, por así decir. Yo creía al principio que este Cuerno Rojo, o
como se llame, sería la Montaña, hasta que Gimli nos habló. Qué lenguaje este
de los enanos, ¡para romperle a uno las mandíbulas!
Los mapas no le decían nada a Sam y en estas tierras desconocidas todas las
distancias parecían tan vastas que él y a había perdido la cuenta.
Todo aquel día la Compañía permaneció oculta. Los pájaros oscuros pasaron
sobre ellos una y otra vez y cuando el sol poniente enrojeció desaparecieron en
el sur. Al anochecer, la Compañía se puso en marcha y volviéndose ahora un
poco al este se encaminaron hacia el lejano Caradhras, que era todavía un débil
reflejo rojo a la última luz del sol desvanecido. Una tras otra fueron asomando
las estrellas blancas, en el cielo que se apagaba.
Guiados por Aragorn encontraron un buen sendero. Le pareció a Frodo que
eran los restos de un antiguo camino, en otro tiempo ancho y bien trazado, y que
iba de Acebeda al paso montañoso. La luna, llena ahora, se alzó por encima de
las montañas y difundió una pálida luz en donde las sombras de las piedras eran
negras. Muchas de ellas parecían trabajadas a mano, aunque ahora y acían
tumbadas y arruinadas en una tierra desierta y árida.
Era la hora de frío glacial que precede a la aparición del alba y la luna había
descendido. Frodo alzó los ojos al cielo. De pronto vio o sintió que una sombra
cruzaba por delante de las estrellas, como si se hubieran apagado un momento y
en seguida brillaran otra vez. Se estremeció.
—¿Viste algo que pasó por allá arriba? —le susurró a Gandalf—. Quizá no era
nada, sólo un jirón de nube.
—Se movía rápido entonces —dijo Aragorn— y no con el viento.
Ninguna otra cosa ocurrió esa noche. A la mañana siguiente el alba fue todavía
más brillante, pero de nuevo hacía mucho frío y y a el viento soplaba otra vez del
este. Marcharon dos noches más, subiendo siempre pero más lentamente a
medida que el camino torcía hacia las lomas y las montañas subían acercándose.
En la tercera mañana el Caradhras se elevaba ante ellos, una cima majestuosa,
coronada de nieve plateada, pero de faldas desnudas y abruptas, de un rojo
cobrizo, como tinto en sangre. El cielo parecía negro y el sol era pálido. El viento
había cambiado ahora al nordeste. Gandalf husmeó el aire y se volvió.
—El invierno avanza detrás de nosotros —le dijo en voz baja a Aragorn—.
Las cimas aquellas del norte están más blancas; la nieve ha descendido a las
estribaciones. Esta noche estaremos y a a bastante altura, camino del Cuerno
Rojo. En ese camino angosto es muy posible que nos vean y quizá nos tiendan
alguna trampa; pero creo que el mal tiempo será nuestro peor enemigo. ¿Qué
piensas ahora de este itinerario, Aragorn?
Frodo alcanzó a oír estas palabras y entendió que Gandalf y Aragorn estaban
continuando una discusión que había comenzado mucho antes. Prestó atención,
con cierta ansiedad.
—No pienso nada bueno del principio al fin y tú lo sabes bien, Gandalf —
respondió Aragorn—. Y a medida que vay amos adelante aumentarán los
peligros, conocidos y desconocidos. Pero tenemos que seguir; de nada serviría
demorar el cruce de las montañas. Más al sur no hay desfiladeros hasta llegar al
Paso de Rohan. Desde tus informes sobre Saruman, no me atrae ese camino.
Quién sabe a qué bando sirven ahora los mariscales de los Señores de los
Caballos.
—¡Quién sabe, en verdad! —dijo Gandalf—. Pero hay otro camino, que no
es el paso de Caradhras: el camino secreto y oscuro del que y a hablamos una
vez.
—¡No volvamos a nombrarlo! No todavía. No digas nada a los otros, te lo
suplico, no hasta estar seguros de que no hay otro remedio.
—Tenemos que decidirnos antes de continuar —respondió Gandalf.
—Entonces consideremos ahora el asunto, mientras los otros descansan y
duermen —dijo Aragorn.
Al atardecer, mientras los demás concluían el desay uno, Gandalf y Aragorn se
hicieron a un lado y se quedaron mirando el Caradhras. Los flancos parecían
ahora sombríos y lúgubres y había una nube sobre la cima. Frodo los observaba,
preguntándose qué rumbos tomaría la discusión. Por fin los dos volvieron al grupo
y Gandalf habló y Frodo supo que habían decidido enfrentar el mal tiempo y los
peligros del paso. Se sintió aliviado. No imaginaba qué podía ser ese otro camino,
oscuro y secreto, pero había bastado que Gandalf lo mencionase para que
Aragorn pareciera espantado. Era una suerte que hubieran abandonado ese plan.
—Por los signos que hemos visto últimamente —dijo Gandalf—, temo que
estén vigilando la entrada del Cuerno Rojo, y tengo mis dudas sobre el tiempo
que está preparándose ahí detrás. Puede haber nieve. Tenemos que viajar lo más
rápido posible. Aun así necesitaremos dos jornadas de marcha para llegar a la
cima del paso. Hoy oscurecerá pronto. Partiremos en cuanto estéis listos.
—Yo añadiría una pequeña advertencia, si se me permite —dijo Boromir—.
Nací a la sombra de las Montañas Blancas y algo sé de viajes por las alturas.
Antes de descender del otro lado, encontraremos un frío penetrante, si no peor.
De nada servirá ocultarnos hasta morir de frío. Cuando dejemos este lugar,
donde hay todavía unos pocos árboles y arbustos, cada uno de nosotros ha de
llevar un haz de leña, tan grande como le sea posible.
—Y Bill podrá llevar un poco más, ¿no es cierto, compañero? —dijo Sam.
El poney lo miró con aire de pesadumbre.
—Muy bien —dijo Gandalf—. Pero no usaremos la leña… no mientras no
hay a que elegir entre el fuego y la muerte.
La Compañía se puso de nuevo en marcha, muy rápidamente al principio; pero
pronto el sendero se hizo abrupto y dificultoso; serpeaba una y otra vez subiendo
siempre y en algunos lugares casi desaparecía entre muchas piedras caídas. La
noche estaba oscura, bajo un cielo nublado. Un viento helado se abría paso entre
las rocas. A medianoche habían llegado a las faldas de las grandes montañas. El
estrecho sendero bordeaba ahora una pared de acantilados a la izquierda y sobre
esa pared los flancos siniestros del Caradhras subían perdiéndose en la oscuridad;
a la derecha se abría un abismo de negrura en el sitio en que el terreno caía a
pique en una profunda hondonada.
Treparon trabajosamente por una cuesta empinada y se detuvieron arriba un
momento. Frodo sintió que algo blando le tocaba la mejilla. Extendió el brazo y
vio que unos diminutos copos de nieve se le posaban en la manga.
Continuaron. Pero poco después la nieve caía apretadamente,
arremolinándose ante los ojos de Frodo. Apenas podía ver las figuras sombrías y
encorvadas de Gandalf y Aragorn, que marchaban delante a uno o dos pasos.
—Esto no me gusta —jadeó Sam, que venía detrás—. No tengo nada contra
la nieve en una mañana hermosa, pero prefiero estar en cama cuando cae. Sería
bueno que toda esta cantidad llegara a Hobbiton. La gente de allí le daría la
bienvenida.
Excepto en los páramos altos de la Cuaderna del Norte las nevadas copiosas
eran raras en la Comarca y se las recibía como un acontecimiento agradable y
una posibilidad de diversión. Ningún hobbit viviente (excepto Bilbo) podía
recordar el terrible invierno de 1311, cuando los lobos blancos invadieran la
Comarca cruzando las aguas heladas del Brandivino.
Gandalf se detuvo. La nieve se le acumulaba sobre la capucha y los hombros
y le llegaba y a a los tobillos.
—Esto es lo que me temía —dijo—. ¿Qué opinas ahora, Aragorn?
—También y o lo temía —respondió Aragorn—, pero menos que otras cosas.
Conozco el riesgo de la nieve, aunque pocas veces cae copiosamente tan al sur,
excepto en las alturas. Pero no estamos aún muy arriba; estamos bastante abajo,
donde los pasos no se cierran casi nunca en el invierno.
—Me pregunto si no será una treta del enemigo —dijo Boromir—. Dicen en
mi país que él comanda las tormentas en las Montañas de Sombra que rodean a
Mordor. Dispone de raros poderes y de muchos aliados.
—El brazo le ha crecido de veras —dijo Gimli— si puede traer nieve desde el
norte para molestarnos aquí a trescientas leguas de distancia.
—El brazo le ha crecido —dijo Gandalf.
Mientras estaban allí detenidos, el viento amainó y la nieve disminuy ó hasta
cesar casi del todo. Echaron a caminar otra vez. Pero no habían avanzado mucho
cuando la tormenta volvió con renovada furia. El viento silbaba y la nieve se
convirtió en una cellisca enceguecedora. Pronto aún para Boromir fue difícil
continuar. Los hobbits, doblando el cuerpo, iban detrás de los más altos, pero era
obvio que no podrían seguir así, si continuaba nevando. Frodo sentía que los pies
le pesaban como plomo. Pippin se arrastraba detrás. Aun Gimli, tan fuerte como
cualquier otro enano, refunfuñaba tambaleándose.
De pronto la Compañía hizo alto, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo
sin que mediara una palabra. De las tinieblas de alrededor les llegaban unos
ruidos misteriosos. Quizá no era más que una jugarreta del viento en las grietas y
hendiduras de la pared rocosa, pero los sonidos parecían chillidos agudos, o
salvajes estallidos de risa. Unas piedras comenzaron a caer desde la falda de la
montaña, silbando sobre las cabezas de los viajeros, o estrellándose en la senda.
De cuando en cuando se oía un estruendo apagado, como si un peñasco bajara
rodando desde las alturas ocultas.
—No podemos avanzar más esta noche —dijo Boromir—. Que llamen a esto
el viento, si así lo desean; hay voces siniestras en el aire y estas piedras están
dirigidas contra nosotros.
—Yo lo llamaré el viento —dijo Aragorn—. Pero eso no quita que hay as
dicho la verdad. Hay muchas cosas malignas y hostiles en el mundo que tienen
poca simpatía por quienes andan en dos patas; sin embargo no son cómplices de
Sauron y tienen sus propios motivos. Algunas estaban en este mundo mucho antes
que él.
—Caradhras era llamado el Cruel y tenía mala reputación —dijo Gimli—
hace y a muchos años, cuando aún no se había oído de Sauron en estas tierras.
—Importa poco quién es el enemigo, si no podemos rechazarlo —dijo
Gandalf.
—¿Pero qué haremos? —exclamó Pippin, desesperado.
Se había apoy ado en Merry y Frodo y temblaba de pies a cabeza.
—O nos detenemos aquí mismo, o retrocedemos —dijo Gandalf—. No
conviene continuar. Apenas un poco más arriba, si mal no recuerdo, el sendero
deja el acantilado y corre por una ancha hondonada al pie de una pendiente larga
y abrupta. Nada nos defenderá allí de la nieve, o las piedras, o cualquier otra
cosa.
—Y no conviene volver mientras arrecia la tormenta —dijo Aragorn—. No
hemos pasado hasta ahora por ningún sitio que nos ofrezca un refugio mejor.
—¡Refugio! —murmuró Sam—. Si esto es un refugio, entonces una pared sin
techo es una casa.
La Compañía se apretó todo lo posible contra la pared de roca. Miraba al sur y
cerca del suelo sobresalía un poco y ellos esperaban que los protegiera del viento
del norte y las piedras que caían. Pero las ráfagas se arremolinaban alrededor y
la nieve descendía en nubes cada vez más espesas.
Estaban todos juntos, de espaldas a la pared. Bill el poney se mantenía en pie
pacientemente pero con aire abatido frente a los hobbits, resguardándolos un
poco; la nieve amontonada no tardó en llegarle a los corvejones y seguía
subiendo. Si no hubiesen tenido compañeros de may or tamaño, los hobbits
habrían quedado pronto sepultados bajo la nieve.
Una gran somnolencia cay ó sobre Frodo, y sintió que se hundía en un sueño
tibio y confuso. Pensó que un fuego le calentaba los pies, y desde las sombras al
otro lado de las llamas le llegó la voz de Bilbo: No me parece gran cosa tu diario,
dijo. Tormentas de nieve el doce de enero. No había necesidad de volver para
traer esa noticia.
Pero yo quería descansar y dormir, Bilbo, respondió Frodo con un esfuerzo;
sintió entonces que lo sacudían y recuperó dolorosamente la conciencia. Boromir
lo había levantado sacándolo de un nido de nieve.
—Esto será la muerte de los medianos, Gandalf —dijo Boromir—. Es inútil
quedarse aquí sentado mientras la nieve sube por encima de nuestras cabezas.
Tenemos que hacer algo para salvarnos.
—Dale esto —dijo Gandalf buscando en sus alforjas y sacando un frasco de
cuero—. Sólo un trago cada uno. Es muy precioso. Es miruvor, el cordial de
Imladris que Elrond me dio al partir. ¡Pásalo! Tan pronto como Frodo hubo
tragado un poco de aquel licor tibio y perfumado, sintió una nueva fuerza en el
corazón y los miembros libres de aquel pesado letargo. Los otros revivieron
también, con una esperanza y un vigor renovados. Pero la nieve no cesaba.
Giraba alrededor más espesa que nunca y el viento soplaba con may or ruido.
—¿Qué tal un fuego? —preguntó Boromir bruscamente—. Parecería que ha
llegado el momento de decidirse: el fuego o la muerte, Gandalf. Cuando la nieve
nos hay a cubierto estaremos sin duda ocultos a los ojos hostiles, pero eso no nos
ay udará.
—Haz un fuego si puedes —respondió Gandalf—. Si hay centinelas capaces
de aguantar esta tormenta, nos verán de todos modos, con fuego o sin fuego.
Aunque habían traído madera y ramitas por consejo de Boromir, estaba más
allá de la habilidad de un elfo o aun de un enano encender una llama que no se
apagase en los remolinos de viento o que prendiera en el combustible mojado. Al
fin Gandalf mismo intervino, de mala gana. Tomando un leño lo alzó un
momento y luego junto con una orden, naur an edraith ammen!, le hundió en el
medio la punta de su vara. Inmediatamente brotó una llama verde y azul y la
madera ardió chisporroteando.
—Si alguien ha estado mirándonos, entonces y o al menos me he revelado a él
—dijo—. He escrito Gandalf está aquí en unos caracteres que cualquiera podría
leer, desde Rivendel hasta las Bocas del Anduin.
Pero y a poco le importaban a la Compañía los centinelas o los ojos hostiles.
El resplandor del fuego les regocijaba el corazón. La madera ardía
animadamente y aunque todo alrededor sisease la nieve y un agua enlodada les
mojase los pies, se complacían en calentarse las manos al calor del fuego.
Estaban de pie, inclinados, en círculo alrededor de las llamitas danzantes. Una luz
roja les encendía las caras fatigadas y ansiosas; detrás la noche era como un
muro negro. Pero la madera ardía con rapidez y aún caía la nieve.
El fuego se apagaba; echaron el último leño.
—La noche envejece —dijo Aragorn—. El amanecer no tardará.
—Si hay algún amanecer capaz de traspasar estas nubes —dijo Gimli.
Boromir se apartó del círculo y clavó los ojos en la oscuridad.
—La nieve disminuy e y amaina el viento.
Frodo observó cansadamente los copos que todavía caían saliendo de la
oscuridad y revelándose un momento a la luz del fuego moribundo, pero durante
largo rato no notó que nevara menos. Luego, de pronto, cuando el sueño
comenzaba de nuevo a invadirle, se dio cuenta de que el viento había cesado de
veras, y que los copos eran ahora más grandes y escasos. Muy lentamente, una
luz pálida comenzó a insinuarse. Al fin la nieve dejó de caer.
A medida que aumentaba, la luz iba descubriendo un mundo silencioso y
amortajado. Desde la altura del refugio se veían abismos informes y jorobas y
cúpulas blancas que ocultaban el camino por donde habían venido; pero unas
grandes nubes, todavía pesadas, amenazando nieve, envolvían las cimas más
altas.
Gimli alzó los ojos y sacudió la cabeza.
—Caradhras no nos ha perdonado —dijo—. Tiene todavía más nieve para
echárnosla encima, si seguimos adelante. Cuanto más pronto volvamos y
descendamos, mejor será.
Todos estuvieron de acuerdo, pero la retirada era ahora difícil, quizás
imposible. Sólo a unos pocos pasos de la ceniza de la hoguera, la capa de nieve
era de varios pies, más alta que los hobbits; en algunos sitios el viento la había
amontonado contra la pared.
—Si Gandalf fuera delante de nosotros con una llama, quizá pudiera fundirnos
un sendero —dijo Legolas.
La tormenta no lo había molestado mucho y era el único de la Compañía que
aún parecía animado.
—Si los elfos volaran por encima de las montañas, podrían traernos el sol y
salvarnos —contestó Gandalf—. Pero necesito materiales para trabajar. No
puedo quemar nieve.
—Bueno —dijo Boromir—, cuando las cabezas no saben qué hacer hay que
recurrir a los cuerpos, como dicen en mi país. Los más fuertes de nosotros tienen
que buscar un camino. ¡Mirad! Aunque ahora todo está cubierto de nieve, nuestro
sendero, cuando subíamos, se desviaba en aquella saliente de roca de allí abajo.
Fue allí donde la nieve comenzó a pesarnos. Si pudiéramos llegar a ese sitio, quizá
fuera más fácil continuar. No estamos a más de doscientas y ardas, me parece.
—¡Entonces vay amos allí, tú y y o! —dijo Aragorn.
Aragorn era el más alto de la Compañía, pero Boromir, apenas más bajo, era
más fornido y ancho de hombros. Fue delante y Aragorn lo siguió. Se alejaron,
lentamente, y pronto les costó trabajo moverse. En algunos sitios la nieve les
llegaba al pecho y muy a menudo Boromir parecía nadar o cavar con los
grandes brazos más que caminar.
Legolas los observó un rato con una sonrisa en los labios y luego se volvió
hacia los otros.
—¿Los más fuertes tienen que buscar un camino, dijeron? Pero y o digo: que
el labrador empuje el arado, pero elige una nutria para nadar, y para correr
levemente sobre la hierba y las hojas, o sobre la nieve… un elfo.
Diciendo esto saltó ágilmente y entonces Frodo notó como si fuese la primera
vez, aunque lo sabía desde hacía tiempo, que el elfo no llevaba botas sino el
calzado liviano de costumbre y que sus pies apenas dejaban huellas en la nieve.
—¡Adiós! —le dijo Legolas a Gandalf—. Voy en busca del sol. Luego, con la
rapidez de un corredor sobre arenas firmes, se precipitó hacia delante, y
alcanzando en seguida a los hombres que se esforzaban en la nieve, saludándolos
con la mano los dejó atrás, continuó corriendo y desapareció detrás de la saliente
rocosa.
Los otros esperaron apretados unos contra otros, mirando hasta que Boromir y
Aragorn fueron dos motas negras en la blancura. Al fin ellos también se
perdieron de vista. El tiempo pasó arrastrándose. Las nubes bajaron y unos copos
de nieve giraron en el aire, cay endo.
Transcurrió quizás una hora, aunque pareció mucho más, y al fin vieron que
Legolas regresaba. Al mismo tiempo Boromir y Aragorn reaparecieron muy
atrás en la vuelta del sendero y subieron trabajosamente la pendiente.
—Bueno —exclamó Legolas mientras trepaba corriendo—, no he traído el
sol. Ella está paseándose por los campos azules del sur y una coronita de nieve
sobre la cima del Cuerno Rojo no la incómoda demasiado. Pero traigo un ray o
de buena esperanza para quienes están condenados a seguir a pie. La nieve se ha
amontonado de veras justo después de la saliente, y allí nuestros hombres fuertes
casi mueren enterrados. No sabían qué hacer hasta que volví y les dije que la
nieve no era más espesa que un muro. Y del otro lado hay mucha menos nieve,
y un poco más abajo es sólo un mantillo blanco, bueno para refrescarles los pies
a los hobbits.
—Ah, como dije antes —se quejó Gimli—. No era una tormenta ordinaria,
sino la mala voluntad de Caradhras. No gusta de los elfos ni de los enanos y
acumuló esa nieve para cerrarnos el paso.
—Pero por suerte tu Caradhras olvidó que venían hombres contigo —dijo
Boromir—. Y hombres valientes también, si puedo decirlo; aunque unos hombres
menores pero con palas hubiesen servido mejor. Sin embargo, hemos abierto un
sendero entre la nieve y aquellos que no corren tan levemente como los elfos nos
estarán sin duda agradecidos.
—¿Pero cómo llegaremos allí abajo, aunque hay áis abierto esa senda? —dijo
Pippin, expresando el pensamiento de todos los hobbits.
—¡Tened esperanza! —dijo Boromir—. Estoy cansado, pero todavía me
quedan fuerzas y lo mismo Aragorn. Cargaremos a los más pequeños. Los otros
se las arreglarán sin duda para seguirnos. ¡Vamos, señor Peregrin! Comenzaré
contigo.
Levantó al hobbit.
—¡Sujétate a mi espalda! Necesitaré de mis brazos —dijo, y se lanzó hacia
adelante.
Lo siguió Aragorn cargando a Merry. Pippin estaba maravillado de la fuerza
de Boromir, viendo el pasaje que había logrado abrir sin otro instrumento que el
de sus grandes miembros. Aun ahora, cargado como estaba, echaba nieve a los
costados ensanchando la senda para quienes venían detrás.
Llegaron al fin a la barrera de nieve. Cruzaba el sendero montañoso como
una pared inesperada y desnuda, y el borde superior, afilado, como tallado a
cuchillo, se elevaba a una altura dos veces may or que Boromir, pero por el
medio corría un pasaje que subía y bajaba como un puente. Merry y Pippin
fueron depositados en el suelo, del otro lado y allí esperaron con Legolas a que
llegara el resto de la Compañía.
Al cabo de un rato Boromir volvió tray endo a Sam. Detrás, en el sendero
estrecho, pero ahora firme, apareció Gandalf conduciendo a Bill; Gimli venía
montado entre el equipaje. Al fin llegó Aragorn, con Frodo. Vinieron por la
senda, pero apenas Frodo había tocado el suelo cuando se oy ó un gruñido sordo y
una cascada de piedras y nieve se precipitó detrás de ellos. La polvareda
encegueció casi a la Compañía mientras se acurrucaban contra la pared, y
cuando el aire se aclaró vieron que el sendero por donde habían venido estaba
ahora bloqueado.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó Gimli—. ¡Nos iremos lo antes posible!
Y en verdad con este último golpe la malicia de la montaña pareció agotarse,
como si a Caradhras le bastara que los invasores hubiesen sido rechazados y que
no se atrevieran a volver. La amenaza de nieve pasó; las nubes empezaron a
abrirse y la luz aumentó.
Como Legolas había informado, descubrieron que la nieve era cada vez
menos espesa, a medida que avanzaban, de modo que hasta los hobbits podían ir
a pie. Pronto se encontraron una vez más sobre la cornisa en que terminaba la
ladera y donde la noche anterior habían sentido caer los primeros copos de nieve.
La mañana no estaba muy avanzada. Volvieron la cabeza y miraron desde
aquella altura las tierras más bajas del oeste. Lejos, en los terrenos abruptos que
se extendían al pie de la montaña, se encontraba la hondonada donde habían
comenzado a subir hacia el paso.
A Frodo le dolían las piernas. Estaba helado hasta los huesos y hambriento y
la cabeza le daba vueltas cuando pensaba en la larga y dolorosa bajada. Unas
manchas negras le flotaban ante los ojos. Se los frotó, pero las manchas negras
no desaparecieron. A lo lejos, abajo, pero y a encima de las primeras
estribaciones, unos puntos oscuros describían círculos en el aire.
—¡Otra vez los pájaros! —dijo Aragorn señalando.
—No podernos hacer nada ahora —dijo Gandalf—. Sean bondadosos o
malvados, o aunque no tengan ninguna relación con nosotros, tenemos que bajar
en seguida. í No esperemos ni siquiera en las rodillas de Caradhras a que caiga de
nuevo la noche!
Un viento frío los siguió mientras daban la espalda a la Puerta del Cuerno
Rojo y bajaban por la pendiente tropezando de fatiga. Caradhras los había
derrotado.
4
Un viaje en la oscuridad
La
luz gris menguaba otra vez rápidamente, cuando se detuvieron a pasar la
noche. Estaban muy cansados. La oscuridad creciente velaba las montañas y el
aire era frío. Gandalf le dio a cada uno un trago más del miruvor de Rivendel.
Luego de comer invitó a los otros a discutir la situación.
—No podemos, por supuesto, continuar esta noche —dijo—. El ataque a la
entrada del Cuerno Rojo nos ha dejado agotados y tenemos que descansar.
—¿Y luego a dónde iremos? —preguntó Frodo.
—El viaje no ha terminado y no hemos cumplido aún nuestra misión —
respondió Gandalf—. No podemos hacer otra cosa que continuar, o regresar a
Rivendel.
El rostro se le iluminó a Pippin ante la sola mención de retornar a Rivendel.
Merry y Sam se miraron esperanzados. Pero Aragorn y Boromir no
reaccionaron. Frodo parecía preocupado.
—Me gustaría estar allí de vuelta —dijo—. ¿Pero cómo regresar sin sentirnos
avergonzados? A no ser que no hay a en verdad otro camino y que nos
declaremos vencidos.
—Tienes razón, Frodo —dijo Gandalf—, regresar es admitir la derrota y
enfrentar luego derrotas peores. Si regresamos ahora, el Anillo tendrá que
quedarse allí; no podremos partir otra vez. Luego, tarde o temprano, Rivendel
será sitiada y destruida a corto y amargo plazo. Los Espectros del Anillo son
enemigos mortales, pero sólo sombras del poder y del terror que llegarían a
manejar si el Anillo Soberano cae de nuevo en manos de Sauron.
—Entonces tenemos que continuar, si hay un camino —dijo Frodo
suspirando. Sam tenía de nuevo un aire lúgubre.
—Hay un camino que podemos probar —dijo Gandalf—. Desde el
comienzo, cuando consideré por vez primera este viaje, pensé que valía la pena
intentarlo. Pero no es un camino agradable y no os dije nada. Aragorn no estaba
de acuerdo, al menos no hasta que intentáramos cruzar las montañas.
—Si es un camino peor que el de la Puerta del Cuerno Rojo, tiene que ser
realmente malo —dijo Merry —. Pero será mejor que nos hables y nos
enteremos en seguida de lo peor.
—El camino de que hablo conduce a las Minas de Moria —dijo Gandalf.
Sólo Gimli alzó la cabeza, con un fuego de brasas en la mirada. Todos los
demás sintieron miedo de pronto. Aun para los hobbits era una ley enda que
evocaba un oscuro terror.
—El camino puede llevar a Moria, ¿pero cómo podríamos saber si nos sacará
de Moria? —dijo Aragorn, sombrío.
—Es un nombre de malos augurios —dijo Boromir—. Y no veo la necesidad
de ir allí. Si no podemos cruzar las montañas, viajemos hacia el sur hasta el Paso
de Rohan donde los hombres son amigos de mi pueblo, tomando el camino que
y o seguí hasta aquí. O podemos ir todavía más lejos y cruzar el Isen hasta Play a
Larga y Lebennin y así llegar a Gondor desde las regiones cercanas al mar.
—Las cosas han cambiado desde que viniste al norte, Boromir —replicó
Gandalf—. ¿No oíste lo que dije de Saruman? Quizá tengamos que arreglar
cuentas antes que esto hay a terminado. Pero el Anillo no ha de acercarse a
Isengard, si podemos impedirlo. El Paso de Rohan está cerrado para nosotros
mientras vay amos con el Portador.
» En cuanto al camino más largo: no tenemos tiempo. Un viaje semejante
podría llevarnos un año y tendríamos que pasar por muchas tierras desiertas
donde no encontraríamos ningún refugio. Y no estaríamos seguros. Los ojos
vigilantes de Saruman y el enemigo están puestos en esas tierras. Cuando viniste
al norte, Boromir, no eras a los ojos del enemigo más que un viajero extraviado
del sur y asunto de poca monta para él; no pensaba en otra cosa que en perseguir
el Anillo. Pero ahora volverías como miembro de la Compañía del Anillo y
estarías en peligro mientras permanecieses con nosotros. El peligro aumentaría
con cada legua que hiciésemos hacia el sur bajo el cielo desnudo.
» Desde que intentamos cruzar el paso, nuestra situación se ha hecho aún más
difícil, temo. Veo pocas esperanzas, si no nos perdemos de vista durante un
tiempo y cubrimos nuestras huellas. Por lo tanto aconsejo que no vay amos por
encima de las montañas, ni rodeándolas, sino por debajo. De cualquier modo es
una ruta que el enemigo no esperará que tomemos.
—No sabemos lo que él espera —dijo Boromir—. Quizá vigile todas las rutas,
las probables y las improbables. En ese caso entrar en Moria sería meterse en
una trampa, apenas mejor que ir a golpear las puertas de la Torre Oscura. El
nombre de Moria es tétrico.
—Hablas de lo que no sabes, cuando comparas a Moria con la fortaleza de
Sauron —respondió Gandalf—. De todos nosotros y o he sido el único que he
estado alguna vez en los calabozos del Señor Oscuro y esto sólo en la morada de
Dol Guldur, más antigua y menos importante. Quienes cruzan las puertas de
Baradûr no vuelven nunca. Pero y o no os llevaría a Moria si no hubiese ninguna
esperanza de salir. Si hay orcos allí, lo pasaremos mal, es cierto. Pero la may oría
de los orcos de las Montañas Nubladas fueron diseminados o destruidos en la
Batalla de los Cinco Ejércitos. Las águilas informan que los orcos están viniendo
otra vez desde lejos, pero hay esperanzas de que Moria esté todavía libre.
» Hasta es posible que hay a enanos allí y que en alguna sala subterránea
construida en otro tiempo encontremos a Balin hijo de Fundin. De cualquier
modo, la necesidad nos dicta este camino.
—¡Iré contigo, Gandalf! —dijo Gimli—. Iré contigo y exploraré las salas de
Durin, cualquiera sea el riesgo, si encuentras las puertas que están cerradas.
—¡Bien, Gimli! —dijo Gandalf—. Tú me alientas. Buscaremos juntos las
puertas ocultas y las cruzaremos. En las ruinas de los Enanos, una cabeza de
enano se confundirá menos que un elfo, o un hombre o un Hobbit. No será la
primera vez que entro en Moria. Busqué allí mucho tiempo a Thráin hijo de
Thrór, después que desapareció. ¡Estuve en Moria y salí con vida!
—Yo también crucé una vez la Puerta del Arroy o Sombrío —dijo Aragorn
serenamente—. Pero aunque salí como tú, guardo un recuerdo siniestro. No
deseo entrar en Moria una segunda vez.
—Y y o ni siquiera una vez —dijo Pippin.
—Yo tampoco —murmuró Sam.
—¡Claro que no! —dijo Gandalf—. ¿Quién lo desearía? Pero la pregunta es:
¿quién me seguirá, si os guío hasta allí?
—Yo —dijo Gimli con vehemencia.
—Yo —masculló Aragorn—. Tú me seguiste casi hasta el desastre en la nieve
y no te quejaste ni una vez. Yo te seguiré ahora, si esta última advertencia no te
conmueve. No pienso ahora en el Anillo ni en ninguno de nosotros, Gandalf, sino
en ti. Y te digo: si cruzas las puertas de Moria, ¡cuidado!
—Yo no iré —dijo Boromir—, a menos que todos voten contra mí. ¿Qué
dicen Legolas y la gente pequeña? Tendríamos que oír, me parece, la opinión del
Portador del Anillo.
—Yo no deseo ir a Moria —dijo Legolas.
Los hobbits no dijeron nada. Sam miró a Frodo. Al fin Frodo habló.
—No deseo ir —dijo—, pero tampoco quiero rechazar el consejo de Gandalf.
Ruego que no se vote hasta que lo hay amos pensado bien. Apoy aremos a
Gandalf más fácilmente a la luz de la mañana que en esta fría oscuridad. ¡Cómo
aúlla el viento!
Con estas palabras todos se sumieron en una silenciosa reflexión. El viento
silbaba entre las rocas y los árboles y había aullidos y lamentos en los vacíos
ámbitos de la noche. De pronto Aragorn se incorporó de un salto.
—¿Cómo aúlla el viento? —exclamó—. Aúlla con voz de lobo. ¡Los huargos
han pasado al este de las montañas!
—¿Es necesario entonces esperar a que amanezca? —dijo Gandalf—. Como
dije antes, la caza ha empezado. Aunque vivamos para ver el alba, ¿quién querrá
ahora viajar al sur de noche con los lobos salvajes pisándonos los talones?
—¿A qué distancia está Moria? —preguntó Boromir.
—Hay una puerta al sudoeste de Caradhras, a unas quince millas a vuelo de
cuervo y a unas veinte a paso de lobo —respondió Gandalf con aire sombrío.
—Partamos entonces con las primeras luces, si podemos —dijo Boromir—.
El lobo que se oy e es peor que el orco que se teme.
—¡Cierto! —dijo Aragorn, soltando la espada en la vaina—. Pero donde el
huargo aúlla, el orco ronda.
—Lamento no haber seguido el consejo de Elrond —le murmuró Pippin a
Sam—. Al fin y al cabo sirvo de muy poco. No hay bastante en mí de la raza de
Bandobras el Toro Bramador: esos aullidos me hielan la sangre. No recuerdo
haberme sentido nunca tan desdichado.
—El corazón se me ha caído a los pies, señor Pippin —dijo Sam—. Pero
todavía no nos han devorado y tenemos aquí alguna gente fuerte. No sé qué le
estará reservado al viejo Gandalf, pero apostaría que no es la barriga de un lobo.
Para defenderse durante la noche, la Compañía subió a la loma que los había
abrigado hasta entonces. Allá arriba en la cima había un grupo de viejos árboles
retorcidos y alrededor un círculo incompleto de grandes piedras. Encendieron un
fuego en medio de las piedras, pues no había esperanza de que la oscuridad y el
silencio los ocultaran a las manadas de lobos cazadores.
Se sentaron alrededor del fuego y aquellos que no estaban de guardia
cay eron en un sueño intranquilo. El pobre Bill, el poney, temblaba y transpiraba.
El aullido de los lobos se oía ahora todo alrededor, a veces cerca y a veces lejos.
En la oscuridad de la noche alcanzaban a verse muchos ojos brillantes que se
asomaban al borde de la loma. Algunos se adelantaban casi hasta el círculo de
piedras. En una brecha del círculo pudo verse una oscura forma lobuna, que los
miraba. De pronto estalló en un aullido estremecedor, como si fuera un capitán
incitando a la manada al asalto.
Gandalf se incorporó y dio un paso adelante, alzando la vara.
—¡Escucha, bestia de Sauron! —gritó—. Soy Gandalf. ¡Huy e, si das algún
valor a tu horrible pellejo! Te secaré del hocico a la cola, si entras en este círculo.
El lobo gruñó y dio un gran salto hacia adelante. En ese momento se oy ó un
chasquido seco. Legolas había soltado el arco. Un grito espantoso se alzó en la
noche y la sombra que saltaba cay ó pesadamente al suelo; la flecha élfica le
había atravesado la garganta. Los ojos vigilantes se apagaron. Gandalf y Aragorn
se adelantaron unos pasos, pero la loma estaba desierta; la manada había huido.
El silencio invadió la oscuridad de alrededor; el viento suspiraba y no traía ningún
grito.
La noche terminaba y la luna menguante se ponía en el oeste, brillando de
cuando en cuando entre las nubes que comenzaban a abrirse. Frodo despertó
bruscamente. De improviso, una tempestad de aullidos feroces y amenazadores
estalló alrededor del campamento. Una hueste de huargos se había acercado en
silencio y ahora atacaban desde todos los lados a la vez.
—¡Rápido, echad combustible al fuego! —gritó Gandalf a los hobbits—.
¡Desenvainad y poneos espalda contra espalda! A la luz de la leña nueva que se
inflamaba y ardía, Frodo vio muchas sombras grises que entraban saltando en el
círculo de piedras. Otras y otras venían detrás. Aragorn lanzó una estocada y le
atravesó la garganta a un lobo enorme, uno de los jefes. Golpeando de costado,
Boromir le cortó la cabeza a otro. Gimli estaba de pie junto a ellos, las piernas
separadas, esgrimiendo su hacha de enano. El arco de Legolas cantaba.
A la luz oscilante del fuego pareció que Gandalf crecía de súbito: una gran
forma amenazadora que se elevaba como el monumento de piedra de algún rey
antiguo en la cima de una colina. Inclinándose como una nube, tomó una rama y
fue al encuentro de los lobos. Las bestias retrocedieron. Gandalf arrojó al aire la
tea llameante. La madera se inflamó con un resplandor blanco, como un
relámpago en la noche, y la voz del mago rodó como el trueno:
—Naur an edraith ammen! Naur dan i ngaurhoth!
Hubo un estruendo y un crujido y el árbol que se alzaba sobre él estalló en
una floración de llamas enceguecedoras. El fuego saltó de una copa a otra. Una
luz resplandeciente coronó toda la colina. Las espadas y cuchillos de los
defensores brillaron y refulgieron. La última flecha de Legolas se inflamó en
pleno vuelo, y ardiendo se clavó en el corazón de un gran jefe lobo. Todos los
otros escaparon.
El fuego se extinguió lentamente hasta que sólo quedó un movimiento de
cenizas y chispas y una humareda acre subió en volutas de los muñones
quemados de los árboles, envolviendo oscuramente la loma mientras las
primeras luces del alba aparecían pálidas en el cielo. Los lobos habían sido
vencidos y no volverían.
—¿Qué le dije, señor Pippin? —comentó Sam envainando la espada—. Los
lobos no pudieron con él. Fue de veras una sorpresa. ¡Casi se me chamuscan los
cabellos!
Entrada la mañana no se vio ninguna señal de los lobos, ni se encontró ningún
cadáver. Las únicas huellas del combate de la noche eran los árboles
carbonizados y las flechas de Legolas en la cima de la loma. Todas estaban
intactas excepto una que no tenía punta.
—Tal como me lo temía —dijo Gandalf—. Estos no eran lobos comunes que
buscan alimento en el desierto. ¡Comamos en seguida y partamos!
Ese día el tiempo cambió otra vez, casi como si obedeciese a algún poder que
y a no podía servirse de la nieve, desde que ellos se habían retirado del paso, un
poder que ahora deseaba tener una luz clara, de manera que todo aquello que se
moviese en el desierto pudiera ser visto desde muy lejos. El viento había estado
cambiando durante la noche del norte al noroeste y ahora y a no soplaba. Las
nubes desaparecieron en el sur descubriendo un cielo alto y azul. Estaban en la
falda de la loma, listos para partir, cuando un sol pálido iluminó las cimas de los
montes.
—Tenemos que llegar a las puertas antes que oscurezca —dijo Gandalf— o
temo que no lleguemos nunca. No están lejos, pero corremos el riesgo de que
nuestro camino sea demasiado sinuoso, pues aquí Aragorn no nos puede guiar;
conoce poco el país y y o estuve sólo una vez al pie de los muros occidentales de
Moria y eso fue hace tiempo—. Señaló el lejano sudeste donde los flancos de las
montañas caían a pique en hondonadas sombrías. —Es allá continuó. En la
distancia alcanzaba a verse una línea de riscos desnudos y en medio, más alta
que el resto, una gran pared gris—. Cuando dejamos el paso os llevé hacia el sur
y no de vuelta a nuestro punto de partida como alguno de vosotros habrá notado.
Era mejor así, pues ahora tenemos varias millas menos que recorrer y hay que
darse prisa. ¡Vamos!
—No sé qué esperar —dijo Boromir ceñudamente—: que Gandalf encuentre
lo que busca, o que llegando a los riscos descubramos que las puertas han
desaparecido para siempre. Todas las posibilidades parecen malas, y que
quedemos atrapados entre los lobos y el muro es quizá la posibilidad may or. ¡En
marcha!
Gimli caminaba ahora delante junto al mago, tan ansioso estaba de llegar a
Moria. Juntos guiaron a los otros de vuelta hacia las montañas. El único camino
antiguo que llevaba a Moria desde el oeste seguía el curso de un río, el Sirannon,
que corría desde los riscos, no muy lejos de donde habían estado las puertas.
Pero pareció que Gandalf había errado el camino, o que la región había
cambiado en los últimos años, pues el río no estaba donde esperaba encontrarlo, a
unas pocas millas al sur de la pared. Era casi mediodía y la Compañía iba aún de
un lado a otro, ay udándose a veces con manos y pies, por un terreno desolado de
piedras rojas. No se veía ningún brillo de agua, ni se oía el menor ruido. Todo era
desierto y seco. No había allí aparentemente criaturas vivas y ningún pájaro
cruzaba el aire. Nadie quería pensar qué podía traerles la noche, si los alcanzaba
en aquellas regiones perdidas.
De pronto Gimli que se había adelantado les gritó que se acercaran. Se había
subido a una pequeña loma y apuntaba a la derecha. Se apresuraron y vieron allí
abajo un cauce estrecho y profundo. Estaba vacío y silencioso y entre las piedras
del lecho, pardas y manchadas de rojo, corría apenas un hilo de agua. Junto al
borde más cercano había un sendero ruinoso que serpeaba entre las paredes
derruidas y las piedras de una antigua carretera.
—¡Ah! ¡Aquí estamos al fin! —dijo Gandalf—. Es aquí donde corría el río, el
Sirannon, el Río de la Puerta como solían llamarlo. No puedo imaginar qué le
pasó al agua; antes era rápida y ruidosa. ¡Vamos! Tenemos que darnos prisa.
Estamos retrasados.
Todos estaban cansados y tenían los pies doloridos, pero siguieron tercamente por
aquella senda sinuosa y áspera durante muchas millas. El sol comenzó a
descender. Luego de un breve descanso y una rápida comida, continuaron la
marcha. Las montañas parecían observarlos de mala manera, pero el sendero
corría por una profunda hondonada y sólo veían las estribaciones más altas y los
picos lejanos del este.
Al fin llegaron a una vuelta brusca del sendero. Habían estado marchando
hacia el sur entre el borde del canal y una pendiente abrupta a la izquierda; pero
ahora el sendero corría de nuevo hacia el este. Casi en seguida vieron ante ellos
un risco bajo, de unas cinco brazas de alto, que terminaba en un borde mellado y
roto. Un hilo de agua bajaba del risco, goteando a lo largo de una grieta que
parecía haber sido cavada por un salto de agua, en otro tiempo caudaloso.
—¡Las cosas han cambiado en verdad! —dijo Gandalf—. Pero no hay error
posible respecto del sitio. Esto es todo lo que queda de los Saltos de la Escalera. Si
recuerdo bien hay unos escalones tallados en la roca a un lado, pero el camino
principal se pierde doblando a la izquierda y sube así hasta el terreno llano de la
cima. Había también un valle poco profundo que subía más allá de las cascadas
hasta las Murallas de Moria y el Sirannon atravesaba ese valle con el camino a
un lado. ¡Vay amos a ver cómo están las cosas ahora!
Encontraron los escalones de piedra sin dificultad y Gimli los subió saltando,
seguido por Gandalf y Frodo. Cuando llegaron a la cima vieron que por ese lado
no podían ir más allá y descubrieron las causas del secamiento del Arroy o de la
Puerta. Detrás de ellos el sol poniente inundaba el fresco cielo occidental con una
débil luz dorada. Ante ellos se extendía un lago oscuro y tranquilo. Ni el cielo ni el
crepúsculo se reflejaban en la sombría superficie. El Sirannon había sido
embalsado y las aguas cubrían el valle. Más allá de esas aguas ominosas se
elevaba una cadena de riscos, finales e infranqueables, de paredes torvas y
pálidas a la luz evanescente. No había signos de puerta o entrada, ni una fisura o
grieta que Frodo pudiera ver en aquella piedra hostil.
—He ahí las Murallas de Moria —dijo Gandalf apuntando a través del agua
—. Y allí hace un tiempo estuvo la Puerta, la Puerta de los Elfos en el extremo
del camino de Acebeda, por donde hemos venido. Pero esta vía está cerrada.
Nadie en la Compañía, me parece, querría nadar en estas aguas tenebrosas a la
caída de la noche. Tienen un aspecto malsano.
—Busquemos un camino que bordee el lado norte —dijo Gimli—. La
Compañía tendría que subir ante todo por el camino principal y ver adónde lleva.
Aunque no hubiera lago, no conseguiríamos que nuestro poney de carga trepara
por estos escalones.
—De cualquier modo no podríamos llevar a la pobre bestia a las Minas —dijo
Gandalf—. El camino que corre por debajo de las montañas es un camino oscuro
y hay trechos angostos y escarpados por donde él no pasaría, aunque pasáramos
nosotros.
—¡Pobre viejo Bill! —dijo Frodo—. No lo había pensado. ¡Y pobre Sam! Me
pregunto qué dirá.
—Lo lamento —dijo Gandalf—. El pobre Bill ha sido un compañero muy útil
y siento en el alma tener que abandonarlo ahora. Yo hubiera preferido viajar con
menos peso y sin ningún animal y menos que ninguno este que Sam quiere tanto.
Temí todo el tiempo que estuviésemos obligados a tomar ese camino.
El día estaba terminando y las estrellas frías parpadeaban en el cielo bien por
encima del sol poniente, cuando la Compañía trepó con rapidez por las laderas y
bajó a la orilla del lago. No parecía tener de ancho más de un tercio de milla,
como máximo. La luz era escasa y no alcanzaban a ver hasta dónde iba hacia el
sur, pero el extremo norte no estaba a más de media milla y entre las crestas
rocosas que encerraban el valle y la orilla del agua había una franja de tierra
descubierta. Se adelantaron de prisa, pues tenían que recorrer una milla o dos
antes de llegar al punto de la orilla opuesta indicado por Gandalf, y luego había
que encontrar las puertas.
Llegaron al extremo norte del lago y descubrieron allí que una caleta angosta
les cerraba el paso. Era de aguas verdes y estancadas y se extendía como un
brazo cenagoso hacia las cimas de alrededor. Gimli dio un paso adelante sin
titubear y descubrió que el agua era poco profunda y que allí en la orilla no le
llegaba más arriba del tobillo. Los otros caminaron detrás de él, en fila, pisando
con cuidado, pues bajo las hierbas y el musgo había piedras viscosas y
resbaladizas. Frodo se estremeció de repugnancia cuando el agua oscura y sucia
le tocó los pies.
Cuando Sam, el último de la Compañía, llevó a Bill a tierra firme, del otro
lado del canal, se oy ó de pronto un sonido blando: un roce, seguido de un
chapoteo, como si un pez hubiera perturbado la superficie tranquila del agua.
Miraron atrás y alcanzaron a ver unas ondas que la sombra bordeaba de negro a
la luz declinante; unos grandes anillos concéntricos se abrían desde un punto
lejano del lago. Hubo un sonido burbujeante y luego silencio. La oscuridad creció
y unas nubes velaron los últimos ray os del sol poniente.
Gandalf marchaba ahora a grandes pasos y los otros lo seguían tan de cerca
como les era posible. Llegaron así a la franja de tierra seca entre el lago y los
riscos, que no tenía a menudo más de doce y ardas de ancho, y donde había
muchas rocas y piedras; pero encontraron un camino siguiendo el contorno de los
riscos y manteniéndose alejados todo lo posible del agua oscura. Una milla más
al sur tropezaron con unos acebos. En las depresiones del Suelo se pudrían
tocones y ramas secas: restos, parecía, de viejos setos o de una empalizada que
alguna vez había bordeado el camino a través del valle anegado. Pero muy
pegados al risco, altos y fuertes, había dos árboles, más grandes que cualquier
otro acebo que Frodo hubiera visto o imaginado. Las grandes raíces se extendían
desde la muralla hasta el agua. Vistos desde el pie de aquellas elevaciones, aún
lejos de la escalera habían parecido meros arbustos, pero ahora se alzaban
dominantes, tiesos, oscuros y silenciosos, proy ectando en el suelo unas apretadas
sombras nocturnas, irguiéndose como columnas que guardaban el término del
camino.
—¡Bueno, aquí estamos al fin! —dijo Gandalf—. Aquí concluy e el Camino
de los Elfos que viene de Acebeda. El acebo era el signo de las gentes de este
país y los plantaron aquí para señalar los límites del dominio, pues la Puerta del
Oeste era utilizada para traficar con los Señores de Moria. Eran aquellos días más
felices, cuando había a veces una estrecha amistad entre gentes de distintas razas,
aun entre enanos y elfos.
—El debilitamiento de esa amistad no fue culpa de los enanos —dijo Gimli.
—Nunca oí decir que la culpa fuera de los elfos —dijo Legolas.
—Yo oí las dos cosas —dijo Gandalf—, y no tomaré partido ahora. Pero os
ruego a los dos, Legolas y Gimli, que al menos seáis amigos y que me ay udéis.
Las puertas están cerradas y ocultas y cuanto más pronto las encontremos mejor.
¡La noche se acerca!
Volviéndose hacia los otros continuó:
—Mientras y o busco, ¿queréis todos vosotros prepararos para entrar en las
Minas? Pues temo que aquí tengamos que despedirnos de nuestra buena bestia de
carga. Tendremos que abandonar también mucho de lo que trajimos para
protegernos del frío; no lo necesitaremos adentro, ni, espero, cuando salgamos
del otro lado y bajemos hacia el sur. En cambio cada uno de nosotros tomará una
parte de lo que trae el poney, especialmente comida y los odres de agua.
—¡Pero no podemos dejar al pobre Bill en este sitio desolado, señor Gandalf!
—gritó Sam, irritado y desesperado a la vez—. No lo permitiré y punto. ¡Después
que ha venido tan lejos y todo lo demás!
—Lo lamento, Sam —dijo el mago—. Pero cuando la puerta se abra, no creo
que seas capaz de arrastrar a tu Bill al interior, a la larga y tenebrosa Moria.
Tendrás que elegir entre Bill y tu amo.
—Bill seguiría al señor Frodo a un antro de dragones, si y o lo llevara —
protestó Sam—. Sería casi un asesinato dejarlo aquí solo con todos esos lobos
alrededor.
—Espero que sea casi un asesinato y nada más —dijo Gandalf. Puso la mano
sobre la cabeza del poney y habló en voz baja—. Ve con palabras de protección
y cuidado. Eres una bestia inteligente y has aprendido mucho en Rivendel. Busca
los caminos donde hay a pasto y llega a casa de Elrond, o a donde quieras ir.
» ¡Ya está, Sam! Tendrá tantas posibilidades como nosotros de escapar a los
lobos y volver a casa. Sam estaba de pie, abatido, junto al poney, y no respondió.
Bill, como si entendiera lo que estaba ocurriendo, se frotó contra Sam, pasándole
el hocico por la oreja. Sam se echó a llorar y tironeó de las correas, descargando
los bultos del poney y echándolos a tierra. Los otros sacaron todo, haciendo una
pila de lo que podían dejar y repartiéndose el resto.
Luego se volvieron a mirar a Gandalf. Parecía que el mago no hubiera hecho
nada. Estaba de pie entre los árboles mirando la pared desnuda del risco, como si
quisiera abrir un agujero con los ojos. Gimli iba de un lado a otro, golpeando la
piedra aquí y allá con el hacha. Legolas se apretaba contra la pared, como
escuchando.
—Bueno, aquí estamos, todos listos —dijo Merry —, ¿pero dónde están las
puertas? No veo ninguna indicación.
—Las puertas de los enanos no se hicieron para ser vistas, cuando están
cerradas —dijo Gimli—. Son invisibles. Ni siquiera los amos de estas puertas
pueden encontrarlas o abrirlas, si el secreto se pierde.
—Pero ésta no se hizo para que fuera un secreto, conocido sólo por los enanos
—dijo Gandalf, volviendo de súbito a la vida y dando media vuelta—. Si las cosas
no cambiaron aquí demasiado, un par de ojos que sabe lo que busca tendría que
encontrar los signos.
Fue otra vez hacia la pared. Justo entre la sombra de los árboles había un
espacio liso y Gandalf pasó por allí las manos de un lado a otro, murmurando
entre dientes. Luego dio un paso atrás.
—¡Mirad! —dijo—. ¿Veis algo ahora?
La luna brillaba en ese momento sobre la superficie de roca gris; pero
durante un rato no vieron nada nuevo. Luego lentamente, en el sitio donde el
mago había puesto las manos, aparecieron unas líneas débiles, como delgadas
vetas de plata que corrían por la piedra. Al principio no eran más que hilos
pálidos, como unos centelleos a la luz plena de la luna, pero poco a poco se
hicieron más anchos y claros, hasta que al fin se pudo distinguir un dibujo.
Arriba, donde Gandalf y a apenas podía alcanzar, había un arco de letras
entrelazadas en caracteres élficos. Abajo, aunque los trazos estaban en muchos
sitios borrados o rotos, podían verse los contornos de un y unque y un martillo y
sobre ellos una corona con siete estrellas. Más abajo había dos árboles y cada
uno tenía una luna creciente. Más clara que todo el resto una estrella de muchos
ray os brillaba en medio de la puerta.
—¡Son emblemas de Durin! —exclamó Gimli.
—¡Y ese es el árbol de los Altos Elfos! —dijo Legolas.
—Y la estrella de la Casa de Fëanor —dijo Gandalf—. Están labrados en
ithildin que sólo refleja la luz de las estrellas y la luna y que duerme hasta el
momento en que alguien lo toca pronunciando ciertas palabras que en la Tierra
Media se olvidaron tiempo atrás. Las oí hace y a muchos años y tuve que
concentrarme para recordarlas.
—¿Qué dice la escritura? —preguntó Frodo mientras trataba de descifrar la
inscripción en el arco—. Pensé que conocía las letras élficas, pero éstas no las
puedo leer.
—Está escrito en una lengua élfica del Oeste de la Tierra Media en los Días
Antiguos —respondió Gandalf—. Pero no dicen nada de importancia para
nosotros. Dicen sólo Las Puertas de Durin, Señor de Moria. Habla, amigo y entra.
Y más abajo en caracteres pequeños y débiles está escrito: Yo, Narvi, construí
estas puertas. Celebrimbor de Acebeda grabó estos signos.
—¿Qué significa habla, amigo y entra? —preguntó Merry.
—Es bastante claro —dijo Gimli—. Si eres un amigo, dices la contraseña y
las puertas se abren y puedes entrar.
—Sí —dijo Gandalf—, es probable que estas puertas estén gobernadas por
palabras. Algunas puertas de enanos se abren sólo en ocasiones especiales, o para
algunas personas en particular, y a veces hay que recurrir a cerraduras y llaves
aun conociendo las palabras y el momento oportuno. Esta puerta no tiene llave.
En los tiempos de Durin no eran secretas. Estaban de ordinario abiertas y los
guardias vigilaban aquí. Pero si estaban cerradas, cualquiera que conociese la
contraseña podía decirla y pasar. Al menos eso es lo que se cuenta, ¿no es así,
Gimli?
—Así es —dijo el enano—, pero qué palabra era ésa, nadie lo sabe. Narvi y
el arte de Narvi y todos los suy os han desaparecido de la faz de la tierra.
—¿Pero tú no conoces la palabra, Gandalf? —preguntó Boromir sorprendido.
—¡No! —dijo el mago.
Los otros parecieron consternados; sólo Aragorn, que había tratado largo
tiempo a Gandalf, permaneció callado e impasible.
—¿De qué sirve entonces habernos traído a este maldito lugar? —exclamó
Boromir, echando una ojeada al agua oscura y estremeciéndose—. Nos dijiste
que una vez atravesaste las Minas. ¿Cómo fue posible si no sabes cómo entrar?
—La respuesta a tu primera pregunta, Boromir —dijo el mago— es que no
conozco la palabra… todavía. Pero pronto atenderemos a eso. Y —añadió y los
ojos le chispearon bajo las cejas erizadas— puedes preguntar de qué sirven mis
actos cuando hay amos comprobado que son del todo inútiles. En cuanto a tu otra
pregunta: ¿dudas de mi relato? ¿O has perdido la facultad de razonar? No entré
por aquí. Vine del Este.
» Si deseas saberlo, te diré que estas puertas se abren hacia afuera. Puedes
abrirlas desde dentro empujándolas con las manos. Desde fuera nada las moverá
excepto la contraseña indicada. No es posible forzarlas hacia adentro.
—¿Qué vas a hacer entonces? —preguntó Pippin a quien no intimidaban las
pobladas cejas del mago.
—Golpear a las puertas con tu cabeza, Peregrin Tuk —dijo Gandalf—. Y si
eso no las echa abajo, tendré por lo menos un poco de paz, sin nadie que me haga
preguntas estúpidas. Buscaré la contraseña.
» Conocí en un tiempo todas las fórmulas mágicas que se usaron alguna vez
para estos casos, en las lenguas de los elfos, de los hombres, o de los orcos. Aún
recuerdo unas doscientas sin necesidad de esforzarme mucho. Pero sólo se
necesitarán unas pocas pruebas, me parece, y no tendré que recurrir a Gimli y a
esa lengua secreta de los enanos que no enseñan a nadie. Las palabras que abren
la puerta son élficas, sin duda, como la escritura del arco.
Se acercó otra vez a la roca y tocó ligeramente con la vara la estrella de plata
del medio, bajo el signo del y unque, y dijo con una voz perentoria:
Annon edhellen, edro hi ammen!
Fennas nogothrim, lasto beth lammen!
Las líneas de plata se apagaron, pero la piedra gris y desnuda no se movió.
Muchas veces repitió estas palabras, en distinto orden, o las cambió. Luego
probó diversas fórmulas, una tras otra, hablando ahora más rápido y más alto,
ahora más bajo y más lentamente. Luego dijo muchas palabras sueltas en élfico.
Nada ocurrió. La cima del risco se perdió en la noche, las estrellas innumerables
se encendieron allá arriba, sopló un viento frío y las puertas continuaron
cerradas.
Gandalf se acercó de nuevo a la pared y alzando los brazos habló con voz de
mando, cada vez más colérico. Edro! Edro!, exclamó, golpeando la piedra con la
vara. ¡Ábrete! ¡Ábrete!, gritó y continuó con todas las órdenes de todos los
lenguajes que alguna vez se habían hablado al oeste de la Tierra Media. Al fin
arrojó la vara al suelo y se sentó en silencio.
En ese instante el viento les trajo desde muy lejos el aullido de los lobos. Bill el
poney se sobresaltó, asustado, y Sam corrió a él y le habló en voz baja.
—¡No dejes que se escape! —dijo Boromir—. Parece que pronto lo
necesitaremos, si antes no nos descubren los lobos. ¡Cómo odio esta laguna
siniestra!
Inclinándose, recogió una piedra grande y la arrojó lejos al agua oscura. La
piedra desapareció con un suave chapoteo, pero casi al mismo tiempo se oy ó un
silbido y un sonido burbujeante. Unos grandes anillos de ondas aparecieron en la
superficie más allá del sitio donde había caído la piedra y se acercaron
lentamente a los pies del risco.
—¿Por qué hiciste eso, Boromir? —dijo Frodo—. Yo también odio este lugar
y tengo miedo. No sé de qué: no de los lobos, o de la oscuridad que espera detrás
de las puertas; de otra cosa. Tengo miedo de la laguna. ¡No la perturbes!
—¡Ojalá pudiéramos irnos! —dijo Merry.
—¿Por qué Gandalf no hace algo? —dijo Pippin.
Gandalf no les prestaba atención. Sentado, cabizbajo, parecía desesperado, o
inquieto. El aullido lúgubre de los lobos se oy ó otra vez. Las ondas de agua
crecieron y se acercaron; algunas lamían y a la costa.
De pronto, tan de improviso que todos se sobresaltaron, el mago se incorporó
vivamente. ¡Se reía!
—¡Lo tengo! —gritó—. ¡Claro, claro! De una absurda simpleza, como todos
los acertijos una vez que encontraste la solución.
Recogiendo la vara y de pie ante la roca, dijo con voz clara:
—Mellon!
La estrella brilló brevemente y se apagó. En seguida, en silencio, se dibujó
una gran puerta, aunque hasta entonces no habían sido visibles ni grietas ni
junturas. Se dividió lentamente en el medio y se abrió hacia afuera pulgada a
pulgada hasta que ambas hojas se apoy aron contra la pared. A través de la
abertura pudieron ver una escalera sombría y empinada, pero más allá de los
primeros escalones la oscuridad era más profunda que la noche. La Compañía
miraba con ojos muy abiertos.
—Después de todo, y o estaba equivocado —dijo Gandalf— y también Gimli.
Merry, quién lo hubiese creído, encontró la buena pista. ¡La contraseña estaba
inscrita en el arco! La traducción tenía que haber sido: Di «amigo» y entra. Sólo
tuve que pronunciar la palabra amigo en élfico y las puertas se abrieron. Simple,
demasiado simple para un docto maestro en estos días sospechosos. Aquellos
eran tiempos más felices. ¡Bueno, vamos!
Gandalf se adelantó y puso el pie en el primer escalón. Pero en ese momento
ocurrieron varias cosas. Frodo sintió que algo lo tomaba por el tobillo y cay ó
dando un grito. Se oy ó un relincho terrible y Bill el poney corrió espantado a lo
largo de la orilla perdiéndose en la oscuridad. Sam saltó detrás y oy endo en
seguida el grito de Frodo regresó de prisa, llorando y maldiciendo. Los otros se
volvieron y observaron que las aguas huían, como si un ejército de serpientes
viniera nadando desde el extremo sur.
Un largo y sinuoso tentáculo se había arrastrado fuera del agua; era de color
verde pálido, fosforescente y húmedo. La extremidad provista de dedos había,
aferrado a Frodo y estaba llevándolo hacia el agua. Sam, de rodillas, lo atacaba a
cuchilladas.
El brazo soltó a Frodo y Sam arrastró a su amo alejándolo de la orilla y
pidiendo auxilio. Aparecieron otros veinte tentáculos extendiéndose como ondas.
El agua oscura hirvió y el hedor era espantoso.
—¡Por la puerta! ¡Subid las escaleras! ¡Rápido! —gritó Gandalf saltando
hacia atrás.
Arrancándolos al horror que parecía haberlos encadenado a todos al suelo,
excepto a Sam, Gandalf consiguió que corrieran hacia la puerta.
Habían reaccionado justo a tiempo. Sam y Frodo estaban unos pocos
escalones arriba y Gandalf comenzaba a subir cuando los tentáculos se
retorcieron tanteando la play a angosta y palpando la pared del risco y las
puertas. Uno reptó sobre el umbral, reluciendo a la luz de las estrellas, Gandalf se
volvió e hizo una pausa. Estaba considerando Qué palabra podría cerrar la galería
desde dentro cuando unos brazos serpentinas se enroscaron a las puertas y con un
terrible esfuerzo las hicieron girar, Las puertas batieron resonando y la luz
desapareció. Un ruido de crujidos y golpes llegó sordamente a través de la piedra
maciza.
Sam, asiéndose del brazo de Frodo, se dejó caer sobre un escalón en la negra
oscuridad.
—¡Pobre viejo Bill! —dijo con voz entrecortado—. ¡Lobos y serpientes! Pero
las serpientes fueron demasiado para él. Tuve que elegir, señor Frodo. Tuve que
venir con usted.
Oy eron que Gandalf bajaba los escalones y arrojaba la vara contra la puerta.
Hubo un estremecimiento en la piedra y los escalones temblaron, pero las
puertas no se abrieron.
—¡Bueno, bueno! —dijo el mago—. Ahora el pasadizo está bloqueado a nuestras
espaldas y hay una sola salida… del otro lado de la montaña. Temo que estos
ruidos últimos vengan de unos peñascos que han caído ¡arrancando árboles y
apiñándolos frente a la puerta!. Lo lamento, pues los árboles eran hermosos y
habían resistido tantos años.
—Sentí que había algo horrible cerca desde el momento en que mi pie tocó el
agua —dijo Frodo—. ¿Qué era eso, o había muchos?
—No lo sé —respondió Gandalf—, pero todos los brazos tenían un solo
propósito. Algo ha venido arrastrándose o ha sido sacado de las aguas oscuras
bajo las montañas. Hay criaturas más antiguas y horribles que los orcos en las
profundidades del mundo.
No dijo lo que pensaba: cualquiera que fuese la naturaleza de aquello que
habitaba en la laguna, había atacado a Frodo antes que a los demás.
Boromir susurró entre dientes, pero la piedra resonante amplificó el sonido
convirtiéndolo en un murmullo ronco que todos pudieron oír:
—¡En las profundidades del mundo! Y ahí vamos, contra mi voluntad. ¿Quién
nos conducirá en esta oscuridad sin remedio?
—Yo —dijo Gandalf—. Y Gimli caminará a mi lado. ¡Seguid mi vara!
Mientras el mago se adelantaba subiendo los grandes escalones, alzó la vara y
de la punta brotó un débil resplandor. La ancha escalinata era segura y se
conservaba bien. Doscientos escalones, contaron, anchos y bajos; y en la cima
descubrieron un pasadizo abovedado que llevaba a la oscuridad.
—¿Por qué no nos sentamos a descansar y a comer aquí en el pasillo, y a que
no encontramos un comedor? —preguntó Frodo.
Estaba empezando a olvidar el horrible tentáculo, y de pronto sentía mucha
hambre.
La propuesta tuvo buena acogida y se sentaron en los últimos escalones, unas
figuras oscuras envueltas en tinieblas. Después de comer, Gandalf le dio a cada
uno otro sorbo del miruvor de Rivendel.
—No durará mucho más, me temo —dijo—, pero lo creo necesario luego de
ese horror de la puerta. Y a no ser que tengamos mucha suerte, ¡nos tomaremos
el resto antes de llegar al otro lado! ¡Tened cuidado también con el agua! Hay
muchas corrientes y manantiales en las Minas, pero no se los puede tocar. Quizá
no tengamos oportunidad de llenar las botas y botellas antes de descender al Valle
del Arroy o Sombrío.
—¿Cuánto tiempo nos llevará? —preguntó Frodo.
—No puedo decirlo —respondió Gandalf—. Depende de muchas cosas. Pero
y endo directamente, sin contratiempos ni extravíos, tardaremos tres o cuatro
jornadas, espero. No hay menos de cuarenta millas entre la Puerta del Oeste y el
Portal del Este en línea recta y es posible que el camino dé muchas vueltas.
Luego de un breve descanso, se pusieron otra vez en marcha. Todos ellos
deseaban terminar esta parte del viaje lo antes posible y estaban dispuestos, a
pesar de sentirse tan cansados, a caminar durante horas. Gandalf iba al frente
como antes. Llevaba en la mano izquierda la vara centelleante, que sólo
alcanzaba a iluminar el piso ante él; en la mano derecha esgrimía la espada
Glamdring. Detrás de Gandalf iba Gimli, los ojos brillantes a la luz débil mientras
volvía la cabeza a los lados. Detrás del enano caminaba Frodo, que había
desenvainado la espada corta, Dardo. De las hojas de Dardo y Glamdring no
venía ningún reflejo y esto era auspicioso, pues habiendo sido forjadas por elfos
de los Días Antiguos estas espadas brillaban con una luz fría si había algún orco
cerca. Detrás de Frodo marchaba Sam y luego Legolas y los hobbits jóvenes y
Boromir. En la oscuridad de la retaguardia, grave y silencioso, caminaba
Aragorn.
Después de doblar a un lado y a otro unas pocas veces el pasadizo empezó a
descender. Siguió así un largo rato, en un descenso regular y continuo hasta que
corrió otra vez horizontalmente. El aire era ahora cálido y sofocante, aunque no
viciado, y de vez en cuando sentían en la cara una corriente de aire fresco que
parecía venir de unas aberturas disimuladas en las paredes. Había muchas de
estas aberturas. Al débil resplandor de la vara del mago, Frodo alcanzaba a ver
escaleras y arcos y pasadizos y túneles, que subían, o bajaban bruscamente, o se
abrían a las tinieblas de ambos lados. Hubiera sido fácil extraviarse y nadie
hubiera podido recordar el camino de vuelta.
Gimli ay udaba a Gandalf muy poco, excepto mostrando resolución y coraje.
Al menos no parecía perturbado por la mera oscuridad, como la may oría de los
otros. El mago lo consultaba a menudo cuando la elección del camino se hacía
dudosa, pero la última palabra la daba siempre Gandalf. Las Minas de Moria
eran de una vastedad y complejidad que desalaban la imaginación de Gimli, hijo
de Glóin, nada menos que un enano de la Raza de las Montañas. A Gandalf los
borrosos recuerdos de un viaje hecho en el lejano pasado no le servían de
mucho, pero aun en la oscuridad y a pesar de todos los meandros del camino él
sabía adónde quería ir y no cejaría mientras hubiera un sendero que llevase de
algún modo a la meta.
—¡No temáis! —dijo Aragorn. Hubo una pausa más larga que de costumbre y
Gandalf y Gimli murmuraron entre ellos; los otros se apretaron detrás, esperando
ansiosamente—. ¡No temáis! Lo he acompañado en muchos viajes, aunque en
ninguno tan oscuro, y en Rivendel se cuentan hazañas de él más extraordinarias
que todo lo que y o hay a visto alguna vez. No se extraviará, si es posible encontrar
un camino. Nos ha conducido aquí contra nuestros propios deseos, pero nos
llevará de vuelta afuera, cueste lo que cueste. Estoy seguro de que en una noche
cerrada encontraría el camino de vuelta más fácilmente que los gatos de la Reina
Berúthiel.
Era bueno para la Compañía contar con un guía semejante. No disponían de
combustible ni de ningún material para preparar una antorcha. En la huida
precipitada hacia la puerta, habían dejado atrás muchos bultos. Pero sin luz
hubieran caído pronto en la desesperación. No sólo eran muchas las sendas
posibles, también abundaban agujeros y fosas y a lo largo del camino se abrían
pozos oscuros que devolvían el eco de los pasos. Había fisuras y grietas en las
paredes y el piso y de cuando en cuando aparecía un abismo justo ante ellos. El
más ancho medía cerca de dos metros y Pippin tardó bastante en animarse a
saltar. De muy abajo venía un rumor de aguas revueltas, como si una gigantesca
rueda de molino estuviera girando en las profundidades.
—¡Una cuerda! —murmuró Sam—. Sabía que la necesitaría, si no la traía
conmigo.
A medida que estos peligros eran más frecuentes, la marcha se hacía más
lenta. Les parecía y a que habían estado caminando y caminando,
interminablemente, hacia las raíces de la montaría. La fatiga los abrumaba y sin
embargo no tenían ganas de detenerse. Frodo había recuperado un poco el ánimo
luego de la comida y un sorbo del cordial; pero ahora una profunda inquietud,
que llegaba al miedo, lo invadía otra vez. Aunque le habían curado la herida en
Rivendel, la terrible cuchillada había tenido algunas consecuencias. Se le habían
agudizado los sentidos y advertía ahora la presencia de muchas cosas que no
podían ser vistas. Un síntoma de esos cambios, y que había notado muy pronto,
era que podía ver en la oscuridad quizá más que cualquiera de los otros, excepto
Gandalf. Y de todos modos él era el Portador del Anillo; le colgaba de la cadena
sobre el pecho y a veces lo sentía como una carga pesada. Estaba seguro de que
el mal los esperaba allá delante y que a la vez venía siguiéndolos, pero no hacía
ningún comentario. Apretaba la empuñadura de la espada y se adelantaba
tercamente.
Detrás de él la Compañía hablaba poco y nada más que en murmullos
apresurados. Sólo se oía el sonido de las pisadas: el golpe sordo de las botas de
enano de Gimli; los pesados pies de Boromir; el paso liviano de Legolas; el trote
ligero y casi imperceptible de los hobbits y en la retaguardia las pisadas lentas y
firmes de Aragorn, que caminaba a grandes trancos. Cuando se detenían un
momento, no oían nada, excepto el débil goteo ocasional de un hilo de agua que
se escurría invisible. No obstante, Frodo comenzó a oír, o a imaginar que oía,
alguna otra cosa: el blando sonido de unos pies descalzos. El sonido no era nunca
bastante alto, ni bastante próximo, como para que él estuviera seguro de haberlo
oído, pero una vez que empezaba y a no cesaba nunca, mientras la Compañía
continuara marchando. Pero no era un eco, pues cuando se detenían proseguía un
rato, solo, antes de apagarse.
Ya caía la noche cuando habían entrado en las Minas. Habían caminado durante
horas, haciendo breves escalas, y Gandalf tropezó de pronto con el primer
problema serio. Ante él se alzaba un arco amplio y oscuro que se abría en tres
pasajes; todos iban en la misma dirección, hacia el este; pero el pasaje de la
izquierda bajaba bruscamente, el de la derecha subía, y el del medio parecía
correr en línea recta, liso y llano, pero muy angosto.
—¡No tengo ningún recuerdo de este sitio! —dijo Gandalf titubeando bajo el
arco. Sostuvo en alto la vara con la esperanza de encontrar alguna marca o
inscripción que lo ay udara a elegir, pero no había nada de esta especie—. Estoy
demasiado cansado para decidir —dijo, moviendo la cabeza—. Y supongo que
todos vosotros estáis tan cansados como y o, o más. Mejor que nos detengamos
aquí por lo que queda de la noche. ¡Sé que me entendéis! Aquí está siempre
oscuro, pero fuera la luna tardía va hacia el oeste y la medianoche ha quedado
atrás.
—¡Pobre viejo Bill! —dijo Sam—. Me pregunto dónde anda. Espero que esos
lobos todavía no lo hay an atrapado.
A la izquierda del gran arco encontraron una puerta de piedra; estaba a medio
cerrar pero un leve empellón la abrió fácilmente. Más allá parecía haber una
sala amplia tallada en la roca.
—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —exclamó Gandalf mientras Merry y Pippin
empujaban hacia adelante, contentos de haber encontrado un sitio donde podían
descansar sintiéndose más amparados que en el corredor—. Tranquilos. Todavía
no sabéis lo que hay dentro. Iré primero.
Entró con cuidado y los otros lo siguieron en fila.
—¡Mirad! —dijo apuntando al suelo con la vara.
Todos miraron y vieron un agujero grande y redondo, como la boca de un
pozo. Unas cadenas rotas y oxidadas colgaban de los bordes y bajaban al pozo
negro. Cerca había unos trozos de piedra.
—Uno de vosotros pudo haber caído aquí y todavía estaría preguntándose
cuándo golpearía el fondo —le dijo Aragorn a Merry —. Deja que el guía vay a
delante, mientras tienes uno.
—Esto parece haber sido una sala de guardia, destinada a la vigilancia de los
tres pasadizos —dijo Gimli—. El agujero es evidentemente un pozo para uso de
los guardias y que se tapaba con una losa de piedra. Pero la losa está rota y hay
que tener cuidado en la oscuridad.
Pippin se sentía curiosamente atraído por el pozo. Mientras los otros
desenrollaban mantas y preparaban camas contra las paredes del recinto, se
arrastró hasta el borde y se asomó. Un aire helado pareció pegarle en la cara,
como subiendo de profundidades invisibles. Movido por un súbito impulso
repentino, tanteó alrededor buscando una piedra suelta y la dejó caer. Sintió que
el corazón le latía muchas veces antes que hubiera algún sonido. Luego, muy
abajo, como si la piedra hubiera caído en las aguas profundas de algún lugar
cavernoso, se oy ó un pluf, muy distante, pero amplificado y repetido en el hueco
del pozo.
—¿Qué es eso? —exclamó Gandalf. Se mostró un instante aliviado cuando
Pippin confesó lo que había hecho, pero en seguida montó en cólera y Pippin
pudo ver que le relampagueaban los ojos—. ¡Tuk estúpido! —gruñó el mago—.
Este es un viaje serio y no una excursión hobbit. Tírate tú mismo la próxima vez
y no molestarás más. ¡Ahora quédate quieto!
Nada más se oy ó durante algunos minutos, pero luego unos débiles golpes
vinieron de las profundidades: tom-tap, tap-tom. Hubo un silencio y cuando los
ecos se apagaron, los golpes se repitieron: tap-tom, tom-tap, tap-tap, tom. Sonaban
de un modo inquietante, pues parecían señales de alguna especie, pero al cabo de
un rato se apagaron y no se oy eron más.
—Eso era el golpe de un martillo, o nunca he oído uno —dijo Gimli.
—Sí —dijo Gandalf—, y no me gusta. Quizá no tenga ninguna relación con la
estúpida piedra de Peregrin, pero es posible que algo hay a sido perturbado y
hubiese sido mejor dejarlo en paz. ¡Por favor, no vuelvas a hacer algo parecido!
Espero que podamos descansar sin más dificultades. Tú, Pippin, harás la primera
guardia, como recompensa —gruñó mientras se envolvía en una manta.
Pippin se sentó miserablemente junto a la puerta en la cerrada oscuridad,
pero no dejaba de volver la cabeza, temiendo que alguna cosa desconocida se
arrastrara fuera del pozo. Hubiese querido cubrir el agujero, por lo menos con
una manta, pero no se atrevía a moverse ni a acercarse, aunque Gandalf parecía
dormir.
Gandalf en realidad estaba despierto, aunque acostado y en silencio, y trataba
de recordar todos los detalles de su viaje anterior a las Minas, preguntándose
ansiosamente qué rumbo convendría tomar; una media vuelta equivocada podía
ser desastrosa. Al cabo de una hora se incorporó y fue hacia Pippin.
—Vete a un rincón y trata de dormir, mi muchacho —dijo en un tono amable
—. Quieres dormir, supongo. Yo no he cerrado un ojo, de modo que puedo
reemplazarte en la guardia.
» Ya sé lo que me ocurre —murmuró mientras se sentaba junto a la puerta—.
¡Necesito un poco de humo! No he fumado desde la mañana anterior a la
tormenta de nieve.
Lo último que vio Pippin, mientras el sueño se lo llevaba, fue la sombra del
viejo mago encogida en el piso, protegiendo un fuego incandescente entre las
manos nudosas, puestas sobre las rodillas. La luz temblorosa mostró un momento
la nariz aguileña y una bocanada de humo.
Fue Gandalf quien los despertó a todos. Había estado sentado y vigilando solo
alrededor de seis horas, dejando que los otros descansaran.
—Y mientras tanto tomé mi decisión —dijo—. No me gusta la idea del
camino del medio y no me gusta el olor del camino de la izquierda: el aire está
viciado allí, o no soy un guía. Tomaré el pasaje de la derecha. Es hora de que
volvamos a subir.
Durante ocho horas oscuras, sin contar dos breves paradas, continuaron
marchando y no encontraron ningún peligro, ni oy eron nada y no vieron nada
excepto el débil resplandor de la luz del mago, bailando ante ellos como un fuego
fatuo. El túnel que habían elegido llevaba regularmente hacia arriba, torciendo a
un lado y al otro, describiendo grandes curvas ascendentes, y a medida que subía
se hacía más elevado y más ancho. No había a los lados aberturas de otras
galerías o túneles y el suelo era llano y firme, sin pozos o grietas. Habían tomado
evidentemente lo que en otro tiempo fuera una ruta importante y progresaban
con mucha may or rapidez que en la jornada anterior.
De este modo avanzaron unas quince millas, medidas en línea recta hacia el
este, aunque en realidad debían de haber caminado veinte millas o más. A
medida que el camino subía, el ánimo de Frodo mejoraba un poco; pero se sentía
aún oprimido y aún oía a veces, o creía oír, detrás de la Compañía, más allá de
los ajetreos de la marcha, pisadas que venían siguiéndolos y que no eran un eco.
Habían marchado hasta los límites de las fuerzas de los hobbits y estaban todos
pensando en un lugar donde pudieran dormir, cuando de pronto las paredes de la
izquierda y la derecha desaparecieron; luego de atravesar una puerta abovedada
habían salido a un espacio negro y vacío. Una corriente de aire tibio soplaba
detrás de ellos y delante una fría oscuridad les tocaba las caras. Se detuvieron y
se apretaron inquietos unos contra otros.
Gandalf parecía complacido.
—Elegí el buen camino —dijo—. Por lo menos estamos llegando a las partes
habitables y sospecho que no estamos lejos del lado este. Pero nos encontramos
en un sitio muy alto, más alto que la Puerta del Arroy o Sombrío, a menos que
me equivoque. Tengo la impresión de que estamos ahora en una sala amplia. Me
arriesgaré a tener un poco de verdadera luz.
Alzó la vara, que relampagueó brevemente. Unas grandes sombras se
levantaron y huy eron y durante un segundo vieron un vasto cielo raso sostenido
por numerosos y poderosos pilares tallados en la piedra. Ante ellos y a cada lado
se extendía un recinto amplio y vacío: las paredes negras, pulidas y lisas como el
vidrio, refulgían y centelleaban. Vieron también otras tres entradas; un túnel
negro se abría ante ellos y corría en línea recta hacia el este y había otros dos a
los lados. Luego la luz se apagó.
—No me atrevería a nada más por el momento —dijo Gandalf—. Antes
había grandes ventanas en los flancos de la montaría y túneles que llevaban a la
luz en las partes superiores de las Minas. Creo que hemos llegado ahí, pero afuera
es otra vez de noche y no podremos saberlo hasta mañana. Si no me equivoco,
quizá veamos apuntar el amanecer. Pero mientras tanto será mejor no ir más
lejos. Descansemos, si es posible. Las cosas han ido bien hasta ahora y la may or
parte del camino oscuro ha quedado atrás. Pero no hemos llegado todavía al fin y
hay un largo tray ecto hasta las puertas que se abren al mundo.
La Compañía pasó aquella noche en la gran sala cavernosa, apretados todos en
un rincón para escapar a la corriente de aire frío que parecía venir del arco del
este. Todo alrededor de ellos pendía la oscuridad, hueca e inmensa, y la soledad
y vastedad de las salas excavadas y las escaleras y pasajes que se bifurcaban
interminablemente eran abrumadoras. Las imaginaciones más descabelladas que
unos sombríos rumores hubiesen podido despertar en los hobbits, no eran nada
comparados con el miedo y el asombro que sentían ahora en Moria.
—Tiene que haber habido aquí toda una multitud de enanos en otra época —
dijo Sam— y todos más atareados que tejones durante quinientos años haciendo
todo esto, ¡y la may or parte en roca dura! ¿Para qué, me pregunto? Seguramente
no vivirían en estos agujeros oscuros.
—No son agujeros —dijo Gimli—. Esto es el gran reino y la ciudad de la
Mina del Enano. Y antiguamente no era oscura sino luminosa y espléndida, como
lo recuerdan aún nuestras canciones. El enano se puso de pie en la oscuridad y
empezó a cantar con una voz profunda, y los ecos se perdieron en la bóveda.
El mundo era joven y las montañas verdes,
y aún no se veían manchas en la luna
y los ríos y piedras no tenían nombre,
cuando Durin despertó y echó a caminar.
Nombró las colinas y los valles sin nombre;
bebió de fuentes ignoradas;
se inclinó y se miró en el Lago Espejo
y sobre la sombra de la cabeza de Durin
apareció una corona de estrellas
como joyas engarzadas en un hilo de plata.
El mundo era hermoso en los días de Durin,
en los Días Antiguos antes de la caída
de reyes poderosos en Nargothrond y Gondolin
que desaparecieron más allá de los mares.
El mundo era hermoso y las montañas altas.
Fue rey en un trono tallado
y en salas de piedra de muchos pilares
y runas poderosas en la puerta,
de bóvedas de oro y de suelo de plata.
La luz del sol, la luna y las estrellas
en centelleantes lámparas de vidrio
que las nubes y la noche jamás se oscurecían
para siempre brillaban.
Allí el martillo golpeaba el yunque,
el cincel esculpía y el buril escribía,
se forjaba la hoja de la espada,
y se fijaban las empuñaduras;
cavaba el cavador, el albañil edificaba.
Allí se acumulaban el berilo, la perla
y el pálido ópalo y el metal en escamas,
y la espada y la lanza brillantes,
el escudo, la malla y el hacha.
Incansable era entonces la gente de Durin;
bajo las montañas despertaba la música;
los arpistas tocaban, cantaban los cantantes,
y en la puerta las trompetas sonaban.
El mundo es gris ahora y vieja la montaña;
el fuego de la forja es sólo unas cenizas;
el arpa ya no suena, el martillo no cae;
la sombra habita en las salas de Durin,
y la oscuridad ha cubierto la tumba
en Moria, en Khazad-dûm.
Pero todavía aparecen las estrellas ahogadas
en la oscuridad y el silencio del Lago Espejo,
y hasta que Durin despierte de nuevo
en el agua profunda la corona descansa.
—¡Me gusta eso! —dijo Sam—. Me gustaría aprenderlo. ¡En Moria, en
Khazad-dûm! Pero la imagen de todas esas lámparas hace la oscuridad más
pesada, me parece. ¿Hay todavía por aquí montones de oro y joy as?
Gimli no contestó. Había cantado su canción y no quería decir más.
—¿Montones de joy as? —dijo Gandalf—. No. Los orcos han saqueado Moria
a menudo. No queda nada en las salas superiores. Y desde que los enanos se
fueron, nadie se ha atrevido a explorar los pozos o a buscar tesoros en los sitios
más profundos; los ha inundado el agua, o una sombra de miedo.
—¿Entonces por qué los enanos querrían volver? —preguntó Sam.
—Por el mithril —respondió Gandalf—. La riqueza de Moria no era el oro y
las joy as, juguetes de los enanos; tampoco el hierro, sirviente de los enanos. Tales
cosas se encuentran aquí, es cierto, especialmente hierro; pero no cavaban para
eso; todo lo que deseaban podían obtenerlo traficando. Pues este era el único sitio
del mundo donde había plata de Moria, o plata auténtica como algunos la
llamaban: mithril es el nombre élfico. Los enanos le dan otro nombre, pero lo
guardan en secreto. El valor del mithril era diez veces superior al del oro y ahora
y a no tiene precio, pues queda poco en la superficie y ni siquiera los orcos se
atreven a cavar aquí. Las vetas llevan siempre al norte, hacia Caradhras y abajo,
a la oscuridad. Ellos no hablan de eso, pero si es cierto que el mithril fue la base
de la riqueza de los enanos, fue también la perdición de estas criaturas, que
cavaron con demasiada codicia, demasiado abajo y perturbaron aquello de que
huían, el Daño de Durin. De lo que llevaron a la luz, los orcos recogieron casi
todo y se lo entregaron como tributo a Sauron.
» ¡Mithril! Todo el mundo lo deseaba. Podía ser trabajado como el cobre y
pulido como el vidrio; y los enanos podían transformarlo en un metal más liviano
y sin embargo más duro que el acero templado. Tenía la belleza de la plata
común, pero nunca se manchaba ni perdía el brillo. Los elfos lo estimaban
muchísimo y lo empleaban entre otras cosas para forjar los ithildin, la estrellaluna que habéis visto en la puerta. Bilbo tenía una malla de anillos de mithril que
Thorin le había dado. Me pregunto qué se habrá hecho de ella. Todavía juntando
polvo en el museo de Cavada Grande, me imagino.
—¿Qué? —exclamó Gimli de pronto, saliendo de su silencio—. ¿Una cota de
plata de Moria? ¡Un regalo de rey !
—Sí —continuó Gandalf—. Nunca se lo dije, pero vale más que la Comarca
entera y todo lo que en ella hay.
Frodo no dijo nada, pero metió la mano bajo la túnica y tocó los anillos de la
camisa. Se le confundía la cabeza pensando que había ido de un lado a otro
llevando el valor de la Comarca bajo la chaqueta. ¿Lo había sabido Bilbo? Estaba
seguro de que Bilbo lo sabía muy bien. Era en verdad un regalo de rey. Pero
ahora y a no pensaba en las minas oscuras, pues se había acordado de Rivendel y
de Bilbo, y luego de Bolsón Cerrado en los días en que Bilbo vivía todavía allí.
Deseó de todo corazón estar de vuelta, en aquellos días de antes, segando la
hierba, o paseando entre las flores, y no haber oído hablar de Moria, o del mithril,
o del Anillo.
Siguió un profundo silencio. Uno a uno los otros fueron durmiéndose. Como un
soplo que venía de las profundidades, cruzando puertas invisibles, el miedo
envolvió a Frodo. Tenía las manos frías y la frente transpirada. Escuchó,
prestando atención durante dos lentas horas, pero no oy ó ningún sonido, ni
siquiera el eco imaginario de unos pasos.
La guardia de Frodo había concluido casi, cuando allá lejos, donde suponía
que se alzaba el arco oriental, crey ó ver dos pálidos puntos de luz, casi como ojos
luminosos. Se sobresaltó. Había estado cabeceando. « Poco faltó para que me
quedara dormido en plena guardia» , pensó. « Ya empezaba a soñar.» Se
incorporó y se frotó los ojos y se quedó de pie, espiando la oscuridad, hasta que
Legolas lo relevó.
Cuando se acostó se quedó dormido en seguida, pero tuvo la impresión de que el
sueño continuaba: oía murmullos y vio que los pálidos puntos de luz se acercaban
lentamente. Despertó y vio que los otros estaban hablando en voz baja muy
cerca y que una luz débil le caía en la cara. Muy arriba, sobre el arco del este, un
ray o de luz largo y pálido asomaba en una abertura de la bóveda, y en el otro
extremo del recinto la luz resplandecía también débil y distante entrando por el
arco del norte.
Frodo se sentó.
—¡Buen día! —le dijo Gandalf—. Pues al fin es de día. No me equivoqué.
Estamos muy arriba en el lado este de Moria. Antes que termine la jornada
tenemos que encontrar las Grandes Puertas y ver las aguas del Lago Espejo en el
Valle del Arroy o Sombrío ante nosotros.
—Me alegro —dijo Gimli—. Ya he visto Moria y es muy grande, pero se ha
convertido en un sitio oscuro y terrible y no hemos encontrado señales de mi
gente. Dudo ahora que Balin hay a estado alguna vez aquí.
Luego de haber desay unado, Gandalf decidió que se pondrían en marcha en
seguida.
—Estamos cansados, pero dormiremos mejor cuando lleguemos afuera —
dijo. Creo que ninguno de nosotros desearía pasar otra noche en Moria.
—¡No, en verdad! —dijo Boromir—. ¿Qué camino tomaremos? ¿Ese arco
que apunta al este?
—Quizá —dijo Gandalf—. Pero aún no sé exactamente dónde nos
encontramos. Si no he perdido el rumbo, creo que estamos encima de los
Grandes Portales y un poco al norte; y quizá no sea fácil encontrar el camino que
baja a las puertas. El arco del este tal vez sea la ruta adecuada, pero antes de
decidirnos miraremos un poco alrededor. Vay amos hacia aquella luz de la puerta
norte. Si pudiéramos encontrar una ventana, mejor que mejor, pero temo que la
luz descienda sólo a través de largas aberturas.
Siguiendo a Gandalf, la Compañía pasó bajo el arco del norte. Se encontraban
ahora en un amplio corredor. A medida que avanzaban el resplandor iba
aumentando y vieron que venía de un portal de la derecha. Era alto, plano arriba,
y la puerta de piedra colgaba todavía de los goznes, a medio cerrar. Del otro lado
había un cuarto grande y cuadrado. Estaba apenas iluminado, pero a los ojos de
la Compañía, luego de haber pasado tanto tiempo en la oscuridad, era de una
luminosidad enceguecedora y todos parpadearon al entrar.
El suelo estaba cubierto por una espesa capa de polvo y la Compañía tropezó
en el umbral con muchas cosas que estaban allí tiradas y cuy as formas no
pudieron reconocer al principio. Una abertura alta y amplia de la pared del este
iluminaba la cámara. Atravesaba oblicuamente la pared y del otro lado, lejos y
arriba, podía verse un cuadradito de cielo azul. La luz caía directamente sobre
una mesa en medio del cuarto: una piedra oblonga, de dos pies de alto, sobre la
que habían puesto una losa de piedra blanca.
—Parece una tumba —murmuró Frodo, y se inclinó hacia adelante, sintiendo
un raro presentimiento, para mirar desde más cerca.
Gandalf se acercó rápidamente. Sobre la losa había unas runas grabadas:
—Son runas de Daeron, como se usaban antiguamente en Moria —dijo
Gandalf—. Dice aquí en las lenguas de los hombres y los enanos:
BALIN HIJO DE FUNDIN
SEÑOR DE MORIA
—Está muerto entonces —dijo Frodo—. Temía que fuera así.
Gimli se echó la capucha sobre la cara.
5
El puente de Khazad-dûm
L a Compañía del Anillo permaneció en silencio junto a la tumba de Balin. Frodo
pensó en Bilbo, en la larga amistad que había tenido con el enano y en la visita de
Balin a la Comarca tiempo atrás. En aquel cuarto polvoriento de la montaña
parecía que eso había ocurrido hacía mil años y en el otro extremo del mundo.
Por último se movieron y levantaron los ojos y buscaron algo que pudiera
aclararles la muerte de Balin, o qué había sido de su gente. Había otra puerta más
pequeña en el lado opuesto de la cámara, bajo la abertura. Junto a las dos puertas
podían ver ahora muchos huesos desparramados y entre ellos espadas y hachas
rotas y escudos y cascos hendidos. Algunas de las espadas eran curvas:
cimitarras de orcos con hojas negras.
Había muchos nichos tallados en la piedra de los muros, que contenían
grandes cofres de madera aherrojados. Todo había sido roto y saqueado, pero
junto a la tapa destrozada de uno de los cofres encontraron los restos de un libro.
Lo habían desgarrado y lo habían apuñalado, estaba quemado en parte y tan
manchado de negro y otras marcas oscuras, como sangre vieja, que poco podía
leerse. Gandalf lo alzó con cuidado, pero las hojas crujieron y se quebraron
mientras lo ponía sobre la losa. Se inclinó sobre él un tiempo sin hablar. Frodo y
Gimli de pie junto a Gandalf, que volvía delicadamente las hojas, alcanzaban a
ver que había sido escrito por distintas manos, en runas, tanto de Moria como del
Valle y de cuando en cuando en caracteres élficos.
Al fin Gandalf alzó los ojos.
—Parece ser un registro de los azares y fortunas que cay eron sobre el pueblo
de Balin —dijo—. Supongo que empieza cuando llegaron al Valle del Arroy o
Sombrío hace treinta años hay números en las páginas que parecen referirse a
los años que siguieron. La primera página está marcada uno-tres, de modo que al
menos dos y a faltan desde el principio. ¡Escuchad!
» Echamos a los orcos de la gran puerta y el cuarto de guar[…] —supongo
que diría guardia—. Matamos a muchos a la brillante —creo— luz del valle. Una
flecha mató a Flói. Él derribó al grande. Luego hay una mancha seguida por Flói
bajo la hierba Junto al Lago Espejo. Sigue una línea o dos que no puedo leer.
Luego esto: Hemos elegido como vivienda la sala vigesimoprimera del lado norte.
Hay no sé qué. Se menciona una abertura. Luego Balin se ha aposentado en la
Cámara de Mazarbul.
—La Cámara de los Registros —dijo Gimli—. Sospecho que ahí estamos
ahora.
—Bueno, aquí no alcanzo a leer mucho más —dijo Gandalf— excepto la
palabra oro y Hacha de Durin y algo así como yelmo. Luego Balin es ahora
señor de Moria. Esto parece terminar un capítulo. Luego de algunas estrellas
comienza otra mano y aquí se lee encontramos plata auténtica y luego las
palabras bien forjada y luego algo. ¡Lo tengo! Mithril y las dos últimas líneas: Oin
buscará las armerías superiores del Tercer Nivel; algo va al oeste, una mancha, a
la puerta de Acebeda.
Gandalf hizo una pausa y apartó unas pocas hojas.
—Hay varias páginas de este tipo, escritas bastante de prisa y muy dañadas
—dijo—, pero poco puedo sacar en limpio con esta luz. Tienen que faltar
también algunas hojas, pues éstas comienzan con el número cinco, el quinto año
de la colonia, supongo. Veamos. No, están demasiado rotas y sucias, no puedo
leerlas. Mejor que probemos a la luz del sol. ¡Un momento! Aquí hay algo:
caracteres rápidos y grandes en lengua élfica.
—Esa tiene que ser la mano de Ori —dijo Gimli mirando por encima del
brazo de Gandalf—. Podía escribir bien y rápido y a menudo usaba los
caracteres élficos.
—Temo que esa mano hábil hay a tenido que registrar malas noticias —dijo
Gandalf—. La primera palabra es pena, pero el resto de la línea se ha perdido,
aunque termina en ayer. Sí, tiene que ser ayer seguido por siendo el diez de
noviembre Balin señor de Moria cayó en el Valle del Arroyo Sombrío. Fue solo a
mirar el Lago Espejo. Un orco lo mató desde atrás de una piedra. Matamos al
orco, pero muchos más… subiendo desde el este por el Cauce de Plata. El resto de
la página está demasiado borroneado, pero me parece que alcanzo a leer hemos
atrancado las puertas y luego resistiremos si y luego quizás horrible y sufrimiento.
¡Pobre Balin! Parece que no pudo conservar el título que él mismo se dio ni
siquiera cinco años. Me pregunto qué habrá ocurrido después, pero no hay
tiempo de descifrar las últimas pocas páginas. Aquí está la última.
Hizo una pausa y suspiró.
—Es una lectura siniestra —continuó—. Temo que el fin de esta gente hay a
sido cruel. ¡Escuchad! No podemos salir. No podemos salir. Han tomado el puente
y la segunda sala. Frár y Lóni y Náli murieron allí. Luego hay cuatro líneas muy
manchadas y sólo puedo leer hace cinco días. Las últimas líneas dicen la laguna
llega a los muros de la Puerta del Oeste. El Guardián del Agua se llevó a Oin. No
podemos salir. El fin se acerca, y luego tambores, tambores en los abismos. Me
pregunto qué será esto. Las últimas palabras son un garabateo arrastrado en letras
élficas: están acercándose. No hay nada más.
Gandalf calló, guardando un pensativo silencio.
Todos en la Compañía tuvieron un miedo repentino, sintiendo que se
encontraban en una cámara de horrores.
—No podemos salir —murmuró Gimli—. Fue una suerte para nosotros que la
laguna hubiese bajado un poco y que el Guardián estuviera durmiendo en el
extremo sur. Gandalf alzó la cabeza y miró alrededor.
—Parece que ofrecieron una última resistencia en las dos puertas —dijo—,
pero y a entonces no quedaban muchos. ¡Así terminó el intento de recuperar
Moria! Fue valiente, pero insensato. No ha llegado todavía la hora. Bien, temo
que tengamos que despedirnos de Balin hijo de Fundin. Que descanse aquí en las
salas paternas. Nos llevaremos este libro, el libro de Mazarbul, y lo miraremos
luego con más atención. Será mejor que tú lo guardes, Gimli, y que lo lleves de
vuelta a Dáin, si tienes oportunidad. Le interesará, aunque se sentirá
profundamente apenado. Bueno, ¡vay amos! La mañana está quedando atrás.
—¿Qué camino tomaremos? —preguntó Boromir.
—Volvamos a la sala —dijo Gandalf—. Pero la visita a este cuarto no ha sido
inútil. Ahora sé dónde estamos. Esta tiene que ser, como dijo Gimli, la Cámara
de Mazarbul, y la sala la vigesimoprimera del extremo norte. Por lo tanto hemos
de salir por el arco del este, e ir a la derecha y al sur, descendiendo. La Sala
Vigesimoprimera tiene que estar en el Nivel Séptimo, es decir seis niveles por
encima de las puertas. ¡Vamos! ¡De vuelta a la sala!
Apenas Gandalf hubo dicho estas palabras cuando se oy ó un gran ruido, como si
algo rodara retumbando en los abismos lejanos, estremeciendo el suelo de
piedra. Todos saltaron hacia la puerta, alarmados. Bum, bum, resonó otra vez,
como si unas manos enormes estuvieran utilizando las cavernas de Moria como
un vasto tambor. Luego siguió una explosión, repetida por el eco: un gran cuerno
sonó en la sala y otros cuernos y unos gritos roncos respondieron a lo lejos. Se
oy ó el sonido de muchos pies que corrían.
—¡Se acercan! —gritó Legolas.
—No podemos salir —dijo Gimli.
—¡Atrapados! —gritó Gandalf—. ¿Por qué me retrasé? Aquí estamos,
encerrados como ellos antes. Pero entonces y o no estaba aquí. Veremos qué…
Bum, bum; el redoble sacudió las paredes. ¡Cerrad las puertas y atrancadlas!
—gritó Aragorn—. Y no descarguéis los bultos mientras os sea posible. Quizás
aún tengamos posibilidad de escapar.
—¡No! —dijo Gandalf—. Mejor que no nos encerremos. ¡Dejad entreabierta
la puerta del este! Iremos por ahí, si nos dejan. Otra ronca llamada de cuerno y
unos gritos agudos que reverberaron en las paredes. Unos pies venían corriendo
por el pasillo. Hubo un entrechocar de metales mientras la Compañía
desenvainaba las espadas. Glamdring brilló con una luz pálida y los filos de Dardo
centellearon. Boromir apoy ó el hombro contra la puerta occidental.
—¡Un momento! ¡No la cierres todavía! —dijo Gandalf.
Alcanzó de un salto a Boromir y levantó la cabeza enderezándose.
—¿Quién viene aquí a perturbar el descanso de Balin Señor de Moria? —gritó
con una voz estentórea.
Hubo una cascada de risas roncas, como piedras que se deslizan y caen en un
pozo; en medio del clamor se alzó una voz grave, dando órdenes. Bum, bum, bum,
redoblaban los tambores en los abismos.
Con rápido movimiento Gandalf fue hacia el hueco de la puerta y estiró el
brazo adelantando la vara. Un relámpago enceguecedor iluminó el cuarto y el
pasadizo. El mago se asomó un instante, miró y dio un salto atrás mientras las
flechas volaban alrededor siseando y silbando.
—Son orcos, muchos —dijo—. Y algunos son corpulentos y malvados: uruks
negros de Mordor. No se han decidido a atacar todavía, pero hay algo más ahí.
Un gran troll de las cavernas, creo, o más que uno. No hay esperanzas de poder
escapar por ese lado.
—Y ninguna esperanza si vienen también por la otra puerta —dijo Boromir.
—Aquí no se oy e nada todavía —dijo Aragorn que estaba de pie junto a la
puerta del este, escuchando—. El pasadizo de este lado desciende directamente a
una escalera y es obvio que no lleva de vuelta a la sala. Pero no serviría de nada
huir ciegamente por ahí, con los enemigos pisándonos los talones. No podemos
bloquear la puerta. No hay llave y la cerradura está rota y se abre hacia dentro.
Ante todo trataremos de demorarlos. ¡Haremos que teman la Cámara de
Mazarbul! —dijo torvamente, pasando el dedo por el filo de la espada Andúril.
Unos pies pesados resonaron en el corredor. Boromir se lanzó contra la puerta y
la cerró empujándola con el hombro; luego la sujetó acuñándola con hojas de
espada quebradas y astillas de madera. La Compañía se retiró al otro extremo
del cuarto. Pero aún no tenían ninguna posibilidad de escapar. Un golpe
estremeció la puerta, que en seguida comenzó a abrirse lentamente, rechinando,
desplazando las cuñas. Un brazo y un hombro voluminosos, de piel oscura,
escamosa y verde, aparecieron en la abertura, ensanchándola. Luego un pie
grande, chato y sin dedos, entró empujando, deslizándose por el suelo. Afuera
había un silencio de muerte.
Boromir saltó hacia adelante y lanzó un mandoble contra el brazo, pero la
espada golpeó resonando, se desvió a un lado y se le cay ó de la mano
temblorosa. La hoja estaba mellada.
De pronto, y algo sorprendido pues no se reconocía a sí mismo, Frodo sintió
que una cólera ardiente le inflamaba el corazón.
—¡La Comarca! —gritó y saltando al lado de Boromir se inclinó y descargó
a Dardo contra el pie. Se oy ó un aullido y el pie se retiró bruscamente, casi
arrancando a Dardo de la mano de Frodo. Unas gotas negras cay eron de la hoja
y humearon en el suelo. Boromir se arrojó otra vez contra la puerta y la cerró
con violencia.
—¡Un tanto para la Comarca! —gritó Aragorn—. ¡La mordedura del hobbit
es profunda! ¡Tienes una buena hoja, Frodo hijo de Drogo!
Un golpe resonó en la puerta y luego otro y otro. Los orcos atacaban ahora
con martillos y arietes. Al fin la puerta crujió y se tambaleó hacia atrás y de
pronto la abertura se ensanchó. Las flechas entraron silbando, pero golpeaban la
pared del norte y caían al suelo. Un cuerno llamó en seguida y unos pies
corrieron y los orcos entraron saltando en la cámara. Cuántos eran, la Compañía
no pudo saberlo. En un principio los orcos atacaron decididamente, pero el furor
de la defensa los desanimó muy pronto. Legolas les atravesó la garganta a dos de
ellos. Gimli le cortó las piernas a otro que se había subido a la tumba de Balin.
Boromir y Aragorn mataron a muchos. Cuando y a habían caído trece, el resto
huy ó chillando, dejando a los defensores indemnes, excepto Sam que tenía un
rasguño a lo largo del cuero cabelludo. Un rápido movimiento lo había salvado y
había matado al orco: un golpe certero con la espada tumularia. En los ojos
castaños le ardía un fuego de brasas que habría hecho retroceder a Ted Arenas, si
lo hubiera visto.
—¡Ahora es el momento! —gritó Gandalf—. ¡Vamos, antes que el troll
vuelva!
Pero mientras aún retrocedían y antes que Pippin y Merry hubieran llegado a
la escalera exterior, un enorme jefe orco, casi de la altura de un hombre, vestido
con malla negra de la cabeza a los pies, entró de un salto en la cámara; lo seguían
otros, que se apretaron en la puerta. La cara ancha y chata era morena, los ojos
como carbones, la lengua roja; esgrimía una lanza larga. Con un golpe de escudo
desvió la espada de Boromir y lo hizo retroceder, tirándolo al suelo. Eludiendo la
espada de Aragorn con la rapidez de una serpiente, cargó contra la Compañía,
apuntando a Frodo con la lanza. El golpe alcanzó a Frodo en el lado derecho y lo
arrojó contra la pared. Sam con un grito quebró de un hachazo el extremo de la
lanza. Aún estaba el orco dejando caer el asta y sacando la cimitarra, cuando
Andúril le cay ó sobre el y elmo. Hubo un estallido, como una llama, y el y elmo
se abrió en dos. El orco cay ó, la cabeza hendida. Los que venían detrás huy eron
dando gritos y Aragorn y Boromir acometieron contra ellos.
Bum, bum continuaban los tambores allá abajo.
—¡Ahora! —gritó Gandalf—. Es nuestra última posibilidad. ¡Corramos!
Aragorn recogió a Frodo, que y acía junto a la pared, y se precipitó hacia la
escalera, empujando delante de él a Merry y a Pippin. Los otros los siguieron;
pero Gimli tuvo que ser arrastrado por Legolas; a pesar del peligro se había
detenido cabizbajo junto a la tumba de Balin. Boromir tiró de la puerta este y los
goznes chillaron. Había a cada lado un gran anillo de hierro, pero no era posible
sujetar la puerta.
—Estoy bien —jadeó Frodo—. Puedo caminar. ¡Bájame!
Aragorn, asombrado, casi lo dejó caer.
—¡Pensé que estabas muerto! —exclamó.
—¡No todavía! —dijo Gandalf—. Pero no es momento de asombrarse.
¡Adelante todos, escaleras abajo! Esperadme al pie unos minutos, pero si no llego
en seguida, ¡continuad! Marchad rápidamente siempre a la derecha y abajo.
—¡No podemos dejar que defiendas la puerta tú solo! —dijo Aragorn.
—¡Haz como digo! —dijo Gandalf con furia—. Aquí y a no sirven las
espadas. ¡Adelante!
Ninguna abertura iluminaba el pasaje y la oscuridad era completa. Descendieron
una larga escalera tanteando las paredes y luego miraron atrás. No vieron nada,
excepto el débil resplandor de la vara del mago, muy arriba. Parecía que
Gandalf estaba todavía de guardia junto a la puerta cerrada. Frodo respiraba
pesadamente y se apoy ó en Sam, que lo sostuvo con un brazo. Se quedaron así un
rato espiando la oscuridad de la escalera. Frodo crey ó oír la voz de Gandalf
arriba, murmurando palabras que descendían a lo largo de la bóveda inclinada
como ecos de suspiros. No alcanzaba a entender lo que decían. Parecía que las
paredes temblaban. De vez en cuando se oían de nuevo los redobles de tambor:
bum, bum.
De pronto una luz blanca se encendió un momento en lo alto de la escalera.
En seguida se oy ó un rumor sordo y un golpe pesado. El tambor redobló
furiosamente, bum, bum, bum y enmudeció. Gandalf se precipitó escaleras abajo
y cay ó en medio de la Compañía.
—¡Bien, bien! ¡Problema terminado! —dijo el mago incorporándose con
trabajo—. He hecho lo que he podido. Pero encontré la horma de mi zapato y
estuvieron a punto de destruirme. ¡Pero no os quedéis ahí! ¡Vamos! Tendréis que
ir sin luz un rato, pues estoy un poco sacudido. ¡Vamos! ¡Vamos! ¿Dónde estás,
Gimli? ¡Ven adelante conmigo! ¡Seguidnos los demás, y no os separéis!
Todos fueron tropezando detrás de él y preguntándose qué habría ocurrido. Bum,
bum sonaron otra vez los golpes de tambor; les llegaban ahora más apagados y
como desde lejos, pero venían detrás. No había ninguna otra señal de
persecución, ningún ajetreo de pisadas, ninguna voz. Gandalf no se volvió ni a la
izquierda ni a la derecha, pues el pasaje parecía seguir la dirección que él
deseaba. De cuando en cuando encontraban un tramo de cincuenta o más
escalones que llevaba a un nivel más bajo. Por el momento este era el peligro
principal, pues en la oscuridad no alcanzaban a ver las escaleras, hasta que y a
estaban bajando, o habían puesto un pie en el vacío. Gandalf tanteaba el suelo
con la vara, como un ciego.
Al cabo de una hora habían avanzado una milla, o quizás un poco más, y
habían descendido muchos tramos de escalera. No se oía aún ningún sonido de
persecución. Hasta empezaban a creer que quizás escaparían. Al pie del séptimo
tramo, Gandalf se detuvo.
—¡Está haciendo calor! —jadeó—. Ya tendríamos que estar por lo menos al
nivel de las puertas. Pronto habrá que buscar un túnel a la izquierda, que nos lleve
al este. Espero que no esté lejos. Me siento muy fatigado. Tengo que descansar
aquí unos instantes, aunque todos los orcos que alguna vez han sido caigan ahora
sobre nosotros.
Gimli lo ay udó a sentarse en el escalón.
—¿Qué pasó allá arriba en la puerta? —preguntó—. ¿Descubriste al que toca
el tambor?
—No lo sé —respondió Gandalf—. Pero de pronto me encontré enfrentado a
algo que y o no conocía. No supe qué hacer, excepto recurrir a algún conjuro que
mantuviera cerrada la puerta. Conozco muchos, pero estas cosas requieren
tiempo y aun así el enemigo podría forzar la entrada.
» Mientras estaba ahí oí voces de orcos que venían del otro lado, pero en
ningún momento se me ocurrió que podían echar abajo la puerta. No alcanzaba a
oír lo que se decía; parecían estar hablando en ese horrible lenguaje de ellos.
Todo lo que entendí fue ghash, fuego. En seguida algo, entró en la cámara; pude
sentirlo a través de la puerta y los mismos orcos se asustaron y callaron. El
recién llegado tocó el anillo de hierro y en ese momento advirtió mi presencia y
mi conjuro.
» Qué era eso, no puedo imaginarlo, pero nunca me había encontrado con
nada semejante. El contraconjuro fue terrible. Casi me hace pedazos. Durante un
instante perdí el dominio de la puerta, ¡que comenzó a abrirse! Tuve que
pronunciar un mandato. El esfuerzo resultó ser excesivo. La puerta estalló. Algo
oscuro como una nube estaba ocultando toda la luz, y fui arrojado hacia atrás
escaleras abajo. La pared entera cedió y también el techo de la cámara, me
parece.
» Temo que Balin esté sepultado muy profundamente y quizá también alguna
otra cosa. No puedo decirlo. Pero por lo menos el pasaje que quedó a nuestras
espaldas está completamente bloqueado. ¡Ah! Nunca me he sentido tan agotado,
pero y a pasa. ¿Y qué me dices de ti, Frodo? No hubo tiempo de decírtelo, pero
nunca en mi vida tuve una alegría may or que cuando tú hablaste. Temí que fuera
un hobbit valiente pero muerto lo que Aragorn llevaba en brazos.
—¿Qué digo de mí? —preguntó Frodo—. Estoy vivo y entero, creo. Me siento
lastimado y dolorido, pero no es grave.
—Bueno —dijo Aragorn—, sólo puedo decir que los hobbits son de un
material tan resistente que nunca encontré nada parecido. Si y o lo hubiera sabido
antes, ¡habría hablado con más prudencia en la taberna de Bree! ¡Ese lanzazo
hubiese podido atravesar a un jabalí de parte a parte!
—Bueno, no estoy atravesado de parte a parte, me complace decirlo —dijo
Frodo—, aunque siento como si hubiese estado entre un martillo y un y unque.
No dijo más. Le costaba respirar.
—Te pareces a Bilbo —dijo Gandalf—. Hay en ti más de lo que se advierte a
simple vista, como dije de él hace tiempo.
Frodo se quedó pensando si esta observación no tendría algún otro significado.
Prosiguieron la marcha. Al rato Gimli habló. Tenía una vista penetrante en la
oscuridad.
—Creo —dijo— que hay una luz delante. Pero no es la luz del día. Es roja.
¿Qué puede ser?
—Ghash! —murmuró Gandalf—. Me pregunto si era eso a lo que se referían,
que los niveles inferiores están en llamas. Sin embargo, no podemos hacer otra
cosa que continuar.
Pronto la luz fue inconfundible y todos pudieron verla. Vacilaba y
reverberaba en las paredes del pasadizo. Ahora podían ver por dónde iban:
descendían una pendiente rápida y un poco más adelante había un arco bajo; de
allí venía la claridad creciente. El aire era casi sofocante.
Cuando llegaron al arco, Gandalf se adelantó indicándoles que se detuvieran.
Fue hasta poco más allá de la abertura y los otros vieron que un resplandor le
encendía la cara. El mago dio un paso atrás.
—Esto es alguna nueva diablura —dijo Gandalf— preparada sin duda para
darnos la bienvenida. Pero sé dónde estamos: hemos llegado al Primer nivel,
inmediatamente debajo de las puertas. Esta es la Segunda Sala de la Antigua
Moria y las puertas están cerca: más allá del extremo este, a la izquierda, a un
cuarto de milla. Hay que cruzar el puente, subir por una ancha escalinata, luego
un pasaje ancho que atraviesa la Primera Sala, ¡y fuera! ¡Pero venid y mirad!
Espiaron y vieron otra sala cavernosa. Era más ancha y mucho más larga
que aquella en que habían dormido. Estaban cerca de la pared del este; se
prolongaba hacia el oeste perdiéndose en la oscuridad. Todo a lo largo del centro
se alzaba una doble fila de pilares majestuosos. Habían sido tallados como
grandes troncos de árboles y una intrincada tracería de piedra imitaba las ramas
que parecían sostener el cielo raso. Los tallos eran lisos y negros, pero reflejaban
oscuramente a los lados un resplandor rojizo. Justo ante ellos, a los pies de dos
enormes pilares, se había abierto una gran fisura. De allí venía una ardiente luz
roja y de vez en cuando las llamas lamían los bordes y abrazaban la base de las
columnas. Unas cintas de humo negro flotaban en el aire cálido.
—Si hubiésemos venido por la ruta principal desde las salas superiores, nos
hubieran atrapado aquí —dijo Gandalf—. Esperemos que el fuego se alce ahora
entre nosotros y quienes nos persiguen. ¡Vamos! No hay tiempo que perder.
Aún mientras hablaban escucharon de nuevo el insistente redoble de tambor:
bum, bum, bum. Más allá de las sombras en el extremo oeste de la sala estallaron
unos gritos y llamadas de cuerno. Bum, bum: los pilares parecían temblar y las
llamas oscilaban.
—¡Ahora la última carrera! —dijo Gandalf—. Si afuera brilla el sol, aún
podemos escapar. ¡Seguidme!
Se volvió a la izquierda y echó a correr por el piso liso de la sala. La distancia
era may or de lo que habían creído. Mientras corrían oy eron los golpeteos y los
ecos de muchos pies que venían detrás. Se oy ó un chillido agudo: los habían visto.
Hubo luego un clamor y un repiqueteo de aceros. Una flecha silbó por encima de
la cabeza de Frodo.
Boromir rió.
—No lo esperaban —dijo—. El fuego les cortó el paso. ¡Estamos del mal
lado!
—¡Mirad adelante! —llamó Gandalf—. Nos acercamos al puente. Es angosto
y peligroso.
De pronto Frodo vio ante él un abismo negro. En el extremo de la sala el piso
desapareció y cay ó a pique a profundidades desconocidas. No había otro modo
de llegar a la puerta exterior que un estrecho puente de piedra, sin barandilla ni
parapeto, que describía una curva de cincuenta pies sobre el abismo. Era una
antigua defensa de los enanos contra cualquier enemigo que pusiera el pie en la
primera sala y los pasadizos exteriores. No se podía cruzar sino en fila de a uno.
Gandalf se detuvo al borde del precipicio y los otros se agruparon detrás.
—¡Tú adelante, Gimli! —dijo—. Luego Pippin y Merry. ¡Derecho al
principio y escaleras arriba después de la puerta!
Las flechas cay eron sobre ellos. Una golpeó a Frodo y rebotó. Otra atravesó
el sombrero de Gandalf y allí se quedó sujeta como una pluma negra. Frodo
miró hacia atrás. Más allá del fuego vio un enjambre de figuras oscuras, que
podían ser centenares de orcos. Esgrimían lanzas y cimitarras que brillaban rojas
como la sangre a la luz del fuego. Bum, bum resonaba el redoble, cada vez más
alto y más alto, bum, bum.
Legolas se volvió y puso una flecha en la cuerda, aunque la distancia era
excesiva para aquel arco tan pequeño. Iba a tirar de la cuerda cuando de pronto
soltó la mano dando un grito de desesperación y terror. La flecha cay ó al suelo.
Dos grandes trolls se acercaron cargando unas pesadas losas y las echaron al
suelo para utilizarlas como un puente sobre las llamas. Pero no eran los trolls lo
que había aterrorizado al elfo. Las filas de los orcos se habían abierto y
retrocedían como si ellos mismos estuviesen asustados. Algo asomaba detrás de
los orcos. No se alcanzaba a ver lo que era; parecía una gran sombra y en medio
de esa sombra había una forma oscura, quizás una forma de hombre, pero más
grande, y en esa sombra había un poder y un terror que iban delante de ella.
Llegó al borde del fuego y la luz se apagó como detrás de una nube. Luego y
con un salto, la sombra pasó por encima de la grieta. Las llamas subieron
rugiendo a darle la bienvenida y se retorcieron alrededor; y un humo negro giró
en el aire. Las crines flotantes de la sombra se encendieron y ardieron detrás. En
la mano derecha llevaba una hoja como una penetrante lengua de fuego y en la
mano izquierda empuñaba un látigo de muchas colas.
—¡Ay, ay ! —se quejó Legolas—. ¡Un Balrog! ¡Ha venido un Balrog!
Gimli miraba con los ojos muy abiertos.
—¡El Daño de Durin! —gritó y dejando caer el hacha se cubrió la cara con
las manos.
—Un Balrog —murmuró Gandalf—. Ahora entiendo. —Trastabilló y se
apoy ó pesadamente en la vara—. ¡Qué mala suerte! Y estoy tan cansado.
La figura oscura de estela de fuego corrió hacia ellos. Los orcos aullaron y se
desplomaron sobre las losas que servían como puentes. Boromir alzó entonces el
cuerno y sopló. El desafío resonó y rugió como el grito de muchas gargantas
bajo la bóveda cavernosa. Los orcos titubearon un momento y la sombra
ardiente se detuvo. En seguida los ecos murieron, como una llama apagada por el
soplo de un viento oscuro, y el enemigo avanzó otra vez.
—¡Por el puente! —gritó Gandalf, recurriendo a todas sus fuerzas ¡Huid! Es
un enemigo que supera todos vuestros poderes. Yo le cerraré aquí el paso. ¡Huid!
Aragorn y Boromir hicieron caso omiso de la orden y afirmando los pies en
el suelo se quedaron juntos detrás de Gandalf, en el extremo del puente. Los otros
se detuvieron en el umbral del extremo de la sala, y miraron desde allí,
incapaces de dejar que Gandalf enfrentara solo al enemigo.
El Balrog llegó al puente. Gandalf aguardaba en el medio, apoy ándose en la
vara que tenía en la mano izquierda; pero en la otra relampagueaba Glamdring,
fría y blanca. El enemigo se detuvo de nuevo, enfrentándolo, y la sombra que lo
envolvía se abrió a los lados como dos vastas alas. En seguida esgrimió el látigo y
las colas crujieron y gimieron. Un fuego le salía de la nariz. Pero Gandalf no se
movió.
—No puedes pasar —dijo. Los orcos permanecieron inmóviles y un silencio
de muerte cay ó alrededor—. Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de
la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llama
de Udûn. ¡Vuelve a la Sombra! No puedes pasar.
El Balrog no respondió. El fuego pareció extinguirse y la oscuridad creció
todavía más. El Balrog avanzó lentamente y de pronto se enderezó hasta alcanzar
una gran estatura, extendiendo las alas de muro a muro; pero Gandalf era todavía
visible, como un débil resplandor en las tinieblas; parecía pequeño y
completamente solo; gris e inclinado, como un árbol seco poco antes de estallar
la tormenta.
De la sombra brotó llameando una espada roja.
Glamdring respondió con un resplandor blanco.
Hubo un sonido de metales que se entrechocaban y una estocada de fuego
blanco. El Balrog cay ó de espaldas y la hoja le saltó de la mano en pedazos
fundidos. El mago vaciló en el puente, dio un paso atrás y luego se irguió otra vez,
inmóvil.
—¡No puedes pasar! —dijo.
El Balrog dio un salto y cay ó en medio del puente. El látigo restalló y silbó.
—¡No podrá resistir solo! —gritó Aragorn de pronto y corrió de vuelta por el
puente—. ¡Elendil! —gritó—. ¡Estoy contigo, Gandalf!
—¡Gondor! —gritó Boromir y saltó detrás de Aragorn.
En ese momento, Gandalf alzó la vara y dando un grito golpeó el puente ante
él. La vara se quebró en dos y le cay ó de la mano. Una cortina enceguecedora
de fuego blanco subió en el aire. El puente crujió, rompiéndose justo debajo de
los pies del Balrog y la piedra que lo sostenía se precipitó al abismo mientras el
resto quedaba allí, en equilibrio, estremeciéndose como una lengua de roca que
se asoma al vacío.
Con un grito terrible el Balrog se precipitó hacia adelante; la sombra se hundió
y desapareció. Pero aún mientras caía sacudió el látigo y las colas azotaron y
envolvieron las rodillas del mago, arrastrándolo al borde del precipicio. Gandalf
se tambaleó y cay ó al suelo, tratando vanamente de asirse a la piedra,
deslizándose al abismo.
—¡Huid, insensatos! —gritó, y desapareció.
El fuego se extinguió y volvió la oscuridad. La Compañía estaba como clavada al
suelo, mirando el pozo, horrorizada. En el momento en que Aragorn y Boromir
regresaban de prisa, el resto del puente crujió y cay ó. Aragorn llamó a todos con
un grito.
—¡Venid! ¡Yo os guiaré ahora! Tenemos que obedecer la última orden de
Gandalf. ¡Seguidme!
Subieron atropellándose por las grandes escaleras que estaban más allá de la
puerta. Aragorn delante, Boromir detrás. Arriba había un pasadizo ancho y
habitado de ecos. Corrieron por allí. Frodo oy ó que Sam lloraba junto a él y en
seguida descubrió que él también lloraba y corría. Bum, bum, bum, resonaban
detrás los redobles, ahora lúgubres y lentos.
Siguieron corriendo. La luz crecía delante; grandes aberturas traspasaban el
techo. Corrieron más rápido. Llegaron a una sala con ventanas altas que miraban
al este y donde entraba directamente la luz del día. Cruzaron la sala, pasando por
unas puertas grandes y rotas y de pronto se abrieron ante ellos las Grandes
Puertas, un arco de luz resplandeciente.
Había una guardia de orcos que acechaba en la sombra detrás de los
montantes a un lado y a otro, pero las puertas mismas estaban rotas y caídas en
el suelo. Aragorn abatió al capitán que le cerraba el paso y el resto huy ó
aterrorizado. La Compañía pasó de largo, sin prestarles atención. Ya fuera de las
puertas bajaron corriendo los amplios y gastados escalones, el umbral de Moria.
Así, al fin y contra toda esperanza, estuvieron otra vez bajo el cielo y
sintieron el viento en las caras.
No se detuvieron hasta encontrarse fuera del alcance de las flechas que
venían de los muros. El Valle del Arroy o Sombrío se extendía alrededor. La
sombra de las Montañas Nubladas caía en el valle, pero hacia el este había una
luz dorada sobre la tierra. No había pasado una hora desde el mediodía. El sol
brillaba; la luz era alta y blanca.
Miraron atrás. Las puertas oscuras bostezaban a la sombra de la montaña. Los
lentos redobles subterráneos resonaban lejanos y débiles. Bum. Un tenue humo
negro salía arrastrándose. No se veía nada más; el valle estaba vacío. Bum. La
pena los dominó a todos al fin y lloraron: algunos de pie y en silencio, otros
caídos en tierra. Bum, bum. El redoble se apagó.
6
Lothlórien
A y,
temo que no podamos demorarnos aquí —dijo Aragorn. Miró hacia las
montañas y alzó la espada—. ¡Adiós, Gandalf! —gritó—. ¿No te dije si cruzas las
puertas de Moria, ten cuidado? Ay, cómo no me equivoqué. ¿Qué esperanzas nos
quedan sin ti?
Se volvió hacia la Compañía.
—Dejemos de lado la esperanza —dijo—. Al menos quizá seamos vengados.
Apretemos las mandíbulas y dejemos de llorar. ¡Vamos! Tenemos por delante un
largo camino y muchas cosas todavía pendientes. Se incorporaron y miraron
alrededor. Hacia el norte el valle corría por una garganta oscura entre dos
grandes brazos de las montañas y en la cima brillaban tres picos blancos:
Celebdil, Fanuidhol, Caradhras: las Montañas de Moria. De lo alto de la garganta
venía un torrente, como un encaje blanco sobre una larga escalera de pequeños
saltos y una niebla de espuma colgaba en el aire a los pies de las montañas.
—Allá está la Escalera del Arroy o Sombrío —dijo Aragorn apuntando a las
cascadas—. Tendríamos que haber venido por ese camino profundo que corre
junto al torrente, si la fortuna nos hubiese sido más propicia.
—O Caradhras menos cruel —dijo Gimli—. ¡Helo ahí, sonriendo al sol!
Amenazó con el puño al más distante de los picos nevados y dio media vuelta.
Al este el brazo adelantado de las montañas terminaba bruscamente y más
allá podían verse unas tierras lejanas, vastas e imprecisas. Hacia el sur las
Montañas Nubladas se perdían de vista a la distancia. A menos de una milla y un
poco por debajo de ellos, pues estaban aún a regular altura al costado oeste del
valle, había una laguna. Era larga y ovalada, como una punta de lanza clavada
profundamente en la garganta del norte; pero el extremo sur se extendía más allá
de las sombras bajo el cielo soleado. Sin embargo, las aguas eran oscuras: un azul
profundo como el cielo claro de la noche visto desde un cuarto donde arde una
lámpara. La superficie estaba tranquila, sin una arruga. Todo alrededor una
hierba suave descendía por las laderas hasta la orilla lisa y uniforme.
—El Lago Espejo, ¡el profundo Kheled-zâram! —dijo Gimli—. Recuerdo
que él dijo: « ¡Ojalá tengáis la alegría de verlo! ¡Pero no podremos demorarnos
allí!» Mucho tendré que viajar antes de sentir alguna alegría. Soy y o quien ha de
apresurarse y él quien ha de quedarse.
La Compañía descendió ahora por el camino que nacía en las puertas. Era
abrupto y quebrado y se convertía casi en seguida en un sendero y corría
serpenteando entre los brezos y retamas que crecían en las grietas de las piedras.
Pero todavía podía verse que en otro tiempo un camino pavimentado y sinuoso
había subido desde las tierras bajas del Reino de los Enanos. En algunos sitios
había construcciones de piedra arruinadas junto al camino y montículos verdes
coronados por esbeltos abedules, o abetos que suspiraban en el viento. Una curva
que iba hacia el este los llevó al prado de la laguna y allí, no lejos del camino, se
alzaba una columna de ápice quebrado.
—¡La Piedra de Durin! —exclamó Gimli—. ¡No puedo seguir sin apartarme
un momento a mirar la maravilla del valle!
—¡Apresúrate entonces! —dijo Aragorn, volviendo la cabeza hacia las
puertas. El sol se pone temprano. Quizá los orcos no salgan antes del crepúsculo,
pero para ese entonces tendríamos que estar muy lejos. No hay luna casi y la
noche será oscura.
—¡Ven conmigo, Frodo! —llamó el enano, saltando fuera del camino—. No
te dejaré ir sin que veas el Kheled-zâram.
Bajó corriendo la ancha ladera verde. Frodo lo siguió lentamente, atraído por
las tranquilas aguas azules, a pesar de la pena y el cansancio. Sam se apresuró y
lo alcanzó.
Gimli se detuvo junto a la columna y alzó los ojos. La piedra estaba agrietada
y carcomida por el tiempo y había unas runas escritas a un lado, tan borrosas que
no se podían leer.
—Este pilar señala el sitio donde Durin miró por primera vez en el Lago
Espejo —dijo el enano—. Miremos nosotros, antes de irnos.
Se inclinaron sobre el agua oscura. Al principio no pudieron ver nada. Luego
lentamente distinguieron las formas de las montañas de alrededor reflejadas en
un profundo azul y los picos eran como penachos de fuego blanco sobre ellas;
más allá había un espacio de cielo. Allí como joy as en el fondo del lago brillaban
unas estrellas titilantes, aunque la luz del sol estuviera muy alta. De ellos mismos,
inclinados, no veían ninguna sombra.
—¡Oh bello y maravilloso Kheled-zâram! —dijo Gimli—. Aquí descansa la
corona de Durin, hasta que despierte. ¡Adiós!
Saludó con una reverencia, dio media vuelta y subió de prisa por la pendiente
verde hasta el camino.
—¿Qué viste? —le preguntó Pippin a Sam, pero Sam estaba demasiado
perdido en sus propios pensamientos y no contestó.
El camino corría ahora hacia el sur y descendía rápidamente, alejándose de los
brazos del valle. Un poco por debajo del lago tropezaron con un manantial
profundo, claro como el cristal; el agua fresca caía sobre un reborde y descendía
centelleando y gorgoteando por un canal abrupto abierto en la piedra.
—Este es el manantial donde nace el Cauce de Plata —dijo Gimli—. ¡No
bebáis! Es frío como el hielo.
—Pronto se transforma en un río rápido y se alimenta de muchas otras
corrientes montañosas —dijo Aragorn—. Nuestro camino lo bordea durante
muchas millas. Pues os llevaré por el camino que Gandalf eligió y mi primer
deseo es llegar a los bosques donde el Cauce de Plata desemboca en el Río
Grande y más allá.
Miraron adonde señalaba Aragorn y vieron ante ellos que la corriente
descendía saltando por el valle y luego corría hacia las tierras más bajas
perdiéndose en una niebla de oro.
—¡Allí están los bosques de Lothlórien! —dijo Legolas—. La más hermosa
de las moradas de mi pueblo. No hay árboles como ésos. Pues en el otoño las
hojas no caen, aunque amarillean. Sólo cuando llega la primavera y aparecen los
nuevos brotes, caen las hojas, y para ese entonces las ramas y a están cargadas
de flores amarillas; y el suelo del bosque es dorado y el techo es dorado y los
pilares del bosque son de plata, pues la corteza de los árboles es lisa y gris. ¡Cómo
se me alegraría el corazón si me encontrara bajo las enramadas de ese bosque y
fuera primavera!
—A mí también se me alegraría el corazón, aunque fuera invierno —dijo
Aragorn—. Pero el bosque está a muchas millas. ¡De prisa!
Durante un tiempo, Frodo y Sam consiguieron seguir a los otros de cerca, pero
Aragorn los llevaba a paso vivo y al cabo de un rato se arrastraban muy atrás.
No habían probado bocado desde la mañana temprano. A Sam la herida le
quemaba como un fuego y sentía que se le iba la cabeza. A pesar del sol brillante
el viento le parecía helado luego de la tibia oscuridad de Moria. Se estremeció.
Frodo descubría que cada nuevo paso era más doloroso que el anterior y jadeó
sin aliento.
Al fin Legolas volvió la cabeza y viendo que se habían quedado muy
rezagados le habló a Aragorn. Los otros se detuvieron y Aragorn corrió de vuelta,
llamando a Boromir.
—¡Lo lamento, Frodo! —exclamó, muy preocupado—. Tantas cosas
ocurrieron hoy y hubo tanta prisa que olvidé que estabas herido; y Sam también.
Tenías que haber hablado. No hicimos nada para aliviarte, como era nuestro
deber, aunque todos los orcos de Moria vinieran detrás. ¡Vamos! Un poco más
allá hay un sitio donde podríamos descansar un momento. Allí haré por ti lo que
esté a mi alcance. ¡Ven, Boromir! Los llevaremos en brazos.
Poco después llegaron a otra corriente de agua que descendía del oeste y se
unía burbujeando al tormentoso Cauce de Plata. Juntos saltaban por encima de
unas piedras de color verde y caían espumosos en un barranco. Alrededor se
elevaban unos abetos bajos y torcidos; las riberas eran escarpadas y cubiertas
con helechos y matas de arándanos. En el extremo de la hondonada había un
espacio abierto y llano que el río atravesaba murmurando sobre un lecho de
piedras relucientes. Aquí descansaron. Eran casi las tres de la tarde y estaban aún
a unas pocas millas de las puertas. El sol descendía y a hacia el oeste.
Mientras Gimli y los dos hobbits más jóvenes encendían un fuego con ramas
y hojas de abeto y traían agua, Aragorn atendió a Sam y a Frodo. La herida de
Sam no era profunda, pero tenía mal aspecto y Aragorn la examinó con aire
grave. Al cabo de un rato alzó los ojos aliviado.
—¡Buena suerte, Sam! —dijo—. Muchos han recibido heridas peores como
prenda por haber abatido al primer orco. La herida no está envenenada, como
ocurre demasiado a menudo con las provocadas por estas armas. Cicatrizará
bien, una vez que la hay amos atendido. Báñala, cuando Gimli hay a calentado un
poco de agua.
Abrió un saquito y sacó unas hojas marchitas.
—Están secas y han perdido algunas de sus virtudes —dijo—, pero aún tengo
aquí algunas de las hojas de athelas que junté cerca de la Cima de los Vientos.
Machaca una en agua y lávate la herida y luego te vendaré. ¡Ahora te toca a ti,
Frodo!
—¡Yo estoy bien! —dijo Frodo, con pocas ganas de que le tocaran las ropas
—. Todo lo que necesito es comida y descansar un rato.
—¡No! —dijo Aragorn—. Tenemos que mirar y ver qué te han hecho el
martillo y el y unque. Todavía me maravilla que estés vivo.
Le quitó a Frodo lentamente la vieja chaqueta y la túnica gastada y ahogó un
grito, sorprendido. En seguida se rió. El corselete de plata relumbraba ante él
como la luz sobre un mar ondulado. La sacó con cuidado y la alzó, y las gemas
de la malla refulgieron como estrellas y el tintineo de los anillos era como el
golpeteo de una lluvia en un estanque.
—¡Mirad, amigos míos! —llamó—. ¡He aquí una hermosa piel de hobbit que
serviría para envolver a un pequeño príncipe elfo! Si se supiera que los hobbits
tienen cueros semejantes, todos los cazadores de la Tierra Media y a estarían
cabalgando hacia la Comarca.
—Y todas las flechas de todos los cazadores del mundo serían inútiles —dijo
Gimli, observando boquiabierto la malla—. Es una cota de mithril. ¡Mithril!
Nunca vi ni oí hablar de una malla tan hermosa. ¿Es la misma de la que hablaba
Gandalf? Entonces no la estimó en todo lo que vale. ¡Pero ha sido bien dada!
—Me pregunté a menudo qué hacías tú y Bilbo, tan juntos en ese cuartito —
dijo Merry —. ¡Bendito sea el viejo hobbit! Lo quiero más que nunca. ¡Ojalá
tengamos una oportunidad de contárselo!
En el costado derecho y en el pecho de Frodo había un moretón ennegrecido.
Frodo había llevado bajo la malla una camisa de cuero blando, pero en un punto
los anillos habían atravesado la camisa clavándose en la carne. El lado izquierdo
de Frodo que había golpeado la pared estaba también lastimado y contuso.
Mientras los otros preparaban la comida, Aragorn bañó las heridas con agua
donde habían macerado unas hojas de athelas. Una fragancia penetrante flotó en
la hondonada y todos los que se inclinaban sobre el agua humeante se sintieron
refrescados y fortalecidos. Frodo notó pronto que se le iba el dolor y que
respiraba con may or facilidad; aunque se sintió anquilosado y dolorido durante
muchos días. Aragorn le sujetó al costado unas blandas almohadillas de tela.
—La malla es extraordinariamente liviana —dijo—. Póntela de nuevo, si la
soportas. Me alegra de veras saber que llevas una cota semejante. No te la quites,
ni aún para dormir, a no ser que la fortuna te lleve a algún lugar donde no corras
ningún peligro y eso no será muy frecuente mientras dure tu misión.
Luego de comer, la Compañía se preparó para partir. Apagaron el fuego y
borraron todas las huellas. Trepando fuera de la hondonada volvieron al camino.
No habían andado mucho cuando el sol se puso detrás de las alturas del oeste y
unas grandes sombras descendieron por las faldas de los montes. El crepúsculo
les velaba los pies y una niebla se alzó en las tierras bajas. Lejos en el este la luz
pálida del anochecer se extendía sobre unos territorios indistintos de bosques y
llanuras. Sam y Frodo que se sentían ahora aliviados y reanimados iban a buen
paso y con sólo un breve descanso Aragorn guió a la Compañía durante tres
horas más.
Había oscurecido. Era y a de noche y había muchas estrellas claras, pero la
luna menguante no se vería hasta más tarde. Gimli y Frodo marchaban a la
retaguardia, sin hablar, prestando atención a cualquier sonido que pudiera oírse
detrás en el camino. Al fin Gimli rompió el silencio.
—Ningún sonido, excepto el viento —dijo—. No hay nada rondando, o mis
oídos son de madera. Esperemos que los orcos hay an quedado contentos
echándonos de Moria. Y quizá no pretendían nada más, no tenían otra cosa que
hacer con nosotros… con el Anillo. Aunque los orcos persiguen a menudo a los
enemigos a campo abierto y durante muchas leguas, si tienen que vengar a un
capitán.
Frodo no respondió. Le echó una mirada a Dardo y la hoja tenía un brillo
opaco. Sin embargo había oído algo, o había creído oír algo. Tan pronto como las
sombras cay eran alrededor ocultando el camino, había oído otra vez el rápido
rumor de unas pisadas. Aún ahora lo oía. Se volvió bruscamente. Detrás de él
había dos diminutos puntos de luz, o crey ó ver dos puntos de luz, pero en seguida
se movieron a un lado y desaparecieron.
—¿Qué pasa? —preguntó el enano.
—No sé —respondió Frodo—. Creí oír el sonido de unos pasos y creí ver una
luz… como ojos. Me ocurrió muchas veces, desde que salimos de Moria.
Gimli se detuvo y se inclinó hacia el suelo.
—No oigo nada sino la conversación nocturna de las plantas y las piedras —
dijo—. ¡Vamos! ¡De prisa! Los otros y a no se ven.
El viento frío de la noche sopló valle arriba. Ante ellos se levantaba una ancha
sombra gris y había un continuo rumor de hojas, como álamos en el viento.
—¡Lothlórien! —exclamó Legolas—. ¡Lothlórien! Hemos llegado a los
límites del Bosque de Oro. ¡Lástima que sea invierno!
Los árboles se elevaban hacia el cielo de la noche y se arqueaban sobre el
camino y el arroy o que corría de pronto bajo las ramas extendidas. A la luz
pálida de las estrellas los troncos eran grises y las hojas temblorosas un débil
resplandor amarillo rojizo.
—¡Lothlórien! —dijo Aragorn—. ¡Qué felicidad oír de nuevo el viento en los
árboles! Nos encontramos aún a unas cinco leguas de las puertas, pero no
podemos ir más lejos. Esperemos que la virtud de los elfos nos ampare esta
noche de los peligros que vienen detrás.
—Si hay elfos todavía aquí en este mundo que se ensombrece —dijo Gimli.
—Ninguno de los míos ha vuelto a estas tierras desde hace tiempo —dijo
Legolas—, aunque se dice que Lórien no ha sido abandonado del todo, pues
habría aquí un poder que protege a la región contra el mal. Sin embargo, esos
habitantes se dejan ver raramente y quizá viven ahora en lo más profundo del
bosque, lejos de las fronteras septentrionales.
—Viven en verdad en lo más profundo del bosque —dijo Aragorn y suspiró
como recordando algo—. Esta noche tendremos que arreglárnoslas solos. Iremos
un poco más allá, hasta que los árboles nos rodeen, y luego dejaremos la senda y
buscaremos donde dormir.
Dio un paso adelante, pero Boromir parecía irresoluto y no lo siguió.
—¿No hay otro camino? —dijo.
—¿Qué otro camino querrías tú? —dijo Aragorn.
—Un camino simple, aunque nos llevara a través de setos de espadas —dijo
Boromir—. Esta Compañía ha sido conducida por caminos extraños y hasta
ahora con mala fortuna. Contra mi voluntad pasamos bajo las sombras de Moria
y hacia nuestra perdición. Y ahora tenemos que entrar en el Bosque de Oro,
dices. Pero de estas tierras peligrosas hemos oído hablar en Gondor y se dice que
de todos los que entran son pocos los que salen y menos aún los que escapan
indemnes.
—No digas indemne pero sí sin cambios y estarás más en lo cierto —dijo
Aragorn——Pero la sabiduría está perdiéndose en Gondor, Boromir, si en la
ciudad de aquellos que una vez fueron sabios ahora se habla así de Lothlórien. De
cualquier modo, no hay para nosotros otro camino, salvo que quieras volver a las
Puertas de Moria, escalar las montañas que no tienen caminos, o ir a nado y solo
por el Río Grande.
—¡Entonces, adelante! —dijo Boromir—. Pero es peligroso.
—Peligroso, es cierto —dijo Aragorn—. Hermoso y peligroso, pero sólo la
maldad puede tenerle miedo con alguna razón, o aquellos que llevan alguna
maldad en ellos mismos. ¡Seguidme!
Se habían internado poco más de una milla en el bosque cuando tropezaron con
otro arroy o, que descendía rápidamente desde las laderas arboladas que subían
detrás hacia las montañas del oeste. No muy lejos entre las sombras de la
derecha, se oía el rumor de una pequeña cascada. Las aguas oscuras y
precipitadas cruzaban el sendero ante ellos y se unían al Cauce de Plata en un
torbellino de aguas oscuras entre las raíces de los árboles.
—¡He aquí el Nimrodel! —dijo Legolas—. Los Elfos Silvanos lo cantaron
muchas veces y esas canciones se cantan aún en el Norte, recordando el arco iris
de los saltos y las flores doradas que brotan en la espuma. Todo es oscuro ahora y
el Puente del Nimrodel está roto. Me mojaré los pies, pues dicen que el agua
cura la fatiga.
Se adelantó, descendió por la barranca escarpada y entró en el arroy o.
—¡Seguidme! —gritó—. El agua no es profunda. ¡Crucemos! Podemos
descansar en la otra orilla y el susurro del agua que cae nos ay udará a dormir y
a olvidar las penas.
Uno a uno bajaron por la ribera y siguieron a Legolas. Frodo se detuvo un
momento junto a la orilla y dejó que el arroy o le bañara los pies cansados. El
agua era fría y límpida y cuando le llegó a las rodillas Frodo sintió que le lavaba
la suciedad del viaje y todo el cansancio que le pesaba en los miembros.
Cuando toda la Compañía hubo cruzado, se sentaron a descansar, comieron unos
bocados y Legolas les contó las historias de Lothlórien que los elfos del Bosque
Oscuro atesoraban aún, historias de la luz del sol y las estrellas en los prados que
el Río Grande había bañado antes que el mundo fuera gris. Al fin callaron y se
quedaron escuchando la música de la cascada que caía dulcemente en las
sombras. Frodo llegó a imaginar que oía el canto de una voz, junto con el sonido
del agua.
—¿Alcanzáis a oír la voz de Nimrodel? —preguntó Legolas—. Os cantaré una
canción de la doncella Nimrodel, que vivía junto al arroy o y tenía el mismo
nombre. Es una hermosa canción en nuestra lengua de los bosques y hela aquí en
la Lengua del Oeste, como algunos la cantan ahora en Rivendel. Legolas empezó
a cantar con una voz dulce que apenas se oía entre el murmullo de las hojas.
Había en otro tiempo una doncella élfica,
una estrella que brillaba en el día,
de manto blanco recamado en oro
y zapatos de plata gris.
Tenía una estrella en la frente,
una luz en los cabellos,
como el sol en las ramas de oro
de Lórien la bella.
Los cabellos largos, los brazos blancos,
libre y hermosa era Lórien,
en el viento corría levemente,
como la hoja del tilo.
Junto a los saltos de Nimrodel,
cerca del agua clara y fresca,
la voz caía como plata que cae
en el agua brillante.
Por dónde anda ahora, nadie sabe,
a la luz del sol o entre los sombras,
pues hace tiempo que Nimrodel
se extravió en las montañas.
Un barco elfo en el puerto gris,
bajo el viento de la montaña,
la esperó muchos días
junto al mar tumultuoso.
Un viento nocturno en el norte
se levantó gritando,
y llevó la nave desde las playas élficas
sobre olas que iban y venían.
Cuando asomó la pálida aurora
las montañas grises se hundían
más allá de las olas empenachadas
de espuma enceguecedora.
Amroth vio que la costa desaparecía
debajo y más allá de la ola,
y maldijo la nave pérfida que lo llevara
lejos de Nimrodel.
Había sido antaño un rey élfico
señor del valle y los árboles,
cuando los brotes primaverales se doraban
en Lothlórien la bella.
Lo vieron saltar desde la borda
como flecha de un arco
y caer en el agua profunda
como una gaviota.
El aire le movía los cabellos,
y la espuma le brillaba alrededor,
lo vieron de lejos hermoso y fuerte
deslizándose como un cisne.
Pero del Oeste no llegó una palabra,
y en la Costa Citerior
los elfos nunca tuvieron
noticias de Amroth.
La voz se le quebró a Legolas y dejó de cantar.
—No puedo seguir —dijo—. Esto es sólo una parte; he olvidado casi todo. La
canción es larga y triste, pues cuenta las desventuras que cay eron sobre
Lothlórien, Lórien de las Flores, cuando los enanos despertaron al mal en las
montañas.
—Pero los enanos no hicieron al mal —dijo Gimli.
—Yo no dije eso, pero el mal vino —respondió Legolas tristemente—. Luego
muchos de los elfos de la estirpe de Nimrodel dejaron sus moradas y partieron y
ella se perdió allá lejos en el Sur, en los pasos de las Montañas Blancas, y no vino
al barco donde la esperaba Amroth, su amante. Pero en la primavera cuando el
viento mueve las primeras hojas aún puede oírse el eco de la voz de Nimrodel
junto a los saltos de agua de ese nombre. Y cuando el viento sopla del sur es la
voz de Amroth la que sube desde el océano, pues el Nimrodel fluy e en el Cauce
de Plata, que los elfos llaman Celebrant, y el Celebrant en el Gran Anduin, y el
Anduin en la Bahía de Belfalas, donde los elfos de Lórien se lanzaron a la mar.
Pero ellos nunca volvieron, ni Nimrodel ni Amroth.
» Se dice que ella vive en una casa construida en las ramas de un árbol, cerca
de la cascada, pues tal era la costumbre entre los elfos de Lórien, vivir en los
árboles y quizá todavía lo hacen. Por eso se los llamó los Galadrim, las Gentes de
los Arboles. En lo más profundo del bosque los árboles son muy grandes. La
gente de los bosques no habitaba bajo el suelo como los enanos, ni levantó
fortalezas de piedra hasta que llegó la Sombra.
—Y aún ahora podría decirse que vivir en los árboles es más seguro que
sentarse en el suelo —dijo Gimli.
Miró más allá del agua el camino que llevaba de vuelta al Valle del Arroy o
Sombrío y luego alzó los ojos hacia la bóveda de ramas oscuras.
—Tus palabras nos traen un buen consejo, Gimli —dijo Aragorn—. No
podemos construir una casa, pero esta noche haremos como los Galadrim y
buscaremos refugio en las copas de los árboles, si podemos. Hemos estado
sentados aquí junto al camino más de lo prudente.
La Compañía dejó ahora el sendero y se internó en las sombras más profundas
del bosque, hacia el oeste, a lo largo del arroy o montañoso que se alejaba del
Cauce de Plata. No lejos de los saltos de Nimrodel encontraron un grupo de
árboles, que en algunos sitios se inclinaban sobre el río. Los grandes troncos grises
eran muy gruesos, pero nadie supo decir qué altura tenían.
—Subiré —dijo Legolas—. Me siento en casa entre los árboles, junto a las
raíces o en las ramas, aunque estos árboles son de una familia que no conozco,
excepto como un nombre en una canción. Melly rn los llaman y son los que lucen
flores amarillas, pero nunca subí a uno. Veré ahora qué forma tienen y cómo se
desarrollan.
—De cualquier modo —dijo Pippin— tendrían que ser árboles maravillosos si
pueden ser un sitio de descanso para alguien, además de los pájaros. ¡No puedo
dormir colgado de una rama!
—Entonces cava un agujero en el suelo —dijo Legolas—, si está más de
acuerdo con tus costumbres. Pero tienes que cavar hondo y muy rápido, o no
escaparás a los orcos.
Saltando ágilmente se cogió de una rama que nacía del tronco a bastante
altura por encima de ellos. Se balanceó allí un momento y una voz habló de
pronto desde las sombras altas del árbol.
—Daro! —dijo en un tono perentorio y Legolas se dejó caer al suelo
sorprendido y asustado. Se encogió contra el tronco del árbol.
—¡Quietos todos! —les susurró a los otros—. ¡No os mováis ni habléis!
Una risa dulce estalló allá arriba y luego otra voz clara habló en una lengua
élfica. Frodo no entendía mucho de lo que se decía, pues la lengua de la gente
Silvana del este de las montañas se parecía poco a la del oeste. Legolas levantó la
cabeza y respondió en la misma lengua.
—¿Quiénes son y qué dicen? —preguntó Merry.
—Son elfos —dijo Sam—. ¿No oy es las voces?
—Sí, son elfos —dijo Legolas— y dicen que respiráis tan fuerte que podrían
atravesaros con una flecha en la oscuridad. —Sam se llevó rápidamente la mano
a la boca—.Pero también dicen que no tengáis miedo. Saben que estamos por
aquí desde hace rato. Oy eron mi voz del otro lado del Nimrodel y supieron que
y o era de la familia del Norte y por ese motivo no nos impidieron el paso; y
luego oy eron mi canción. Ahora me invitan a que suba con Frodo; pues han
tenido alguna noticia de él y de nuestro viaje. A los otros les dicen que esperen un
momento y que monten guardia al pie del árbol, hasta que ellos decidan.
Una escala de cuerda bajó de las sombras; era de color gris plata y brillaba
en la oscuridad, y aunque parecía delgada podía sostener a varios hombres,
como se comprobó más tarde. Legolas trepó ágilmente y Frodo lo siguió más
despacio y detrás fue Sam tratando de no respirar con fuerza. Las ramas del
mallorn eran casi horizontales al principio y luego se curvaban hacia arriba; pero
cerca de la copa el tronco se dividía en una corona de ramas y vieron que entre
esas ramas los elfos habían construido una plataforma de madera, o flet como se
la llamaba en esos tiempos; los elfos la llamaban talan. Un agujero redondo en el
centro permitía el acceso a la plataforma y por allí pasaba la escala.
Cuando Frodo llegó al flet, encontró a Legolas sentado con otros tres elfos.
Llevaban ropas de un color gris sombra y no se los distinguía entre las ramas, a
no ser que se movieran bruscamente. Se pusieron de pie y uno de ellos descubrió
un farol pequeño que emitía un delgado ray o de plata. Alzó el farol y escrutó el
rostro de Frodo y el de Sam. Luego tapó otra vez la luz y dijo en su lengua
palabras de bienvenida. Frodo respondió titubeando.
—¡Bienvenido! —repitió entonces el elfo en la Lengua Común, hablando
lentamente—. Pocas veces usamos otra lengua que la nuestra, pues ahora
vivimos en el corazón del bosque y no tenemos tratos voluntarios con otras
gentes. Aun los hermanos del Norte están separados de nosotros. Pero algunos de
los nuestros aún viajan lejos, para recoger noticias y observar a los enemigos y
ellos hablan las lenguas de otras tierras. Soy uno de ellos. Me llamo Haldir. Mis
hermanos, Rúmil y Orophin, hablan poco vuestra lengua.
» Pero algo habíamos oído de vuestra venida, pues los mensajeros de Elrond
pasan por Lórien cuando vuelven remontando la Escalera del Arroy o Sombrío.
No habíamos oído hablar de… los hobbits, o medianos, desde años atrás y no
sabíamos que aún vivieran en la Tierra Media. ¡No parecéis gente mala! Y como
vienes con un elfo de nuestra especie, estamos dispuestos a ay udarte, como lo
pidió Elrond, aunque no sea nuestra costumbre guiar a los extranjeros que cruzan
estas tierras. Pero tenéis que quedaros aquí esta noche. ¿Cuántos sois?
—Ocho —dijo Legolas—. Yo, cuatro hobbits, y dos hombres; uno de ellos,
Aragorn, es de Oesternesse y amigo de los elfos.
—El nombre de Aragorn, hijo de Arathorn, es conocido en Lórien —dijo
Haldir— y tiene la protección de la Dama. Todo está bien entonces. Pero sólo me
hablaste de siete.
—El último es un enano —dijo Legolas.
—¡Un enano! —dijo Haldir—. Eso no es bueno. No tenemos tratos con los
enanos desde los Días Oscuros. No se los admite en estas tierras. No puedo
permitirle el paso.
—Pero es de la Montaña Solitaria, de las fieles gentes de Dáin y amigo de
Elrond —dijo Frodo—. Elrond mismo decidió que nos acompañara y se ha
mostrado valiente y leal.
Los elfos hablaron en voz baja, e interrogaron a Legolas en la lengua de ellos.
—Muy bien —dijo Haldir por último—. Esto es lo que haremos, aunque no
nos complace. Si Aragorn y Legolas lo vigilan y responden por él, lo dejaremos
pasar; aunque cruzará Lothlórien con los ojos vendados.
» Pero no es momento de discutir. No conviene que los vuestros se queden en
tierra. Hemos estado vigilando los ríos, desde que vimos una gran tropa de orcos
y endo al norte hacia Moria, bordeando las montañas, hace y a muchos días. Los
lobos aúllan en los lindes de los bosques. Si venís en verdad desde Moria, el
peligro no puede estar muy lejos, detrás de vosotros. Partiréis de nuevo mañana
temprano.
» Los cuatro hobbits subirán aquí y se quedarán con nosotros… ¡No les
tenemos miedo! Hay otro talan en el árbol próximo. Allí se refugiarán los demás.
Tú, Legolas, responderás por ellos. Llámanos, si algo anda mal. ¡Y no pierdas de
vista al enano!
Legolas bajó por la escala llevando el mensaje de Haldir y poco después
Merry y Pippin trepaban al alto flet. Estaban sin aliento y parecían bastante
asustados.
—¡Bien! —dijo Merry jadeando—. Hemos traído vuestras mantas junto con
las nuestras. Trancos ha ocultado el resto del equipaje bajo un montón de hojas.
—No había necesidad de esa carga —dijo Haldir—. Hace frío en las copas
de los árboles en invierno, aunque esta noche el viento sopla del sur, pero
tenemos alimentos y bebidas que os sacarán el frío nocturno y pieles y mantos
de sobra.
Los hobbits aceptaron con alegría esta segunda (y mucho mejor) cena.
Luego se envolvieron no sólo en los mantos forrados de los elfos sino también con
las mantas que habían traído y trataron de dormir. Pero aunque estaban muy
cansados sólo Sam parecía bien dispuesto. Los hobbits no son aficionados a las
alturas, y no duermen en pisos elevados, aun teniendo escaleras. El flet no les
gustaba mucho como dormitorio. No tenía paredes, ni siquiera una baranda; sólo
en un lado había un biombo plegadizo que podía moverse e instalarse en distintos
sitios, según soplara el viento.
Pippin siguió hablando un rato.
—Espero no rodar y caerme si llego a dormirme en este nido de pájaros —
dijo.
—Una vez que me duerma —dijo Sam—, continuaré durmiendo, ruede o no
ruede. Y cuanto menos se diga ahora más pronto caeré dormido, si usted me
entiende.
Frodo se quedó despierto un tiempo, mirando las estrellas que relucían a través
del pálido techo de hojas temblorosas. Sam se había puesto a roncar aún antes
que él cerrara los ojos. Alcanzaba a ver las formas grises de dos elfos que
estaban sentados, los brazos alrededor de las rodillas, hablando en susurros. El
otro había descendido a montar guardia en una rama baja. Al fin, mecido allí
arriba por el viento en las ramas y abajo por el dulce murmullo de las cascadas
del Nimrodel, Frodo se durmió con la canción de Legolas dándole vueltas en la
cabeza.
Despertó más tarde en medio de la noche. Los otros hobbits dormían. Los
elfos habían desaparecido. La luna creciente brillaba apenas entre las hojas. El
viento había cesado. No muy lejos oy ó una risa ronca y el sonido de muchos pies
en el suelo entre los árboles y luego un tintineo metálico. Los ruidos se perdieron
lentamente a lo lejos y parecían ir hacia el sur, adentrándose en el bosque.
Una cabeza asomó de pronto por el agujero del flet. Frodo se sentó asustado y
vio que era un elfo de capucha gris. Miró hacia los hobbits.
—¿Qué pasa? —dijo Frodo.
—Yrch! —dijo el elfo con un murmullo siseante y echó sobre el flet la escala
de cuerda que acababa de recoger.
—¡Orcos! —dijo Frodo—. ¿Qué están haciendo?
Pero el elfo había desaparecido.
No se oían más ruidos. Hasta las hojas callaban ahora y parecía que las
cascadas habían enmudecido. Frodo, sentado aún, se estremeció de pies a cabeza
bajo las mantas. Se felicitaba de que no los hubieran encontrado en el suelo, pero
sentía que los árboles no los protegían mucho, salvo ocultándolos. Los orcos
tenían un olfato fino, se decía, como los mejores perros de caza, pero además
podían trepar. Sacó a Dardo, que relampagueó y resplandeció como una llama
azul y luego se apagó otra vez poco a poco. Sin embargo, la impresión de peligro
inmediato no dejó a Frodo; al contrario, se hizo más fuerte. Se incorporó, se
arrastró a la abertura y miró hacia el suelo. Estaba casi seguro de que podía oír
unos movimientos furtivos, lejos, al pie del árbol.
No eran elfos, pues la gente de los bosques no hacía ningún ruido al moverse.
Luego oy ó débilmente un sonido, como si husmearan, y le pareció que algo
estaba arañando la corteza del árbol. Clavó los ojos en la oscuridad, reteniendo el
aliento.
Algo trepaba ahora lentamente y se lo oía respirar, como si siseara con los
dientes apretados. Luego Frodo vio dos ojos pálidos que subían, junto al tronco. Se
detuvieron y miraron hacia arriba, sin parpadear. De pronto se volvieron y una
figura indistinta bajó deslizándose por el tronco y desapareció.
Casi en seguida Haldir llegó trepando rápidamente por las ramas.
—Había algo en este árbol que nunca vi antes —dijo—. No era un orco.
Huy ó tan pronto como toqué el árbol. Parecía astuto y entendido en árboles, o
hubiese pensado que era uno de vosotros, un hobbit.
» No tiré, pues no quería provocar ningún grito: no podemos arriesgar una
batalla. Una fuerte compañía de orcos ha pasado por aquí. Cruzaron el Nimrodel,
y malditos sean esos pies infectos en el agua pura, y siguieron el viejo camino
junto al río. Parecían ir detrás de algún rastro y durante un rato examinaron el
suelo, cerca del sitio donde os detuvisteis. Nosotros tres no podíamos enfrentar a
un centenar de modo que nos adelantamos y hablamos con voces fingidas
arrastrándolos al interior del bosque.
» Orophin ha regresado de prisa a nuestras moradas para advertir a los
nuestros. Ninguno de los orcos saldrá jamás de Lórien. Y habrá muchos elfos
ocultos en frontera norte antes que caiga otra noche. Pero tenéis que tomar el
camino del sur tan pronto como amanezca.
El día asomó pálido en el este. La luz creció y se filtró entre las hojas amarillas
de los mallorn y a los hobbits les recordó el sol temprano de una fresca mañana
de estío. Un cielo azul claro se mostraba entre las ramas mecidas por el viento.
Mirando por una abertura en el lado sur del flet, Frodo vio todo el valle del Cauce
de Plata extendido como un mar de oro rojizo que ondulaba dulcemente en la
brisa.
La mañana había empezado apenas y era fría aún cuando la Compañía se
puso en camino guiada esta vez por Haldir y su hermano Rúmil.
—¡Adiós, dulce Nimrodel! —exclamó Legolas. Frodo volvió los ojos y vio un
brillo de espuma blanca entre los árboles grises—. Adiós —dijo y le parecía que
nunca oiría otra vez un sonido tan hermoso como el de aquellas aguas, alternando
para siempre unas notas innumerables en una música que no dejaba de cambiar.
Regresaron al viejo sendero que iba por la orilla oeste del Cauce de Plata y
durante un tiempo lo siguieron hacia el sur. Había huellas de orcos en la tierra.
Pero pronto Haldir se desvió a un lado y se detuvo junto al río a la sombra de los
árboles.
—Hay alguien de mi pueblo del otro lado del arroy o, aunque no podéis verlo
dijo.
Llamó silbando bajo como un pájaro y un elfo salió de un macizo de
arbustos; estaba vestido de gris, pero tenía la capucha echada hacia atrás y los
cabellos le brillaban como el oro a la luz de la mañana. Haldir arrojó hábilmente
una cuerda gris por encima del agua y el otro la alcanzó y ató el extremo a un
árbol cerca de la orilla.
—El Celebrant es aquí una corriente poderosa, como veis —dijo Haldir—, de
aguas rápidas y profundas y muy frías. No ponemos el pie en él tan al norte, si
no es necesario. Pero en estos días de vigilancia no tendemos puentes. He aquí
cómo cruzamos. ¡Seguidme!
Amarró el otro extremo de la cuerda a un árbol y luego corrió por encima
sobre el río y de vuelta, como si estuviese en un camino.
—Yo podría cruzar así —dijo Legolas—, ¿pero y los otros? ¿Tendrán que
nadar?
—¡No —dijo Haldir—. Tenemos otras dos cuerdas. Las ataremos por encima
de la otra, una a la altura del hombro y la segunda a media altura y los
extranjeros podrán cruzar sosteniéndose en las dos.
Cuando terminaron de instalar este puente liviano, la Compañía pasó a la otra
orilla, unos con precaución y lentamente, otros con más facilidad. De los hobbits,
Pippin demostró ser el mejor pues tenía el paso seguro y caminó con rapidez
sosteniéndose con una mano sola, pero con los ojos clavados en la otra orilla y sin
mirar hacia abajo. Sam avanzó arrastrando los pies, aferrado a las cuerdas y
mirando las aguas pálidas y tormentosas como si fueran un precipicio. Respiró
aliviado cuando se encontró a salvo en la otra orilla.
—¡Vive y aprende!, como decía mi padre. Aunque se refería al cuidado del
jardín y no a posarse como los pájaros o caminar como las ararías. ¡Ni siquiera
mi tío Andy conocía estos trucos! Cuando toda la Compañía estuvo al fin reunida
en la orilla este del Cauce de Plata, los elfos desataron las cuerdas y las
enrollaron. Rúmil, que había permanecido en la otra orilla, recogió una de las
cuerdas, se la echó al hombro y se alejó saludando con la mano, de vuelta a
Nimrodel a continuar la guardia.
—Ahora, amigos —dijo Haldir—, habéis entrado en el Naith de Lórien o el
Enclave, como vosotros diríais, pues esta región se introduce como una lanza
entre los brazos del Cauce de Plata y el Gran Anduin. No permitimos que ningún
extraño espíe los secretos del Naith. A pocos en verdad se les ha permitido poner
aquí el pie.
» Como habíamos convenido, ahora le vendaré los ojos a Gimli el enano. Los
demás pueden andar libremente un tiempo hasta que nos acerquemos a nuestras
moradas, abajo en Egladil, en el Angulo entre las aguas.
Esto no era del agrado de Gimli.
—El arreglo se hizo sin mi consentimiento —dijo—. No caminaré con los
ojos vendados, como un mendigo o un prisionero. Y no soy un espía. Mi gente
nunca ha tenido tratos con los sirvientes del enemigo. Tampoco causamos daño a
los elfos. Si creéis que y o llegaría a traicionaros, lo mismo podríais esperar de
Legolas, o de cualquiera de mis amigos.
—No dudo de ti —dijo Haldir—. Pero es la ley. No soy el dueño de la ley y
no puedo dejarla de lado. Ya he hecho mucho permitiéndote cruzar el Celebrant.
Gimli era obstinado. Se plantó firmemente en el suelo, las piernas separadas,
y apoy ó la mano en el mango del hacha.
—Iré libremente —dijo—, o regresaré a mi propia tierra, donde confían en
mi palabra, aunque tenga que morir en el desierto.
—No puedes regresar —dijo Haldir con cara seria—. Ahora que has llegado
tan lejos tenemos que llevarte ante el Señor y la Dama. Ellos te juzgarán y te
retendrán o te dejarán ir, como les plazca. No puedes cruzar de nuevo los ríos y
detrás de ti hay ahora centinelas que te cerrarán el paso. Te matarían antes que
pudieses verlos.
Gimli sacó el hacha del cinturón. Haldir y su compañero tomaron los arcos.
—¡Malditos enanos, qué testarudos son! —dijo Legolas.
—¡Un momento! —dijo Aragorn—. Si he de continuar guiando esta
Compañía, haréis lo que y o ordene. Es duro para el enano que lo pongan así
aparte. Iremos todos vendados, aun Legolas. Será lo mejor, aunque el viaje
parecerá lento y aburrido.
Gimli rió de pronto.
—¡Qué tropilla de tontos pareceremos! Haldir nos llevará a todos atados a
una cuerda, como mendigos ciegos guiados por un perro. Pero si Legolas
comparte mi ceguera, me declaro satisfecho.
—Soy un elfo y un hermano aquí —dijo Legolas, ahora también enojado.
—Y ahora gritemos: ¡malditos elfos, qué testarudos son! —dijo Aragorn—.
Pero toda la Compañía compartirá esa suerte. Ven, Haldir, véndanos los ojos.
—Exigiré plena reparación por cada caída y lastimadura en los pies —dijo
Gimli mientras le tapaban los ojos con una tela.
—No será necesario —dijo Haldir—. Te conduciré bien y las sendas son
llanas y rectas.
—¡Ay, qué tiempos de desatino! —dijo Legolas—. ¡Todos somos aquí
enemigos del único enemigo y sin embargo hemos de caminar a ciegas mientras
el sol es alegre en los bosques bajo hojas de oro!
—Quizá parezca un desatino —dijo Haldir—. En verdad nada revela tan
claramente el poder del Señor Oscuro como las dudas que dividen a quienes se le
oponen. Sin embargo, hay tan poca fe y verdad en el mundo más allá de
Lothlórien, excepto quizás en Rivendel, que no nos atrevemos a tener confianza,
exponiéndonos a alguna contingencia. Vivimos ahora como en una isla, rodeados
de peligro, y nuestras manos están más a menudo sobre los arcos que en las
arpas.
» Los ríos nos defendieron mucho tiempo, pero y a no son una protección
segura, pues la Sombra se ha arrastrado hacia el norte, todo alrededor de
nosotros. Algunos hablan de partir, aunque para eso y a es demasiado tarde. En
las montañas del oeste aumenta el mal; las tierras del este son regiones desoladas,
donde pululan las criaturas de Sauron; y se dice que no podríamos pasar sanos y
salvos por Rohan y que las bocas del Río Grande están vigiladas por el enemigo.
Aunque pudiéramos llegar al mar, no encontraríamos allí protección alguna. Se
cuenta que los puertos de los Altos Elfos existen todavía, pero están muy al norte
y al oeste, más allá de la tierra de los medianos. Dónde se encuentran en verdad,
quizá lo sepan el Señor y la Dama; y o lo ignoro.
—Tendrías que adivinarlo por lo menos, y a que nos habéis visto —dijo Merry
—. Hay puertos de elfos al oeste de mi tierra, la Comarca, donde viven los
hobbits.
—¡Felices los hobbits que viven cerca de la orilla del mar! —dijo Haldir—.
Ha pasado mucho tiempo en verdad desde que mi gente vio el mar por última
vez. Pero todavía lo recordamos en nuestras canciones. Háblame de esos puertos
mientras caminamos.
—No puedo —dijo Merry —. Nunca los he visto. Nunca salí antes de mi país.
Y si hubiese sabido cómo era el mundo de afuera, no creo que me hubiese
atrevido a dejar la Comarca.
—¿Ni siquiera para ver la hermosa Lothlórien? —dijo Haldir—. Es cierto que
el mundo está colmado de peligros y que hay en él sitios lóbregos, pero hay
también cosas hermosas y aunque en todas partes el amor está unido hoy a la
aflicción, no por eso es menos poderoso.
» Algunos de nosotros cantan que la Sombra se retirará y que volverá la paz.
No creo sin embargo que el mundo que nos rodea sea alguna vez como antes, ni
que el sol brille como en otro tiempo. Para los elfos, temo, esa paz no sería más
que una tregua, que les permitiría llegar al mar sin encontrar demasiados
obstáculos y dejar la Tierra Media para siempre. ¡Ay por Lothlórien, que tanto
amo! Será una pobre vida estar en un país donde no crecen los mallorn. Pues si
hay mallorn más allá del mar, nadie lo ha dicho.
Mientras así hablaban, la Compañía marchaba lentamente en fila a lo largo
de los senderos del bosque, conducida por Haldir, mientras que el otro elfo
caminaba detrás. Sentían que el suelo bajo los pies era blando y liso y al cabo de
un rato caminaron más libremente, sin miedo de lastimarse o caer. Privado de la
vista, Frodo descubrió que el oído y los otros sentidos se le agudizaban. Podía oler
los árboles y las hierbas. Podía oír muchas notas diferentes en el susurro de las
hojas, el río que murmuraba lejos a la derecha y las voces claras y tenues de los
pájaros en el cielo. Cuando pasaban por algún claro sentía el sol en las manos y
la cara. Tan pronto como pisara la otra orilla del Cauce de Plata, Frodo había
sentido algo extraño, que crecía a medida que se internaba en el Naith: le parecía
que había pasado por un puente de tiempo hasta un rincón de los Días Antiguos y
que ahora caminaba por un mundo que y a no existía. En Rivendel se recordaban
cosas antiguas; en Lórien las cosas antiguas vivían aún en el despertar del mundo.
Aquí el mal había sido visto y oído, la pena había sido conocida; los elfos temían
el mundo exterior y desconfiaban de él; los lobos aullaban en las lindes de los
bosques, pero en la tierra de Lórien no había ninguna sombra.
La Compañía marchó todo el día hasta que sintieron el fresco del atardecer y
oy eron las primeras brisas nocturnas que suspiraban entre las hojas. Descansaron
entonces y durmieron sin temores en el suelo, pues los guías no permitieron que
se quitaran las vendas y no podían trepar. A la mañana continuaron la marcha, sin
apresurarse. Se detuvieron al mediodía y Frodo notó que habían pasado bajo el
sol brillante. De pronto oy ó alrededor el sonido de muchas voces.
Una tropa de elfos que marchaba por el bosque se había acercado en silencio;
iban de prisa hacia las fronteras del norte para prevenir cualquier ataque que
viniera de Moria y traían noticias y Haldir transmitió algunas de ellas. Los orcos
merodeadores habían caído en una emboscada y casi todos habían muerto; el
resto huía hacia las montañas del norte y eran perseguidos. Habían visto también
a una criatura extraña, que corría inclinándose hacia adelante y con las manos
cerca del suelo, como una bestia, aunque no tenía forma de bestia. Había
conseguido escapar; no tiraron sobre ella, no sabiendo si era de buena o mala
índole, y al fin desapareció en el sur siguiendo el curso del Cauce de Plata.
—También —dijo Haldir— me traen un mensaje del Señor y la Dama de los
Galadrim. Marcharéis todos libremente, aun el enano Gimli. Parece que la
Dama sabe quién es y qué es cada miembro de vuestra Compañía. Quizá
llegaron otros mensajes de Rivendel.
Quitó la venda que ocultaba los ojos de Gimli.
—¡Perdón! —dijo saludando con una reverencia—. ¡Míranos ahora con ojos
amistosos! ¡Mira y alégrate, pues eres el primer enano que contempla los árboles
del Naith de Lórien desde el Día de Durin!
Cuando le llegó el turno de que le descubrieran los ojos, Frodo miró hacia
arriba y se quedó sin aliento. Estaban en un claro. A la izquierda había una loma
cubierta con una alfombra de hierba tan verde como la primavera de los Días
Antiguos. Encima, como una corona doble, crecían dos círculos de árboles; los
del exterior tenían la corteza blanca como la nieve y aunque habían perdido las
hojas se alzaban espléndidos en su armoniosa desnudez; los del interior eran
mallorn de gran altura, todavía vestidos de oro pálido. Muy arriba entre las ramas
de un árbol que crecía en el centro y era más alto que los otros resplandecía un
flet blanco. A los pies de los árboles y en las laderas de la loma había unas
florecitas amarillas de forma de estrella. Entre ellas, balanceándose sobre tallos
delgados, había otras flores, blancas o de un verde muy pálido; relumbraban
como una llovizna entre el rico colorido de la hierba. Arriba el cielo era azul y el
sol de la tarde resplandecía sobre la loma y echaba largas sombras verdes entre
los árboles.
—¡Mirad! Hemos llegado a Cerin Amroth —dijo Haldir—. Pues este es el
corazón del antiguo reino y esta es la loma de Amroth, donde en días más felices
fue edificada la alta casa de Amroth. Aquí se abren las flores de invierno en una
hierba siempre fresca: la elanor amarilla y la pálida niphredil. Aquí nos
quedaremos un rato y a la caída de la tarde llegaremos a la ciudad de los
Galadrim.
Los otros se dejaron caer sobre la hierba fragante, pero Frodo se quedó de pie,
todavía maravillado. Tenía la impresión de haber pasado por una alta ventana que
daba a un mundo desaparecido. Brillaba allí una luz para la cual no había
palabras en la lengua de los hobbits. Todo lo que veía tenía una hermosa forma,
pero todas las formas parecían a la vez claramente delineadas, como si hubiesen
sido concebidas y dibujadas por primera vez cuando le descubrieron los ojos y
antiguas como si hubiesen durado siempre. No veía otros colores que los
conocidos, amarillo y blanco y azul y verde, pero eran frescos e intensos, como
si los percibiera ahora por primera vez y les diera nombres nuevos y
maravillosos. En un invierno así ningún corazón hubiese podido llorar el verano o
la primavera. En todo lo que crecía en aquella tierra no se veían manchas ni
enfermedades ni deformidades. En el país de Lórien no había defectos.
Se volvió y vio que Sam estaba ahora de pie junto a él, mirando alrededor
con una expresión de perplejidad, frotándose los ojos como si no estuviese seguro
de estar despierto.
—Hay sol y es un hermoso día, sin duda —dijo—. Pensé que los elfos no
amaban otra cosa que la luna y las estrellas: pero esto es más élfico que
cualquier otra cosa que y o hay a conocido alguna vez, aun de oídas. Me siento
como si estuviera dentro de una canción, si usted me entiende. Haldir los miró y
parecía en verdad que había entendido tanto el pensamiento como las palabras de
Sam. Sonrió.
—Estáis sintiendo el poder de la Dama de los Galadrim —les dijo—. ¿Queréis
trepar conmigo a Cerin Amroth?
Siguieron a Haldir, que subía con paso ligero las pendientes cubiertas de
hierba. Aunque Frodo caminaba y respiraba y el viento que le tocaba la cara era
el mismo que movía las hojas y las flores de alrededor, tenía la impresión de
encontrarse en un país fuera del tiempo, un país que no languidecía, no
cambiaba, no caía en el olvido. Cuando volviera otra vez al mundo exterior,
Frodo, el viajero de la Comarca, caminaría aún aquí, sobre la hierba entre la
elanor y la niphredil, en la hermosa Lothlórien.
Entraron en el círculo de árboles blancos. En ese momento el viento del sur
sopló sobre Cerin Amroth y suspiró entre las ramas. Frodo se detuvo, oy endo a lo
lejos el rumor del mar en play as que habían desaparecido hacía tiempo y los
gritos de unos pájaros marinos y a extinguidos en el mundo.
Haldir se había adelantado y ahora trepaba a la elevada plataforma. Mientras
Frodo se preparaba para seguirlo, apoy ó la mano en el árbol junto a la escala;
nunca había tenido antes una conciencia tan repentina e intensa de la textura de la
corteza del árbol y de la vida que había dentro. La madera, que sentía bajo la
mano, lo deleitaba, pero no como a un leñador o a un carpintero; era el deleite de
la vida misma del árbol.
Cuando al fin llegó al flet, Haldir le tomó la mano y lo volvió hacia el sur.
—¡Mira primero a este lado! —dijo.
Frodo miró y vio, todavía a cierta distancia, una colina donde se alzaban
muchos árboles magníficos, o una ciudad de torres verdes, no estaba seguro. De
ese sitio venían, le pareció entonces, el poder y la luz que reinaban sobre todo el
país y tuvo el deseo de volar como un pájaro para ir a descansar a aquella ciudad
verde. Luego miró hacia el este y vio las tierras de Lórien que bajaban hasta el
pálido resplandor del Anduin, el Río Grande. Miró más allá del río: toda la luz
desapareció y se encontró otra vez en el mundo conocido. Más allá del río la
tierra parecía chata y vacía, informe y borrosa, hasta que más lejos se levantaba
otra vez como un muro, oscuro y terrible. El sol que alumbraba a Lothlórien no
tenía poder para ahuy entar las sombras de aquellas distantes alturas.
—Allí está la fortaleza del Bosque del Sur —dijo Haldir—. Está cubierta por
una floresta de abetos oscuros, donde los árboles se oponen unos a otros y las
ramas se marchitan y se pudren. En medio, sobre una altura rocosa, se alza Dol
Guldur, donde en otro tiempo se ocultaba el enemigo. Tememos que esté
habitada de nuevo y con un poder septuplicado. Desde hace un tiempo se ve a
veces encima una nube negra. Desde esta elevación puedes ver los dos poderes
en oposición, luchando siempre con el pensamiento; pero aunque la luz traspasa
de lado a lado el corazón de las tinieblas, el secreto de la luz misma todavía no ha
sido descubierto. Todavía no.
Se volvió y descendió rápidamente y los otros lo siguieron.
Al pie de la loma, Frodo encontró a Aragorn, erguido, inmóvil y silencioso
como un árbol; pero sostenía en la mano un capullo dorado de elanor y una luz le
brillaba en los ojos. Parecía que estuviera recordando algo hermoso y Frodo supo
que veía las cosas como habían sido antes en ese mismo sitio. Pues los años
torvos se habían borrado de la cara de Aragorn y parecía todo vestido de blanco,
un joven señor alto y hermoso, que le hablaba en lengua élfica a alguien que
Frodo no podía ver. Arwen vanimalda, namárië! dijo, y en seguida respiró
profundamente y saliendo de sus pensamientos miró a Frodo y sonrió.
—Aquí está el corazón del mundo élfico —dijo— y aquí mi corazón vivirá
para siempre, a menos que encontremos una luz más allá de los caminos oscuros
que hemos de recorrer, tú y y o. ¡Ven conmigo!
Y tomando la mano de Frodo, dejó la loma de Cerin Amroth a la que nunca
volvería en vida.
7
El Espejo de Galadriel
El
sol descendía detrás de las montañas y las sombras crecían en el bosque
cuando se pusieron otra vez en camino. Los senderos pasaban ahora por unos
setos donde la oscuridad y a estaba cerrándose. Mientras marchaban, la noche
cay ó bajo los árboles y los elfos descubrieron los faroles de plata.
De pronto salieron otra vez a un claro y se encontraron bajo un pálido cielo
nocturno salpicado por unas pocas estrellas tempranas. Un vasto espacio sin
árboles se extendía ante ellos en un gran círculo abriéndose a los lados. Más allá
había un foso profundo perdido entre las sombras, pero la hierba de las márgenes
era verde, como si brillara aún en memoria del sol que se había ido. Del otro lado
del foso una pared verde se levantaba a gran altura y rodeaba una colina verde
cubierta de los mallorn más altos que hubieran visto hasta entonces en esa región.
Qué altos eran no se podía saber, pero se erguían a la luz del crepúsculo como
torres vivientes. Entre las muchas ramas superpuestas y las hojas que no dejaban
de moverse brillaban innumerables luces, verdes y doradas y plateadas. Haldir
se volvió hacia la Compañía.
—¡Bienvenidos a Caras Galadon! —dijo—. He aquí la ciudad de los
Galadrim donde moran el Señor Celeborn y Galadriel, la Dama de Lórien. Pero
no podemos entrar por aquí pues las puertas no miran al norte. Tenemos que dar
un rodeo hasta el lado sur y habrá que caminar un rato, pues la ciudad es grande.
Del otro lado del foso corría un camino de piedras blancas. Fueron por allí hacia
el este, con la ciudad alzándose siempre a la izquierda como una nube verde; y a
medida que avanzaba la noche, aparecían más luces, hasta que toda la colina
pareció inflamada de estrellas. Llegaron al fin a un puente blanco, y luego de
cruzar se encontraron ante las grandes puertas de la ciudad: miraban al sudoeste,
entre los extremos del muro circular que aquí se superponían, y eran altas y
fuertes y había muchas lámparas.
Haldir golpeó y habló y las puertas se abrieron en silencio, pero Frodo no vio
a ningún guardia. Los viajeros pasaron y las puertas se cerraron detrás. Estaban
en un pasaje profundo entre los dos extremos de la muralla y atravesándolo
rápidamente entraron en la Ciudad de los Arboles. No vieron a nadie ni oy eron
ningún ruido de pasos en los caminos, pero sonaban muchas voces alrededor y en
el aire arriba. Lejos sobre la colina se oía el sonido de unas canciones que caían
de lo alto como una dulce lluvia sobre las hojas.
Recorrieron muchos senderos y subieron muchas escaleras hasta que
llegaron a unos sitios elevados y vieron una fuente que refulgía en un campo de
hierbas. Estaba iluminada por unas linternas de plata que colgaban de las ramas
de los árboles, y el agua caía en un pilón de plata que desbordaba en un arroy o
blanco. En el lado sur del prado se elevaba el may or de todos los árboles; el
tronco enorme y liso brillaba como seda gris y subía rectamente hasta las
primeras ramas que se abrían muy arriba bajo sombrías nubes de hojas. A un
lado pendía una ancha escala blanca y tres elfos estaban sentados al pie. Se
incorporaron de un salto cuando vieron acercarse a los viajeros, y Frodo observó
que eran altos y estaban vestidos con unas mallas grises y que llevaban sobre los
hombros unas túnicas largas y blancas.
—Aquí moran Celeborn y Galadriel —dijo Haldir—. Es deseo de ellos que
subáis y les habléis.
Uno de los guardias tocó una nota clara en un cuerno pequeño y le
respondieron tres veces desde lo alto.
—Iré primero —dijo Haldir—. Que luego venga Frodo y con él Legolas. Los
otros pueden venir en el orden que deseen. Es una larga subida para quienes no
están acostumbrados a estas escalas, pero podéis descansar de vez en cuando.
Mientras trepaba lentamente, Frodo vio muchos flets: unos a la derecha, otros
a la izquierda y algunos alrededor del tronco, de modo que la escala pasaba
atravesándolos. Al fin, a mucha altura, llegó a un talan grande, parecido al puente
de un navío. Sobre el talan había una casa, tan grande que en tierra hubiese
podido servir de habitación a los hombres. Entró detrás de Haldir y descubrió que
estaba en una cámara ovalada y en el medio crecía el tronco del gran mallorn,
ahora y a adelgazándose pero todavía un pilar de amplia circunferencia.
Una luz clara iluminaba aquel espacio; las paredes eran verdes y plateadas y
el techo de oro. Había muchos elfos sentados. En dos asientos que se apoy aban
en el tronco del árbol, y bajo el palio de una rama, estaban el Señor Celeborn y
Galadriel. Se incorporaron para dar la bienvenida a los huéspedes, según la
costumbre de los elfos, aun de aquellos que eran considerados rey es poderosos.
Muy altos eran, y la Dama no menos alta que el Señor, y hermosos y graves.
Estaban vestidos de blanco y los cabellos de la Dama eran de oro y los cabellos
del Señor Celeborn eran de plata, largos y brillantes; pero no había ningún signo
de vejez en ellos, excepto quizás en lo profundo de los ojos, pues éstos eran
penetrantes como lanzas a la luz de las estrellas y sin embargo profundos, como
pozos de recuerdos.
Haldir llevó a Frodo ante ellos y el Señor le dio la bienvenida en la lengua de
los hobbits. La Dama Galadriel no dijo nada pero contempló largamente el rostro
de Frodo.
—¡Siéntate junto a mí, Frodo de la Comarca! —dijo Celeborn—. Hablaremos
cuando todos hay an llegado.
Saludó cortésmente a cada uno de los compañeros, llamándolos por sus
nombres.
—¡Bienvenido, Aragorn, hijo de Arathorn! —dijo—. Han pasado treinta y
ocho años del mundo exterior desde que viniste a estas tierras; y esos años pesan
sobre ti. Pero el fin está próximo, para bien o para mal. ¡Descansa aquí de tu
carga por un momento!
» ¡Bienvenido, hijo de Thranduil! Pocas veces las gentes de mi raza vienen
aquí del Norte.
» ¡Bienvenido, Gimli, hijo de Glóin! Hace mucho en verdad que no se ve a
alguien del pueblo de Durin en Caras Galadon. Pero hoy hemos dejado de lado
esa antigua ley. Quizás es un anuncio de mejores días, aunque las sombras
cubran ahora el mundo, y de una nueva amistad entre nuestros pueblos. Gimli
hizo una profunda reverencia.
Cuando todos los huéspedes terminaron de sentarse, el Señor los miró de
nuevo.
—Aquí hay ocho —dijo—. Partieron nueve, así decían los mensajes. Pero
quizás hubo algún cambio en el Concilio y no nos enteramos. Elrond está lejos y
las tinieblas crecen alrededor, este año más que nunca.
—No, no hubo cambios en el Concilio —dijo la Dama Galadriel hablando por
vez primera. Tenía una voz clara y musical, aunque de tono grave—. Gandalf el
Gris partió con la Compañía, pero no cruzó las fronteras de este país. Contadnos
ahora dónde está, pues mucho he deseado hablar con él otra vez. Pero no puedo
verlo de lejos, a menos que pase de este lado de las barreras de Lothlórien; lo
envuelve una niebla gris y no sé por dónde anda ni qué piensa.
—¡Ay ! —dijo Aragorn—. Gandalf el Gris ha caído en la sombra. Se demoró
en Moria y no pudo escapar.
Al oír estas palabras todos los elfos de la sala dieron grandes gritos de dolor y
de asombro.
—Una noticia funesta —dijo Celeborn—, la más funesta que se hay a
anunciado aquí en muchos años de dolorosos acontecimientos. —Se volvió a
Haldir—. ¿Por qué no me dijeron nada hasta ahora? —preguntó en la lengua
élfica.
—No le hemos hablado a Haldir ni de lo que hicimos ni de nuestros propósitos
—dijo Legolas—. Al principio nos sentíamos cansados y el peligro estaba aún
demasiado cerca; y luego casi olvidamos nuestra pena durante un tiempo,
mientras veníamos felices por los hermosos senderos de Lórien.
—Nuestra pena es grande sin embargo y la pérdida no puede ser reparada —
dijo Frodo—. Gandalf era nuestro guía y nos condujo a través de Moria, y
cuando parecía que y a no podíamos escapar, nos salvó y cay ó.
—¡Contadnos toda la historia! —dijo Celeborn. Entonces Aragorn contó todo
lo que había ocurrido en el paso de Caradhras y en los días que siguieron, y habló
de Balin y del libro y de la lucha en la Cámara de Mazarbul y el fuego y el
puente angosto y la llegada del Terror.
—Un mal del Mundo Antiguo me pareció, algo que nunca había visto antes —
dijo Aragorn—. Era a la vez una sombra y una llama, poderosa y terrible.
—Era un Balrog de Morgoth —dijo Legolas—; de todos los azotes de los elfos
el más mortal, excepto aquel que reside en la Torre Oscura.
—En verdad vi en el puente a aquel que se nos aparece en las peores
pesadillas, vi el Daño de Durin —dijo Gimli en voz baja y el miedo le asomó a
los ojos.
—¡Ay ! —dijo Celeborn—. Temimos durante mucho tiempo que hubiese algo
terrible durmiendo bajo el Caradhras. Pero si hubiese sabido que los enanos
habían reanimado este mal en Moria, y o te hubiera impedido pasar por las
fronteras del norte, a ti y a todos los que iban contigo. Y hasta se podría decir
quizá que Gandalf cay ó al fin de la sabiduría a la locura, metiéndose sin
necesidad en las redes de Moria.
—Sería imprudente en verdad quien dijera tal cosa —dijo con aire grave
Galadriel—. En todo lo que hizo Gandalf en vida no hubo nunca nada inútil.
Quienes lo seguían no estaban enterados de lo que pensaba y no pueden
explicarnos lo que él se proponía. De cualquier modo estos seguidores no tuvieron
ninguna culpa. No te arrepientas de haber dado la bienvenida al enano. Si nuestra
gente hubiese vivido mucho tiempo lejos de Lothlórien, ¿quién de los Galadrim,
incluy endo a Celeborn el Sabio, hubiera pasado cerca sin el deseo de ver el
antiguo hogar, aunque se hubiese convertido en morada de dragones?
» Oscuras son las aguas del Kheled-zâram y frías son las fuentes del Kibilnâla
y hermosas eran las salas de columnas de Khazad-dûm en los Días Antiguos
antes que los rey es poderosos cay eran bajo la piedra.
Galadriel miró a Gimli que estaba sentado y triste y le sonrió. Y el enano, al
oír aquellos nombres en su propia y antigua lengua, alzó los ojos y se encontró
con los de Galadriel y le pareció que miraba de pronto en el corazón de un
enemigo y que allí encontraba amor y comprensión. El asombro le subió a la
cara y en seguida respondió con una sonrisa.
Se incorporó torpemente y saludó con una reverencia al modo, de los Enanos
diciendo:
—Pero más hermoso aún es el país viviente de Lórien, y la Dama Galadriel
está por encima de todas las joy as de la tierra.
Hubo un silencio. Al fin Celeborn volvió a hablar.
—Yo no sabía que vuestra situación era tan mala —dijo—. Que Gimli olvide
mis palabras duras; hablé con el corazón perturbado. Haré todo lo que pueda por
ay udaros, a cada uno de acuerdo con sus deseos y necesidades, pero en especial
al pequeño que lleva la carga.
—Conocemos tu misión —dijo Galadriel mirando a Frodo—, pero no
hablaremos aquí más abiertamente. Quizá podamos probar que no habéis venido
en vano a esta tierra en busca de ay uda, como parecía ser el propósito de
Gandalf. Pues se dice del Señor de los Galadrim que es el más sabio de los Elfos
de la Tierra Media y un dispensador de dones que superan los poderes de los
rey es. Ha residido en el oeste desde los tiempos del alba y he vivido con él
innumerables años, pues crucé las montañas antes de la caída de Norgothrond o
Gondolin y juntos hemos combatido durante siglos la larga derrota.
» Yo fui quien convocó por vez primera el Concilio Blanco, y si hubiera
podido llevar adelante mis designios, Gandalf el Gris hubiese presidido la reunión
y quizá las cosas hubieran pasado entonces de otro modo. Pero aún ahora queda
alguna esperanza. No os aconsejaré que hagáis esto o aquello. Pues si puedo
ay udaros no será con actos o maquinaciones, O decidiendo que toméis tal o cual
rumbo, sino por el conocimiento de lo que ha sido y lo que es y en parte de lo que
será. Pero te diré esto: tu misión marcha ahora por el filo de un cuchillo. Un solo
paso en falso y fracasará, para ruina de todos. Hay esperanzas sin embargo
mientras todos los miembros de la Compañía continúen siendo fieles.
Y con estas palabras los miró a todos y en silencio escrutó el rostro de cada
uno. Nadie excepto Legolas y Aragorn soportó mucho tiempo esta mirada. Sam
enrojeció en seguida y bajó la cabeza.
Por último la Dama Galadriel dejó de observarlos y sonrió.
—Que vuestros corazones no se turben —dijo—. Esta noche dormiréis en paz.
En seguida ellos suspiraron y se sintieron cansados de pronto, como si
hubiesen sido interrogados a fondo mucho tiempo, aunque no se había dicho
abiertamente ninguna palabra.
—Podéis iros —dijo Celeborn—. El dolor y los esfuerzos os han agotado.
Aunque vuestra misión no nos concerniese de cerca, podríais quedaros en la
ciudad hasta que os sintierais curados y recuperados. Ahora id a descansar y
durante un tiempo no hablaremos de vuestro camino futuro.
Aquella noche la Compañía durmió en el suelo, para gran satisfacción de los
hobbits. Los elfos prepararon para ellos un pabellón entre los árboles próximos a
la fuente y allí pusieron unos lechos mullidos; luego murmuraron palabras de paz
con dulces voces élficas y los dejaron. Durante un rato los viajeros hablaron de
cómo habían pasado la noche anterior en las copas de los árboles, de la marcha
del día, del Señor y de la Dama, pues no estaban todavía en ánimo de mirar más
atrás.
—¿Por qué enrojeciste, Sam? —dijo Pippin—. Te turbaste en seguida.
Cualquiera hubiese pensado que tenías mala conciencia. Espero que no hay a sido
nada peor que un plan retorcido para robarme una manta.
—Nunca pensé nada semejante —dijo Sam que no tenía ánimos para
bromas. Si quiere saberlo, me sentí como si no tuviera nada encima y no me
gustó. Me pareció que ella estaba mirando dentro de mí y preguntándome qué
haría y o si ella me diera la posibilidad de volver volando a la Comarca y a un
bonito y pequeño agujero con un jardincito propio.
—Qué raro —dijo Merry —. Casi exactamente lo que y o sentí, sólo que…
bueno, creo que no diré más —concluy ó con una voz débil.
A todos ellos, parecía, les había ocurrido algo semejante: cada uno había
sentido que se le ofrecía la oportunidad de elegir entre una oscuridad terrible que
se extendía ante él y algo que deseaba entrañablemente, y para conseguirlo sólo
tenía que apartarse del camino y dejar a otros el cumplimiento de la misión y la
guerra contra Sauron.
—Y a mí me pareció también —dijo Gimli— que mi elección permanecería
en secreto y que sólo y o lo sabría.
—Para mí fue algo muy extraño —dijo Boromir—. Quizá fue sólo una
prueba y ella quería leernos el pensamiento con algún buen propósito, pero y o
casi hubiera dicho que estaba tentándonos y ofreciéndonos algo que dependía de
ella. No necesito decir que me rehusé a escuchar. Los hombres de Minas Tirith
guardan la palabra empeñada.
Pero lo que le había ofrecido la Dama, Boromir no lo dijo.
En cuanto a Frodo se negó a hablar, aunque Boromir lo acosó con preguntas.
—Te miró mucho tiempo, Portador del Anillo —dijo.
—Sí —dijo Frodo—, pero lo que me vino entonces a la mente ahí se quedará.
—Pues bien, ¡ten cuidado! —dijo Boromir—. No confío demasiado en esta
Dama Élfica y en lo que se propone.
—¡No hables mal de la Dama Galadriel! —dijo Aragorn con severidad—.
No sabes lo que dices. En ella y en esta tierra no hay ningún mal, a no ser que un
hombre lo traiga aquí él mismo. Y entonces ¡que él se cuide! Pero esta noche y
por vez primera desde que dejamos Rivendel dormiré sin ningún temor. ¡Y ojalá
duerma profundamente y olvide un rato mi pena! Tengo el cuerpo y el corazón
cansados.
Se echó en la cama y cay ó en seguida en un largo sueño.
Los otros pronto hicieron lo mismo y durmieron sin ser perturbados por ruidos
o sueños. Cuando despertaron vieron que la luz del día se extendía sobre la hierba
ante el pabellón y que el agua de la fuente se alzaba y caía refulgiendo a la luz
del sol.
Se quedaron algunos días en Lothlórien, o por lo menos eso fue lo que ellos
pudieron decir o recordar más tarde. Todo el tiempo que estuvieron allí brilló el
sol, excepto en los momentos en que caía una lluvia suave que dejaba todas las
cosas nuevas y limpias. El aire era fresco y dulce, como si estuviesen a
principios de la primavera, y sin embargo sentían alrededor la profunda y
reflexiva quietud del invierno. Les pareció que casi no tenían otra ocupación que
comer y beber y descansar y pasearse entre los árboles; y esto era suficiente.
No habían vuelto a ver al Señor y a la Dama y apenas conversaban con el
resto de los elfos, pues eran pocos los que hablaban otra cosa que la lengua
silvana. Haldir se había despedido de ellos y había vuelto a las defensas del norte,
muy vigiladas ahora luego que la Compañía había traído aquellas noticias de
Moria. Legolas pasaba muchas horas con los Galadrim y luego de la primera
noche y a no durmió con sus compañeros, aunque regresaba a comer y hablar
con ellos. A menudo se llevaba a Gimli para que lo acompañara en algún paseo y
a los otros les asombró este cambio.
Ahora, cuando los compañeros estaban sentados o caminaban juntos,
hablaban de Gandalf y todo lo que cada uno había sabido o visto de él les venía
claramente a la memoria. A medida que se curaban las heridas y el cansancio
del cuerpo, el dolor de la pérdida de Gandalf se hacía más agudo. A menudo oían
voces élficas que cantaban cerca y eran canciones que lamentaban la caída del
mago, pues alcanzaban a oír su nombre entre palabras dulces y tristes que no
entendían.
Mithrandir, Mithrandir, cantaban los elfos, ¡oh Peregrino Gris! Pues así les
gustaba llamarlo. Pero si Legolas estaba entonces con la Compañía no les
traducía las canciones, diciendo que no se consideraba bastante hábil y que para
él la pena estaba aún demasiado cerca y era un tema para las lágrimas y no
todavía para una canción.
Fue Frodo el primero que expresó su dolor en palabras titubeantes. Pocas
veces sentía el impulso de componer canciones o versos; aun en Rivendel había
escuchado y no había cantado él mismo, aunque recordaba muchas cosas de
otros. Pero ahora sentado junto a la fuente de Lórien y escuchando las voces de
los elfos que hablaban de Gandalf, se le ocurrió una canción que a él le parecía
hermosa, pero cuando trató de repetírsela a Sam sólo quedaron unos fragmentos,
apagados como un manojo de flores marchitas.
Cuando la tarde era gris en la Comarca
se oían sus pasos en la colina;
y se iba antes del alba
en silencio a sitios remotos.
De las Tierras Ásperas a la costa del este,
del desierto del norte a las lomas del sur,
por antros de dragones y puertas ocultas
y bosques oscuros iba a su antojo.
Con enanos y hobbits, con ellos y con hombres,
con gentes mortales e inmortales,
con pájaros en árboles y bestias en madrigueras,
en lenguas secretas hablaba.
Una espada mortal, una mano benigna,
una espalda que la carga doblaba;
una voz de trompeta, una antorcha encendida,
un peregrino fatigado.
Señor de sabiduría entronizado,
de cólera viva y de rápida risa;
un viejo de gastado sombrero
que se apoya en una vara espinosa.
Estuvo solo sobre el puente
desafiando al Fuego y la Sombra;
la vara se le quebró en la piedra,
y su sabiduría murió en Khazad-dûm.
—¡Bueno, pronto derrotará al señor Bilbo! —dijo Sam.
—No, temo que no —dijo Frodo—, pero no soy capaz de nada mejor.
—En todo caso, señor Frodo, si un día tiene ganas de componer algo más,
espero que diga una palabra de los fuegos de artificio. Algo así:
Los más hermosos fuegos nunca vistos:
estallaban en estrellas azules y verdes,
y después de los truenos un rocío de oro
caía como una lluvia de flores.
» Aunque esto no le hace justicia, lejos de eso.
—No, te lo dejo a ti, Sam. O quizás a Bilbo. Pero… bueno, no puedo seguir
hablando. No soporto la idea de darle la noticia a Bilbo.
Una tarde Frodo y Sam se paseaban al aire fresco del crepúsculo. Los dos se
sentían de nuevo inquietos. La sombra de la partida había caído de pronto sobre
Frodo; sabía de algún modo que no faltaba mucho tiempo para que tuvieran que
dejar Lothlórien.
—¿Qué piensas ahora de los elfos, Sam? —dijo—. Ya una vez te hice esta
pregunta, hace tanto tiempo, parece; pero los has visto mucho más desde
entonces.
—¡Muy cierto! —dijo Sam—. Y y o diría que hay elfos y elfos. Todos son
bastante élficos, pero no iguales. Estos de aquí por ejemplo no son gente errante o
sin hogar y se parecen más a nosotros; parecen pertenecer a este sitio, más aún
que los hobbits a la Comarca. No sé si hicieron el país o si el país los hizo a ellos,
es difícil decirlo, si usted me entiende. Hay una tranquilidad maravillosa aquí. Se
diría que no pasa nada y que nadie quiere que pase. Si se trata de alguna magia
está muy escondida, en algún sitio que no puedo tocar con las manos, por así
decir.
—Puedes sentirla y verla en todas partes —dijo Frodo.
—Bueno —dijo Sam—, no se ve a nadie trabajando en eso. Ningún fuego de
artificio, como el pobre viejo Gandalf acostumbraba mostrar. Me pregunto por
qué no hemos vuelto a ver al Señor y a la Dama en todos estos días. Se me
ocurre que ella podría hacer algunas cosas maravillosas, si quisiera. ¡Me gustaría
tanto ver alguna magia élfica, señor Frodo!
—A mí no —dijo Frodo—. Estoy satisfecho. Y no echo de menos los fuegos
artificiales de Gandalf, pero sí sus cejas espesas y su cólera y su voz.
—Tiene razón —dijo Sam—. Y no crea que estoy buscando defectos.
Siempre he querido ver un poco de magia, como esa de que se habla en las
viejas historias, pero nunca supe de una tierra mejor que ésta. Es como estar en
casa y de vacaciones al mismo tiempo, si usted me entiende. No quiero irme. De
todos modos, estoy empezando a sentir que si tenemos que irnos lo mejor sería
irse en seguida.
» El trabajo que nunca se empieza es el que más tarda en terminarse, como
decía mi padre. Y no creo que estas gentes puedan ay udarnos mucho más,
magia y no magia. Estoy pensando que cuando dejemos estas tierras
extrañaremos a Gandalf más que nunca.
—Temo que eso sea demasiado cierto, Sam —dijo Frodo—. Sin embargo
espero de veras que antes de irnos podamos ver de nuevo a la Dama de los elfos.
Estaban todavía hablando cuando vieron que la Dama Galadriel se acercaba
como respondiendo a las palabras de Frodo. Alta y blanca y hermosa, caminaba
entre los árboles. No les habló, pero les indicó que se acercaran.
Volviéndose, la Dama Galadriel los condujo hacia las faldas del sur de Caras
Galadon y luego de cruzar una cerca verde y alta entraron en un jardín cerrado.
No tenía árboles y el cielo se abría sobre él. La estrella de la tarde se había
levantado y brillaba como un fuego blanco sobre los bosques del oeste.
Descendiendo por una larga escalera, la Dama entró en una profunda cavidad
verde, por la que corría murmullando la corriente de plata que nacía en la fuente
de la colina. En el fondo de la cavidad, sobre un pedestal bajo, esculpido como un
árbol frondoso, había un pilón de plata, ancho y poco profundo, y al lado un jarro
también de plata.
Galadriel llenó el pilón hasta el borde con agua del arroy o y sopló encima, y
cuando el agua se serenó otra vez les habló a los hobbits.
—He aquí el Espejo de Galadriel —dijo—. Os he traído aquí para que miréis,
si queréis hacerlo.
El aire estaba muy tranquilo y el valle oscuro, y la Dama era alta y pálida.
—¿Qué buscaremos y qué veremos? —preguntó Frodo con un temor
reverente.
—Puedo ordenarle al espejo que revele muchas cosas —respondió ella— y a
algunos puedo mostrarles lo que desean ver. Pero el espejo muestra también
cosas que no se le piden y éstas son a menudo más extrañas y más provechosas
que aquellas que deseamos ver. Lo que verás, si dejas en libertad al espejo, no
puedo decirlo. Pues muestra cosas que fueron y cosas que son y cosas que quizá
serán. Pero lo que ve, ni siquiera el más sabio puede decirlo. ¿Deseas mirar?
Frodo no respondió.
—¿Y tú? —dijo ella volviéndose a Sam—. Pues esto es lo que tu gente llama
magia, aunque no entiendo claramente qué quieren decir, y parece que usaran la
misma palabra para hablar de los engaños del enemigo. Pero ésta, si quieres, es
la magia de Galadriel. ¿No dijiste que querías ver la magia de los elfos?
—Sí —dijo estremeciéndose, sintiendo a la vez miedo y curiosidad—. Echaré
una mirada, Señora, si me permite.
En un aparte le dijo a Frodo:
—No me disgustaría mirar un poco lo que ocurre en casa. He estado tanto
tiempo fuera. Pero lo más probable es que sólo vea las estrellas, o algo que no
entenderé.
—Lo más probable —dijo la Dama con una sonrisa dulce—. Pero acércate y
verás lo que puedas. ¡No toques el agua!
Sam subió al pedestal y se inclinó sobre el pilón. El agua parecía dura y
sombría y reflejaba las estrellas.
—Hay sólo estrellas, como pensé —dijo.
Casi en seguida se sobresaltó y contuvo el aliento pues las estrellas se
extinguían. Como si hubiesen descorrido un velo oscuro, el espejo se volvió gris y
luego se aclaró. El sol brillaba y las ramas de los árboles se movían en el viento.
Pero antes que Sam pudiera decir qué estaba viendo, la luz se desvaneció; y en
seguida crey ó ver a Frodo, de cara pálida, durmiendo al pie de un risco grande y
oscuro. Luego le pareció que se veía a sí mismo y endo por un pasillo tenebroso y
subiendo por una interminable escalera de caracol. Se le ocurrió de pronto que
estaba buscando algo con urgencia, pero no podía saber qué. Como un sueño la
visión cambió y volvió atrás y mostró de nuevo los árboles. Pero esta vez no
estaban tan cerca y Sam pudo ver lo que ocurría: no oscilaban en el viento, caían
ruidosamente al suelo.
—¡Eh! —gritó Sam indignado—. Ahí está ese Ted Arenas derribando los
árboles que no tendría que derribar. Son los árboles de la avenida que está más
allá del Molino y que dan sombra al camino de Delagua. Si tuviera a ese Ted a
mano, ¡lo derribaría a él!
Pero ahora Sam notó que el Viejo Molino había desaparecido y que estaban
levantando allí un gran edificio de ladrillos rojos. Había mucha gente trabajando.
Una chimenea alta y roja se erguía muy cerca. Un humo negro nubló la
superficie del espejo.
—Hay algo malo que opera en la Comarca —dijo—. Elrond lo sabía bien
cuando quiso mandar de vuelta al señor Merry. —De pronto Sam dio un grito y
saltó hacia atrás—.No puedo quedarme aquí —gritó desesperado—. Tengo que
volver. Han socavado Bolsón de Tirada y allá va mi pobre padre colina abajo
llevando todas sus cosas en una carretilla. ¡Tengo que volver!
—No puedes volver solo —dijo la Dama—. No deseabas volver sin tu amo
antes de mirar en el espejo y sin embargo sabías que podía ocurrir algo malo en
la Comarca. Recuerda que el espejo muestra muchas cosas y que algunas no han
ocurrido aún. Algunas no ocurrirán nunca, a no ser que quienes miran las visiones
se aparten del camino que lleva a prevenirlas. El espejo es peligroso como guía
de conducta. Sam se sentó en el suelo y se llevó las manos a la cabeza.
—Desearía no haber venido nunca aquí y no quiero ver más magias —dijo y
calló un rato. Luego habló trabajosamente, como conteniendo el llanto—. No,
volveré por el camino largo junto con el señor Frodo, o no volveré. Pero espero
volver algún día. Si lo que he visto llega a ser cierto, ¡alguien las pasará muy
mal!
—¿Quieres mirar tú ahora, Frodo? —dijo la Dama Galadriel—. No deseabas ver
la magia de los elfos y estabas satisfecho.
—¿Me aconsejáis mirar? —preguntó Frodo.
—No —dijo ella—. No te aconsejo ni una cosa ni otra. No soy una consejera.
Quizás aprendas algo y lo que veas, sea bueno o malo, puede ser de provecho, o
no. Ver es a la vez conveniente y peligroso. Creo sin embargo, Frodo, que tienes
bastante coraje y sabiduría para correr el riesgo, o no te hubiera traído aquí. ¡Haz
como quieras!
—Miraré —dijo Frodo y subiendo al pedestal se inclinó sobre el agua oscura.
En seguida el espejo se aclaró y Frodo vio un paisaje crepuscular. Unas
montañas oscuras asomaban a lo lejos contra un cielo pálido. Un camino largo y
gris se alejaba serpenteando hasta perderse de vista. Allá lejos venía una figura
descendiendo lentamente por el camino, débil y pequeña al principio, pero
creciendo y aclarándose a medida que se acercaba. De pronto Frodo advirtió que
la figura le recordaba a Gandalf. Iba a pronunciar en voz alta el nombre del
mago cuando vio que la figura estaba vestida de blanco y no de gris (un blanco
que brillaba débilmente en el atardecer) y que en la mano llevaba un báculo
blanco. La cabeza estaba tan inclinada que Frodo no le veía la cara, y al fin la
figura tomó una curva del camino y desapareció de la vista del espejo. Una duda
entró en la mente de Frodo: ¿era ésta una imagen de Gandalf en uno de sus
muchos viajes solitarios de otro tiempo, o era Saruman?
La visión cambió. Breve y pequeña pero muy vívida alcanzó a ver una
imagen de Bilbo que iba y venía nerviosamente por su cuarto. La mesa estaba
cubierta de papeles en desorden; la lluvia golpeaba las ventanas.
Luego hubo una pausa y en seguida siguieron unas escenas rápidas y Frodo
supo de algún modo que eran partes de una gran historia en la que él mismo
estaba envuelto. La niebla se aclaró y vio algo que nunca había visto antes pero
que reconoció en seguida: el Mar. La oscuridad cay ó. El mar se encrespó y se
alborotó en una tormenta. Luego vio contra el sol, que se hundía rojo como
sangre en jirones de nubes, la silueta negra de un alto navío de velas desgarradas
que venía del oeste. Luego un río ancho que cruzaba una ciudad populosa. Luego
una fortaleza blanca con siete torres. Y luego otra vez la nave de velas negras,
pero ahora era de mañana y el agua reflejaba la luz, y una bandera con el
emblema de una torre blanca brillaba al sol. Se alzó un humo como de fuego y
batalla y el sol descendió de nuevo envuelto en llamas rojas y se desvaneció en
una bruma gris; y un barco pequeño se perdió en la bruma con luces
temblorosas. Desapareció y Frodo suspiró y se dispuso a retirarse.
Pero de pronto el espejo se oscureció del todo, como si se hubiera abierto un
agujero en el mundo visible, y Frodo se quedó mirando el vacío. En ese abismo
negro apareció un Ojo, que creció lentamente, hasta que al fin llenó casi todo el
espejo. Tan terrible era que Frodo se quedó como clavado al suelo, incapaz de
gritar o de apartar la mirada. El Ojo estaba rodeado de fuego, pero él mismo era
vidrioso, amarillo como el ojo de un gato, vigilante y fijo, y la hendidura negra
de la pupila se abría sobre un pozo, una ventana a la nada.
Luego el Ojo comenzó a moverse, buscando aquí y allá y Frodo supo con
seguridad y horror que él, Frodo, era un de esas muchas cosas que el Ojo
buscaba. Pero supo también que el Ojo no podía verlo, no todavía, a menos que
él mismo así lo desease. El Anillo que le colgaba del cuello se hizo pesado, más
pesado que una gran piedra y lo obligó a inclinar la cabeza sobre el pecho.
Pareció que el espejo se calentaba y unas volutas de vapor flotaron sobre el
agua. Frodo se deslizó hacia adelante.
—¡No toques el agua! —le dijo dulcemente la Dama Galadriel.
La visión desapareció y Frodo se encontró mirando las frías estrellas que
titilaban en el pilón. Dio un paso atrás temblando de pies a cabeza y miró a la
Dama.
—Sé lo que viste al final —dijo ella— pues está también en mi mente. ¡No
temas! Pero no pienses que el país de Lothlórien resiste y se defiende del
enemigo sólo con cantos en los árboles, o con las débiles flechas de los arcos
élficos. Te digo, Frodo, que aún mientras te hablo, veo al Señor Oscuro y sé lo
que piensa, o al menos lo que piensa en relación con los elfos. Y él está siempre
tanteando, queriendo verme y conocer mis propios pensamientos. ¡Pero la puerta
está siempre cerrada!
La Dama levantó los brazos blancos y extendió las manos hacia el este en un
ademán de rechazo y negativa. Eärendil, la Estrella de la Tarde, la más amada
de los elfos, brillaba clara allá en lo alto. Tan brillante era que la figura de la
Dama echaba una sombra débil en la hierba. Los ray os se reflejaban en un anillo
que ella tenía en el dedo y allí resplandecía como oro pulido recubierto de una luz
de plata, y una piedra blanca relucía en él como si la Estrella de la Tarde hubiera
venido a apoy arse en la mano de la Dama Galadriel. Frodo miró el anillo con un
respetuoso temor, pues de pronto le pareció que entendía.
—Sí —dijo ella adivinando los pensamientos de Frodo—, no está permitido
hablar de él y Elrond tampoco pudo. Pero no es posible ocultárselo al Portador
del Anillo y a alguien que ha visto el Ojo. En verdad, en el país de Lórien y en el
dedo de Galadriel está uno de los Tres. Este es Neny a, el Anillo de Diamante, y
y o soy quien lo guarda.
» El lo sospecha, pero no lo sabe aún. ¿Entiendes ahora por qué tu venida era
para nosotros como un primer paso en el cumplimiento del Destino? Pues si
fracasas, caeremos indefensos en manos del enemigo. Pero si triunfas, nuestro
poder decrecerá y Lothlórien se debilitará, y las marcas del Tiempo la borrarán
de la faz de la tierra. Tenemos que partir hacia el oeste, o transformarnos en un
pueblo rústico que vive en cañadas y cuevas, condenados lentamente a olvidar y
a ser olvidados.
Frodo bajó la cabeza.
—¿Y vos qué deseáis?
—Que se cumpla lo que ha de cumplirse —dijo ella—. El amor de los elfos
por esta tierra en que viven y por las obras que llevan a cabo es más profundo
que las profundidades del mar, y el dolor que ellos sienten es imperecedero y
nunca se apaciguará. Sin embargo, lo abandonarán todo antes que someterse a
Sauron, pues ahora lo conocen. Del destino de Lothlórien no eres responsable,
pero sí del cumplimiento de tu misión. Sin embargo desearía, si sirviera de algo,
que el Anillo Único no hubiese sido forjado jamás, o que nunca hubiese sido
encontrado.
—Sois prudente, intrépida y hermosa, Dama Galadriel —dijo Frodo— y os
daré el Anillo Único, si vos me lo pedís. Para mí es algo demasiado grande.
Galadriel rió de pronto con una risa clara.
—La Dama Galadriel es quizá prudente —dijo—, pero ha encontrado quien
la iguale en cortesía. Te has vengado gentilmente de la prueba a que sometí tu
corazón en nuestro primer encuentro. Comienzas a ver claro. No niego que mi
corazón ha deseado pedirte lo que ahora me ofreces. Durante muchos largos
años me he preguntado qué haría si el Gran Anillo llegara alguna vez a mis
manos, ¡y mira!, está ahora a mi alcance. El mal que fue planeado hace y a
mucho tiempo sigue actuando de distintos modos, y a sea que Sauron resista o
caiga. ¿No hubiera sido una noble acción, que aumentaría el crédito del Anillo, si
se lo hubiera arrebatado a mi huésped por la fuerza o el miedo?
» Y ahora al fin llega. ¡Me darás libremente el Anillo! En el sitio del Señor
Oscuro instalarás una Reina. ¡Y y o no seré oscura sino hermosa y terrible como
la Mañana y la Noche! ¡Hermosa como el Mar y el Sol y la Nieve en la
Montaña! ¡Terrible como la Tempestad y el Relámpago! Más fuerte que los
cimientos de la tierra. ¡Todos me amarán y desesperarán!
Galadriel alzó la mano y del anillo que llevaba brotó una luz que la iluminó a
ella sola, dejando todo el resto en la oscuridad. Se irguió ante Frodo y pareció que
tenía de pronto una altura inconmensurable y una belleza irresistible, adorable y
tremenda. En seguida dejó caer la mano, y la luz se extinguió y ella rió de nuevo,
y he aquí que fue otra vez una delgada mujer elfa, vestida sencillamente de
blanco, de voz dulce y triste.
—He pasado la prueba —dijo—. Me iré empequeñeciendo, marcharé al
oeste y continuaré siendo Galadriel.
Permanecieron largo rato en silencio. Al fin la Dama habló otra vez.
—Volvamos —dijo—. Tienes que partir en la mañana, pues y a hemos
elegido y las mareas del destino están subiendo.
—Quisiera preguntamos algo antes de partir —dijo Frodo—, algo que y a
quise preguntárselo a Gandalf en Rivendel. Se me ha permitido llevar el Anillo
Único. ¿Por qué no puedo ver todos los otros y conocer los pensamientos de
quienes los usan?
—No lo has intentado —dijo ella—. Desde que tienes el Anillo sólo te lo has
puesto tres veces. ¡No lo intentes! Te destruiría. ¿No te dijo Gandalf que los
Anillos dan poder de acuerdo con las condiciones de cada poseedor? Antes que
puedas utilizar ese poder tendrás que ser mucho más fuerte y entrenar tu
voluntad en el dominio de los otros. Y aun así, como Portador del Anillo y como
alguien que se lo ha puesto en el dedo y ha visto lo que está oculto, tus ojos han
llegado a ser penetrantes. Has leído en mis pensamientos más claramente que
muchos que se titulan sabios. Viste el Ojo de aquel que tiene los Siete y los
Nueve. ¿Y no reconociste el anillo que llevo en el dedo? ¿Viste tú mi anillo? —
preguntó volviéndose hacia Sam.
—No, Señora —respondió Sam—. Para decir la verdad, me preguntaba de
qué estaban hablando. Vi una estrella a través del dedo de usted. Pero si me
permiten que hable francamente, creo que mi amo tiene razón. Yo desearía que
tomara usted el Anillo. Pondría usted las cosas en su lugar. Impediría que
molestasen a mi padre y que lo echaran a la calle. Haría pagar a algunos por los
sucios trabajos en que han estado metidos.
—Sí —dijo ella—. Así sería al principio. Pero luego sobrevendrían otras
cosas, lamentablemente. No hablemos más. ¡Vamos!
8
Adiós a Lórien
A quella noche la Compañía fue convocada de nuevo a la cámara de Celeborn y
allí el Señor y la Dama los recibieron con palabras amables. Al fin Celeborn
habló de la partida.
—Ha llegado la hora —dijo— en que aquellos que desean continuar la misión
tendrán que mostrarse duros de corazón y dejar este país. Aquellos que no
quieren ir más adelante pueden permanecer aquí, durante un tiempo. Pero se
queden o se vay an, nadie estará seguro de tener paz. Pues hemos llegado al
borde del precipicio del destino. Aquellos que así lo deseen podrán esperar aquí a
la hora en que los caminos del mundo se abran de nuevo para todos, o a que sean
convocados en última instancia en auxilio de Lórien. Podrán entonces volver a
sus propios países, o marchar al largo descanso de quienes caen en la batalla.
Hubo un silencio.
—Todos han resuelto seguir adelante —dijo Galadriel mirándolos a los ojos.
—En cuanto a mí —dijo Boromir—, el camino de regreso está adelante y no
atrás.
—Es cierto —dijo Celeborn—, ¿pero irá contigo toda la Compañía hasta
Minas Tirith?
—No hemos decidido aún qué curso seguiremos —dijo Aragorn—. No sé qué
pensaba hacer Gandalf más allá de Lothlórien. Creo en verdad que ni siquiera él
tenía un propósito claro.
—Quizá no —dijo Celeborn—, sin embargo cuando dejéis esta tierra habéis
de tener en cuenta el Río Grande. Como algunos de vosotros lo sabéis bien,
ningún viajero con equipaje puede cruzarlo entre Lórien y Gondor, excepto en
bote. ¿Y acaso no han sido destruidos los puentes de Osgiliath y no están todos los
embarcaderos en manos del enemigo? » ¿Por qué lado viajaréis? El camino de
Minas Tirith corre por este lado, al oeste; pero el camino directo de la misión va
por el este del río, la orilla más oscura. ¿Qué orilla seguiréis?
—Si mi consejo vale de algo, y o elegiría la orilla occidental, el camino a
Minas Tirith —respondió Boromir—. Pero no soy el jefe de la Compañía.
Los otros no dijeron nada y Aragorn parecía indeciso y preocupado.
—Ya veo que todavía no sabéis qué hacer —dijo Celeborn—. No me
corresponde elegir por vosotros, pero os ay udaré en lo que pueda. Hay entre
vosotros algunos capaces de manejar una embarcación: Legolas, cuy a gente
conoce el rápido Río del Bosque; y Boromir de Gondor y Aragorn el viajero.
—¡Y un hobbit! —gritó Merry —. No todos nosotros pensamos que los botes
son caballos salvajes. Mi gente vive a orillas del Brandivino.
—Muy bien —dijo Celeborn—. Entonces proveeré de embarcaciones a la
Compañía. Serán pequeñas y livianas, pues si vais lejos por el Río, habrá sitios
donde tendréis que transportarlas. Llegaréis a los rápidos de Sarn Gebir y quizás
al fin a los grandes saltos de Rauros donde el Río cae atronando desde Nen
Hithoel; y hay otros peligros. Las embarcaciones harán que vuestro viaje sea
menos trabajoso por un tiempo. Sin embargo, no os aconsejarán: al fin tendréis
que dejarlas a ellas y al río y marchar hacia el oeste, o el este.
Aragorn agradeció a Celeborn repetidas veces. La noticia de los botes lo
tranquilizó, pues durante unos días no sería necesario decidir el curso. Los otros
parecían también más esperanzados. Cualesquiera fuesen los peligros que los
esperaban allá adelante, parecía mejor ir a encontrarlos navegando el ancho
Anduin aguas abajo que caminar trabajosamente con las espaldas dobladas. Sólo
Sam titubeaba: él por lo menos pensaba aún que los botes eran tan malos como
los caballos salvajes, si no peores y no todos los peligros a los que había
sobrevivido le habían probado lo contrario.
—Todo estará preparado para vosotros y os esperará en el puerto antes del
mediodía —dijo Celeborn—. Os enviaré a mi gente en la mañana para que os
ay ude en los preparativos del viaje. Ahora os desearemos a todos buenas noches
y un sueño tranquilo.
—¡Buenas noches, amigos míos! —dijo Galadriel—. ¡Dormid en paz! No os
preocupéis demasiado esta noche pensando en el camino. Pues los caminos que
seguiréis todos vosotros y a se extienden quizás a vuestros pies, aunque no los
veáis aún. ¡Buenas noches!
La Compañía se despidió y regresó al pabellón. Legolas fue con ellos, pues ésta
era la última noche que pasarían en Lothlórien y a pesar de las palabras de
Galadriel deseaban estar todos juntos y discutir los pormenores del viaje.
Durante largo tiempo hablaron de lo que harían y cómo llevarían a cabo la
misión que concernía al Anillo; pero no llegaron a ninguna decisión. Era obvio
que la may oría deseaba ir primero a Minas Tirith y escapar así al menos por un
tiempo al terror del enemigo. Estaban dispuestos a seguir a un guía hasta la otra
orilla y aun entrar en las sombras de Mordor, pero Frodo callaba y Aragorn
vacilaba todavía.
El plan de Aragorn, mientras Gandalf estaba aún con ellos, había sido ir con
Boromir y ay udar a la liberación de Gondor. Pues creía que el mensaje del
sueño era un mandato y que había llegado al fin la hora en que el heredero de
Elendil aparecería para luchar contra el dominio de Sauron. Pero en Moria había
tenido que tomar la carga de Gandalf y sabía que ahora no podía dejar de lado el
Anillo, si Frodo se negaba a ir con Boromir. ¿Y sin embargo de qué modo podría
él, o cualquier otro de la Compañía, ay udar a Frodo, salvo acompañándolo a
ciegas a la oscuridad?
—Iré a Minas Tirith, sólo si fuera necesario, pues es mi deber —dijo Boromir
y luego calló un rato, sentado y con los ojos clavados en Frodo, como si tratara
de leer los pensamientos del mediano. Al fin retomó la palabra, como discutiendo
consigo mismo—. Si sólo te propones destruir el Anillo —dijo—, la guerra y las
armas no servirán de mucho y los Hombres de Minas Tirith no podrán ay udarte.
Pero si deseas destruir el poder armado del Señor Oscuro, sería una locura entrar
sin fuerzas en esos dominios y una locura sacrificar… Se interrumpió de pronto,
como si hubiese advertido que estaba pensando en voz alta. Sería una locura
sacrificar vidas, quiero decir —concluy ó—. Se trata de elegir entre defender una
plaza fortificada y marchar directamente hacia la muerte. Al menos, así es
como y o lo veo.
Frodo notó algo nuevo y extraño en los ojos de Boromir y lo miró con
atención. Lo que Boromir acababa de decir no era lo que él pensaba,
evidentemente. Sería una locura sacrificar ¿qué? ¿El Anillo de Poder? Boromir
había dicho algo parecido en el Concilio, aunque había aceptado entonces la
corrección de Elrond. Frodo miró a Aragorn, pero el montaraz parecía hundido
en sus propios pensamientos y no daba muestras de haber oído las palabras de
Boromir. Y así terminó la discusión. Merry y Pippin y a estaban dormidos y Sam
cabeceaba. La noche envejecía.
A la mañana, mientras comenzaban a embalar las pocas cosas que les quedaban,
unos elfos que hablaban la lengua de la Compañía vinieron a traerles regalos de
comida y ropa para el viaje. La comida consistía principalmente en galletas,
preparadas con una harina que estaba un poco tostada por afuera y que por
dentro tenía un color de crema. Gimli tomó una de las galletas y la miró con ojos
dudosos.
—Cram —dijo a media voz mientras mordisqueaba una punta quebradiza. La
expresión del enano cambió rápidamente y se comió todo el resto de la galleta
saboreándola con delectación.
—¡Basta, basta! —gritaron los elfos riendo—. Has comido suficiente para
toda una jornada.
—Pensé que era sólo una especie de cram, como los que preparan los
Hombres del Valle para viajar por el desierto —dijo el enano.
Así es —respondieron los elfos—. Pero nosotros lo llamamos lembas o pan
del camino y es más fortificante que cualquier comida preparada por los
hombres y es más agradable que el cram, desde cualquier punto de vista.
—Por cierto —dijo Gimli—. En realidad es mejor que los bizcochos de miel
de los Beórnidas y esto es un gran elogio, pues no conozco panaderos mejores.
Aunque estos días no parecen estar interesados en darles bizcochos a los viajeros.
¡Sois anfitriones muy amables!
—De cualquier modo, os aconsejamos que cuidéis de la comida —dijeron los
elfos—. Comed poco cada vez y sólo cuando sea necesario. Pues os damos estas
cosas para que os sirvan cuando falte todo lo demás. Las galletas se conservarán
frescas muchos días, si las guardáis enteras y en las envolturas de hojas en que
las hemos traído. Una sola basta para que un viajero aguante en pie toda una dura
jornada, aunque sea un hombre alto de Minas Tirith.
Los elfos abrieron luego los paquetes de ropas y las repartieron entre los
miembros de la Compañía. Habían preparado para cada uno y en las medidas
correspondientes, una capucha y una capa, de esa tela sedosa, liviana y abrigada
que tejían los Galadrim. Era difícil saber de qué color eran: parecían grises, con
los tonos del crepúsculo bajo los árboles; pero si se las movía, o se las ponía en
otra luz, eran verdes como las hojas a la sombra, o pardas como los campos en
barbecho al anochecer, o de plata oscura como el agua a la luz de las estrellas.
Las capas se cerraban al cuello con un broche que parecía una hoja verde de
nervaduras de plata.
—¿Son mantos mágicos? —preguntó Pippin mirándolos con asombro.
—No sé a qué te refieres —dijo el jefe de los elfos—. Son vestiduras
hermosas y la tela es buena, pues ha sido tejida en este país. Son por cierto ropas
élficas, si eso querías decir. Hoja y rama, agua y piedra: tienen el color y la
belleza de todas esas cosas que amamos a la luz del crepúsculo en Lórien, pues
en todo lo que hacemos ponemos el pensamiento de todo lo que amamos. Sin
embargo son ropas, no armaduras y no pararán ni la flecha ni la espada. Pero os
serán muy útiles: son livianas para llevar, abrigadas o frescas de acuerdo con las
necesidades del momento. Y os ay udarán además a manteneros ocultos de
miradas indiscretas, y a caminéis entre piedras o entre árboles. ¡La Dama os
tiene en verdad en gran estima! Pues ha sido ella misma y las doncellas que la
sirven quienes han tejido esta tela, y nunca hasta ahora habíamos vestido a
extranjeros con las ropas de los nuestros.
Luego de un almuerzo temprano la Compañía se despidió del prado junto a la
fuente. Todos sentían un peso en el corazón, pues el sitio era hermoso y había
llegado a convertirse en un hogar para ellos, aunque no sabían bien cuántos días y
noches habían pasado allí. Se habían detenido un momento a mirar el agua
blanca a la luz del sol cuando Haldir se les acercó cruzando el pasto del claro.
Frodo lo saludó con alegría.
—Vengo de las Defensas del Norte —dijo el elfo—, y he sido enviado para
que os sirva otra vez de guía. En el Valle del Arroy o Sombrío hay vapores y
nubes de humo y las montañas están perturbadas. Hay ruidos en las
profundidades de la tierra. Si alguno de vosotros ha pensado en regresar por el
norte, no podría cruzar. ¡Pero adelante! Vuestro camino va ahora hacia el sur.
Caminaron atravesando Caras Galadon, las sendas verdes estaban desiertas,
pero arriba en los árboles se oían muchas voces que murmuraban y cantaban. El
grupo marchaba en silencio. Al fin Haldir los llevó cuesta abajo por la pendiente
meridional de la colina y llegaron así de nuevo a la puerta iluminada por faroles
y al puente blanco; y por allí salieron dejando la ciudad de los elfos. Casi en
seguida abandonaron la ruta empedrada y tomaron un sendero que se internaba
en un bosque espeso de mallorn y avanzaron serpenteando entre bosques
ondulantes de sombras de plata, descendiendo siempre al sur y al este hacia las
orillas del Río.
Habían recorrido y a unas diez millas y el mediodía estaba próximo cuando
llegaron a una alta pared verde. Pasaron por una abertura y se encontraron fuera
de la zona de árboles. Ante ellos se extendía un prado largo de hierba brillante,
salpicado de elanor doradas que brillaban al sol. El prado concluía en una lengua
estrecha entre márgenes relucientes: a la derecha y al oeste corría centelleando
el Cauce de Plata; a la izquierda y al este bajaban las aguas amplias, profundas y
oscuras del Río Grande. En las orillas opuestas los bosques proseguían hacia el sur
hasta perderse de vista, pero las orillas mismas estaban desiertas y desnudas.
Ningún mallorn alzaba sus ramas doradas más allá del País de Lórien.
En las márgenes del Cauce de Plata, a cierta distancia de donde se
encontraban las corrientes, había un embarcadero de piedras blancas y maderos
blancos, y amarrados allí numerosos botes y barcas. Algunos estaban pintados
con colores muy brillantes, plata y oro y verde, pero casi todos eran blancos o
grises. Tres pequeñas barcas grises habían sido preparadas para los viajeros y los
elfos cargaron en ellas los paquetes de ropa y comida. Y añadieron además unos
rollos de cuerda, tres por cada barca. Las cuerdas parecían delgadas pero
fuertes, sedosas al tacto, grises como los mantos de los elfos.
—¿Qué es esto? —preguntó Sam tocando un rollo que y acía sobre la hierba.
—¡Cuerdas, por supuesto! —respondió un elfo desde las barcas—. ¡Nunca
vay as lejos sin una cuerda! Una cuerda larga, fuerte y liviana, puede ser una
buena ay uda en muchas ocasiones.
—¡Que me lo digan a mí! —exclamó Sam—. No traje ninguna y he estado
preocupado desde entonces. Pero me preguntaba qué material es éste, pues algo
sé de confección de cuerdas: está en la familia, por así decirlo.
—Son cuerdas de hithlain —dijo el elfo—; pero no hay tiempo ahora de
instruirte en el arte de fabricar cuerdas. Si hubiéramos sabido de tu interés,
podríamos haberte enseñado muchas cosas. Pero ahora, ay, a menos que un día
vuelvas aquí, tendrás que contentarte con nuestro regalo. ¡Que te sea útil!
—¡Vamos! —dijo Haldir—. Está todo listo. ¡Embarcad! ¡Pero tened cuidado
al principio!
—¡No olvidéis este consejo! —dijeron los otros elfos—. Estas son
embarcaciones livianas y distintas de las de otras gentes. No se hundirán, aunque
las carguéis demasiado, pero no son fáciles de manejar. Deberíais acostumbraros
a subir y a bajar, aprovechando que hay aquí un embarcadero, antes de lanzaros
aguas abajo.
La Compañía se repartió así: Aragorn, Frodo y Sam iban en una barca; Boromir,
Merry y Pippin en otra; y en la tercera Legolas y Gimli, que ahora eran grandes
amigos. Esta última embarcación llevaba además la may or parte de las
provisiones y paquetes. Las barcas eran impulsadas y dirigidas con unos remos
cortos de pala ancha en forma de hoja. Cuando todo estuvo preparado, Aragorn
decidió probarlas en el Cauce de Plata. La corriente era rápida y progresaban
lentamente. Sam, sentado en la proa, las manos aferradas a los bordes, miraba
nostálgico la orilla. Los reflejos del sol en el agua lo enceguecían. Más allá del
campo verde de la Lengua los árboles crecían otra vez en las márgenes. Aquí y
allá unas hojas doradas se balanceaban en el agua. El aire era brillante y
tranquilo y todo estaba en silencio, excepto el canto de las alondras.
Doblaron en un recodo del río y allí, navegando orgullosamente hacia ellos,
vieron un cisne de gran tamaño. El agua se abría en ondas a cada lado del pecho
blanco, bajo el cuello curvo. El pico del ave chispeaba como oro bruñido y los
ojos relucían como azabache engarzado en piedras amarillas; las inmensas alas
blancas se alzaban a medias. Una música lo acompañaba mientras descendía por
el río; y de pronto se dieron cuenta de que el cisne era una nave construida y
esculpida con todo el arte élfico. Dos elfos vestidos de blanco la impulsaban con
la ay uda de unas palas negras. En medio de la embarcación estaba sentado
Celeborn y detrás venía Galadriel, de pie, alta y blanca; una corona de flores
doradas le ceñía los cabellos y en la mano sostenía un arpa pequeña y cantaba.
Triste y dulce era el sonido de la voz de Galadriel en el aire claro y fresco.
He cantado las hojas, las hojas de oro, y allí crecían hojas de oro;
he cantado el viento, y un viento vino y sopló entre las ramas.
Más allá del sol, más allá de la luna, había espuma en el mar,
y cerca de la playa de Ilmarin crecía un árbol de oro, y brillaba
en Eldamar bajo las estrellas de la Noche Eterna,
en Eldamar junto a los muros de Tirion de los Elfos.
Allí crecieron durante largos años las hojas doradas,
mientras que aquí, más allá de los Mares Separadores,
corren ahora las lágrimas élficas.
Oh Lórien. Llega el invierno, el día desnudo y deshojado;
las hojas caen en el agua, el río fluye alejándose.
Oh Lórien. Demasiado he vivido en estas costas
y he entretejido la elanor de oro en una corona evanescente.
Pero si ahora he de cantar a las naves, ¿qué nave vendrá a mí,
qué nave me llevará de vuelta por un océano tan ancho?
Aragorn detuvo la barca mientras la nave-cisne se acercaba. La Dama dejó
de cantar y les dio la bienvenida.
—Hemos venido a daros nuestro último adiós —dijo— y acompañar vuestra
partida con nuestras bendiciones.
—Aunque habéis sido nuestros huéspedes —dijo Celeborn— todavía no
habéis comido con nosotros, y os invitamos por lo tanto a un festín de despedida,
aquí entre las aguas que os llevarán lejos de Lórien.
El Cisne se adelantó lentamente hacia el embarcadero y los otros botes dieron
media vuelta y fueron detrás. Allí, en los extremos de Egladil y sobre la hierba
verde se celebró el festín de despedida; pero Frodo comió y bebió poco, atento
sólo a la belleza de la Dama y a su voz. Ya no le parecía ni peligrosa ni terrible, ni
poseedora de un poder oculto. La veía y a como los hombres de tiempos
ulteriores vieron a los elfos presentes y sin embargo remotos, una visión animada
de aquello que la corriente incesante del Tiempo había dejado atrás.
Luego de haber comido y bebido, sentados en la hierba, Celeborn les habló otra
vez del viaje y alzando la mano señaló al sur los bosques que se extendían más
allá de la Lengua.
—Cuando vay áis aguas abajo —dijo—, veréis que los árboles irán
disminuy endo hasta que al fin llegaréis a una región árida. Allí el río corre por
valles pedregosos entre altos páramos, hasta que después de muchas leguas se
encuentra con Escarpa, la isla alta que llamamos Tol Brandir. El agua rodea las
costas escarpadas de la isla para precipitarse luego con mucho estrépito y humo
por las cataratas de Rauros al cauce del Nindalf, el Cancha Aguada en vuestra
lengua. Es una vasta región de pantanos inertes donde las aguas se dividen en
muchos tortuosos brazos. En este sitio el Entaguas afluy e por numerosas bocas
desde Rohan. Del otro lado se elevan las colinas desnudas de Emy n Muil. El
viento sopla allí del este, pues estas elevaciones llevan por encima de las
Ciénagas Muertas y las Tierras de Nadie a Cirith Gorgor y las puertas negras de
Mordor.
» Boromir y aquellos que vay an con él en busca de Minas Tirith tendrán que
dejar el Río Grande antes de Rauros y cruzar el Entaguas antes que desemboque
en las ciénagas. Sin embargo no han de remontar demasiado esa corriente, ni
correr el riesgo de perder el rumbo en el Bosque de Fangorn. Son tierras
extrañas, ahora poco conocidas. Pero seguro que Boromir y Aragorn no
necesitan de esta advertencia.
—Sí, hemos oído hablar de Fangorn en Minas Tirith —dijo Boromir—. Pero
lo que he oído me ha parecido en gran parte cuentos de viejas, adecuados para
niños. Todo lo que se encuentra al norte de Rohan está para nosotros tan lejos que
es posible imaginar cualquier cosa. Fangorn es desde hace tiempo una frontera
de Gondor, pero han pasado generaciones sin que ninguno de nosotros visitara
esas tierras, probando así o desaprobando las ley endas que nos llegaron de
antaño.
» Yo mismo he estado a veces en Rohan, pero nunca atravesé la región hacia
el norte. Cuando tuve que llevar algún mensaje marché por El Paseo bordeando
las Montañas Blancas y crucé el Isen y el Fontegrís para pasar a Norlanda. Un
viaje largo y fatigoso. Cuatrocientas leguas conté entonces, y me llevaron
muchos meses, pues perdí mi caballo en Tharbad, vadeando el Aguada Gris.
Después de ese viaje y el camino que he hecho con esta Compañía, no dudo de
que encontraría un modo de atravesar Rohan, y Fangorn también si fuese
necesario.
—Entonces no tengo más que decir —concluy ó Celeborn—. Pero no
desprecies las tradiciones que nos llegan de antaño; ocurre a menudo que las
viejas guardan en la memoria cosas que los sabios de otro tiempo necesitaban
saber.
Galadriel se levantó entonces de la hierba y tomando una copa de manos de una
doncella, la llenó de hidromiel blanco y se la tendió a Celeborn.
—Ahora es tiempo de beber la copa del adiós —dijo—. ¡Bebed, Señor de los
Galadrim! Y que tu corazón no esté triste, aunque la noche tendrá que seguir al
mediodía y y a la tarde lleva a la noche.
En seguida ella llevó la copa a cada uno de los miembros de la Compañía,
invitándolos a beber y a despedirse. Pero cuando todos hubieron bebido les
ordenó que se sentaran otra vez en la hierba, y las doncellas trajeron unas sillas
para ella y Celeborn. Las doncellas esperaron un rato a los huéspedes. Al fin
habló otra vez.
—Hemos bebido la copa de la despedida —dijo— y las sombras caen ahora
entre nosotros. Pero antes que os vay áis, he traído en mi barca unos regalos que
el Señor y la Dama de los Galadrim os ofrecen ahora en recuerdo de Lothlórien.
En seguida los llamó a uno por uno.
—Este es el regalo de Celeborn y Galadriel al guía de vuestra Compañía —le
dijo a Aragorn y le dio una vaina que habían hecho especialmente para la espada
que llevaba el nombre de Andúril, y que estaba adornada por flores y hojas
entretejidas de oro y plata y por numerosas gemas dispuestas como runas élficas
en las que se leía el nombre y el linaje de la espada—. La hoja que sale de esta
vaina no tendrá manchas ni se quebrará, aun en la derrota. ¿Pero hay alguna otra
cosa que desearías de mí en este momento de la separación? Pues las tinieblas
descenderán entre nosotros y es posible que no volvamos a encontrarnos, a no ser
lejos de aquí en un camino del que no se vuelve.
Y Aragorn respondió:
—Señora, conoces bien todos mis deseos, y durante mucho tiempo guardaste
el único tesoro que busco. Sin embargo, no depende de ti dármelo, aunque ésa
fuera tu voluntad; y sólo llegaré a él internándome en las tinieblas.
—Entonces quizás esto te alivie el corazón —dijo Galadriel—, pues quedó a
mi cuidado para que te lo diera si llegabas a pasar por aquí. —Galadriel alzó
entonces una piedra de color verde claro que tenía en el regazo, montada en un
broche de plata que imitaba a un águila con las alas extendidas, y mientras ella la
sostenía en lo alto la piedra centelleaba como el sol que se filtra entre las hojas de
la primavera—. Esta piedra se la he dado a mi hija Celebrian y ella a su hija y
ahora llega a ti como una señal de esperanza. En esta hora toma el nombre que
se previó para ti: ¡Elessar, la Piedra de Elfo de la casa de Elendil!
Aragorn tomó entonces la piedra y se la puso al pecho y quienes lo vieron se
asombraron mucho, pues no habían notado antes qué alto y majestuoso era,
como si se hubiera desprendido de muchos años.
—Te agradezco los regalos que me has dado —dijo Aragorn—, oh Dama de
Lórien de quien descienden Celebrian y Arwen, la Estrella de la Tarde. ¿Qué
elogio podría ser más elocuente?
La Dama inclinó la cabeza y luego se volvió a Boromir y le dio un cinturón
de oro, y a Merry y a Pippin les dio pequeños cinturones de plata, con broches
labrados como flores de oro. A Legolas le dio un arco como los que usan los
Galadrim, más largo y fuerte que los arcos del Bosque Negro, y la cuerda era de
cabellos élficos. Había también un carcaj de flechas.
—Para ti, pequeño jardinero y amante de los árboles —le dijo a Sam—,
tengo sólo un pequeño regalo —y le puso en la mano una cajita de simple
madera gris, sin ningún adorno excepto una runa de plata en la tapa—. Esto es
una G por Galadriel —dijo—, pero podría referirse a jardín[5] , en vuestra
lengua. Esta caja contiene tierra de mi jardín y lleva las bendiciones que
Galadriel todavía puede otorgar. No te protegerá en el camino ni te defenderá
contra el peligro, pero si la conservas y vuelves un día a tu casa, quizá tengas
entonces tu recompensa. Aunque encontraras todo seco y arruinado, pocos
jardines de la Comarca florecerán como el tuy o si esparces allí esta tierra.
Entonces te acordarás de Galadriel y tendrás una visión de la lejana Lórien, que
viste en invierno. Pues nuestra primavera y nuestro verano han quedado atrás y
nunca se verán otra vez, excepto en la memoria.
Sam enrojeció hasta las orejas y murmuró algo ininteligible y tomando la
caja saludó como pudo con una reverencia.
—¿Y qué regalo le pediría un enano a los elfos? —dijo Galadriel volviéndose
a Gimli.
—Ninguno, Señora —respondió Gimli—. Es suficiente para mí haber visto a
la Dama de los Galadrim y haber oído tan gentiles palabras.
—¡Escuchad vosotros, elfos! —dijo la Dama mirando a la gente de alrededor
—. Que nadie vuelva a decir que los enanos son codiciosos y antipáticos. Pero tú,
Gimli hijo de Glóin, algo desearás que y o pueda darte. ¡Nómbralo, y es una
orden! No serás el único huésped que se va sin regalo.
—No deseo nada, Dama Galadriel —dijo Gimli inclinándose y balbuciendo
—. Nada, a menos que… a menos que se me permita pedir, qué digo, nombrar
uno solo de vuestros cabellos, que supera al oro de la tierra así como las estrellas
superan a las gemas de las minas. No pido ese regalo, pero me ordenasteis que
nombrara mi deseo.
Los elfos se agitaron y murmuraron estupefactos, y Celeborn miró con
asombro a Gimli, pero la Dama sonreía.
—Se dice que los enanos son más hábiles con las manos que con la lengua —
dijo—, pero esto no se aplica a Gimli. Pues nadie me ha hecho nunca un pedido
tan audaz y sin embargo tan cortés. ¿Y cómo podría rehusarme si y o misma le
ordené que hablara? Pero dime, ¿qué harás con un regalo semejante?
—Atesorarlo, Señora —respondió Gimli—, en recuerdo de lo que me dijisteis
en nuestro primer encuentro. Y si vuelvo alguna vez a las forjas de mi país, lo
guardaré en un cristal imperecedero como tesoro de mi casa y como prenda de
buena voluntad entre la Montaña y el Bosque hasta el fin de los días.
La Dama se soltó entonces una de las largas trenzas, cortó tres cabellos
dorados y los puso en la mano de Gimli.
—Estas palabras acompañan al regalo —dijo—. No profetizo nada, pues toda
profecía es vana ahora; de un lado hay oscuridad y del otro nada más que
esperanza. Si la esperanza no falla, y o te digo, Gimli hijo de Glóin, que el oro te
desbordará en las manos, y sin embargo no tendrá ningún poder sobre ti.
» Y tú, Portador del Anillo —dijo la Dama, volviéndose a Frodo—; llego a ti
en último término, aunque en mis pensamientos no eres el último. Para ti he
preparado esto. —Alzó un frasquito de cristal, que centelleaba cuando ella lo
movía, y unos ray os de luz le brotaron de la mano—. En este frasco —dijo ella—
he recogido la luz de la estrella de Eärendil, tal como apareció en las aguas de mi
fuente. Brillará más en la noche. Que sea para ti una luz en los sitios oscuros,
cuando todas las otras luces se hay an extinguido. ¡Recuerda a Galadriel y el
espejo!
Frodo tomó el frasco y la luz brilló un instante entre ellos y él la vio de nuevo
erguida como una reina, grande y hermosa, pero y a no terrible. Se inclinó, sin
saber qué decir.
La Dama se puso entonces de pie y Celeborn los guió de vuelta al muelle. La luz
amarilla del mediodía se extendía sobre la hierba verde de la Lengua y en el
agua había reflejos plateados. Todo estaba listo al fin. La Compañía ocupó los
puestos de antes en las barcas. Mientras gritaban adiós, los elfos de Lórien los
empujaron con las largas varas grises a la corriente del río y las aguas ondulantes
los llevaron lentamente. Los viajeros estaban sentados y no hablaban ni se
movían. De pie sobre la hierba verde, en la punta misma de la Lengua, la figura
de la Dama Galadriel se erguía solitaria y silenciosa. Cuando pasaron ante ella
los viajeros se volvieron y miraron cómo iba alejándose lentamente sobre las
aguas. Pues así les parecía: Lórien se deslizaba hacia atrás como una nave
brillante que tenía como mástiles unos árboles encantados; se alejaba navegando
hacia costas olvidadas, mientras que ellos se quedaban allí, descorazonados, a
orillas de un mundo deshojado y gris.
Miraban aún cuando el Cauce de Plata desapareció en las aguas del Río
Grande, y las embarcaciones viraron y fueron hacia el sur. La forma blanca de
la Dama fue pronto distante y pequeña. Brillaba como el cristal de una ventana a
la luz del sol poniente en una lejana colina, o como un lago remoto visto desde
una cima montañosa: un cristal caído en el regazo de la tierra. En seguida le
pareció a Frodo que ella alzaba los brazos en un último adiós, y el viento que
venía siguiéndolos les trajo desde lejos pero con una penetrante claridad, la voz
de la Dama, que cantaba. Pero ahora ella cantaba en la antigua lengua de los
Elfos de Más Allá del Mar y Frodo no entendía las palabras; bella era la música,
pero no le traía ningún consuelo.
Sin embargo, como ocurre con las palabras élficas, los versos se le grabaron
en la memoria y tiempo después los tradujo como mejor pudo: el lenguaje era el
de las canciones y hablaba de cosas poco conocidas en la Tierra Media.
Ai! laurië lantar lassi súrinen!
Yéni únótime ve rámar aldaron,
yéni ve linte yuldar vánier
mi oromardi lisse-miruvóreva
Andúne pella Vardo tellumar
nu luini yassen tintilar í eleni
ómaryo airetári-lírínen.
Sí rnan i yulna nin enquantuva?
An sí Tintalle Varda Oiolossëo
ve fanyar máryat Elentári ortane
ar ilye tier unduláve lumbule,
ar sindanóriello carta mornië
i falmalinnar imbe met, ar hísië
untúpa Calaciryo míri oiale.
Sí vanwa na, Rómello vanwa, Valimar!
Namárië Nai biruvalye Valimar.
Nai elye hiruwa. Namárië!
« ¡Ah, como el oro caen las hojas en el viento! E innumerables como las alas
de los árboles son los años. Los años han pasado como sorbos rápidos y dulces de
hidromiel blanco en las salas de más allá del Oeste, bajo las bóvedas azules de
Varda, donde las estrellas tiemblan cuando oy en el sonido de esa voz,
bienaventurada y real. ¿Quién me llenará de nuevo la copa? Pues ahora la
Hechicera, Varda, la Reina de las Estrellas, desde el Monte Siempre Blanco ha
alzado las manos como nubes, y todos los caminos se han ahogado en sombras y
la oscuridad que ha venido de un país gris se extiende sobre las olas espumosas
que nos separan, y la niebla cubre para siempre las joy as de Calaciry a. Ahora se
ha perdido, ¡perdido para aquellos del Este, Valimar! ¡Adiós! Quizás encuentres a
Valimar. Quizá tú lo encuentres. ¡Adiós!» Varda es el nombre de la Dama que
los elfos de estas tierras de exilio llaman Elbereth.
De pronto el río describió una curva y las orillas se elevaron a los lados,
ocultando la luz de Lórien. Frodo no vería nunca más aquel hermoso país.
Los viajeros volvieron la cabeza y miraron adelante: el sol se levantaba ante
ellos, encegueciéndolos, y todos tenían lágrimas en los ojos. Gimli sollozaba.
—Mi última mirada ha sido para aquello que era más hermoso —le dijo a su
compañero Legolas—. De aquí en adelante a nada llamaré hermoso si no es un
regalo de ella.
Se llevó la mano al pecho.
—Dime, Legolas —continuó—, ¿cómo me he incorporado a esta misión? ¡Yo
ni siquiera sabía dónde estaba el peligro may or! Elrond decía la verdad cuando
anunciaba que no podíamos prever lo que encontraríamos en el camino. El
peligro que y o temía era el tormento en la oscuridad y eso no me retuvo. Pero si
hubiese conocido el peligro de la luz y de la alegría, no hubiese venido. Mi peor
herida la he recibido en esta separación, aunque cay era hoy mismo en manos
del Señor Oscuro. ¡Ay de Gimli hijo de Glóin!
—¡No! —dijo Legolas—. ¡Ay de todos nosotros! Y de todos aquellos que
recorran el mundo en los días próximos. Pues tal es el orden de las cosas:
encontrar y perder, como le parece a aquel que navega siguiendo el curso de las
aguas. Pero te considero una criatura feliz, Gimli hijo de Glóin, pues tú mismo
has decidido sufrir esa pérdida, y a que hubieras podido elegir de otro modo. Pero
no has olvidado a tus compañeros, y como última recompensa el recuerdo de
Lothlórien no se te borrará del corazón y será siempre claro y sin mancha y
nunca empalidecerá ni se echará a perder.
—Quizá —dijo Gimli— y gracias por tus palabras. Palabras verdaderas sin
duda, pero esos consuelos no me reconfortan. Lo que el corazón desea no son
recuerdos. Eso es sólo un espejo, aunque sea tan claro como Kheled-zâram. O al
menos eso es lo que dice el corazón de Gimli el enano. Quizá los elfos vean las
cosas de otro modo. En verdad he oído que para ellos la memoria se parece al
mundo de la vigilia más que al de los sueños. No es así para los enanos.
» Pero dejemos el tema. ¡Mira la barca! Está muy hundida en el agua con
tanto peso y el Río Grande es rápido. No tengo ganas de ahogar las penas en agua
fría.
Gimli tomó una pala y guió el bote hacia la orilla occidental, siguiendo la
embarcación de Aragorn que iba adelante y y a había dejado la corriente del
medio.
Así la compañía continuó navegando en aquellas aguas rápidas y anchas,
arrastrada siempre hacía el sur. Unos bosques desnudos se levantaban en una y
otra orilla y nada podían ver de las tierras que se extendían por detrás. La brisa
murió y el río fluy ó en silencio. No se oían cantos de pájaros. El sol fue
velándose a medida que el día avanzaba, hasta que al fin brilló en un cielo pálido
como una alta perla blanca. Luego se desvaneció en el oeste y el crepúsculo fue
temprano y lo siguió una noche gris y sin estrellas. Llegaron las horas negras y
calladas y ellos siguieron navegando, guiando los botes a la sombra de los
bosques occidentales. Los grandes árboles pasaban junto a ellos como espectros,
hundiendo en el agua a través de la bruma las raíces retorcidas y sedientas. La
noche era lúgubre y fría. Frodo, inmóvil, escuchaba el débil golpeteo de las aguas
en la orilla y los gorgoteos entre las raíces y las maderas flotantes, hasta que al
fin sintió que le pesaba la cabeza y cay ó en un sueño intranquilo.
9
El Río Grande
S am
despertó a Frodo. Frodo vio que estaba tendido, bien arropado, bajo unos
árboles altos de corteza gris en un rincón tranquilo del bosque, en la margen
occidental del Río Grande, el Anduin. Había dormido toda la noche, y el gris del
alba asomaba apenas entre las ramas desnudas. Gimli estaba allí cerca, cuidando
de un pequeño fuego.
Partieron otra vez antes que aclarara del todo. No porque la may oría de los
viajeros tuviera prisa en llegar al sur: estaban contentos de poder esperar algunos
días antes de tomar una decisión, la que sería inevitable cuando llegaran a Rauros
y a la Isla de Escarpa; y se dejaron llevar por las aguas del río, pues no tenían
ningún deseo de correr hacia los peligros que les esperaban más allá, cualquiera
fuese el curso que tomaran. Aragorn dejaba que se desplazaran según criterio de
cada uno, ahorrando fuerzas para las fatigas que vendrían luego. Insistía, sin
embargo, en la necesidad de iniciar la jornada temprano, todos los días, y de
prolongarla hasta bien caída la tarde, pues le decía el corazón que el tiempo
apretaba y no creía que el Señor Oscuro se hubiese quedado cruzado de brazos
mientras ellos se retrasaban en Lórien.
Ese día al menos no vieron ninguna señal del enemigo y tampoco al día
siguiente. Pasaban las horas, grises y monótonas, y no ocurría nada. En el tercer
día de viaje el paisaje fue cambiando poco a poco: ralearon los árboles y al fin
desaparecieron del todo. Sobre la orilla oriental, a la izquierda, unas lomas
alargadas subían aseándose; parecían resecas y quemadas, como si un fuego
hubiese pasado sobre ellas y no hubiera dejado con vida ni una sola hoja verde:
era una región hostil donde no había ni siquiera un árbol quebrado o una piedra
desnuda que aliviaran aquella desolación. Habían llegado a las Tierras Pardas,
una región vasta y abandonada que se extiende entre el Bosque Negro del Sur y
las colinas de Emy n Muil. Ni siquiera Aragorn sabía qué pestilencia, qué guerra o
qué mala acción del enemigo había devastado de ese modo toda la región.
Hacia el oeste y a la derecha el terreno era también sin árboles, pero llano y
verde en muchos sitios con amplios prados de hierba. De este lado del río crecían
florestas de juncos, tan altos que ocultaban todo el oeste, y los botes pasaban
rozando aquellas márgenes oscilantes. Los plumajes sombríos y resecos se
inclinaban y alzaban con un susurro blando y triste en el leve aire fresco. De
cuando en cuando Frodo alcanzaba a ver brevemente entre los juncos unos
terrenos ondulados y mucho más allá unas colinas envueltas en la luz del
crepúsculo y sobre el horizonte una línea oscura: las estribaciones meridionales
de las Montañas Nubladas.
No habían encontrado hasta entonces ninguna criatura, excepto pájaros. Los
pequeños volátiles silbaban y piaban entre los juncos, pero se los veía muy
raramente. Una o dos veces oy eron el movimiento rápido y el sonido quejoso de
unas alas de cisnes y alzando los ojos vieron una bandada que atravesaba el cielo.
—¡Cisnes! —dijo Sam—. ¡Y muy grandes!
—Sí —dijo Aragorn—, cisnes negros.
—¡Qué inmenso y desierto y lúgubre me parece todo este país! —dijo Frodo
—. Siempre creí que y endo hacia el sur uno encontraba regiones cada vez más
cálidas y alegres, hasta que y a no había invierno.
—Pero aún no hemos llegado bastante al sur —dijo Aragorn—. Todavía es
invierno y estamos lejos del mar. Aquí el mundo es frío y la primavera llega
bruscamente; puede haber nieve todavía. Allá abajo en la Bahía de Belfalas
donde desemboca el Anduin, las tierras son más cálidas y alegres, quizás, o lo
serían si no existiera el enemigo. Pero no creo que estemos a más de sesenta
leguas, me parece, al sur de la Cuaderna del Sur en tu Comarca, a cientos de
millas más allá. Ahora estás mirando hacia el sudoeste, por encima de las
llanuras septentrionales de la Marca de los Jinetes, Rohan, el país de los Señores
de los Caballos. No tardaremos en llegar a las bocas del Limclaro que desciende
de Fangorn para unirse al Río Grande. Esa es la frontera norte de Rohan y todo lo
que se extiende entre el Limclaro y las Montañas Blancas perteneció en otro
tiempo a los Rohirrim. Es una tierra amable y rica, de pastos incomparables,
pero en estos días nefastos la gente no habita junto al río ni cabalga a menudo
hasta la orilla. El Anduin es ancho y sin embargo los orcos pueden disparar sus
flechas por encima de la corriente, y se dice que en los últimos años se han
atrevido a atravesar las aguas y atacar las manadas y establos de Rohan.
Sam miraba a una y otra orilla, intranquilo. Antes los árboles habían parecido
hostiles, como si ocultaran ojos secretos y peligros inminentes. Ahora deseaba
que los árboles estuviesen todavía allí. Le parecía que la Compañía estaba
demasiado expuesta, navegando en botes abiertos entre tierras que no ofrecían
ningún abrigo y en un río que era una frontera de guerra.
En los dos o tres días siguientes, mientras avanzaban regularmente hacia el
sur, esta impresión de inseguridad invadió a toda la Compañía. Durante un día
entero empuñaron las palas para apresurar la marcha. Las orillas desfilaron. El
río pronto se ensanchó y se hizo más profundo; unas largas play as pedregosas se
extendieron al este y había bancos de arena en el agua, que demandaban
atención. Las Tierras Pardas se elevaron en planicies desiertas, sobre las que
soplaba un viento helado del este. En el otro lado los prados se habían convertido
en terrenos quebrados de hierba seca, en una región de matas y zarzas. Frodo se
estremeció recordando los prados y fuentes, el sol claro y las lluvias suaves de
Lothlórien. En los botes no había mucha conversación y ninguna risa. Todos
parecían ensimismados.
El corazón de Legolas corría bajo las estrellas de una noche de verano en
algún claro septentrional entre los bosques de hay as; Gimli tocaba oro
mentalmente, preguntándose si ese metal servirla para guardar el regalo de la
Dama. Merry y Pippin en el bote del medio no se sentían tranquilos, pues
Boromir no dejaba de murmurar entre dientes, a veces mordiéndose las uñas,
como consumido por alguna duda o inquietud, a veces tomando una pala y
tratando de poner la barca detrás de la de Aragorn. Pippin, que estaba sentado en
la proa mirando hacia atrás, vio entonces una luz rara en los ojos de Boromir, que
se inclinaba espiando a Frodo. Sam estaba convencido desde hacía tiempo: las
barcas no le parecían ahora tan peligrosas como antes, pero nunca había pensado
que fueran tan incómodas. Se sentía agarrotado y descorazonado, no teniendo
nada que hacer excepto clavar los ojos en los paisajes invernales que se
arrastraban a lo largo de las orillas y en el agua gris a los lados. Aun cuando
tenían que recurrir a las palas, no le confiaban ninguna.
En el cuarto día, a la caída de la tarde, Sam miraba hacia atrás por encima de
las cabezas de Frodo y Aragorn y los otros botes; soñoliento, no pensaba en otra
cosa que en pisar tierra firme y acampar. De pronto crey ó ver algo; al principio
miró distraídamente y en seguida se sentó frotándose los ojos, pero cuando miró
de nuevo y a no se veía nada.
Aquella noche acamparon en un pequeño islote, cerca de la orilla occidental.
Sam, envuelto en mantas, estaba acostado junto a Frodo.
—Tuve un sueño curioso una hora o dos antes de detenernos, señor Frodo —
dijo—. O quizá no fue un sueño.